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CÓMO ENSEÑAR CIENCIA

A LOS FILÓSOFOS

Jesús Zamora Bonilla


La enseñanza de la Historia y la Filosofía de la Ciencia (y, en resumidas cuentas,
la enseñanza de las ciencias) a los estudiantes que no cursan estudios científicos
propiamente dichos ha de llevarse a cabo siguiendo un planteamiento cuidadoso,
referido a los aspectos fundamentales de cualquier actividad didáctica. Estos aspectos
son, primero, la motivación, es decir, cómo lograr que los alumnos descubran que la
materia tiene el suficiente interés y es lo suficientemente gratificante como para
abordarla con expectativas de aprovechamiento intelectual; segundo, los contenidos, es
decir, qué temas consideraremos que es más apropiado incluir en el curriculum; tercero,
la graduación de esos contenidos, esto es, con qué nivel de “profundidad” o de detalle
se deben abordar; cuarto, la metodología didáctica, es decir, la forma en la que el
profesor debe presentar dichos contenidos en la clase; y quinto, las actividades de
evaluación. Analizaremos brevemente cada uno de estos asuntos.

a) Con respecto a la motivación, una primera observación pertinente es lo


lamentable que resulta el hecho de que en los actuales sistemas educativos
(especialmente en la enseñanza secundaria, que es la que mayor influencia puede tener
en la decisión del estudiante sobre su posterior rumbo académico o profesional) las
ciencias, pese a lo apasionante que puede ser su estudio, tiendan a ser consideradas por
los alumnos como materias especialmente áridas y casi totalmente faltas de interés.
Esto, por otro lado, se contrapone al hecho de que la literatura de divulgación científica
y los documentales científicos televisivos son fenómenos mediáticos de notable éxito, lo
que demuestra que el interés por la ciencia existe a pesar de todo. Aristóteles parece que
sigue teniendo razón con su tesis de que el afán de saber nace de nuestra capacidad de
asombro. Una mínima actitud optimista nos llevará a pensar, pues, que los estudiantes
de Filosofía encontrarían gratificante el adquirir ciertos conocimientos sobre la ciencia,
así como el saberse capaces de reflexionar sobre los problemas, filosóficos o de otro
tipo, suscitados por tales conocimientos, planteando ellos mismos preguntas,
proponiendo soluciones y discutiéndolas activamente. Para alcanzar este objetivo es
necesario, ante todo, que las “delicias de la comprensión” no sean una simple promesa
que sólo se podrá disfrutar después de un arduo y pesado trabajo, sino que comiencen a
ser saboreadas desde el principio mismo. Los dos mecanismos que desempeñan un
papel más importante en este proceso son la excitación de la curiosidad de los alumnos
y el fomento de su confianza en sus propias capacidades.

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Lo primero puede lograrse de varias maneras, en particular: insistiendo más en
los problemas que en las soluciones; haciendo que los estudiantes perciban, e incluso
descubran a través del diálogo, las paradojas subyacentes a muchas ideas habituales; y,
en otras ocasiones, puede ser suficiente con mostrar las implicaciones prácticas o
morales de un determinado problema científico. Como regla general, considero básico
también el no frustrar nunca la curiosidad espontánea de los alumnos: siempre que esto
no implique sobrepasar los límites “naturales” de la asignatura, es preferible desviarse
del programa establecido y abordar un tema por el que han demostrado un auténtico
interés, aunque ello le suponga al profesor tener que prepararse unas cuantas clases
sobre la marcha. Otra estrategia que a menudo es útil es la de terminar las clases
dejando problemas abiertos, no necesariamente para ser retomados en la clase siguiente,
sino muchas veces como un mero estímulo para el pensamiento.
Lo segundo, el fomento de la confianza de los alumnos en su propia capacidad,
exige primeramente del profesor el no situarse desdeñosamente en un plano de
superioridad, hasta el que los alumnos deberían sumisa y penosamente escalar si quieren
recibir la inmensa gracia de un aprobado en la asignatura. Un error, pienso que habitual
entre el gremio de los docentes, es el de que, cuando los profesores hemos conseguido
(acertadamente o no tanto) comprender una cierta idea más o menos difícil y profunda,
tendemos a exponerla tal y como la percibimos tras esa comprensión, como si resultara
obvio que es esa la manera más razonable de entenderla, y obviando el laborioso y a
menudo frustrante proceso que nos ha conducido hasta ese estado. Es como si nos
avergonzáramos de que una vez no éramos -todavía- capaces de entender una idea tan
clara. Frente a esta actitud está la de tratar de situarse en la perspectiva de quien
realmente no entiende aún lo que queremos explicar, y plantear nuestras explicaciones
como un camino que conduce desde esa posición hasta la nuestra (la cual, por otro lado,
no es nada extraño que se modifique cuando lo hacemos de esa forma). Este
planteamiento permite que el alumno, por lo menos algunas veces, perciba que es él
mismo quien ha llegado con su propio esfuerzo a captar esa idea. Por otra parte, es
necesario fomentar en los estudiantes la toma de postura, la adopción y defensa de
opiniones sobre los diversos asuntos que se tratan en la materia. En este sentido el
profesor debe ser un tanto provocador y crítico -aunque sin menospreciar las demás
opiniones-, promoviendo el debate con y entre los alumnos siempre que sea posible.

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b) Con respecto a los contenidos, naturalmente dependerán de lo avanzada que
sea cada asignatura, y de si es una materia de licenciatura o de doctorado, pero, en
general, pienso que las asignaturas de Historia de la Ciencia y de Filosofía de la Ciencia
podrían plantearse, en cierta medida, como una especie de “Introducción a la Ciencia
para Filósofos”, lo cual implica que los aspectos históricos y filosóficos de esas
asignaturas han de aparecer, no sólo como un fin en sí mismos, sino también como un
medio que haga más interesante para los alumnos el conocimiento de las ciencias, que
intensifique o provoque en ellos la afición a la literatura científica (especialmente a la de
carácter más “histórico” o “filosófico”), y que les prepare para abordar cuestiones
epistemológicas más profundas en cursos posteriores, e incluso después de terminar los
estudios de licenciatura.

c) Con respecto a la graduación de los contenidos (si se usaran los temas


contenidos en esta obra como parte de un curso), en el nivel más elemental, dentro de lo
razonable, los temas pueden exponerse obviando casi cualquier demostración o
formulación matemática (por ejemplo, en el estilo de una obra como la Historia de las
Ciencias de Stephen Mason) y recurriendo para muchos temas a la literatura de
divulgación científica (siempre y cuando se respete en las obras elegidas un mínimo
grado de rigor), y pasando por encima de algunos apartados más difíciles, si llega el
caso. En el nivel más sofisticado, resultaría incluso posible seleccionar una serie de
temas de entre los que los alumnos considerasen más interesantes, y centrar la mayor
parte del curso en una exposición muy detallada de los mismos, asumiendo que los
demás (o la mayoría de ellos) deberán ser estudiados por los alumnos de forma
independiente. En cualquier caso, no me gustaría que las indicaciones anteriores se
interpretaran como queriendo decir que el único elemento importante para graduar la
dificultad y profundidad de las explicaciones fuera la cantidad y complejidad de
herramientas lógico-matemáticas empleadas en ellas. Otra forma de graduación
razonable consistiría, por ejemplo, en restringir el conjunto de las “implicaciones
filosóficas” de un determinado descubrimiento o teoría científica que se expondrán en
clase, de tal manera que aquellas que requieren un mayor número de pasos, y en las que
dichos pasos son menos obvios, se reserven para los cursos en los que se pueda seguir
una exposición más sofisticada.

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d) Con respecto a la metodología didáctica, nuestras materias presentan una
peculiaridad que las hacen más complejas, desde el punto de vista pedagógico, que la
mayoría de las otras asignaturas de Filosofía. Se trata, obviamente, del hecho de que el
contenido de la asignatura no está formado sólo por teorías y problemas filosóficos, sino
también por hechos y teorías científicas, y además, de tal modo que ambos enfoques (el
filosófico y el científico) no deben abordarse de forma independiente, sino todo lo
contrario. Desde mi punto de vista, las asignaturas de Historia y Filosofía de la Ciencia
no cumplirían ni siquiera mínimamente su objetivo si los alumnos no alcanzaran una
comprensión medianamente cabal de las teorías científicas que se haya decidido incluir
en los respectivos programas; en realidad, y particularmente en las asignaturas de cursos
inferiores, creo que el hecho de que los alumnos terminaran de estudiarlas con una
visión más o menos ingenua del desarrollo de la historia de la ciencia y de los
problemas de la Filosofía de la Ciencia, aun siendo grave, no lo sería tanto como el que
lo hicieran con unas ideas inadecuadas sobre los propios contenidos de las teorías
científicas, pues tendrán más oportunidades a lo largo de su carrera de corregir lo
primero que de mejorar lo segundo. Por supuesto, ambas cosas se deben evitar en la
medida de lo posible, pero como el esfuerzo del profesor y de los estudiantes es un
recurso limitado, llegaremos inevitablemente a un punto en el que deberemos elegir
entre mejorar un poco los conocimientos científicos de los alumnos, a costa de no seguir
profundizando en la exactitud histórica y en la crítica filosófica, o bien hacer un poco
más de lo segundo a costa de no insistir tanto en lo primero. Repito que, llegados a esta
situación, mi opción es claramente a favor de afianzar los conocimientos científicos
básicos.
Esto nos conduce a la pregunta de cómo explicar las teorías científicas a los
estudiantes de Filosofía y cómo conectar esas explicaciones con las más propiamente
filosóficas, pregunta a la que intentaré responder por extenso en la próxima sección.
Ahora me limitaré a indicar que la metodología básica que debería emplearse en las
clases de la asignatura es la que empieza planteando problemas y paradojas, fomenta la
formulación de hipótesis, e insiste en la búsqueda de nuevos problemas y paradojas
sugeridos por estas mismas hipótesis. A esta metodología la podemos llamar
“dialéctica” o “socrática”. Así, la explicación de los contenidos “científicos” del
programa no sería tan distinta, metodológicamente hablando, de la de los contenidos
“filosóficos”, pues en ambos casos el esquema de la explicación es “problemas 
soluciones tentativas  nuevos problemas” (me apresuro a reconocer la influencia

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popperiana). Las principales diferencias entre los dos tipos de contenidos son, desde mi
punto de vista, las dos siguientes: en primer lugar, los mecanismos de crítica disponibles
en la investigación científica son más potentes en general que los que pueden emplearse
para criticar teorías filosóficas, especialmente los referidos a la contrastación empírica y
a la derivación matemáticamente rigurosa de conclusiones a partir de aquellas teorías
cuya formulación lo permite así; en segundo lugar, los problemas filosóficos suelen ser
“metaproblemas”, tanto en el sentido de que surgen como críticas de las soluciones
“científicas” a problemas anteriores (y en este caso hablaremos generalmente de los
problemas filosóficos de una disciplina científica en particular), como en el sentido de
que se plantean cuando nos preguntamos por los criterios que hacen que una solución a
un problema determinado sea aceptable o no (y en este caso hablaremos más bien de
problemas metodológicos o epistemológicos, referidos a una disciplina en concreto, o
generales).
Las principales preocupaciones del profesor, desde el punto de vista pedagógico,
serán, primero, las referidas a cómo seleccionar y plantear los problemas, de tal manera
que los alumnos sientan la necesidad de buscar una solución; segundo, cómo estimular
el flujo de soluciones; y tercero, cómo “dirigirlo” hacia las soluciones especificadas en
el programa. Respecto a lo primero, mi método favorito es el de las paradojas, en un
sentido amplio del término; se trata de mostrar que las propias nociones de sentido
común poseídas por los estudiantes (a menudo derivadas de sus conocimientos
científicos previos) conducen a inconsistencias, o, al menos, a conclusiones difíciles de
explicar.1 Respecto a lo segundo, algunas recomendaciones básicas son no despreciar

1
Vayan aquí sendos ejemplos de mis “paradojas” preferidas para cada uno de los temas del
programa, salvo el introductorio. Sobre el mecanismo de la vida: si no diríamos que una colonia
de hormigas o un rebaño de cabras es “consciente”, ¿por qué puede serlo un ser humano, que al
fin y al cabo viene a ser un simple agregado o “colonia” de células, cada una de las cuales con
vida propia?. Sobre la estructura de la materia: si la distancia entre los átomos de una mesa y
entre los de nuestro cuerpo es mucho mayor que el tamaño de cada átomo, ¿por qué no
atravesamos la primera cuando la tocamos? Sobre la estructura del universo: si es tan cierto que
la tierra gira alrededor del sol, ¿en qué dirección lo está haciendo en este preciso instante? Sobre
la estructura económica: ¿qué ocurriría si mañana cada español tuviera mil millones de pesetas
más en su banco? Sobre el progreso de la ciencia: si la ciencia consiste en la demostración
empírica de las leyes naturales, ¿cómo es posible que grandes teorías del pasado hayan sido
abandonadas? Sobre las relaciones entre las teorías y la realidad: si nuestro cerebro está

6
nunca una respuesta tentativa ofrecida por un alumno, plantear las preguntas en los
términos más inteligibles que se pueda, dar pistas sin que se note mucho, someter a
votación las soluciones propuestas, y estimular la charla entre los propios alumnos antes
de que comuniquen las respuestas al profesor y al resto de la clase. Respecto a lo
tercero, éste es el contrapunto necesario de una metodología participativa, y requiere
hacerse con sumo cuidado con el fin de que los estudiantes no tengan la sensación de
que toda la discusión referida a soluciones “no ortodoxas” ha sido gratuita. Lo más útil
es tratar de derivar la solución “correcta” (esto es, la contemplada en el programa) a
partir de algunas de las respuestas ofrecidas por los alumnos, lo cual será posible muy a
menudo. Por otro lado, cuando algunas de las respuestas apunten hacia soluciones
efectivamente propuestas en el curso de la investigación científica o filosófica, pero no
recogidas en el programa, no debe desaprovecharse la ocasión de mostrar que ello es
así, y que, al fin y al cabo, todo es discutible en mayor o menor medida; si gracias a la
participación de los alumnos se consigue una discusión animada y fructífera sobre un
tema distinto de los programados pero no ajeno del todo a la asignatura, merecerá la
pena condensar el resto en menos tiempo.

e) Finalmente, con respecto a las actividades de evaluación, en éstas, como en la


mayoría de las asignaturas, se espera del estudiante que no se limite a “deglutir” las
explicaciones y discusiones escuchadas en clase, para “regurgitarlas” posteriormente en
un examen, sino que lleve a cabo un aprendizaje activo y en cierta medida espontáneo,
que le permita alcanzar una auténtica comprensión de la materia. La experiencia
muestra que, en un amplio número de alumnos, esto exige la realización de actividades
programadas y dirigidas por el profesor, especialmente la lectura de artículos, capítulos
de libros o libros completos, lectura que puede controlarse mediante la realización de
algún trabajo o con una pregunta específica sobre ellas en el examen final. Entre las
lecturas, conviene distinguir dos tipos. Por un lado estaría el uso de manuales, que
pueden guiar y complementar las explicaciones de clase. Por otro lado propondría unas
cuantas lecturas más breves sobre algunos temas del programa, que servirán para que el
alumno profundice por su cuenta en los temas que más le interesen, y como una
oportunidad para pedirle que desarrolle una reflexión personal sobre la lectura o lecturas

“encerrado” en el cráneo, y sólo recibe allí impulsos eléctricos procedentes de los nervios
sensoriales, ¿cómo podemos saber que lo que percibimos es realmente como creemos?

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elegidas. En el último apartado de esta sección ofrezco unas indicaciones sobre las
posibles lecturas de ambos tipos recomendadas.
Aun a riesgo de que se me considere un poco arcaico, creo que la forma más
eficaz de evaluar los conocimientos de los alumnos es mediante un examen escrito. Pese
a ello, no me parece que las mejores preguntas que el examen puede incluir sean las que
exigen una contestación memorística, sino más bien aquellas que fuerzan al alumno a
reflexionar y a expresar y defender alguna opinión, pues este tipo de preguntas no
pueden normalmente ser respondidas si no se tiene un conocimiento bastante sólido del
programa, si se carece de habilidades básicas de redacción, o si uno se ha limitado a
estudiar de memoria los temas. He comprobado que los exámenes de esta naturaleza
suelen sorprender a los estudiantes, y, aunque al tratarse de una asignatura cuatrimestral
no sería muy práctico tal vez hacer más de un examen, pienso que sí sería conveniente
realizar al menos alguna actividad preparatoria en la que los alumnos pudieran conocer
el tipo de preguntas que se espera que contesten en el examen real, y enfocaran su
preparación de la prueba definitiva teniendo ya esto en cuenta.
Resumiendo, los elementos básicos que hay que considerar en la docencia de
cualquier asignatura son cómo motivar a los alumnos, decidir qué partes de la materia
explicar en clase, con qué grado de simplicidad o dificultad hacerlo, de qué forma
enseñarlo, y cómo averiguar qué han aprendido los estudiantes. En el caso de la
asignatura de “Historia y Filosofía de la Ciencia”, debe tenerse en cuenta en especial el
hecho de que los alumnos pueden tener un escaso bagaje científico, si bien esta carencia
puede intentar sustituirse por el uso de una metodología basada más en los problemas
que en las soluciones, para atraer el interés de los estudiantes y fomentar su
participación.

Respecto a la delicada cuestión de cómo enseñar ciencia a los estudiantes de


filosofía, el primer hecho que hemos de tener en cuenta es que la mayoría de los
alumnos de la licenciatura de Filosofía proceden del bachillerato de Humanidades, en
parte lo hacen del de Ciencias Sociales, y sólo en una minúscula proporción, de los
bachilleratos científicos o tecnológicos.2 Esto implica, en primer lugar, que sus

2
Aunque tradicionalmente el número de alumnos del bachillerato “de letras” que estudiaban
Filosofía era mayor que el de los alumnos “de ciencias”, las últimas reformas de las Pruebas de
Acceso a la Universidad han exacervado esta tendencia, al dar prioridad a los primeros sobre los

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conocimientos sobre materias científicas serán, por término medio, bastante limitados, y
esto no se refiere sólo a los “contenidos” (es decir, qué teorías o hechos científicos
conocen en particular), sino, lo que es más importante, a las propias habilidades
conceptuales básicas sobre las que el profesor deberá fundamentar la explicación de
tales teorías. En segundo lugar, en muchos de estos alumnos puede existir una cierta
prevención hacia las materias “de ciencias”, prevención que en algunos casos se
manifestará como un sentimiento de rechazo de la obligación de estudiar este tipo de
asignaturas “cuando ellos son de letras”, y que en otros casos será meramente una
reacción a la dificultad experimentada en el estudio de estas materias.3 En tercer lugar,
un aspecto positivo de este sesgo del alumnado es que, en principio, puede confiarse en
que poseerán al menos unas nociones orientativas sobre el desarrollo de la Historia en
general, y de la Historia de la Filosofía en particular.4 Finalmente, la existencia de una
asignatura optativa en el nuevo Bachillerato, sobre “Ciencia, Tecnología y Sociedad”,
implica que una cierta proporción de alumnos pueden al menos haber recibido alguna
formación detallada sobre los temas abordados en dicha asignatura.5

segundos para elegir estos estudios. Por otro lado, la drástica disminución de las oportunidades
laborales al terminar la licenciatura, debido sobre todo al freno en el ritmo de creación de
nuevas plazas de profesores de enseñanza secundaria, también ha desanimado a muchos
alumnos de ciencias que, en circunstancias laboralmente más prometedoras, podrían haber
elegido los estudios de Filosofía.
3
El rechazo hacia el estudio de las asignaturas de ciencias, y hacia la propia idea de que la
ciencia tiene un especial privilegio epistémico, son estudiados por Dunbar (1999). Desde un
punto de vista menos apologético de la ciencia, ver Cromer (1993) y, especialmente, Wolpert
(1992).
4
Téngase en cuenta también que la asignatura de Historia de la Filosofía en el nuevo
Bachillerato es cursada, por lo general, sólo por los alumnos de las opciones de Humanidades o
Ciencias Sociales, mientras que en el antiguo COU era una asignatura obligatoria en todas las
opciones.
5
Valga también la indicación que, debido sobre todo a la escasa tradición en la enseñanza de
esta materia en el Bachillerato, el contenido de la misma puede variar extraordinariamente en
función de los profesores que la impartan, pues éstos pueden ser tanto profesores de Filosofía
como de Geografía e Historia, Física y Química o Ciencias Naturales, por citar los casos más
frecuentes.

9
Hechas estas consideraciones previas, comenzaré indicando una de las formas en
las que, en mi opinión, no deberían explicarse los contenidos científicos a los alumnos
de Filosofía, pues se trata precisamente de un método que, por su relativa sencillez,
puede ser difícil resistir la tentación de utilizarlo: consiste en explicar el desarrollo de
las teorías científicas a la manera de una asignatura de Historia, más que a la de una
asignatura de ciencias. Este error puede darse tanto en exposiciones históricas
internalistas como en externalistas; en ambos casos el error consistiría en intentar
suprimir al máximo todo atisbo de “complejidad” en las teorías, hipótesis y
experimentos mencionados, nombrándolos, por así decir, más que explicándolos, y
reducir el resto de la asignatura a la formulación de meras “relaciones históricas” entre
unos de estos items y otros, bien sean éstos del mismo tipo que los primeros (en las
historias internalistas), o bien sean de carácter cultural, social o político (en las
externalistas). Este error puede cometerse también de otro modo, aunque el profesor
esté convencido de que sus propias explicaciones intentan evitarlo expresamente, pues
el problema está, no tanto en que de hecho la complejidad de las teorías científicas no
llegue a aparecer de una u otra manera “en la pizarra”, sino en la idea de que basta con
enunciar su contenido (o “repensarlo” una y otra vez al volver a estudiar los apuntes)
para que el alumno alcance una comprensión adecuada de dicha teoría.6 Nada más
alejado de la manera como los propios estudiantes de ciencias llegan usualmente a
comprender esas mismas teorías, a saber, mediante la realización de prácticas de
laboratorio y de problemas. Un profesor de física, pongamos, no considera que sus
alumnos comprenden la teoría especial de la relatividad cuando (sólo) son capaces de
explicar en el papel sus principios y sus principales consecuencias, sino cuando pueden
calcular correctamente la solución de cierto tipo de problemas, es decir, cuando son
capaces de trabajar con la teoría.
Obviamente, no podemos pretender que en unas pocas asignaturas de Historia y
Filosofía de la Ciencia los alumnos logren tener la misma pericia que un estudiante que
dedica en una carrera de ciencias varias asignaturas de varios cursos a trabajar con las
teorías incluidas en el programa, pero creo que al menos deberíamos intentar conducir a
los estudiantes por esa dirección. Las limitaciones de tiempo y de material hacen
imposible dedicar una mínima parte de la docencia a las “prácticas” y a los

6
Hay que decir que este error no es exclusivo de los cursos de contenido científico que se
imparten en la licenciatura de Filosofía. Cf. Gil (1983) y Carrascosa y Gil (1985).

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“problemas”, en el mismo sentido en el que ambas cosas se llevan a cabo en los estudios
de ciencias. Aun así, no debemos abandonar la idea de que comprender una teoría
científica es, sobre todo, ser capaz de manipularla. En el marco de nuestras asignaturas,
esto significa sobre todo poder utilizar la teoría para encontrar una posible solución a
problemas interesantes desde el punto de vista filosófico, o para derivar conclusiones
que a su vez planteen nuevos problemas de este tipo. Pero antes de referirnos a estas
posibilidades, conviene que nos detengamos a examinar brevemente algunas de las
principales contribuciones modernas a la didáctica de las ciencias.

a) En primer lugar, las corrientes pedagógicas actuales insisten sobre todo en que
el aprendizaje no es un proceso de simple asimilación memorística o de adquisición
mecánica de una práctica, sino que exige la realización de una compleja actividad
cognitiva por parte del estudiante, especialmente la construcción de esquemas
conceptuales sofisticados a partir de otros más simples e ingenuos. El proceso de
enseñanza debe generar lo que los psicólogos cognitivistas denominan un “aprendizaje
significativo”, en el cual el significado de lo aprendido no es “transmitido” del profesor
a alumno, sino “creado” por este, mediante una actividad que requiere generalmente una
guía externa, pero que exige también la adecuada motivación.7

b) Aplicando esta tesis al aprendizaje de las ciencias, una primera conclusión


que podemos extraer es que el proceso de enseñanza no debe simplemente ignorar las
ideas previas o preconcepciones que poseen los estudiantes sobre los temas abordados
por cada asignatura, incluso aunque tales ideas previas sean consideradas erróneas. La
enseñanza no debe partir “desde cero”, sino desde aquellas preconcepciones, para
intentar superarlas. De ahí, como decía en el apartado anterior, la importancia de
mostrar las paradojas o aparentes inconsistencias de las ideas que a los alumnos les
parecen “de sentido común”, con el fin no sólo de motivarles a buscar algunas ideas que
no conduzcan a esos problemas, sino también de iniciar el camino por el que llevar a
cabo dicha búsqueda. La literatura psicológica y pedagógica nos ofrece algunos
resultados interesantes de la investigación sobre estas preconcepciones, y algunas

7
Véanse Ausubel (1976), Bacas y Martín-Díaz (1992), Driver (1986), Duschl y Gitomer (1991),
Lemke (1997), Novack (1982) y Piaget (1970).

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sugerencias para utilizarlos como trampolín en el estudio de teorías científicas
desarrrolladas.8

c) La segunda conclusión que se ha extraido de la tesis cognitivista es que la


metodología más apropiada para la enseñanza de las teorías científicas es la de intentar
reproducir en el aula (o, en general, en las actividades de aprendizaje que lleven a cabo
los alumnos) los propios pasos que los científicos han dado históricamente hasta llegar a
formular aquellas teorías. Por supuesto, este juego no deja de ser una descarada ficción,
pues el “contexto de descubrimiento” no se puede reproducir con una mínima fidelidad,
y, al fin y al cabo, la actividad de los alumnos está guiada por el profesor hacia la
solución “correcta”. Pero todo aquello que haga que el aprendizaje de las ciencias se
parezca en la mayor medida posible a un verdadero proceso de descubrimiento, tenderá
a favorecer la comprensión de estas materias. Este tipo de actividad requiere, como ya
he repetido en varias ocasiones, emplear una metodología más basada en los problemas
que en las soluciones, es decir, intentar que los alumnos tengan, antes que nada, una
comprensión lo más clara posible de las dificultades epistémicas y sociales a las que los
científicos se enfrentaban, pues sólo en tal caso las respuestas adquirirán realmente
sentido, y podrán ser, si no “descubiertas” independientemente por los alumnos, sí al
menos vislumbradas por ellos gracias a algunas indicaciones previas.9

d) Una última consecuencia interesante de los nuevos enfoques pedagógicos,


aunque ésta sea un tanto más discutible, es la semejanza que algunos autores encuentran
entre, por un lado, las preconcepciones poseídas por los alumnos y sus procesos de

8
En general, véanse especialmente Fraser y Tobin (1998), Gabel (1994), Giordan y De Vechi
(1988) y Serrano y Blanco (1988), así como Driver, Guesne y Tiberghien (1989), Hewson
(1981), Hierrezuelo y Montero (1989), Pope y Gilbert (1983), Shayer y Adey (1994), y Solís
(1984). En el campo de la física, ver, por ejemplo, Gil, Senent y Solbes (1988), Hewson (1982),
Solbes y Martín (1991), Solbes et al. (1988) y Varela (1993); sobre química, Calatayud et al.
(1988) y Pozo et al. (1991); sobre biología, Giordan et al. (1988) y Jiménez, Albadalejo y
Caamaño (1992); sobre economía, Colander y Brenner (1992) y Garnett (1999).
9
Cf. Bechtel (1986), Brush y King (1972), Miller (1989), Solbes y Traver (1996), Usabiaga,
Marco y Olivares (1982) y Usabiaga, Fernández y Fernández (1994). El manual de física para
los últimos años de la enseñanza secundaria que se popularizó en los EE.UU. desde los años 70
(el Physics Project Course), estaba también basado en esta orientación.

12
“descubrimiento”, y, por otro lado, la evolución histórica de cada disciplina. Esto
justifica, de acuerdo con numerosos autores, que la enseñanza de las ciencias debería
prestar una mayor atención a la historia de cada una de ellas, con lo que, en definitiva, la
tarea de enseñar ciertas teorías científicas a los alumnos de “Historia y Filosofía de la
Ciencia” no tendría por qué ser, en el fondo, tan distinta de la que la moderna pedagogía
sugiere para las propias clases de Física, Química, Biología o Economía -volveré a
referirme a esta cuestión un poco más abajo-. Además, algunos psicólogos, basándose
en estas teorías sobre el aprendizaje, también han intentado explicar la propia evolución
histórica de la ciencia como un proceso de desarrollo de nuevas estructuras cognitivas a
partir de las precedentes.10

¿En qué medida pueden resultar útiles estas tesis en la docencia de nuestras
asignaturas? En primer lugar, debemos tener claro que el aprendizaje adecuado de una
teoría científica es un proceso que, por parte del alumno, no puede ser meramente
pasivo; la teoría, desde el punto de vista psicológico, es una estructura intelectual que
sólo queda asimilada mediante la práctica. Conviene, por lo tanto, programar una serie
de “actividades”, “prácticas” o “problemas”, algunas de las cuales pueden ser realizadas
en clase, y otras recomendadas como trabajo para hacer en casa, por ejemplo. Puesto
que la complejidad conceptual de las explicaciones de estas teorías ofrecidas en clase no
será en ningún caso tan elevada como lo sería en la carrera “de ciencias”
correspondiente, tampoco es necesario que estas actividades prácticas sean exactamente
del mismo tipo que las que los estudiantes de estas disciplinas llevan a cabo; pero no
estaría de más llevar a cabo al menos dos o tres “prácticas” más o menos cualitativas
(esto es, no necesariamente matemáticas) en cada uno de los temas “históricos”
recogidos en el programa. El principal tipo de actividades a las que me refiero serían las
relacionadas con la manipulación de modelos, es decir, representaciones (en general
muy simplificadas) de las estructuras formales supuestas por cada teoría.
Así, en el caso de los temas sobre historia de la Biología, podríamos incluir
algún problema sobre las proporciones en las que se dan, dentro de una cierta población,
determinadas características, tanto desde un punto de vista darwiniano (considerando la

10
Ver, p. ej., Marco (1986), Gagliardi y Giordan (1986) y Usabiaga y del Valle (1982). Sobre
la aplicación de las teorías psicológicas sobre el aprendizaje a la historia de la ciencia, ver
Nersessian (1989) y Piaget y García (1982).

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eficacia reproductiva de cada una y ciertas variables referidas a la presión selectiva del
entorno), como desde un punto de vista mendeliano (considerando el carácter recesivo o
dominante de cada uno de los alelos correspondientes). También se podría presentar
algún ejemplo del registro fósil para que los alumnos sugieran y discutan posibles
interpretaciones. Para los dos temas de física siguientes (sobre la estructura de la
matería y sobre la estructura del universo), un libro como la Introducción a los
conceptos y teorías de las ciencias físicas (Holton (1984a)) incluye un buen número de
problemas sencillos que podrían ser utilizados. Finalmente, en el caso de la teoría
económica, los gráficos popularmente como la “cruz de Marshall” (curvas de oferta y
demanda) para el caso de la economía clásica, y el “aspa keynesiana” y el modelo “IS-
LM” de Hicks (determinación del PNB y el tipo de interés) para la economía
keynesiana, por ejemplo, son suficientemente elementales como para que su uso en el
curso de “Historia y Filosofía de la Ciencia” sea razonable.
En segundo lugar, siempre que existan y sean detectados, deben aprovecharse
todos aquellos elementos de las “preconcepciones” de los alumnos que en alguna
medida resulten similares a algunas ideas científicas vigentes en el pasado. Por ejemplo,
tal vez encontremos, en un diálogo con los estudiantes, que algunos de ellos poseen
nociones teleológicas sobre la evolución de las especies, concepciones vitalistas sobre la
naturaleza de los seres vivos, concepciones del calor como un tipo de sustancia, ideas
sobre la inercia más bien “aristotélicas”, etcétera. En un primer momento, la discusión
iniciada por el profesor debe buscar este tipo de nociones, para, si se encuentran,
explicar las teorías científicas que en su momento se construyeron basándose en ellas, e
ir mostrando luego las dificultades que obligaron a adoptar otras teorías más alejadas
del sentido común. En ningún caso debe el profesor ridiculizar tales ideas, o dar la
impresión de que lo hace, sino que más bien debe mostrar la naturalidad de las mismas,
tanto porque pueden formar parte de una ancestral concepción “precientífica” de la
realidad, con la que nuestras mentes estén equipadas mediante algún tipo de selección
natural o cultural, como porque puedan corresponder a teorías científicas sofisticadas
cuyas imágenes fundamentales han llegado a calar en su momento en nuestro
imaginario cultural, y haya sido difícil desplazarlas de ese lugar privilegiado. Lo
importante es tomar estas ideas como punto de partida, y hacer ver a los alumnos que no
sólo constituyen su propio punto de partida, sino que también el curso histórico de la
ciencia pasó por esas etapas (con todas las salvedades necesarias).

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En un segundo momento, conviene mostrar las “nuevas” teorías como el
resultado del intento de salvar, ante los “fallos” de las teorías anteriores, algunos
principios que se considerasen más fundamentales, y que, de alguna manera, estuvieran
ya presentes también junto con las ideas “antiguas”. Por ejemplo, en el paso del sistema
aristotélico-ptolemaico al copernicano-newtoniano, las ideas de simplicidad y
naturalidad de los movimientos; en el caso de la revolución einsteniana, la universalidad
de las leyes de la naturaleza; en el caso de la física cuántica, la capacidad predictiva y la
simetría; en el caso de la revolución keynesiana, el reconocimiento de la incertidumbre
en las decisiones humanas, etcétera. Estos principios, naturalmente, son esencialmente
ambiguos e inevitablemente reinterpretados al pasar de una teoría a otra, y sin duda en
la resolución de dicha ambigüedad intervienen diversos factores culturales y sociales
que deben asímismo ser tenidos en cuenta, pero, como vimos en la sección primera,
tales principios constituyen el hilo conductor fundamental que permite reconstruir cada
uno de estos episodios históricos como un proceso epistémicamente racional.
Por último, no hemos de olvidar que el principal objetivo de la enseñanza de
estas teorías científicas a los alumnos de Filosofía es el que sean capaces de aportar su
propia reflexión a los problemas “de segundo orden”, digamos, que surgen de aquellas
teorías, y, en el mejor de los casos, en descubrir nuevos problemas de este tipo. Un
proceso de aprendizaje de los contenidos científicos erístico y activo por parte de los
estudiantes ha de conducir básicamente a que estos capten, por un lado, la
provisionalidad de la ciencia, en el sentido de que en ella nunca puede darse nada por
“demostrado”, sino, como mucho, “suficientemente establecido”, de lo cual dan fe los
ejemplos históricos incluídos en la obra, y, sobre todo, las inacabadas discusiones que
se abordan en los diversos temas de “filosofía de las ciencias”. Y, por otro lado, el
hecho paradójico de que, renunciando a la certeza absoluta, la ciencia sea la fuente más
generosa que tenemos de conocimientos fiables, a menudo mucho más fiables que los
“conocimientos” obtenidos con otros métodos. La pregunta de en qué consiste la
fiabilidad de la ciencia debe ser el preámbulo al estudio de sus problemas
metodológicos y epistemológicos.
En definitiva, el proceso de aprendizaje de teorías científicas por parte de los
alumnos de Filosofía no debería ser esencialmente diferente al que se sigue (idealmente
al menos) en los propios estudios de ciencias, a saber, un aprendizaje basado en los
problemas, tanto en el sentido de destacar las dificultades que las teorías pretenden
resolver, como en el de aprender a manipular estas mismas teorías mediante actividades

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prácticas. En la medida de lo posible, esto debe aplicarse también en nuestra asignatura.
En particular, si se descubre que algunos alumnos tienen preconcepciones más o menos
similares a las ideas subyacentes a ciertas teorías científicas antiguas, en tal caso
convendría mostrar la naturalidad de tales ideas, en intentar reconstruir el proceso
crítico que condujo históricamente a su abandono.

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