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La izquierda popular recupera al peronismo como la experiencia histórica nacional más avanzada de
organización, empoderamiento y conquista de derechos por parte del pueblo trabajador argentino,
reivindicando hitos incontrastables como el 17 de Octubre, la Constitución del ‟49, la Resistencia
Peronista, la experiencia de la CGT de los Argentinos o la lucha librada por las organizaciones de la
Tendencia Revolucionaria en las décadas del „60 y el „70. A su vez, retoma banderas de la política
económica y social del primer peronismo, de indudable trascendencia histórica. Iniciativas como el
decidido impulso a la industria nacional, el control estatal sobre el comercio exterior y la banca, la
nacionalización de sectores clave de la economía, el fomento a la ciencia y la tecnología atendiendo
a intereses estratégicos, la Ley de Arrendamiento y el Estatuto del Peón Rural, la expansión
inclusiva del sistema educativo y de salud, el derecho al voto femenino, la legislación laboral y el
sistema de previsión social, el planeamiento económico centralizado, etc.
Pero, lejos de confundir al movimiento y a su experiencia histórica con una determinada estructura
política (llámese CGT o Partido Justicialista), la izquierda popular retoma al peronismo, al decir de
José Carlos Mariátegui, como “raíz” y no como “programa”. Lo hace de la misma manera que
recupera a otros movimientos nacional-populares intentando construir, desde esas plataformas
históricas, una superación programática que retome y profundice los mejores de sus elementos. Por
eso vuelve a referentes e intelectuales peronistas como Eva Perón, Domingo Mercante, Raúl
Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Ramón Carrillo, John William Cooke, Alicia Eguren, Rodolfo
Walsh, Envar El Kadri, Raimundo Villaflor, Carlos Olmedo o Juan José Hernández Arregui.
Muchos de los cuales, en tanto protagonistas de primera línea de la escena política, fueron lúcidos
exponentes a la vez que severos críticos de las limitaciones de este gran movimiento nacional. No
casualmente algunos de ellos escapan completamente a la liturgia y a la celebración oficial del
“peronismo realmente existente”.
La izquierda popular comprende la caducidad de las estructuras políticas y partidarias tradicionales y
señala -con plena conciencia histórica- que, aquellas que en algún momento han sido una
herramienta imprescindible para librar las batallas del pueblo trabajador, pueden volverse
instrumentos privilegiados de las clases dominantes (por efecto de los procesos de colonización y
cooptación que éstas impulsan, y que redundan en fenómenos de burocratización de las
organizaciones otrora populares). Además del Partido Justicialista, ejemplifican este proceso el
Partido Comunista Chino, el APRA peruano y el PRI mexicano, y, en cierta medida, también lo
hacen la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista en la Argentina.
El peronismo es, por tanto, un punto de partida insoslayable, en tanto identidad popular de masas -
actuante- y memoria histórica -latente- que condensa distintos “núcleos de buen sentido” y oficia
como elemento de cohesión de amplios sectores del pueblo trabajador. Pero es también, a setenta
años de su emergencia histórica, un insuficiente punto de llegada, al insistir en la posibilidad de un
desarrollo nacional soberano conducido por los sectores mismos que se benefician de nuestra
condición dependiente y de una estructura social desigual. Lo que indica, más allá de la fetichización
y del prestigio de ciertas siglas, que requerimos de novedosas herramientas políticas y sindicales y
perspectivas programáticas superadoras acordes a nuestro siglo. Así lo entendió Hugo Chávez,
quién, para recuperar el legado de Simón Bolívar, supo romper con los partidos tradicionales
venezolanos que también se asumían como lejana y distorsionadamente bolivarianos. Así lo
entendió el mismísimo Juan Domingo Perón, que supo atreverse a la creación heroica de un nuevo
movimiento histórico, que incluía las tradiciones populares anteriores y las amalgamaba en un nuevo
horizonte de inciertas posibilidades. Finalmente, así lo entendió Evita al dejar planteada claramente
la disyuntiva: “el peronismo será revolucionario o no será nada”.
2. ¿La izquierda popular es marxista?
La izquierda popular es decididamente marxista, ya que entiende que ha sido esta inestimable teoría
crítica la que mejor ha comprendido y desnudado los mecanismos profundos de la acumulación del
capital y de la desigualdad asentada en la división de la sociedad en clases antagónicas. A la par,
reconoce que el marxismo ha estimulado la praxis revolucionaria y alimentado los sueños de
liberación de millones de hombres y de mujeres desde fines del siglo XIX, a lo largo de todo el siglo
XX, y lo continúa haciendo aún hoy, pese al colapso de la experiencia soviética y a la debacle
ideológica de la China comunista.
Sin embargo, en tanto la izquierda popular reconoce otros sistemas de dominación complementarios
al capitalismo (el patriarcado, el colonialismo, el racismo, la depredación ambiental, etc.) nuestra
lectura de la historia y las dinámicas sociales no se reduce a la mera lucha de clases, y, por lo tanto,
no subordina una agenda de reivindicaciones a otra, ni la difiere en el tiempo. Así, por ejemplo, sabe
que la abolición de la sociedad de clases no produce por sí misma la anulación de las desigualdades
sexo-genéricas o raciales que atraviesan nuestra sociedad. Sólo una lectura situada de una formación
social y nacional concreta puede dar cuenta del orden de prioridades a la hora de definir una
intervención estratégica. Es decir, que no hay “contradicción principal” a priori, sino que distintos
sujetos y agendas pueden constituir, y de hecho lo hacen, bloques históricos que encabecen procesos
radicales de transformación.
Por lo antedicho, el marxismo como marco teórico debe ser enriquecido y revisado con el aporte de
otras teorías críticas y de distintas experiencias históricas. En especial, feministas, anticoloniales,
antirracistas, ecologistas y las provenientes del nacionalismo popular. De no abrirse a otras
reflexiones, el marxismo puede caer en el riesgo (y lamentablemente a menudo lo hace y lo ha
hecho) de perder el filo de su crítica y volverse un instrumento útil a la colonización ideológica. No
obstante, si estamos atentos a su origen europeo y decimonónico y a sus comprensibles limitaciones
a la hora de analizar nuestra realidad nacional y latinoamericana actual, podemos recuperar los
valiosísimos aportes fundacionales de Marx y Engels, como así también las contribuciones de otros
“clásicos” europeos. Nos referimos fundamentalmente a Vladimir Lenin, a su teoría del
imperialismo y al papel de la organización revolucionaria; a Rosa Luxemburgo, a sus reflexiones en
torno a la espontaneidad, la dialéctica entre reforma y revolución y al lugar asignado a los países
colonizados en el desarrollo capitalista; a León Trotsky, a la concepción de revolución permanente y
a su crítica a la burocratización estalinista; y a Antonio Gramsci, autor imprescindible para pensar la
articulación de la izquierda con las tradiciones nacional-populares, el rol de los intelectuales y los
procesos de construcción de hegemonía.
Pero, en particular, la izquierda popular se hace eco de las lecturas marxistas desplegadas en
contextos periféricos y dependientes como el nuestro. Rescatamos a asiáticos como Mao Tse Tung y
Ho Chi Minh, a africanos como Amílcar Cabral y Thomas Sankara y a latinoamericanos como José
Carlos Mariátegui, Paulo Freire, Carlos Fonseca Amador, Farabundo Martí, Julio Antonio Mella,
Luis Emilio Recabarren, Cyril Robert Lionel James, Fidel Castro, Ernesto Guevara, Frantz Fanon,
Florestan Fernandes, René Zavaleta Mercado, Agustín Cueva y Álvaro García Linera. Pensadores
que aportan ejemplos de articulaciones creativas entre teoría marxista, tradiciones nacionales de
pensamiento y prácticas revolucionarias situadas en países periféricos.
Por todo lo dicho se sobreentiende que la izquierda popular rechaza la idea de un marxismo
abstracto, dizque universal (o sea, europeizante) y dogmático. Y se distancia de aquellas corrientes
que, escondidas bajo el ropaje de un pretendido marxismo crítico, pregonan un desprecio
eurocéntrico y colonial por lo nacional, lo popular y lo latinoamericano; de quienes subordinan la
lucha feminista a la lucha de clases; y de aquellos que sucumben fascinados ante una idea de
progreso asociada al desarrollo incesante de las fuerzas productivas, menoscabando los aportes de la
ecología política.
Por último, es necesario no confundir al marxismo en tanto teoría crítica, programa e identidad
política. Estas dimensiones no siempre van de la mano. Respecto a lo primero, lo atestigua el hecho
de que herramientas analíticas del marxismo (tales como explotación, alienación, etc.) hayan sido
incorporadas por las ciencias sociales, desconectadas de la crítica y del programa anticapitalista para
las que fueron concebidas. A su vez, es preciso reconocer que el marxismo en nuestro país, en tanto
identidad política, ha jugado un rol más bien contradictorio. Por un lado, podemos constatar una
posición marginalizante y reaccionaria en los primeros partidos autoidentificados como marxistas:
organizaciones alineadas en ocasiones en el campo del enemigo, desde el positivismo racista de los
“socialistas” José Ingenieros y Juan B. Justo hasta el desprecio aristocrático del “comunista”
Victorio Codovilla por la plebe peronista. Pero también encontramos, con la emergencia de la
“nueva izquierda” en las décadas del ´60 y `70, la irrupción de un combativo y extenso sindicalismo
clasista (como el de Agustín Tosco, Raimundo Ongaro y René Salamanca) y la constitución de
distintas organizaciones político-militares (como las FAR y el PRT-ERP), capaces de lograr una
inserción popular de masas, de tender puentes con las tradiciones nacionales y populares, y de
proyectar una auténtica política revolucionaria.
La izquierda popular es nacionalista y latinoamericanista, ya que entiende por ambas una sola y
misma cosa. El proyecto de una común nación latinoamericana, nuestra auténtica Patria Grande al
decir de Manuel Ugarte, emerge de los despojos del orden colonial. Colonización que, primero, fue
causa de unificación violenta, y, luego, promovió nuestra fragmentación territorial. No había, como
tal, unidad latinoamericana antes de la Conquista europea, en tiempos del Cem Anáhuac, la Abya
Yala, el Tawantinsuyu o el Yvy Mara He´y. No era necesaria al fin y al cabo. Pero cuando el invasor
colonizó a los cientos de pueblos originarios, sometidos indiscriminadamente bajo la categoría de
“indios”, nos legó una identidad común. Identidad cimentada a lo largo de los siglos por la
colonización cultural, por las resistencias populares al despojo y por los intensos procesos de
mestizaje. La unificación creciente de estos pueblos se volvió con el tiempo peligrosa para los
designios de las metrópolis imperiales. Y tras el largo ciclo de las Guerras de Independencia, la gran
nación latinoamericana fue desgajada en sucesivas “patrias chicas”.
Primero las potencias europeas y, más tarde, la norteamericana, con la activa complicidad de las
oligarquías vernáculas, se encargaron de trazar fronteras donde no las había y de fomentar las
enemistades entre pueblos antes hermanados en su lucha anticolonial. El viejo principio cesariano,
“divide y reinarás”, ha sido la clave bajo la cual debe leerse el sometimiento neocolonial de un
conjunto de países sólo formalmente soberanos. Así lo anticiparon los patriotas de nuestra primera
Guerra continental de Independencia: José de San Martín, Juana Azurduy, Simón Bolívar, Francisco
de Morazán y José Artigas, entre otros y otras. Por lo tanto, la reafirmación nacional no puede ni
debe ser entendida como una contradicción con la reivindicación de una plena integración popular
continental. Así como tampoco el latinoamericanismo se enfrenta de modo alguno a la prédica y la
práctica internacionalistas. La izquierda popular afirma, con José Martí, que patria es humanidad y
entiende que la Revolución Cubana ha saldado de una vez por todas estos debates, siendo un proceso
consecuentemente nacionalista, latinoamericanista e internacionalista.
Por otro lado, cabe aclarar que nuestro nacionalismo, oriundo de un país colonizado, oprimido y
dependiente, es de un signo totalmente contrario al nacionalismo chauvinista y xenófobo profesado
por las potencias imperiales. El cual ha arrojado como saldo no solo el despojo y la aniquilación de
innumerables pueblos del sur global, sino que ha desatado incluso dos grandes guerras
intraeuropeas, habilitando la calamidad del Genocidio Nazi. Pero también, el patriotismo de la
izquierda popular se distancia del nacionalismo conservador, militarista, elitista y excluyente de las
élites locales, cuya idea de la argentinidad continúa siendo hegemónica. En ese sentido, como parte
de la construcción de una nacionalidad inclusiva, es imperioso disputar los símbolos y emblemas de
una identidad argentina en pugna, además de crear otros nuevos (como sucedió, por ejemplo, con la
instauración de la wiphala en Bolivia como emblema nacional equivalente a la bandera tricolor). Un
nacionalismo consecuente, en suma, sólo puede ser encarnado por las clases populares. Como
afirmaron desde José Carlos Mariátegui a René Zavaleta Mercado, las burguesías nativas, privadas
de toda conciencia y vocación nacional, actúan como meros representantes locales de los intereses
imperiales.
Finalmente, la izquierda popular entiende que una práctica soberana requiere de una perspectiva
anti-eurocéntrica, ya que es necesario pensar nuestros problemas y nuestras soluciones con cabeza
propia y con los pies asentados en la tierra. Es preciso, por tanto, descolonizar las formas
hegemónicas de producción, circulación y legitimación del pensamiento. No es posible obviar, como
ya señalamos, las teorías críticas surgidas en Europa, pero sin ignorar que provienen de otros
contextos y atienden, por lo tanto, a muy distintas realidades, memorias y proyectos. La izquierda
popular supone un pensar situado que retome la sentencia de Simón Rodríguez: “O inventamos o
erramos”. Para lo cual recupera los saberes de los pueblos africanos, asiáticos y americanos,
deliberadamente silenciados por la violencia epistémica eurocéntrica. De hecho, constata, en esta
dramática coyuntura histórica, que las alternativas emancipatorias se despliegan en el sur global, y,
en particular, en Nuestra América.
Ese horizonte revolucionario parece decir poco en concreto respecto a las orientaciones presentes.
Sin embargo, perderlo de vista como brújula implica el abandono de la identidad de izquierda y la
deriva en las distintas alternativas de gestión de “lo posible”. La izquierda popular, para no renunciar
a la radicalidad, mantiene viva la utopía revolucionaria en la mística militante (entendida como el
anticuerpo por excelencia contra la resignación y el conformismo). No obstante y al mismo tiempo,
es preciso evitar caer en el consignismo abstracto, consistente en convertir mecánicamente
horizontes utópicos en eslóganes políticos (como si su mera formulación pudiera modificar alguna
realidad social). La izquierda popular comprende los lentos y complejos procesos de formación de la
conciencia, y parte siempre de una lectura del estado actual de las relaciones de fuerza, tanto
materiales como organizativas y subjetivas. La orientación revolucionaria aporta, entonces, claridad
y decisión, no aislamiento y abstracción. Al decir de John William Cooke: “sólo ganan las batallas
los que participan en ellas. Y sólo caen las correlaciones abrumadoras de fuerzas si, como punto de
partida, existió el propósito inquebrantable de vencer”.
A su vez, la izquierda popular se mantiene alerta del posibilismo (riesgo contrario al izquierdismo),
el cual supone que la orientación revolucionaria es correcta para los manuales o para la agitación
interna, pero que no tiene actualidad práctica, es decir, no sería orientativa de la praxis. El
posibilismo es, entonces, renunciar a hacer posible lo imposible, e implica la resignación a optar por
un “mal menor”. Es la forma por excelencia del conformismo: si no abandona lisa y llanamente la
identidad de izquierda, encubre esta renuncia con alguna forma más o menos sutil del etapismo,
postergando para un futuro remoto e improbable la realización de una praxis auténticamente
transformadora. Por eso señalamos, con el Che Guevara, la “actualidad de la revolución” (que no es
lo mismo, huelga decir, que enunciar su proximidad o su inmediatez).
El problema, una vez más, radica en confundir el punto de partida con el de llegada. Reconocer los
actuales niveles de conciencia de masas no implica que estos definan los alcances de nuestra praxis.
Por el contrario, es una función privilegiada de la izquierda popular ensanchar permanentemente el
campo de lo posible. De hecho, entiende que un camino de reformas consecuentes implica
necesariamente la confrontación con las clases dominantes. Y que este enfrentamiento plantea
siempre la disyuntiva entre moderación o radicalización. El primer camino, que puede parecer
razonable en el corto plazo, ha conducido históricamente a la derrota de los procesos populares
(como atestiguan los recientes ejemplos de Argentina y Brasil). Mientras que la segunda vía asume
que, sin socavar las bases materiales de los poderes fácticos, no hay triunfo duradero posible. Por
supuesto, esto requiere de niveles de audacia en los liderazgos y la confianza en la potencia de la
movilización y la organización popular (como sucede en Bolivia y Venezuela). De eso se trata la
dialéctica viva entre reforma y revolución.
La izquierda popular es la tentativa de convertir en una redundancia lo que hoy aparece como una
contradicción insalvable: es decir, la existencia de un nacionalismo popular consecuente y
revolucionario, o de una izquierda nativa y criolla. En tanto identidad, utopía política y memoria
histórica, asume múltiples contradicciones, pero no entendidas como yerros o como limitaciones
paralizantes, sino más bien como tensiones creativas. Por ejemplo, no ignora las posturas diversas e
incluso antagónicas que el cristianismo popular y el feminismo han adoptado históricamente en
relación a los modelos familiares y el papel de la mujer. O los distintos abordajes que sobre la
cuestión ambiental presentan las cosmovisiones indígenas en oposición a la matrices occidentales.
También reconoce los conflictos entre las tradiciones de izquierda y nacionalistas populares. Sin
embargo, la propia confluencia entre la perspectiva de género y reflexiones cristianas en la teología
feminista de la liberación, los audaces intentos por articular en Nuestra América concepciones del
desarrollo provenientes de diversas tradiciones filosóficas, y la síntesis entre socialismo y
nacionalismo en la historia de las revoluciones latinoamericanas, dan cuenta del carácter creativo y
movilizador de estas contradicciones.
Por el hecho mismo de asumir de esta manera las tensiones, la izquierda popular rechaza, como
estrategia de acumulación, la instrumentalización de las identidades populares así como el
“entrismo” de células ilustradas en los movimientos de masas. Un militante de izquierda popular no
se asume feminista, clasista, nacionalista, federalista, ecologista o cristiano, como una argucia para
desde allí cooptar, infiltrar o atraer a determinados sectores. La impostura es éticamente
cuestionable, pero, sobre todo, infértil. Ya que, con el tiempo, o bien se delata o bien se pierde el
horizonte revolucionario. La izquierda popular prescinde de artificios, se hace eco y recoge las
tradiciones populares de masas porque son su propia tradición. Ella misma es un capítulo más de una
larga historia de acumulación popular, tan larga como la historia de la humanidad.
Por lo tanto la izquierda popular no es tampoco la sumatoria mecánica de “izquierda” y “pueblo”.
Es, ante todo, más allá de sus expresiones organizativas, un proyecto de liberación que intenta
siempre trascender lo posible, sin caer en la abstracción de lo imposible. No es una posición estática
en el tiempo, definida de antemano, sino que debe revalidar su nombre en cada coyuntura. Por eso
los apologetas de todas las iglesias la consideran herética y su experiencia escapa a la comodidad del
libreto. Pero tiene confianza en sí misma: la historia de las revoluciones la respaldan y también el
saberse parte de un pueblo en su devenir soberano.
La síntesis histórica de una izquierda genuinamente popular no saldará estos debates desde una
pretendida pureza intelectual o política y al margen de la historia, sus protagonistas y sus
contradicciones. Tampoco será operada desde arriba hacia abajo por obra y gracia de sectores
ilustrados y bienpensantes, sino por el protagonismo y la creatividad incesante de las mujeres, las
identidades sexuales disidentes, las y los trabajadores, los estudiantes, los migrantes, los creyentes,
los campesinos, los afrodescendientes, las comunidades originarias, los pobres y los humildes, los
intelectuales, artistas y profesionales patriotas. La izquierda popular es, por todo lo antedicho, la
tentativa novedosa de reactualizar un muy antiguo proyecto, que ha estado en la raíz de todas las
grandes revoluciones, articulando memorias históricas de corto, mediano y largo plazo.
La izquierda popular es, al decir de Fidel, sentido del momento histórico. Es memoria, pero también
puro porvenir. Es la Tierra sin Mal de nuestros hermanos guaraníes. El amor eficaz del compromiso
cristiano. La Patria Grande de nuestros libertadores y libertadoras. La sociedad sin clases del
marxismo. El fanatismo de los descamisados. El hombre y la mujer nuevos que soñó el Che. El
horizonte comunitario del feminismo popular. La furia de Lohana Berkins. Son los ríos profundos de
nuestra identidad descarnada y viva. Es la huella bajo el pastizal que hemos de seguir infatigables.
Es el turno del ofendido. Es la porfía de los condenados de la tierra. Es audacia táctica, claridad
estratégica y paciencia histórica. Es comprender y no juzgar. Es tomar al otro siempre como punto
de partida y punto de llegada. Es no confundir al compañero con el enemigo, al diferente con el
antagónico. Es hablar como pueblo, siempre en primera persona.