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Domingo XXV durante el año (C)

Am. 8, 4-7; 1 Tm 2, 1-8; Lc 16, 1-13

1. En esta parábola que hemos escuchado, Jesucristo, con un acento lleno de tristeza, desciende
a comprobar un hecho, que hoy se repite ante nuestros ojos: que los hijos de este mundo en su manera
de obrar son más astutos que los hijos de la luz. Se trata de una lección capital, de una llamada de
atención sobre la “viveza” que debe tener el cristiano para jugar y apostar todo por Cristo, y saber
llevar a buen término el negocio capital de salvar su alma.

Nos referimos a esa cualidad que hoy nuestro Señor destaca del mayordomo infiel del
Evangelio: la astucia y sagacidad que puso en resolver su inminente situación de necesidad. El Señor,
obviamente, da por supuesta la inmoralidad de tal acción; pero resalta y alaba, sin embargo, la agudeza
y empeño que demostró este hombre para sacar provecho material de su antigua condición de
administrador.

2. La parábola del administrador infiel es una imagen de la vida del hombre. El hombre rico es
Dios, Creador y Señor de todas las cosas. El administrador es el hombre, cada uno de nosotros. Los
bienes de que gozamos y todo lo que tenemos pertenece a Dios, que nos los ha confiado
temporalmente. Somos simples administradores de todo eso que, en definitiva, es propiedad
esencial de Dios. A lo sumo, somos propietarios accidentales. Por eso, tarde o temprano le deberemos
rendir cuentas a Dios, que es el único y verdadero dueño de todo.

Ahora bien, estos bienes que Dios nos ha confiado son, no solamente los bienes temporales y
exteriores, sino también los bienes espirituales. Son todas las facultades de nuestra alma y de nuestro
cuerpo: nuestra salud, nuestro tiempo, nuestros talentos, todos los dones naturales y sobrenaturales,
todas las gracias recibidas desde el Bautismo. En una palabra, todo lo que somos en el orden de la
naturaleza y de la gracia; “¿qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co 4, 7), dice San Pablo.

Estos son los bienes con los que tenemos que negociar el Cielo, y de los cuales un día se nos
dirá como al administrador infiel: “dame cuentas de tu gestión”. Así será la intimación que nos hará
el Señor a cada uno de nosotros, a todos por igual: a pobres y a ricos, a los grandes de la tierra y a los
insignificantes, tanto al que ocupa un alto cargo como al más simple empleado, al sacerdote y al fiel,
a los padres de familia y a los hijos. Nadie quedará exento de rendir cuentas de la misión que Dios le
haya encomendado aquí en la tierra.
3. Los hijos de este mundo son más prudentes que los hijos de la luz, es el lamento de Jesús, y
es verdadero también respecto de nosotros. ¡Cuánto interés por las cosas del mundo: qué rápido se
corre por un poco de fama, de dinero, de honores..., y cuánto desinterés por las cosas de Dios! ¡Cuánta
astucia vemos a diario para obrar el mal y cuánta dejadez para hacer el bien!

¡Qué amarga tristeza encierra el lamento de Jesús! Son más prudentes en sus negocios los hijos
de las tinieblas. El mundo promete cosas viles y fugaces, y todos van tras ellas. Dios promete cosas
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eternas y sublimes, y un gran fastidio embarga el corazón de los hombres.

Cuánto esfuerzo vemos empleado, cuánto trabajo, tiempo y preocupaciones por alcanzar una
corona que se marchita tan pronto. Cuántos sacrificios y privaciones inútiles hacen tantas personas
por lograr la primera página de un diario, o para gozar aunque sea por breve tiempo de un primer
puesto. Cuántas ilusiones, cuánta perseverancia y tenacidad en todo eso. ¡Qué verdaderas son las
palabras de Jesús: Los hijos de este mundo son más astutos en sus negocios que los hijos de la luz! Si
los hombres hiciesen en el servicio de Dios la décima parte de lo que hacen otros para triunfar en el
mundo, pronto serían grandes santos…
4. Y quizás uno de los bienes por el cual más se desviven los hombres, y emplean mil astucias
para conseguirlo, es el dinero.

Si el hombre no es desprendido, el manejo del dinero se le convertirá en una tentación de la


que no sabrá defenderse; y, entonces, de administrador que es, terminará siendo esclavo del dinero.
¡El dinero!: pésimo tirano que no deja libertad alguna, ni siquiera la libertad de servir a Dios. La
sentencia de Cristo es contundente: “no podéis servir a Dios y al dinero”.

El administrador deshonesto encontró una solución rápida frente a la dificultad en que estaba:
hizo amistades con aquellos que podían ayudarlo en el futuro. Así, si queremos ser verdaderos
discípulos de Cristo, tenemos que aprender a usar de los bienes pasajeros con la misma sagacidad, de
manera de asegurarnos la eternidad.

5. ¿Y cuál es, entonces, la prudencia necesaria que quiere Cristo para los hijos de la luz? Es la
prudencia que nos lleve a enriquecernos para el Cielo. ¿Hay algo más importante? ¡Todo el
verdadero negocio consiste en esto! Es necesario que los hijos de la luz -los cristianos- piensen en
su futuro que va más allá de la muerte; pero son pocos los que saben desapegarse de las cosas terrenas
para acumular tesoros para la vida eterna.

En nosotros debería haber un gran ardor, un celo tal que nos lleve a santificarnos y a amar a
Dios y a al prójimo cada vez más; usando de los mejores medios para eso: sacramentos, oración,
formación, buenas obras, apostolado...

Esa misma prudencia nos debería llevar a ser fuertes y animosos para vencer las tentaciones,
para soportar las penas y las cruces de esta vida, para huir del pecado y de toda ocasión peligrosa. En
fin, para tener la mirada puesta en el único objetivo para el cual hemos sido creados: Dios.

Se trata de vivir no como si fuésemos a quedarnos aquí para siempre. El administrador


infiel supo perfectamente que pronto estaba por acabarse su administración, y puso los medios
necesarios para asegurarse el porvenir. Tampoco nosotros podemos olvidar que esta vida se termina,
y se termina pronto; no es para siempre. Del mismo modo que el administrador se preocupó por el
futuro, también nosotros tenemos que preparar aquí, en la tierra, la eternidad

En conclusión, apliquemos por encontrar a Cristo y por los bienes eternos, al menos el mismo

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esfuerzo, al menos la misma sagacidad, que ponen los mundanos por los bienes de la tierra y por sus
negocios temporales.

Es el gran San Ignacio de Loyola quien lo sintetiza diciendo: “servir al mundo con descuido y
pereza, poco importa; pero servir a Dios con negligencia, es cosa que no se puede tolerar”.

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