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DEMENCIA

Sus arrugadas y delgadas manos se aferraban a la sábana, llenándola de sudor, crispando cada músculo de
sus herrumbrosos dedos. El dolor no había parado desde la madrugada; en realidad desde que la diabetes
empezó y el Alzheimer se diagnosticó prematuramente. Todo parecía empeorar para el anciano calvo. Todos
los días eran una existencia cíclicamente enfermiza. Siempre olvidaba si había tomado su medicamento y volvía
a tomárselo; lo tomaba dos veces en la mañana y dos veces antes de dormir, si es que su hijo no se daba
cuenta antes. Soltó la sábana después de que el dolor visceral había disminuido. Tocó su cabeza, frotó sus
rugosas manos y en su muñeca encontró un reloj demasiado viejo, ¿Qué hora sería? Tampoco recordaba los
números… al fin y al cabo tal vez en unas horas podría entender para qué servía ese pedazo de metal en su
muñeca, que parecía tener más vida que él.
Al lado de la cama estaba un restirador negro algo empolvado, con marcas que delataban su metódico uso. En
el cajón se encontraba una caja de madera llena de estilógrafos acomodados de acuerdo a su punto, todos
estaban secos pues ya nadie los usaba ni les cuidaba como se debía. Enfrente del restirador estaba una ventana
grande. Las cortinas eran de un color salmón que hacían más cálido el paso de la luz a la habitación. Los ojos
del anciano buscaban nerviosos algo que despertara en él un recuerdo que lo hiciera sentirse vivo. El mundo le
era ajeno y el calor comenzaba a sensibilizar sus laxas fibras. Su habitación estaba llena de vestigios para su
memoria, ¿había sido arquitecto?, ¿tenía hijos?, ¿Era él quien estaba en esa foto junto a esos rostros
desconocidos? Se sentó en la cama y antes de que tratara de tomar la fotografía, se abrió la puerta. Se
asomaron dos ojos melancólicos, “Papá buenos días. Vamos a desayunar, ve la cara que tienes, tranquilo”. El
hijo ya estaba acostumbrado a ser visto como un desconocido por el hombre que lo crió. Lo tomó de un brazo
para levantarlo de la cama y lo ayudó a bajar las escaleras. La familia había dejado al hijo encargado de tan
denigrante tarea, ya nadie soportaba al anciano, su esposa se había suicidado desde que su hija falleció de
cáncer; se dice que desde pequeña la señora tenía fuertes episodios de depresión acompañados de una
insoportable de paranoia, que la hacían estar dopada por largos periodos en clínicas. Las escenas de celos
entre el anciano y su esposa eran famosas entre sus vecinos, una vez la mujer se untó mertiolate en su
entrepierna, fue a la policía y dijo que su marido la había violado.
“¿Cómo te llamas?” preguntó el anciano con un deje de rechazo a la ayuda. “Soy Luis papá, tu cuarto hijo. Y sí,
estudiaste arquitectura, esos títulos son tuyos. Te llamas Gabino. La foto que tienes al lado de tu cama es
nuestra familia… Ah y no, ya no trabajas, estás jubilado” respondió el hijo mirando la nada mientras trataba de
recordar sino olvidaba algo más. El anciano tenía una mirada desoladora; el hijo, por su parte, se había
aprendido el interrogatorio matutino, tratando de responder cada día con más paciencia. Después de comer,
esperaba una hora a que el anciano revisara más de cuatro veces si las puertas estaban cerradas, si las llaves
no estaban abiertas, si el gas estaba apagado, si el carro tenía llave y escuchaba una y otra vez la misma
historia de la vez que se cayó hace veinte años y se fracturó el brazo. Desde el diagnóstico de Alzheimer, cada
mes el anciano revisaba algo más y su mirada era aún más ajena a lo que antes era su vida.
Para el hijo era cada vez más difícil el trabajo, cada mes su padre olvidaba una docena de palabras, y resultaba
aún más difícil comunicarse con él o hacerle entender las cosas; en algunos casos eso parecía ya imposible
con el aumento de negativas ante todo del anciano, a no irse sin haber revisado cuánto sus frágiles dedos
pudieran hurgar. Había roto dos veces la chapa de la puerta principal y la llave del gas, también había
mordisqueado un adorno de frutas de plástico. Ya no tenía hambre, simplemente eran necesidades fisiológicas
que su cerebro procesaba una y otra vez. Había perdido la vista del ojo derecho, primero por la diabetes, pero
la operación fallida en el hospital de una intraocular terminó por dejar su ojo blanco; pareciera más una metáfora,
con ese ojo muerto, veía ya la otra vida que se acercaba.
El anciano creía poder hablar, pero su hijo sólo escuchaba balbuceos y entendía por medio de señas lo que el
anciano pedía. Lúcidas regresiones de memorias fragmentaban la memoria del viejo por minutos. Cuando su
segunda hija murió de cáncer lloró por cinco minutos y después volvió a revisar por enésima vez las llaves y las
chapas.
Todas las mañanas los mismos rostros le martillaban el cerebro. Un día gracias a un lapso de lucidez, reconoció
su propio rostro joven junto al de una mujer que posiblemente era su esposa. Quiso alcanzar la fotografía, pero
las sábanas se habían enrollado a sus pies, cayó al suelo y fracturó su columna. Su hijo lo encontró llorando, lo
subió al carro para ir al hospital. Lograron estabilizarlo y le programaron una cirugía. Después de la cirugía el
anciano había empequeñecido, su cuerpo no tenía ya nada de grasa; dándole un aspecto deplorable. Sus
rodillas se habían tornado desproporcionadas y en sus pies comenzaba una corrosiva gangrena que concluía
con una serie de moretones por todo el cuerpo.

Tal vez a nadie le interese la historia de cómo me volví loco. Tal vez a mí no me interese que a alguien le
interese. Sin embargo, estas cuatro paredes me acorralan, la figura de mi padre se dibuja en mis ojos y en los
llantos cada noche cuando escucho gritar a mis compañeros de cuarto, no estoy loco les juro, eso creo, o al
menos creía. Espero no estarlo o poder estarlo. Podría jurar que puedo hablar cuerdamente con alguien, sólo
es cuestión de cómo me vea, si me ve de una forma que parezca de juzgar no dudaría en escupirle en la cara,
en cambio si es una forma que parezca de entender podría contarle una y otra vez la historia. Una y otra vez.
La historia, ¿la historia de quién? ¿Mía o de mi padre? A veces extraño a mi padre, pero otras lo odio por
haberme encerrado aquí, en mi mente, junto con él… junto con él y mi madre que creo estaba más loca que yo,
pero ya lo he dicho, yo no estoy loco o al menos no creo estarlo.
Me preocupa mi padre y me preocupo yo. Creo que a esta hora debería haber estado calentando su comida
licuada, haber cambiado su pañal. Recuerdo la vez que me descuidé unos segundos mientras mi padre comía
un plátano y cuando volví, ya estaba acabando de comer la cáscara, casi muero del susto; la cáscara era ya
más gruesa que su piel. De verdad que esto es una tortura. Durante cinco años vi morir a mi padre. Hace unos
meses murió de nada y por todo. Dicen que colapsó, que su cuerpo ya no tenía fuerzas para nada, pero él ya
estaba muerto, desde que cayó en cama por un golpe en la columna su demencia aceleró como nunca.
Mis hermanos vienen a verme a veces, me ven con lástima y dicen que todo esto ya se veía venir, que lo supere.
Es a ese tipo de personas que odio, los días con mi padre parecían años, soportar que me dijera una y otra vez
la misma historia, y una y otra vez que apagase las luces, era horrible. A veces pensaba que yo me estaba
volviendo loco. Algunas veces podía escuchar sus quejidos y pasos en donde no estaba.
Mis hermanos me trajeron aquí después de que yo, puedo jurarlo, me vi al espejo y mi reflejo se distorsionaba
en múltiples deformidades diabólicas. Mi reflejo no obedecía a mis movimientos y del otro lado del espejo me
hablaba a mí mismo, me reía de mi vida y de lo patético que me veía con la abstinencia de alcohol. Esas cosas
pasan, de pequeño leía y había películas en donde eso pasaba, yo sé que pasan. Ellos creen entenderme, pero
no saben nada. Me dicen que golpeé el espejo, me rasguñé la cara, con las manos ensangrentadas y los nudillos
abiertos fui a la habitación de mi padre, ya enfrente de él comencé a ahorcarlo. No paraba de escuchar mi risa
en la cabeza y mucho menos quería mirar un espejo. Dicen que yo mismo les conté eso cuando llegaron a la
casa y me encontraron en el cuarto llorando en el pecho de papá. Mis manos no paraban de sangrar y mi
muñeca se había cortado. Mi hermana, una doctora, me dijo que podía desangrarme, pero yo me sentía débil
y dormí una última vez con papá. Él durmió para siempre, aquí en mi mente, y yo, dormí aquí, en el mundo de
los despiertos.

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