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Juan P.

Vargas

ÉRASE UN PAÍS DE DEMONIOS DANZANTES

Todos los pueblos bailan, pero no todos se hacen demoniacos en


este afán de crear con el cuerpo. Soy lector. Pero, ante todo, soy
boliviano y soy danzante. En medio de un paso, de un salto, de una
letra, ausculto en el corpus literario y me pregunto: ¿desde cuándo está
Luzbel en la literatura boliviana? Y más aún: si la danza es imitatio de
la realidad a través del movimiento, ¿qué de lo boliviano se está
imitando en el salto demoniaco de la diablada?

Atrevámonos a escribir lo demoniaco. En el siglo XVIII entra el


Demonio por primera vez en nuestras letras, en una pieza anónima de
teatro religioso, Loa dedicada al nacimiento de Cristo para la Noche
Buena. En medio de la noche, Luzbel ingresa en escena y trata de evitar
que unos pastores visiten al Niño Dios que acaba de nacer. Ante la
resistencia a sus tentaciones, muy ofendido, comienza a invocar la
ayuda de las huestes infernales que están a su servicio:

¡Oh, legiones!, escuchadme:


aportad con ligereza
para vengar los ultrajes,
los agravios y desprecios
que este mentecato me hace (…).
¡Ah cuadrillas infernales,
asegurad con presteza
en tus garras, sin escape,
a este necio, pues te manda
tu príncipe formidable!

El Demonio clama por sus ejércitos, los pide ligeros, vengadores y


con garras. Estas huestes infernales finalmente no llegan en su ayuda:
no recibe respuesta, el Infierno que gobierna no acude a socorrerlo y él
pierde la afrenta cuando los pastores pronuncian el nombre de Jesús.
Así, la presencia de Dios en un signo —su nombre entre los hombres—
ahuyenta al señor del Averno, quien, derrotado, se retira.

Su respuesta llegaría mucho después y no ya en la ficción. Lo


haría para quedarse y apropiarse de la ciudad, con el deseo de tomarla
por suya y dejarla ir al albedrío de las pasiones. Esas hordas de
demonios invocadas en la pieza de teatro religioso aparecen en las calles
de Oruro una vez al año, para auxiliar por fin a Satán. Paradójicamente,
tal como él se retira en la Loa, hoy cientos de danzantes entran en
comparsa, saltantes y diabólicos, a grandes saltos siguiendo al arcángel
Miguel, en gesto de derrota. La diablada evoca así, la universal lucha
entre Dios y el Demonio. Hordas de diablos bailando, para rendirse ante
la Virgen del Socavón, arrepentidos como el Chiru Chiru, derrotados
como en las Escrituras.

Y si en la danza los demonios aparecen derrotados, ¿cómo han de


ayudar a su príncipe?, ¿en qué consistirá su demoniaco ayudar? Vemos
danzar a los cuerpos, siguiendo a san Miguel, rumbo a rendirse ante la
Virgen. Pero, ¿hasta qué punto será una real rendición? Bailar es
responder al llamado de auxilio del Demonio que no desea ser sometido
por las fuerzas de Dios, responder al llamado del oprimido que no desea
“ser pisado por las fuerzas del capital”.

Atrevámonos a bailar diablada. ¿En qué consistirá tanto salto


insólito, tanta pañoleta volando, tanta máscara inestable? Nuestra
preocupación radica allí: en el salto, en este afán por lo etéreo en su
lado demoniaco. Cuán difícil es llegar al nivel necesario para empujarse
desde el piso y vencer la gravedad, con traje, con la máscara. Cuán
difícil es encontrar la expresión del mestizaje del que somos originarios.
Cuán mestiza será la diablada.

Año tras año, el traje parece crecer hacia lo alto: la serpiente de la


punta se hace más larga, alguna boca de dragón lanza fuego cada vez
más alto, los círculos diabólicos que le hacen de ojos parecen mirar
cada vez más arriba. Y el bailarín debe llevar todo eso sobre el cuerpo,
debe sentirse el más ligero —a pesar de todo el peso que lleva encima—,
el que puede saltar y dar rienda suelta a su danza. La ligereza y el
vencer la gravedad son, pues, las encrucijadas de todo bailarín.

Para la bailarina clásica, usar una zapatilla de punta significa,


ante todo, el triunfo total del arte sobre una de las leyes naturales más
intangibles: la gravedad. Toda bailarina, a pesar de repetir la misma
clase desde siempre, busca llegar al punto clave de ingravidez, donde
todo artificio no es ya necesario, porque ella está atada al suelo sólo de
la punta de los pies.

La bailarina romántica fue la primera en bailar, no ya sujeta al


suelo que tanto la cohibía, sino en la punta misma de los dedos, en un
afán por la extrema suavidad e intangibilidad del cuerpo. Junto a
semejante ingravidez, el escenario se llena de seres demoníacos: Willis,
Sílfides y duendes, que interactúan con humanos, se enamoran de ellos
y los llevan a la muerte. Las bailarinas se preocupan de encarnar a
estos seres devoradores de hombres, seres que no están sujetos a las
leyes de la gravedad, son intangibles y del otro mundo. La expresión del
ballet romántico se da desde esta unión entre dos mundos: el
demoniaco/espiritual y el humano, reflejada esta unión en la capacidad
sobrehumana de llegar a lo etéreo.

Nuestra preocupación se hace legible. Saltantes, diabólicos,


dionisíacos, sentimos en la danza la necesidad romántica por la
ingravidez, esa que nos hace sentirnos ligeros y capaces de representar
a lo demoníaco/espiritual entre los hombres. Nos angustia el estar tan
sujetos a la tierra (tan cara a nuestro entorno), que la usamos como
punto para tomar vuelo y, diabólicamente, saltar. El diablo saltante del
carnaval de Oruro puede ser heredero (además del tío de la mina, de los
autos sacramentales y los ritos urus prehispánicos) de las demoniacas
Willis que vemos volar en Giselle; es la encarnación de la necesidad de
saltar desde la tierra, de ponernos en diálogo con el otro mundo al
hacernos, por un momento, etéreos como los espíritus diabólicos.
A la par que el traje crece hacia arriba y el movimiento hace al
bailarín un ser ingrávido, aparecen los elementos que nos recuerdan a
la tierra. Los lagartos y serpientes que se dan lugar en los trajes,
pertenecen al gremio de los que se arrastran: son los más terrestres del
reino animal. Y son, también, la representación de lo infernal. Además
cabe pensar que el Demonio, por muy ingrávido que sea, por mucho
que tienda hacia lo etéreo, jamás llegará completamente arriba, al
Empíreo donde habita Dios. En sí, en la diablada no está la cuestión
mestiza —entendiendo el mestizaje como una “mezcla de culturas
distintas, que da origen a una nueva”— sólo desde la idea del
entrecruce cultural entre lo español y lo indio, sino también desde la
representación de un personaje subterreno, mediante un movimiento
que tiende hacia lo supertérreo. Lo mestizo de la diablada radica, pues,
en esa mezcla que sólo puede ser posible en un personaje como el
Demonio.

Mucho se ha discutido sobre el origen de esta danza: desde


datarlo hace dos mil años en rituales urus prehispánicos, hasta pensar
en la influencia de los autos sacramentales y el ball de diable catalán.
Más allá de pensar en posibilidades para el verdadero origen de esta
danza, me gusta pensarla en el entrecruce de todos los orígenes que se
han intentado marcar hasta el día de hoy. Desde piezas teatrales de
corte religioso, hasta antiquísimas deidades urus; desde esos saltos
herederos de lo demoniaco del ballet romántico, hasta movimientos
propios de nuestra tierra, que tienden a ella y la hacen vibrar. El
mestizaje es lo demoníaco de nuestras expresiones.

Atrevámonos a usar máscara. Entre tanto salto, entre semejante


representación, uno no deja de preguntarse cómo se puede usar tan
pesada máscara. Ana María Grisi Reyes, en “China Supay”, nos
aventura en posibles respuestas al asunto. En cuanto leemos el cuento
nos adentramos en la mente de una mujer enmascarada bajo la careta
de diablesa; de una mujer que es más máscara que mujer y que vive en
torno a la diablada.
Jamás la vemos bailar; la acompañamos en los bares a los que
asiste y enumera después de haber bailado, la acompañamos en sus
afanes sexuales y en sus amoríos corrientes con hombres que ven más
a la China Supay que a la mujer. “Su máscara diabla ocultaba su otra
diabla”: la máscara es, pues, la imagen ideal de su expresión. La
sexualidad descarnada y desorbitante que habita el cuerpo de esta
mujer sólo es posible si la careta de diablesa está sobre su rostro. Se
expresa la diabla, su única forma de hablar, de decirse, se da
enmascarada: “Querida hermana: Ayer recibimos la llamada. Hoy sale
por courier expreso tu máscara. Ojalá eso te devuelva la voz”.

Parte íntima de la diablesa: jamás la vemos bailar porque “se le


había metido el baile al cuerpo”, es decir, todo lo que
dice/acontece/hace la mujer es un baile. Mientras se tenga cuerpo, lo
que se haga con él será bailar. Mientras se tenga máscara, se tendrá
voz; mientras se baile, se tendrá expresión: dominio de la diablada
sobre la persona. La mujer protagonista del cuento ni siquiera lleva un
nombre más allá del denominativo del personaje que representa. El
baile le domina el cuerpo, la máscara domina su mente y su forma de
actuar.

Danzante, me pregunto: ¿la encrucijada de esta diablesa no será


la de todo boliviano? ¿Cuántas máscaras usamos, desde el presidente
hasta el mendigo que duerme a dos cuadras de nuestras casas? ¿Será
la máscara la única forma de expresarnos? Nuestra preocupación
adquiere matices más complejos, pues comenzamos a pensarnos como
eternos enmascarados. ¿Habrá, entonces, algún verdadero rostro por
debajo de las máscaras?

Es más, si la diablada sucede en la ciudad, ¿no será a su vez una


máscara de su propio espacio engendrador? Esta forma nuestra de
disfrazarnos de diablos y bailar por las calles puede ser una forma de
enmascarar nuestras urbes. Si tal sucede, como en “China Supay”, el
verdadero rostro sería la máscara misma. Sacar la careta de diablo y
ponerse a saltar es sacar el verdadero yo de la ciudad, el mundo que
habita por dentro.

La puesta en escena es la del ejército de diablos siendo llevados a


rendirse, derrotados por Miguel, ante la Virgen del Socavón, pero tal vez
esto sea la máscara de otra cosa. El asunto aquí es ver al ejército de
diablos danzando sobre la ciudad: si bien están derrotados, también
están tomando la ciudad. Es el mismo gesto de los indígenas que,
colonizados, aceptaban construir un templo e ir a misa, a la par que al
lado del templo aún permanecía la apacheta, la huaca (tomados como
demonios por los españoles), a quienes el indio daba culto por debajo
del Dios cristiano. Tal como la máscara domina a la protagonista del
cuento, la diablada domina la ciudad. Tal como los demonios aparecen
derrotados, por debajo están acudiendo en ayuda de su príncipe (el que
pedía auxilio en la Loa virreinal).

Visto así, la careta de diablo nos asoma, nomás, al abismo: la


máscara dentro de la máscara. Al bailar diablada no sabemos ya quién
es la persona y quién el diablo, quién es la ciudad y quién el baile.
Oruro. Pintado está el diablo en la heroica avenida del Carnaval. Lo
vemos todo el año y, durante sólo una fecha, lo vemos encarnado en
cientos de danzantes, ingrávidos, poderosos. La diablada es eso: la
ciudad misma que se para, se encarna, y danza. La ciudad en diálogo
constante con el otro mundo, el ingrávido, el diabólico. Se presencia la
invasión (a)saltante de los diablos: se asiste al contacto de nuestro
mundo con el otro, de nuestra materialidad con lo intangible y etéreo de
lo diabólico.

En la diablada asistimos a la puesta en escena de la lucha eterna


y universal entre Dios y el Demonio, donde ninguno llega a ganar por
completo y definitivamente. Asistimos a ver la batalla no con afán de
ponernos del lado de uno o de otro, sino más bien de entremezclarnos
entre ellos para hacernos como ellos: inmateriales, intangibles e
inmortales. Esta lucha pareciese ser la misma que hemos vivido desde
el inicio de los tiempos virreinales: donde el Dios cristiano empieza a
luchar contra las huacas y Dioses de nuestros pueblos, tomados por
demonios. Entonces, asistir al espectáculo de esta batalla es asistir
también al trauma que nos ha constituido como bolivianos y
latinoamericanos. El trauma donde la lucha se convierte en amorío, en
reproducción, en mestizaje. El Dios español se une a los Dioses andinos
y dan como producto la Virgen/Pachamama, Santiago Illapa, la
diablada, en sí, lo diabólico (o más bien, lo diabladeico) que nos
constituye desde nuestras letras, desde nuestra expresión.

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