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El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Credibilidad de la Resurrección
NO. 1067
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 25 DE AGOSTO, 1872
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

“¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los
muertos? Hechos 26: 8.

Nosotros no sufrimos ninguna angustia por las almas de nuestros


amigos creyentes que han fallecido, pues estamos seguros de que
están donde está Jesús y de que contemplan Su gloria conforme a la
memorable oración de nuestro Señor. Muy poco sabemos sobre el
estado incorpóreo, pero sí lo suficiente para estar seguros, sin
ningún lugar a dudas, de que:

“Son supremamente dichosos,


Terminaron de una vez con el pecado, con los cuidados y la aflicción,
Y reposan con su Salvador”.

Nuestra principal inquietud tiene que ver con esos cuerpos que
depositamos en el sepulcro lóbrego y solitario. No podemos
reconciliarnos con el hecho de que sus amados rostros estén siendo
despojados de toda su belleza por los dedos de la putrefacción, y que
todos los distintivos de su condición humana sean víctimas de la
corrupción. Para nosotros es duro que las manos y los pies y toda la
hermosa textura de sus nobles formas se conviertan en polvo y que
terminen en una completa ruina. No podemos evitar las lágrimas
junto al sepulcro; aun el Hombre perfecto no pudo impedir el llanto
junto a la tumba de Lázaro. Nos duele pensar que nuestros amigos
están muertos y por eso nunca vamos a poder mirar con amor a la
tumba. No podemos decir que las catacumbas o las bóvedas nos
complazcan. Aún lamentamos -y sentimos que es natural el hacerlo-
que una maldición tan terrible haya caído sobre nuestra raza como
para que “esté establecido para los hombres que mueran una sola
vez”. Dios la envió como un castigo y no podemos regocijarnos en
ella.

La gloriosa doctrina de la resurrección tiene el propósito de suprimir


esa fuente de aflicción. No debemos turbarnos con respecto al

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cuerpo como tampoco debemos hacerlo con respecto al alma. La fe
en la inmortalidad nos alivia de toda ansiedad en lo referente al
espíritu de los justos y esa misma fe, si es ejercida en la resurrección,
disipará con igual certeza cualquier desesperanzada aflicción en
cuanto al cuerpo, pues, aunque aparentemente está destruido, ese
cuerpo vivirá de nuevo. No ha sido entregado a la aniquilación. Ese
mismo cadáver que depositamos en el polvo dormirá sólo por un
tiempo, y, al sonido de la trompeta del arcángel, despertará envuelto
en una belleza excelsa, revestido con unos atributos desconocidos
para él mientras permaneció aquí. El amor del Señor para con Su
pueblo es un amor por su humanidad integral. Él los escogió, no
como espíritus incorpóreos, sino como hombres y mujeres vestidos
de carne y sangre. El amor de Jesucristo para con Sus escogidos no
es meramente un afecto hacia su naturaleza superior, sino también
hacia aquello que somos propensos a considerar como su parte
inferior pues, en Su libro, todos sus miembros fueron registrados. Él
guarda todos sus huesos, y aun los cabellos de su cabeza están todos
contados. ¿Acaso no asumió Él nuestra íntegra condición humana?
Él tomó en unión con Su Deidad un alma humana, pero también
asumió un cuerpo humano, y en ese hecho nos ha proporcionado
una evidencia de Su afinidad con nuestra humanidad completa, con
nuestra carne y con nuestra sangre, así como con nuestra mente y
con nuestro espíritu. Además, nuestro Redentor ha rescatado
perfectamente tanto el alma como el cuerpo. No fue una redención
parcial la que nuestro Pariente realizó por nosotros. Sabemos que
nuestro Redentor vive, no sólo con respecto a nuestro espíritu, sino
con respecto a nuestro cuerpo; así que, aunque el gusano devore su
piel y su carne, resucitará, porque lo ha redimido del poder de la
muerte y lo ha rescatado de la prisión de la tumba.

La humanidad íntegra del cristiano ya ha sido santificada. No es


meramente con su espíritu que sirve a su Dios, sino que presenta sus
miembros para la gloria de su Padre celestial como instrumentos de
justicia. El apóstol pregunta: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo?” Ciertamente lo que ha sido un templo
del Espíritu Santo no será destruido definitivamente. Puede ser
desmantelado, como era desmantelado el tabernáculo en el desierto,
pero era desmontado para ser levantado de nuevo, o, para usar una
variante de la misma figura, el tabernáculo puede desaparecer pero
sólo para ser remplazado por el templo. “Sabemos que si nuestra
morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios
un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”.
Hermanos míos, si el Salvador dejara una parte de los componentes
de los miembros de Su pueblo en la tumba, no sería una victoria

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completa sobre Satanás; si sólo emancipara sus espíritus no se vería
como si hubiese destruido todas las obras del diablo. No habrá ni un
solo hueso, ni tampoco un solo trozo de hueso de alguno de los
miembros del pueblo de Cristo que permanezca en el osario al final.
La muerte no podrá mostrar ni un solitario trofeo; su prisión será
despojada de todo el botín que haya tomado de nuestra humanidad.
El Señor Jesús tendrá en todas las cosas la preeminencia e incluso
con respecto a nuestro componente material, Él vencerá a la muerte
y al sepulcro, llevando cautiva nuestra cautividad. Es un gozo pensar
que ya que Cristo ha redimido al hombre y ha santificado al hombre
integralmente, y ya que será honrado en la salvación integral del
hombre, entonces nuestra humanidad completa podrá glorificarlo.
Las manos con las que pecamos serán alzadas en una adoración
eterna; los ojos que han contemplado el mal, verán al Rey en Su
hermosura. No solamente la mente que ama ahora al Señor estará
perpetuamente enlazada a Él y el espíritu que lo contempla se
deleitará por siempre en Él y estará en comunión con Él, sino que su
propio cuerpo que ha sido un obstáculo y un estorbo para el espíritu,
y que ha sido un archirebelde en contra de la soberanía de Cristo, le
rendirá homenaje con voz y manos y cerebro y oídos y ojos. Tenemos
puesta la mira en el tiempo de la resurrección para el cumplimiento
de nuestra adopción, es a saber, la redención del cuerpo.

Ahora bien, siendo esta nuestra esperanza, aunque creemos y nos


regocijamos en ella en alguna medida, con todo tenemos que
confesar que algunas veces surgen preguntas y que el corazón
malvado de la incredulidad exclama: “¿Puede ser cierto? ¿Es
posible?” En tales momentos es sumamente necesaria la pregunta de
nuestro texto: “¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que
Dios resucite a los muertos?”

Esta mañana, amados hermanos, voy a pedirles que miren primero


a la dificultad directamente a la cara; y, luego, en segundo lugar,
vamos a intentar suprimir la dificultad. Hay una sola manera de
hacerlo, y es algo muy simple; y luego, en tercer lugar, diremos una
o dos palabras acerca de nuestra relación con esta verdad.

I. Primero, entonces, MIREMOS ESTA DIFICULTAD A LA CARA.

Ni por un instante vamos a desistir de hacer la más valiente y la más


clara aseveración de nuestra fe en la resurrección, aunque dejaremos
que afloren sus dificultades. En diferentes momentos, algunos
cristianos confundidos han intentado paliar o atenuar el impacto de
la doctrina de la resurrección y de otras verdades semejantes, con el

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objeto de hacerlas más aceptables para las mentes escépticas o
filosóficas, pero eso no ha tenido ningún éxito nunca. Nadie ha
quedado convencido jamás de una verdad si descubre que quienes
profesan creerla adoptan un tono apologético al exponerla en razón
de que están medio avergonzados de ella. ¿Cómo puede alguien
convencer a otra persona de una verdad si no siente una convicción
por esa verdad, pues, hablando claramente, es a eso a lo que se
reduce? Cuando modificamos, matizamos y atenuamos nuestros
enunciados doctrinales, hacemos concesiones que nunca serán
reciprocadas y que sólo son recibidas como admisiones de que
nosotros mismos no creemos lo que aseveramos. Por esta política de
recortar y podar rapamos las guedejas de nuestra fuerza y
quebrantamos nuestro propio brazo. Nada parecido a eso me afecta,
ni ahora ni en ningún otro momento.

Entonces, nosotros creemos con absoluta certeza que el propio


cuerpo que es depositado en la tumba resucitará, y tenemos la
intención de decirlo literalmente, tal como lo enunciamos. No
estamos usando el lenguaje de la metáfora o hablando de un mito.
Creemos que es un hecho real que los cuerpos de los muertos
resucitarán de su tumba. Admitimos -y nos regocijamos en ese
hecho- que el cuerpo del varón justo experimentará un gran cambio;
que su componente material habrá perdido la tosquedad y la
tendencia a la corrupción que ahora lo caracteriza; que estará
adaptado para propósitos más excelsos, pues, si bien ahora es sólo
una vivienda apta para el alma o para las facultades intelectuales
inferiores, estará adaptado entonces para el espíritu o para la parte
más excelsa de nuestra naturaleza; nos regocijamos porque aunque
sea sembrado en debilidad, será resucitado en poder; aunque sea
sembrado en deshonra, resucitará en gloria; sin embargo, nosotros
sabemos que será el mismo cuerpo. El mismísimo cuerpo que es
depositado en la tumba habrá de resucitar. Existirá una absoluta
identidad entre el cuerpo en que morimos y el cuerpo en que
resucitamos del polvo.

Pero debe recordarse que la identidad no es lo mismo que la


absoluta igualdad de la sustancia y de la continuidad de los átomos.
Nosotros no mencionamos en absoluto este matiz con el propósito
de suprimir el filo de nuestro enunciado, sino simplemente porque
es cierto. De hecho, estamos conscientes de que estamos viviendo en
los mismos cuerpos que poseíamos hace veinte años; con todo, se
nos dice -y no tenemos ninguna razón para dudarlo- que talvez ni
una sola partícula de la materia que constituye ahora nuestro cuerpo
estaba en él hace veinte años. Los cambios que han experimentado

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nuestros cuerpos físicos desde la infancia son muy grandes y, con
todo, tenemos los mismos cuerpos. Todo lo que les pedimos es que
admitan una identidad semejante en la resurrección. Todo el mundo
admite que el cuerpo con el que morimos seguirá siendo el mismo
cuerpo con el que nacimos, aunque ciertamente no es el mismo en
todas sus partículas; es más, cada una de las partículas pudiera
haber sido sustituida, y con todo, seguirá siendo el mismo. Entonces
el cuerpo con el que resucitemos será el mismo cuerpo con el que
morimos. Será cambiado grandemente, pero esos cambios no serán
de un tipo que afecte su identidad. Ahora bien, en vez de declarar
esto con el objeto de hacer que la doctrina se muestre más creíble, yo
les aseguro que si viera que la Escritura enseña que cada fragmento
de hueso, carne, músculo y nervio que depositamos en la tierra
habrá de resucitar, yo lo creería con la misma facilidad con la que
acepto ahora la doctrina de la identidad del cuerpo de la manera que
acabo de declararlo. No estamos deseosos en absoluto de hacer que
nuestras creencias parezcan filosóficas o probables. ¡Nada de eso!
No pedimos que los hombres digan: “Eso puede ser sustentado por
la ciencia”. Que los científicos se sujeten a su propia esfera, y
nosotros nos sujetaremos a la nuestra. La doctrina que enseñamos
no ataca a la ciencia humana, ni le teme, ni la adula, ni le pide su
ayuda. Nosotros proseguimos en un terreno muy diferente cuando
usamos las palabras del pasaje, y preguntamos: “¿Por qué se juzga
cosa increíble que Dios resucite a los muertos?” Esperamos una
resurrección de los muertos, tanto de los justos como de los injustos.
Tenemos la firme convicción de la literal resurrección del cuerpo
humano.

Ahora bien, esta esperanza está rodeada naturalmente de muchas


dificultades, porque, antes que nada, la gran mayoría de los muertos
ha experimentado la putrefacción. La gran mayoría de los cadáveres
se ha podrido y se ha disuelto por completo, y una sustancial
proporción de todos los otros cadáveres probablemente la seguirán.
Cuando vemos cuerpos que han quedado petrificados, o momias que
han sido embalsamadas, pensamos que si todos los cuerpos fueran
preservados de esa manera, sería más fácil creer en su restauración a
la vida; pero cuando abrimos algunos antiguos sarcófagos, y no
encontramos allí otra cosa que un polvo café casi impalpable,
cuando abrimos una tumba en el cementerio de la iglesia y sólo
encontramos unos trozos de huesos pulverizados, y cuando
pensamos en los antiguos campos de batalla donde cayeron miles de
combatientes, donde, no obstante, con el paso de los años no queda
ahí ningún rastro de seres humanos puesto que los huesos se han
fundido completamente con la tierra, y en algunos casos han sido

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absorbidos por las raíces y las plantas y han pasado a otros
organismos, parece ciertamente algo increíble que los muertos
resuciten. Además, los cadáveres han sido destruidos con cal viva,
han sido quemados, devorados por las bestias, e incluso han sido
comidos por los propios seres humanos, entonces, ¿cómo
resucitarán esos cadáveres? Piensen en cuán ampliamente
difundidos están los átomos que una vez constituyeron formas
vivientes. ¿Quién sabe dónde pudieran estar ahora los átomos que
una vez constituyeron a Ciro, a Aníbal, a Escipión o a César?
Partículas que una vez estuvieron unidas a lo largo de la vida de un
hombre pudieran estar ahora esparcidas ampliamente y estar tan
distantes como los polos; un átomo pudiera estar sobrevolando a
través del Sahara y otro pudiera estar flotando en el Pacífico. ¿Quién
sabe, en medio de las revoluciones de los elementos de este globo,
dónde pudieran estar en este momento los componentes esenciales
de algún cuerpo dado? ¿Dónde está el cuerpo de Pablo, de Festo, el
que lo envió a Roma, o del emperador que lo condenó a muerte?
¿Quién podría adivinar siquiera una respuesta? No ha de
sorprendernos, entonces, que parezca algo increíble que todos los
hombres vayan a resucitar.

La dificultad se incrementa cuando nos ponemos a reflexionar en el


hecho de que la doctrina de la resurrección enseña que todos los
hombres resucitarán; no sólo un cierto segmento de la raza, no sólo
unos cuantos miles de personas, sino todos los hombres. Podría ser
más fácil creer que un Elías resucite a un muerto ocasionalmente, o
que Cristo llame de nuevo a la vida a un joven a las puertas de Naín,
o que resucite a Lázaro, o que diga: “Talita cumi”, a una niña
muerta; pero es difícil que la razón acepte la doctrina de que todos
resucitarán, las miríadas de seres antediluvianos, las multitudes de
Nínive y Babilonia, las huestes de Persia, los millones que fueron en
pos de Jerjes, los ejércitos que marcharon con Alejandro y todos los
incontables millones de seres que sucumbieron bajo la espada de
Roma. Piensen en las miríadas de individuos que han muerto en
países como China, que constituye un hervidero de hombres, e
imagínense esos números a lo largo de seis mil años acrecentando el
suelo. Recuerden a los que han muerto en naufragios, por las plagas,
por los terremotos, y, lo peor de todo, por el derramamiento de
sangre y por guerras y recuerden que todas esas personas
resucitarán sin ninguna excepción; ni una sola mujer nacida dormirá
para siempre, sino que todos los cuerpos que han tenido aliento de
vida y que han recorrido esta tierra, vivirán de nuevo. “Oh, cuán
monstruoso milagro” -dice alguien- “guarda el aspecto de algo

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inaceptable”. Bien, no vamos a disputar la declaración, sino que
aportaremos todavía más razones al respecto.

El asombro aumenta cuando recordamos los extraños lugares en que


pudieran estar ahora muchos de esos cadáveres, pues los cuerpos de
muchos han quedado en profundas minas de donde nunca podrán
ser recuperados. Han sido arrastrados por el flujo y las crecidas de
las mareas hacia cuevas profundas del antiguo océano. Otros
permanecen en el lejano yermo desprovisto de senderos donde sólo
el ojo del buitre puede verlos, o quedaron enterrados bajo montañas
de rocas desprendidas. De hecho, ¿dónde no hay restos de cuerpos
humanos? ¿Quién podría señalar algún punto de la tierra donde no
esté el polvo disuelto de los hijos de Adán? ¿Sopla un solo viento
veraniego en nuestras calles sin que arremoline partículas de lo que
antes fue un ser humano? ¿Hay una sola ola que rompa en cualquier
costa que no contenga en solución alguna reliquia de lo que una vez
fue un ser humano? Yacen bajo cada árbol, enriquecen los campos,
contaminan los arroyos, se esconden bajo el pasto de los prados; con
todo, desde cualquier parte, de todas partes, los cuerpos esparcidos
ciertamente retornarán, tal como Israel volvió de su cautividad. Tan
ciertamente como Dios es Dios, nuestros muertos vivirán, y se
pondrán de pie, y conformarán un ejército grande en extremo.

Y, además, para que el asombro sea extraordinario más allá de toda


concepción, resucitarán de inmediato, o tal vez en dos grandes
divisiones. Hay un pasaje (en Apocalipsis 20: 5, 6) que
aparentemente nos enseña que entre la resurrección de los justos y
la resurrección de los impíos habrá un intervalo de mil años. Muchos
piensan que el pasaje se refiere a una resurrección espiritual, pero yo
soy incapaz de pensar eso; con toda seguridad las palabras tienen
que tener un significado literal. Óiganlas y juzguen por ustedes
mismos. “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se
cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección.
Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera
resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino
que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años”.
Con todo, concediendo que pudiera existir ese gran intervalo, cuán
grande multitud será vista cuando los justos resuciten, “una gran
multitud, la cual nadie puede contar”; una inconcebible compañía
que sólo Dios puede enumerar se levantará de “lechos de polvo y de
silente barro”. El lapso de mil años será como nada a los ojos de
Dios, y terminará pronto, y entonces resucitarán también los
injustos. ¡Qué atestadas multitudes! ¿Dónde se ubicarán? ¿Qué
llanuras de la tierra las albergarán? ¿Acaso no cubrirán toda la

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sólida tierra incluyendo las cimas de los montes? ¿No necesitarán
usar el propio mar como si fuera el nivel de suelo para el gran juicio
de Dios? ¡En un instante se presentarán ante Dios cuando la
trompeta del arcángel haga sonar clara y estridentemente la
convocatoria para el juicio final! No tendrán que pasar años para
que en el gran taller de Dios cada hueso sea unido al hueso que le
corresponde, y el asombroso mecanismo sea restablecido; un
instante bastará para reconstruir las ruinas de los siglos. Así como
nuestros cuerpos fueron formados con prontitud al principio en las
partes más bajas de la tierra, así también su restauración de los
muertos será efectuada en un abrir y cerrar de ojos. El hombre
necesita tiempo, pero Dios, que es el creador del tiempo, no lo
necesita. Los siglos de los siglos no son para Él sino instantes. En un
instante realiza Sus más grandiosos portentos. ¡Prodigio sin par! No
nos sorprende que a muchos les parezca increíble que Dios resucite a
los muertos.

Y luego, piensen que esta resurrección no será una mera


restauración de lo que se encontraba allí, sino que la resurrección, en
el caso de los santos, implicará un notable avance sobre cualquier
cosa que observamos ahora. Ponemos en el suelo un bulbo y se
yergue como un lirio de oro; dejamos caer en la tierra vegetal una
semilla, y brota como una exquisita flor, resplendente con brillantes
colores; esas son las mismas cosas que depositamos en la tierra, las
mismas idénticamente, pero, oh, cuán diferentes; de igual manera,
los cuerpos que son sembrados en el entierro son otras tantas
semillas que brotarán en frutos inimaginablemente bellos mediante
el poder divino. Esto hace crecer el asombro, pues el Señor Jesús no
sólo arrebata la presa de entre los dientes del destructor, sino que
aquello que se había convertido en alimento de gusanos, en polvo y
cenizas, Él lo resucita a Su propia imagen sagrada. Es como si un
vestido andrajoso y carcomido por la polilla fuera deshilachado, y
luego, por una palabra divina, fuera restaurado a su estado de
perfección, y en adición, fuera dejado más blanco de lo que pudiera
blanquear cualquier lavador en la tierra, y fuera adornado con flecos
y bordados costosos que le eran desconocidos hasta entonces, y que
todo eso fuera realizado en un instante. Hemos de dejar que
permanezca como un mundo de portentos, maravilloso más allá de
todas las cosas; ni por un instante intentaremos rebajar su
significado mediante disculpas explicativas, ni supresiones de las
asperezas de la verdad.

Una de las dificultades de creerlo es que no hay positivamente


ninguna analogía apropiada en la naturaleza que pueda servir de

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apoyo. Hay fenómenos a nuestro alrededor que son algo parecidos a
eso de tal manera que pueden compararse, pero yo creo que no hay
ninguna analogía en la naturaleza sobre la cual sería justo
fundamentar un argumento. Por ejemplo, algunas personas han
dicho que el sueño es la analogía de la muerte, y que nuestro
despertar es una especie de resurrección. La figura es admirable
pero la analogía está lejos de ser perfecta ya que en el sueño la vida
continúa todavía. La continuidad de su vida es manifiesta para el
propio individuo, en sus sueños, y también es manifiesta para todos
los espectadores que deciden contemplar al durmiente, al oírlo
respirar y al vigilar los latidos de su corazón. Pero en la muerte el
cuerpo no muestra ningún pulso ni ningún otro signo vital que haya
quedado en él; no mantiene su integridad como lo hace el cuerpo del
durmiente. Imaginen que al hombre que dormita se le arrancara
cada miembro y que fueran molidos en un mortero y quedaran
reducidos a polvo y que ese polvo fuera mezclado con arcilla y tierra,
y que luego lo vieran despertar al llamado de ustedes: tendrían
entonces algo digno de llamarse analogía; pero un simple sueño del
que el hombre despierta sobresaltado, si bien es una excelente
comparación, está muy lejos de ser la contraparte o la profecía de la
resurrección. Más frecuentemente oímos que se menciona la
metamorfosis de los insectos como una sorprendente analogía. La
larva es el hombre en su presente condición, la crisálida es un tipo
del hombre en su muerte, y el imago, es a saber, el insecto que ha
experimentado su última metamorfosis, es la representación del
hombre en su resurrección. Es un símil admirable, ciertamente, pero
nada más, pues en la crisálida hay vida; hay un organismo; allí se
encuentra, de hecho, el insecto entero. Ningún observador podría
confundir a la crisálida con algo muerto; tómenla y descubrirán que
contiene todo lo que saldrá de ella; la criatura íntegra dormita
evidentemente allí. Si aplastaran a la crisálida y secaran todos sus
líquidos vitales, si la molieran hasta convertirla el polvo, si la
pasaran a través de un proceso químico y la disolvieran
completamente y luego la convirtieran en una mariposa, tendrían la
analogía de la resurrección; pero esto es algo todavía desconocido
para la naturaleza. Yo no encuentro nada malo respecto a ese
cuadro, el cual es sumamente instructivo e interesante; pero usarlo
como argumento sería algo en extremo infantil. Tampoco es más
concluyente la analogía de la semilla. Cuando la simiente es arrojada
en el suelo, muere, y, no obstante, revive a su debido tiempo. De
aquí que el apóstol la use como un tipo y un emblema apropiado de
la muerte. Él nos dice que la semilla no es vivificada a menos que
muera. ¿Qué es la muerte? La muerte es la desintegración de un
organismo hasta quedar en sus partículas originales, y así la semilla

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comienza a descomponerse en sus elementos para retroceder, desde
el organismo con vida hasta un estado inorgánico; pero todavía
permanece un germen de vida y el organismo que se desintegra se
convierte en su alimento gracias al cual se reconstruye a sí mismo.
¿Sucede así con los cadáveres de los cuales ni siquiera permanece
una traza? ¿Quién descubrirá un germen de vida en el pútrido
cadáver? No diré que no pueda haber algún núcleo esencial que
algunos seres mejor instruidos pudieran percibir, pero yo
preguntaría dónde podría suponerse que se ubica en el cuerpo
descompuesto. ¿Estará acaso en el cerebro? El cerebro es una de las
primeras cosas que desaparecen. El cráneo está vacío y desocupado.
¿Estará acaso en el corazón? Ese órgano tiene también una breve
duración, mucho más breve que la de los huesos. No es posible que
un microscopio pueda descubrir en alguna parte algún principio
vital en cuerpos que han sido exhumados. Remuevan la tierra donde
está enterrada la semilla en el momento que quieran, y la
encontrarán donde la colocaron, si en verdad habrá de brotar del
suelo; pero ese no es el caso del hombre que ha estado enterrado
unos cuantos cientos de años; la última reliquia de él probablemente
se encuentre más allá de todo reconocimiento. Las generaciones
venideras no son más susceptibles de ser descubiertas que las que
han pasado. Piensen en aquellos seres que fueron enterrados antes
del diluvio, o que se ahogaron en aquel diluvio general, ¿dónde,
pregunto, tenemos el más pequeño rastro de ellos? Muelan su grano
de trigo hasta convertirlo en harina fina, y arrójenla a los vientos, y
contemplen los campos de trigo que provienen de ella, y entonces
tendrían una perfecta analogía; pero no crean que hasta este
momento la naturaleza contenga un caso paralelo. La resurrección
es un caso único; y, respecto a ella el Señor dijo con verdad, “He aquí
yo hago cosa nueva”. Con la excepción de la resurrección de nuestro
Señor, y la que fue concedida a unas cuantas personas por un
milagro, no tenemos nada en la historia que pueda relacionarse con
este punto; tampoco necesitamos buscar alguna evidencia, pues
tenemos una base mucho más segura sobre la cual apoyarnos. Aquí,
entonces, está la dificultad, y es una dificultad notable. ¿Pueden vivir
estos huesos secos? ¿Es algo creíble que los muertos resuciten?

II. ¿Cómo hemos de responder a las exigencias del caso? Dijimos


que en segundo lugar ÍBAMOS A SUPRIMIR LA DIFICULTAD. No
alardeamos en el vacío, pues el asunto es simple. Lean el texto de
nuevo con el debido énfasis, y ya está. “¡Qué! ¿Se juzga entre
vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?” Podría
parecer increíble que los muertos resuciten, pero ¿por qué debería
parecer increíble que Dios, el Todopoderoso, el Infinito, resucite a

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los muertos? Si admiten que Dios existe, no queda ninguna
dificultad. Si admiten que Dios es, y que es omnipotente; si admiten
que Él ha dicho que los muertos resucitarán, la creencia deja de ser
difícil y se torna inevitable. Tanto la imposibilidad como la
incredulidad se desvanecen en la presencia de Dios. Yo creo que esta
es la única manera como las dificultades de la fe han de ser
enfrentadas: no sirve de nada acudir a la razón en busca de armas en
contra de la incredulidad, pues la Palabra de Dios es la verdadera
defensa de la fe. Es insensato edificar con madera y paja cuando
están disponibles unas sólidas piedras. Si mi Padre celestial hace
una promesa o revela una verdad, ¿no he de creerle si no he
consultado a los filósofos al respecto? ¿Acaso la palabra de Dios es
verdadera sólo cuando la razón finita la aprueba? Después de todo,
¿acaso el juicio del hombre es la conclusión definitiva, y la palabra
de Dios ha de ser aceptada únicamente cuando podemos ver por
nosotros mismos, y por tanto, cuando no tenemos ninguna
necesidad de una revelación? Desechemos ese espíritu. Sea Dios
veraz, y todo hombre mentiroso. No titubeamos cuando los sabios se
burlan de nosotros, sino que nos basamos completamente en: “Así
dice el Señor”. Una palabra de Dios pesa más para nosotros que toda
una biblioteca de tradiciones humanas. Para el cristiano, que el
propio Dios lo haya dicho, desplaza a cualquier otra razón. Nuestra
lógica es: “Dios lo ha dicho”, y esa es también nuestra retórica. Si
Dios declara que los muertos resucitarán, eso no es algo increíble
para nosotros. La palabra ‘dificultad’ no se encuentra en el
diccionario de la Deidad. ¿Hay para Dios alguna cosa difícil?
Amontonen dificultades, si quieren, hagan la doctrina más y más
difícil de comprender para la razón, pero en tanto que no contenga
contradicción o inconsistencia evidentes, nosotros nos regocijamos
por tener la oportunidad de creer grandes cosas respecto al
Grandioso Dios.

Cuando Pablo pronunció nuestro texto, le estaba hablando a un


judío, pues se estaba dirigiendo a Agripa, a alguien a quien le pudo
decir: “¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees”. Por
tanto, utilizó un buen razonamiento con Agripa cuando le preguntó:
“¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los
muertos?”, pues, primero, siendo judío, Agripa contaba con el
testimonio de Job: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará
sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de
ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro,
aunque mi corazón desfallece dentro de mí”. Tenía también el
testimonio de David, quien dice en el Salmo dieciséis: “Mi carne
también reposará confiadamente”. Contaba con el testimonio de

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Isaías, registrado en el capítulo veintiséis, en el versículo diecinueve:
“Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y
cantad, moradores del polvo!, porque tu rocío es cual rocío de
hortalizas, y la tierra dará sus muertos”. Tenía el testimonio de
Daniel, en su capítulo doce, y versículos dos y tres, donde el profeta
dice: “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán
despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y
confusión perpetua. Los entendidos resplandecerán como el
resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la
multitud, como las estrellas a perpetua eternidad”. Y luego también
en Oseas 13: 14, Agripa tenía otro testimonio donde el Señor declara:
“De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Oh
muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol; la
compasión será escondida de mi vista”. Entonces, en las Escrituras
del Antiguo Testamento Dios había prometido claramente la
resurrección, y eso debería bastarle a Agripa. Si el Señor lo ha dicho,
ya no existe la menor duda.

Como cristianos, nosotros hemos recibido una evidencia todavía más


plena. Recuerden cómo habló nuestro Señor con respecto a la
resurrección: sin contener el aliento declaró Su intención de
resucitar a los muertos. Notable es ese pasaje que se encuentra en
Juan 5: 28: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando
todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron
lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo
malo, a resurrección de condenación”. Y también en el capítulo 6:
40: “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que
ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día
postrero”. El Espíritu Santo ha declarado la misma verdad por
medio de los apóstoles. En el precioso y sumamente bendito capítulo
octavo de Romanos, tenemos un testimonio en el versículo once: “Y
si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en
vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en
vosotros”. Acabo de leerles ahora el pasaje de la primera Carta a los
Tesalonicenses, que rebosa verdad, donde se nos pide que no nos
aflijamos como aquellos que están sin esperanza; y pueden
encontrar en Filipenses, en el tercer capítulo y versículo 21, otra
prueba: “El cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra,
para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con
el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”. No
necesito recordarles aquel grandioso capítulo de sólidos argumentos,
el capítulo decimoquinto de Corintios. Más allá de toda duda, el
testimonio del Espíritu Santo es que los muertos resucitarán; y

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admitiendo que hay un Dios Todopoderoso, no encontramos
ninguna dificultad en aceptar la doctrina y en abrigar una bendita
esperanza.

Al mismo tiempo sería bueno mirar en torno nuestro, y notar qué


ayudas ha establecido el Señor para nuestra fe. Queridos amigos,
estoy muy seguro de que hay muchas maravillas en el mundo que no
habríamos creído a través de simples reportes, si no nos hubiéramos
encontrado con ellas gracias a la experiencia y a la observación. El
telégrafo eléctrico, aunque sólo sea un invento del hombre, habría
sido tan difícil de creer hace mil años, como la resurrección de los
muertos lo es ahora. En los días del trasporte en diligencias, ¿quién
habría creído en despachar por el telégrafo un mensaje de Inglaterra
a América? En algunos países tropicales, cuando nuestros
misioneros les han hablado a los nativos acerca de la formación del
hielo, y que las personas podían caminar sobre agua congelada, y de
barcos que se han visto rodeados por montañas de hielo en alta mar,
habiéndose vuelto el agua sólida y dura como una roca en torno de
ellos, los nativos han rehusado creer esos absurdos reportes. Todo es
maravilloso hasta que nos acostumbramos a ello, y la resurrección
debe una increíble porción de su condición maravillosa al hecho de
que nunca nos hemos encontrado con ella en nuestra observación.
Eso es todo. Después de la resurrección, la vamos a considerar como
una divina manifestación de poder tan familiar para nosotros como
lo son ahora la creación y la providencia. No tengo ninguna duda de
que adoraremos y bendeciremos a Dios y de que nos maravillaremos
por la resurrección por siempre, pero será en el mismo sentido en el
que toda mente devota se maravilla ahora ante la creación. Nos
acostumbraremos a esta nueva obra de Dios cuando hayamos
entrado en nuestra vida eterna. Nosotros sólo nacimos ayer, y hasta
ahora hemos visto muy poco. Las obras de Dios requieren de mucha
mayor observación de la que nos permiten nuestros escasos años
terrenales y cuando hayamos entrado en la eternidad y hayamos
superado nuestra minoría de edad y hayamos cumplido la mayoría
de edad, eso que ahora nos asombra se habrá vuelto un familiar
tema de alabanza.

¿Va a ser la resurrección un portento mayor que la creación?


Ustedes creen que Dios creó al mundo de la nada por medio de Su
palabra. Él dijo: “Sea”, y el mundo fue. Crear de la nada es tan
portentoso como dar la orden de que las partículas esparcidas se
reúnan y reciban de nuevo la forma que tenían antes. Ambas obras
requieren de la omnipotencia, pero si hubiera que elegir entre ellas,
la resurrección es la obra más fácil de las dos. Si no sucediera tan a

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menudo, el nacimiento de cada niño en el mundo nos dejaría
atónitos; consideraríamos que un nacimiento es, como en verdad lo
es, una manifestación sumamente trascendente del poder divino. Es
sólo debido a que lo conocemos y que lo vemos tan comúnmente que
no contemplamos la prodigiosa mano de Dios en los nacimientos de
los seres humanos y en la continuación de nuestra existencia. Digo
que la resurrección nos deja estupefactos sólo porque no nos hemos
familiarizado todavía con ella; hay otras obras de Dios que son
igualmente prodigiosas.

Recuerden, también, que hay algo que aunque no lo han visto


todavía, lo han recibido sobre la base de la evidencia creíble -que es
una parte de la verdad histórica- es a saber, que Jesucristo resucitó
de los muertos. Él es la causa de la resurrección de ustedes, su tipo,
su prueba anticipada y su garantía. Tan ciertamente como Él
resucitó, ustedes resucitarán. Al resucitar, Él demostró que la
resurrección es posible, es más, demostró que es cierta porque Él es
el hombre representativo; y, al resucitar, resucitó por todos los que
están representados en Él. “Así como en Adán todos mueren,
también en Cristo todos serán vivificados”. La resurrección de
nuestro Señor del sepulcro debería barrer por siempre cualquier
duda en cuanto a la resurrección de Su pueblo. “Porque si los
muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó”, pero porque Él vive
nosotros también viviremos.

Recuerden, también, hermanos y hermanas míos, que ustedes que


son cristianos ya han experimentado en su interior una obra tan
grande como la resurrección, pues han resucitado de los muertos en
cuanto a su naturaleza más íntima. Ustedes estaban muertos en
delitos y pecados y han sido vivificados a una vida nueva. Por
supuesto que los inconversos aquí presentes no verán nada en esto.
El hombre no regenerado me preguntará incluso qué significa eso y
para él no puede constituir ningún argumento, pues es un asunto de
una experiencia personal que una persona no puede explicar a su
prójimo. Para conocerla ustedes mismos tienen que nacer de nuevo.
Pero, creyentes, ustedes ya han experimentado una resurrección de
la tumba del pecado, y de la podredumbre y de la corrupción de las
malas pasiones y de los deseos impuros, y Dios ha obrado esta
resurrección en ustedes mediante un poder igual al que Él obró en
Cristo cuando lo resucitó de los muertos y lo colocó a Su propia
diestra en los lugares celestiales. Para ustedes la vivificación de su
naturaleza es una prueba segura de que el Señor vivificará también
sus cuerpos mortales.

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Todo el asunto consiste en esto: que nuestra persuasión de la certeza
de la resurrección general descansa en la fe en Dios y en Su palabra.
Es a la vez ocioso e innecesario mirar a otra parte. Si los hombres no
quieren creer en la declaración de Dios, han de ser dejados para que
le rindan cuentas a Él por su incredulidad. Querido oyente, si tú eres
uno de los elegidos de Dios, tú le creerás a tu Dios, pues Dios les da
la fe a todos Sus escogidos. Si tú rechazas el testimonio divino, tú das
evidencia de que estás en hiel de amargura y perecerás en ella a
menos que la gracia lo impida. El Evangelio y la doctrina de la
resurrección fueron revelados a los hombres en toda su gloria para
poner una división entre lo precioso y lo vil. “El que es de Dios” –
dice el apóstol- “las palabras de Dios oye”. La verdadera fe es la señal
visible de la elección secreta. El que cree en Cristo da evidencia de la
gracia de Dios para con él, pero el que no cree da una muestra
segura de que no ha recibido la gracia de Dios. “Pero vosotros no
creéis” –dijo Cristo- “porque no sois de mis ovejas, como os he
dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. Por
tanto, esta verdad y otras verdades cristianas han de ser sostenidas,
guardadas y predicadas plenamente a la humanidad entera para
poner una división entre ellos, para separar a los israelitas de los
egipcios, a la simiente de la mujer de la simiente de la serpiente.
Aquellos a quienes Dios ha elegido son conocidos por su fe en lo que
Dios ha dicho; mientras que aquellos que permanecen en la
incredulidad perecen en su pecado, siendo condenados por la verdad
que ellos rechazan deliberadamente.

III. Es suficiente en cuanto a estos puntos. Ahora consideremos,


por último, NUESTRA RELACIÓN CON ESTA VERDAD.

Nuestra primera relación con esta verdad es la siguiente: hijos de


Dios, consuélense unos a otros con estas palabras. Ustedes han
perdido a unos seres queridos; enmienden la declaración: ellos han
entrado en una tierra mejor, y el cuerpo que queda atrás no está
perdido, sino que está puesto a un bendito interés. Deben afligirse,
pero no se aflijan como quienes están sin esperanza. Yo no sé por
qué siempre cantamos elegías en los funerales de los santos y nos
vestimos de negro. Si pudiera hacer lo que yo quisiera, desearía ser
llevado a mi tumba por caballos blancos, o ser llevado a hombros de
hombres que expresaran gozo así como tristeza en sus atuendos,
pues ¿por qué habríamos de afligirnos por aquellos que han partido
a la gloria y han heredado la inmortalidad? A mí me gusta el viejo
plan puritano de llevar el ataúd a hombros de los santos, y de cantar
un salmo mientras caminaban al sepulcro. ¿Por qué no? Después de
todo, ¿por qué habría que llorar por los glorificados? ¡Hagan sonar

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la trompeta de júbilo! ¡Que el sonoro clarín emita las gozosas notas
de victoria! El conquistador ha ganado la batalla; el rey ha ascendido
a su trono. “Regocíjense” –dicen nuestros hermanos en lo alto-
“regocíjense con nosotros, pues hemos entrado en nuestro reposo”.
“Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el
Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus
obras con ellos siguen”. Si tenemos que conservar las señales de
aflicción, pues eso es natural, que no se turben sus corazones, pues
eso no sería espiritual. Bendigamos a Dios por siempre porque
cantamos Sus promesas vivientes para los muertos piadosos.

A continuación, demos ánimo a nuestros corazones ante la


perspectiva de nuestra propia partida. Pronto habremos de morir.
Hermanos míos, nosotros también hemos de morir; no hay
licenciamiento en esta guerra. Hay una flecha y hay un arquero; la
flecha está destinada a mi corazón, y el arquero apuntará hacia allá
letalmente. Hay un lugar donde ustedes dormirán, tal vez en una
solitaria tumba en una tierra extraña; o, tal vez, en un nicho donde
yacerán sus huesos junto a los de sus ancestros; pero al polvo han de
retornar. Bien, no hemos de desconsolarnos, pues es sólo por un
breve lapso, es sólo un descanso en el camino a la inmortalidad. La
muerte es un incidente pasajero entre esta vida y la siguiente;
enfrentémosla no sólo con ecuanimidad, sino con expectación,
puesto que no es a la muerte sino a la resurrección a lo que
aspiramos ahora.

Además, como estamos en espera de una bendita resurrección,


respetemos nuestros cuerpos. No dejemos que nuestros miembros se
conviertan en instrumentos del mal. No dejemos que sean
manchados por el pecado. El cristiano no debe de ninguna manera
manchar su cuerpo con glotonería, ni con borrachera, ni con actos de
inmundicia, pues nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo.
“Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él”. Sean
puros. En su bautismo, sus cuerpos fueron lavados con agua pura
para enseñarles que partir de ese momento tienen que estar limpios
de toda mancha. Aparten de ustedes todo lo malo. Los cuerpos que
han de morar por siempre en el cielo no deben ser sometidos a
contaminación aquí abajo.

Por último, y este es un pensamiento muy solemne, los impíos han


de resucitar pero será a una resurrección de aflicción. Sus cuerpos
pecaron y serán castigados. “Temed más bien” –dice Cristo- “a aquel
que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”. Él entregará a
ambos a un sufrimiento que causará perpetuamente una constante

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destrucción para ellos; eso es terrible, en verdad. Dormir en la
tumba sería infinitamente preferible a una tal resurrección: “la
resurrección de condenación”, según la llama la Escritura; una
resurrección “para vergüenza y confusión perpetua”, según la
describe Daniel. Esa es una terrible resurrección, en verdad; ustedes
podrían alegrarse de escapar de ella. Ciertamente ya sería lo
suficientemente terrible para su alma sufrir la ira de Dios
eternamente sin que el cuerpo la acompañe, pero ha de ser así: si el
cuerpo y el alma pecan, cuerpo y alma deben sufrir, y deben hacerlo
eternamente. Jeremy Taylor nos cuenta acerca de un cierto Acilius
Aviola que fue atacado de apoplejía, y sus amigos, pensando que
estaba muerto, lo llevaron a su pira fúnebre, pero, una vez que el
calor calentó su cuerpo, despertó para descubrirse circundado
irremediablemente por las llamas fúnebres. En vano gritó pidiendo
su liberación, pues no pudo ser rescatado, sino que pasó de un
adormecimiento a un intolerable tormento. Así será el despertar de
cada cuerpo pecaminoso cuando despierte de su sueño en la tumba.
El cuerpo se levantará para ser juzgado, condenado y arrojado de la
presencia de Dios para ser enviado a un castigo eterno. Que Dios nos
conceda que ese no sea nunca el caso de ustedes ni el mío, sino que
creamos en Jesucristo ahora, y así obtengamos una resurrección
para vida eterna. Amén.

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: Job 19: 23-27;


1 Corintios 15: 1-26; 1 Tesalonicenses 4: 13-18.

Traductor: Allan Román


30/Julio/2012
www.spurgeon.com.mx

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