Todos los pueblos bailan, pero no todos se hacen demoniacos en
este afán de crear con el cuerpo. Soy lector. Pero, ante todo, soy boliviano y soy danzante. En medio de un paso, de un salto, de una letra, ausculto en el corpus literario y me pregunto: ¿desde cuándo está Luzbel en la literatura boliviana? Y más aún: si la danza es imitatio de la realidad a través del movimiento, ¿qué de lo boliviano se está imitando en el salto demoniaco de la diablada?
Atrevámonos a escribir lo demoniaco. En el siglo XVIII entra el
Demonio por primera vez en nuestras letras, en una pieza anónima de teatro religioso, Loa dedicada al nacimiento de Cristo para la Noche Buena. En medio de la noche, Luzbel ingresa en escena y trata de evitar que unos pastores visiten al Niño Dios que acaba de nacer. Ante la resistencia a sus tentaciones, muy ofendido, comienza a invocar la ayuda de las huestes infernales que están a su servicio:
¡Oh, legiones!, escuchadme:
aportad con ligereza para vengar los ultrajes, los agravios y desprecios que este mentecato me hace (…). ¡Ah cuadrillas infernales, asegurad con presteza en tus garras, sin escape, a este necio, pues te manda tu príncipe formidable!
El Demonio clama por sus ejércitos, los pide ligeros, vengadores y
con garras. Estas huestes infernales finalmente no llegan en su ayuda: no recibe respuesta, el Infierno que gobierna no acude a socorrerlo y él pierde la afrenta cuando los pastores pronuncian el nombre de Jesús. Así, la presencia de Dios en un signo —su nombre entre los hombres— ahuyenta al señor del Averno, quien, derrotado, se retira.
Su respuesta llegaría mucho después y no ya en la ficción. Lo
haría para quedarse y apropiarse de la ciudad, con el deseo de tomarla por suya y dejarla ir al albedrío de las pasiones. Esas hordas de demonios invocadas en la pieza de teatro religioso aparecen en las calles de Oruro una vez al año, para auxiliar por fin a Satán. Paradójicamente, tal como él se retira en la Loa, hoy cientos de danzantes entran en comparsa, saltantes y diabólicos, a grandes saltos siguiendo al arcángel Miguel, en gesto de derrota. La diablada evoca así, la universal lucha entre Dios y el Demonio. Hordas de diablos bailando, para rendirse ante la Virgen del Socavón, arrepentidos como el Chiru Chiru, derrotados como en las Escrituras.
Y si en la danza los demonios aparecen derrotados, ¿cómo han de
ayudar a su príncipe?, ¿en qué consistirá su demoniaco ayudar? Vemos danzar a los cuerpos, siguiendo a san Miguel, rumbo a rendirse ante la Virgen. Pero, ¿hasta qué punto será una real rendición? Bailar es responder al llamado de auxilio del Demonio que no desea ser sometido por las fuerzas de Dios, responder al llamado del oprimido que no desea “ser pisado por las fuerzas del capital”.
Atrevámonos a bailar diablada. ¿En qué consistirá tanto salto
insólito, tanta pañoleta volando, tanta máscara inestable? Nuestra preocupación radica allí: en el salto, en este afán por lo etéreo en su lado demoniaco. Cuán difícil es llegar al nivel necesario para empujarse desde el piso y vencer la gravedad, con traje, con la máscara. Cuán difícil es encontrar la expresión del mestizaje del que somos originarios. Cuán mestiza será la diablada.
Año tras año, el traje parece crecer hacia lo alto: la serpiente de la
punta se hace más larga, alguna boca de dragón lanza fuego cada vez más alto, los círculos diabólicos que le hacen de ojos parecen mirar cada vez más arriba. Y el bailarín debe llevar todo eso sobre el cuerpo, debe sentirse el más ligero —a pesar de todo el peso que lleva encima—, el que puede saltar y dar rienda suelta a su danza. La ligereza y el vencer la gravedad son, pues, las encrucijadas de todo bailarín.
Para la bailarina clásica, usar una zapatilla de punta significa,
ante todo, el triunfo total del arte sobre una de las leyes naturales más intangibles: la gravedad. Toda bailarina, a pesar de repetir la misma clase desde siempre, busca llegar al punto clave de ingravidez, donde todo artificio no es ya necesario, porque ella está atada al suelo sólo de la punta de los pies.
La bailarina romántica fue la primera en bailar, no ya sujeta al
suelo que tanto la cohibía, sino en la punta misma de los dedos, en un afán por la extrema suavidad e intangibilidad del cuerpo. Junto a semejante ingravidez, el escenario se llena de seres demoníacos: Willis, Sílfides y duendes, que interactúan con humanos, se enamoran de ellos y los llevan a la muerte. Las bailarinas se preocupan de encarnar a estos seres devoradores de hombres, seres que no están sujetos a las leyes de la gravedad, son intangibles y del otro mundo. La expresión del ballet romántico se da desde esta unión entre dos mundos: el demoniaco/espiritual y el humano, reflejada esta unión en la capacidad sobrehumana de llegar a lo etéreo.
Nuestra preocupación se hace legible. Saltantes, diabólicos,
dionisíacos, sentimos en la danza la necesidad romántica por la ingravidez, esa que nos hace sentirnos ligeros y capaces de representar a lo demoníaco/espiritual entre los hombres. Nos angustia el estar tan sujetos a la tierra (tan cara a nuestro entorno), que la usamos como punto para tomar vuelo y, diabólicamente, saltar. El diablo saltante del carnaval de Oruro puede ser heredero (además del tío de la mina, de los autos sacramentales y los ritos urus prehispánicos) de las demoniacas Willis que vemos volar en Giselle; es la encarnación de la necesidad de saltar desde la tierra, de ponernos en diálogo con el otro mundo al hacernos, por un momento, etéreos como los espíritus diabólicos. A la par que el traje crece hacia arriba y el movimiento hace al bailarín un ser ingrávido, aparecen los elementos que nos recuerdan a la tierra. Los lagartos y serpientes que se dan lugar en los trajes, pertenecen al gremio de los que se arrastran: son los más terrestres del reino animal. Y son, también, la representación de lo infernal. Además cabe pensar que el Demonio, por muy ingrávido que sea, por mucho que tienda hacia lo etéreo, jamás llegará completamente arriba, al Empíreo donde habita Dios. En sí, en la diablada no está la cuestión mestiza —entendiendo el mestizaje como una “mezcla de culturas distintas, que da origen a una nueva”— sólo desde la idea del entrecruce cultural entre lo español y lo indio, sino también desde la representación de un personaje subterreno, mediante un movimiento que tiende hacia lo supertérreo. Lo mestizo de la diablada radica, pues, en esa mezcla que sólo puede ser posible en un personaje como el Demonio.
Mucho se ha discutido sobre el origen de esta danza: desde
datarlo hace dos mil años en rituales urus prehispánicos, hasta pensar en la influencia de los autos sacramentales y el ball de diable catalán. Más allá de pensar en posibilidades para el verdadero origen de esta danza, me gusta pensarla en el entrecruce de todos los orígenes que se han intentado marcar hasta el día de hoy. Desde piezas teatrales de corte religioso, hasta antiquísimas deidades urus; desde esos saltos herederos de lo demoniaco del ballet romántico, hasta movimientos propios de nuestra tierra, que tienden a ella y la hacen vibrar. El mestizaje es lo demoníaco de nuestras expresiones.
Atrevámonos a usar máscara. Entre tanto salto, entre semejante
representación, uno no deja de preguntarse cómo se puede usar tan pesada máscara. Ana María Grisi Reyes, en “China Supay”, nos aventura en posibles respuestas al asunto. En cuanto leemos el cuento nos adentramos en la mente de una mujer enmascarada bajo la careta de diablesa; de una mujer que es más máscara que mujer y que vive en torno a la diablada. Jamás la vemos bailar; la acompañamos en los bares a los que asiste y enumera después de haber bailado, la acompañamos en sus afanes sexuales y en sus amoríos corrientes con hombres que ven más a la China Supay que a la mujer. “Su máscara diabla ocultaba su otra diabla”: la máscara es, pues, la imagen ideal de su expresión. La sexualidad descarnada y desorbitante que habita el cuerpo de esta mujer sólo es posible si la careta de diablesa está sobre su rostro. Se expresa la diabla, su única forma de hablar, de decirse, se da enmascarada: “Querida hermana: Ayer recibimos la llamada. Hoy sale por courier expreso tu máscara. Ojalá eso te devuelva la voz”.
Parte íntima de la diablesa: jamás la vemos bailar porque “se le
había metido el baile al cuerpo”, es decir, todo lo que dice/acontece/hace la mujer es un baile. Mientras se tenga cuerpo, lo que se haga con él será bailar. Mientras se tenga máscara, se tendrá voz; mientras se baile, se tendrá expresión: dominio de la diablada sobre la persona. La mujer protagonista del cuento ni siquiera lleva un nombre más allá del denominativo del personaje que representa. El baile le domina el cuerpo, la máscara domina su mente y su forma de actuar.
Danzante, me pregunto: ¿la encrucijada de esta diablesa no será
la de todo boliviano? ¿Cuántas máscaras usamos, desde el presidente hasta el mendigo que duerme a dos cuadras de nuestras casas? ¿Será la máscara la única forma de expresarnos? Nuestra preocupación adquiere matices más complejos, pues comenzamos a pensarnos como eternos enmascarados. ¿Habrá, entonces, algún verdadero rostro por debajo de las máscaras?
Es más, si la diablada sucede en la ciudad, ¿no será a su vez una
máscara de su propio espacio engendrador? Esta forma nuestra de disfrazarnos de diablos y bailar por las calles puede ser una forma de enmascarar nuestras urbes. Si tal sucede, como en “China Supay”, el verdadero rostro sería la máscara misma. Sacar la careta de diablo y ponerse a saltar es sacar el verdadero yo de la ciudad, el mundo que habita por dentro.
La puesta en escena es la del ejército de diablos siendo llevados a
rendirse, derrotados por Miguel, ante la Virgen del Socavón, pero tal vez esto sea la máscara de otra cosa. El asunto aquí es ver al ejército de diablos danzando sobre la ciudad: si bien están derrotados, también están tomando la ciudad. Es el mismo gesto de los indígenas que, colonizados, aceptaban construir un templo e ir a misa, a la par que al lado del templo aún permanecía la apacheta, la huaca (tomados como demonios por los españoles), a quienes el indio daba culto por debajo del Dios cristiano. Tal como la máscara domina a la protagonista del cuento, la diablada domina la ciudad. Tal como los demonios aparecen derrotados, por debajo están acudiendo en ayuda de su príncipe (el que pedía auxilio en la Loa virreinal).
Visto así, la careta de diablo nos asoma, nomás, al abismo: la
máscara dentro de la máscara. Al bailar diablada no sabemos ya quién es la persona y quién el diablo, quién es la ciudad y quién el baile. Oruro. Pintado está el diablo en la heroica avenida del Carnaval. Lo vemos todo el año y, durante sólo una fecha, lo vemos encarnado en cientos de danzantes, ingrávidos, poderosos. La diablada es eso: la ciudad misma que se para, se encarna, y danza. La ciudad en diálogo constante con el otro mundo, el ingrávido, el diabólico. Se presencia la invasión (a)saltante de los diablos: se asiste al contacto de nuestro mundo con el otro, de nuestra materialidad con lo intangible y etéreo de lo diabólico.
En la diablada asistimos a la puesta en escena de la lucha eterna
y universal entre Dios y el Demonio, donde ninguno llega a ganar por completo y definitivamente. Asistimos a ver la batalla no con afán de ponernos del lado de uno o de otro, sino más bien de entremezclarnos entre ellos para hacernos como ellos: inmateriales, intangibles e inmortales. Esta lucha pareciese ser la misma que hemos vivido desde el inicio de los tiempos virreinales: donde el Dios cristiano empieza a luchar contra las huacas y Dioses de nuestros pueblos, tomados por demonios. Entonces, asistir al espectáculo de esta batalla es asistir también al trauma que nos ha constituido como bolivianos y latinoamericanos. El trauma donde la lucha se convierte en amorío, en reproducción, en mestizaje. El Dios español se une a los Dioses andinos y dan como producto la Virgen/Pachamama, Santiago Illapa, la diablada, en sí, lo diabólico (o más bien, lo diabladeico) que nos constituye desde nuestras letras, desde nuestra expresión.