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MaloBueno
En el “Preface” al catálogo de Du Théâtre à l’Écran (2005), Colección de DVD de
teatro francés actual[1], el crítico Georges Banu escribe: “Georges Didi-Huberman se re-
fiere en un libro reciente al ‘gesto de aire y piedra’. Asimismo, los directores de teatro son
conscientes de que al grabar sus espectáculos emprenden la bella tarea de ‘modelar el
aliento’[2], esto es, querer conservar la huella de sus obras pasajeras. Sin embargo, tam-
bién conocen los riesgos de tal empresa. Esta permite conservar, pero igualmente puede
deformar, desvirtuar, deteriorar el espectáculo.
Este hecho explica las reservas de algunos y el entusiasmo de otros. En el teatro, la
conservación, sobre todo en formato audiovisual, no está aceptada por todos. Los argu-
mentos técnicos sobre las deformaciones inherentes a toda captación son bien conocidos,
es decir, el enfoque de la imagen, las diferencias de distancia, las relaciones alteradas, etc.
Aun así, éstos no impiden el reconocimiento de la persistencia, aunque sea parcial, del
espectáculo. Pero, justamente, los directores temen que se produzca una percepción erró-
nea, una perversión de la esencia misma de la obra escénica. Desconfían del instante que
dura porque, además de estar parcialmente deformado, entra en un sistema que permite
la comparación y engendra la decepción. Convencidos de que el tiempo afecta mucho más
la percepción de un espectáculo que la de un texto, prefieren adoptar más bien el ascesis
de la desaparición. No obstante, las mentalidades cambian con el tiempo y observamos
que un gran número de jóvenes directores que se decían reticentes a la idea de la conser-
vación modifican posteriormente su punto de vista y lo admiten. al menos de vez en
cuando. Como si la inminencia del fin, su propio fin, los incitara a atenuar la radicalidad
de antaño. Pero, una vez que han aceptado el recurso de la grabación, le prestan una aten-
ción particular a la calidad de los resultados. Este ha sido el caso reciente de Brook con
Hamlet o de Mnouchkine con Tambores sobre el dique. Los mismos no pretenden grabar
todo sino únicamente los espectáculos en los que su estética se concreta, además quieren
hacerlo en las mejores condiciones posibles. Si el contenido de la huella no es restituir la
experiencia de la representación, al menos es el de restituir su poética” (“El teatro y su
sombra”, apartado “La conservación moderada”, 2005, p. 12).
Cuando menciona a Brook, Banu hace referencia al vínculo entre la versión escéni-
ca de The tragedy of Hamlet (Les Bouffes du Nord, Paris, estrenada en 2000) y su tras-
posición al film (para la televisión) en 2002, con dirección del mismo Brook[3]. Es sabido
que La tragedia de Hamlet no marca el inicio de las experiencias de Brook en la trasposi-
ción de puestas teatrales a la producción fílmica. Basta repasar su contribución al cine o la
televisión para advertir que la mayor parte de sus películas están ligadas al teatro, a la
filmación de sus propias puestas en escena y a piezas dramáticas y óperas originales. Re-
cordemos The Beggar’s Opera (1953, sobre texto de John Gay), Marat/Sade (1967, sobre
la puesta del texto de Peter Weiss), Tell Me Lies (1968, basada en la puesta de US), King
Lear (1971, principal antecesora de Hamlet, en materia de trasposición de Shakespare al
Hamlet, poética teatral en el film, —2—
cine), Mesure pour mesure (1979, nuevamente Shakespeare), La Cerisaie (1982, sobre la
puesta de la pieza de Anton Chéjov), La Tragédie de Carmen (1982, ópera de Bizet), The
Mahabharata (1989, versión de su espectáculo teatral), finalmente The Tragedy of Ham-
let (2002). Sus films no basados en teatro son Moderato cantabile (1960, a partir de la
novela de Marguerite Duras), Lord of the Flies (1963, versión de la novela de William
Golding) y Meetings with Remarkable Men (1979, basado en textos de G. Gurdjeff). En la
trayectoria creativa de Brook el teatro ocupa mayor volumen que el cine, pero en sus pre-
ferencias teatro y cine no rivalizan: son pasiones constantes y simétricas, más allá de cir-
cunstanciales declaraciones sobre la fatiga generada por los procesos de trabajo. (Brook
ha afirmado en diversas oportunidades de su carrera que, después de una serie numerosa
de puestas teatrales, ha sentido deseos de abandonar la escena y dedicarse al cine, pero
siempre regresa al teatro)[4]. Lo cierto es que Brook domina los secretos de ambos len-
guajes, y si bien es reconocido internacionalmente como director de teatro, sus aportes al
cine están lejos de ser desdeñables.
Coincidimos con Banu cuando observa que el cine “teatral” de Brook permite reco-
nocer, restaurar su poética escénica. El film La tragedia de Hamlet plantea claras dife-
rencias con la puesta de 2000, imprime alteraciones, “deforma” la versión teatral, pero
opera a la vez como “huella”, como registro de componentes fundamentales de su poética
teatral. El film tiene una duración más corta que la puesta: ayudado por Marie-Hélène Es-
tienne, Brook reescribió el original shakesperiano, y volvió a reescribirlo para el script o
guión de cine. Brook ha restado transiciones y enlaces escénicos, se vale del montaje del
cine para una reducción por elipsis. El tiempo aurático, viviente del teatro, es comprimido
por el tiempo de la edición tecnológica cinematográfica. Está claro que el cine “desvirtúa”
el tempus teatral, sin embargo se conserva –y es protagonista en el film- el espacio escé-
nico: el escenario de Les Bouffes du Nord, así como sus paredes rojas, marcadas por la pá-
tina del tiempo, que encuadran la acción de los actores. La película de 2002 es y no es a la
par la versión escénica del 2000. La puesta incluye una dramaturgia y un elenco diversos
–en parte- de la versión cinematográfica. Pero la visión del film permite restituir un ele-
mento fundamental de la poética teatral de Brook: su trabajo con una concepción mini-
malista del teatro, que todo lo reduce a la acción física y física-verbal del actor, una suerte
de apropiación brookiana del “teatro pobre” de Jerzy Grotowski. Esa visión de regreso a la
fórmula nuclear del teatro, a su “principio” en la escena occidental, es complementaria
con la escritura y la concepción escénica del mismo Shakespeare, en el sentido en que
analiza su teatro el director Raúl Serrano: “Actualmente con los alumnos estamos traba-
jando en mi escuela un espectáculo que se llama La mejor escena del mundo. Tengo claro
cuál es para mí la mejor escena del mundo: está en King Lear[5]. A Gloucester le han sa-
cado los ojos y sale a la intemperie, ciego, ensangrentado, decidido a matarse. Allí se en-
cuentra con su hijo Edgar. Este no sabe qué hacer al ver a su padre en ese estado, tiene
que reprimir su dolor y se hace pasar por otro, por un loquito. Gloucester le dice que cree
reconocer su voz y Edgar, para no ser descubierto, dice más tonterías. El padre le pide que
lo lleve a la más alta montaña y el hijo le miente: le dice que sí, pero lo conduce por el
llano. Lo hace subir a un montículo de veinte centímetros y le hace creer que está al borde
de un precipicio. El público y Edgar están viendo lo que Gloucester ciego no ve: que va a
saltar sólo veinte centímetros. Gloucester le pide a Edgar que se aleje, el hijo le hace creer
tal cosa. Gloucester dice sus últimas palabras y se tira, cae y se pregunta: ‘¿Será esto la
muerte?’, y el hijo que siempre estuvo a su lado, asumiendo otra voz, le cuenta que lo vio
Hamlet, poética teatral en el film, —3—
caer desde tan alto pero leve, como si su cuerpo fuera de plumas... Esto se llama conven-
ción teatral, y demuestra que Shakespeare sabía como nadie que la convención y la ima-
ginación son la sustancia de base del teatro. Y si querés comprobarlo, basta con leer el
prólogo a Enrique V: ‘Suponed que dentro de este recinto de murallas están encerradas
dos poderosas monarquías (...) Suplid mi insuficiencia con vuestros pensamientos. Multi-
plicad un hombre por mil y cread un ejército imaginario’. Este es el secreto de Shakespea-
re: un teatro que está dispuesto a usar lo mejor de la literatura, que pone el cuerpo a ima-
ginar estas conductas, delante del público que participa de la convención y que al mismo
tiempo no puede dejar de sufrir por el drama del padre y del hijo, ¡mientras se divierte!...
Decime si hay alguna escena en el mundo que sea más teatral, si la palabra teatral quiere
decir algo... Convención e imaginación: la esencia del teatro occidental”[6].
Brook sabe que el regreso a esta fórmula (convención poética instalada desde el
cuerpo del actor, que estimula la imaginación) da con la especificidad del teatro, resuelve
la singularidad de su lenguaje, en el diálogo que éste entabla en los tiempos contemporá-
neos con el cine, la televisión y el video (en tanto medios artísticos de sustentación tecno-
lógica). Ahora más que nunca, en esta era de digitalización, desterritorialización e inter-
mediación tecnológica, el teatro vuelve a su fundamento y resignifica la clásica definición
de Brook: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un
hombre camina por este espacio vacío mientras otro lo observa, y esto es todo lo que se
necesita para realizar un acto teatral”[7]. La poética de puesta en escena de La tragedia
de Hamlet radicaliza este regreso a una poíesis nuclear de la teatralidad[8]. Casi absoluta
ausencia de accesorios escenográficos, la escena deliberadamente despojada de objetos
para ser poblada por el actor y la imaginación del espectador, se combina con el tapete ri-
tual, los candelabros encendidos y la presencia del músico Toshi Tsuchitori en escena,
que remiten al recuerdo del “teatro sagrado” y el intertexto del teatro oriental, especial-
mente el hindú.
Marc Moreigne destaca, en las noticias del citado Catálogo de Du Théâtre à
l’Écran, que “Hamlet se inscribe claramente en la continuidad de sus precedentes puestas
en escena y de su estética teatral: minimalista, depurada, de una simplicidad y claridad
luminosas (...) y cuenta con un reparto cosmopolita con rostros y acentos indios, japone-
ses, europeos y africanos, que acentúa la universalidad del tema y el mestizaje cultural tan
preciado para el director. La lengua de las palabras es la de Shakespeare[9], pero las voces
de los actores provenientes de tres continentes convierten más que nunca esta Tragedy of
Hamlet en una ‘obra-mundo’ en la que el enigma y la tragedia íntima vivida por el Prínci-
pe de Dinamarca –‘ser o no ser’- habla y resuena en cada uno de nosotros” (ed. cit., p. 59).
Efectivamente la composición del elenco de la versión teatral apuesta a la diversi-
dad étnica, acentuada por la incorporación de jóvenes actores de diversa procedencia na-
cional. Es relevante que Hamlet sea interpretado por el actor negro (británico de ascen-
dencia jamaiquina) Adrian Lester, y que tanto Claudio como el Fantasma del Rey Hamlet
sean encarnados por otro actor negro, Jeffery Kissoon. La voluntad de Brook de trabajar
con actores negros desautomatiza la esperada imagen eurocéntrica de Hamlet y el teatro
shakesperiano y conecta esta puesta con su programa de trabajo con África, iniciado sis-
temáticamente en los setenta y acentuado en los últimos años. Tres actores de origen hin-
dú confluyen en roles centrales del estreno teatral: Shantala Shivalingappa (Ofelia),
Naseeruddin Shah (Rosencrantz, Primer Actor) y Rohan Siva (Guildenstern, Segundo Ac-
tor, Laertes). Scott Handy compone a Horacio y completan el elenco actores “estables” de
Hamlet, poética teatral en el film, —4—
/ conocimiento en once ensayos de Teatro Comparado, Buenos Aires, Atuel, 2005, pp.
125-136.
[12] Jean-Pierre Sarrazac, L’Avenir du Drame, Lausanne, Editions de l’Aire, 1981.
[13] Jean-Pierre Sarrazac, Théâtres intimes, Arles, Actes Sud, 1989.