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Del hambre nuestra de cada día: una poética de la liberación

Juan P. Vargas

Más de veinte siglos ha, que Homero empezaba su Odisea invocando a las Musas, Diosas
de las artes, y en los años sesenta, desde Riberalta Pedro Shimose invoca a Camilo Torres,
teólogo católico de la liberación. Y es que ambas voces parecen ser huellas de que durante
muchos siglos la poesía ha estado en íntima relación con los temas religiosos y en muchos
momentos ha sido enunciada desde un lugar sacro, siempre acorde con la noción de
sacralidad del contexto espacial y temporal en que el poeta escribe. Sólo basta pensar en la
Commedia dantesca para darnos cuenta de la impronta sacra en la literatura universal o en
la riquísima poesía religiosa del siglo XVII, que se enuncia desde el dogma
contrarreformista del concilio de Trento.

La década del sesenta concibió la idea de liberación en la teología católica latinoamericana


con una serie de prácticas e ideas que fueron desde desvincular la teología de los temas
sacros y virar su foco hacia los temas sociales y humanos, hasta la unión de un sector del
mundo católico a corrientes guerrilleras (bajo el ejemplo del sacerdote colombiano Camilo
Torres, muerto en combate guerrillero en el 66). La teología de la liberación, pues “se
desarrolló en un clima de resistencia política y de franca rebelión contra los diversos
gobiernos opresores [de Latinoamérica]” (Barbaglio y Dianich 1982: 917). Es en este
contexto que Pedro Shimose empieza su producción poética y en sus cuatro primeros
poemarios (Triludio en el exilio de 1961, Sardonia de 1967, Poemas para un pueblo de
1968 y Quiero escribir, pero me sale espuma de 1972) se lee la impronta de la teología de
la liberación como lugar de enunciación compartido.

Durante siglos, el papel de la teología ha sido el de reflexionar sobre Dios, la gracia, el


pecado y cuanto tema de elevada sacralidad exista. La mirada teológico-liberadora, en
cambio, trata de “de reconstituir y de rescatar el campo teológico desde dentro de una
temática considerada profana, como lo económico, lo político, lo ideológico, la lucha de
clases, etcétera” (Boff 1978: 5). En el cristianismo, entonces, la teología de la liberación
construyó su lugar de enunciación como un espacio de tres aristas: la religión, lo social-
político y la teología. Nuestro riberalteño hace la traslación de la ciencia de Dios por el arte
de la poiesis y su voz lírica enuncia sus versos desde un espacio tripartito entre lo espiritual,
lo corporal y lo poético.

Un gran amor más grande que la pena

Con ardiente fervor cristiano se acercó un minero al papa Juan Pablo II durante su visita a
Bolivia en el 88 y, brazos al cuello, pidió al pontífice en inocente son que aprobase desde el
Vaticano la teología de la liberación, cuya enseñanza y praxis estaba siendo prohibida en
ese momento por la llamada Congregación para la Doctrina de la Fe, desde Roma. En ese
contexto sucedía, pues, que esta tendencia teológica parecía ser una esperanza para el
pueblo latinoamericano más socialmente desamparado, al ser un enunciado espiritual y
teológico desde una situación de cautiverio (político, social y económico) y que buscaba
una libertad social, siempre desde un ámbito religioso con el foco virado a lo humano. Es
por eso que la “teología de la liberación y del cautiverio ha nacido en un contexto de Tercer
Mundo y en el seno de cristianos que se han dado cuenta del régimen de dependencia y de
opresión en que viven sus pueblos” (Boff 1978: 5).

Si el foco ha virado de esa manera, si el minero puede abrazar al Papa, si se clama esta
necesidad teológico-humana, es porque la teología de la liberación, en palabras de
Leonardo Boff, se enuncia desde un tiempo donde se vive un “triste vacío profético, tanto
más triste cuanto más urgente” (1978: 9); la de Boff es una voz de triste lamento ante la
pérdida eclesial de una de las cualidades primordiales de los religiosos: su cualidad de
profeta en medio del pueblo. A la par, Shimose comparte el mismo lugar del lamento que
ocupaba el teólogo para decir su discurso: “¿Quiénes son los que hablan de la dignidad
humana? / Ir, volver, desear la mujer del prójimo, acostarse, salir, comprar balas y rosas,
volver, abrir las ventanas, llorar, acostarse, apretar el gatillo, irse para no volver… (1988:
60). La dignidad del ser humano es un tema que la teología ha abordado desde distintas
ópticas y tiempos y el profeta, el hombre de Dios, ha sido siempre el “vocero oficial” de las
palabras de la divinidad ante el tema. Para la voz poética de Shimose, quienes hablan de la
dignidad humana son una encarnación de la duda misma, seres sin identidad, de ahí que la
voz haga una pregunta por un nombre que queda sin respuesta. La enumeración con la que
acaban los versos muestra las acciones de “quienes hablan de la dignidad”, que pasan por
claras inversiones de los mandamientos del Éxodo (desear la mujer del prójimo), acciones
de la vida cotidiana como acostarse, salir o abrir las ventanas, y llegan a la imagen del
violento “apretar el gatillo”. Estas acciones serían, desde una óptica teológica, hecho anti
proféticos, sucesos contrarios a la amorosa voluntad del Dios judeo-cristiano cometidos por
sus propios voceros en la tierra de los hombres. Estos hechos, pues, serían la única posible
respuesta a la pregunta que la voz se hacía por la identidad de estos seres.

En los versos de Shimose, el vacío no sólo es profético, sino también en la fe misma:


“Porque la fe ha muerto y el vacío nos socava, / la fuente detuvo su caudal tranquilo, / la
espiga no madura y el limón se pudre” (28). La teología de la liberación entendió a la fe
como praxis liberadora en la historia, es decir, como una forma de comportarse ante la
realidad y de comprometerse en la gestación y la creación de una sociedad más justa e
igualitaria (Boff 1978: 66). Sería erróneo pensar que la muerte de la fe en los versos de
Shimose se refiera a la muerte de la creencia en Dios, al contrario, se refiere a la falta de la
praxis concreta de liberación histórica. La imagen poética conformada por la fuente
detenida, la espiga sin fruto y el limón podrido nos remite a una realidad social que no
cumple su función de justicia e igualdad y a una fe que no busca su intención liberadora ni
redentora.

En un primer momento, la fe ha sido entendida como la “adhesión a las verdades reveladas


contenidas en la Sagrada Escritura o en la tradición y propuestas como tales por la Iglesia”
(Boff 1978: 61). Los textos sacros eran estudiados en busca de verdades divinas a las que
sólo algunos hombres podían acceder con mucho estudio y meditación. Esta concepción
alcanzó su perfección a partir del siglo XVI. En con esta noción de fe con la que la
Ilustración entra en conflicto posteriormente y termina entronizando a la razón por encima
de ella. En esta dicotomía, los versos de Shimose parecen añorar esta primera acepción de
la fe:

La razón todopoderosa, reina.


Dialéctica histórica, ¡oh qué grandes somos!
El reflector de rayos gamma es bello
la talidomina es bellísima;
sangre es naranja
azul es hielo
amarillo es luna en Ferio, sol en Darapti
y en Darii caballo en lago de sal.
El amor libre y sin fronteras como un desierto caliente: esta para mí, yo para esa,
aquella para ti, etc.
Ya viene la Gran Nada.
Una libra equivale a todo el polen que pueda caber en la mano
del robot QXV-13
¡Mentira! ¡Mentira! (1988: 75).

La voz imita en son irónico el tono típico del discurso de ciencia ficción justamente para
mostrarse contraria a la idea de un imperio de la razón. La pretendida y admirada belleza de
la tecnología parece un anuncio de la Gran Nada que se acerca, el lugar propicio para el
siguiente panorama: “Gobierno de los peores, la tierra está envenenada: / fútbol, huelgas,
béisbol, y no hay salmones en la lluvia, / equilibrio perfecto, reforma agraria, Estado” (75-
76). Esta es, pues, la sociedad vacía de fe: aquella donde gobierna la nada impulsada por la
razón. La religiosidad que late por debajo de estos versos se revela en la ironía con que la
voz lírica habla de la sociedad racional sin fe.

La fe se convierte más adelante en un requisito para hablar de la patria: “Para hablar de mi


patria es preciso creer en tu destino” (82). Esta vez, sin embargo, no se trata ya de una fe en
Dios, sino ya de una fe en la patria misma y en su porvenir. La religiosidad latente se vuelca
del sujeto divino hacia la patria divinizada.

Sin embargo, la fe no es el único requisito para enunciar la patria: “Para hablar de mi patria
es preciso amarte América Latina” (81). Si el amor resulta ser el requisito primordial para la
vivencia religiosa católica1, Shimose lo convierte también en exigencia poética: sin amor a
la patria, no puede hablarse de ella, no puede poetizarse sobre ella, no puede
poeticomenzarse en vino avinagrado. Y finalmente, el poema culmina con el enunciado:

1 San Juan dice en su Primera carta: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (IV, 8). La
noción de Dios como amor, o como ágape es primordial dentro del cristianismo.
“¡Para hablar de mi patria es preciso vivir en la esperanza!” (83). Las condiciones que la
voz lírica pone para sus propios versos2 parecen siempre remitir hacia el futuro de la patria,
hacia su porvenir y hacia la construcción de una sociedad más igualitaria y más justa. Y es
que en los versos subyacen la fe y la esperanza, “porque hay amor sobre la tierra, / ¡un gran
amor más grande que la pena!” (138)

Ahora bien, cabe recalcar que no es fortuita la importancia de la fe, la esperanza y el amor
dentro del trasfondo religioso de los versos shimoseanos. El propio San Pablo pone a las
tres virtudes como tronco de la vivencia cristiana en su Primera Carta a los Corintios:
“Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es el
amor” (XIII, 13)3. Lo que en la religión es una virtud proveniente de Dios para los hombres,
es en la obra shimoseana una condición para la escritura poética. Y, en esta traslación, las
virtudes no se dirigen ya a Dios ni provienen de él, sino que se refieren por completo a la
patria. Tal como la teología de la liberación llevó los temas profanos a la reflexión sacra del
pensar teológico, Shimose vira el foco de las sacras virtudes teologales hacia lo social-
político y, más aún, hacia lo poético.

La patria de los brazos abiertos

Acongojados los sentidos con las imágenes crísticas de la pasión, tiempo ha que el santo
busca la imitación de Cristo, el seguimiento perfecto del mártir del calvario. No por nada
Simón Pedro, apóstol bíblico y mítico primer pontífice del catolicismo, habría sido
martirizado y crucificado boca abajo. Y los mártires dentro de la tradición católica se
multiplican en los tiempos antiguos en que esta religión resulta ser perseguida por el
imperio romano. Es en la pasión donde el cristianismo ha visto al Dios más humano, al
Dios que puede hacerse hombre y, en tal condición, sufrir los dolores más terribles que

2 Cabe decir que también dice: “Para hablar de mi patria es preciso sufrirte”, en referencia al martirio, y
“Para hablar de mi patria es preciso pensarte”, en referencia al movimiento intelectual necesario para toda
liberación.
3 En la teología católica, la fe, la esperanza y el amor son conocidas como las tres virtudes teologales que son
entendidas como hábitos que Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad del hombre para ordenar sus
acciones a Dios mismo. Estas virtudes se completan con las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza, que más bien provienen del hombre.
creer se pueda y llegar, aunque sea por tres días, a la tan humana situación mortuoria. Y, por
ende, ha visto a ese Dios que los hombres podemos imitar si a santos sentires aspiramos.

Las imágenes de la pasión de Cristo han inspirado por siglos la imitación del martirio: de
otro modo hoy en día no se expondrían en conventos-museo los silicios con que los
hombres y mujeres religiosos de siglos anteriores flagelaban sus espaldas en expiación de
los pecados de la humanidad entera. En los años sesenta, Shimose ha de leer en estas
imágenes, el propio suplicio santo de la patria que, equiparada en cuerpo y humanidad al
Cristo bíblico, ha de santificarse para hacerse eterna. Las imágenes del cuerpo llagado del
mártir religioso sirven a Shimose para poetizar el martirio de la nación y su papel redentor.

Cuaresma llega para el cristiano, santos días para arrepentirse del billete ajeno y del carnal
placer sin intención reproductiva. Oración y ayuno, recomienda el sacerdote, y en el culto,
en su imitación de la beatitud, los fieles se acercan entre sollozos al Cristo sangrante y le
besan los pies de yeso en busca del perdón. El yo lírico de Shimose ha de emular la actitud
piadosa de los fieles, en la actitud poética de su voz liberadora: “yo besaré las llagas que
por mí has soportado, patria humillada y sola” (1988: 86). El fiel se siente salvado y
santificado por Cristo, mientras el yo poético shimoseano, en cambio, no se siente redimido
por Dios, siente que nadie más que la patria lo ha redimido y santificado. En la teología
católica, la liberación se entiende también como la “acción salvífica de Dios en la historia”,
que lleva al hombre “del sometimiento a la autonomía, de la esclavitud en sus diversas
formas a la libertad completa” (Barbaglio y Dianich 1982: 919). Es a esta actitud redentora
a la que apuntan las imágenes poéticas: no es ya Dios el que redime, sino la patria. Shimose
comparte el lugar de enunciación con la teología de la liberación justamente en el hecho de
que la patria “libera” al yo lírico, en el sentido en que lo redime. Tan humana, como
profana forma de poetizar con crísticas imágenes la de nuestro poeta riberalteño.

Las llagas del cuerpo santo del redentor han sido un gran motivo para la poesía religiosa y
Shimose no podía quedar ajeno a este sentir de los poetas sacros. Si el yo poético puede
besar las llagas de la patria como el fiel besa las de Cristo, es porque el cuerpo de la patria
es similar en su pasión al de Cristo martirizado. El mártir del calvario lleva una corona de
espinas y un manto color púrpura, los soldados romanos se burlan de él haciéndole loores
como rey de los judíos (Lucas XIX, 2-3) y siglos después la voz de Shimose clama por
observar la corona que aparece no en el cráneo, sino en el rostro de la patria: “¿Por qué me
ocultas tu rostro coronado de espinas, por qué me niegas tu mirada?” (1988: 84). El mártir
es una posibilidad poética de la figura de la patria y las espinas le sirven de máscara en su
disfraz de palabras. Hay en los versos un deseo de observar el dolor en el rostro de la patria.
El yo lírico se considera merecedor de la visión porque comparte ese martirio: “Dime si yo
no participo del escándalo de ser hijo tuyo ahora que el litigio cubre tu sollozo”.
Justamente, el yo poético es “hijo” de la patria, es un boliviano que puede ver el dolor
facial del mártir, porque comparte su martirio.

Cristo muere en la cruz y los soldados, como era su costumbre, quiebran las piernas de los
ladrones crucificados a los costados para acelerar la muerte, se acercan a Jesús y, al verlo ya
difunto, uno de ellos le abre el costado con la lanza y del cuerpo santo salen agua y sangre
(Juan XIX, 32-33). Nuestro poeta leyó el pasaje bíblico y emula en su poesía la imagen del
costado: “Que no nos posea la fatiga ahora que te punzan el costado / ahora que te cortan
las venas y desangrándote se burlan de tu destino” (1988: 87). Si la patria muere, el peligro
mayor reside en la fatiga, esa que nos cohíbe de actuar y buscar lo políticamente correcto.
La voz se hace plural en el “nos”, rogando por que su pueblo mismo, que conforma el todo
de la patria, no se rinda a la fatiga en la muerte.

Y no debe hacerlo, porque efectivamente en el texto late la pronta resurrección: “pero junto
a ti estarán los jóvenes, los puros, los que te esperan al otro lado de las lágrimas y la
banderas sangrientas de las barricadas / porque no te acabarás en este desatino, / en esta
confusión no serás vencida”. Tal como el evangelio cristiano ilumina el momento oscuro de
la muerte con la luz esperanzadora de la resurrección, la voz poética de Shimose se sitúa en
el ámbito esperanzador de una patria no vencida. Los ladrones muertos junto a Cristo son
en el texto shimoseano los jóvenes y los puros. Tal como Cristo promete a un ladrón que se
verán esa misma tarde en el paraíso4, la voz poética le promete a la patria que los jóvenes la
están esperando al “otro lado” para verla y agradecer su martirio. La poesía de Shimose no
sólo representa la liberación en tanto actitud redentora, sino que también libera a las propias
imágenes crísticas y a las actitudes de los fieles de su contexto religioso-piadoso y las
emula en un contexto político-poético.

4 En Lucas XXIII, 43: “Jesús le dijo: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La viacrucis que se medita en viernes santo, dividida en catorce estaciones (cada una con
una imagen concreta de la pasión para meditarse 5), contiene imágenes de tres caídas de
Jesús. La patria mártir de Shimose cae también, y se levanta, en su acto de redención, tres
veces, como Cristo. Dice el poema: “Caes y te levantas en el abandono de los hombres”
(1988: 84). Una patria se compone de habitantes, un país sin hombres no es país, y el yo
lírico lamenta que la suya se ha levantado de su caída en soledad completa, sin hombres
que la auxilien en su vía dolorosa. El mártir santo clama en la cruz por el abandono de Dios
(Mateo XXVII, 46), mientras el yo lírico le versifica a la patria el abandono de los
hombres. Leonardo Boff habla de la liberación como un proceso de hominización
progresiva, “de ir haciéndose hombre” (1978: 29), lo cual cuaja en que la teología vira de
temas sacros a temas humanos: las cosas que se consideraban profanas, empiezan a
reflexionarse teológicamente. Al respecto Shimose ubica sus imágenes poéticas en esa
traslación teológicamente liberadora de lo divino a lo humano.

Segunda caída: “Caes en el mar / y te levantas en la cordillera” (1988: 84). La patria va de


la inestabilidad del mar a la imponencia de las montañas. En su suplicio, la mártir se ha
visto con el cuerpo inconstante y desgarrado como las aguas del mar. En su resurrección, la
mártir ha de sentir su cuerpo con la durísima plenitud divina de la montaña.

La idea de muerte oscura y resurrección luminosa aparece en la tercera caída: “Caes en la


noche / y te levantas con auroras en los ojos / y por la tarde soportas los crepúsculos con
que te hirieron los vientos”. La luminosidad de la aurora no es algo externo al cuerpo de la
patria, al contrario, la penetra interiormente y trasluce en sus ojos resurrectos. Y con esos
ojos de esperanza la patria ha de ver al yo lírico desde su martirio.

La patria es para Shimose un mártir que, dolorido y ensangrentado, se levanta siempre


resurrecto, es una “patria de los brazos abiertos al caminante” (1988: 87). Desde Dante, la
historia del cristianismo es una comedia, en sentido aristotélico de “historia que empieza
mal y termina bien”, de amorosa historia entre Dios y el hombre que inicia en pecado y

5 Las estaciones de la viacrucis son: 1. Jesús es condenado a muerte. 2. Jesús carga la cruz. 3. Jesús cae por
primera vez. 4. Jesús encuentra a su madre María. 5. Simón el Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz. 6.
Verónica limpia el rostro de Jesús. 7. Jesús cae por segunda vez. 8. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén.
9. Jesús cae por tercera vez. 10. Jesús es despojado de sus vestiduras. 11. Jesús es clavado en la cruz. 12.
Jesús muere en la cruz. 13. Jesús es descendido de la cruz y puesto en brazos de María, su madre. 14. Jesús
es sepultado.
termina en pacífica reconciliación. En este salvífico sentir se sitúa la patria-mártir de
Shimose: “en esta confusión no serás vencida; / por sobre el estertor de estrellas que se
apagan y el crujir de navíos que se hunden / hay una fuerza por dentro que te impulsa”
(1988: 87). El suplicio no vence al mártir: lo fortalece junto a la fuerza interna que late
resurrectora en su interior.

Si el postulante al estatus de santidad debe imitar y emular el suplicio crístico, el yo lírico


que ha poetizado las imágenes de su patria en martírico dolor, busca también la imitación
de los dolores, lo que lleva a la poetización de la propia muerte. Primeramente leemos
cómo el hablante comparte el dolor patrio en la llaga y en el hambre: “Así voy y así vengo,
de un lado para otro en esta patria nuestra, / sintiendo el pulso de la gente vivo, tercamente,
en el hambre / y en la llaga de mi pueblo herido de amargura (1988: 90). La herida y la falta
de alimento no son sentires internos, son lugares que la voz habita para compartir el dolor
patrio. El suplicio es aquí, justamente, un lugar corpóreo de enunciación, un espacio desde
el que la voz decide hablar para unir en su poética lo religioso y lo social. La llaga y el
hambre son espacios de la patria entre los que el hablante va y viene, se acongoja y poetiza.

Referencialmente, la teología de la liberación se ha llenado de imágenes de suplicio


corporal donde lo religioso y lo social-político se unen. La imagen de Camilo Torres, por
ejemplo, ha sido el ejemplo en los sesentas del sacerdote católico que, no teórica sino
pragmáticamente, apoya la guerrilla y muere en batalla. Y en la teología de la liberación
más tardía, aparece la figura de Oscar Romero (hoy beato), que muere en 1980, acribillado
mientras celebra misa. Es este espacio desde donde habla Shimose: haciendo que la patria
habite la piel de un mártir santo y se haga redentora en su morir.

La situación mortuoria del hablante lírico se hace mucho más sensible el momento en que
la voz encarna la del mitayo: “No soy hombre, soy muerte” (1988: 105). La voz pasa a
habitar el lugar del minero indio, mártir social en colonial labor, que es el espacio de la
muerte. El mitayo equipara su existencia a una encarnación y la consciencia de lo
mortuorio y culmina, justamente, habitando el lugar de enunciación del testimonio social:
“Boliviano: yo quiero / que conozcas mi muerte. / Desde que nací, muero”. El yo lírico no
busca hablar a un sujeto particular, sino a uno genérico: el boliviano. ¿Y qué testimonio ha
de darnos el yo a todos los que encajamos en el gentilicio de Bolivia? Justamente, el de su
mortuorio ser. La muerte no es aquí el final de la vida, es una situación de martirio que se
mantiene constante desde nacimiento hasta el término de la existencia. Una situación que
redime al boliviano porque grita su testimonio desde los sesentas, hacia el futuro: “Sabed
que nada valgo, que no soy General ni Obispo ni Juez ni Alcalde, / pero mis versos correrán
de boca en boca / cuando llegue la hora de confesar por qué ametrallamos al hambriento”
(1988: 89). Redime al boliviano porque denuncia, no para el presente, sino para ese
momento futuro en el que llegue la hora de confesar.

Justamente, hablar desde la muerte corporal supone hablar desde un lugar descolocado. El
hablante dice ser “en mi patria, extranjero; / en el amor, inquina”: es clara la imagen de
aquello que no pertenece a donde está. La voz encarna el lugar de alguien muerto en vida
por el martirio social de la mita colonial. El mitayo se identifica, pues, como un “funeral
que camina, / soledad a destajo / con nombre de minero”; el cuerpo del mitayo es un rito
mortuorio de pie, sólo el nombre de minero lo hace hombre vivo, es la muerte misma
andando y hablando entre nosotros. Es este el lugar de enunciación de la teología de la
liberación: el hombre muerto por su sociedad, que clama por su resurrección desde una
situación de cautiverio; es este el mismo lugar que Shimose escoge para hablar desde su
poesía.

Poeticomenzar en vino avinagrado

Durante siglos, la poesía universal gozó de plumas que se acercaron a lo sacro con mayor y
menor fervor religioso y estos poemas gozaron de ávidos y voraces lectores. Sin embargo,
como afirma Antonio Carreño: “Desde las postrimerías del romanticismo escasamente ha
estado de moda leer poesía religiosa; menos escribir sobre ella y aun, en menor grado, el
editarla” (Carreño 2010: 49). Las letras bolivianas gozan de excelsas plumas dedicadas a
los versos sacros en la colonia, sólo basta pensar en Luis de Ribera y Colindres, Diego
Mejía de Fernangil, Fernando de Valverde y Diego Flores como los picos más altos de
nuestras letras sacras coloniales y ni qué decir de todos los versos anónimos dedicados a la
divinidad. Esta noción de acercamiento a la divinidad mediante la poesía, claro está, ya no
existe en el siglo XX; sin embargo, aparece nuestro riberalteño dedicando sus cuatro
primeros poemarios a otro tipo de sacralidad, no ya tridentina ni colonial, sino
teológicamente liberadora.

Bruce Wardropper tipifica la poesía religiosa según “los siete grados de intensidad
espiritual expresada por los poetas en sus poesías”. En primer lugar estaría la poesía
catequizante, dirigida a un lector individual, con el objetivo de inculcar en él algún dogma
religioso. En segundo grado estaría la poesía ocasional, dirigida a la celebración de alguna
festividad religiosa importante. El tercer grado pertenece a la poesía circunstancial,
parecida a la anterior, sólo que dirigida a un público numeroso asistente a una fiesta sacra
de mayor magnitud. En cuarto grado se encuentra la poesía penitencial, donde el yo lírico
expresa un acto de contrición profundo. En quinto lugar está la poesía meditativa, dedicada
a componer meditaciones poéticas como acto de devoción. El sexto puesto está dedicado a
la poesía devota, donde el poeta dedica versos a una advocación o santo de su devoción. El
pico más alto sería, pues, la poesía mística, que revela la unión máxima, ya erótica, del
alma humana con la divinidad que ama.

Si bien hay clases de poesía religiosa que escapan a la categorización de Wardropper (las
Vitae Christi, por ejemplo, o las traducciones bíblicas), sigue siendo a la fecha la mejor en
su clase. Ahora bien, cabe pensar cómo y por qué se puede denominar como religiosa a la
poesía de Shimose en sus cuatro primeros poemarios, si claramente no pertenece a ninguna
de las categorías mencionadas.

La poesía religiosa depende muchísimo de su contexto, de las nociones de divinidad


vigentes en la época e incluso de su contexto social más inmediato, pensando claro en la
poesía circunstancial y la poesía ocasional. Las Sagradas poesías (1612) de Luis de Ribera
y Colindres, por ejemplo, se poetizan desde Potosí con mecanismos de composición
provenientes del ejercicio espiritual jesuita de San Ignacio de Loyola. Y la Segunda parte
del Parnaso Antártico (Potosí, 1649) de Diego Mejía de Fernangil, se escribe también con
base en las estampas jesuitas de Jerónimo Nadal. En el Potosí del siglo XVII, entonces,
tenemos un contexto religioso donde la espiritualidad jesuita predomina y tiene su impronta
en las obras de nuestros primeros poetas.

Ahora bien, en los años sesenta, la tendencia religiosa dominante es la teología de la


liberación, aun a pesar de su no aceptación oficial por la Iglesia Católica. Y, tal como los
Ejercicios espirituales de San Ignacio tuvieron una impronta en la poética colonial
boliviana, la teología de la liberación la tiene en la poesía de Shimose en pleno siglo XX.
En este sentido, la obra de Shimose resulta muy singular dentro del panorama de la poesía
religiosa, dado que no ocupa un lugar común de enunciación espiritual (desde el propio
hecho de hablar desde una tendencia teológica no aceptada oficialmente).

Ahora bien, los grados que Wardropper tipifica son de acercamiento del hombre hacia Dios.
En cambio la poesía de Shimose, más bien, utiliza el mismo discurso sacro para acercarse,
más bien, al hombre. Esta es la mayor singularidad en su religiosa manera de
poeticomenzar y su más clara forma de mostrar su lugar compartido de enunciación con la
teología de la liberación: tal como ella vira el foco de los temas sacros a los temas
humanos, Shimose acerca la poesía religiosa a la más política y social situación mortuoria
del hombre. Cabe ver pues, ahora, cómo el poeta nos revela, pluma en mano, estos
mecanismos compositivos.

De rodillas frente a la hoja en blanco ha de comenzar el poeta su oración. No ha de ser ya


de petición ni de contrición, ni de intercesión ni de sanación; ha de ser de imagen y de
ritmo, de intertexto y de liberación. Es así, que la poética religiosa de Shimose empieza por
un trastocar los propios rezos católicos y convertirlos en rezos poéticos: no se ha de orar
por “nuestro pan de cada día”, petición perteneciente al Padrenuestro, ha de (re)clamarse,
más bien, “el hambre nuestra de cada día”. El verso de Shimose, pues, no es ya la petición
oratoria de alimento, es el reclamo ante la ausencia de pan, ante el vacío de respuesta en la
petición.

Asimismo, la bienaventurada Virgen a quien se le dedica el Avemaría resulta ser en la obra


de Shimose la propia patria: “Dios te salve, Bolivia, de los tinterillos; / llena eres de
gusanos y culebras, / los testigos comprados, / los fiscales vendidos, / las palomas del
juzgado 3° en lo Penal, planta baja, / izquierda, corredor de brumas, se mueren de tristeza”
(148). La Inmaculada aparece arrasada por las humanas máculas de la fiscalía y la
burocracia. La gracia6 que le permitía a la Virgen María ser Madre de Dios, no es aquí nada
más que gusanos y culebras. No hay ya salvación posible para el hombre, la gracia era

6 En la teología católica, la gracia es la cualidad del hombre salvo. Dios habría creado al hombre en estado
de gracia y el primer hombre, Adán, con el pecado de la desobediencia la habría perdido. La historia de la
salvación, entonces, tiene como objetivo la recuperación del estado de gracia en el hombre.
aquella cualidad de la Virgen María que le permitía participar en la salvación humana, la
gracia era aquella virtud que permitía que el hombre pueda elevarse sobre sí mismo hacia lo
trascendente y lo inmortal. Aquí, en cambio, las culebras y gusanos no nos elevan como
patria, nos hacen más terrenos y rastreros, más humanos y más mortales.

Al hacer la traslación de una voz orante a una voz poetizante, nuestro riberalteño logra ir
más allá del mero compartir lugar de enunciación con la teología de la liberación, pues
convierte el ámbito teológico-religioso en ámbito poético. En este trastocar las oraciones
cristianas más importantes, Shimose explicita el mecanismo de su poesía religiosa. Se
acerca, primeramente, como lector a un texto o actitud religiosas; las lee a la luz de la
teología de la liberación, con lo cual introduce el tema social-político dentro del religioso;
para finalmente, buscar una imagen poética que le permita decir aquello que desea
demandar de lo real social con la voz de la fe. La oración no se dirige ya a Dios, sino al
hombre.

El primer verso de Quiero escribir, pero me sale espuma: “Poeticomienzo en vino


avinagrado” (141) puede ser tal vez leído como un resumen entero de la teología de la
liberación. No se trata ya de poetizar (ni de pensar) el vino sacro de la Eucaristía, no se trata
de poetizar un vino dulce, divino o añejamente delicioso, sino de un vino echado a perder,
podrido como la situación social que se vivía. Es esa la forma en que Shimose se adscribe
desde Riberalta a lo que Luis de Ribera y Colindres fundara allende el siglo XVII en
nuestras tierras: la impronta en los versos del sentir y vivir religioso del poeta. Tal vez el
propio Shimose pueda decir a sus versos lo mismo que Ribera: “Canción de hiedra y
lauro, / alegre ciñe las ilustres sienes, / si a la inmortalidad, triunfante, vienes” (Ribera,
1612: 219).
Bibliografía (sin Shimose)

Barbaglio, Giuseppe, y Dianich, Severini (1982): Nuevo diccionario de Teología.


Ediciones cristiandad, Madrid.

Biblia de Jerusalén (1975): ed. José Ángel Ubieta et al. Desclée de Brouwer, Bilbao.

Boff, Leonardo (1978): Teología del cautiverio y de la liberación. Ediciones Paulinas,


Madrid.

Carreño, Antonio (2010): “Amor de Dios en portugués sentido: Las Rimas sacras de Lope
de Vega”. En: Eros divino: estudios sobre la poesía iberoamericana del siglo XVII. Ed.
Julián Olivares. Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza.

Ribera, Luis de (1612): Sagradas poesías. Clemente Hidalgo, Madrid.

Wardropper, Bruce (1985): “La poesía religiosa del Siglo de Oro”. En Edad de Oro IV.
Universidad Autónoma de Madrid, Madrid.

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