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T ítu lo del original:

N a p o l é o n

Traducción del francés de


Deua I n g e n i e r o s

© EDITORIAL FUTURO S.R.L., 1961


Hecho el depósito que previene la ley 11.723.
IMPRESO EN LA ARQENTINA
}I ! \ ■" ’

NAPOLEON

EDITORIAL FUTURO S. R. L.
BUENOS AIRES

......

(
Colección

EL HOMBRE Y LA HISTORIA

1. HISTORIA DE LA ANTIGÜEDAD, por A. V. MishuUn.


2. HISTORIA DE LA EDAD MEDIA, pot E. A. Kosmnsky.
3. HISTORIA DE LOS TIEMPOS MODERNOS, por E. Efímov.
4. HISTORIA CONTEMPORANEA, por V. Jvostov y L. Zubok.
5. HISTORIA DE LOS TIEMPOS ACTUALES, por V. Q. Revunenkov.
ó. HISTORIA DE ROMA (3 tomos), por S. 1. Kovalíov.
7. LA INDIA DE HOY, por Ilya Ehrmburg.
8. EL HOMBRE AMERICANO, poi Alcides D’Orbigny.
9. HISTORIA DE AMERICA, por D kgo Burros Arana.
10. PRESTES, EL CABALLERO DE LA ESPERANZA, por Jorge Amado.
11. EL CANTOR DE LOS ESCLAVOS (Castro Alves), por Jorge Amado.
12. MOSCONI, GENERAL DEL PETROLEO, por Raúl Larra.
13. HISTORIA DEL COLONIALISMO, por Jacques Armult.
14. EL VIRREINATO DEL RIO DE LA PLATA, por Manfred Kossoh.
15. TALLEYRAND, por E. Tarlé.
16. HISTORIA DE LAS CRUZADAS, por M. A. Zaburov.
17. HISTORIA DE EUROPA ( 1 8 7 M 9 1 9 ) , por E. T arlé.
18. HISTORIA ECONOMICA DEL BRASIL, por Cato Prado Júnior.
19. HISTORIA DE LAS RELIGIONES, por Ambrogio Dorúni.
20. BREVE HISTORIA DE LOS ARGENTINOS, por Alvaro Yunque.
21. JORGE NEW BERY, EL CONQUISTADOR DEL ESPACIO, por
Raúl Larra.
22. LA CONQUISTA DE LA NATURALEZA, por M. flirt.
23. EL HOMBRE Y LA NATURALEZA, por M . U n .
24. EL GENERAL PAZ Y LOS DOS CAUDILLAJES, por Luis Franco.
25. NAPOLEON, por E. Tarlé.
26. HISTORIA DE LA REVOLUCION FRANCESA, por Alhert Soboul.
27. LA CLASE OBRERA EN LA REVOLUCION FRANCESA: GER­
MINAL Y PRADIAL, por E. Tarlé,
PWs»-3^

P R E F A C I O

- E l hombre a cuya biografía consagro este libro surge en la


historia universal como uno de los fenómenos más asombrosos;
numerosas obras se han escrito sobre él y muchas habrán de apa­
recer todavía.
Si nos referimos sólo a los años más próximos a nosotros, es
decir, a los que preceden a la guerra mundial, notaremos que
umíGi parte de la prensa imperialista alemana elogia calurosamen­
te a Nmpoleón como innovador del Moqueo continental y creador
de la idea de una unión europea dirigida contra Inglaterra. Des­
pués de la guerra mundial los vencedores se inspiraron precisa­
mente en su ejemplo 'csl insertar en el tratado de Versalles las
élámulas más rigurosas. E n Italia el régimen fascista ha etevado
el culto de la personalidad de Napoleón al nivel de un dogma
obligatorio en la enseñanza escolar de la Historia. Y la burgue­
sía temerosa de la revolución, tanto antes como después de la
guerra mundial, puso los ojos en la imagen de Napoleón, hacien­
do votos por que surgiera un hombre fuerte, un salvador.
“ E n la historia, las guillotinas de Robespierre van siempre
seguidas por la espada de Napoleón”, declaraba en 1906 al Rei-
chstag el canciller príncipe de BÜlow, dirigiéndose amenazador
a los socialdemócratas que por lo demás, hacían recordar tan poco
a Robespierre ¿orno Guillermo I I a Bonaparte.
D espués de la guerra mundial y los movimientos obreros,
estas reminiscencias, sueños y analogías aumentaron hasta hacerse
casi permanentes en boca de los representantes de la reacción,
indignados de la debilidad de los “ gobiernos democráticos
{<¿Qué opina usted, señor mariscal? ¿La guerra contra
Alemania se habría prolongado cuatro años y tres meses si hu­
biéramos tenido a Napoleón como general en jefe” f, pregunta­
ba irónicamente Briand al mariscal Fotih el 5 de mayo de 1921,
durante el solemne banquete ofrecido en casa del presidente de
la República con motivo del centenario de Napoleón. *‘No
8 E . T A R L E

— respondió vivamente Foch— : Es seguro que Napoleón Boncipar-


te habría vencido a los alemanes en un plazo más corto, pero Iwego
habría venido a París con su ejército y es de creer que eso habría
sido muy incómodo para vuestro g o b i e r n o B r k m d no insistió.
La matanza universal de 1914-1918 hizo renacer el interés
por el hombre a quien la opinión unánime de los especialistas
considera el mayor genio militar d& la historia.
Personalidades de poca envergadura como Ludendorf o Ale-
xéiev han parecido estrategas geniales al lado de militares inca­
paces como el francés Nivélle, los alemanes Moltke (sobríno>) y
Falhenhaig, los rusos Rennenkampf y Yanuchkévitch, el inglés
PMig y muchos otros. La existencia de todos estos jefes sin ta­
lento ha pro'bado indiscutiblemente que la guerra y la posibilidad
'de mandar ejércitos gigantescos no pueden por sí solas hacer
surgir un jefe ele genio, así como todas las canteras del mejor
mármol de Carrara no podrían engendrar a un Fidias o a un
Miguél Angel.
Napoleón tenía la pasión de la gloria y en mucho mayor
grtado la pasión del poder. Precisó de guerras, asaltos, campañas
e invasiones para derrotar al adversario e imponerle su volun­
tad, para someterle larga, firmemente y (ipara s i e m p r e p a r a
hacer a gusto del vencedor la historia del país vencido y si no
era posible ele un golpe, influir sobre esta historia. Napoleón no
necesitó menea victorias estériles, es decir, las gue no reportan
ventajas políticas directas.
Sólo h historiografía idealista y en especial la consagrado
al “ culto de los héroes”, es la que atribuyó a Napoleón s i papel
de creador 'de la historia contemporánea, ele hombre que dio a es­
ta época su contenido ideológico y su importancia en la evolución
general de la humanidad. Para nosotros, el imperio napoleónico
expresa la lucha obstinada de las nuevas fuerzas económicas y
sochiles contra las antiguas, Jalcha que no comenzó ni terminó ccm
Napoleón, ofensiva triunfante de la burguesía contra la organiza­
ción feudal o semifeud-dl de Francia y de toda Europa. A l mismo
tiempo esta lucha se complicó con otra — la de la burguesía in ­
dustrial y comercial de Francia contra la biorgue-sía inglesa, eco­
nómicamente más fuerte— para el avasallamiento de los pmses
de eóonomía atrasada, y con una serie de guerras de liberación
nacional que debían coloáair, a fin de cuentas, a los países de JEu-
ro'pa en d camino de la “ libertad’* capitalista. Pero, por supuie$~
P R E F A C I O 9

to esto no significa subestimar la gigantesca personalidad de


Napoleón que se yergue en el centro de estica doble lucha y le con­
fiere su fisonomía a la vez trágica y emocionante.
La grandiosa epopeya napoleónica ha seducido tanto a los
filósofos y a los teóricos políticos como a los historiadores y a los
poetas.. Del hegelianismo a 'los clásicos del marxismo revoluciona­
rio, no hay una sola corriente a-preciable del pensamiento social
y filosófico que, de una, manera u otra, no haya tenido en cuenta
a'Napoleón.
E l autor de este libro se propone esencialmente presentar
un cuadro tan exacto como sea posible de la vida y la actividad
del primer emperador fruncés, con los rasgos característicos del
hombre y dél personaje histórico, sus cualidades natas y sus am­
biciones. E l autor supone que el lector de esta obra -posee un
conocimiento general de la época, de las fuerzas motoras de la
:historia y del problenta de las clases en la Europa feudal y abso­
lutista y en la sociedad francesa de después de la revolución.
C a pít u l o I

JUVENTUD DE NAPOLEON BONAPARTE

El 15 de agosto de 1769 Leticia Bonaparte, entonces de 19


años de edad y casada con un noble del país que ejercía la pro­
fesión de abogado, se paseaba por el jar,din da su casa de Ajaccio,
cuando sintió repentinamente los dolores del alumbramiento; se
apresuró a entrar y en el salón dio a luz un niño, que cayó al
suelo por no haber cerca de la madre nadie que pudiera auxi­
liarla. Así aumentó la familia de Carlos Bonaparte, abogado...cors.Q
sin fortuna,jjue decidió dar más tarde a su hijo una educación
francesa en lugar de una educación corsa. Cuando el niño fue
grande se lo hizo adm itir por cuenta del Estado en uno de los
establecimientos militares franceses, pues Carlos Bonaparte no
tenía la bolsa lo suficientemente bien provista como para hacer
instruir a su hijo y a su numerosa familia.
Después de pertenecer durante mucho tiempo a la república
comercial de Genova, Córcega se rebeló contra los genoveses y loa
espulsó en 1755 bajo la dirección de Paoli, propietario hacendado
local. Fue al parecer un levantamiento de pequeños propietarios,
apoyado por los cazadores, ‘p astores de la montaña y gentes hu­
mildes de algunas ciudades, en una palabra, por una población
que deseaba librarse de la opresión administrativa y fiscal y la
explotación descarada de una república de mercaderes absoluta­
mente extraña. 1: !
El levantamiento triunfó y a p artir de 1755 Córcega vivió
como Estado independiente bajo la dirección de Paoli.
En Córcega, quedaban fuertes resabios de una vida p atriar­
cal, sobre todo en las partes centrales de la isla: había clanes que
solían^hacerse entre sí una guerra larga y encarnizada; la ven-
ganzaJsangrienta, la veauetta, gozaba de gran prestigio y no era
raro-que terminara en formidables y crueles encuentros entre los
clanes enemigos.
12 E . T A R L É

En 1768 la República de ¡Grénova vendió al rey de Francia


Luis XV todos sus “ derechos” sobre Córcega (por más que estos
derechos fueran en realidad inexistentes) y en la primavera de
1769 las tropas francesas aniquilaron el destacamento de Paoli.
La acción tuvo lugar en mayo, tres meses antes del nacimiento
de Napoleón: Córcega fue proclamada posesión francesa.
De modo que la infancia de Napoleón transcurrió justamen­
te en la época en que, por un lado, subsistía en la isla el pesar
por la independencia política perdida otra vez en forma tan bru­
tal, y por otro lado, parte de los propietarios hacendados y la
burguesía urbana se preguntaban si no valdría más ser buenos
'y leales súbditos de Francia.. Carlos Bonaparte, padre de Napo­
león, se alistó en el partido ‘''francés", pero el joven Napoleón
clamaba por Paoli, el defensor proscripto de Córcega, y odiaba a
los invasores.
De niño, Napoleón era sombrío e irritable. Bu madre lo ama­
ba, pero la educación que le dio, así como a sus' otros hijos, fue
bastante rígida. Se vivía estrechamente, pero sin carecer de nada.
El padre según parece era un hombre bueno y débil de carácter,
y el verdadero jefe de familia era Leticia, dura, estricta y labo­
riosa, a quien incumbía la educación de los niños. Napoleón he­
redó de su madre el amor al trabajo y un orden estricto para to­
dos sus asuntos.
En las impresiones infantiles de Napoleón se ha reflejado
la situación de esta isla, separada del mundo, -con una población
bastante salvaje en las montañas y el maquis, e incesantes colisio­
nes entre los clanes, la vendetta, y una hostilidad cuidadosamente
disimulada pero tenaz contra los conquistadores franceses.
En 1779, después de muchas gestiones el padre consiguió en­
viar a Francia a sus dos hijos mayores, José y Napoleón, y ha­
cerlos entrar en el Colegio de Autún. Pero en la prim avera de
este mismo año Napoleón, que tenía entonces 10 años de edad, fue
enviado en calidad de becado del Estado a la Escuela M ilitar de
Brienne.
En Brienne, Napoleón continuaba insociable y apartado de
los otros alumnos, se enojaba pronto y por mucho tiempo no
trataba de aproximarse a nadie y consideraba a todo el mundo
sin ningún respeto, amistad ni simpatía, muy seguro de sí mismo,
a pesar de su pequeña talla y de su edad. Se trató de ofenderlo,
de impacientarlo, de hacerle bromas a causa de su acento corso;
N A P O L E Ó N

pero algunas riñas en las cuales el pequeño Bonaparte intervino,


con encarnizamiento y no sin éxito (si bien a veces también no
sin daño), persuadieron a los alumnos de que tales choques eran
peligrosos. Napoleón estuchaba excelentemente, en espefcial la
historia de Grecia y de Roma; le apasionaban las matemáticas y
la geografía.
Los profesores de esta escuela m ilitar de provincia no eran
muy fuertes en las ciencias que enseñaban, y el pequeño Napo­
león debía completar sus conocimientos con la lectura; durante
este período de iniciación y también más tarde Napoleón leía
mucho y muy rápido. Su patriotismo corso asombraba y alejaba de
él a sus camaradas' franceses; los franceses eran todavía para él
la raza extranjera, los invasores, los conquistadores de^su isla
natal.
D urante sus años de estadía en Brienne no estuvo en rela­
ción con su lejana patria sino por las cartas de sus padres, quie­
nes no disponían de medios para hacerle ir a su casa a pasar las
vacaciones.
En 1784-, cuando tenía 15 años, terminó con felicidad loa
cursos y pasó a la Escuela Militar de París, de donde se egresaba
oficial del ejército y que reunía a los más notables profesores;
basta recordar entre ellos al ilustre matemático Monge y al astró­
nomo Laplace. Allí Napoleón tenía todo lo necesario para instruir­
se y ponía gran empeño en seguir sus cursos y sus lecturas.
Pero a poco tiempo de comenzar su prim er año de estudios (ha­
bía entrado a la escuela a fines de octubre de 1784) tuvo la, des-
gracia de perder a su padre (febrero de 1785) atacado por la
misma enfermedad que -causaría su propia /muerte 36 años más
ta rd e : un cáncer de estómago.
La familia quedaba casi sin sosten: apenas si se podía contar
Con José, el hermano mayor de Napoleón, que era incapaz y pere­
zoso. E l joven aspirante de 16 años se hizo cargo de su'm adre y
todos sus hermanos. Después de un año pasado en la escuela mi­
litar de París, ingresó al ejército el 30 de octubre de 1785 con el
grado de subteniente y se le destinó a un regimiento destacado
en Valenee.
La vida era dura para el joven oficial. Enviaba a su madre
la mayor parte de su sueldo y conservaba para sí sólo lo estric­
tamente necesario, sin procurarse la menor distracción. E n la
casa donde alquilaba su pieza había una librería de viejo, y pa­
14 E . T A R L É

saba la mayor parte de su tiempo leyendo los libros que el librero


le prestaba. H uía -de la sociedad, tanto más cuanto que su ropa
era miserable y no podia ni quería llevar una vida mundana.
Leía sin cesar, más aún que en Brienne y en París, donde su
tiempo estaba consagrado sobre todo a los estudios obligatorios.
Los libros de historia militar, de matemáticas, de geografía
y los relatos de viajes, le interesaban más que todo. Leía también
a los filósofos. Fue precisamente en esta época que conoció a los
clásicos de la literatura filosófica del siglo X V III, Voltairej Rou­
sseau, d ’Alembert, Mably, Eaynal. Leía con un empeño inaudito,
cubriendo sus cuadernos de notas y de resúmenes. Es difícil es­
tablecer en qué época precisa aparecieron en él los primeros sín­
tomas de su aversión hacia los “ ideólogos” de la filosofía liberal,
uno de sus rasgos característicos. E n todo caso, este subteniente
de 16 años estudiaba más de lo que criticaba.
' He ahí otro rasgo de su esp íritu : en su juventud se aproxi­
maba a tocio libro, como a toda persona nueva, con el deseo
apasionado e impaciente de asimilar (lo más rápida y eompleta-
mente posible) lo que aún ignoraba y podía n u trir su propio
pensamiento.
Le gustaban también las bellas letras y los versos, se apa­
sionaba -con los “ sufrimientos del joven ‘W erther” y con algunas
otras obras de .Goethe. Leía a Raeine, Comeille, Moliére y un libro
de versos célebre en aquella época atribuido a Ossian, bardo
escocés de la Edad Media, libro que como se sabe no era más
que -una artística mistificación literaria. Al salir de estas lectu­
ras se sumergía en los tratados de matemáticas y en las obras de
contenido militar, en particular de artillería.
Su vida de guarnición se interrumpió durante un tiempo.
En septiembre de 1786 obtuvo una licencia de larga duración y
fue a su país, Ajaccio, para ocuparse de la situación material de su
fam ilia; al morir, su padre había dejado una pequeña fortuna y
negocios bastantes embrollados. Napoleón liquidó las dificultades,
llevó con energía todas las cosas a buen término y restauró la
situación de su familia, haciendo prolongar su permiso hasta me­
diados del año 1788, a pesar de q>ue se trataba al parecer de un
'permiso sin sueldo. Pero los resultados de su actividad en sua
negocios familiares lo compensaron todo. ..
De regreso a F rancia en junio de 178-8, fue enviado a A-uso-
na con su regimiento. Allí no vivió en un alojamiento particular
n a p o l e ó n 15

sino en un cuartel, y continuó, con su sed habitual de saber, le­


yendo absolutamente cuanto caía en sus manos, sobre todo loa
trabajos fundamentales escritos acerca de los problemas milita­
res que interesaban a los especialistas del siglo XV1IL Cierta ve2
que se hallaba arrestado por, una razón cualquiera encontró por
pura casualidad en el local en que se le encerrara, una vieja co­
lección de Justiniano sobre derecho romano; el volumen había
ido a parar allí no se sabe cómo. Napoleón no sólo lo leyó de cabo
a cabo, sino que casi 15 años más tarde citó de memoria las Pan­
dectas romanas en las sesiones en que se elaboraba el Código Na­
poleón, asombrando a notables jurisconsultos' franceses por su
memoria prodigiosa. ^
E n Auxona toma la plum a y elabora un pequeño tratado de
balística sobre el lanzamiento de bombas. La artillería se hace
definitivamente su especialidad favorita.
( H an quedado papeles qnie Napoleón escribió en esta época,
algunos bosquejos literarios, estudios político-filosóficos, etc. Den­
tro de lo que puede juzgarse por estos documentos, el joven
oficial vibraba al diapasón de los liberales y en ciertos aspectos
refleja directamente las ideas de Rousseau, bien que en general
no pueda considerárselo de ningún modo discípulo del autor del
“ Contrato Social” . Durante estos años de su vida, un rasgo llama
ía atención del observador: la completa subordinación de las pa­
siones y de los deseos a la voluntad y a la razón: vive de úna
manera fm gal, esquiva la sociedad, se aleja de las mujeres, re­
húsa el placer, trabaja infatigablemente y pasa todos sus ocios
en compañía de los libros. ¿Está resignado pues, a aceptar su
destino como definitivo? ¿Este destino de oficial provincial y
pobre, salido de la pobre nobleza corsa y que sus colegas y sus
jefes aristócratas consideraran siempre desde lo alto de sus posi­
ciones ?
Napoleón no había tenido tiempo de responder a esta pregun­
ta, y menos aún de desarrollar planes concretos para el futuro,
cuando estalló la Revolución francesa.
E n tre los: innumerables historiadores y biógrafos de Napo-
león hay quienes se inclinan a atrib u ir a su héroe cualidades
sobrenaturales de sabiduría, dones proféticos o una confianza
inspirada en su estrella, y pretenden que este teniente de artille­
ría de 20 años tenía el presentimiento de 'lo que sería, para él la
Revolución de 1789.
3.6 E . T A R L É

En realidad todo se presentó mucho más simple y natural­


mente: dada su situación social, Napoleón sólo podía servir la
causa de la victoria de la burguesía sobre el Estado feudal y ab­
solutista. E n Córcega, ni aun en tiempo de los genoveses, la no­
bleza y sobre todo los pequeños propietarios habían gozado de
derechos y privilegios semejantes a los de la nobleza francesa.' El
pequeño propietario venido de su lejana provincia, d© esta sal­
vaje isla italiana recién conquistada por los franceses, no podía
en ningún caso hacer en el ejército una brillante y rápida carre­
ra. Si algo había gustado a Napoleón en la literatura del siglo
X V III, con la que se hallaba al presente tan familiarizado, eran
justamente los principios de igualdad; si algo le sedujo en la
Revolución de 1789, fue justamente la Declaración de Derechos.
Desde este momento sólo las condiciones personales podían con­
tribuir al ascenso del individuo en la jerarquía social, y el teniente
de artillería Bonaparte no pedía nada más' para comenzar.
De las declaraciones hechas por Napoleón en esta época se
deduce que sucesos como la Revolución de 1789 son capaces, aun­
que muy fugazmente, de inflamar hasta, a las naturalezas más
egoístas con un entusiasmo semejante al entusiasmo revolucionario.
Pero eso se extinguió pronto y las preocupaciones prácticas
invadieron a Napoleón. ¿ Cómo utilizar la revolución lo más ven­
tajosamente posible para sí mismo1? ¿Dónde podría esto reali­
zarse mejor? Para este interrogante había dos respuestas: en
Córcega o en Francia.
No se debe exagerar el calor ele su patriotismo corso en
este momento: en 1789, el teniente Bonaparte no recordaba ya al
muchacho de diez años, pequeño lobo malo que se batía con furor
en el patio de la escuela de Brienne cuando sus camaradas le
hacían perder la paciencia imitando su acento corso. Bn lo su­
cesivo sabía lo que era Francia y lo que era Córcega: podía
comparar y comprendía, seguramente, la desproporción de ambos
países. Pero aún en 1789 no podía esperar ocupar en Francia
el lugar que circunstancias propicias podían procurarle en Cór­
cega, precisamente en esta época en que la revolución acababa
de estallar. Dos meses y medio después de la toma de la Bastilla,
Napoleón obtuvo un permiso y volvió a Córcega.
E ntre numerosos estudios literarios, Napoleón terminó en 1789
un resumen de la Historia de Córcega cuyo manuscrito remitió
a Raynal para conocer su opinión. Mucho le satisfizo el juicio
N A P O L É ó Ñ 11

halagador de este escritor entonces' popular. El tema elegido ates­


tigua el vivo interés de Napoleón por su isla natal, aún antes de
haber posibilidades de emprender en ella una actividad política.
Desde su llegada a casa de su madre, Se declaró partidario
;de Paoli, que había regresado de su largo exilio, pero el viejo
patriota corso se mostró frío con el joven teniente. Y pronto
también apareció claro que sus deseos eran diferentes: Paoli con­
taba con liberar por completo a Córcega de 1a. dominación francesa,
mientras q\ie Bonaparte aceptaba sin reservas la Revolución y
no consideraba enemigos más que a la Corte real y a los reac­
cionarios.
Después de permanecer algunos meses en Córcega reunióse
con su regimiento llevando consigo a s-u hermano menor Luis, a
fin de aliviar un poco las tareas de su madre. Los dos hermanos
se instalaron en Valonee, adonde había vuelto el regimiento. En
adelante, con su magro sueldo, el teniente Bonaparte debía sub­
venir a las necesidades de su hermano y hacerlo instruir. A veces
le ocurría tener sólo un trozo de pan para, cenar. Continuaba
trabajando con ahínco en el servicio y leía con pasión aína, litera­
tura variada, especialmente historia militar.
En septiembre de 1791, desembarcó .una vez más en Córcega,
adonde había conseguido hacerse enviar para el servicio. Enton­
ces se alejó decididamente de Paoli, porque éste trabajaba para
separar a la isla de Francia, lo que Napoleón no quería de nin­
guna manera. Ya en abril de 1791, cuando la lucha estaba en su
apogeo entre el clero contrarrevolucionario, que sostenía con todas
sus fuerzas al separatista Paoli, y los representantes del poder
revolucionario, Bonaparte había disparado sobre la muchedumbre
que atacó a su destacamento. Pero finalícente llegó a recelar del
poder, al punto de que hizo sin orden superior, una tentativa para
apoderarse de una fortaleza. Convocado con urgencia a París por
el Ministerio de la Guerra, para justificar, la conducta un poco
dudosa que tuviera en Córcega, se embarcó. Llegó a la capital
a fines de mayo de 1792, y fue testigo ocular de los acontecimien­
tos' tempestuosos de aquel verano.
Poseemos datos precisos para juzgar la actitud del oficial
de 22 años en ocasión de dos acontecimientos esenciales: la in­
vasión del Palacio deHas Tullerías por las masas populares el 20
de junio, y la caída de la monarquía el 10 de agosto de 1792.
Sus palabras no dejan nada que desear en cuanto a cía-
18 E . T A R L É

ridad y falta de ambigüedad, pues que al no ser participo


sino sólo un testigo eventual podía expresarse con comodidad en­
tre sus íntimos y dar libre curso a sus verdaderos sentimientos
y a todos sus instintos.
“ Bigamos a esta canalla” , dice a Bourrienne, con quien el
20 de junio se encontraba en la calle, al ver apiñarse a la yciu-
chednmbre en dirección al Palacio Real; y cuando Luis XVI,
asustado por esta terrible manifestación, apareció cubierto con
un gorro frigio y saludó a la m ultitud desde la ventana, Napoleón
tuvo estas palabras de pesprecio: £‘ ¡ Che coglione! ¿ Cómo se ha
podido dejar entrar a esta canalla? Se debería barrer a 400 ó
500 con el cañón, y el resto ■correría todavía” . 1
E l 10 de agosto (día de la toma de las Tullerías y de la
caída de Luis X V I) Napoleón está todavía en la calle, repite
este epíteto en el domicilio del Rey y tra ta al pueblo revolucio­
nario de “ más horroroso populacho” .
Seguro es' que en este 10 de agosto de 1792- cuando mezclado
a la m ultitud observaba la toma de las Tullerías, no sospechaba
que le estaba destinado el trono de Francia, de donde en ese
momento se expulsaba a Luis XVI, Bonaparte no podía suponer,
ni tampoco las masas que lo rodeaban aclamando con entusiasmo
el nacimiento de la República, que este joven oficial delgado y
de pequeña talla, con el uniforme remendado, este oficial en quien
nadie reparaba, sofocaría a esta república y llegaría a ser un
emperador autócrata. Pero es interesante hacer notar este instinto
que incitaba ya a Napoleón a pensar en las descargas de metralla
como en el medio más conveniente de responder a los levan­
tamientos populares. Esto era en él un arrebato momentáneo;
Napoleón no quería, en ninguna circunstancia, servir a la causa
de los Rorbones y sabía más firmemente que nunca que sólo de
ía Revolución podía esperar una carrera amplia y segura.
Estuvo otra vez en Córcega pero rompió del todo con Paoli
que, decidido por completo a separar a Córcega de Francia, se
había entregado a los ingleses. E n junio de 179-5, poco antes de
la ocupación de la isla por los ingleses, Napoleón consiguió esca­
par -con toda su familia después de muchos peligros y peripecias ;

1 B-oxmRiENNE: Mémoires sur Napoléon, 3* ed., París, Lavocat


( 1 9 3 1 ) , I, 49.
N A P O L E Ó N 19

no bien salieron de su casa, fue saqueado por los separatistas y


partidarios de Paoli.
Comenzaron años de penurias. La familia estaba completa­
mente arruinada y el joven capitán (desde poco tiempo atrás.
Napoleón había sido promovido a este grado) debía mantener a
su madre y a sus siete hermanos y hermanas. Los instaló como,
pudo en Tolón y luego en Marsella. Los meses pasaban y la vida
transcurría difícil, muy pobre y sin ofrecer la menor vislumbre,
cuando de pronto, de la manera más inesperada, el destino cambió.
Un levantamiento contrarrevolucionario estalló en el medio­
día de Francia. E n 1793.- Tolón había expulsado o masacrado a los
representantes del poder revolucionario llamando en su ayuda a
la flota inglesa que cruzaba por el Mediterráneo occidental. El
ejército revolucionario sitió a Tolón por tierra.
Un tal Carteaux. dirigió el sitio lentamente y sin éxito. En
el ejército encargado de reprim ir el levantamiento realista, del
mediodía, la dirección política había sido confiada al corso Sa-
lieetti, conocido de Bonaparte, con quien combatió contra Paoli.
Bonaparte hizo a su compatriota una visita en un campo.-cerca
de Tolón, y allí le indicó el único medio de tomar Tolón y rechazar
a la flota inglesa. Salicetti hizo del joven capitán el colaborador
inmediato del jefe de la artillería de sitio. Después de una larga
oposición y aplazamientos por parte del altó comando, no muy
confiado en este joven completamente desconocido que se hallaba
en el campo por azar, Dugommier, el nuevo -comandante, le per­
mitió al fin poner en práctica su plan. Bonaparte dispuso las
baterías como lo había pensado y después de un horroroso cañoneo
y un asalto en el que tomó parte en persona, ocupó un punto en
la altura (Eguillette) desde donde dominaba la rada y abrió
fuego sobre la flota inglesa que se puso en fuga. Tolón capituló
pronto ante las tropas revolucionarias.
Esta fue la prim era batalla librada y ganada por Napoleón
el 17 de diciembre de 1793. Desde entonces hasta el 18 'de junio
de 1815, día en que. el emperador vencido se alejó de loá campos
de Waterloo cubiertos de cadáveres, transcurrieron 22 años. Esta
larga y sangrienta carrera fue estudiada con atención en el cur­
so de todas las épocas de guerra de liberación nacional en Europa '
y su experiencia se ha analizado hoy sistemáticamente.
Napoleón libró’ durante ‘su vida alrededor de 60 batallas
i grandes y pequeñas (número incomparablemente mayor que el
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de las batallas reunidas de César, Aníbal, Federico el Grande y


Suvorov), Estos combates pusieron en juego masas humanas mu­
cho más considerables que las guerras de los predecesores de
Napoleón en el arte militar. Pero pese al número de grandiosas
matanzas ligadas a la carrera del emperador, la victoria de Tolón
ocupa siempre, a pesar de su importancia relativamente modesta,
un lugar particular en 1a. epopeya napoleónica: ella llamó la
la atención sobre Napoleón. Por primera vez, París conoció el
nombre de Bonaparte. El Comité de Salud Pública, se mostró muy
satisfecho de que se hubiese terminado al fin con los traidores de
Tolón y de que se rechazara a los ingleses hacia el mar.
E l giro tomado por los acontecimientos prometía liquidar
rápidamente la contrarrevolución en todo el mediodía. Tolón pa­
saba por una fortaleza inexpugnable, tanto que fueron muchos
los que no querían creer en su caída, y menos aún en su toma
por un Bonaparte desconocido. Fue una suerte para el vencedor
que se encontrara en el campo de los sitiadores un hombre mucho
más influyente que; Salicetti. Este hombre era Agustín Robes-
pierre, hermano menor de Maximiliano. Asistió a la toma de la
ciudad y describió él mismo los acontecimientos en -un informe
enviado a París. Los resultados fueron inm ediatos: por decisión/
de fecha 14 de enero de 1794, Napoleón Bonaparte recibió U
grado de general de brigada. Tenía en este momento 24 años y
medio; su carrera estaba iniciada.
E n la época en que Bonaparte tomó Tolón, los montañeses
ejercían en la Convención un poder absoluto. E ra el tiempo de
la colosal influencia del Club de los Jacobinos en la capital y en
provincias, tiempo en que florecía la dictadura revolucionaria de
Robespierre en lucha victoriosa y despiadada contra los enemigos' ■
exteriores y los traidores internos, los girondinos y los sacerdote?}
refractarios.
Bn la lucha interna que tenía lugar, Napoleón Bonaparte.no
podía dejar de ver que estaba obligado a elegir entre la Repú­
blica, que podía darle todo, y la monarquía que se lo quitaba
todo, sin perdonarle ni la toma de Tolón ni el pequeño folleto “ La
cena de Beaucaire” que acababa de editar, y donde demostraba la
situación sin esperanza de las ciudades rebeldes del mediodía.
En la primavera y a principios del verano los representan­
tes de la Convención en el mediodía (y en particular Agustín
Robespierre, bajo la influencia directa de Bonaparte), preparaban
N A P O L E Ó N 21

una invasión al Piamonte y a la Italia del Norte, para desde allí


tener a Austria bajo su amenaza. El Comité de Salud Publica
dudaba; Carnot era entonces adversario de este plan. Influyendo
sobre Maximiliano Robespierre por intermedio de su hermano
Agustín, Bonaparte pudo entrever, la realización de su sueño,
que era entonces tomar parte en las operaciones de Italia. Para
el gobierno francévS de la época, la idea de protegerse de la inter*
vención no quedándose a la defensiva sino, por el contrario em­
prendiendo de inmediato el asalto contra la Europa contrarrevo­
lucionaria, no era una idea corriente y parecía demasiado audaz.
Los planes de Bonaparte por lo tanto no parecían poderse realizar
en 1794r pero una catástrofe política absolutamente imprevista
y que se produjo súbitamente transformó por completo la situación.
Para apoyar ante el Comité de Salud Pública y ante su her­
mano en particular el plan de una expedición a Italia, Agustín
Robespierre partió hacia P a rís ; había llegado el verano y era
necesario zanjar esta cuestión. Bonaparte se encontraba en Niza
de regreso de Génova, después de cumplir una misión secreta que
le fuera confiada y que se relacionaba eon la expedición ,en pro­
yecto. Y de pronto llegó una noticia que nadie esperaba, no sólo
en la provincia meridional sino en la capital misma; una noticia
que hasta el último momento no esperaban ni aun la mayoría de
los miembros de la Convención: el 9 de termidor, en la sesión
de la Convención, Maximiliano Robespierre, su hermano Agus­
tín, Saint-Just, Couthon y un poco más tarde sus partidarios,
habían sido arrestados y ejecutados al día siguiente, sin juicio,
sólo por haber sido declarados fuera de la ley.
De inmediato comenzaron en £oda Francia los arrestos de
personas muy allegadas o que parecían allegadas a los princi­
pales animadores del gobierno derribado. Después de la ejecución
de Agustín Robespierre, el general Bonaparte se halló en peligro
de arresto. E n efecto, no habían pasado dos semanas desde el 9
de termidor (27 de julio) cuando se lo arrestó (10 de agosto
de 1794) y se lo condujo bajo escolta al fuerte de Antibes, pero
después de una detención de 15 días fue puesto en libertad al
no haberse encontrado en .sus papeles nada que justificara la
persecución. Durante este período de terror termidoriano pere­
cieron numerosas personas más^o menos ligadas a Robespierre
o a sus partidarios y Bonaparte ;pudo considerarse feliz por ha­
ber escapado a la guillotina. De todos modos, al salir de su pri-
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\
22

sión se persuadió de que los tiempos habían cambiado y de que


su carrera tan brillantemente comenzada se había interrumpido.
Por lo demás se lo conocía aún demasiado poco. La toma de
Tolón no le había creado gran reputación militar. “ ¿Bonaparte?
¿Quién es Bonaparte? ¿Dónde ha servido? Nadie lo sabe” . Así
reaccionó el padre del joven teniente Ju n o t cuando éste le infor­
mó que el general Bonaparte quería tomarlo como ayuda de
campo.
Después del 9 de termidor la victoria de Tolón ya estaba
olvidada o al menos no se le atribuía un valor tan grande como
al día siguiente del suceso.
Sobrevino un nuevo disgusto: el Comité de Salud Pública
dio a Bonaparte la orden inesperada de volver a Vendée para so­
focar. allí la rebelión. Al llegar a París supo que se le ponía al
mando de una brigada de infantería en la que no quería servir,
por ser artillero. Tuvo una violenta explicación con Aubri, miem­
bro del Comité de Salud Pública y presentó su dimisión.
Un nuevo período de incomodidad material comenzó para
él. D imítente, malquistado con sus jefes, sin recursos, este ge­
neral de 25 años vivió tristemente en P arís durante el penoso
invierno de 1794-1795 y la primavera, más penosa todavía. Pa­
recía que todos lo hubiesen olvidado, hasta que por fin, en agosto
de 1795, fue nombrado general de los servicios de A rtillería y
Topografía del Comité de Salud Pública. Estos servicios eran
una especie de Estado Mayor organizado por Caraot quien, en
realidad, comandaba en jefe el ejército. En el servicio de To­
pografía, Napoleón redactó instrucciones para “ el ejército de
Ita lia ” que operaba en el Piamonte. E n el curso de estos meses
.no cesaba de leer y estudiar y frecuentaba en París el Jardín
Botánico y el Observatorio, donde escuchaba con vivo interés al
astrónomo Lalande.
Su sueldo no había aumentado y ocurría que, para cenar,
no le quedaba otro recurso que hacer una visita a la familia Per-
not, que le tenía mucho afecto. Pero ni una sola vez en el curso
de estos meses tan austeros para él, lamentó su dimisión, ni una
sola vez manifestó el deseo de entrar en la infantería, quizá por
la razón de que entonces ello ya no hubiera sido posible sino
resignándose a requerimientos humillantes. Pero he aquí que la
suerte volvió a sacarle de ápuróS: fue ot^a vez ú til a la Repú­
blica y ‘Contra los mismos enemigos que en Tolón,
N A P O L E Ó N 23

El año 1795 señala uno de los virajes decisivos en la histo­


ria de la Revolución Francesa. Después de haber derrotado al
"Estado feudal y absolutista, la revolución burguesa perdió el 9
de termidor su arma más aguzada: la dictadura jacobina, y la
burguesía buscó nuevas formas y nuevos medios de establecer
sólidamente su! dominación. Reflejando a través de sus diversos
estados de espíritu las tendencias de la pequeña, de la media y
de la gran burguesía, durante el invierno de 1794-1795 y la pri-
; mavera siguiente, la Convención termidoriana se orientaba, po­
líticamente hablando, de izquierda a derecha.
A fines del otoño de 1794 la reacción burguesa era mucho
más poderosa y audaz que a fines de verano del mismo año, al
día siguiente de la ejecución de Robespierre. Y en la primavera
de 1795 el ala derecha de la Convención actuaba con el doble
de libertad,
Al mismo tiempo, en el «urso de este invierno y de esta p ri­
mavera terribles, se acentuaban los contrastes de la vida sO'cial.
En los suburbios había obreros que sufrían un hambre ho­
rrible, madres qu£ se suicidaban después de ahogar a sus niños
o cortarles el -cuello. En las “ secciones centrales” m ultitud de
financistas, especuladores y prevaricadores grandes y pequeños
llevaban una vida jubilosa de orgías y festines con la cabeza alta
y victoriosa.
Dos levantamientos nacidos en los suburbios obreros, terri­
bles manifestaciones armadas dirigidas contra la Convención
termidoriana, se transformaron por. dos veces —él 12 de' ger­
minal (10 de abril) y el 1^ de pradial (25 de mayo) de 1795—
en un ataque directo a la Convención. Pero sin éxito; las terro­
ríficas ejecuciones de pradial que siguieron al desarme por la
fuerza del suburbio de San Antonio, pusieron fin por largo tiem­
po al peligro que hacían correr a la Convención las amenaza­
doras masas plebeyas. Y es n atu ral que de inmediato el peligro
apareciera proveniente de una parte de la “ antigua^ burguesía
monárquica y de la nobleza: los realistas creyeron- que había
llegado su hora. Pero el cálculo-era falso. Al aplastar a las masas
plebeyas de París, al d esam a r a los obreros de los suburbios, la
burguesía no había significado con ello facilitar la entrada triu n ­
fante del pretendiente al trono, el conde de Provence, hermano
del guillotinado Luis X V I. Esto ■no quiere decir que la clase
poseedora de Francia se atuviera a una forma cualquiera de
1

24 E . T A R L É

gobierno republicano sino, por el contrario, que se aferraba mu­


cho a lo que la Revolución le había proporcionado. Los realistas
no querían ni podían comprender lo ocurrido en el curso de los
años 1789-1795: que el feudalismo se había desplomado y 110
reviviría jamás, que- comenzaba la era del capitalismo, que' la
revolución burguesa había interpuesto un abismo infranqueable
entre el antiguo y el nuevo período de la historia de Francia, y
que las ideas ele restauración eran extrañas a la mayor parte de
la burguesía urbana y rural.
En Londres, Coblenza, Mitán, Hamburgo, Roma y todos los
lugares en que se habían reunido los emigrados influyentes1, se
alzaba continuamente la voz sobre la necesidad de castigar sin
piedad a los que tomaran parte en la revolución. Después del
levantamiento del pradial y la represión que le siguió, se repe­
tía maliciosamente que, por suerte, “ los bandidos parisienses”
comenzaban a destruirse unos a otros, que los realistas debían
caerles encima de improviso y colgar sin pérdida de tiempo a
los termidorianos y montañeses sobrevivientes. Pero la suerte del
partido realista estaba echada: la idea absurda de impulsar la
historia hacia atrás, hacía vanos todos sus ensueños y predesti­
naba al fracaso hasta a sus empresas más meditadas.
Estos hombres, los Tallien, los Fréron, los Bourdon, los
Boissv d ’Anglas, los Barras, que ejecutaron a Robespierre el 8
de term idor y aplastaron la formidable insurrección de los días
1^ al 4 de pradial, estos hombres pueden seguramente ser acu­
sados de prevaricación, de egoísmo animal, de crueldad, de ap­
titud para la infamia, pero no es posible acusarlos de cobardía,
Y cuando los realistas, demasiado apurados, organizaron con la
ayuda activa de WiHiam P itt un desembarco de emigrados en
Quiberón, los jefes de la Convención termidoriana enviaron con­
tra ellos sin la menor vacilación al general Boche con un ejército.
Y tras una derrota completa de los emigrados, 750 personas, sa­
cerdotes, oficiales y nobles, fueron pasadas por las armas.
Sin embargo los realistas no podían comprender ni asimilar
esta lección. No les cabía en la cabeza que si Tallien y sus amigos
fueron bastante fuertes en junio de 1795 como para, enviar dia­
riamente a obreros parisienses a la guillotina, con mayor razón
fusilarían, en julio del mismo año, en Quiberón, a cuantos nobles
y sacerdotes quisieran eliminar.
A pesar de este espantoso desenlace, los realistas por nada
N A P O L E Ó N 25

clel mundo dieron su causa por perdida. No habían transcurrido


dos meses y se levantaban de nuevo, pero esta, vez en París. Esto
ocurría a fines de septiembre y ^números días de octubre, es de­
cir, según el calendario revolucionario, en la prim era mitad del
vendim iarlo de 1795.
He aquí cómo se presentaba la situación. La Convención
había preparado una nueva Constitución, según cuyos términos
a la cabeza del poder ejecutivo serían ubicados cinco directores
y el poder legislativo se repartiría entre dos asambleas: el Con­
sejo de los Quinientos y el Consejo ele los Ancianos. La Conven­
ción se preparaba a poner en vigor esta Constitución y luego
disgregarse, pero teniendo en cuenta la mentalidad reaccionaria
que se desarrollaba rápidamente en las capas más poderosas ele
]a “ antigua” burguesía, y temiendo que los realistas actuasen
con un poco más de inteligencia, y astucia y aprovecharan esta
Constitución para hacer una aparición numerosa en el próximo
Consejo de los Quinientos, el grupo dirigente de los tem ido-
ríanos, con B arras a la cabeza, hizo votar en los últimos' días de
la Convención una ley especial que estipulaba que dos tercios
del Consejo de los Ancianos deberían ser elegidos obligatoria­
mente entre los miembros pertenecientes a la Convención. Sólo
un tercio podía ser electo fuera de estas dos asambleas.
Una circunstancia hacia particularmente peligrosa la situa­
ción de la Convención en 'vendimiarlo de 1795. Los realistas ya
no estaban solos en París, aunque no ocupaban el primer plano
ni cuando el movimiento se preparaba ni cuando estalló. Una
fracción bastante importante de la gran burguesía financiera
y la capa superior de la burguesía media, lo que se llamaba lo?
“ ricos” , es decir, las secciones centrales de París, se levantaron
contra el decreto arbitrario de la Convención, cuyo fin evidente
y de un egoísmo no disimulado era consolidar el poder de la ma­
yoría termidoriana de la Convención por un tiempo indetermi
nado. Es claro que estas capas de la burguesía entraban en la
lid para separarse por completo del grupo de termidorianos, que
no reflejaban más la mentalidad fuertemente inclinada hacia la
derecha de los medios más acomodados de la ciudad y del campo.
En las secciones centrales de París que se levantaron re­
pentinamente contra la Convención en octubre de 1795, había
verdaderos realistas que soñaban con el retorno inmediato de loa
Borbones. Eran bastante poco numerosos, pero se alegraban de
ver liaeia dónde tendía este movimiento y se exaltaban imagi­
nando en qué terminaría. “ Los republicanos conservadores” de
la burguesía parisiense, a quienes la Convención termidoriana
parecía demasiado revolucionaria, preparaban el camino a la res.
tauración,
Y de pronto, a p artir del 7 de vendimiarlo (29 de septiem­
bre), cuando comenzaron a llegar inquietantes nuevas sobre'el
comportamiento de los barrios centrales de París, la Convención
se halló frente a un peligro amenazador. E n efecto, ¿en quién
podía apoyarse la Convención para actuar contra este levanta­
miento contrarrevolucionario ?
Después de los cuatro meses que acababan de transcurrir,
la Convención no podía casi contar con una ayuda activa de las
grandes mas’as. E n efecto, fue en pradial que tuvieron lugar el
desarme y la masacre despiadada de los obreros de los suburbios,
y luego, cotidianamente, durante un mes entero, incesantes,
ejecuciones.
En este momento los trabajadores de París veían en .los Co­
mités de la Convención y en la Convención misma sus peores
enemigos y no podían consentir en batirse por la conservación
de un futuro Consejo de los Quinientos, compuesto en sus dos
tercios por miembros de esta Convención termidoriana. Y, por
su parte, la Convención no podía contar con la ayuda de la masa
plebeya de la capital, que la detestaba y a quien tanto temía.
Quedaba el ejército. Pero por este lado también el asuínto
se presentaba mal. Sin titubear, es verdad, los soldadodíí siempre
y en todas partes habían disparado sobre los traidores aborre-
«cidos, los emigrados, las bandas y los destacamentos realistas,
cualquiera fuese el lugar en que se hallaran: en los bosques de
Normandía, en el soto vandeano, en la península de Quiberón,
en Bélgica o en la frontera alemana. Pero desde luego el movi­
miento de vendimiario no lanzaba como consigna la restauración
de los Borbones; pretendía combatir, contra la violación (por un
decreto de la Convención) del principio mismo de la soberanía
popular: principio de libertad de voto y de elección de los re­
presentantes del pueblo. Y luego si los soldados, republicanos
seguros, podían desorientarse con la hábil consigna de levanta­
miento de vedimiario, con los* generales el asunto se presentaba
infinitamente peor.
Así, por ejemplo, el general de Menou, gobernador de París, •
N A P O L E O N 21

podía, -como ya lo hiciera, vencer a los trabajadores del suburbio


de Saint-Antoine en un ataque sorpresivo como el del '4 de pra.-
dial, 'cubrir la ciudad de vivaques y deténer y enviar por carretas
llenas los obreros a la guillotina. Y cuando por la noche del 4
de pradial, después de la victoria, sus tropas desfilaban a la ca­
beza a través de los barrios centrales de la capital y un público
elegante se esparcía por las calles saludando con entusiasmo a
Menou y a su estado mayor, había entonces una completa unión
de los corazones, ‘Una comunidad de espíritu entre los que hacían
la ovación y aquellos a quienes iba dirigida. En la noche del 4 de
pradial de Menou podía 'considerarse como el repre-sentante de
las clases ricas, victoriosas de las masas pobres enemigas. E l re­
presentante de los bien nutridos frente a los hambrientos. Esto
era para él perfectamente claro y comprensible. Pero ¿en nom­
bre de qué fusilaría ahora a este mismo público elegante de los
barrios -centrales, que lo aclamaba a él, Menou, carne de su carne 1
Si entre Menou y la Convención termidoriana se buscaba una di­
ferencia, ésta consistía en qu'e el general Menou era mucho más
de derecha, de una mentalidad más reaccionaria que los mjts reac­
cionarios de los termidorianos. Las secciones centrales querían
obtener el derecho de elegir -con toda libertad una asamblea más
conservadora que la Convención, y el general Menou no consen­
tiría jamás en fusilarlos por esa razón.
Y he aquí que la noche del 12 de vendimiarlo (11 de octubre)
los jefes termidorianos oyen por todos lados gritos festivos; a
través de la capital circulan cortejos de m anifestantes; fuertes
y entusiastas exclamaciones difunden la noticia de que la Con­
vención se niega a luchar, de que no habrá combate en las calles,
de que el decreto se ha revocado y las elecciones serán libres.
La prueba única, pero irrefutable y real es que el comandante
de las fuerzas- armadas de las secciones centrales de París (la
sección Lepeletier), *un tal Delalot, ha hecho una visita al gene­
ral de Menou, le ha hablado y de Menou ha consentido en un
armisticio con los'reaccionarios. Las tropas regresan a los cuar­
teles y la ciudad queda en poder de los rebeldes.
Pero la alegría era prem atura: la Convención se decidió a
- luchar. E n el curso de esa misma noche del 12 al 13 de vendí-
r miario le general de Menou fue distituido y arrestado por orden
de la Convención, Luego la Asamblea nombró a Barras, uno de
los principales actores del 9 de termidor, jefe supremo de todas
28 E . T A R L É

las fuerzas armadas de París. E ra preciso actuar sin demora y


esa misma noche, porque las secciones de rebeldes enteradas del
retiro y el arresto de Menou y comprendiendo que la Convención
estaba dispuesta a combatir, empezaban a concentrarse sin vacilar
en las calles próximas al palacio en que se alojaba la Asamblea/
y con precipitación febril se preparaban a la batalla para la ma­
ñana siguiente. P ara ellas como para su jefe Richer de Sérizv, •
y también para muchos convencionales, su victoria no ofrecía nin­
guna duda. Pero esta bella seguridad era poco fundada.
Los contemporáneos tenían a Barras por un hombre en quien
se reunían las pasiones más viles y los vicios más diversos. Era
sibarita, prevaricador, el más corrompido de los aventureros,
astuto, aupista, sin principios y el más venal de todos los termi-
dorianos (y ocupar el prim er lugar en este grupo no era cosa
tan fácil). Pero no conocía el temor. Para este hombre inteli­
gente y perspicaz era claro, desde el comienzo de vendimiarlo,
que el actual movimiento conducía a Francia a 1a g esta n ración
de los Borbones y eso encerraba para él personalmente un pe­
ligro inmediato. Los nobles 'de su género, pasados a la revolución,
sabían muy bien qué odio apasionado alimentaban los realistas
para tales desertores.
Así pues era preciso librar batalla en algunas horas. Pero
B arras no era soldado y se hacía indispensable nombrar inme­
diatamente un general. Entonces recordó por pura casualidad al
joven peticionante delgado, ele traje gris y con remiendos, que
fuera a su casa muchas veces en el curso de las semanas prece­
dentes. Todo lo que Barras sabía de él era que se trataba de un
general dimitente, distinguido en el sitio de Tolón y que, después
de haber sufrido ciertos sinsabores, estaba actualmente en la ca­
pital, atravesando grandes dificultades por ganar un sueldo insu­
ficiente. B arras dio orden de buscarlo y traerlo; Bonaparte
apareció. Inmediatamente se le preguntó si se encargaba de poner
fin a la sedición. Napoleón pidió algunos minutos para reflexio­
nar y luego aceptó con una condición; nadie impediría la ejecu­
ción de sus órdenes.
“ No volveré la espada a su vaina sino cuando to$p esté
term inado” dijo. A continuación fue designado adjunto ’de: B a­
rras. Al estudiar la situación se dio cuenta de que los rebeldes
eran muy fuertes y el peligro era serio para la Convención; pero
basaba su plan de acción en un despiadado empleo de la artille-
N A P O L E Ó N 29

ría. Más tar.de, cuando todo hubo terminado, dijo a su amigo


junot, futuro mariscal y duque de Abrantes, una frase en la que
explicaba su victoria por la incapacidad estratégica de los sedi­
ciosos. Si estos últimos le hubieran dado el mando, decía, habría
hecho volar la. Convención.
Desde el amanecer, Bonaparte llevó los cañones al Palacio
de la Convención.
Comenzaba un día histórico, el 13 de vendimiarlo, que iba
a tener para Napoleón Bonaparte mucha más importancia que la
primera gran manifestación de sus capacidades: la toma de Tolón.
Los rebeldes que marchaban contra la Convención fueron reci­
bidos por el tronar de la artillería de Bonaparte. La masacre fue
horrible sobre todo en el atrio de la iglesia de Saint-Roch, donde
los rebeldes tenían sus reservas. Durante la noche los sediciosos
tuvieron oportunidad de apoderarse de piezas, pero dejaron pa­
sar la ocasión y respondían con salvas de fusil. Hacia la mitad
de la jornada todo había terminado. Abandonando algunos cen­
tenares de -cadáveres y arrastrando tras sí a los heridos, los re­
beldes huyeron en todas direcciones; se escondían en las casas,
y los que podían y tuvieron tiempo salieron de P arís a toda prisa.
Por la tarde B arras agradeció calurosamente al joven general e
insistió que se le diese el mando de las fuerzas armadas del in­
terior (Barras hizo dimisión de esta función cuando fue aplastado
el levantamiento).
El perfecto dominio de sí mismo y la rápida decisión con
que este joven áspero y ceñudo se decidiera a disparar- el cañón
en plena ciudad y sobre una muchedumbre compacta —medio que
no se había empleado hasta entonces— lo'hacían imponerse a
Barras y a los otros hombres que estaban en el poder.
Én este papel Bonaparte ha sido verdaderamente el precur­
sor inmediato del zar Nicolás I, quien recurrió al mismo proce­
dimiento el 14 de diciembre de 1825. La única diferencia es que
el zar, con su hipocresía natural, habló del horror que había
experimentado, de su larga vacilación antes de resolverse al em­
pleo de este medio y de cómo se resignó solamente por la insisten­
cia del príncipe Vassiltchikov que le hizo pasar por alto su gene­
rosidad y s'u amor a la humanidad. Bonaparte nunca pensó en
justificarse o atribuir al altruismo su responsabilidad.
Los rebeldes armados eran más de 24.000 y frente a ellos
Bonaparte no disponía más que de 6.000 hombres, es decir la
\
30 E . T A R L É

cuarta parte. Cifraba toda su esperanza en los cañones y le3


dio la palabra: cuando un asunto llega a la batalla, es preciso
vencer a toda costa. Sería hombre perdido quien pensara en otra
cosa que en la victoria, aunque en ello fuera su reputación de
humanidad. Napoleón obedeció simpre a esta regla: no le gus-‘
taba desperdiciar las municiones, pero allí donde los cañones,
podían dar ventaja no escatimaba su empleo. No economizó balas
el 13 de vendimiarlo y el atrio de la iglesia de Saint-Roch quedó .
recubierío de una espesa y sangrienta papilla. E l 13 de ven-
dimiario ha desempeñado un papel considerable en la epopeya
napoleónica.
B1 significado histórico de la derrota del movimiento con­
trarrevolucionario que el 13 de vendimiarlo tendía a la restau­
ración, puede resumirse a s í: 1° las esperanzas que alimentaban ■
los realistas de una victoria próxima y del retorno de los Borbones,
se desvanecieron en una catástrofe aún más completa que la de
Quiberón; 2°, las capas superiores de la burguesía urbana se
convencieron de que se habían apresurado demasiado al recurrir'
a la insurrección armada p ara tomar el poder. Olvidaron que
existían en las ciudades y en el campo elementos fieles a la Re­
pública, que comenzaban a temer los progresos demasiado rápidos
e insolentes de la reacción. ¿ Quién era Richer de Sérizy, jefe
de los insurrectos? Un realista.
¿Cómo habían de considerar los campesinos, es decir la ma­
yor parte de la pequeña burguesía rural, esta sedición que
pretendía la restauración de los Borbones y el renacimiento del
régimen feudal, y por consiguiente la restitución a la iglesia y
a los nobles emigrados de los bienes confiscados que los campe­
sinos recién acababan de recibir? A los ojos del campesinado,
como a los ojos de aquellos que temían una restauración, los.
cañones de Bonaparte habían salvado a Francia el 13 vendimiario
del retorno de los Borbones. Poco importa que esta fórmula sim­
plifique al extremo el acontecimiento: lo que cuenta es que justo
en esta época nace entre los campesinos 1a. “ leyenda napoleónica” ;
39, en fin, estaba demostrado, una vez más que la opinión cam­
pesina hostil a la restauración ejercía una profunda influencia
sobre el ejército, sobre las masas de soldados, en las cuales sería
posible apoyarse por entero el día que se tratara de combatir
contra las fuerzas ligadas de cualquier manera a los Borbones,
abiertamente o con astucia, total o parcialmente.'
N A P O L E Ó N 31

Tal fue la significación histórica del 13 vendimiarlo.


En cuanto a Bonaparte, esta jornada lo revelaba no sólo en
los medios militares, donde era algo conocido desde el asunto
de Tolón, sino también en todas las capas de la sociedad, y hasta
donde no se había oído hablar nunca de él. ¡Se le comenzó a llamar
el “ general Vendimiarlo” , apodo que no se olvidó hasta el año
siguiente, en la época de las asombrosas victorias de Italia. Se
comenzó a ver en él a un gran organizador, de inteligencia rápida
! y firmeza inquebrantable. Los hombres políticos que estaban en
[ el poder desde el comienzo del Directorio (desde vendímiario de
1 1795) con Barras a la cabeza, que resultó ser pronto el más in-
\ fluyente de los cinco directores, veían con benevolencia al joven
I general y pensaban apoyarse en él -cuando fuera preciso utilizar
i la fuerza armada contra eventuales levantamientos populares.
I * Pero Bonaparte soñaba con otra cosa. E l teatro de las ope-
í raciones militares lo atraía. Soñaba ya con un comando inde-
\ pendiente, a la cabeza de uno de los ejércitos de la República
- ■francesa. Sus buenas relaciones con B arras hacían al parecer sus
sueños menos irrealizables de lo que fueran antes de vendímiario
cuando, siendo un general dimitente de 26 años, vagabundeaba
# j por París buscando cómo ganarse el pan. De pronto, en un solo
i día todo se transformó: Napoleón se había hecho comandante
.de la guarnición de París, favorito de Barras, es decir del más
poderoso de los directores de la República, y candidato a un pues-
; to independiente en un ejército en campaña.
{ " Poco después de su pronta ascención el joven general -conoció
f a Josefina de Beauharnais, viuda del general conde ejecutado
¡ bajo el Terror, y se enamoró de ella. Josefina- tenía 6 años más
r que él, contaba con no pocas aventuras novelescas y no sentía
| ninguna pasión por Bonaparte. Al parecer obraba más bien cal-
\ culadamente: después del 13 de vendímiario Bonaparte estaba en
í el eandelero y ocupaba ya un puesto importante.
1 Todo lo contrario le ocurría a Napoleón, a quien su repentina
j pasión poseía por completo. Exigió el matrimonio inmediato y
? se casaron. Josefina había tenido en otro tiempo mucha intimi-
\ dad con B arras y este matrimonio contribuía a abrir ante Bona-
i parte la puerta de los personajes más poderosos de la República,
í Entre las 200.000 obras, más o menos, consagradas a Napoleón
| y señaladas por. Kircheisen, el conocido bibliógrafo, y por otros
r especialistas, se encuentra una abundante literatura referente a
8 . T A R L É

las relaciones de Napoleón con Josefina y con las mujeres en ge­


neral. P ara term inar con esta cuestión y 110 volver más sobre
ella, diré que ni Josefina, ni María Luisa de Austria, ni Mme.
de Kémusat, ni Mlle. Georges, ni la condesa Walewska, ni nin­
guna de las mujeres con las cuales Napoleón vivió íntimamente,
no sólo no pudieron ejercer sobre él ninguna influencia sino que
ni siquiera intentaron ha-eerlo, pues comprendían esta naturaleza
indomable, despótica, irritable y desconfiada. Napoleón no podía
soportar a Mme. de Stael ni aun antes de que ella testimoniara
un pensamiento político opositor. La odiaba por el interés (según
él superfluo en una m ujer) que sentía por la política; por sus
pretensiones de erudición y de persona culta. La obediencia ab­
soluta, la siimisión a su voluntad; tal era la cualidad sin la cual
para Napoleón la mujer no existía. Además, en su vida demasia­
do ocupada, le faltaba tiempo para pensar mucho en los senti­
mientos y detenerse largamente en los as’untos del corazón.
El 9 de marzo de 1796 se casó. Dos días más tarde decía adiós
a su mujer y partía para la guerra. Un nuevo capítulo comenzaba
en la historia -de Europa.
C a pítu lo I I

LA CAMPAÑA DE ITA LIA

1796-1797.

Cuando después de aplastar el levantamiento del 13 de


vendimiarlo, Bonaparte comenzó a gozar del favor de Barras
y otros dignatarios, trató de demostrarles la necesidad de preca­
verle de las iniciativas de la nueva coalición dirigida contra
Francia, mediante una guerra ofensiva contra los austríacos y
sus aliados los italianos v, por consiguiente, de invadir la Italia
del Norte. No se trataba en realidad de una nueva coalición sino
de la misma que se formara en 1792 y de la que Prus’ia se retiró
en 1795 al firm ar con Francia por separado la paz de Basiiea.
Comprendía, pues, en este momento, Austria, Inglaterra, Rusia,
el reino de Cerdeña, el reino de las dos Sicilias y algunos Estados
alemanes: "Würtemberg, Baviera, Badén, etc. B1 Directorio pen­
saba, al igual que la Europa enemiga, que el teatro principal
de la futura campaña de primavera y verano de 1796 habría de
ser seguramente la Alemania del oeste y del sudoeste, a través
; de la cual los franceses tratarían, de invadir los territorios más
antiguos de la corona austríaca. En previsión de esta campaña
i el Directorio preparaba sus más notables estrategas, Moreau en-
l tre ellos, y sus mejores tropas sin hacer economías; Se trataba
j: de un ejército perfectamente equipado y el gobierno francés con-
f fiaba en él más que en cualquier otra cosa. El Directorio no
l estaba muy entusiasmado con el plan de Bonaparte de invadir
| el norte de Italia partiendo de la frontera francesa; s>e creía
[ que esta invasión sólo podía s'er útil al obligar a la corte de
| Viena a distraer parte de su atención del teatro principal de la
I guerra futura, el teatro alemán, y se decidió entonces utilizar
1 varias decenas de miles de hombres que estaban estacionados en
\
34 E . T A R L É

el Mediodía, para inquietar a los austríacos y a su aliado el rey j


de Cerdeña. Cuando se trató de nombrar un general en jefe eií j
este teatro secundario de las operaciones, Carnot (y no B arras i;
como se afirmó durante mucho tiempo) designó a Bonaparte y j
los otros directores aprobaron sin dificultad, ya que ningún |
otro entre los generales más' importantes y conocidos apetecía este ¡
pueisto. La designación de Bonaparte p ara el ejército de Italia *
fue hecha el 23 de febrero, y el 11 de marzo el nuevo general en :
jefe se reunió con su ejército. ^
La historia ha rodeado siempre de una aureola particular I
esta guerra, lá prim era que Napoleón dirigió. Es precisamente f
a p artir de este año de 1796 que el nombre de Napoleón empieza |
a conocerse en Europa y ocupa el prim er plano de la historia ¡
mundial para no abandonarlo ya. “ iAvanza a grandes pasos!, i:
¡aún es tiempo de detener al guapo!” , decía el viejo S.uvorov en >
lo más recio de la campaña de Bonaparte en Italia, Suvorov i
fue uno de los primeros en señalar las nubes tormentosas que
se cernían sobre Europa y que debían consternarla por tanto :
tiempo con sus relámpagos y sus truenos.’ ' j
Cuando Bonaparte revistó su ejército comprendió de in- í
mediato por qué los generales más notables de la República fran- [
cea’a no habían solicitado este comando. E l ejército se hallaba )
en un estado tal que parecía un revoltillo de vagabundos. Jamás í
desde los últimos años de la Convención term idoriana y los p r i j
meros tiempos del Directorio se habían producido en los servicios í
de la Intendencia tantas' rapiñas y depredaciones de toda clase. í
Verdad es que este ejército no recibía mucho de París, pero lo |
que recibía era pronto dilapidado sin miramientos; 43.000 hom- \
bres vivían en Niza y sus alrededores, vestidos y alimentados i
nadie sabía cómo. Apenas Bonaparte llegó, se le informó que la j
víspera ún batallón había rehusado trasladarse al nuevo cuartel |
que le estaba asignado porque ninguno de los hombres tenía
zapatos. Al estado material lamentable de este ejército olvidado f
y echado al abandono se sumaba el relajamiento de la disciplina; ¡
los? soldados no sólo suponían sino que veían con sus propios ojos
este pillaje de que eran víctimas. |
Bonápárté se halló frente a una tarea difícil : vestir, calzar |
y disciplinar sus tropas y además hacerlo todo mientras mar- r
chaba, alternando con otras tareas en el intervalo de las batallas, |
N A P O L E Ó N 35

ya que con ningún pretexto hubiera consentido en aplazar una


campaña; su situación hubiera podido complicarse con roza­
mientos con los jefes del ejército situados bajo su mando ¡como
Augereau, Berthier, Masséna o Sérurier. Estos hubieran obede­
cido -voluntariamente a un jefe de más edad o con más* servicios
prestados, como por ejemplo Moreau, pero les parecía humi­
llante reconocer como superior jerárquico a este general de 27
años. Amenazaban producirse rozamientos; el rumor de cien
voces, rumor de cuartel, inventaba, difundía, transformaba, re­
petía en todos los tonos y tejía sobre este tema toda ¡clase de
motivos, Bonaparte hizo comprender a todos desde un. principio
que no toleraría en su ejército ninguna voluntad contraria y
rompería toda insubordinación sin tener en cuenta rango ni gra­
do: “ Aquí es preciso quemar, fu silar” 1, escribe, sin más explica­
ción, en el texto de un informe dirigido a P arís al Directorio.
Bonaparte tomó de inmediato medidas contra el robo.'Los
soldados eran apercibidos en el acto y ello contribuyó más que
todos los' fusilamientos a que se restableciera la disciplina. Pero
la situación era tal que diferir la acción m ilitar hasta term inar
el equipamiento de las tropas significaba en realidad aplazar la
campaña de 1796. Bonaparte tomó una decisión que tradujo per­
fectamente en su prim era proclama al ejército. Muchas contro­
versias ha suscitado esta proclama con respecto a un p u n to : ¿ en
qué época exactamente fue redactada, tal como la historia nos
la ha transmitido?
P ara los biógrafos actuales4 de Napoleón está fuera de duda
que sólo las primeras* frases son auténticas y todo el resto es
elocuencia agregada con posterioridad. Por mi parte hago notar,
además, que en las primeras frases más se puede responder de
la idea general que de cada palabra tomada por separado.
“ Soldados, estáis desnudos y mal n u trid o s... Quiero con­
duciros a las más fértiles llanuras del m undoJ 2
Juzgaba que la guerra debía abastecerse a sí misma y que
era necesario interesar personal e inmediatamente a los solda­

1 G x jillo is : Napoléon, Vhomme, le pólhtque et Vorateur. P a r ís


(1 8 8 9 ), I, 63.
2 N a p o le ó n : Corresponámce, París (1 8 5 8 4 8 7 0 )., I, 107.
36 E . T A R L É

dos en los futuros combates en el norte de Italia. Pensó que


para dar comienzo a la batalla no era preciso esperar a que el
ejército hubiera recibido todo lo que le hacía falta, sino mostrar
a las tropas que dependía de ellas mismas el tomar por la fuerza
al enemigo todo lo necesario y aún más. El general revolucionario
mantenía a su ejército como los antiguos condottieri. Pero había
más cinismo en la franca invitación a cometer actos de bandidaje
en las “ llanuras fértiles” que en los propios saqueos, jamás
reprimidos por Hoche, Joubert ni Moreau. Napoleón supo siem­
pre fascinar el alma de los soldados, reforzar y mantener sobre
ellos' su ascendiente personal. Las historias sentimentales sobre
el “ am or” de Napoleón para con los soldados a quienes llamaba
en sus accesos de franqueza carne de cañón, no significaban ab­
solutamente nada; no tenía amor al soldado sino una verdadera
preoieux,ación por su bienestar y sabía hacerlo sentir de tal mo­
do que cada uno de sus hombres creía ser objeto de especial in ­
terés por parte del gran jefe, mientras no se trataba sino del
deseo de disponer siempre de un material humano de buená
calidad y buen rendimiento,
Al comenzar su primera campaña en abril .de 1796 ¿qué era
Napoleón a los ojos de su ejército? Un excelente artillero que,
poco más de dos años atrás, se condujera muy bien frente a To­
lón, el vencedor de los rebeldes que marcharon contra la Con­
vención el 13 vendimiarlo; en resumen, un general que no debía
sino a estos dos hechos el mando del ejército del Mediodía. Y
nada más. Bonaparte no había ejercido aún sobre los soldados su
encanto personal y su indiscutible autoridad. En forma directa,
realista y sin palabras superfinas hizo entrever a este ejército
semihambriento y descalzo las riquezas que le esperaban en Italia.
E l 9 de abril de 1796 Bonaparte franqueó los Alpes; i
E l general suizo Jomini, conocido autor de una historia en i
muchos tomos de las campañas napoleónicas1, estratega y táctico. \
competente que estuvo primero al servicio de Napoleón y luego f
pasó al de Busia, señala que desde los primeros días de este p ri­
mer mando Bonaparte testimonió una osadía rayana en la te- |
meridad y un perfecto desprecio de los riesgos personales. f
Con su estado mayor emprendió el camino de la Corniche, ;
que era el más corto pero también el más peligroso, y donde J
quedaba bajo el fuego de los buques ingleses que navegaban L

JL
N A P O L E Ó N 37

cerca de las costas. Allí se reveló otro rasgo de B onaparte: por


un lado no manifestaba nunca el valor, la audacia ilimitada y
la temeridad que caracterizaron a sus contemporáneos, los ma­
riscales, Laimes, Murat, Ney, el general Miloradovitch y, entre
sus sucesores, Skobélev. Napoleón consideró siempre que en tiem­
po de guerra el general en jefe no debe exponerse en persona al
peligro, salvo en caso de evidente e indiscutible necesidad, por
la «sencilla razón de que su desaparición puede provocar por sí
misma la confusión y el pánico y causar la pérdida de la batalla
y hasta de la guerra. Pero por otro lado pensaba que hay situa­
ciones en que el ejemplo personal del jefe es absolutamente ne­
cesario y entonces éste no debe vacilar en marchar al fuego.
La marcha por la Corniche s’e realizó sin accidentes del 5 al
9' de abril. Al llegar a Italia, Bonaparte tomó una decisión in­
mediata. Frente a él se hallaban actuando en común los austría­
cos y las tropas piamontesas repartidos en tres grupos en los
caminos’ que conducían al Piamonte y a Genova; el primer com­
bate con los austríacos mandados por Dargentean se desarrolló
en el centro, cerca de Montenotte. Bonaparte concentró sus fuer­
zas, indujo en error al general en jefe austríaco de Beaulieu, que
estaba más al sur sobre la ru ta de Genova, y cayó con impetuo­
sidad sobre el centro enemigo venciendo al adversario en pocas
horas. Pero aquélla no era más que una parte del ejército aus­
tríaco y después de dar algún descanso a sus soldados, Napoleón
continuó avanzando. Dos días después del prim er encuentro tuvo
lugar la batalla de MilleSimo que fue para los piamonteses una
derrota total. Gran número de muertos sobre el campo de batalla,
cinco batallones de prisioneros, 13 cañones tomados al enemigo y
la desbandada del resto del ejército, tales fueron los resultados
de la jornada. Al instante, sin ciar tiempo al enemigo para re­
ponerse, Bonaparte acentuó su movimiento*
Los historiógrafos militares consideran las primeras bata-
lias de Bonaparte —c4seis victorias en seis días”— como una
gran batalla ininterrumpida. E n el curso de estas jornadas se
reveló un principio fundamental de Napoleón*, concentrar rápi­
damente grandes fuerzas, pasar de una tarea estratégica a otra
sin emprender ■maniobras demasiado complicadas y vencer por
separado a las fuerzas del adversario.
Otro rasgo que se puso en evidencia fue la aptitud de aso-
\

33 E . T A R L Ér

ciar la política y la estrategia en un conjunto indisoluble. Al


marchar de victoria en victoria durante estos días de abril de
1796, Bonaparte no perdía 'de vista que era necesario, lo antes
posible, constreñir ál Piamonte a una paz por separado a fin de
"no tener ante sí más que a los austríacos. Después de la nueva
victoria francesa de Mondovi sobre los' piamonteses y de la ren­
dición de esta ciudad, el general piamontés Colli comenzó los
preliminares de la paz, y el 28 de abril fue firmado el armisticio,
cuyas condiciones fueron muy rigurosas para los vencidos: el rey
del Piamonte, Yíctor Amadeo, debía entregar a Bonaparte dos
de sus' mejores plazas fuertes y otros diversos puntos. La paz
definitiva con el Piamonte se firmó en P arís el 15 de mayo de
1796. El Piamonte se comprometía ski reservas a no perm itir a
otras tropas que las francesas el patso por su territorio y a no
efectuar en adelante ninguna alianza; cedía a Francia el Con­
dado de Niza y toda la Saboya. Además' se “ rectificaba” la fron­
tera francopiamontesa para mayor provecho de Francia. Y final­
mente el Piamonte debía proporcionar al ejéneito francés tod'o
él abastecimiento necesario.
Por consiguiente la primera parte estaba concluida: que­
daban los austríacos. Después de nuevas victorias Bonaparte los
rechazó hacia el Po, los' obligó a retroceder al este del río y pa^
sando él mismo a la otra orilla continuó su avance. E l pánico
se apoderó de todas las cortes italianas. E l duque de Parm a en
particular, que no había hecho la guerra a los franceses, fue uno
de los primeros en su frir: Bonaparte no «fe dejó convencer, no
tuvo en cuenta su neutralidad e impuso a Parm a una contribu­
ción de dos millones de francos oro y la provisión de 1.700 caba­
llos. Avanzando siempre llegó cerca de Lodi, donde debía atra­
vesar el Addai Diez mil austríacos defendían este punto im­
portante.
E l 10' de mayo se libró la célebre batalla de Lodi y aquí de
nuevo como en su marcha por la Corniche, Bonaparte creyó
necesario arriesgar su vida. A la cabeza; de un batallón de gra­
naderos, bajo una lluvia de balas austríacas, se lanzó derecho
hacia un punto donde se libraba un furioso combate. 20 bocas de
fuego escupían su metralla. Bonaparte y sus hombres tomaron
el punto y rechazaron al enemigo, que dejó sobre el terreno
cerca de 2.000 muertos y heridos y 15 cañones. De inmediato
N A P O L E Ó N 39

Bonaparte s'e lana > en persecución del adversario que se batía


en retirada y el de mayo entró en Milán. La víspera de este
¿lia (25 de floreal) escribió a París, al Directorio, diciendo que
Lombardía pertenecía en adelante a la República.
En junio, por orden de Bonaparte, las tropas francesas al
mando de M urat ocuparon Liorna y las mandadas por Augereau,
Bolonia; Bonaparte «Je instaló personalmente en Módena. Luego
le llegó el turno a la Toscana, a pesar de que el duque de Tos-
cana había permanecido neutral en la guerra francoaustríaca.
Bonaparte no tenía en cuenta la neutralidad de estos Estados ita­
lianos, entraba en las ciudades y los pueblos, requisaba todo lo
necesario para el ejército y tomaba lo que le parecía digno de ser
tomado, comenzando por los cañones, la pólvora y los fusiles y
terminando por los ¡cuadros' de los antiguos maestros del Rena­
cimiento, Y además de las exacciones de los generales, los habi­
tantes sufrían afrentosamente por el pillaje de los soldados.
Bonaparte veía con mucha indulgencia esffca propensión a la
rapiña, que provocaba a veces pequeñas explosiones de cólera y
hasta levantamientos. En Pavía y en Lugo la población local atacó
a las tropas francesas. En Lugo (no lejos de F errara) la multi­
tud dio muerte a 6 dragones franceses, a raiz de lo cual sufrió
un ¡castigo feroz: centenares de personas fueron acuchilladas y
la ciudad librada al furor de la soldadesca que mató a todos los
habitantes sospechados de malos designios o que simplemente
tenían armas. Pero ¿quién entonces no las tenía? Estos ejemplos
terribles se repitieron ei* otros lugares. Después de aumentar
considerablemente su artillería con los cañones y las municiones
tomados a los austríacos durante las batallas y con los arreba­
tados a los Estadotí italianos neutrales, Bonaparte marchó sobre
la plaza fuerte de Mantua, una de las más poderosas de Europa
por su situación y sus fortificaciones.
Apenas había tenido tiempo de rodear a M antua cuando
supo que un ejército austríaco de 30.000 hombres bajo el mando
de ’W urmser, general de talento, había partido del Tirol y m ar­
chaba a toda prisa en socorro de los sitiados'. Esta nueva elevó
en forma extraordinaria la moral de todos los enemigos de los
invasores franceses. Además, durante esta primavera y el verano
ele 1796, al clero católico y a la nobleza s'emifeudal del norte de
Italia, enemigos de los principios de la revolución burguesa que
<10 S . T A R Ij s

llevaba consigo el ejército francés, se unían millares y millares


de campesinos y ciudadanos que sufrían las crueles' expoliaciones
cometidas por el ejército del general Bonaparte. El Piamonte
vencido y obligado a la paz podía rebelarse a retaguardia y cortar
las comunicaciones con Francia.
Bonaparte había destinado 16.000' hombres al sitio de Man­
tua y tenía 29.000 en reserva; esperaba refuerzos' de Francia.
Envió al encuentro de Wurmser a Masséna, uno de sus mejores
generales, y luego a Augereau, general muy capaz y más an­
tiguo que él mismo. Ambos fueron rechazados sucesivamente y
la situación se tornó crítica para los franceses, Fue entonces
cuando Napoleón ejecutó la maniobra que, según los estrategas
antiguos' y modernos, habría bastado para asegurarle una “ gloria
inm ortal” (expresión de Jomini) aun cuando hubiera muerto
al principio de su carrera.
Ya ’W urmser celebraba su próxima victoria sobre el terrible
adversario y entraba en Mantua después de romper el sitio cuan­
do supo de pronto que Bonaparte se había lanzado con todas
sus fuerzas sobre la otra columna austríaca, la que operaba contra
las ¡comunicaciones francesas con Milán, y la había derrotado en
tres combates: Lonato, Salo y Brescia. W urmser salió entonces
de Mantua, rompió los' obstáculos dispuestos contra él por los
franceses bajo el comando de Valette, venció en una serie de
escaramuzas a otros destacamentos franceses y finalmente el 5 de
agosto chocó cerca de Castiglione con Bonaparte mismo. Sufrió
allí una pesada derrota- debido a la brillante maniobra que llevó '
parte de las tropas franceses a retaguardia de los austríacos.
Después de una serie de nuevos combates, Wurmser con los
restos de su ejército contorneó el eurs'o alto clel Adigio y luego
se encerró en Mantua. Bonaparte recomenzó el sitio. Enton­
ces se equipó en Austria con toda prem ura un nuevo ejército no
sólo para ir en ayuda de Mantua, a la que W urmser no había
liberado, sino del propio ’W urms'er, Este ejército se hallaba bajo
el mando de Alvinzi que era, como ’W urmser, el archiduque Car­
los y Mélas, uno de los mejores generales del Imperio. Dejando
8.300 hombres para sitiar a Mantua, Bonaparte fue al encuentro
de Alvinzi con 28.500 hombres. Sus reservas eran tan escasas que
no alcanzaban a 4.000 hombres'. “ Los generales que guardan
tropas frescas para el día siguiente de una batalla, son casi, siem­
n a p o l e ó n 41

pre d erro tad o s"1, decía Napoleón en todos los tonos, aunque
estuviera lejos, desde luego, de negar la importancia de las' re­
servas. El ejército de Alvizi, mucho más numeroso, había re­
chazado ya -algunos destacamentos franceses en una serie ele en­
cuentros. Bonaparte ordenó evacuar Vicenza y algunos’ otros
lugares, concentró cerca suyo a la totalidad de sus fuerzas y se
preparó para un golpe decisivo.
E l 15 de noviembre de 1796 comenzó la. tenaz y sangrienta
batalla de Arcóle, que ajeabó el 17 por la ta rd e : al fin Alvinz)
se encontró con Bonaparte. Los austríacos —entre los cuales' se
contaban regimientos escogidos de la monarquía de los Habs-
burgo— eran más numerosos y combatían con extraordinaria
firmeza. Uno de los' puntos más importantes era el famoso puente
de Arcóle. Tres veces los franceses se lanzaron al asalto y toma­
ron el puente y otras tantas fueron rechazados por los austríacos
con grandes’ perdidas. Como en la toma del puente de Locli al­
gunos meses antes, el general en jefe se lanzó hacia adelante con
una bandera en la mano; a su lado murieron muchos soldados
y ayudas de campo. La batalla duró tres días casi sin descanso,
después de los cuales Alvinzi fue batido y rechazado.
Más de un mes y medio después de Arcóle los austríacos'
se rehicieron y se prepararon para el desquite. El desenlace so­
brevino a mediados de enero de 1797: en una sangrienta batalla
que duró dos días' (14 y 15 de enero) Bonaparte derrotó en
Bívoli a todo el ejército austríaco, pues esta vez el enemigo había
concentrado sus fuerzas siguiendo el ejemplo del joven jefe fran­
cés. E n fuga tcon los restos de su ejército, Alvinzi no pensaba ya
en liberar a Mantua ni al ejército encerrado allí. Dos? semanas
y media después de la batalla de Rívoli, Mantua capituló; Bo-
naparte se mostró clemente al tratar con W urmser vencido.
Tomada Mantua, Bonaparte se dirigió hacia el norte amena­
zando evidentemente los territorios hereditarios de los Habs-
burgo, El archiduque Carlos acudió a tocia prisa, al teatro
italiano de la guerra a principios de la primavera de 1797; fue
vencido por Bonaparte en toda una serie de operaciones y re­
chazado hacia el Brenner, donde se batió en retirada sufriendo
pérdidas importantes. En Viena se extendió el pánico que co­

1 N a p - o le ó n : Máximes de giéene, 63.


42 E . T A R L É

menzó en el palacio imperial. Se decía en la capital que se em­


balaban las' joyas de la corona y se las llevaba para ponerlas a
cubierto.
La ciudad corría peligro ele ser invadida por los franceses.
/ Annibal ad portas! ¡Bonaparte en el Tiroll ¡Mañana estará en
V iena! .. . Los rumores, las conversaciones, las exclamaciones de
esta naturaleza han quedado en la memoria de los contemporá­
neos que vivieron este momento en la rica y antigua capital de
los I-Iabsburgo. La ruina de algunos de lo& mejores ejércitos
austríacos, la espantosa derrota de los generales más capaces'y.
talentosos, la pérdida de todo el norte de Italia y la amenaza
directa a la capital de Austria, tales eran los resultados de esta
campaña de un año, que comenzó a fines de marzo de 1796 cuan­
do Bonaparte fue designado para el comando supremo del ejér­
cito francés en Italia. E n toda Europa resonaba su nombre.
Después de nuevas derrotas y la retirada general clel ejér­
cito del archiduque Carlos*, la corte de Austria comprendió el
peligro que entrañaba proseguir la lucha. A principios de abril
de 1797 el general Bonaparte recibió comunicación oficial de que
el emperador de Austria, Francisco, deseaba entablar negociado-^
nes' de paz. Es preciso reconocer que Bonaparte hizo todo lo
posible por term inar la guerra con los austríacos en momento tan
favorable como éste e hizo saber al archiduque Carlos, cuyo
ejército se batía velozmente en retirada perseguido por el fra n ­
cés, que estaba dispuesto a firm ar la paz. Se conoce la curiosa
carta donde Napoleón, contemplando el amor propio de los ven­
cidos, escribía que, si llegaba a concluir la paz se sentaría más
orgulloso “ de la corona cívica’’ que creería; haber merecido fíque
’de la triste gloria de los éxitos m ilitares. . . Bastante gente he-
irnos matado y bastante daño hemos' causado ya a la pobre hu­
manidad !}’ x, escribe a Carlos.
I E l Directorio estaba de acuerdo en concertar la paz y sólb
vacilaba en. designar al encargado de efectuar las negociaciones.-
Pero durante estas vacilaciones y antes de que el plenipotencia­
rio Clarke llegara ai campo de Bonaparte, ya el general vencedor
había tenido tiempo de concluir el armisticio de Leoben.

1 N a p o le ó n : Correspondance, Parí? (1 8 5 8 -1 8 7 0 ), II, 43<5"437,


N A P O L E Ó N 43

Y aún antes' del comienzo de los preliminares de Leoben,


Bonaparte había terminado el armisticio con Boma.
E l papa Pío VI, enemigo encarnizado e irreconciliable de
la Revolución francesa, veía en el “ general Vendimiario” —he­
cho general en jefe como recompensa por el aniquilamiento de
piadosos realistas el 13 de vendimlario— una criatura del in­
fierno, y cooperaba por todos los medios en la difícil lucha de
Austria.
Después de sufrir 6 mes'es de sitio con su guarnición de
13.000 hombres, W urmser entregó M antua junto con varios cien­
tos de cañones; de inmediato Napoleón con sus, tropas disponi­
bles emprendió una expedición contra los Estados pontificios.
Las tropas del papa fueron derrotadas por Bonaparte desde
el primer encuentro y huyeron con tal rapidez que,, durante dos
horas, Junot, enviado por Bonaparte para perseguirlas, no las
pudo alcanzar. Una parte fue acuchillada y la otra hecha prisio­
nera. Después de lo cual, sin resistencia, las ciudades se rindieron
mna tras otra. Bonaparte tomaba todo lo que tenía algún valor:
dinero, diamantes, cuadros, vajilla de lujo. Aquí como en el
norte de Italia las ciudades, los monasterios y los tesoros de viejas
iglesias, proporcionaban al vencedor un enorme botín. Roma era
presa del pánico; los ricos y el alto clero huyeron despavoridos
a Nápoles.
Aterrorizado el papa Pío V I escribió una carta a Bonaparte
para im plorar la paz y la hizo llevar con su sobrino el cardenal
Mattei, acompañado por toda una delegación. El general acogió
este ruego con condescendencia pero dando a entender que se
trataba de una capitulación completa. E l 19 de febrero de 1797
.fue firmada en Tolentino la paz con el papa: el soberano pontífice
cedía una parte muy importante, la más rica, de s*us territorios;
entregaba 30 millones de francos oro y los más bellos cuadros
y estatuas de sus museos. Estas' telas y estas esculturas romanas
Bonaparte las espedía a París, como las de Milán, Bolonia,
Parma, Plaisance y más tarde las de Venecia. Asustado en extre­
mo, el papa Pío V I aceptó al instante las condiciones. Esto le era
tanto más fácil ciiantó qué Bóhaparte podía pasarse sin su Con­
sentimiento.
¿Por que en este momento Napoleón no hizo lo que realizó
algunos años más tarde? ¿Por qué no ocupó Roma, no arrestó
44 E . T A R L É

al papa y no lo condujo a Francia ? Ello se explica, primero por­


que se estaba en vísperas de tes negociaciones de paz con Aus­
tria y una acción demasiado rigurosa con respecto al papa corría
el riesgo de agitar a la población católica del centro y sur de
Italia, creando así a retaguardia del ejército de Bonaparte un
estado de inseguridad. Segundo, sabemos que durante esta p ri­
mera y brillante campaña de Italia, que fue una serie ininte­
rrum pida de victorias sobre los ejércitos más grandes y pode­
rosos del entonces temible Imperio de Austria, hubo una noche
que el joven general pasó en vela paseando ante su tienda de
campaña y durante la; cual se planteó una cuestión que nunca
se le había ocurrido: ¿tendría siempre que vencer y conquistar
nuevas tierras para los Directores, “ para esos abogados
Debían pasar muchos años y correr mucha sangre antes de
que Bonaparte hablara de este soliloquio nocturno. Pero segu­
ramente la respuesta que dio entonces a esta autointerrogación
era completamente negativa. En el año 179?, el conquistador de
Italia —tenía 28 años— veía en Pío VI no a un viejo asustado,
mezquino y tembloroso, de quien se podía hacer lo que se qui­
siese, sino al jefe espiritual de millones de hombres en la misma
F rancia; y aquel que pensaba establecer su influencia sobre mi­
llares de hombres debía esperar y tener en cuenta los jjrejuicios
de éstos hasta que llegara el momento oportuno. Dicho clara­
mente Napoleón consideraba a la Iglesia un instrumento cómodo
de policía espiritual que permite dirigir .a las mas'as; desde su
punto de vista la iglesia católica sería particularmente calificada
y hábil en la materia, pero por desgracia siempre había preten­
dido y pretendía aún, un papel político independiente, y todo
tello en la im portante medida en que poseía una organización
cumplida, y perfecta, sometida a un jefe supremo, el papa.
En cuanto al papado en particular, Napoleón no veía en
él más que un mito históricamente elaborado y acreditado por
icasi 2.000 años de existencia, y del cual el episcopado romano
se servía hábilmente en medio de las circunstancias locales e
históricas de una vida medieval; pero comprendía también muy
bien que un mito puede ser una seria fuerza política.
Llegaría el momento en que la impaciencia, las burlas, el
desprecio y la cólera s'erían sus únicas formas de expresión con
respecto al papa, en que el papa se hallaría en prisión y Roma
N A P O L E Ó N 45

lío sería gobernada por el papa sino por nn general de húsares


al servicio de Francia. Pero lo que se perm itirla mañana el em­
perador Napoleón, el general Bonaparte no podía ni quería re­
solverlo en 1797. Por el momento el papa humillado, tembloroso,
perdidas sus mejores tierras, estaba encerrado en el palacio del
Vaticano. Napoleón no entró en Roma, y una vez que terminó
con Pío VI, se apuró a volver al norte de Italia donde debía
concluir la paz con Austria vencida. '
Cabe hacer notar que Bonaparte condujo a su gusto tanto
el armisticio de Leoben como la paz de Campo-Formio que le
siguió y de un modo general todas las negociaciones diplomáticas,
fijando las condiciones sin atender más que a sus propias refle­
xiones. Ahora bien: ¿ Cómo- era posible tal cosa? ¿Cómo se lo
toleraban? Aquí se aplicaba la regla de que. “ no se juzga a los
vencedores” . Precisamente en .1796 y a, principios de 1797, los
mejores generales republicanos como Moreau eran batidos por
los austríacos en el Rin y el ejército del Rin no cesaba de tragar
dinex’o para su mantenimiento, a pesar de haber estado desde su
comienzo perfectamente equipado. Bonaparte, por el contrario,
con su horda de vagabundos indisciplinados a la que.transforma­
ra en un ejército decidido y temible, no sólo no exigía nada sino
que además enviaba a París millones de piezas de oro, obras de
arte, conquistaba Italia., destruía uno tras otro los ejércitos aus­
tríacos y obligaba a Austria a pedir la paz . La batalla de.
Rívoli, la toma de Mantua, la conquista de los territorios ponti­
ficios, es decir los últimos triunfos de Bonaparte le conferían
de un modo incontestable una autoridad sin límites.
Leoben era una ciudad de E stiria situada a unos 250 ki­
lómetros de los suburbios de Viena. Pero para asegurarse defini­
tivamente todo lo que codiciaba en Italia, es decir lo que ya había
conquistado y lo que quería aún someter a su poder en el sur, y
al mismo tiempo para obligar a los austríacos a hacer grandes
sacrificios en el distante teatro de las operaciones' del oeste de
Alemania, donde loe ejércitos franceses no llevaban ventaja, Bo­
naparte juzgó necesario dar una pequeña compensación a Aus­
tria. Sabía que a pesar de que su vanguardia, estaba ya en Leo­
ben, Austria, exasperada, se defendería furiosamente y llevaría
tiempo term inar con ella. Pero, ¿cuál sería esta compensación?
¿Veneeia? En realidad la República de Venecia había permane-
48 E . T A R L É

cido completamente neutral y hecho todo lo posible por no dar


ningún pretexto de invasión. Pero Bonaparte nunca s'e sintió
embarazado en estos casos y en la prim era oportunidad buscó
pendencia a la República de Venecia y despachó para allí una
división ; ya en Leoben había concluido el armisticio con A ustria
sobre las bases siguientes: A ustria cedía a F rancia las riberas
del Rin y todas sus posesiones italianas ocupadas por Bonaparte,
a cambio de lo cual se le prometía Venecia.
A decir verdad, Bonaparte había decidido com partir Ve-
necia: la ciudad situada Sobre la laguna pasaría a poder de
A ustria y el territorio continental a la República Cisalpina
que el 'conquistador resolvió constituir con la mayor parte del
territorio italiano ocupado; esta nueva “ república” era de hecho,,
evidentemente, una posesión francesa. Quedaba por cumplir una
pequeña form alidad: declamar en el Dogo y en el Senado que ‘su
gobierno, independiente desde su fundación, es decir, desde me­
diados del siglo V, había dejado de existir, porque ello era ne­
cesario al éxito de las combinaciones diplomáticas del general
Bonaparte. Esta dio parte a su propio gobierno cuando ya había
comenzado a realizar sus proyectos en los alrededores de Venecia.
“ ¿Creéis que las legiones de Italia sufrirán la masacro
que provocáis? La sangre de mis hermanos de armas será ven­
gada 1, escribía al Dogo que; imploraba gracia. Placía por allí
alusión al asesinato de un capitán francés, muerto en la rada
del L id o ; aunque no hacía falta ningún pretexto: todo era claro.
Bonaparte ordenó al general Baraguay-d ’Hilliers que ocupara
Venecia. E n junio de 1797 todo había acabado. Después de 13
siglos de vida independiente y rica en acontecimientos históricos,
la gran república comercial había dejado de existir.
Así se halló en manos de Bonaparte este rico botín destinado
al reparto y que era necesario para la conclusión de una paz
ventajosa con Austria. Además la conquista de Venecia hacía a
Bonaparte un servicio completamente inesperado. E n esta época
todas las circunstancias, tanto las grandes como las pequeñas,
conducían fatalmente a su ascenso y todo lo que él hacía eoiáo
todo lo que tenía lugar en su derredor, se volvía a su favor.
Una tarde de mayo de 1797, en Milán, el general en jefe

1 Correspondance, II. 617.


N A P O L E Ó N

Bonaparte recibió nna estafeta enviada con urgencia por su sub;


ordinario el general Bernadotte que se hallaba en Trieste, ya
ocupado por los franceses. A toda prisa el mensajero entregó á
Napoleón una cartera y un informe de Bernadotte que explicaba
la procedencia del objeto*, fue hallado sobre un cierto conde de
Antraigues, realista y agente de los Borbones, el cual queriendo
escapar a los franceses huyó de Yeneeia p ara ganar Trieste y
cayó en manos de Bernadotte. La cartera contenía documentos
asombrosos. P ara comprender bien toda la importancia de este
liallazgo inesperado recordemos lo que pasaba en este momento
en París.
Las capas ide' la alta finanza, la aristocracia de los comer­
ciantes y los propietarios terratenientes, que eran como el “ cal­
do de cultivo?í. del levantamiento de vendimiarlo de 1795, no
habían sido totalmente destruidas por los cañones de Bonaparte.
Bolo fue aplastado el sector militante que proporcionaba los ele­
mentos dirigentes de las secciones y qne durante aquella jor­
nada marchó mano a mano con los realistas más activos. Pero
esta parte de la burguesía no había dejado de existir y después
de vendímiario se hallaba en sorda oposición al Directorio.
Cuando en la primavera de 1796- se descubrió el complot
de Babeuf y el espectro de nna nueva insurrección proletaria, de
un nuevo pradial, comenzó a inquietar a los propietarios de la
ciudad y el campo, los realistas vencidos en vendímiario reco­
braron valor y levantaron la cabeza. Pero una vez más se enga­
ñaron, como se habían engañado durante el verano de 1795 en
Qniberón y en vendimiarlo en París. Una vez más ellos no te­
nían en cuenta hechos im portantes: si bien los' nuevos propieta­
rios de las tierras deseaban, para la defensa de sus bienes, un
jfuerte poder policial, si bien la burguesía recientemente enri­
quecida estaba lista para aceptar la monarquía y hasta-una mo­
narquía absoluta, en realidad el retorno de los Borbones no era
'sostenido sino por una parte insignificante de la gran burguesía
ciudadana y rural, porque un Borbón sería siempre el rey de
los nobles y no de los burgueses, porque traería consigo el feu­
dalism oy a los emigrados, que exigirían la restitución de .sus
. tierras.
De todos modos, como de los grupos contrarrevolucionarios el
realista era el mejor organizado, el más unido, el que recibía una
48 E . T A R L É

ayuda activa y medios de acción del extranjero y tenía consigo


al clero, asumió también esta vez el papel director en la prepara*
ción ele un movimiento destinado a derrocar al Directorio en la
primavera y el verano de 1797. Pero ello debía conducir es’te
movimiento al fracaso. Sin embargo, durante la primavera y el
verano de 1797, la situación del Directorio era muy peligrosa;
a cada elección parcial en el Consejo de los Quinientos la balanza
se inclinaba claramente hacia la derecha, hacia los elementos con­
trarrevolucionarios y aun realistas. En el seno mismo del Direc­
torio, que se hallaba bajo la amenaza contrarrevolucionaria, se
notaban vacilaciones. Barthélemy y Carnot estaban contra las me­
didas decisivas y Barthélemy hasta simpatizaba en secreto con
las organizaciones del movimiento faccioso. Los otros tres direc­
tores —Barras, Rewbell y Larévelliere-Lépeaux— aconsejaban sin
cesar, pero no tomaban ninguna decisión p ara prevenir el golpe^
que se preparaba. Una de las circunstancias que más inquieta­
ron a Barras y a sus dos colegas, poco inclinados a abandonar sin
lucha el poder y quizás la vida misma, decidiéndolos a combatir
por todos lo-s medios, fue que el general Pichegru, el glorioso
conquistador de Holanda en 1795, se hallaba en el campo de la
oposición. Había s;do elegido presidente del Consejo de los Qui­
nientos, es decir, jefe del cuerpo legislativo más elevado' del Es­
tado, y se le destinaba al mando m ilitar supremo del ataque que
se preparaba contra el “ triu n v irato ” republicano: Barras, La­
révelliere-Lépeaux y Rewbell,
Tal era el estado de cos'as durante el verano de 1797. Bona­
parte, que combatía en Italia, observaba con atención lo que oeu-
rría en París y veía que un evidente peligro amenazaba a. la Re­
pública. Personalmente Bonaparte no amaba a la República y
sabría, estrangularla pronto, pero no tenía intención de dejar
que ello se hiciera en forma prem atura y sobre todo no deseaba
que se hiciera en beneficio de otro. E n el curso' de la noche que
pasó en vela en Italia se formuló a sí mismo la respuesta: él
no serviría siempre para obtener victorias en beneficio “ de es­
tos flojos abogados” , ni mucho menos para favorecer a un Bor-/
bón: estaba ya firmemente decidido a no hacerlo más que en
provecho de Bonaparte. Como a los directores, le inquietaba que
a la cabeza de los enemigos de la República se hallara Pichegru,
un general popular cuyo nombre amenazaba con turbar en el
N A P O L E Ó N 49

momento decisivo el espíritu de los soldados, que podían seguir


a Pichegru justamente porque confiaban en la sinceridad de su
repubIicanismo, sin comprender a dónde los llevaba. Se podrá
imaginar ahora sin dificultad lo que experimentó Bonaparte
cuando se le llevó precipitadamente de Trieste la cartera hallada
al conde de Antraigues y cuando descubrió las pruebas irrefu­
tables de la traición de Pichegru, sus tratos secretos con Fauche-
Borel, agente del príncipe de Condé, testimonio directo de su
traición a la República, que venía preparando desde tiempo atrás.
Sólo un pequeño inconveniente retardó el envío inmediato
de estos papeles a Barras, En uno de estos documentos (el más
importante para la acusación de Pichegru) otro agente de los
Borbones, Montgaillard, contaba entre otras cosas que había vi­
sitado a Bonaparte en el cuartel general del ejército de Italia
y que había tratado de efectuar negociaciones con él. Aunque no
hubiera nada, más qué estas líneas insignificantes, y aunque
jVIontgaillard, con un pretexto cualquiera y bajo un nombre su­
puesto, hubiera podido realmente hacer una visita a Bonaparte,
éste juzgó preferible destruir estas líneas a fin de no debilitar
en nada- la impresión concerniente a Pichegru. Hizo que le lle­
vasen a d ’Antraigues y so pena de ejecución le ordenó copiar
el documento omitiendo las líneas superfluas y luego firmarlo.
En un abrir y cerrar de ojos d ’Antraigues hizo todo lo que
se le exigía.
Poco después se le dejó en libertad, es decir se simuló una
“ evasión” . Luego se enviaron los documentos a Barras y así se
desató las manos al “ triunvirato” .
Los terribles papeles que Bonaparte les había enviado no
se publicaron de inmediato, sino que se empezó por llamar divi­
siones completamente seguras. Luego los Directores esperaron a
Augereau, despachado con (urgencia desde Italia por Bonapar­
te para ayudarlos. Bonaparte había prometido además enviar
3.000.000 de francos provenientes de nuevas requisiciones en Ita ­
lia, que servirían para afirm ar al Directorio en este momento
crítico.
A las tres de la mañana del 18 fructidor (4 de septiembre
de 1797) Barras mandó arrestar a dos directores sospechosos en­
tres los moderados; Barthélemy fue encarcelado, pero Carnot tu ­
50 E . T A R L É

vo tiempo de huir. Se comenzó a detener en masa, a los realistas,


a depurar el Consejo de los Quinientos y el de los Ancianos.
Después de su arreato los detenidos, sin forma ninguna de
juicio, fueron enviados a la Guayana, de donde muy pocos ha­
bían de volver. Se prohibieron los diarios sospechados de ser fa­
vorables a los realistas y se hicieron arrestos en masa en París
y en provincias.
Desde el amanecer del 18 de fructidor se colocaron por todas
partes enormes carteles con la reproducción impresa de ios docu­
mentos enviados a Barras* por Bonaparte, No bien arrestado
Pichegru, presidente del Consejo de los Quinientos, fue depor­
tado a la Guayana.
Este golpe de Estado del 18 de fructidor no halló ninguna
resistencia; las masas plebeyas odiaban al realismo más aún q^e
al Directorio y se alegraban francamente del golpe que destrui­
ría por mucho tiempo a los partidarios secretos de la dinastía de
los Borbones*. Pero esta vez las “ secciones ricas” no salieron a
la calle; recordaban la terrible lección que les diera la artillería
del general Bonaparte en vendimiarlo de 1795.
E l Directorio había vencido y la República estaba a salvo*
Y desde su lejano campo de Italia el general triunfador felici­
taba calurosamente al Directorio (a quien debía destruir 2 años
más tarde) por haber salvado a la República (a la que aniqui­
laría 7 años después).
Bonaparte estaba muy satisfecho por los acontecimientos del
18 de fructidor y también por otros motivos. E l armisticio de
Leoben, concluido con los austríacos en mayo de 1797, perma­
necía aún en estado de ¡armisticio. D urante el verano el gobierno
austríaco comenzó de golpe a dar señales de resurgiimento y j e
mostraba cas'i amenazador. Bonaparte sabía bien la. causa: ¡como
toda la Europa monárquica, A ustria se mantenía :a la espectativa
observando el desarrollo de los acontecimientos en París. E n
Italia se esperaba día a día el derrumbe del Directorio y de la
República, el retorno de los Borbones y, en consecuencia, la per­
dida de-todas las conquistas francesas. E l 18 de fructidor puso
fin a todos éstos sueños con la revelación pública de la traición
de Pichegru y la derrota de los realistas.
E l general Bonaparte comenzó a exigir que se firm ara la
paz de inmediato y Austria envió un diplomático hábil para las

í
N A P O L E Ó N 5!

negociaciones; Cobenzl. Pero a pillo, pillo y medio. Durante es-:


tas largas* y difíciles conversaciones Cobenzl se quejó a su go­
bierno diciendo que era raro encontrar un “ hombre tan embro­
llón y desprovisto de conciencia” .
Según numerosos historiógrafos de la época, en estas cir­
cunstancias se revelaron mejor que nunca las notables aptitudes
diplomáticas de Napoleón, que no tenían nada que envidiar a
su genio militar.
Sólo una vez se abandonó —y esto era entonces una nove­
dad— a una de las crisis de furor que debían acometerle tan
frecuentemente más tarde, cuando se sintiera ya el “ amo de
E uropa” . Llegó hasta tra ta r al Imperio de m ujer pública habi­
tuada a que todo el mundo la violase. “ Olvidáis qne Francia es la
vencedora y vosotros los vencidos... Olvidáis que aquí discutís con­
migo, que estoy rodeado de mis granaderos. . . * gritó con
rabia. Volcó una mesilla con un valioso juego de café de por­
celana regalado a Cobenzl por la emperatriz Catalina de Rusia
y que el diplomático austríaco había llevado consigo. El juego
de café se hizo trizas.
“ Bonaparte se condujo como un loco” , informaba Con-
benzl a este respecto. La paz entre la República Francesa y el
Imperio de Austria fue finalmente firm ada en el pueblo de
Campo Formio el 17 de octubre de 1797.
Bonaparte había ¡alcanzado casi todos sus objetivos en Italia,
donde era vencedor, y en Alemania, donde los austríacos esta­
ban lejos de ser derrotados por los generales franceses. Según
sus deseos, Venecia servía de compensación a Austria por todo
lo que ella cedía sobre el Rin.
La nueva de la paz fue acogida en París con una alegría
bulliciosa y esta vez las masas plebeyas y la burguesía se sintie­
ron-muy aliviadas. E l nombre del genial, jefe de' guerra estaba
en iodas las bocas; todo el mundo comprendía que- 1a- guerra
perdida en el Rin por los otros generales había sido ganada en
Italia por Bonaparte solo, quien al mismo tiempo había salvado
también el Rin. Los elogios oficíales, oficiosos' y muy especial­
mente los personales, al general victorioso, conquistador de Italia,
eran inagotables. En uno de sus discursos', Larévelliére-Lépeaux
exclamaba que sólo el potente espíritu de la libertad podía en­
gendrar un Bonaparte y un ejército de Italia.
52 É T A R L É

E ntre tanto Bonaparte acabó de organizar rápidamente la


nueva República Cisalpina vasalla, en la cual entraba una
parte de las tierras conquistadas por él, en primer lugar Lom-
bardía. Otra parte ele sus' conquistas era directamente unida a
Francia. La tercera, como Roma, permanecería durante un tiem­
po sometida al poder de sus antiguos amos' pero sería de hecho
subordinada a Francia. Bonaparte organizó esta República Cis­
alpina de manera que, bajo la aparente existencia de una
asamblea consultiva formada por representantes de las capas
acomodadas de la población, todo el poder se hallara en manos
del cuerpo de ocupación francés' y de un comisario venido de
París. Manifestó abiertamente su desprecio por toda la fraseo­
logía tradicional sobre la liberación de los pueblos, sobre las
repúblicas hermanas, etc.. . . No creía en absoluto que pudiera
haber en Italia un número ni siquiera, poco importante de perdo­
nas que sintieran por la libertad el entusiasmo ele que él mismo
hablaba en sus proclamas a la población de los países conquis­
tados.
Se difundía, por Europa una verdión oficial según la cual
grandes masas del pueblo italiano, sacudiendo el yugo de anti­
guos prejuicios y de la opresión, habían tomado las armas para
ayudar a los franceses libertadores. Pero a este res'pecto Bona-
parte comunicó confidencialmente a los directores que nada era
de temer, que era preciso saber manejar a Italia y que sólo
“ ejemplos s e v e ro s p e rm itiría n lograrlo- Los italianos' ya habían
tenido ocasión de saber lo que entendía justamente por “ ejem­
plos severos” : Napoleón había dado orden de masacrar a la
población de Lugo y de Binasco y los soldados? mostraron tanto
celo que degollaron a casi todos los habitantes, inclusive los
niños, term inando por incendiar la ciudad como se les ordenó.
Había hecho fusilar sin juicio previo a toda la Municipalidad
de Pavía y, en la mis'ma ocasión, a otras numerosas personas que
nada tenían que ver con la Municipalidad. Luego, por 24 ho­
ras, abandonó la ciudad a sus tropas que la sometieron a un .
saqueo desmedido. Había hecho incendiar los pueblos en cuyas
cercanías se encontraron cadáveres de franceses.
En todos estos casos se aplicaba el sistema político de Napo­
león: ni una sola crueldad sin objeto, pero un terror en masa,
absolutamente despiadado, ríos de sangre y montañas de.ftadá-
2J A P O Lt & ó N „ 53

veres cuando la. política así lo exigía. Y aún en semejantes casos


vaüe más demasiada- sal que muy poca. En la Italia conquistada
se destruían todos los vestigios de derechos feudales, se privaba
a las iglesias y a los monasterios de sus derechos a algunos be­
neficios.
Durante el año y medio que pasó en Italia (de la primavera
de 1796 hasta fin del otoño de 1797) introdujo algunas leyes
que tendían a aproximar la organización jurídica y social de la
Italia del Norte a- la que la revolución burguesa había ya ins­
taurado en Francia. Pero sabía bien <con qué diligencia había
saqueado los territorios* italianos, aun aquéllos por donde no hi­
ciera más que pasar; recordaba cuántos millones de oro había
enviado a París, al Directorio y también cuántos cuadros de en­
tre los' mejores de los museos italianos y galerías de pinturas.
No se olvidaba tampoco del saqueo general sufrido,por Italia: a
su retorno de la guerra era rico. Y si veía cobardes entre los
italianos comprendía sin embargo que ellos no tenían ningún
motivo para amar a los franceses —habían mantenido al ejército
invasor durante toda la campaña— y que su paciencia amena­
zaba con tener un límite. En otros términos, la amenaza de un
terror m ilitar era el mejor medio de actuar sobre ellos en el
sentido deseado por el conquistador.
Bonaparte hubiera querido permanecer aún en país conquis­
tado, pero después de la paz de Campo Formio el Directorio lo
llamó muy amigable pero firmemente a P arís; en lo sucesivo
sería general en jefe del ejército dirigido contra Inglaterra. H a­
cía tiempo que Bonaparte presentía que el Directorio comenzaba
a temerle. “ Yo sé que me envidian aunque me ensalcen, pero
no turbarán mi espíritu. Se han apurado a nombrarme general
del ejérdto contra Inglaterra para retirarm e de Italia, donde
soy más soberano que general” . Así hablaba en sus conversacio­
nes confidenciales.
El 7 de diciembre de 1797 llegó a París y el Directorio lo
£ec;,bió triunfialmente en sesión plenaria- en el Lu'xemburgo. Una
enorme m ultitud se hallaba reuní dá cerca del palacio y saludó
su llegada con una tempestad de aplausos y aclamaciones. Este
general de 28 :años aceptó aparentemente con ¡calma absoluta,
como cosa debida y nada sorprendente, los elogios entusiastas, los
hurras de la muchedumbre y los discursos con que le acogieron
5¿ E U G E N I O T ARLÉ J

Barras, el más destacado de los directores, otros miembros del -p


Directorio, Talleyrand, el inteligente, astuto y venal ministro de ■$!
Negocios Extranjeros, más perspicaz que todos sus colegas, y ' ■t ‘
también otros dignatarios. Jam ás dio mayor importancia a los £.í
entusiasmos de las masas populares: ‘¿¿Bali! E l pueblo sería
igualmente solícito conmigo si me llevaran al cadalso.1 í. \
Apenas llegado a Paxís, Bonaparate intentó hacer aceptar
•por el Directorio el proyecto de una nueva gran guerra: en gfu f
calidad de general nombrado p ara actuar contra Inglaterra juz- ,
gó que para amenazar eficazmente a esta última había un lugar
más favorable que la Mancha donde la flota inglesa era la más'
poderosa. Sugirió conquistar el Egipto y crear en Oriente una
plaza de armas para operaciones ulteriores contra la dominación
británica en la India. [
El plan de Bonaparte y su estudio en las sesionen del Direc- . í
torio durante la primavera de 1798', fueron rodeados del mayor j
secreto; la noticia se supo en Europa recién en el verano del |
mismo año, oportunidad en que muchos se preguntaron si el [
joven general no habría perdido la cabera. / |
Pero lo que podía parecer aventura fantástica a uñ espíritu j
mediocre, guardaba estrecha relación con las entiguas y decidí- [
das miras de la burguesía comercial de Francia, miras no sólo j
anteriores sino también posteriores a la Revolución. Bonaparte ■
chocaba con la situación preexistente, pero su inteligencia lo i
comprendía todo. Su voluntad venció los obstáculos y su genio j
le permitió atreverse a emprender la realización. \

1 B o v u s ie n n e ; Mémoites sur Napoléon, 3? edv París, Lavocat


(1 9 3 1 ), IX, 32. ■ 1
C a p ítu lo III

• CONQUISTA DE EGIPTO Y E X P E D IC IO N A SIRIA

1798 - 1799

La campaña de Egipto, segunda gran guerra de Bonaparte,


desempeña un importante papel en su carrera, así como también
en la historia de las conquistas coloniales francesas.
La burguesía de Marsella y toda la Franieia meridional man­
tenían desde tiempo atrás relaciones comerciales con los países de
Levante, es decir, con las poblaciones costeras de la península
balcánica, Siria, Egipto, islas* orientales del Mediterráneo y el
Archipiélago. Dichas relaciones estaban muy extendidas y resul­
taban sumamente provechosas para el comercio y la industria
franceses, ^
Y hacía tiempo también que estos elementos de la burgue­
sía francesa, deseaban robustecer la situación política de Francia
en esas comarcas fructíferas pero adm inistradas en forma bas­
tante desordenada y donde el comercio exigía para su seguridad,
el prestigio de una fuerza a la que pudiera recurrir el ¡comer­
ciante en caso necesario. A fines del siglo X V III abundaban se­
ductoras' descripciones acerca de las riquezas naturales de Siria
y Egipto,r donde, según se pensaba, sería provechoso crear colo­
nias y mercados. La diplomacia francesa se interesaba por estos
países de Levante, territorios' de la P u erta Otomana, ¡como se
llamaba entonces al gobierno turco, que eran posesión del sultán
de Constantinopla.
y Al parecer estos países estaban ^débilmente guardados por
Turquía. Desde lejanos tiempos las esferas* dirigentes francesas
veían a Egipto, bañado por el Mediterráneo y el Mar Rojo, co­
mo un punto desde donde amenazar los intereses políticos y
comerciales opositores de la India e Indonesia. Ya el ilustre filó-
56 E U G E N I O T A R L É

sofo Leibniz, en una memoria al rey de Francia Luis XIV, le


había aconsejado la conquista de Egipto para comprometer la ,
situación de los holandeses en todo Oriente.
A fines -del siglo X V III el enemigo principal ya no era Ho­
landa sino Inglaterra, lo que explica que los dirigentes de la
política francesa no consideraran a Bonaparte un insensato cuan­
do les propuso un plan de ataque a Egipto, y ni siquiera se
asombraban <al ver que el ministro de Negocios Extranjeros, el
frío y escéptico Talleyrand, apoyaba resueltamente el plan.
Después de apoderarse de Venecia, Bonaparte ordenó a uno
de sus generales que ocupara- las islas Jónicas, y hablaba de
esta ocupación «01110 de un medio propicio a la conquista de
Egipto. Poseemos datos indiscutibles que muestran que, durante
el curso de su primera campaña de Italia, no cesaba de pensar ,
en Egipto; en agosto de 1797 escribía a París: “ No estaba lejos
el tiempo en que sentiríamos que para dest-ruir verdaderamente
a Inglaterra haría falta apoderarnos de E gipto” 1.
Durante la larga guerra de Italia, leía como de costumbre
mucho y apasionadamente, y sabemos que se hizo enviar de París
la obra de Volney sobre Egipto y otros' libros sobre el mismo
teína- A tribuía un valor inmenso a las islas Jónicas que acababa
de ocupar; si le hubiera sido preciso elegir, escribía al Directo­
rio, renunciaría a Italia, recién conquistada,, antes que a las
is'las. Y en la misma época, aiin no concluida del todo la paz con
los austríacos, reclamaba con insistencia la toma de Malta. To­
das estas bases insulares en el Mediterráneo le eran necesarias
para organizar la fu tu ra expedición.
Después de Campo Formio, cuando se había terminado ton j
A ustria por un tiempo e Inglaterra quedaba como principal ad~ [
versario, Bonaparte usó de todo su poder para persuadir al Direc- f
torio de que le diera una flota y un ejército para conquistar 1
Egipto. El Oriente le había atraído siempre y en este período de I
■¡su vida estaba mucho más preocupado por Alejandro de Macedo- j
nia que por César, por Carlomagno o por cualquier otro Jjéroe ¡
de la historia. Un poco más tarde, cuando recorría los desiertos
egipcios, explicaba a sus ¡compañeros, medio en broma, medio en ¡
serio, cuánto le dolía haber nacido demasiado tarde y no poder,

* B o u r r ie n n e : Mémoires sur Napoléon. i


N A P O L E ó' N

como Alejandro de Maeedonia, conquistar Egipto y proclamarse


allí dios o hijo de un dios. Luego, con toda seriedad, agregaba:
“ Europa es una ratonera, no ha tenido nunca tan grandes im­
perios ni tan . grandes revoluciones como el O riente” 1/
Estos sueños eran los más acordes con los deseos y posibili­
dades de su futura, carrera política. Durante aquella famosfa no­
che pasada en vela en Italia, había resuelto no recoger siempre
laureles para los Directores» y se había lanzado por el camino
de la conquista del poder supremo. “ Ya no sé someterme” , de­
claró abiertamente a su estado mayor durante las negociaciones
de paz con los austríacos, al recibir de París directivas que le
irritaban. Pero durante el invierno de 1797-1798 y la primavera
de 1798, todavía no era posible derribar al D irectorio: el "fruto
no estaba maduro. Si Napoleón había perdido ya la aptitud de
someterse, conservaba en cambio la de esperar el momento fa­
vorable. No estaba aún el Directorio lo suficientemente compro­
metido, ni el ejército idolatraba tanto a Bonaparte, aunque pu­
diera contar enteramente con aquellas divisiones que había man­
dado en Italia. ¡Y cómo llenar mejor el tiempo de espera que
con nuevas conquestas, con nuevos y ostentosos triunfos en el
país de los faraones, siguiendo las huellas de Alejandro, crean­
do una amenaza contra las posesiones de Inglaterra en la India?
El apoyo de Talleyrand le fue sumamente precioso. Es bas­
tante difícil, seguramente, hablar de las' ^convicciones” de Ta-
llevrand; pero pa^a él era evidente la posibilidad de crear en
Egipto una colonia francesa rica, floreciente y de buen resultado
económico y antes de conocer las intenciones de Bonaparte ya
había hecho una comunicación a la Academia sobre este tema.
Aristócrata pasado al servicio de la burguesía revolucionaria por
razones de carrera, Talleyrand explicó en la Academia las' exi­
gencias de esta clase, particularmente interesada en el comercio
francés con Levante. A esto se agregaba en ese momento el deseo,
de predisponer a Bonaparte a su favor, porque el espíritu astuto
del diplomático había 'adivinado antesí que nadie al futuro amo
del pueblo francés. Pero Bonaparte Talleyrand no tuvieron que
esforzarse mucho para conseguir de los Directores el dinero, los
soldados y la flota destinados a esta lejana y peligrosa empresa.

i B ou k iu en n e : Mémoires su? NapoHon,


58 E . T A R- L É

Ante t'odo, laá razones realmente importantes por las que el Di­
rectorio encontró un sentido y un interés a esta conquista fueron
las razones económica# generales ya expuestas y especialmente mo­
tivos militares. E n segundo lugar algunos* de los directores, como
por ejemplo Barras, vieron algunas ventajas en esta peligrosa y
distante expedición precisamente porque era alejada y peligrosa.
Hacía tiempo que los inquietaba la repentina y formidable
popularidad de Bonaparte,
Que ya “ no sabía som eterle” los Directores de la República
francesa lo sabían mejor que nadie. ¿ Acaso Bonaparte no concluyó
como quiso la paz de Campo Formio, a despecho' de algunos de-’
seos directamente formulados por el Directorio? E n ocasión de
su reeepieión triunfal del 19 de diciembre de 1797, se comportó
no como un joven guerrero que recibe con gratitud el honor con­
ferido por la patria, íáno como un emperador de la antigüedad
a quien un senador servil organiza un triunfo al regresar de una
guerra victoriosa: se mostró frío, casi brusco, taciturno; acep­
taba todo lo que ocurría como cosa debida y familiar. E sta
conducta suscitaba inquietudes, i Que parta, pues, p ara Egipto!
Si vuelve, pues bien, volverá. . . Si no, B arras y sus colegas ca­
brán acoger esta pérdida (con resignación. Se decidió efectuar la
expedición. Bonaparte recibió el mando el 5 de marzo dg 1798.
E l general en jefe comenzó de inmediato febriles preparativos
para la -campaña: esamen de los. barcos y selección de los solda­
dos del cuerpo expedicionario. Más aún que al comienzo de la
campaña de Italia tíe puso en evidencia el genio de Napoleón,
que al organizar las más difíciles y grandiosas empresas cuida­
ba de todos los detalles, veía a la vez el bosque y los árboles y
hasta las' ramas de (cada árbol. Mientras inspeccionaba las costas
y la flota y formaba su cuerpo expedicionario, tan atento a las
oscilaciones de la política mundial como a todos los informes
sobre los' movimientos de la escuadra de Nelson que cruzaba
cerca de las costas de F rancia y amenazaba con hundir los n a­
vios de la expedición, Bonaparte seleccionaba casi uno por uno,
para llevarlos a Egipto, los soldados que combatieron a sus órde­
nes en Italia. Conocía personalmente gran número de soldados;
su memoria excepcional asombró siempre a las personas qué le
rodeaban; sabía que tal soldado era valiente y sufrido pero be­
bedor; que este otro era muy inteligente y desenvuelto pero se
N A P O L E Ó N 59

fatigaba pronto porque tenía nna hernia. No sólo supo Napoleón


elegir bien a los mariscales sino también a los cabos y aun a los
soldados de rango, cuando era preciso. Y para la expedición a
Egipto, para esta guerra bajo un sol ardiente a 509 y aún más,
para las marchas a través de los inmensos desiertos de arena
caliente, ■sin ag¡im y sin sombra, hacían falta hombres muy resis­
tentes y seleccionados. E l 19 de mayo de 1798 todo estaba dis­
puesto en Tolón y la flota de Bonaparte levó anidas.
Cerca de 350 navios grandes y pequeños en los que se había
embarcado el cuerpo expedicionario (30.000 hombres con la arti­
llería) debían atravesar el Mediterráneo casi de un extremo a
otro, evitando la escuadra de Nelson, que podía cañonearlos y
hundirlos.
Europa entera sabía que en algún lado se preparaba una-
expedición marítima. Sobre todo Inglaterra sabía perfectamente
que en todo§ los puertos franceses del mediodía reinaba una in ­
tensa actividad y que llegaban allí tropas sin interrupción; que
el general Bonaparte iría a la cabeza de la expedición proyec­
tada, prueba evidente de la gravedad del asunto. Con toda ha­
bilidad, Bonaparte hizo circular el rum or de que su intención
era franquear el estrecho de Gibraltar, bordear España y' luego
intentar un desembarco en Irlanda. Este rum or llegó hasta
Nelson y lo engañó: el almirante inglés esperó a Napoleón cerca
de Gibraltar mientras la flota francesa salía del puerto y ponía
proa hacia el este, en dirección a Malta.
Desde el siglo X V I esta isla pertenecía a la Orden de los
Caballeros de Malta. E l 'general Bonaparte llegó frente a la isla,
exigió y obtuvo su rendición, la proclamó posesión de la Repú­
blica francesa, y después de algunos días de descanso (del 10
al 19 de junio) continuó su ru ta hacia Egipto. Aprovechando
un viento favorable llegó el 30‘ de junio a la costa egipcia, cere-a
de A lejandría y o-rdenó el inmediato desembarco. La situación
era peligrosa: al llegar a A lejandría supo que 48 horas antes
la escuadra inglesa había estado allí y se.había informado sobre
Bonaparte, a quien, naturalmente, casiJ no se conocía.
He aquí lo ocurrido : Nelson se había enterado de la toma
de Malta por los franceses y cayó en la cuenta de que Bonaparte
lo había engañado. A toda vela se dirigió a Egipto para obs­
taculizar el desembarco y hundir la flota francesa. Pero su pre-
80 T A R L É

cipítación y la rapidez de la flota ingies'a le fueron perjudicia­


les. Desde un principio Nelson había pensado con razón .que
Bonaparte iría de Malta a Egipto, pero quedó desorientado cuan­
do a su, llegada a A lejandría se le dijo que nadie había oído
Hablar del general francés. Entonces Nelson pus'o proa hacia
Constantinopla, juzgando que si los franceses no estaban en
Egipto, no podían estar sino allí.
Este encadenamiento de casualidades y errores por parte de
Nelson salvó la expedición francesa. Pero el almirante inglés po­
día volver de un momento a otro y fue por ello que el desem­
barco se efectuó muy rápidamente. El 2 de junio, a la una de
la mañana, las tropas habían pisado tierra firme en Marabú,
población de pescadores situada a algunos kilómetros de la ciu­
dad.
Ahora que se encontraba en su elemento, entre sus fieles
soldados, Bonaparte ya no vaciló: marchó de inmediato sobre
Alejandría con su ejército.
Egipto pertenecía al sultán de Turquía, pero en realidad
se trataba de una serie de feudos' cuyos amos poseían una caba­
llería bien armada, la caballería de los mamelucos. Sus jefes,
los beys mamelucos, poseían las mejores tierras de Egipto. Esta
aristocracia feudal y m ilitar pagaba su tributo al sultán de
Constantinopla y reconocía su dominio, aunque de hecho depen- <
diera muy poco de él.
La mayor parte de la población era árabe y estaba compues­
ta por comerciantes (entre los cuales había mercaderes acomo­
dados y hasta ricos), artesanos, guías de caravana y agricultores
Había también coptos, vestigios de antiguas tribus que vivían
en el país desde antes' de los árabes y que cuando llegó Napo­
león estaban en la peor de las situaciones. Se les daba la deno­
minación general de “ fellahs” , es decir, campesinos. Pero se
llamaba también “ fellahs” a los campesinos pobres de origen
árabe. E ran jornaleros, manufa'etureros, camelleros y algunos de
ellos pequeños mercaderes ambulantes.
A pesar de que el país pertenecía al sultán, Bonaparte, ve­
nido para ocuparlo, se jactó de no estar en guerra con la Su­
blime Puerta y, por el contrario, afectó profunda paz y amistad.
Se presentaba como libertador de los árabes (no hablaba de los
coptos) a quienes deseaba arrancar, decía, a la opresión de los
N A P O L E Ó N 61

beys mamelucos cuyas exacciones y '.crueldades abrumaban a la


población. Y cuando después de algunas hoías de combate tomó
Alejandría e hizo tíu entrada en esta vasta y rica -ciudad, repitió
sus historias sobre la liberación del yugo de los mamelucos y
estableció desde el primer momento y para mucho tiempo la
dominación francesa. Al pueblo u liberado7' le recomendó la do-
cilitdad más completa, amenazando con tomar medidas severas en
cas» de insurrección. Trató por todos los medios de convencer
a los árabes de su profundo respeto por el Corán y la religión
de Mahoma.
Después de pasar unos días' en Alejandría, Bonaparte se di­
rigió hacia el sur y se internó en el desierto. Sus tropas casi
no tenían agua. La población, presa de pánico, huía de las ciu­
dades abandonando las1 casas, agotando o envenenando el aguja
de los pozos. Loe mamelucos ¿e retiraban con lentitud, hostigan­
do de vez en cuando a los franceses y huían inalcanzables en
sus excelentes caballos.
Por íin, el 20 de julio de 1798, cerca de las Pirámides, Bo­
naparte &'e encontró con el grueso de las fuerzas de los mame-,
lucos. “ ¡Soldados!, desde lo alto de estas pirámides cuarenta
siglos os contemplan!” , dijo a su ejército antes de la batalla.
La acción tuvo lugar entre el pueblo de Embabeh y las P i­
rámides. Los mamelucos sufrieron una derrota total, abandona­
ron parte de sil artillería —40 cañones— y huyeron hacia el
sur. Varios miles de hombres quedaron en el campo de batalla.
Inmediatamente después de esta victoria Bonaparte hizo su
entrada en El Cairo,' la segunda de las dos grandes ciudades* de
Egipto. Los habitantes, aterrorizados, acogieron en silencio al
conquistador; no sólo no habían oído hablar de Bonaparte, sino
que ni aun en este momento comprendían quién era y contra
quién luchaba.
En El Cairo, ciudad más rica que Alejandría, Bonaparte
halló gran cantidad de artículos alimenticios y el ejército pudo
descansar de sus penosas marchas. Evidentemente era molesto
que la población estuviese tan asustada y para tranquilizarla
Bonaparte lanzó una proclama traducida al dialecto local, donde
hacía un llamado a la calma. Pero como al mismo tiempo dio
orden de saquear e incendiar el poblado de Alcam (cerca de El

\
62 E . T A E L É
■Si
Cairo), al que responsabilizaba de la muerte de algunos* sóida- | |
dos franceses?, el terror de los árabes aumentó. '
’ Estas órdenes de incendiar pueblos, de aniquilar *a los lia- ;||
hitantes, de saquear impunemente durante 24 y 4S horas, Ñapo-
león nunca vaciló en darlas, ni en Italia ni en Egipto, ni en í j
las otras comarcas donde .combatió después. Y lo hacía con ahso- ; $
luta premeditación: la tropa debía ver qué castigos terribles H
infligían sus jefes a cualquiera que osara levantar la mano con- , ¡
tra un soldado francés. .■
Después de haberse instalado en E l Cairo, Bonaparte comen- j
zó a organizar la administración. Sin en trar en detalles cuyo |
lugar no sería éste, destacaré sólo los rasgos más característicos: j
l 9, en cada ciudad y en cada pueblo debía centralizarse^ el [
poder en manos del jefe francés de la guarnición; 29, junto, a : |
ese jefe se ubicaría, un “ diván” ¡consultivo compuesto por los [ \
ciudadanos elegidos por el jefe entre los habitante^ más notables |
y ricos de la localidad; 3° sería respetada la religión mahome- |
ta n a; se proclamó la inviolabilidad de las mezquitas y dé los
sacerdotes; 4° junto al general en jefe, en ¿El Cairo, se consti­
tuiría también un órgano consultivo de representantes, no sólo
de la ciudad de E l Cairo, sino también, de la provincia. Se regu­
laría la percepción de tatfas e impuestos; los pagos en especies
serían organizados de tal manera que el país* sostuviera a j
costa al ejército francés. Las autoridades locales con su s. Órg’a- . j
nos consultivos debían organizar una policía perfecta para pro- i
teger el comercio y la propiedad privada. Serían suprimidos los : j
impuestos sobre la tierra percibidos por los beys ‘mamelucos. Los j
bienes de los beys rebeldes* que continuaban la guerra huyendo
hacia el sur serían confiscados a beneficio del tesoro francés. |
Aquí como en Italia Bonaparte trataba de term inar con el I
feudalismo, tarea que le facilitaban los mismos mamelucos al epo- ; I
ner una resistencia armada. Buscaba también apoyarse en la "I
burguesía comercial árabe y en los árabes? dueños de tierra, pero j
no protegía de ningún modo a los fellahs explotados por esta f
burguesía. j
Todo esto debía consolidar las bases de una dictadura mi- I
litar absoluta, centralizada en sus' manos y que asegurara el ]
orden burgués ¡constituido por él. Hagamos notar de paso que el I
respeto por el Corán que Napoleón proclamaba con tanta insis
N A P O L E Ó N 83

tencia, era una novedad tan extraordinaria que el Santo Sínodo


¿le Rusia desarrolló como se sabe, en la primavera de 1807, la
testó audaz de la identidad 'de Napoleón con el “ precursor” del
A nticristo, haciendo valer como argumento su actitud en Egipto,
la protección de los musulmanes, etc.
Una vez instaurado un nuevo régimen político en los países
que acababa -de conquistar, Bonaparte se preparó para una ex­
pedición próxima; la invasión de Siria, expedición que no inte­
grarían los sabios traídos de Francia. Es necesario recordar aquí
el papel considerable que en la historia de la egiptología des­
empeñó la expedición de Napoleón, al llevar a Egipto los p ri­
meros sabios que revelaron la existencia de esa antigua civili­
zación. Bonaparte, espíritu siempre ávido de saber, les testimo­
nió mucha simpatía e interés; su famosa orden dada al entrar
en batalla íeon los mamelucos: ‘‘jLos asnos 'y los Sabios al me­
dio!” , no hizo más que traducir su preocupación por poner a
¡salvo ante todo a los animales, de un inestimable valor durante
la expedición, y a los representantes* de la ciencia.
E l laconismo m ilitar habitual, la brevedad necesaria de las
frases de mando, conferían por sí solos un sentido excepcional
a este inesperado conjunto de palabras.
Aun antes! de su expedición a Siria, Bonaparte debió ¡con­
vencerse muchas veces de que los árabes estaban bien lejos de
entusiasmarse por esa “ liberación del yugo de los tiranos ma­
melucos^ de que hablaba continuamente el conquistador francés
en sus proclamas. Después de haber aplicado su sistema do
requisiciones y de tasas, que funcionaba perfectamente pero abru­
maba a la población, los franceses estaban suficientemente abas­
tecidos de víveres, pero la moneda contante y sonante era más
rara y para obtenerla se emplearon otros medios.
E l general Kleber, a quien Bonaparte dejara como goberna­
dor de Alejandría, detuvo a un anciano jeque de .esta ciudad, el
riquísimo Sidi Mohamed E l Ooraim, y lo acusó de alta traición.
El Coraim fue conducido a El Cairo bajo custodia: allí se le de­
claró que si deseaba salvar su cabeza^ podía hacerlo entregando
300.000 francos oro. P ara su desgracia, E l Coraim se mostró
fatalista: “ Si debo morir, hoy, nada me salvará y habré dado
mis piastras sin ningún provecho; y si no debo morir, entonces
¿por qué darlas'?” Bonaparte ordenó qué se le cortara la cabeza
E . T A R L É

y se la paseara por todas las' calles ele El Cairo con el siguiente


letrero: “ Así serán castigados todos los traidores y perjuros7’.
A pesar de todas las búsquedas no se encontró el dinero escon­
dido por. el jeque ajusticiado, pero después de esto varios ricos
árabes entregaron todo lo que se les exigió, y en los primeros
días que siguieron a la ejecución de El Coraim se reunieron al­
rededor de 4.000.000 de francos, que pasaron a enriquecer el
tesoro del ejército francés.
A fines de octubre de 1798 las cosas empeoraron y lrerbo
una tentativa de insurrección en El Cairo mismo. Los insurrectos
atacaron y mataron a algunos hombres del ejército de ocupa­
ción y durante tres días se defendieron en distintos barrios" de
la ciudad. La represión fue despiadada. Además de los árabes y
íellahs matados en masa en el curso del levantamiento, se eje­
cutó durante muchos días, cotidianamente de 20 a 30 personas
hasta que la calma se restableció.
La revuelta de El Cairo tuvo reperc-uciones en los' pueblos
vecinos. Apenas .se tuvo conocimiento de la primera de estas re­
beliones Bonaparte dio a su subordinado Oroizier orden de acu­
dir a los lugares en cuestión, rodear la tribu y masacrar sin
excepción a todos los hombres e incendiar las moradas, Y algunas
horas después de esta expedición punitiva aparecieron en la 'p la ­
za principal de El Cairo asnos cargados de sacos. Al abrir los
sacos, las cabezas de los ajusticiados de la tribu culpable ^roda­
ron por el suelo.
Según los testigos oculares, estas medidas que Napoleón
juzgaba necesarias aterrorizaron por un tiempo a la población.
Bonaparte debía tener en -cuenta dos circunstancias suma­
mente peligrosas para él: un mes justo después de desembarcar
el ejército francés en Egipto, el almirante Nelson descubrió por.
fin la escuadra francesa que se estacionaba en Abukir, la atacó
y 1a. destruyó por completo. E l almirante francés Brueys pere­
ció en la batalla. El ejército que peleaba en Egipto se hallaba,
pues, aislado por largo tiempo de Francia. Además el ejército
turco había resuelto con su actitud no dejar propagar la ficción
de que Napoleón no combatía a la P uerta Otomana sino Ijue
quería sólo castigar a los mamelucos por ultrajes a comerciantes'
franceses y por la opresión que ejercían sobre los árabes.
. Fue enviado a Siria un ejército turco, a cuyo encuentro
partió Bonaparte. Debió tomar medidas despiadadas para ase-

\
N A P O L E Ó N 63

gurar la tranquilidad de la retaguardia durante esta nueva y


lejana expedición.
La campaña de Siria fue horriblemente penosa, .sobre todo
por la falta de agua. Comenzando por El Arich, las -ciudades,
una tras otra, se rindieron a Bonaparte, que franqueó el istmo
de Suez y marchó sobre Jaffa a la que puso sitio el 4 de marzo
de 1799. La ciudad no capituló. Bonaparte ordenó declarar a la
población que siT.a ciudad era tomada por asalto, todos los ha­
bitantes serían fusilados sin hacer ningún prisionero, pero Jaffa
(no se rindió, E l 6 de marzo tuvo lugar el asalto y los soldados
que penetraron todos de golpe en la ciudad pasaron literalmente
por las armas a todos los qu-e cayeron en sus manos. Se saquea­
ron las casas y las tiendas.
Algún tiempo después, cuando la masacre y el pillaje to -j
caba a su fin, Bonaparte se enteró de que 4.000 soldados turcos
sobrevivientes, en su mayoría arnautas y albaneses, se hablan
encerrado con sus armas en un recinto fortificado, Cuando- los
oficiales franceses se acercaron y exigieron su rendición, estos
soldados contestaron que sólo se rendirían si les perdonaban la
vida y -que en caso contrario s e ,defenderían hasta la última go­
ta de sangre. Los oficiales franceses les prometieron dejarlos
con vida, pero al salir los turcos -de sus trincheras y deponer
las armas, los franceses los encerraron en barracas.
Bonaparte estaba furioso por todo esto. Opinaba que no
había habido ninguna razón para, hacer tal promesa a los tur-
eos: “ ¿Qué quieren que haga con ellos? —gritaba— ¿tengo
víveres para alimentarlos’\ 1 No había ni bar-eos para llevar­
los por m ar de Jaffa a Egipto ni bastantes tropas disponibles
para escoltar a través del desierto hasta El Cairo, o Alejandría
ja estos 4,00-0 soldados, que se contaban entre los más fuertes y
'mejor seleccionados,
Pero Napoleón no tomó de un golpe su espantosa decisión.
Pesó el pro y el contra durante tres días y al cuarto después
de la rendición dio orden de matar a todos los prisioneros. Se
condujo pues a los 4.000 hombres á orillas del mar y allí se los
fusiló.
Inmediatamente después Bonaparte prosiguió su avance y

1 B o u rrie n n e : Mémoires sur Napoléon, 3? ed., París. Lavocat


(1 9 3 1 ), II, 222.
£ . T A R L É

marchó sobre la fortaleza de Aere, llamada por los franceses


San Juan de Acre. No había tiempo que perder: la peste pi­
saba los talones al ejército francés y desde el punto de vista de
la higiene hubiera sido sumamente peligroso demorarse en Ja-
ffa, donde en las «asas, por las calles, sobre los techos, en los .:
sótanos y en los jardines, se descomponían los cadáveres.
E l sitio de Acre duró exactamente dos meses yf terminó en -'
un fracaso. Bonaparte no tenía artillería de sitio. L a defensa .
estaba dirigida por el almirante inglés Sidney Smith y sus com- •
patriotas abastecían por m ar la plaza de armas y víveres. La
guarnición turca era numerosa. E l 20 de mayo de 1799 los fran- ’
ceses debieron levantar, el sitio; habían perdido 3.000 hombres
y los sitiados todavía más. E l ejército francés volvió a Egipto.
Hagamos notar aquí que Napoleón atribuyó siempre, hagta ;
su muerte, no se sabe qué significado particular y fatal a.yesj¿e ;
fracaso. La plaza fuerte de Acre era el último punto de la tierra, el 3
más oriental, que había podido alcanzar-. Se propuso permane­
cer largo tiempo en Egipto y ordenó a sus ingenieros que bus­
caran las huellas de antiguas tentativas de abrir el istmo de .
Suez; además hizo establecer un plan de futuros trabajos, en ■
esta comarca. Sabemos que escribió al sultán de Misore (al sur
de la India) prometiéndole su ayuda. Planeaba relacionarse y
ponerse de acuerdo con el shah de Persia. La resistencia de Acre-
y sobre todo la imposibilidad, sin nuevos refuerzos, de prolon­
gar tan formidablemente su línea de comunicaciones, los rumo­
res inquietantes que circulaban acerca de un levantamiento de'
campesinos sirios a retaguardia, entre el Arich y Acre,' todo
esto puso fin al sueño de Bonaparte de asentar su dominio so­
bre Siria. í
E l regreso f u e .aún más penoso que la ida ■ era a fines de
mayo y en esas regiones el calor se hace insoportable al aproxi­
marse junio. B onaparte se detenía poco, sólo cuando creía ne­
cesario castigar, con su dureza habitual, a los campesinos sirios.
Es curioso notar que en el -curso de este penoso viaje de
regreso 'de Siria a Egipto el general en jefe compartió con su
ejército todas las incomodidades sin permitirse ni perm itir a sus
subordinados, ni aun a los de más altos grados, ninguna excep­
ción.............................
La peste hacía cada vez más estragos. Se abandonaba a los'
apestados y no se llevaba sino a los otros enfermos y heridos.
N A P O L E Ó N 67
y
Napoleón dio a todo el ejército la orden de marchar a pie y de-
íar los caballos y los vehículos para los enfermos y los heridos,
jjl jefe de las caballerizas de Bonaparte, convencido de que era
necesario hacer una excepción le preguntó qué caballo deseaba
guardar para sí; Bonaparte se enfureció y golpeó al hombre en
ia cara con su látigo gritando: “ {Que todo el mundo vaya a
pie, caray! y yo el primero, ¿no conocéis la orden? ¡Idos l” . 1
Es por hechos de este género que los soldados amaban a
Napoleón, y en sus días de vejez eran estos hechos, más qué sus
victorias y sus conquistas, lo que más hacía que le recordaran.
Bonaparte lo sabía perfectamente y jamás vaciló en circunstan­
cias parecidas. Ninguno de aquellos que lo observaron podían
distinguir, por tanto, el movimiento espontáneo de la actitud
premeditada. < /
Tal vez había en él como en jjjbs grandes actores, ambas co­
sas. Y Napoleón e u un gran actor aunque en los comienzos de
su carrera, en Tojen, en Italia y en Egipto, esta -cualidad no
fuera advertida más que por un número muy pequeño de per­
sonas, las más perspicaces de entre las más próximas. Pero entre
los allegados a Bonaparte había entonces pocos clarividentes.
El 14 de junio de 1799, el ejército de Bonaparte estaba de
regreso en El Cairo. Pero ni el general en jefe ni el ejército
entero, debían permanecer mucho tiempo en el país conquistado.
Apenas tuvo tiempo Bonaparte de descansar en E l Cairo
cuando llegó la noticia de que, c^rca de AbuMr, donde un año
" antes Nelson aniquilara los transportes franceses, desembarcaba
: un ejército turco para librar a Egipto de la invasión. Napoleón
se dirigió de inmediato hacia el norte, en dirección al delta del
Nilo. El 25 de junio cayó sobre el ejército turco y lo derrotó;
cerca de 15.000 turcos quedaron en el campo de batalla. L a con­
quista francesa quedó así consolidada para los años venideros. .
Una pequeña parte de los turcos se salvó en los navios bri­
tánicos. E l m ar estaba, como de costumbre, en poder de los in­
gleses; pero más firmemente que nunca Egipto estaba en manos
de Bonaparte. Y t
Y de pronto, se produjo un acontecimiento imprevisto. A '
pesar de tener cortadas todas sus comunicaciones con Francia

1 -■■Boussiénne:' Mémoires sw ÑapoUon, Varis, Lávocat (1931"),


II, 252, 3? ed.
T A R L É

desde hacía largos meses, Bonaparte, gracias a diarios caídos por.,


azar entre sus manos, s'e enteró de noticias trastornantes: Aus­
tria, Rusia y el reino de Nápoles habían recomenzado la guerra
contra Francia mientras él conquistaba Egipto; Suvoróv apa­
reció en Italia, batió a los franceses y destruyó la República
Cisalpina ; luego atravesó los Alpes y amenazaba con invadir a ■
Francia. En Francia misma había bandolerismo, disturbios, un
desorden 'completo. Débil y despavorido, el Directorio era odia­
do por la mayoría.
“ ¡Italia está perdida! ¡Miserables! Se ha perdido tqd& el
fruto de nuestras victorias. Es preciso que yo p a rta ” . 1 ... dijo N
' en cuanto hubo terminado su lectura.
Transmitió el comando supremo del ejército a Ivleber; orde­
nó a m a r con urgencia y en absoluto secreto, cuatro navios, hi­
zo embarcar en ellos alrededor de 500 hombres elegidos poiyél,
y el 2-3 de agosto de 179,9 partió para Francia, dejando a Kleber
un ejército bien abastecido, un aparato administrativo y fiscal
creado por él mismo y qne funcionaba a la perfección, y finalmente
una población sumisa.
C a p í t u l ;) IV

EL 18 DE BRUMARIO DE 1799

Napoleón salió de Egipto con el firme e inquebrantable pro­


pósito de derribar al Directorio para apoderarse del poder su­
premo, empresa por demás arriesgada.
En estos 47 días de travesía en que a cada, instante se com a
el riesgo de encontrarse con la flota inglesa, frente a la muerte,
sólo Bonaparte permanecía calmo, al decir de los observadores,
y daba con su energía habitual todas las órdenes necesarias. El
S de octubre de 17S9 sus barcos atracaron en una bahía cerca
del cabo Fréjus.
Para comprender lo que ocurrió durante los 30 días que
median entre el S de octubre de 1799, fecha del desembarco de
Napoleón en tierra francesa, y ei 9 de noviembre, fecha en que
se convirtió en amo de Francia, es preciso recordar en pocas
palabras cuál era la .situación del país al saberse el regreso del
conquistador de Egipto.
Después del 18 de fructidor del ano 5 (1797) B arras.y sus
colegas contaban al parecer con las fuerzas que los sostuvieron
esa jornada, a saber:
P Con los nuevos propietarios de la ciudad y del campo en­
riquecidos por la. revolución, es decir, con una enorme mayoría
que aunque temía el regreso de ¿os Borbones soñaba con una
estabilización basada, en una policía y un poder central fuertes.
2 ' Con el ejército, con la masa de los soldados, en estrecha re­
lación con los campesinas que odiaban la sola idea de una restau­
ración de la- vieja dinastía feudal
Pero en el curso de los dos años transcurridos desde el 18
de fructidor de 1797 al otoño de 1799, el Directorio perdió todo
punto de apoyo en las masas. La burguesía comercial soñaba
Con un dictador, con un renacimiento comercial, con un hombre
70 E . T A R L É
\

que trajera a Francia, junto con la paz exterior, un “ orden”


interior sólidamente asegurado. L a pequeña y inedia burguesía
y sobre todo el campesinado enriquecido por la adquisición de
tierras confiscadas, tenían también el mismo deseo. E l dictador
podía ser cualquiera menos un Borbón.
Después de aplastado el levantamiento de pradial de 1795, ;
la clase obrera no intervino más en conjunto, a pesar de que
continuaba sufriendo el hambre, el paro, la carestía de la vida
y maldiciendo a los especuladores de toda clase, cuyo protector
directo era según la opinión general Barras, el hombre 'más
influyente' del Directorio. E l 18 de fruetidor, el Directorio probó ,
que quería y podía defender a F rancia contra los Borbones; pero
en el curso de los dos años siguientes demostró también que^ho
era capaz de crear esa sólida estructura burguesa que no estaba
aún realizada por completo ni en los códigos ni en los hechos.
D urante este tiempo, la debilidad del Directorio aparecía
también en otros asuntos. El entusiasmo de los “ sedosos” lyone-x
ses en el momento de la conquista de Italia, tan rica en seda cru­
da, se cambió en desencanto y tristeza cuando, en ausencia de
Bonaparte, Suvorov entró en Italia y volvió a quitársela a los
franceses en 1799. El mismo 'decaimiento invadía a otras cate­
gorías de industriales y comerciantes franceses cuando vieron dis­
m inuir enormemente en ese mismo año las esperanzas de paz;
Francia arrastrada a una lucha cada vez más difícil contra una
poderosa coalición europea; los millones de oro que Napoleón
había enviado de Italia dos años antes, devorados en parte por la
guerra, dilapidados por los funeinarios y los proveedores del
Estado que robaban el tesoro con la complicidad del mismo ,Di-
rectorio. IJna terrible derrota infligida a los franceses por Suvorov
cerca de Novi, la muerte del general en jefe Joubert, caído en
esa batalla, la defección de todos los “ aliados” italianos de F ra n ­
cia y la amenaza contra las fronteras francesas: todo esto apartó
del Directorio a los burgueses de la ciudad y del campo.
E n el ejército el ánimo no era más favorable. Se recordaba
a Bonaparte, que partió p ara Egipto; los soldados se quejaban
abiertamente del hambre, porque el robo se practicaba en vasta
escala, e iban repitiendo que se les llevaba inútilmente al m ata­
dero, De pronto, como podría reavivarse un fuego cubierto, por .
la ceniza, el movimiento realista resurgió en Vendée. Los jefes
N A P O L E Ó N 71

de" los chuanes, Georges Cadoudal, F ro ttl y L a Roche jacquelin,


provocaron un levantamiento en B retaña y Normandíá. E n al­
gunos lugares los realistas lieg ^ o n hasta gritar en la calle:
“ ¡Viva Suvorov! ¡Abajo la RepúblicaV \ M illares-de jóvenes
errab an a través del país, abandonando su pueblo natal para
escapar a las obligaciones militares. Todas sus esperanzas de re­
greso estaban ligadas a la posibilidad de un golpe de Estado,
Día a día la vida se hacía más cara a causa de la desorganiza^
eion general del comercio y la industria como consecuencia de
los requerimientos incesantes con los que grandes especuladores
'y comerciantes realizaban enormes beneficios. En otoño de 1799,
iíasséna derrotó al ejército ruso de Korsakov cerca de Zurich,
y el otro ejército ruso, el de Suvorov, fue llamado «por el zar
Pablo, pero ni siquiera estos éxitos fueron de gran ayuda p a r a
el Directorio y no consiguieron aum entar su prestigio. ^
La débil tentativa del Directorio de apoyarse en la izquier­
da para term inar una vez más, con el peligro- que se manifestaba
por la derecha, no dio esta vez ningún resultado. -La pequeña
burguesía se alejaba de los jacobinos que ni aun queriendo hu­
bieran podido prestar al Directorio una ayuda considerable.
Después del desarme de los obreros y del terror feroz de­
satado contra ellos en pradial de 1795; después del arresto de
Babeuf.en 1796, su condena y la proscripción de los babeuvistas
en 1797; después de la política del Directorio orientada por en­
tero hacia la protección de los intereses de la burguesía especu­
ladora de París y de las grandes ciudades, no es preciso decir
que los trabajadores no estaban de ningún modo dispuestos a
defender al Directorio. “ Queremos un régimen bajo el cual se
coma” , decían.
Los agentes de policía oían con frecuecia esta frase en los
suburbios de París durante el año 3799, y sus jefes se inquieta­
ban al saberlo.
Bastaría la fórmula siguiente para resumir en pocas pala­
bras la situación general de F rancia a mediados de 1799: la
aplastante mayoría de los miembros de las clases poseedoras juz­
gaba al Directorio, desde su punto de vista, inútil e incapaz, y
hasta eran numerosos los que lo consideraban perjudicial. P ara
las masas desposeídas, ciudadanas y rurales, el Directorio repre­
sentaba el régimen de los ladrones ricos y de los especuladores,
72 E . T A R L iS

el lujo y el goce para los prevaricadores y el régimen del ham­


bre sin esperanza y de la opresión para los obreros, para I03
manufactureros y los consumidores pobres. Finalmente, para el
ejército el Directorio estaba constituido por algunos personajes
sospechosos que dejaban a los soldados sin sueldo y sin pan y
en varios meses entregaron al enemigo lo que Bonaparte acababa
de conquistar con sus victorias. El terreno estaba listo para la
dictadura.
E l 13 de octubre de 1799 (21 de vendimiarlo) el Director
informó al Consejo de los Quinientos —con satisfacción, decía-X
que el general Bonaparte había desembarcado en Fréjus. Con
aplausos tumultuosos, gritos de júbilo y clamores entusiastas'. h*s
diputados, de pie, saludaron su regreso; la sesión fue interrum>»
pida. Al decir ele los testigos, -cuando- los diputados hicieron co­
rrer la voz, la capital se puso de golpe como enloquecida y la
gente, casi llorando de alegría, se comunicaba la nueva por las
calles. Por la, noche, en todos los teatros la función fue inte­
rrum pida varias veces por los gritos de “ iViva B onaparte!".
La sala se ponía de pie y repetía esta aclamación. Una tras otra
llegaban a París noticias sobre la acogida extraordinaria, inaudi­
ta, que hacía; al general la población del sur y centro en todas
las ciudades que atravesaba al dirigirse a París. Los campesinos
salían de sus pueblos. Una tras otra las ciudades enviaban dele-,
gaciones ante Bonaparte para asegurarle su fidelidad y abnega­
ción. Nadie, ni él mismo, hubiera podido concebir una manifes­
tación tan espontánea, tan numerosa y tan. grandiosa.
E n París se observó un hecho- sorprendente: cuando se tuvo
conocimiento del desembarco de Bonaparte, las tropas ele la guar­
nición salieron a la calle y recorrieron la ciudad al son de lk
música. Es imposible decir con precisión quién dio la orden de
esta manifestación. ¿Acaso fue dada una orden? 4 O todo esto
sucedió sin intervención del comando?
El 16 de octubre (24 de vendímiario-) Bonaparte llegó a P a­
rís. Quedábanle al Directorio tres semanas de existencia. Pero ni
Barras, que esperaba la muerte política, ni aquellos de los Di­
rectores que debían ayudar a Napoleón a enterrar el régimen,
sospechaban que en ese momento el desenlace estuviera tan pró­
ximo, y que la instauración de la dictadura militar se contaría
no por semanas sino por días, y quizás pronto hasta por horas,
N A P O L E Ó N 73

El viaje de Bonaparte de Fréjus a París mostraba ya clara­


mente que s'e veía en él al ' ‘salvador” . Había recepciones solem­
nes, discursos entusiastas, iluminaciones, manifestaciones, dele­
gaciones, campesinos y ciudadanos de provincia que salían a su
encuentro, oficiales y soldados qne acogían a su jefe con júbilo.
Todas estas imágenes, toda esta gente que Bonaparte veía pasar
ante él como a través de un caleidoscopio, no le daban sin embar-
o-o todavía la certidumbre absoluta del éxito- inmediato. Im por­
taba sobre todo la opinión de P a rís : había estado allí cuatro
años' antes y recordaba la sublevación de los suburbios obreros
en pradial. E ra preciso asegurarse de que los trabajadores 110
se habían repuesto aun del terror de pradial, de que no se su­
blevarían contra el candidato dictador.
Desde e3 primer día pareció —y no podía dejar de parecer—
qne por ese lado no había ningún peligro inmediato. En cnanto
a la burguesía, su aplastante mayoría era netamente hostil al
Directorio, no tenía confianza- en su capacidad de actuar en
política interna ni externa. La guarnición de París acogió con
entusiasmo al jefe militar cubierto de nuevos laureles, al con­
quistador de Egipto y vencedor de los mamelucos, al general que
acababa de vencer al ejército turco.
Todo esto, desde los primeros días, incitó a Bonaparte a
precipitar el golpo de Estado. Y, además, contra lo que hubiera
podido esper&rse, parecía que entre los <unco directores no hu­
biera uno solo capaz de oponer una resistencia decidida. Perso­
najes tan insignificantes como Gohier, Moulin y Roger Ducos no
contaban para nada. Se les había nombrado directores ju sta­
mente porque nunca nadie advirtió en ellos la menor capacidad
de enunciar una opinión personal, ni la. audacia ¡ele abrir la boca
cuando Sirves o Barras lo consideraban superfino-.
E ra preciso tener en cuenta a- Sievés y a Barras. Sieyés,
que se había hecho célebre al comienzo de la revolución con su
famosa publicación ¡sobre el Tercer Estado, seguía siendo el re­
presentante y el ideólogo de la gran burguesía francesa. A su
lado, y con el corazón oprimido atravesó la dictadura jacobi­
na pequeño burguesa, aplaudió la caída de la dictadura jacobina
el 0 de tc-rmidor y el terror de pradial de 1795 contra las masas
plebeyas insurrectas; ambos eran hostiles al regreso de los Bor­
bones, buscaban la consolidación del orden burgués creado por
74: B . T A R L &

la Revolución y consideraban al Directorio como absolutamente


inservible, aunque el mismo Sieyés fuera uno de los cinco direc-'
tores. Se esperanzó eon el regreso de Bonaparte pero cometió
un grave error al juzgar la personalidad del general. “ Nos
hace falta una espada” , decía, imagninando ingennuamente que
Bonaparte sería sólo la espada y él, Sieyés, el fundador de un.
nuevo régimen. Ya veremos lo que salió de este malentendido
deplorable para Sieyés.
E n cuanto a Barras, era hombre completamente distinto, &¡5
otro espíritu que Sieyés.
E ra seguramente más inteligente. No era como el egoísta de
Sieyés un político m-oralizador fatuo y lleno de sí mismo, pero
si se nos permite la expresión, estaba prendado de su propia p er­
sona eon veneración. Audaz, escéptico y libertino, amigo de las
francachelas, lleno de vicios, prevaricador; conde y oficial al prin ­
cipio, montañés durante la revolución, uno de los promotores de
intrigas parlam entarias que tram aron los sucesos del 9 de term i­
dor, animador central de la reacción termidoriana y autor res­
ponsable de los acontecimientos del 18 de frHietidor de 1797,
Barras iba siempre adonde podía compartir el poder y aprove­
char sus ventajas. Pero, en oposición a Talleyrand por ejemplo-,
era audaz y sabía jugar su cabeza como lo había demostrado ya
el 9 de termidor al organizar el ataqúe contra Robespierre; sabía
m archar directamente hacia el enemigo -como marchó sobre los
realistas el 13 de vendimiarlo de 1795 y el 18 de fructidor de
1797. Bajo Robespierre no se agazapó con una sonrisa temerosa,
y en esto también ^se distinguía dé Sieyés, quien, cuando le pre­
guntaban qué había hecho en tiempo del Terror, respondía que
¿abía vivido. Hacía mucho tiempo que Barras había quemado
sus naves. Sabía con qué odio lo perseguían realistas y jacobinos,
y no perdonaba ni a unos ni a otros, sabiendo bien que él no
tenía ninguna gracia que esperar de ellos si era vencido. Estaba
dispuesto a ayudar a Bonaparte si, por desgracia, volvía de Egip­
to sano y salvo. E l mismo, en las ardientes jornadas de antes
de bramario, fue a casa de Bonaparte, conferenció eon él y lo
ensayó todo p ara asegurarse una sinecura confortable en el ré­
gimen futuro.
Pero muy pronto Napoléón juzgó qne B arras era imposible.
No porque no poseyera -16- que hacía falta: los hombres políticos
n a p o l e ó n 75

inteligentes, finos, audaces y astutos, no eran tan numerosos ni


aún en los puestos más altos y era una lástima desdeñar uno- de
ellos. Pero Barras se había hecho él mismo imposible. No sola­
mente se lo odiaba sino que se lo despreciaba. Robos descarados,
tropelías manifiestas, negocios dudosos eon los proveedores del
Estado y los especuladores, continuos banquetes ante los propios
ojos de los plebeyos cruelmente hambrientos, todo esto había
hecho del nombre de Barras un símbolo de la corrupción, de los
vicios y de la descomposición del régimen directorial.
Por el contrario, desde un principio Bonaparte acogió bien
a Sieyés, que gozaba de mejor reputación y que, además, en su
carácter de director, podía dar un cierto “ aspecto de legalidad”
al asunto al pasarse del lado de Bonaparte. Napoleón lo dejó tan
ilusionado como a B arras; Sieyés podía ser útil todavía durante
algún tiempo después* del golpe de Estado.
Durante estas jornadas se presentaron en casa del general
dos hombres cuyos nombres debían ligarse a Bonaparte y a su
carrera: Talleyrand y Fouché. Bonaparte conocía desde tiempo
atrás a Talleyrand como un concusionario, un aupista sin escrú­
pulos, pero también como un hombre muy inteligente. Que Tal­
leyrand fuera capax, llegada la ocasión, de vender a quien pu­
diera si había comprador, de esto no cabía duda a Bonaparte;
pero veía claramente que ahora, Talleyrand no lo vendería al
Directorio, sino que por el contrario estaba dispuesto a venderle
a él el Directorio (al cual debía servir hasta el último día en
calidad de ministro de Negocios E xtranjeros). Talleyrand le pro­
porcionó gran número de valiosas indicaciones y aceleró mucho
los acontecimientos. El general tenía plena confianza en la in­
teligencia y perspicacia de este político, y la decisión con que
Talleyrand le ofreció sus Servicios parecióle de buen augurio.
E sta vez Talleyrand pasó directa y abiertamente al servicio de
Napoleón.
Lo mismo ocurrió con Fouché. Ministro de Policía del Di­
rectorio, se preparaba a serlo bajo Bonaparte. Napoleón veía en
él tina gran ventaja.: el antiguo jacobino y terrorista, que votó
la muerte de Luis XVI,- debía temerlo todo de una restauración
de los Borbones; ofrecía pues garantías suficientes de que no,
traicionaría al nuevo amo en beneficio de la antigua familia reí
nante. Napoleón aceptó los servicios de Fouché.
76 E . T A R L É

En el curso de estas tres candentes semanas transcurridas


entre su llegada a París y el golpe de Estado, Bonaparte se en­
contró con numerosas personas e hizo a su respecto observaciones
de gran valor para el porvenir.
A todos, salvo a T al ley r and, les parecía que este brillante
esgrimista que a los' treinta años contaba tantas victorias,' había
tomado tantas plazas fuertes y eclipsado a todos los generales, no
entendería mucho de asuntos civiles y políticos y que podrííK
dirigírselo con éxito. Hasta, el desenlace los interlocutores y auxi­
liares se lo figuraban totalmente distinto de lo que era en reali^
dad. Por otra parte, él mismo hacía todo lo posible para engañar
en el curso de esas peligrosas semanas: no había llegado aún el
momento de mostrar las garras del león. La actitud mezcla de
simplicidad, fra.nq.ueza y rectitud, el aire de ser un espíritu sin
ingeniosidad y hasta limitado que afectaba, le fueron un arma de
gran ayuda y tuvo pleno éxito durante la primera mitad de bru~
mario de 1799.
Los futuros esclavos veían en su futura dominación un sim­
ple beneficio del azar y el soberano de mañana no contradecía
esta opinión, ignoraba él mismo que transcurrían los últimos días,
las últimas horas en que los hombres podrían aún hablar -con él de
igual a igual. Sabía también la importancia de no despertar sos­
pechas; pero como siempre seguía siendo el general, en jefe que
daba las directivas generales del asunto en preparación. Con
perspicacia y talento extraordinarios, en esas semanas de pre­
parativos se condujo de modo que no sólo el ejército sino tam­
bién los trabajadores de los suburbios viesen desde el primer
momento en los acontecimientos un golpe de izquierda destinado
a salvar a la república amenazada por los realistas. Obraba tan
fina y hábilmente que todo debía salir a la perfección. Í(E 1
general Vendímiario ha regresado de Egipto para salvar -una
vez mas la República” , se decía. Porque tales eran las leyen­
das que Bonaparte, antes y después de su golpe ele Estado, tra­
taba de acreditar.
Asegurados el sostén del ejército y la tranquilidad de los
obreros, no temía la resistencia de la burguesía, cuya parte más
poderosa ( “ las secciones ricas” ) era sospechada de realismo. Los
realistas veían en. el derrocamiento del Directorio un paso hacia
la restauración y por esa causa no molestarían aunque se sintie-
ran fuertes para intervenir. Napoleón sabía que el conjunto de
la burguesía sostendría la instauración del “ orden” que él iba a
introducir, a pesar de que su constitución comenzara por la dic­
tadura.
El golpe de Estado que procuró a Bonaparte un poder sin
límites es llamado en general, para abreviar, del 18 de brumario
(9 de noviembre) ; en realidad comenzó el 18 pero la acción de­
cisiva tuvo lugar al día siguiente, el 19 de brumario.
Todo se hizo más fácil por el hecho de que no sólo dos direc­
tores —Sieyés y Roger Ducos— estaban en el juego, sino porque
el tercero, Gohier, y el cuarto, Moulin, perdieron la cabeza por
completo y fueron engañad os por el astuto Fouché, resuelto a
recoger en el golpe de Estado la cartera de ministro de Policía.
Quedaba Barras. Este se jactaba aún de que no podrían pa­
sarse sin él y su táctica consistió en mantenerse a la esp'ectativa.
En el Consejo de los Quinientos y en el Consejo de los Ancianos,
muchos diputados influyentes presintieron la conjuración y al­
gunos hasta sabían a qué atenerse. Muchos, al no saber nada pre­
ciso, manifestaban -cierta simpatía pensando que todo habría de
reducirse pronto a -cambios individuales.
Los cargos no fueron distribuidos definitivamente hasta la
víspera por la noche. Los acontecimientos comenzaron en la ma­
ñana del 18 de brumario. Desde las 6 , la casa de Bonaparte y la
calle vecina empezaron a llenarse de generales y de oficiales.
Entonces la guarnición de París contaba con 7.000 hombres, en
los cuales Bonaparte podía apoyarse por completo, y alrededor
de 1.500 soldados encargados de la guardia del Directorio y de
las Cámaras legislativas, el Consejo de los Ancianos y el Consejo
de los Quinientos. No había ninguna razón para pensar que los
soldados de la guardia particular, armas en mano, resistirían a
Bonaparte. En todo caso era de la mayor importancia disimular
desde el principio el carácter real de la empresa, para no dar a
los “ jacobinos ” , es decir, a. la izquierda del Consejo de los Qui­
nientos, la posibilidad de llamar a los soldados en el momento
decisivo “ a la defensa de la República” . Por esto también, todo
estaba organizado de modo que los cuerpos legislativos parecie­
ran. llamar ellos mismos a Bonaparte al poder. Al amanecer del
18 de brumario Bonaparte reunió a los generales1 de confianza
(Murat y Leclere —casados -con sus hermanas—, Bernadotte,
Macdonald y algunos otros) y a numerosos "oficiales invitados
78 E . T A R L É

por él, y les informó que había llegado el día de “ salvar- a la ' ¡
República” . Generales y oficiales salieron garantes de sus tro- ¡
pas; ya, cerca de la casa de Bonaparte, estaban alineadas colum- \
ñas de soldados. Bonaparte esperaba el decreto que sus amigos y j
agentes hacían pasar al Consejo de los Ancianos, reunido con ur- j
gencia. ; ■; i
Como los Ancianos estaban en su mayoría compuestos por
representantes de la media y gran burguesía, un cierto Corneta
hombre fiel a Bonaparte, habló del terrible complot de los te­
rroristas, de la próxima ruina de la República, de los b u itre ^
dispuestos a despedazarla, etc. Estas frases brumosas y yacías!de
sentido, que no concretaban nada y no designaban a nadie, te r­
minaban con la proposición de votar inmediatamente un decreto j
según cuyos términos las sesiones del Consejo de los Ancianos y |
‘también las del Consejo de los Quinientos (al que ni siquiera j
se había consultado) eran transferidas de París a Saint-Cloud, j
y la ejecución del decreto confiada al general Bonaparte, a quien |
se nombraba comandante de todas las fuerzas estacionadas en la ,j
capital y sus alrededores. Este decreto fue votado precipitada- i
mente por los que sabían el uso a que se destinaba, y por aqué- :
Jlos a quienes tomó de sorpresa. Nadie osó protestar. ' ;
E l decreto fue transm itido de inmediato a Bonaparte. ¿Por ;
qué, antes de hacerlas desaparecer, era preciso transferir a Saint- }
Cloud las dos cámaras legislativas? Aquí intervenían los reeuer- |
dos y las impresiones de los grandes años revolucionarios. En -la j
mente de esta generación revivían las terribles horas, ya lejanas, ’ .j
en que los trabajadores de los suburbios, las masas plebeyas, res­
pondían inmediatamente a la violencia, o ante la amenaza de ¡
dispersión resonaban las altivas palabras de los representantes:
“ Id a decir a vuestro amo que estamos aquí por la voluntad
del pueblo y que no saldremos sino por la fuerza de las bayone- I
ta s " ; horas en que el amo no se atrevió a enviar las bayonetas, \
que por otra parte se volvían contra la Bastilla. Se recordaba eó- ¡
mo el pueblo puso fin a una.m onarquía vez y media m ilenaria; j
cómo los girondinos fueron aplastados; cómo por últim a vez, en \
pradial de 1795, el pueblo paseó en lo alto de una pica la cabeza . j
de un miembro de la Convención y la mostró a los otros ■clipu- j
tados sobrecogidos! de te rro r___Por más que Bonaparte estu-...... ....¡
viera completamente seguro de sí mismo, lo que había decidido le 1
parecía mucho menos inofensivo en P arís que en Saint-Cloud, j
¿onde la única construcción importante era el Palacio, una de
jas residencias de los antiguos reyes.
Los sucesos se desenvolvieron exactamente a gusto de Bo­
n a p a rte : la ficción de la legalidad eslaba respetada y él mismo,
basándose en el decreto, declaró a las tropas que a. p artir de ese
momento se hallaban bajo su mando y que debían “ acom pañar”
a los dos consejos a Saint-Cloud.
Llevó de inmediato tropas para, rodear el palacio de las Tu­
nerías y luego, acompañado por algunos ayudas de campo, pe­
netró en la sala de sesiones. Pronunció algunas palabras. Ni antes
ni después de este episodio supo jamás hablar en público sino a
sus soldados. Estas pocas palabras fueron bastante desordena,
das. Se recuerda la frase: “ Queremos úna república fundada,
en la verdadera libertad, en la libertad civil, en la representa­
ción n acio n al... ¡La tendremos, lo juro en mi nombre y-en el
de mis compañeros de arm as!” . 1 Pero en ese momento ya no
se trataba de efectos oratorios. E ra justamente ese día que ten­
dría fin, por largo tiempo, el arte de la elocuencia parlam enta­
ria, de tan gran papel en la Francia de la Revolución. . . Des­
pués de esto Bonaparte salió a la -calle. Allí estaba la vanguardia
de las tropas traídas por él, que lo saludó con una tempestad de
aclamaciones. Entonces se produjo una escena inesperada. Un tal
Botto se aproximó a B onaparte; iba enviado por Barras, muy
inquieto de ver que Napoleón no lo llamaba.
Al advertir a Botto el general se dirigió a él como al repre­
sentante del Directorio y gritó con voz de trueno: “ ¡E n qué
estado he dejado a F rancia y en qué estado vuelvo a encontrar­
la! Os había dejado la paz y.encuentro la guerra; os había de­
jado conquistas y el enemigo estrecha nuestras fronteras; h.abía
dejado el arsenal lleno y no he vuelto a encontrar un arma.. El
robo ha sido sistem ático... ¿Dónde están los bravos, los 100.000
camaradas, a quienes dejé •cubiertos de laureles! ¿Qué ha sido
do ellos?” .2
Repitió que quería la República fundada en la igualdad, la
moral, la libertad civil y la tolerancia política.
E l Directorio, es decir, el poder ejecutivo supremo de la
República, fue barrido sin la menor dificultad, sin que fuera p re­

1 Corvesponásnce, V I. 1. '
2 A n to in e T h ib a tjd e a u : Le Consulat et FEmpíre, I , 2 9 .
80 E . T A R L É

ciso m atar ni arrestar a nadie. Sieyés y Roger Ducos eran del


complot. Al ver que todo estaba perdido, Gohier y Moulin, si­
guiendo ai ejército, se maro harón tranquilamente a Saint-Cloud.
Quedaba Barras. Bonaparte le envió a Talleyrand con la misión
de “ convencerlo” de que presentase su dimisión sin esperar más.
Comprendiendo que Bonaparte estaba resuelto a pa-sarse sin él,
Barras firmó de inmediato lo que se le pedía, después de decía*
rar que deseaba abandonar la vida política y retirarse a su pro­
piedad a fin de gozar allí la paz de los campos. Una escolta ele
dragones lo acompañó inmediatamente hasta su nueva residen^
cía. Así, después de haber engañado diestramente a todo el mun­
do hasta ese momento, Barras fue burlado a su vez y abandonó
para siempre la escena política.
Había, pues, terminado el Directorio. La noche del 18 do
bramarlo los cuestores de las dos asambleas estaban ya en Saint-
Cloud. Faltaba suprim ir las dos Cámaras. Rodeados 'de grana-
deros, de húsares y de dragones el Consejo de ios Ancianos y el
Consejo de los Quinientos se hallaban en manos de Bonaparte,
Pero éste deseaba llevar el asunto de manera que las cámaras
reconocieran por sí mismas su inutilidad, se declarasen disueltas
y le entregaran el poder.
¡Este deseo de realizar su plan dentro de las formas legales no
era habitual en Napoleón, ni característico de su mentalidad. Pero
esta vez, mientras’ todo no estuviera acabado, no se podía estar en­
teramente seguro de que no se producirían disturbios entre los
soldados, confusión e indecisión, si desde el principio s’e hablaba'
abiertamente de destruir la Constitución por la violencia. Y por
má.s que la violencia hubiese podido facilitar y acelerar los hechos,
era necesario obrar pacíficamente. Pero si pacíficamente no se lle­
gara a nada, entonces —y sólo entonces— se podría recurrir á las
bayonetas. 30.000 compañeros de armas de Bonaparte ocupaban
Egipto. Los soldados que tenían ante sí no habían hecho todos1 la
campaña de Ita lia ; precisaba, pues, contar con aquellos que no le-
conocían personalmente y que él tampoco conocía.
Las órdenes para la movilización de las tropas de París* a
Saint-Cloud fueron ciadas por Bonaparte y ejecutadas por la
mañana muy temprano. Los parisienses observaban con curiosi­
dad el paso de esos batallones, de esa larga fila de carromatos
sucediéndose sin interrupción. Se informaba que los obreros de
los suburbios trabajaban como de costumbre: no había por ese
lacio n in g ú n indicio de desorden. Aquí y allá en los barrios del
centro resonaban los gritos de “ ¡Viva Bonaparte !” -pero, en
conjunto, la población mantenía una actitud de espera.
E ra preciso que todos los diputados estuvieren ei 18 en
Saint-C loud: la mayoría había pospuesto su partida para el 19,
día designado para la primera sesión.
Cuando 'Comenzó esta segunda y última jornada del golpe de
Estado, el general Bonaparte tuvo que afrontar algunos peligros
bastante serios. Desde la noche del 18 de brumario, dos de las
tres instituciones más altas del régimen directorial no existían
más: el Directorio no era más que un recuerdo y el Consejo de
los Ancianos un instrumento dócil, pronto a disolverse a sí mis­
mo. Pero faltaba todavía aniquilar la Asamblea de los represen­
tantes dpi pueblo: el Consejo de los Quinientos. Y alrededor de
200 asientos de esta Asamblea estaban ocupados por Ios-jacobi­
nos, como se continuaba llamándolos en virtud de una antigua
costumbre. Es cierto que eran numerosos los dispuestos a ven­
derse a cambio de ventajas o a someterse por el temor, pero había
también hombres de otro temple, restos de las grandes tormentas
revolucionarias, h-ombres para los cuales la toma de la Bastilla,
el derrocamiento del realismo, la lucha contra los traidores, .“ la
libertad y la igualdad o la m uerte” , no eran palabras vacías.
Algunos no hacían caso de su propia vida ni de la vida de los
otros. Allí donde se pueda, decían, hay que aniquilar a los tira ­
nos por la guillotina, y donde no se pueda, por el puñal de Bruto.
El 18 de brumario el grupo de izquierda (los “ jacobinos” )
se reunió a puertas cerradas. No sabían qué hacer. Los agentes
de Bonaparte —porque tenía sus espías también en este grupo—
no cesaban de desorientarlos afirmando que no se trataba de
medidas contra los jacobinos sino sólo contra el peligro realista.
Los jacobinos escuchaban vacilantes, y cuando por la mañana
del 19 de brumario entraron a sesionar en el palacio de Saint-
Cloud, reinaba entre ellos la mayor confusión. Pero algunos her­
vían de cólera.
Por la mañana del 19, en .una calesa escoltada por la ca­
ballería, el general Bonaparte se trasladó de París a Saint-Cloud,
seguido por su comitiva.
Cuando llegó se enteró de que muchos diputados de los Qui­
nientos manifestaban abiertamente su indignación al ver una
tropa tan numerosa alrededor del palacio.
Se habían rebelado por este absurdo traspaso, repentino y ;
hasta entonces incomprensible, de las sesiones de P arís al “ pue^ j
blo” de Saint-Cloud; ahora comprendían perfectamente los de- j
signios de Bonaparte. Este supo que lo trataban de criminal, de
déspota y, la mayor parte, de bandido. Pasó revista a sus tropas |
y pareció satisfecho. ¡
A la una de la tarde, las dos Asambleas abrían sus sesiones ’
en salas separadas del palacio de Saint-Cloud. E n salas vecinas,
Bonaparte y sus allegados esperaban que, antes de disolverse, los
Consejos dictarían dos decretos necesarios para confiar al'jge- *
neral la elaboración de una nueva Constitución. Pero1pasaba el j
tiempo y el mismo Consejo de los Ancianos no se decidía. Se j
manifestaba allí un deseo tímido y tardío de resistir a la em- j
presa ilegal. Bonaparte decidió term inar con el Consejo antes |
del crepúsculo. :
A las «cuatro entró de improviso en la sala en que sé halla- .
ban los Ancianos. En medio de un silencio de muerte hizo un ;
discurso aún más confuso y embrollado que la víspera, y >cuyo: !
sentido era que exigía decisiones rápidas, que quería salvar la
libertad y que, por el momento, el gobierno no existía, “ Tan
pronto como he reunido a mis camaradas hemos corrido a vues­
tra ayuda. ¡Y bien! hoy se me abruma de calumnias. Se habla
de César, se habla de Cromwell. . . E l tiempo urge y lo esencial
es que pronto toméis medidas. . . No soy un intrigante, vosotros
me conocéis.. . Si soy un pérfido, sed todos B rutos” . 1
De esta manera los invitaba a inmolarlo-si venía a atentar
contra la República. Se comenzó a replicar, a cubrir su voz. Pro­
firió algunas amenazas, recordó que disponía de la fuerza 'ar­
mada y salió de la sala del Consejo de los Ancianos sin haber
obtenido lo que deseaba, es decir, un decreto que le transmitiera
el poder. El asunto tomaba mal giro y debía continuar, peor a ú n : j
sería preciso explicarse ante el Consejo de los Quinientos donde, |
entre los jacobinos, podía encontrarse mucho más fácilmente un ,!
imitador de Bruto. j
Algunos granaderos seguían a Bonaparte; pero eran dema- ;
siado pocos para defender, a su general de un ataque eventual, j
de los diputados, qué podía, producirse muy fácilmente. j
El general Augereau, que estuvo bajo sus órdenes durante |

1 N a p o le ó n : Correspondance> París ( 1 8 5 8 4 8 7 0 ) , VI. 3-4.


ja conquista de Italia, le seguía. Al entrar en la sala Bonaparte
se volvió bruscamente hacia él y le dijo: “ Aúgerau, acuérdate
de Arcóle” 1 Hacía alusión al terrible minuto en que se había
lanzado con una bandera en 1a, mano al puente de Arcóle barrido
por la metralla austríaca. Y en realidad algo análogo se pre­
paraba.
Al abrir la puerta y mostrarse en el umbral, aullidos de có­
lera e indignación acogieron su aparición: “ ¡Abajo! ¡Fuera
de la le y ! ¡ Que se vote inmediatamente poner fuera de la ley a
B o n a p a r te !. .. ” Algunos diputados se arrojaron sobre él y otros
lo amenazaban con el puño. Lo tomaron por el cuello y trataron
, de apretarle la garganta. Un diputado, con todas sus fuerzas,
le dio un puñetazo en la espalda. De corta estatura, delgado (no
se distinguió jamás por la fuerza física), nervioso y sujeto a
crisis que recordaban la epilepsia, Bonaparte estaba medio aho­
gado por los diputados que lo rodeaban. Algunos ganaderos
consiguieron rechazar a la masa de asaltantes y sacar a Bonaparte
fuera de la sala. Después de esto, los diputados volvieron a ocupar
sus lugares y, <eon gritos de indignación, exigieron que se pusiera
al general fuera de la ley.
Ese día el Consejo de lo s ' Quinientos estaba presidido por
el hermano de Napoleón, Luciano, que era también dél complot.
Esta circunstancia contribuyó considerablemente al buen resul­
tado de la empresa, Al volver en sí después de la terrible escena
de la sala, Bonaparte resolvió disolver- el Consejo de los Qui­
nientos por la fuerza. Pero ante todo trató de hacer salir de allí
a su hermano, lo que consiguió sin dificultad. Cuando Luciano
Bonaparte apareció junto a Napoleón, éste le pidió que se diri­
giera a las tropas en su calidad de presidente y les rogara <‘que
liberaran a la inmen-sa mayoría de la Asamblea” de un “ puñado
de furiosos” . Las últimas dudas que podían existir en los sol­
dados en cuanto a la legalidad de las cosas, se desvanecieron.
Entonces Bonaparte dió orden de despejar la sala de sesiones.
Al son del tambor los granaderos, conducidos por Murat, pene­
traron marchando en el palacio.
Según testigos oculares, al aproximarse el redoblar de los
tambores se elevaron voces entre los diputados que exigían la
defensa y la muerte en el mismo sitio. Las puertas se abrieron

1 T h ib a u d e a -u : Le Consulat et l’Empire, I , 4 1 .
84 E T A R L É

con violencia y los granaderos, con. la bayoneta calada y a paso


de marcha penetraron en la sala en todas direcciones..
No quedó pronto en el lugar ni un solo diputado. E l ruido
del tambor lo cubría todo. Los representantes huyeron precipi­
tadamente por puertas y ventanas. En total, la escena duró de
tres a cinco minutos. Se había dado orden de no m atar ni arrestar
a los diputados. Los. miembros fugitivos del Consejo de los -Qui­
nientos se encontraron en medio de las tropas que se aproxiinaban^
al palacio. Por un segundo, la voz tonante de Murat, reíumbó,'
dominando los tambores: “ ¡Echadme a toda esa gente aíué-
r a ! ??, ordenó a sus granaderos, palabras que muchos de ellos'
no habrían de olvidar jamás, como nos consta por recuerdos.
Bonaparte tuvo aún otra idea que probablemente le fue su­
gerida por su hermano Luciano.
Ordenó de pronto a los soldados apoderarse de algunos fu­
gitivos y traerlos a palacio. Después de lo .cual, con los diputados
atrapados de esa manera, decidió hacer sesionar al Consejo de
los Quinientos y ordenarle el voto de un decreto sobre- el Con­
sulado: Asustados, mojados, transidos de frío, algunos represen­
tantes fueron detenidos por los caminos y en las posadas y
conducidos al palacio, donde ejecutaron de inmediato todo lo
que se les exigió. Hecho esto se los dejó definitivamente en paz.
H abían votado hasta su propia disolución.
P or la tarde, en una de las salas débilmente iluminadas del
palacio de Saint-Cloud, el Consejo de los Ancianos votó también
sin discusión un decreto por cuyos términos todo el poder pasaba
a manos de tres personas llamadas cónsules'. Bonaparte, Sieyés
y Roger Ducos eran nombrados en estas altas funciones, como
Bonaparte deseaba. No quería todavía convertirse formalmente
en soberano absoluto. Pero ya estaba resuelto a que su Consulado
fuera de hecho una perfecta dictadura. Sabía también que ?us
dos colegas no desempeñarían el menor papel, con la única di­
ferencia de que el insignificante Roger Ducos estaba ya conven­
cido de ello, mientras el profundo Sieyés no lo suponía aún,
aunque bien pronto se rendiría a la evidencia.
F rancia estaba a los pies de Bonaparte. A las dos de la ma­
ñana los tres cónsules prestaron juram ento de fidelidad a la
República. Bien entrada la noche, Bonaparte abandonó Saint-
Cloud y volvió a en trar en París.
C a pítu lo Y

PRIM EROS PASOS DEL DICTADOR

1799-1800

La noche dei 18 de bramarlo M urat informó a Napoleón en


Saint-Cloud que todo había salido bien y la sala de los Quinientos
se hallaba vacía; a p artir de este- momento comenzaron para
Francia 15 años de poder personal y de autocracia: el general
Bonaparte iba a convertirse nada menos que en amo absoluto del
pueblo francés.
El déspota pudo llamarse primer cónsul durante los prime­
ros 5 años de este período, y emperador durante los 10 restantes,
así como Francia fue primero república y luego imperio, pero
esto no cambia en nada la esencia de la dictadura militar napo­
leónica. Napoleón destruyó, creó o modificó las instituciones del
Estado, pero éstas mantuvieron inalterables su sentido y su ob­
jeto : debían ser el instrumento de una voluntad suprema y única
y ejecutar exacta y prontamente las órdenes del dictador.
Lo mismo ocurrió más tarde con los países extranjeros caídos
bajo el dominio del conquistador: en un lugar Napoleón hacía
reyes a sus hermanos o a sus mariscales, en otra parte conservaba
a los monarcas vencidos, pero tanto en un caso como en otro, las
cabezas coronadas debían someterse sin discusión so riesgo de
de perder su trono.
Pero si bien todas las empresas políticas de Napoleón ten­
dían a establecer y consolidar su poder absoluto, los medios que
ponía en práctica para conseguirlo eran los más diversos: la es­
pera, la paciencia, la diplomacia, la aptitud de contraer compro­
misos' —esperando el momento favorable— y firm ar armisticios.
Con el tiempo Napoleón se hizo impaciente. Pero en los primeros
años de su gobierno esta paciencia era real.
86 E . T A E L É

Numerosos contemporáneos que estuvieron sometidos al .em­


perador afirm an que los años del Consulado fueron los mejores
de Napoleón, y para Francia los más felices de este período. Au­
tores de memorias, aduladores de Napoleón, se empeñan por todos
los medios en representar al Consulado como una especie de Ar--
cadia feliz, casi libre de inconvenientes; como una época de buenas'
costumbres en que florecían el comercio, la industria y las artes-;
donde, tutelar y laborioso, no bien pasadas las tempestades, y l^s
catástrofes, el amo creaba una nación nueva sobre los despojos de
la vieja; una época en que el dominio de la ambición no atoraren,
taba todavía su alma o era vencido por una sabia voluntad. ■
E n realidad es precisamente bajo el Consulado que Napoleón
echó los fundamentos de la organización administrativa y jurídica
y del modo de vida de la Francia burguesa, cosas todas que ésta ‘
se empeña aún hoy en conservar. En Francia el poder político
asumió a menudo formas diversas: el Consulado se transformó en
Im perio; el Imperio en una monarquía constitucional; la dinastía
de los Bonaparte cedió el lugar a la de los Borbones; a los Borbo­
nes sucedieron los de Orleáns y a éstos 1a, Eepública, luego la
dinastía de los Bonaparte reemplazó otra vez a la República, y
por fin la forma republicana volvió a aparecer. Las revoluciones
han sucedido a las revoluciones, las guerras a las guerras. Todo
ha cambiado en el mundo; sólo permaneció inmutable la fuerte
armazón burocrática creada por el prim er Bonaparte, Los mis­
mos prefectos para adm inistrar a Francia, la misma estructura
de los ministerios (hasta en la organización de los servicios y de
los jefes, de escritorio), la misma policía, a la vez pública y
s'ecreta, al corriente de todo y todopoderosa; el mismo código
(“ Código Napoleón” ) para regir las relaciones jurídicas y las
relaciones de propiedad del pueblo francés, la misma magistratura,
el mismo orden judicial, las mismas costumbres burocráticas y la
misma estructura de la enseñanza pública, comenzando por las
Universidades,
Este aparato de centralización del poder, tal como una mo­
narquía’ absoluta no pudiera soñarlo más apropiado, fue creado
por Napoleón en los años del Consulado. T los gobiernos que se
sucedieron en Francia desde el Imperio hasta nuestros días (con
excepción de la Comuna de P arís), no sólo no han querido repu­
diar este aparato'sino que nunca consintieron, por poco que fuera,
en modificarlo.
^ 87.

Las reformas administrativas del primer cónsul han suscitado


siempre y continúan suscitando el entusiasmo de los historiado-
res burgueses de Francia y otros países. Pero éstos admiraron
también el advenimiento de las condiciones que garantizan un
enriquecimiento tranquilo en el comercio y la industria, en una
palabra, un sistema que .convertía en realidad todas las cosas
por las cuales la burguesía desempeñó un papel director tan activo
jai el cataclismo de 1789 y los años siguiente#.
El papel constructivo de Napoleón como “ creador” de la,-
formas exteriores de la dominafción económica burguesa se h;
manifestado más que nunca bajo el Consulado, y ello no sólo le
valió una popularidad colosal en los. primeros años de su gobierno,
sino que dio al Consulado mismo un brillo particularm ente vivo
que deslumbró a los historiadores burgueses, exponentes de la opi­
nión de la clase victoriosa.
Así un general de 30 años que jamás se había ocupado de
nada más que de la guerra, conquistador de Italia y Egipto, que
destruyera de un golpe al gobierno legal de la República, apa­
recía la noche del 19 brumario como el autócrata de .una de las
más grandes potencias -de Europa, potencia que no conocía a
fondo en ese momento y que no había tenido aún tiempo de conocer.
Ese país tenía 1,500 años de existencia histórica si no se cuenta más
que a p artir de Clovis. La gran Revolución destruyó un reinado
una vez y media milenario, derrocó al feudalismo y a la monarquía
ligada a él: nació la República. Y he aquí que un noble corso,
toldado de esta República, derribaba, a su vez al gobierno'repu­
blicano y se convertía en soberano único. Se halló en presencia
de numerosos vestigios del antiguo régimen y materiales nuevos
salidos de la Revolución: muchas cosas emprendidas e incon­
clusas, echadas al abandono o retiradas. E ra como un caos, una
fermentación.
En cuanto a los asuntos exteriores, el prim er cónsul en­
contró una situación embrollada y sumamente peligrosa. Mien­
tras él conquistaba Egipto, la segunda- coalición europea retomó
Italia a los franceses. E l avance de Suvorov aniquiló el fruto
de las conquistas de Bonaparte en 1796-1797. Sin duda, después
de su expedición a través de los Alpes, Suvorov no tenía su­
ficientes fuerzas n i posibilidades para hacer irrupción en Francia
como proyectara en un principio, pero la coalición no había de-
88 E T A R L É

puesto las armas y podía esperarse para la primavera ver apa­


recer al enemigo en las fronteras francesas.
E l tesoro estaba agotado. Hacía meses que muchos cuerpos
de tropas no habían tocado las sumas destinadas a su manteni­
miento. Los hombres políticos al corriente de los asuntos se dis­
ponían con curiosidad y no sin ironía a ver cómo saldría de estas
coyunturas complejas, confusas y peligrosas, este joven soldado,
hasta entonces sólo dedicado al ejército. ^
Bonaparte comenzó a organizar un poder nuevo, es decir
su propia autocracia. Sus primeros encuentros con los antiguos
políticos del tipo de Sieyés, quien pensaba desempeñar el primeé
papel y ser preceptor y mentor del joven sin experiencia, no deja­
ban de ser cómicos. Napoleón consideraba ya a los políticos profe­
sionales de la Francia de entonces como charlatanes anticuados
que no querían comprender que su tiempo había pasado. Exe­
craba a los jacobinos y los temía. No recordaba más a Robespierre
(ni al mayor ni al menor eon el cual, como sabemos, mantuvo
buenas relaciones personales). Pero era evidente que apreciaba
en su justo valor, desde tiempo atrás, a los que habían abatido a
Robespierre y ocupado su lugar. Los especuladores termidor ianos,
los prevaricadores, los concusionarios, que disimulaban sus pe­
queños asuntos turbios con torrentes de palabras vacías y huecas,
hacían nacer en él un sentimiento de repugnancia.
Sieyés, a quien Bonaparte confiara la redacción del pro­
yecto de la nueva Constitución, trabajaba a conciencia en ela­
borar programas constitucionales directamente concebidos y muy
finamente combinados, olvidando que en ese momento la bur­
guesía de la ciudad y del campo exigía' un orden policial sólido,
la estabilización de las conquistas de la revolución, en particular
de aquéllas que se referían directamente a la libertad de comercio
y la industria. Los campesinos propietarios querían tener plena
confianza en la solidez de su derecho de propiedad sobre las tierras
recién adquiridas. De pronto y en forma inesperada, el general
declaró absurdos los proyectos de Sieyés, dio directivas e in­
trodujo “ enmiendas
Un mes después del golpe de Estado, la nueva Constitución
estaba lista. A la cabeza de la República se situaban tres cónsules:
el primero investido de plenos poderes; los otros dos con voz
consultiva. Los cónsules nombraban al Senado. Este a s u 1 vez
designaba a los miembros del cuerpo legislativo y del Tribunado
N A P O L E Ó N <^A, ' ■
' 89

eiitre varios miles de candidatos elegidos por la población. Na­


turalmente, Bonaparte fue “ nombrado” prim er cónsul.
Todo el poder estaba concentrado en sus manos. Semejantes
a pálidas sombras las instituciones existentes no tuvieron ni in­
tentaron tener ninguna influencia. Sievés se sentía ultrajado y
perplejo. Pero Bonaparte lo recompensó con largueza y lo alejó
para siempre de todo papel activo. Necesitaba sirvientes y eje­
cutores en vez de legisladores 3r consejeros. Pronto se notó que
'no necesitaba más críticos. Casi inmediatamente después de po­
nerse en vigor la Constitución consular, Napoleón ordenó (el 27
de nivoso) la supresión de 60 diarios de los 73 que existían
entonces.
Los trece sobrevivientes fueron colocados bajo la vigilancia
severa del ministro de Policía; poco tiempo después 9 de ellos
fueron también prohibidos: quedaron 4. Napoleón no podía or­
gánicamente soportar nada que se pareciera ni de lejos a la
libertad de prensa. Estos primeros pasos mostraban claramente
cómo concebía su autoridad.
La nueva Constitución —se prometió desde el principio—
sería sometida a una consulta popular. Pero repentinamente Bo-
ñaparte declaró que entraría en vigor de inmediato, antes del
plebiscito. Sabía bien que su poder ilimitado se lo dieron sus
granaderos en los días de brumario de 1799 y de ningún modo
el pueblo. ¿Para qué comprometerse, pues, en un plebiscito del
que no tenía ninguna necesidad? Sus pensamientos y también,
si así puede decirse, su concepción política del mundo, se resu­
mían de este modo: no tener en ningún terreno obligaciones más
que con sus granaderos, es decir, consigo mismo y fundar todo en
derecho de conquista. Los granaderos son el origen de todo poder
y en ellos reside el derecho de todo pdoer.
“ Los grandes batallanos tienen siempre razón” , gustaba
decir Bonaparte. El 18 y el 19 de brumario, los grandes bata­
llones conquistaron para él Francia de la misma manera que
habían conquistado ya, bajo su mando, Italia y Egipto antes de
conquistar a casi toda. Europa. Y nadie podía —Bonaparte es­
taba persuadido de ello— pedirle cuentas o exigirle que com­
partiera su poder. Sieyés lo comprendió muy pronto con gran
desengaño. Y poco a poco los demás lo comprendieron también.
(xoethe decía bien que para Napoleón el poder era como un
90 E . T A R L t

instrumento de música en manos de iin gran artista. No bien lo , !


poseía ya ejecutaba en él. ;
Antes de toda otra tarea Napoleón emprendió la de poner ; ;
fin a la guerra civil en el oeste de Francia y al bandidaje que i
se desarrollaba considerablemente en el mediodía y en el norte. j
Con los asuntos argentes de esta especie deseaba term inar antes j
de la primavera, porque entonces sería preciso recomenzar la \
guerra.
Hacia el fin del Directorio las bandas ele salteadores hací-a-n -
impracticables todos los caminos del sur y centro de Francia
y asumían el carácter de una • inmensa calamidad social. Dos'"'
bandidos detenían en pleno día las diligencias y los coches' en las
carreteras. A veces se contentaban con el pillaje, pero solían [
también m atar a los viajeros. Se lanzaban abiertamente sobre los ’j
pueblos, empeñados en saber dónde se ocultaba el dinero, y para í
conseguirlo quemaban durante horas los pies de sus víctimas (de I
donde su nombre de “ chauffeurs” )* A veces hasta efectuaban j
ataques en las ciudades. Si se puede hablar de tendencias polí­
ticas de esas bandas, eran gentes' que execraban la Revolución,
se cubrían con el nombre de los Borbones y pretendían vengar
el derrocamiento del trono y del altar. Bn realidad abundaban
entre ellos los hombres que sufrieron directa y personalmente ;
por la Revolución. Corrían rumores —no 'confirmados pero nrníy
verosímiles— de que algunos jefes de bandas entregaban parte j
de su botín a los emisarios de los realistas. E n todo caso, la |
desorganización y el desorden de la policía en los últimos tiem- f
pos del Directorio habían hecho a esas bandas casi invulnerables i
y su-s hazañas permanecían impunes. Antes que nada el primer-
cónsul decidió term inar con ellas, lo que exigió alrededor de 6
meses, aunque las principales bandas fueron aniquiladas ya en
los primeros meses de su gobierno.
Las medidas tomadas fueron crueles. Las principales direc­
tivas fueron no hacer ningún prisionero, m atar en el lugar a
todos los bandidos y ejecutar también a las personas 'Culpables
de haberles dado asilo, de haber comprado objetos robados o de
haber tenido de un modo general relaciones eon ellos. Se envia­
ron destacamentos que actuaron despiadadamente no •sólo- con
los bandidos y , sus cómplices sino también con los funcionarios
de policía culpables de connivencia, de debilidad o de inacción........
Aquí aparece otro rasgo de Napoleón: era absolutamente
N A P O L E Ó N 91

despiadado con los criminales. P ara él toda falta fue siempre


culpable; no conocía -circunstancias atenuantes ni deseaba co­
nocerlas. Podría decirse que reprobaba en principio la bondad
como una cualidad perjudicial a un gobierno,■y por lo tanto
inadmisible. * ■-
Su hermano Luis, a quien hiciera rey de Holanda en 1806.
se jactaba un día ante él de ser muy amado por su pueblo.
Napoleón lo interrumpió Severamente diciendo: —“ Hermano mío.
cuando se dice de un rey que es bueno, su reinado es defectuoso” .
En abril de 1811, en un exceso de celo, plena de unción y
de entusiasmo, la Gaceta de Francia se puso a hablar de la
“ bondad” del emperador. E n su alegría por el nacimiento de
un heredero, Napoleón había accedido a los deseos de un petL
clonante cualquiera. Al leer el artículo se encolerizó de tal ma­
nera que escribió de inmediato al ministro de Policía: “ Señor
duque de Rovigo, ¿ quién ha autorizado a la Gaceta de Francia
a publicar hoy ese articulo estúpido sobre mí? Realmente ese
joven hace demasiadas necedades. Retiradle la dirección del dia­
rio ’ 1 Al parecer Napoleón hubiera perdonado más fácilmente
a quien lo tratara de bestia feroz que a un calumniador hablando
de su “ bondad” . Todo esto se manifestó en el -eu-rso de los años,
pero desde el castigo en masa de los bandidos era posible ‘darse
cuenta de que el nuevo soberano, invirtiendo un conocido afo­
rismo, prefería decididamente castigar a diez inocentes antes que
perdonar a un solo culpable o dejarlo eseapar.
Al desembarazar a Francia de las bandas de salteadores, Na­
poleón prestó la mayor atención a la Yendée.
Allí, como en otro tiempo, la nobleza y el clero habían con­
seguido (por razones económicas peculiares de esta provincia y
del sur de Normandía) arrastrar consigo a parte de los cam­
pesinos. Los habían organizado y armado bien, gracias a los a r­
mamentos que los ingleses proporcionaban por mar, y utilizando
los bosques y los pantanos hacían una larga guerra de guerrilleros
contra todos los gobiernos ele la Revolución. Con los vandeanos' y
los chuanes, Bonaparte usó una táctica distinta a la empleada
con los salteadores. Precisamente antes1 del golpe de Estado del
18 brumario los chuanes obtuvieron una serie de victorias sobre

* N apoleón, C crresp on dm ce, París (18 58-70), XXII, 5<


las tropas republicanas; habían tomado Nantes y hablaban en ­
alta voz de una próxima restauración de los Borbones. Bona­
parte reforzó el ejército que operaba contra ellos. Además pro­
metió la amnistía a los que depusieran las armas de inmediato,
y dio a entender que el culto católico no sería perseguido. F i­
nalmente, deseaba ver en persona a Georges Cadoudal, el célebre
jefe de los chuanes, a quien prometía —cualquiera fuese el resul­
tado de las negociaciones— una absoluta seguridad personal
durante su viaje a París y la libertad de regresar.
Este campesino bretón, fanático, de talla hercúlea, de ung^
fuerza muscular legendaria, pasó varias horas en conversan ion
privada con el débil Bonaparte. Muy inquietos por la. vida de su
jefe, los ayudas de campo se aprestaban en las salas vecinas. ¿No
sabían acaso a Cadoudal capaz de sacrificarse por su causa? ¿No
se consideraba él mismo condenado hacía mucho tiempo?
¿Por qué Cadoudal no mató a Bonaparte? Sólo porque en ese
momento se hallaba bajo el imperio de una ilusión que pronto
perdió y que ya en el comienzo de la carrera de Bonaparte había
desorientado a los realistas. Les pareció entonces que el joven e
ilustre jefe m ilitar estaba destinado al papel que el general Monk
desempeñó en Inglaterra en 1660 restableciendo en el trono a los
Estuardo caídos' y ayudándoles a destruir la República. Era
imposible un error más craso que creer que una naturaleza como
la de Napoleón era .capaz de iceder a nadie el primer lugar.
Cadoudal no estranguló a Bonaparte, pero cuando salió de
su gabinete era ya enemigo irreconciliable. E l primer cónsul le
había propuesto entre otras cosas un grado de general en el ejér­
cito para combatir únicamente contra los enemigos exteriores.
Cadoudal declinó esta oferta y regresó a la Vendée.
Otro jefe chuan, Frotté, fue hecho prisionero y fusilado.
Cadoudal, aunque batido de nuevo en enero de 1800 por. las tro­
pas del gobierno, ¡continuó la lucha después de su entrevista per­
sonal con Napoleón. Pero debía mantenerse oculto y conformarse
con ataques imprevistos sobre pequeños grupos de soldados sor­
prendidos aisladamente. El éxito de las tropas regulares, las pro­
mesas de amnistía, i a mitigación de la política contra la Iglesia
y la poca esperanza de ver a los Borbones y a sus partidarios
derrocar a Napoleón, debilitaron considerablemente el valor comba­
tivo y la moral de los chuanes.
En Yendée se estaba cada vez más a la espectativa y había la
N A P O L E Ó N 93

tendencia de ablandar al nuevo jefe de la República y volverlo


favorable a los realistas. Por un tiempo, Bonaparte no deseaba
exigir m ás: en el curso de estos primeros meses, es decir, noviem­
bre y diciembre de 1799 y el primer semestre de 1800, necesitaba
ocuparse sólo de las medidas más necesarias y no olvidar ni un
minuto la. guerra que se preparaba para la primavera. Pasaba
de un asunto urgente a otro: de los bandidos a la Vendée, de la
Vendée a las finanzas. Le era preciso alimentar el formidable
ejército en preparación, equiparlo y armarlo, y el tesoro estaba
vacío de moneda 'Contante y sonante. La administración del Di­
rectorio liabía agotado las arcas. Napoleón precisaba un buen
especialista y lo encontró de inmediato: fue Gaudin, a quien hizo
su ministro de Finanzas.
Seguramente, al comienzo de la dirección de Bonaparte, eri
las finanzas el fin era el mismo que en todo lo dem ás: el dictador
militar y el ejecutor de su voluntad, Gaudin, decidieron dar im­
portancia preponderante no a los impuestos directos sino a los
indirectos. La imposición indirecta que exige a fin de cuentas
una entrega de dinero igual del consumidor pobre y del rico, pa­
recía a Napoleón muy cómoda por su carácter automático. No
indisponía al contribuyente con un recaudador o con el gobierno,
puesto que la tasa incorporada a los precios de compra de pro­
ductos no era elevada y no había perceptores para recaudarla.
La Revolución había hecho ensayos poco concluyentes de trans­
formar en directas las -contribuciones indirectas. Bonaparte ter­
minó con esta medida revolucionaria aún más pronto que con
muchas otras.
La burguesía urbana y rural estaba satisfecha con la nueva
orientación de la política fiscal. Toda una serie de otras medidas
financieras justificaban esta satisfacción: el establecimiento del
contralor, la regularización de la contabilidad, una severa re­
presión del robo y de la dilapidación de los dineros públicos. Los
prevaricadores (tan numerosos que el historiador tiene a veces
la intención de hacer de ellos una “ capa” especial de la sociedad
de entonces) experimentaron por primera vez después del 9 de
termidor, un sentimiento de inquietud por el porvenir y llegaron
a la conclusión de que su actividad se hacía bajo Bonaparte casi
tan peligrosa como lo fuera en tiempo de Robespierre.
Muy pronto los especuladores y dilapidadores de los bienes
del Estado sintieron abatirse sobre ellos la pesada mano del nuevo
94 É . T A R L É

jefe, que hizo prender al proveedor de la tropa, Ouvrard, célebre ; :


por sus rapiñas, emprendió la persecución de algunos otros, or- . ■j
denó nna estricta verificación de las cuentas y suspendió los pagos '■

■i
que no .le parecían bastante justificados. Usó a veces otro pro- ; j
. cedimiento: apresaba a un financista de cuyas estafas no le cabía i
ninguna duda (aparte de la cuestión de saber si el culpable ha­
bía o no conseguido hacer desaparecer sus huellas) y lo mantenía
preso hasta que se decidiera a confesar. Seguramente había -et\
esto mucha arbitrariedad pero como resultado final hubo mu­
chísimos menos robos. ^
En cada servicio la contabilidad y el contralor fueron or­
ganizados de tal manera que cada centavo perteneciente al tesoro
debía estar registrado. Ante todo fué necesario introducir esta
contabilidad en el ejército donde el asunto no admitía dilaciones
dada la inminencia de las operaciones militares.
Napoleón trabajó muy activamente en organizar la admi­
nistración. Conservó la división dé Francia en departamentos
introducida por la Revolución, pero de *un golpe suprimió del
territorio toda huella de gobierno autónomo local. Todas las fun­
ciones electivas en las ciudades y pueblos y hasta las asambleas
electivas desaparecieron. En adelante, en cada departamento, el
ministro del Interior nombraría un prefecto, amo y señor, pe­
queño soberano local. El prefecto nombraría los concejos muni­
cipales y también los alcaldes. Estos funcionarios serían respon­
sables ante él y él podría revocarlos.
Junto al prefecto, se encuentra un “ consejo general” , órga­
no puramente consultivo. Depende por entero del prefecto y sirve
sólo para tenerlo al corriente de las necesidades del departa­
mento. El ministro del Interior se ocupa de toda la vida admi­
nistrativa del país y muchas otras cosas que más tarde Napoleón
entregó poco a poco a otros ministros, son parte de sus atribuciones.
La m agistratura experimentó así una profunda reforma: a
mediados de marzo, el prim er cónsul firmó una ley sobre la or­
ganización del ministerio de Justicia. Luego introdujo en él cambios
importantes. La organización judicial.de Francia ha conservado
hasta el presente el aspecto que le dio Bonaparte.
Al reformar los tribunales, Napoleón abolió el jurado. Por
su propia naturaleza, su despotismo no podía desprenderse ni de
una parcela de independencia, y los jurados intervenían en las
decisiones judiciales independientemente de la voluntad del p ri­
mer cónsul.
Para defender contra los enemigos internos la monarquía
autocrática que había fundado, Napoleón constituyó un ministerio
especial absolutamente independíente del ministerio del Interior
_lo que es muy característico— y, como los otros servicios, so­
metido sólo al primer cónsul. E ra el ministerio de Policía,, orga-
• nizado por él desde el punto de vista de la autoridad y de los
recursos financieros de tal modo que constituía una completa no­
vedad -con respecto a lo que había habido en tiempos del Directorio.
Bonaparte dedicó especial atención a organizar la prefectura
de policía de la capital. Si bien dependía del ministro, el ‘pre­
fecto de policía de París era en cierto modo un alto' funcionario
aparte. Hacía su informe personal al primer cónsul y fue claro
desde el principio que en la persona de este prefecto Bonaparte
quería tener como un órgano de contralor e información que lo
ayudara a vigilar las acciones' de un ministro de Policía ya de­
masiado poderoso.
Bonaparte cuidó de dividir a su policía política, y trató de te­
ner no una sola sino dos y hasta tres policías, que a más de vigilar
a los iciudadanos se espiaran recíprocamente. A la «cabeza del
ministerio de Policía colocó a Fouché, hábil espía, provocador
inteligente e intrigante astuto —en una palabra, el más útil de
los policías especialistas. Pero Bonaparte no ignoraba que Fou­
ché era capaz de venderlo al mejor postor y hasta de vender a
su propio padre por una suma conveniente. A fin de protegerse
por ese lado el prim er cónsul se rodeó de espías de confianza
encargados de una misión estricta y precisa: vigilar a Fouché.
Y a fin de saber el momento en que Fouché advirtiera esta vi­
gilancia y tratara de corromper a los observadores, Bonaparte
mantuvo una tercera serie de espías cuya misión era • vigilar a
los que espiaban a Fouché.
Desde el prim er invierno, Bonaparte organizó un mecanis­
mo seguro de gobierno centralizado que concibió hasta en sus me­
nores detalles y que era dirigido burocráticamente desde París.
El fin esencial de la nueva “ C o n s titu c ió n e ra concretar
un poder ilimitado en manos del prim er cónsul. Bonaparte acon­
sejó una vez escribir en forma brevevy oscura. Expresaba así su
principio general : cuando se trate de los límites constitucionales
dél poder supremo, es preciso ■escribir brevemente y en forma
96 T A R L É

nebulosa. Si ha habido alguna vez en el mundo un potentado


orgánicamente incapaz de acomodarse a una Constitución “ ver­
dadera” , de una limitación real de su poder, por tímida que
fuese, ese potentado es Napoleón.
Al día siguiente del golpe de Estado se disipó como una bru­
ma el ingenuo malentendido de Sieyés anterior al 18 de brumario.
Cuando presentó el proyecto según el cual Bonaparte debía
desempeñar el papel de representante supremo del país (más ovme-
nos como el actual presidente de la República), rodeado de los más
altos honores y beneficiado por ventajas considerables, pero'com­
partiendo el gobierno con otras personas nombradas por Bona­
parte aunque independientes de él, el déspota declaró que no
desempeñaría nunca un papel tan ridículo y rechazó categóri­
camente el proyecto de Sieyés.
Este último comenzó a obstinarse, a d isc u tir... Entonces el
ministro de Policía le hizo una visita. Muy amigable y confiden­
cialmente, Fouché llamó su atención sobre el hecho de que Bo­
naparte tenía en sus manos todas las fuerzas armadas de la
nación y que, por esta razón, las discusiones demasiado largas
no podían traer ningún beneficio apreciable sino todo lo con­
trario. Esta argumentación quedó sin réplica. Sieyés se calló.
“ La Constitución del Año V III de la República” (así se
llamó la organización estatal elaborada por Napoleón) respondía
perfectamente a los principios del dictador. El primer cónsul
detentaba todo el poder real; los otros dos sólo tenían yoz con­
sultiva. El prim er cóns’ul nombraba un senado de 80 miembros
y también a todos los empleados civiles y militares; los titulares,
hasta los ministros, eran responsables solamente ante él, Bona­
parte fue hecho primer cónsul por diez años. Se crearon además
dos instituciones que debían representar al poder legislativo: el
Tribunado y el Cuerpo Legislativo. Los miembros ele uno y otro
eran nombrados por el Senado (es decir, por el primer cónsul),
entre varios miles de candidatos “ elegidos” por ios electores.
Es evidente que s’i en el número de esos candidatos designados
por la población, se hubieran encontrado 400 del lado del gobierno,
es a ellos precisamente a quienes se llamaría para llenar las va­
cantes en el Tribunado y en el Cuerpo Legislativo. Con tales
formas de escrutinio, no podía haber actitudes independientes.
Pero esto no era todo.
Además de estas instituciones' el primer cónsul nombraba
N A 'P O L E ó Ñ 9?

¡ota! y directamente un Consejo de Estado, mecanismo legislativo


que debía funcionar del siguiente modo: el gobierno presenta un
provecto de ley al Consejo de E stado; éste lo estudia,'’ lo retoca
v lo pasa al Tribunado. El Tribunado tiene el derecho ele expresar
su opinión en discursos, pero no puede tomar ninguna decisión.
Discutido el proyecto -de ley el Tribunado ha llenado su función,
pasa entonces el proyecto al Cuerpo Legislativo, que no tiene
derecho a deliberar pero posee en cambio el de tomar una ele-
cisión. Después de lo eual el proyecto es ratificado por el primer
oónsul y se convierte en ley. £e sobreentiende que esta máquina
“ legislativa” absurda fue, durante todo el reinado de Napoleón,
ciega ejecutante de su voluntad. Más tarde, en 1807, Napoleón
suprimió el Tribunado que se había hecho completamente inútil.
Un profundo secreto de cancillería debía rodear y rodeó la
actividad de estas instituciones. Es preciso agregar que, para
acelerar un asunto, el primer cónsul podía también llevar su
proyecto de ley directamente ante el Senado, el que promulgaba
la ley deseada bajo el nombre de Senado Consulto.
De este modo, en la primavera d.e .1800, el nuevo autócrata
va había cumplido las tareas más urgentes: había realizado una
nueva Constitución y terminado sino con tocias al menos con
gran número de bandas de salteadores en el mediodía; había
tomado apresuradamente medidas provisorias para mejorar la
situación en Vendée, implantado en el país un gobierno cen­
tralizado y tomado las medidas necesarias para poner fin a la
especulación y a 3a dilapidación de los fondos públ’oos. Una gi­
gantesca red de espionaje policial, hábilmente concebida y colo­
cada bajo la dirección de Ponché, aprisionó rápidamente al país
entre sus mallas. f
José Fouehé era, si puede decirse, un espía nato. Un afo­
rismo de la vieja Boma decía: 1'Se llega a ser orador pero se
nace poeta” . Fouehé era el “ poeta” del espionaje, ‘‘el creador
inspirado” del sistema de provocación que más tarde sus discí­
pulos se esforzaron vanamente en im itar: el napolitano del Caretto,
los rus'os Benkendorff y Doubbelt y el austríaco Siedlnitski. Na­
poleón dejó el campo libre al talento de Fouehé y fue sólo porque
conocía sus cualidades tan diversas y su naturaleza versátil que
ubicó cerca de él a algunos espías, por lo que pudiera pasar.
Preparándose para una nueva y lejana campaña, para la pri­
mavera, Bonaparte sabía que precisaba asegurar bien la reta-
guardia política y que, desde este punto de vista, toda la
‘f Constitución ’’ del ano Y III no significaba gran cosa. Por el
contrario, el ministerio de Policía tenía una importancia consi­
derable. Es por esto que Bonaparte no sólo proveía a la policía
de medios poderosos, no sólo trataba de perfeccionar y asegurar
la administración de París y de la provincia por hombres capaces
y enérgicos, sino que además mantenía oprimidos como en -un
torno a los pocos diarios que habían subsistido después de la su­
presión en bloque de 60 órganos de la prensa.
Antes de p a rtir para su campaña, Napoleón dejó a sus mi­
nistros la tarea de organizar el mecanismo de su autocracia,
exigiéndoles que asegurasen el orden mientras él combatía contra
la coalición de las potencias europeas. Pero un mes antes de la
partida de Napoleón, en abril de 1800, Fouché descubrió y llevó
al primer cónsul las pruebas irrefutables de la existencia en París
de una agencia anglo-realista en relación directo eon dos prínci­
pes emigrados de la casa de Borbón, los hermanos de Luis XVI,
Luis, conde de Pro vence, y Carlos, conde de Artois. Los realistas
se dejaban ayudar abiertamente por los ingleses y por otros in­
tervencionistas con el fin de adueñarse del poder. Por su parte
los ingleses contaban con los realistas franceses, dispuestos a
cualquier sacrificio económico o político en favor de la burguesía
comercial e industrial inglesa, siempre que se restaurara a los
Borbones. Esto era evidente para Napoleón desde enero de 1800,
cuando a su propuesta de entablar negociaciones de paz, el rey
de Inglaterra, Jorge III, respondió con un consejo directo y for­
mal : restablecer a los Borbones en el trono de Francia.
El prim er cónsul se convenció definitivamente que una de
las tareas más serias de la lucha interior era el castigo despiadado
de los traidores realistas, y la más importante lucha exterior la
' guerra tenaz contra Inglaterra. Fouché recibió órdenes especiales
de luchar contra los realistas; perseguirlos activamente, arrestar­
los y llevarlos ante los Tribunales. Muy a menudo Napoleón re­
petía estas palabras, expresión de un pensamiento constante:
‘*H a y .dos palancas para mover a los hombres: el interés y el
miedo ’?1. Por interés no entendía solamente el interés pecuniario

1 B o ttíu u e n n e : Mémoires sur Napoléon. París, Lavocat (1 9 3 1 ), 3®


ed. III, IV, 217-417.
N A P O L E Ó N 99

en el sentido estricto del término sino también la ambición, el


amor propio, la atracción del poder.
¿Cómo influir sobre los realistas? Se observa que con esta
clase de enemigos Napoleón se comportó diversamente según los
distintos períodos: tan pronto empleaba el terro r como trataba
de ablandarlos por medio de gracias, de eiápleos y de dinero.- ^
En la primavera de 1800, apurado con el ejército en cam­
paña, no había tiempo de emplear, otros medios que el terror des­
piadado contra los traidores.
La otra tarea importante —la guerra contra Inglaterra—
no debía efectuarse cerca de las costas inglesas, frente a frente
con la poderosa flota británica, sino en el continente, - contra
los aliados de Inglaterra y en primer lugar contra el Imperio
ele Austria.
Cuando partió el 8 de mayo de 1800 para/ reunir el ejército
y salió de París, por prim era vez desde su golpe de Estado, Bo­
naparte se daba perfecta cuenta de que el destino de su dictadura
sobre Francia dependería exclusivamente de los resultados de
la campaña que comenzaba. O bien retomaría a los austríacos el
norte de Italia, o bien la coalición de los intervencionistas apa­
recería de nuevo ante las fronteras francesas.
C a p ít u l o V I

MARENGO. CONSOLIDACION DE LA DICTADURA v


LEGISLACION DEL PRIM ER CONSUL • ■" ’N

1800 - 1803

Napoleón no tíolía estudiar de antemano los detalles de los


planes de cam paña; consideraba sólo los objetivos esenciales, los
fines concretos, el orden cronológico que observaría y las vías a
utilizar. Las preocupaciones militares no lo absorbían por com-
})leto hasta el momento mismo de la acción, cuando diariamente
y hasta por horas, cambiaba sus disposiciones teniendo en cuenta
no sólo los objetivos fijados de antemano sino también la s4;ua-
;eión y las noticias que le llegaban sin descanso sobre los movi­
mientos del adversario. Obedeció siempre fielmente a esta regla,-
no creer al enemigo más tonto que uno mismo hasta no haberlo
visto actuar y no suponer de su parte menos actos inteligentes
que los que uno mismo realizaría en la misma situación.
Ante él se hallaba el ejército austríaco, poderoso y notable­
mente equipado; ocupaba el norte de Italia, donde Suvorov
no estaba ya con los austríacos y esto era de una importancia
considerable. “ Un ejército de leones mandado por un ciervo
no será nunca un ejército de leones” 1 diría más' tarde Bonaparte.
Sabía que esta vez Rusia no tomaría parte en la coalición;
pero ignoraba aún que precisamente en ese mes de mayo de 1800
Suvorov era enterrado en el monasterio de Alejandro Nevski, en
Petersburgo, mientras él aplastaba en Italia el fruto de sus
victorias'. No quedaba, pues, ante Bonaparte más que Mélas, co­
rrecto general ejecutor, uno de los que Napoleón venció tan a
menudo y tan terriblemente antes y después de 1800 y que no

1 N a p o l e ó n : M axirrées d e g u erre.
cesaban de comprobar con amargura que Napoleón no se desem­
peñaba según las reglas. De acuerdo con su principio. Napoleón
. 0bró contra Mélas como si Mélas hubies'e «ido Napoleón, y Me Jas
por su parte se condujo con su adversario como si ésto hubiera
;iido Mélas.
Los austríacos estaban concentrados en dirección a Genova
en el sector sur del teatro de las operaciones. Mélas no creía
pjsible que Napoleón utilizara la vía más difícil, desembocando
je Suiza por el San Bernardo, y no se había cubierto seriamente
por ese lado. Y sin embargo ésa era precisamente la vía elegida
por el primer cónsul. En 1800 los soldados de Bonaparte cono­
cieron en los Alpes los torbellinos de nieve, el frío riguroso de
las cimas, los precipicios abiertos bajo los pies, las avalanchas, las
noches' pasadas en la nieve, como lo conocieran las tropas ele
Suvorov en 1799 y los guerreros de Aníbal 2.000 años atrás.
Pero ya no s'e trataba como en tiempos de Aníbal de elefantes
que costeaban los golfos; ahora eran cañones, afustes y furgones.
Con la vanguardia marchaba el general Ipannes y tras él, a través
de las rocas, se alineaba el inmenso ejér'eito ele Bonaparte. El 16
de mayo 'comenzó la ascensión de los Alpes. El 21 el propio
Napoleón estaba con el grueso del ejército en la garganta del
Gran San Bernardo; hacia adelante, sobre las pendientes que
descendían hacia Italia, comenzaban ya los combates de van­
guardia con los débiles destacamentos austríacos que allí había.
Los' austríacos fueron derribados y se aceleró el descenso de los
franceses hacia el sur. A fines de mayo las* divisiones del ejér­
cito de Bonaparte comenzaron a salir una tras otra de los des­
filaderos al sur de los Alpes y todo el ejército se desplegó a
retaguardia de los austríacos.
Sin perder tiempo Bonaparte marchó directamente sobre
Milán y el 2 de ju n ;o hizo su entrada en la capital de Lom-
bardía. A continuación ocupó Cremona, Pavía, Plaisan.ee, Bres-
cia y otras varias ciudades y pueblos, rechazando por todas p ar­
tes a los austríacos que no esperaban el ataque principal por
ese lado. Mélas empleaba su ejército en sitiar Genova, ciudad
que debía tomar a los franceses pocos" días después. Pero Bona­
parte, surgiendo de improviso en Lombardía, anuló este éxito
austríaco.
Mélas se rindió pronto a los franceses que bajaban del norte
en forma tan inesperada. E ntre la ciudad de Alejandría y Tor,
tona se extiende una gran planicie, en medio de la cual está la '
pequeña ciudad de Marengo. A comienzos del invierno de 1 8 0 0 , ¡
examinando en Parfe un mapa detallado del norte de Italia, j
Bonaparte había dicho a sus generales señalando con el dedo I
precisamente ese lugar: “ Pienso batirlos aquí” 1. Y . allí pre. I
cisamente, el 14 de junio, tuvo lugar el encuentro con el grueso
de las fuerzas enemigas.
Esta batalla ha desempeñado un papel considerable en la
política internacional y especialmente en la carrera histórica de
Napoleón. Gran inquietud reinaba en P arís y en toda Francia;
los realistas esperaban día a día la pérdida de Napoleón en los
abismos alpinos. Se sabía que el ejército austríaco era muy
fuerte, y &i caballería más numerosa que la francesa. Circulaban
rumores de la inminencia de un desembarco inglés en-Vendée.
Los jefes chuanes —Cadoudal y sus colegas— consideraban la
restauración de los Borbones no sólo segura sino también próxi­
ma. No esperaban más que una señal: la noticia de la muerte
de Bonaparte o la derrota de los ejércitos franceses. Los países i
europeos, aun los neutrales, seguían con atención el curso'' de los |
acontecimientos. Se esperaba la victoria austríaca para adherirse I
a la coalición contra Francia. Los Borbones se preparaban para j
un viaje a P a r ís ... j
Napoleón y sus generales, oficiales y soldados comprendían i
muy bien la importancia del juego y lag probabilidades de per- J
d e r; los austríacos eran esta vez mucho más numerosos y habían i
gozado de un largo y tranquilo descanso en las ciudades y pue­
blos italianos mientras el ejército de Napoleón cumplía penosas
marchas a través del San Bernardo, - j
La batalla comenzó la mañana del 14 de junio de 1800, junto
a Marengo y atestiguó desde las primeras horas la fuerza del
ejército austríaco. Los franceses se replegaban asestando gran- ¡
des golpes al adversario pero experimentando también grandes
pérdidas. Hacia las dos de la tarde la batalla parecía - comple- j
tamente perdida. Después de las tres, Mélas, jubiloso, despachó a i
Viena un correo p ara anunciar la victoria completa de los austría­
cos', la derrote del execrable Bonaparte, los trofeos, los pri-

1 Em xl L u d w ig : Napoleón .
N A P O L E Ó N 103
t

sio n ero s... En el estado mayor francés reinaba cierta confu­


sión pero Bonaparte parecía tranquilo y repetía que era preciso
sostenerse, que la batalla no estaba terminada.
De pronto, después de las 4, todo cambió bruscamente: la
división del general Desaix, que fuera enviada al sur a cortar
la retirada del enemigo, llegó muy oportunamente, se arrojó
con toda rapidez y en el momento decisivo al fuego del combate
y cayó sobre los austríacos.
La 'confianza en stt victoria completa perdió a -estos últimos.
En ese momento regimientos enteros comenzaban a vivaquear,
se descansaba y se comía. Detrás de la división fresca de Desaix
se precipitó todo el ejército de Bonaparte, y esto fue la derrota
para loe austríacos: a las cinco huían perseguidos por la caba­
llería francesa. Desaix fue muerto al comienzo del ataque y por
la noche, después de esta batalla que era uno de los más prodi­
giosos triunfos de su vida, Bonaparte decía con lágrimas en los
ojos; ‘‘¡Ah, qué hermosa jornada habría sido si esta noche
hubiera podido abrazarlo en el campo de batalla!...” “ ¡Por qué
no podré llo ra r !.. . ,J *, suspiró algunas horas antes, cuando en
plena batalla vinieron a decirle que Desaix había muerto en me­
dio de una carga. Sólo dos veces los compañeros de armas de
Napoleón vieron lágrimas en sus ojos' después de una batalla; la
segunda debía ser algunos años más tarde cuando muriera en
sus brazos el mariscal Lannes, a quien una bala de cañón arran­
có las do# piernas.
En medio de la alegría provocada por el prim er y feliz
despacho de Mélas, un segundo correo llegó a la corte de Viena
y anunció la catástrofe. Italia estaba de nuevo perdida para los
austríacos, y esta vez al parecer definitivamente. El terrible ene­
migo parecía invencible.
Los primeros rumores de una derrota general en Italia lle­
garon al gobierno de París síeis días después de los hechos, es
decir, el 20 de junio (1° de mesidor). Pero al principio estos
rumores eran vagos; se hablaba de batalla perdida y de la m uer­
te de Bonaparte. En la ciudad se esperaba febrilmente noticias
cuando de pronto, por la tarde, retumbaron disparos de cañón;
un correó llegado a toda prisa traía las noticias' oficiales: la

1 B o u r r ie n n e : M émoires sur Na-poléon. IV, 417.


1.C4 E . T A E L r:

derrota completa del ejército austríaco, milla rey de prisioneros,


millares de austríacos aniquilados, la nr.tad de la artillería ene­
miga tomada e Italia una vez más en manos de Bonaparte.
El entusiasmo era general y e>.ta vez no sólo en los barrios
burgueses sino también en los obreros. En el suburbio de Saint-
Antoine se danzó en las calles hasta altas horas de la noche. Las;
ventas y las tabernas estaban llenas. En estos barrios en qno
reinaban la miseria, el hambre, el abatimiento y las' huelgas, 150
se había visto desde hacía mucho tiempo tanta animación. En
ese momento los trabajadores no podían prever que el nuevo
soberano los oprimiría finalmente con puño dé hierro: que in­
troduciría las cartillas de trabajo, aumentando su dependencia
con respecto a los empleadores'; que este reViado sería un pe­
ríodo de refuerzo sistemático de un orden social basado en la
explotación del trabajo por el ‘capital, explotación sin obstáculos
y apoyada en la ley.
En el momento en que se divulgó la noticia de Marengo,
para los obreros, para París y para Francia como para toda
Europa, la cuestión se planteaba así: ¿serían conservadas o anu­
ladas las conquistas de la Revolución! Si Bonaparte estaba muer­
to o prisionero, si su ejército había sido derrotado, entonces
eran de esperar el desembarco inmediato de los emigrados' y los
ingleses en Vendée, la marcha sobre París y un golpe de Estado
en el mismo París, y del lado del este una invasión por los
austríacos y otros intervencionistas; la restauración de los Bor­
bones y el renacimiento del viejo orden feudal.
Si el vencedor era Bonaparte, la “ república” -consular so­
breviviría y con ella mucho de lo que había traído la Revolución.
Así se planteaba el problema en aquel momento. Para los
obreros en particular ¿qué era entonces B o n ap arte?... {<E1 ge­
neral Vendimiarlo ” , cuyos cañones en 1795 habían aniquilado
a la reacción realista en las calles de París; el vencedor en Italia
(en 1796) de los intervencionistas execrados, el que denunciara la
traición de Pichegru en 1797, el conquistador de Egipto, des­
de donde amenazaba a Pitt, ese inglés odiado a quien Robespie­
rre y Babeuf denunciaban siempre a los' parisienses como ene­
migo principal de la Revolución e inspirador de los intervencio­
nistas. En resumen, para los obreros de 3a capital el. primer,
cónsul era ahora el animador a quien siempre se viera defender
• N A P O L E Ó N "lOS

la Revolución contra los traidores realistas y los enemigos exte­


riores, desde sus comienzos en Tolón en 1733 cuando con su
bombardeo obligó a los realistas a entregar la ciudad, hasta el
18 de brumario de 1799 en que derrotó al Directorio (gobierno
de ladrones’, especuladores, prevaricadores, acaparadores, bolsis­
tas v ricos bribones). En esto había muchas cosas impensadas y
poco claras. Por otro lado y por numerosas razones la masa se
había desilusionado muy pronto. Pero en esta jornada de junio
cuando recibió la noticia de Marengo, el suburbio de Saint-An-
toine festejaba la victoria de la Revolución.
En ese mismo París, cerca de la Bolsa, cerca de los' bancos
y entre la multitud elegante de las avenidas la alegría era to­
davía mayor a causa de la personalidad del vencedor que, según
se pensaba, el 18 de brumario había ahogado la Revolución. Al
mismo tiempo conquistó una positrón sumamente fuerte, la po­
sibilidad de aplastar con mano de hierro la “ anarquía” y las
tentativas contra los propietarios y l:i propiedad; por otra parte
no repondría la monarquía feudal. El entusiasmo do la burgue­
sía era más tumultuoso y evidente que el de los' obreros.
Algunos jacob:nos particularmente irreconciliables callaban
contristados; ios realistas estaban abrumados. Pero unos y otros
desaparecían en medio de las grandiosas manifestaciones de la
alegría general de París y de provincia. Se podía también obser­
var como una orgullosa exaltación, como una locura de patrio­
tismo militar, una fiebre chovinista que se apoderara de pron­
to de espíritus hasta entonces moderados. Esto alcanzó su apogeo
al regreso del primer ‘cónsul a París. Los trabajadores abando­
naban su trabajo, miles de personas marchaban ante el triunfa­
dor y el menor signo de frialdad hacia Bonaparte era considerado
una prueba de realismo. “ ¡Aquí viven aristócratas! ¿Por qué
la «casa no está ilum inada?” , gritaba la muchedumbre. Y los
vklrios de la casa sospechosa volaban en pedazos.
Una enorme multitud se estacionó durante todo el día alre­
dedor del Palacio de las Tullerías aclamando a Bonaparte. Pero
él no se asomó al balcón.
Si en noviembre de 1799, después del 18 y 19 de brumario
pudo dudar y vacilar, en junio de 1800, después de Marengo, al
ver lo que pasaba en París y en las provincias debía sentir y com­
prender definitivamente que de allí en adelante, sin discusión
106 E . T A R L, &

posible, era un autócrata y que su espíritu y su voluntad posee* ' -:


rían y dirigirían solos este poderoso organismo nacional:
Después? de Marengo la preocupación de Bonaparte era ante /-
todo obtener una paz ventajosa con A u stria1, Inglaterra,, y en
general con la coalición europea. E n s'egundo lugar era preciso
continuar y profundizar la actividad legislativa comenzada des­
pués del golpe de Estado de brumario e interrum pida por la
campaña de Italia.
Pero durante todo el consulado, otra preocupación, la lucha
contra los jacobinos y los realista#, desvió la atención de Roña- /
parte de los problemas esenciales. Para Fouché los realistas re­
presentaban el peligro más serio e inmediato, pero Bonaparte
tenía ya poca confianza en «fu ministro.
Sabía que Fouché, antiguo regicida que a título de tal te­
mía la restauración,'se inclinaba a ver un peligro menor en sus
antiguos amigos, los jacobinos, y si no los perseguía más era
porque tenían menos probabilidades de llegar al poder. Pero otra
era la intención del prim er cónsul después de Marengo y veía
en los jacobinos sus peores enemigos.
Es necesario decir que a este respecto Fouché testimoniaba
una mayor perspicacia policíaca que su amo. El conde de Pro-
venza, pretendiente al trono de Luis XVI, y su hermano Carlos,
como casi todo el sector más influyente de la emigración, estaban
persuadidos desde brumario de que el éxito de ese golpe de
Estado, la instauración de la dictadura, mostraba hasta qué pun­
to el pueblo francés estaba cansado de la Revolución y eon qué
tranquilidad aspiraba a un poder fuerte. Y si era así p ío pre­
feriría Francia la vieja monarquía histórica a cualquier corso
advenedizo ?. . . Después de diez años de furor la Revolución fue
enterrada el 18 de brumario. Pero la mano que en noviembre
de 1799, en el palacio de Saint-Cloud, asestó el golpe mortal á
ese monstruo y en junio de 1800 aniquiló a los austríacos en
Marengo: ¿instalaría sobre el trono ancestral al muy cristiano
Luis X V III, por el momento conde de Provenza?
Mucho tiempo antes de Marengo, 3 meses y medio después

1 La guerra con Austria proseguía en Bavicra, donde el ejército francés


se hallaba bajo las órdenes de Moreau. La victoria de Hohenlinden tuvo lugar
el 3 de diciembre de 1800. (Nota del autor).
N A P O L E Ó N 107

¿e brum ario, el conde de Provenza (directamente o bajo la


influencia de su hermano, con quien la naturaleza había sido
extrem adam ente avara en cuanto a dones espirituales) se habla
resuelto a una curiosa extravagancia: de Mitau, donde vivía, en­
vió una carta al prim er cónsul pidiéndole que restableciera la
dinastía de los Borbones. Después de esto Napoleón podría exi­
gir para sí mismo y para sus amigos' todas las recompensas
pos'ible-s, ¡ obtendría todo! Y además de las recompensas recibiría
tam bién la bendición de las generaciones futuras. Bonaparte no
respondió nada. Entonces áe le enviaron secretamente, lo mismo
que a su mujer, Josefina, nuevas cartas, nuevas proposiciones,
nuevas ofertas.
Durante el verano de 1800, después de Marengo, cuando se
pudo pensar que la voluntad de Bonaparte podía disponer de
F ra n c ia como le pareciera, Luis escribió otra «arta expresando
la misma demanda. Entonces, por primera y última vez, Bona­
parte respondió al pretendiente: “ He (recibido, señor, vuestra
carta; os agradezco las cosas honestas que allí me deefe. No de­
béis desear vuestro regreso a Francia, necesitaríais marchar sobre
100.000 cadáveres. Sacrificad vuestro interés a la tranquilidad y
la dicha de Francia. La Historia os lo tomará en cuenta” 1.
Cuando los emigrados se convencieron de que Bonaparte no
era de aquellos a quienes se gobierna sino de aquellos que gobier­
nan a los otros y ¡cuando recibieron su negativa directa y breve,
decidieron matarlo.
Casi al mismo tiempo los jacobinos tuvieron esta misma idea,
pero Fouehé terminó con este asunto gracias a una hábil provo­
cación. Informado .por sus emisarios de que el atentado se pre­
paraba para la noche del 10 de octubre de 1800 en la Opera,
Fouehé arrestó a los conjurados (Arena, Demerville, Toplina-Le-
brun) que se aproximaban al palco del prim er cónsul1armados,
s'egún se ha sostenido más tarde, por el mismo Fouehé. Se los
ejecutó a todos. La influencia de Fouehé aumentó. Los agentes
provocadores desarrollaban una actividad intensa y desusada, se
introducían por todas partes, desde los salones* mundanos hasta
los más pobres albergues. Según el rumor que circulaba en la
eiudad eran de esperar nuevos atentados.

1 V a n d a l: Uavénement de Bonaparte.
IOS E T A R L tí

La. noche del 3 de nivoso (24 de d'ciembre de 1800) se diri­


gía el primer cónsul a la Opera, cuando en la calle Saint-Níeaise,
una terrible explosión -retumbó junto a su coche. Bonaparte ha­
bía pasado cerca, de la “ máquina in fe rn a r’ diez segundos antes
de la explosión. La calzada quedó cubierta de cadáveres y de
heridos. E) coche Kemidcshecho condujo ráp'damente al primer
cónsul a la Opera.. Napoleón entró en su palco absolutamente
tranquilo y el p'ib! ico no s'e enteró de lo ocurrido hasta^unos
minutos después. La encuesta policial emprendida de inmediato
no había dilucidado nada todavía, nadie había sido arrestado en
el lugar del atentado. Bonaparte estaba convencido de que la
empresa criminal había sido organizada esta vez por los jaco­
binos. No acusó a Ponché de no vigilarlos bastante sino, por el
contrario, de ocuparse demasiado de los realistas y resolvió ter­
minar con la oposición de izquierda.
Ordenó confeccionar una lista de loO .jefes jacobinos o con­
siderados' como tales, a quienes se arrestó y deportó en su ma­
yoría a la Guayana, de donde tan po. as veces se volvía. Los
prefectos de provincia comenzaron a perseguir duramente a to­
dos aquellos que en tiempo de la Revolución habían testimoniado
con palabras o actos su simpatía por la lucha decisiva contra
la reacción. Los reaccionarios perdonados arreglaban ahora cuen­
tas con la izquierda.
Entre las personas que figuraban en esta primera lista he­
cha por Ponché algunos no fueron Solamente exilados sino envia­
dos a presidio sin instrucción y sin juicio y no se los libertó ni
aun cuando la verdad se hizo evidente, lo que para el mismo
Ponché ocurrió justo en la época en que se encarcelaba o en­
viaba al exilio a sus antiguos' colegas. Fue el primero en saber
que los jacobinos no tenían nada que ver y si los desterraba era
exclusivamente por complacer a. Bonaparte, irritado y lanzado
desde el primer momento sobre una pista completamente falsa.
Quince días después del atentado, cuando el terror contra
los jacob:nos asumía formas más crueles, se arrestó a un cierto
Carbón y luego, algún tiempo después, a Saint-Réjant, Bour-
mont y varias decenas de realistas que vivían en París legal­
mente o no. Carbón y Saint-Réjant se confesaron culpables del
atentado. Todo el asunto había sido organizado exclusivamente
por los realistas con e! objeto de matar a Bonaparte y restaurar
N A P O L E Ó N 109

a los Borbones. Es’to no impidió que so ejecutaran las medidas


tomadas contra los jacobinos, pero se decidió no perdonar más
a los realistas. Fueron asi dos las ventajas que desde el punto
de vista político obtuvo Bonaparte del atentado. Cuando luego
se le dijo que Fouehé estaba seguro de la completa inocencia de
los jacobinos proscriptos, Bonaparte respondió: ‘‘¡Ah, b ah !
¡F ouehé!... siem.pre es así. A fin de cuentas poco importa aho­
ra, me he desembarazado de elkw1’ (de los jacobinos) \
Los realistas que tomaron parte activa en el atentado fueron
ejecutados1 y muchos otros exilados como los jacobinos.
Sin embargo en ese momento el enojo de Bonaparte contra
los realistas no era tan violento como hubiera podido creerse en
comparación con su actitud respecto a los jacobinos, absoluta­
mente ajenos al asxmto de la “ máquina in te r n a r ’. No ¡se trata
aquí de una simple observación psicológica hecha, sobre Napoleón
por los que le rodeaban. No sólo había agotado ya su cólera con
los jacobinos en las primeras semanas después ele la empresa
criminal, sino que ya no estaba tan encolerizado contra los rea­
listas. Napoleón sabía muy bien ser riguroso cuando lo juzgaba
necesario permaneciendo completamente frío y tranquilo. Pero
se trataba de separar de los Borbones a los elementos realistas
cuyos intereses eran conciliables con el nuevo orden de cosas
instaurado en Francia. En otros* términos los realistas que re­
nunciaran a la idea de restaurar el secular régimen feudal
anterior a la Revolución y aceptaran integrar el Estado burgués
jurídica y políticamente creado por la Revolución y modificado
por Bonaparte, serían admitidos .y se les perdonaría sus pecados
anteriores contra la Revolución Francesa. Pero con los irrecon­
ciliables, con aquellos que insistían en restablecer a los Borbones
y et viejo orden, la lucha sería sin cuartel.
Ya antes de Marengo el primer cónsul había ordenado a
Fouehé que confeccionara la lista de los emigrados a los que
podría permitirse regresar a Francia. Y hasta después de la
máquina infernal de la calle Saint-Nicaise se continuaba ha­
ciendo estas listas. Según un primer proyecto, sobre 145.000
emigrados se otorgó el derecho de regresar a Francia a unos

1 B o u r r ie n n e : M émoires sur Napoléon. París, Lavocat, (1 9 3 1 )


3? ed. IV, 213.
110 E . T A R L É

{141.000; a su llegada eran colocados bajo la vigilancia policial;


sólo fueron excluidos* 3.373 emigrados, para quienes la entrada
estaba prohibida como en el pasado. Pero tampoco en este caso
dejaron de manifestarse las bondades de Bonaparte: en mayo
de 1802 un senado consulto decidió que todo emigrado que pres­
tara juramento de fidelidad a la nueva forma de gobierno
tendría derecho de volver a Francia. Gran número de emigra­
dos que vivían en la miseria regresaron.
Los atentados cesaron por <un tiempo y con energía redo­
blada Bonaparte se consagró a iós: asuntos diplomáticos. Nunca,
ni antes ni después de este período, deseó tanto una pacifica­
ción rápida, el fin de la guerra con la coalición, que era indis­
pensable para restaurar las finanzas, para obtener la paz que
evidentemente necesitaban la burguesía, los campesinos y la po­
blación obrera, y finalmente para term inar las reformas em­
prendidas e iniciar las proyectadas.
En el terreno de la diplomacia supo encontrar, como en el
de las investigaciones políticas, al hombre más capaz. Si Fouehé
era un maestro inigualado en el arte de la provoea;cdón y el
espionaje, el príncipe de Talleyrand era un virtuoso de igual
categoría en el arte de la diplomacia. Pero había una diferencia
en la posición del primer cónsul con respecto a cada uno de
ellos.
Napoleón utilizó a Fouehé y a su cuerpo de policías pero
les tenía por pillos y así los llamaba. No confiando en su mi­
nistro lo hacía vigilar por una policía especial —pero segura­
mente en ese terreno, en competencias de este género, Napoleón
no podía vencerlo. Ningún Napoleón, ningún Alejandro de Ma-
cedonia podía compararse a Fouehé en ese punto. Distinguía al
primer golpe de vieta a los emisarios de Bonaparte que le ob­
servaban. P ara su policía Napoleón tenía necesidad de Fouehé
y de su talento especial porque en esta cuestión él no podía ni
remotamente compararse con su ministro. Contaba pues, con él.
Por el -contrario, en el arte diplomático Napoleón no sólo
no le iba a la zaga a Talleyrand sino que lo superaba. Y aun­
que éste fuera un ministro de Negocios E xtranjeros de gran ta ­
lento, Napoleón mismo le daba las directivas y dirigía perso­
nalmente las negociaciones de paz importantes. Talleyrand sólo
N A P O L E Ó N 111

aconsejaba, redactaba las notas diplomáticas y Adoptaba las dis­


tácticas necesarias.
p o s ic io n e s
Uno de los mayores éxitos diplomáticos de Napoleón es in­
discutiblemente el desbarajuste completo de la polítiiea rasa.
Hizo saber al zar Pablo, con quien Francia estaba oficialmente
en guerra, que deseaba enviar de regreso a todos los prisioneros
rusos que conservaba desde la derrota de Korsakov en otoño
de 1799. No exigía ni siquiera un cambio de prisioneros. (En
realidad en ese momento casi no había prisioneros franceses en
Rustía.) Esto encantó a Pablo, quien envió a París al general
Sprengporfcen para concluir la negociación.
A mediados de diciembre de 1800' Sprengporten llegó a
parís. Inmediatamente Bonaparte expresó los más cálidos sen­
timientos de simpatía y respeto por Pablo Petrovich (Pablo I)
haciendo hincapié en la generosidad y grandeza de alma que,
según él, distinguían al zar de Rusia. Al mismo tiempo se supo
que el prim er cónsul no sólo ordenó el regreso de todos los
prisioneros rusos (alrededor de 6.000 hombres), sino que tam­
bién s’e les daba Piniformes y calzados nuevos, todo a costa del
tesoro francés, y se les devolvían sus armas. Nadie había ma­
nifestado nunca tal cortesía en tiempo de guerra. A esto se
añadía una carta personal al zar en la cual, con expresiones
amistosas, el primer cónsul decía que la paz entre Francia y
Rusia podía ser concluida en 24 horas si Pablo enviaba a París
un plenipotenciario. Todo esto -cautivó al emperador ruso que,
de enemigo encarnizado de Francia, se tornó de pronto bené­
volo y contestó a' Napoleón con una -carta en la que proclamaba
de antemano que estaba dispuesto a hacer la paz y expresaba el
deseo de devolver a Europa, de acuerdo con e l. prim er cónsul,
“ la tranquilidad y la calma” .
i Después de este primer éxito Napoleón decidió concluir con
; Rusia no sólo la paz sino también una alianza militar.
La idea de esta alianza procedía de una doble preocupación.
: En primer lugar la falta de intereses ¡comunes entre los des
países. Además Napoleón preveía la posibilidad de amenazar ul-
; teriormente con las fuerzas francorrusas coligadas el poderío
inglés en la India pasando por el sur de Rusia y el Asia central.
Napoleón no cesó jamás de pensar en la India ,desde la ..cana-.
1paña de Egipto hasta los últimos días de su reinado. Ni enton-
112 E. T A R L É

ces ni más tarde hizo ningún proyecto serio, pero la idea funda­
mental estuvo siempre presente en su espíritu. En 179-3 esta
idea se unía a Egipto ¡ en 1801 a la repentina amistad con el
zar y a comienzos de la campaña de 1812 a Moscú. En estos
tres casos la persecución del lejano objetivo no tu y o siquiera
mi comienzo do realización; pero corno vamos a ver el asunto
s.e vinculaba esta vez a un reconocimiento militar avanzado o a
la apariencia de un reconocimiento de ese tipo.
El desarrollo extraordinariamente rápido de las relaciones
amistosas entre Napoleón y el zar Pablo marchaba juntamente
y en relación estrecha con el recrudecimiento repentino ele!, odio
a Inglaterra, hasta ayer todavía aliada de Pablo en la coalición
contra Francia, Napoleón tenía en .vista —aunque por el mo­
mento en líneas generales— una combinación basada en nna ex­
pedición al sur de Rusia. Las tropas francesas bajo su mando
se reunirían allí al ejército ruso y Napoleón conduciría hacia
la India a ambos ejércitos a través del Asia central. )
Pablo se inclinaba a caer sobre los ingleses en la India y
hasta se adelantó a Bonaparte en dar los primeros pasos hacia
la realización de este programa. El atamán de cosacos Mat.vei
Ivanovitch Platov, encerrado por causas desconocidas y desde
hacía, .seis meses en la fortaleza Pedro y Pablo, fue. de pronto
sacado de su -casamata y llevado directamente al gabinete del.
zar, donde sin preámbulos se le hizo una pregunta sorprenden­
te: ¿.Conocía el camino de la India? Sin com prender' absoluta­
mente nada pero dándose cuenta de que una respuesta negati^
va lo reintegraría de inmediato al calabozo, Platov se dio prisa
en responder que sí. Á continuación se le nombró jefe de los
cuatro contingentes de tropas del Don, las que recibieron la
orden de trasladarse a la India casi completamente equipadas.
En total tomaban parte en la expedición los riiatro contingen­
tes, es decir, 22.500 hombres. Abandonaron el Don el 27 de fe­
brero de 1801; pero no llegaron muy le jo s...
En Europa se seguía con creciente inquietud la consolida­
ción de la amistad entre el autócrata francés y el emperador
ruso. En el caso de consolidar su alianza, estas dos potencias
dominarían todo el continente europeo: tal era la opinión no
sólo de Napoleón y de Pablo sino también de todos los diplo­
máticos europeos de la épo’^a. En Inglaterra reinaba una inquie-
N A P O L E Ó N 113

tud manifiesta. Sin duela la flota francesa era muellísimo menos


fuerte que la de Inglaterra y la flota rus'a era insignificante. Pe­
ro los designios de Napoleón sobre la India y el brusco envío de
tropas rusas en esa dirección inquietaban e irritaban a William
pitt,, primer ministro de Gran Bretaña. En todas las' cancille-,
rías europeas y en los palacios reales se esperaba eon enorme
inquietud el comienzo de la primavera de 1801, é£>oea en la cual
los dos futuros y poderosos aliados podrían emprender cualquier
cosa decisiva. Pero el 11 de marzo debía traer algo completa­
mente distinto.
Terrible fue el furor de Bonaparte cuando llegó a París la
repentina noticia de que Pablo había sido estrangulado en el
palacio de lYíijailov; a pesar del arte desplegado, el éxito obte­
nido en algunos mes’es en las relaciones eon Rusia se derrumbaba
de un golpe: “ ¡Los ingleses me erraron en París el 3 de ni­
voso (día del atentado de-la calle Saint-Nicaise), pero no en Pe-
tersburgo!", gritó, porque para él era indudable que los ingle­
ses habían organiza-do el asesinato de Pablo. La alianza eon Rusia
fíe derrumbó la noche de marzo en que los ¡conjurados 'entraron
en el dormitorio del zar.
El primer cónsul hubo de cambiar de un golpe y brusca­
mente las baterías diplomáticas, que manejaba con tanta rapidez
y habilidad como las de artillería.
En adelante era preciso imponerse otra tarea: no la pro­
longación de la guerra sino la paz con Inglaterra. Las., négoeia-
ciones de paz con Austria habían comenzado hacía largo tiem po;
el 9 de febrero de 1801 el plenipotenciario Cobenzl había fir­
mado con Francia la paz de Lunéville. José Bonaparte, hermano
del primer cónsul, y Talleyrand, ministro de Negocios E xtran­
jeros, dirigieron las negociaciones pero tanto el uno como el
otro se limitaban a cumplir las órdenes ' de Napoleón, que u ti­
lizaba con destreza en este asunto su súbita amistad con el zar
Pablo. Austria podía £er atacada por el oeste y por el este y
estaba literalmente obligada a ceder en todo. Después de la ba­
talla de Marengo y de las victorias francesas en Alsaeia, donde
Moreau había vencido a los austríacos cerca de Hohenlinden, era
difícil resistir. En Lunéville Napoleón obtuvo todo lo que quiso
de Austria: abandono definitivo de Bélgica, cesión de Luxem-
burg'o y de todas las posesiones alemanas sobre la Orilla izquierda
114 E . T A R L É

del Rin, reconocimiento de la “ república báta v a” (Holanda),


de la “ república helvética” (Suiza) y de la República de Li­
guria (Genova y Lombardía) que se convertían todas de hecho
en posesiones de Francia. E n cuanto al Piamonte quedó como
estaba, enteramente ocupado por las tropas francesas., “ He aquí
este malhadado tratado que debí firm ar por necesidad. Es es­
pantoso por su forma y su contenido” —escribía apesadumbrado
Cobenzl en una carta a su jefe (Coloredo).
Cobenzl tenía mucha razón en indignarse sabiendo que Ta­
lleyrand lograba obtener en la eorte de Viena —desde luego
clandestinamente— toda suerte de regalos durante las negocia­
ciones, a pesar de no haber hecho nada en beneficio de los/ aus­
tríacos, pues el tratado lo dictó Napoleón del principio al fin.
Por un tiempo, pues, se había terminado icón Austria. Era
evidente que después de sufrir pérdidas tan acerbas Austria es­
peraría el momento oportuno para recobrarse; pero se Resignaba
a la espera de tiempos mejores.
Al morir Pablo I, de todas las' grandes potencias sólo In­
glaterra quedaba en estado de guerra con Francia, y muerto el
zar, Napoleón trató de concluir rápidamente la paz.
Inglaterra atravesaba un período difícil. La burguesía co­
mercial e industrial no soportaba ninguna rivalidad económica
en el continente europeo. La revolución técnica e industrial de
las últimas décadas del siglo X V III había asegurado definiti­
vamente la posición de Inglaterra como potencia dominante en
el terreno económico, y una de las causas de la irritación de
la burguesía francesa contra la política del antiguo régimen era
el tratado de comercio anglofraneés de 1786, que significaba la
conquista victoriosa del mercado interior por la industria ,textil
y metalúrgica inglesa. Todas lasí medidas tomadas por la Con­
vención y el Directorio contra el comercio inglés eran recibidas
con entusiasmo por los industriales franceses. Y toda la guerra
entre Inglaterra y Francia en la épo:ca de la revolución se con­
sideraba en ambos países una guerra de los comerciantes e in­
dustriales ingleses contra los comerciantes e industriales fran­
ceses. 1 ^
A la cabeza de todas las empresas políticas contra Francia
estaba William Pifct, prim er ministro del gabinete británico, que
repartía el dinero con profusión en Prusia, Austria, el Piamon-
N A P O L E Ó N 115

te Rusia, y de nuevo en Austria y en Nápoles, porque veía


con claridad lo que significaba, desde el punto de vista de los
intereses económicos y políticos de su país, el acrecentamiento
¿¡el poder francés sobre el continente.
pero ni los subsidios a los -coligados europeos ni la ayuda
activa por medio de la flota, el dinero, el abastecimiento y las
armas a los contrarrevolucionarios van deanes!, dieron los frutos
aperados y en 1801 comenzó a difundirse en Inglaterra la idea
¿e que lo mejor sería emprender negodaeion.es para llegar a un
acuerdo con el nuevo jefe de Francia. Esta opinión, sin embargo,
no era compartida de ningún modo por los industriales4 y los
medios comerciales directamente interesados en la explotación
de las colonias francesas y holandesas conquistadas durante una
larga guerra, Pero los* comerciantes que mantenían relaciones
eon el comercio europeo querían la paz. E n la clase obrera in­
glesa había en ese momento grandes levantamientos provocados
por la explotación más dura y por el hambre, y la cólera de los
obreros se expresaba no sólo rompiendo máquinas sino a veces
también por un manifiesto espíritu derrotista que los historia­
dores ingleses se dejan en el tintero.
• En re&nxmen, cuando Bonaparte hubo concluido en Austria
njia paz ventajosa que le daba cantidad de nuevos territorios
en Alemania e Italia y cuando después de la muerte de Pablo I
firmó la paz con su sucesor el. zar Alejandro, las esferas diri­
gentes inglesas, momentáneamente .descorazonadas por el hundi­
miento de sus esperanzas de una derrota francesa, se decidie­
ron a entablar negociaciones. William P itt acababa de abandonar
el poder cuando- el asesinato de Pablo, y sus¿ reemplazantes eran
intérpretes de medios donde se juzgaba posible la paz. La pre­
sidencia del gabinete fue ocupada por Addington. Lord Haw-
kesbury, ministro de Relaciones Exteriores, dejó entender que
Inglaterra estaba dispuesta a concluir la paz. Después del ase­
sinato de Pablo el prim er cónsul ee propuso entablar negocia­
ciones.
Dichas negociaciones se desarrollaron en Amiens, donde el
26 de marzo de 1802 se firmó el tratado de paz. Inglaterra res­
tituía a Francia y a süs vasallos (Holanda y España) todas las
colonias que había tomado durante nueve años de .guerra, salvo
las islas de Ceilán y Trinidad; Malta volvía a poder de los ca­
lis E . T A R L É

balleros de M alta; Inglaterra se comprometía a evacuar todos


los puntos' ocupados por ella durante la guerra en el Adriático
y el Mediterráneo; Francia debía evacuar Egipto y retirar sus
tropas de Roma, que devolvía al Papa así como los otros terri­
torios pontificios: tales eran las :condiciones generales. Pero esto
no era lo más' importante, ¿acaso en el curso de esos nueve años
la aristocracia dirigente y la burguesía no habían gastado mi­
llones para su ejército y los ejércitos extranjeros 1 ¿No habían
enviado flotas a todos los océanos ?
Lo más penoso para las esferas dirigentes de Inglaterra era
qne no habían podido arrancar de las garras de Napoleón ni
una sola de sus conquistas europeas; Bélgica, Holanda, Italia, la
orilla izquierda del Rin quedaban en su poder directo y desde
entonces la Alemania del oeste se convertía en una presa impo­
sible de socorrer. Todos esos países conquistados (o no del todo
conquistados' por el momento), al pasar a poder directo o indi­
recto de Bonaparte eran otros tantos mercados perdidos para
Inglaterra, tanto para los productos manufacturados ingleses' co­
mo para los artículos provenientes de s'us colonias. Fueron vanos
los esfuerzos de lod plenipotenciarios ingleses en Amiens para
echar las bases de un tratado de m nercio ventajoso para Ingla­
terra. En -cuanto al rico mercado interior francés seguramente
no había ni que pensar más en él; estaba herméticamente cerra
do a la importación inglesa antes de Bonaparte y asi seguía.
Aparte de todo esto, desde el punto de vista militar y puramen­
te político de su seguridad con respecto a una agresión fran:
cesa, Inglaterra no podía estar muy segura. Al reinar sobre
Bélgica y Holanda, Bonaparte decía: ‘(Anvers es una pistola
dirigida al ¡corazón de Inglaterra
La paz de Amiens 110 podía durar mucho: Inglaterra aún
no se sentía vencida, Pero cuando París y las provincias se en­
teraron de que se acababa de firm ar esta paz, la alegría fue
completa. Parecía que el enemigo más terrible, el más rico, el
más poderoso e irreconciliable s'e declaraba vencido y ratificaba
con su firma todas las conquistas de Bonaparte. La larga y pe-
nosa guerra contra Europa había terminado, y con una victoria
completa en todos los frentes.
En tiempo de Napoleón, Francia y Europa no podían gozar
de paz por mucho tiempo. Pero los dos años que van de la pri-
N A P O L E Ó N 117

mavera de 1801 a la primavera de 1803, es decir, desde la paz


eon A u stria h asta el reeomíenzo de la guerra con Inglaterra
después de la breve paz de Amiens, fueron dos años llenados por
la desbordante actividad de Napoleón en el terreno de la orga­
nización administrativa y de la legislación. Ahora podía iconsa-
o-rarse a los trabajos legislativos que debiera dejar de lado hasta
entonces. Es verdad que después de Marengo se ocupó mucho
de estos asuntos, pero no podían absorberlo con preferencia
mientras la paz con Austria e Inglaterra no fuera definitiva
y mientras las relaciones con el zar Pablo orientaran su pen­
samiento hacia nuevas y lejanas conquistas.
Había llegado el momento de plantear, estudiar y 'resolver
numerosas ¡cuestiones capitales referentes a la administración, a
las finanzas, a la economía y a la administración civil y criminal.
Frente a problemas de gobierno que ignoraba (a pesar de su
rica experiencia de dos guerras con Italia y de la expedición a
Egipto) su método de trabajo era el siguiente: presidía las se­
siones del Consejo de Estado que había creado, escuchaba los
informes de los ministros, pedía ver a los relatores y hacía pre­
guntas sobre todos los puntos que no le parecían claros.
De informe en Informe este hombre se transformaba de tal
manera que sus ministros no le reconocían: la primera vez se
podía aún engañarlo, la segunda era más difícil, la tercera pe­
ligroso. “ ¿Qué, es que os burláis ele mí —gritó una vez a
nn funcionario ele finanzas—. ¿Pensáis que un hombre que no
nació en el trono y que ha marchado a pie por las calles va a
permitió: que se le presenten argumentos tan estúpidos?”
Una vez que los ministros, retenidos por el trabajo, se
caían de sueño, unos de pie y otros sentados, Napoleón les g ritó :
“ Vamos, vamos, eiudadanos, despertémonos, i No son más que
las dos y hay que ganar el dinero que nos da el pueblo fran­
cés!” 1. No sabía ni le gustaba descansar y sin duda no era ver­
dad lo que expresaba a Corvisart, su médico, cuando le decía:
Prefiero la calma, pero el buey está uncido y es preciso que
trabaje la tie rra ” .
En campaña dormía rara vez más de 4 horas por día, acos­
tándose en general a las ocho de la noche y levantándose a me­

1 R o e d e k e r : Jo u r n a ! 9 5 .
dianoche. De las otras 20 horas pasaba a veces 10 o 12 a caballo
o en coche. Mientras sus edecanes se relevaban se le ensillaban
nuevas monturas’. Enviaba sucesivamente a descansar a sus ge­
nerales de servicio pero él personalmente trabajaba sin parar.
Nada le gustaba más que conversar con los entendidos e
instruirse en su especialidad. “ Cuando lleguéis a una ciudad '
desconocida —enseñaba a su hijastro Eugenio de Beauharnais
que fue luego virrey de Italia— estudiadla en vez de aburriros:
¿sabéis si algún día no os será necesario tom arla?” Todo Na­
poleón está en estas palabras: acumular conocimientos coil miras
a su utilización práctica. Asombró a los capitanes ingleses' ha-
blándoles del aparejo de los barcos no sólo franceses sino tam­
bién ingleses y de las' diferencias de sus jarcias; llegaba de im­
proviso a alguna oficina del ministerio de Finanzas, pedía los
libros y demostraba a los funcionarios que se había incurrido en
negligencias o que las cifras eran inexacta^; vigilaba los precios
de los mercados, exigía informes diarios sobre las variaciones de
los precios, investigaba las cangas del alza y ordenaba encues­
tas y revisiones.
Napoleón atribuía gran importancia a lo económico, que !
era en esa época el conjunto de las cuestiones relativas al des­
arrollo de la producción ¡capitalista. Des'pués de dos o tres años
de gobierno le eran tan familiares los .problemas comerciales' e
industriales, los de la producción y venta de mercaderías, de las
tarifas y aduanas, del flete marítimo y de las comunicaciones
terrestres, que conocía tan bien como los mercaderes lyoneses
las4 causas del alza y baja de los terciopelos de Lyon. Un i
empresario que ¡construyera un camino en los mismos confines de
su colosal imperio no estaba a salvo de que le descubriera'sus
tram pas y hasta indicara precisamente en qué consistían. Era
capaz no sólo de' zanjar con su autoridad un litigio de frontera
o term inar con la confusión de los enclaves entre los diversos j
Estados y principados alemanes, sino también ele fundar su de- I
cisión refiriéndose a la historia de esta confusión y estos en- í
claves. . . |
Escuchaba a todo»' los que pudieran proporcionarle indica- j
ciones útiles pero él sólo decidía. Quien ganó la batalla, decía,
no es el que dio un buen consejo sino el que tomó sobre sí la- j
responsabilidad de seguirlo y ordenar su ejecución. E ntre las j
jiuineros'as opiniones que el general en jefe oía expresar a sú
d e r r e d o r podía haber a menudo una juiciosa, pero era preciso
d e s c u b r i r l a y aprovecharla, criterio igualmente aplicable en lo
q u e se refiere a las reformas legislativas y a la dirección de la
política interior.
Napoleón Bonaparte fue nombrado cónsul vitalicio de la
R e p ú b l i c a Francesa después del plesbicito rápidamente organi­
zado a continuación de la Paz de Amiens y del s'enado consulto
del 2 de agosto de 1802 que siguió a esta (<decisión del pueblo
e n t e r o ” . E ra evidente que Francia volvía a l a monarquía abso­
luta y que hoy o mañana el prim er cónsul sería proclamado rey
o emperador. Y Napoleón quería apoyar, tanto su, futuro trono
como su actual dictadura “ republicana” , en la firme base de
la burguesía rural y urbana, los propietarios comerciantes', in­
dustriales, campesinos, artesanos, y en los grandes terratenientes.
A la cabeza del nuevo orden social debía colocarse el derecho de
propiedad que nada, absolutamente nada, limitaba. Por un lado
se destruía para siempre jamás todo vestigio de los viejos dere­
chos feudales de la nobleza, de los derechos de los señores s'obre
la tierra gracias a los cuales ellos y sais antepasados habían do­
minado siempre; por otro se fundaba para siempre, irrevocable­
mente, un derecho de propiedad absoluto en provecho de los
adquirentes de las tierras ■confiscadas que pertenecieran a los
emigrados, a las iglesias y a los conventos y ne extendía este
derecho a los que entonces eran propietarios. Esto en lo que se
refiere a la propiedad rural.
En cuanto a los propietarios del comercio y la industria, re­
cibían el derecho ilimitado de celebrar obligaciones' contractuales
con los obreros y empleados sobre la base de una convención
voluntaria (es decir, que se daba al capital libertad desenfrena­
da de explotar el trabajo). El poder absoluto de los propietarios
sobre los obreros estaba garantizado desde el momento en que es­
tos últimos se veían privados de todo derecho y de toda posibilidad
de lucha colectiva contra la explotación. Por lo demás los co­
merciantes e industriales franceses recibían la Seguridad ele que
el gobierno de Napoleón quería y podía librar el mercado inte­
rior de competencia extranjera y que transform aría parte de
Europa y de ser necesario, la Europa entera., orientándola hacia
su explotación por el capital comercial e industrial francés.
120 E . T A H L, É

Napoleón estaba persuadido de que el orden creado y conso­


lidado por Sus cuidados, lo mismo que su política interior y
exterior obligarían a la burguesía manufacturera y comercial y
al campesinado propietario a perdonarlo todo, a renunciar a
toda pretensión de intervenir activamente en la vida política,
en la administración y en la legislación, a someterse a una auto­
cracia tal como no se había conocido ni en tiem pos^e Luis XIV,
a consentir en todos los sacrificios' y a resignarse a reclutamien­
tos desconocidos hasta en las épocas más penosas del antiguo
régimen. ,
Napoleón echó los cimientos del estado burgués y lo mzo tan
sólido que hasta el presente descansa sobre las mismas bases y
conserva su forma original, sin que las otras revoluciones que se
sucedieron en Francia a lo largo del siglo X IX hayan sido ca­
paces ele conmoverlo seriamente.
Ante todo resolvió Napoleón term inar con aquella herencia
de la Revolución que trababa sus propósitos. No sólo amnistió
a los emigrados' después de devolverles sus derechos —derechos
que por lo demás" habían de ejercerse bajo vigilancia p o licial-
sino que también organizó la reconciliación oficial del gobierno
francés y la iglesia católica. Después de brumario el culto po­
día ejercerse libremente; Napoleón decretó feriado el domingo
y muchos sacerdotes regresaron del exilio o salieron de la cárcel.
Entabló entonces conversaciones' con el papa sobre las condi­
ciones en las cuales el primer cónsul accedería a reconocer al
catolicismo “ religión de la mayoría del pueblo francés” y a
colocar la Iglesia católica bajo la protección del gobierno.
De esas conversaciones surgió el célebre Concordato, “ pro­
digio de sabiduría gubernam ental” según afirman los historia­
dores.
El Concordato significaba de hecho el abandono de la ma­
yor parte del terreno que en lo que se refiere a libertad de
pensamiento la Revolución había ganado a la Iglesia. Con la
Revolución terminó toda posibilidad de influencia oficial del
clero católico sobre el pueblo francés, posibilidad que Napoleón
hacía ahora resurgir. ¿Por qué lo hacía? La respuesta era fácil
y no daba lugar a dudas.
Si Napoleón no era un ateo convencido se podía en todo
caso considerarlo como un deísta completamente indiferente y
N A P O L E Ó N 121

b a sta n te indeciso. En términos generales puede decirse que du­


r a n te toda su vida habló poco de asuntos religiosos;, jamás tra ­
tó de apoyarse en la idea del Ser Supremo imaginado por los
deístas y no manifestó ninguna tendencia mística. El conde
C h i a r a m o n t i , aristócrata italiano que en 1799 llegó a ser papa
bajo el nombre de Pío V3J, no era para él el sucesor del apóstol
Pedro ni el representante de Dios sobre la tierra sino un artero
v i e j o italiano dispuesto a toda clase de intrigas para conseguir
la restauración de los' Borbones y lograr el reintegro de los
bienes de la Iglesia secuestrados por la Revolución, un hombre
que le temía porqúe los franceses ocupaban casi toda Italia y,
después de Marengo, Roma y el papa se hallaban por entero en
manos del primer cónsul.
Como papa, Pío V II temía a Napoleón y lo consideraba un
pillo violento y éste a su vez.no creía palabra de lo que el
pontífice decía y lo creía intrigante y mentiroso, opiniones que
ambos conservaron durante toda su vida y de cuya jlisteza ja ­
más abrigaron ninguna duda. La personalidad del papa como
tal no estaba en discusión; desde el punto de vista de Napoleón
la organización de la Iglesia católica era una fuerza de la que
no se podía prescindir, no sólo por el daño que podía causar
desde el campo enemigo sino también por las grandes ventajas
:|iie podía aportar al convertirse en fuerza amiga.
“ Los sacerdotes valen más que los Cagliostro, los Kant y
todos los soñadores alemanes” 1, decía Napoleón colocando al
mismo nivel a Cagliostro y al filósofo de Koenigsberg. Y, agre­
gaba, si las gentes están hechas' de tal modo que precisan creer
en algún milagro, más vale entonces dejarles la posibilidad de
utilizar la Iglesia y sus enseñanzas que permitirles filosofar sin
medida. Se vacuna a las personas, se les inocula la viruela para
que no la contraigan, argumentaba Napoleón. En otros térm i­
nos: era preferible entenderse con el viejo conde Chiaramonti
alias' Pío V II a quien las gentes, por un defecto de espíritu que
les era propio, consideraban vicario de Dios sobre la tierra. An­
tes que arrojar a sus súbditos en brazos de los filósofos y soña­
dores' inasequibles, antes que desarrollar el libre pensamiento o

1 G u i l l o i s : Napoléon, Vhomme, le politique et Vorateur. París (1 8 8 9 ),


l, 353.
122 E . T A R L, fi

perm itir a sus enemigos los Borbones que utilizaran la sombría


y numerosa policía de Pío VII, inmenso ejército de monjes y
sacerdotes, era preferible agregarla a su servicio junto a la gen­
darmería y a la policía de Fouché.
Más aún: Napoleón consideraba que para el sofocamiento
-definitivo de la ideología revolucionaria y liberal que tanto de­
testaba, nada era tan eficaz como este ejército católico. En julio
de 1801 se firmó el Concordato entre el papa y Napoleón y el
15 de abril de 1802 se promulgó, ya con su forma definitiva,
la ley •concordatoria sobre el nuevo estatuto de la Iglesia ca­
tólica en Francia.
He aquí sus bases: Napoleón reconocía “ que la religión
católica era la de la mayoría de los franceses” , pero —a dife­
rencia del antiguo régimen— no le daba categoría de religión
del Estado. Autorizaba la libre práctica del culto en. toda la
extensión del territorio, a cambio de lo cual el papa se com­
prometía a no exigir jamás la restitución de las tierras confis­
cadas a la Iglesia en tiempo de la Revolución. Napoleón nom­
braba con entera libertad obispos y arzobispos, y sólo después
de esta designación el eclesiástico era ordenado por el papa; del
mismo modo los curas nombrados por los obispos *'ólo entraban
en funciones después ele una decisión especial del gobierno en
cada :caso particular. Tales eran las' bases principales del Con­
cordato que debía sobrevivir más de cien años a Napoleón.
Napoleón no se babía equivocado en sus cálculos. Poco des­
pués del Concordato (en época del Imperio) el clero católico
introdujo en todas las escuelas' francesas un catecismo obligato­
rio en el cual decía —y era necesario aprender .el texto de me­
moria— que “ Dios lo ha hecho (a Napoleón) ministro su
poder y su imagen en la tierra. P. ¿Qué debe pensarse de los
que faltaran a su deber con nuestro emperador? E. Que resis­
tirían también el orden establecido por el mismo Dios y se
harían dignos de ser condenados por toda la eternidad ’’
Este catecismo predicaba además muchas otras' verdades de
este género. Y los domingos y días feriados se explicaba desde
el pulpito que el E spíritu Santo había decidido descender tem­

1 G u illo i s : Napoléon, VHomme, U^polUique et Vorateur. París (1 8 8 9 ),


I, 282. :
porariam ente sobre Napoleón con la precis'a intención de extir­
par las raíces de la anarquía revolucionaria y de la increduli­
dad; y se decía que las victorias incesantes de primer cónsul
(más tarde del emperador) sobre todos los enemigos exteriores,
¿e explicaban por una intervención estratégica directa del Espí­
ritu Santo.
Napoleón adoptaba una posición francamente irónica ante
el hecho de que cada domingo se proclainara su visitación por
el Espíritu Santo y se contaran sus' milagros. No parecía mu­
cha la distancia entre los sacriíicadores del culto dé Amón-E-a,
que proclamaron hijo de Dios a Alejandro de Macedonia, y los.
.arzobispos de París, Lyón y Burdeos que sostenían la encarna­
ción del Espíritu Santo en Napoleón Bonaparte.
Durante los meses que separan la firm a del acuerdo entre
el papa y Napoleón de la promulgación de la ley concordata­
ria, el prim er cónsul creó la orden de la Legión de Honor que
todavía existe.
Napoleón se había ocupado ya de esto a fines' de 1801, cuan­
do decidió crear una insignia para recompensar los servicios
militares y civiles. La orden debía comprender diversos grados
y ser conferida por el poder supremo.
La instrucción pública actual es casi la misma que orga­
nizó Napoleón. Desde luego que en su tiempo no existían es­
cuelas primarias, pero si se tiene en ¡cuenta la. enseñanza secun­
daria y superior de ayer y hoy, las grandes líneas permanecen
invariables.
A la cabeza se encuentra la Universidad, administrada por
el Maestre de la Universidad (hoy ministro de Educación Na­
cional). Bajo Napoleón las grandes* escuelas y los liceos depen­
dían de la Universidad. Napoleón creó solamente las grandes
escuelas especiales para la formación de técnicos, ingenieros,
notarios, magistrados, funcionarios administrativos y financieros,
etc. La disciplina era de una severidad absolutamente m ilitar y
los exámenes muy estrictos. Los liceos se utilizaban ante todo p a­
ra la instrucción de los futuros oficiales; al salir del liceo y
para ser admitido en las altas escuelas militares, el alumno pa­
gaba un examen especial. Si bien para entrar al servicio del
Estado en la administración civil no era necesario haber seguido
estudios posteriores al liceo, se sobreentiende que sin ellos era
124 E . T A R L É

imposible gozar de los derechos' y ventajas que se obtenían al


pasar por las grandes es cuelas.
Sólo dos meses después de Marengo y apenas algunas Sema­
nas después de su regreso a Francia, el primer cónsul promul­
gó ( l 9 de agosto de 1800) la ordenanza que organizaba una
comisión encargada de preparar el proyecto de un digesto de
leyes, código de derecho civil que debía llegar a ser la piedra
angular de toda la arquitectura jurídica de Francia y de los
territorios conquistados por ella. La tarea era extremadamente
difícil, razón por la cual Napoleón limitó la comisión a "'cuatro
personas: no podía soportar las* grandes comisiones, los largos
discursos, las sesiones numerosas. Estas cuatro personas eran
grandes jurisconsultos*.
Más tarde se llamó a este código “ Código Napoleón” y el
título fue confirmado por decreto en 1852. Hasta hoy no se
le ha abrogado oficialmente, Men que se llame ahora Código
Civil. Según la intención de su iniciador y legislador supremo,
el Código Napoleón debía formular y consolidar jurídicamente
la victoria de la burguesía sobre el orden feudal, asegurar la
posición que la propiedad debía ocupar en la nueva sociedad y
hacer invulnerables los principios de la propiedad burguesa a
toda elas'e de ataques, ya provinieran del campo do las institu­
ciones feudales, ya de los proletarios que quisieran romper sus
cadenas.
Puede ser que el Código de Napoleón merezca los elogios
que no le economiza la literatura jurídica de los países capita­
listas si se lo considera desde el punto ele vistq, de la claridad,
el encadenamiento de las ideas y la disposición lógica; pero
nadie que posea un mínimo de imparcialidad puede negar que
esa recopilación de leyes era un paso hacia atrás en relación a
la legislación de la revolución burguesa francesa en cuanto a la
vigencia de los principios revolucionarios1: igualdad completa
(jurídica), libertad de acción y libre disposición ele sí mismo.
Napoleón colocó a la mujer en situación de inferioridad frente
al m arido: no tenía ningún derecho. Además en las cuestiones
ele herencia quedaba colocada en una situación inferior y des­
ventajosa con respecto a sus hermanos. Se restablecía la “ muer­
te civil” para los condenados a trabajos forzados y otras penas
graves1, a pesar de que la Revolución había abrogado ese penoso
s u p le m e n todel castigo judicial. Napoleón construyó una nueva
s o c ie d a dtomando de l a Revolución todo lo que era necesario
para la mayor y libre actividad económica de la gran burgue­
sía y dejando do lado las tendencias que reflejaban las espe­
r a n z a s democráticas' de la pequeña burguesía.
Cabe la pregunta de si en este gigantesco proceso de elabo­
ración de le}’es civiles todo ocurrió sin que hubiera tentativas
de protesta y sin esfuerzos para conservar en la nueva legisla­
ción un programa tan extenso como el de la Revolución. Hubo
tentativas; cuando el Código pasó por las “ instituciones legisla­
tivas" se hicieron tímidas observaciones en el Tribunado, pero
nada salió de esta débil oposición.
P a ra terminar con las objeciones Bonaparte excluyó a todos
[os miembros del Tribunado con excepción de cincuenta elegidos
entre los más silenciosos y dejó sentado que de ahí en adelante
jamás se aumentaría dicho número. Hecha esta propicia reforma
constitucional el resto fue lo más fácil del mundo. E n marzo
de 1S03, después de haber sido examinado por el Consejo de
Estado, el Código Napoleón pasó a estudio del Cuerpo Legisla­
tivo, que como no tenía derecho de discusión lo ratificó en si­
lencio, artículo por artículo. En marzo de 1804 el código fue
firmado por Napoleón y es desde entonces la ley fundamental
y la base de la jurisprudencia francesa. La burguesía obtuvo lo
que había querido; la revolución burguesa daba su fruto postu­
mo y fue entonces evidente que después del 18 de brumario
quedó detenida en Francia la obra de la Revolución.
Posteriormente se intercalaron en el ¡código algunas leyes
mediante las cuales Napoleón intensificó la represión ejercida
sobre la clase obrera. No Sólo quedaba en vigor la ley Le Chape-
lier (1791) que asimilaba las huelgas más pacíficas y hasta el
simple abandono concertado del trabajo a los delitos que casti­
gaba el código penal; no sólo circulaba insistentemente a través
de la legrdación el principio de una libertad completa de explo­
tar el trabajo del obrero, sino que además Se creó la cartilla de-
trabajo que el patrón conservaba en su poder y sin la cual el
obrero no podía pretender una nueva plaza. Es fácil imaginar
hasta qué punto abusaron los empleadores de esta posibilidad
de privar al obrero de un nuevo salario y de un pedazo de pan.
El código especial de comercio, elaborado al mismo tiempo
126 E . T A R L É

por orden de Napoleón, completó la recopilación general de las


leyes civiles :con un conjunto de disposiciones que reglamenta­
ban y garantizaban jurídicamente las transacciones comerciales,
así como también la actividad de la bolsa y los bancos, el cambio
y el derecho notarial en cuanto ge relacionaran con las opera­
ciones comerciales. Con el código penal Napoleón terminó su
obra legislativa fundamental y general; conservó la pena de
muerte, restableció para algunos crímenes el castigo corporal del
látigo, abolido bajo la Revolución, y también la marca con hierro
al rojo. P ara todos' los atentados contra la propiedad se Rabian
previsto penas rigurosas'. Esta legislación penal era también, in­
discutiblemente, un paso atrás con •respecto a las leyes revolu- '
cionarias.
Apenas había acabado e&'ta formidable actividad legislativa
cuando en marzo de 1803 estalló una nueva guerra con Inglate­
rra. Napoleón sacó la espada de la vaina, y ya no la volvería a
guardar hasta el fin de su larga y sangrienta epopeya.
C apítulo V I I

COMIENZO DE UNA NUEVA GUERRA CONTRA


INGLATERRA Y CORONACION DE NAPOLEON

1803-1804

Tras un breve período de calma comenzaba una guerra gi­


gantesca, y sus protagonistas se hacían cargo de las dificultades
q-ue acarrearía. Frente a Napoleón que tenía en su poder a
Francia, gran parte de Italia, muchas ciudades y territorios de
la Alemania occidental, Bélgica y Holanda, se hallaban fuerzas
no menos considerables, temibles por sus* dimensiones y la diver­
sidad de sus 'caracteres.
Durante toda su vida Napoleón debió combatir contra las
coaliciones de monarquías semifeudales y económicamente atra­
sadas, dirigidas en esta lucha por una potencia preeminente, si­
tuada a la vanguardia económica del mundo capitalista de en­
tonces. No era sólo la lucha del Estado burgués francés* contra la
antigua organización absolutista y feudal, el antagonismo entre
un sistema progresista de producción y las formas económicas
subsistentes, sino que al mismo tiempo esta interminable guerra
napoleónica ponía en evidencia la rivalidad entre Francia, que
acababa de entrar en la vía del desarrollo industrial capitalista,
e Inglaterra que, habiendo evolucionado más temprano en este
sentido,. había. obtenido ya resultados incomparablemente su­
periores.
En su lucha tenaz e irreconciliable contra su enemigo en
pleno crecimiento —la burguesía francesa—, la burguesía inglesa
poseía una técnica elevada, considerables reservas de capitales,
colonias que explotaba con provecho y relaciones comerciales su­
mamente extendidas en todo el globo. E n esta guerra Inglaterra
utilizó por mueho tiempo y con éxito los servicios y la ayuaa de
las monarquías semifeudales, económicamente retard atarias; ar-
Í28 12 . T A R L É

mó a su -costa y con sus propios fusiles a los siervos de estas


monarquías. Cuando 'VViiliam P itt (hijo) envió millones a Aus­
tria, Rusia o Prusia para sublevarlas? contra la Revolución Fraru
cesa o contra Napoleón, repetía, pasa por paso, lo que cuarenta
años antes hiciera su padre William P itt al subvencionar a los
iroqueses y otras tribus indígenas sosteniéndolas en la lucha
'contra estos mismos franceses en el Canadá. La única diferen­
cia consistía en la escala de los acontecimientos y en el riesgo
de la guerra.
¿Por qué la paz de Amiens, concluida en marzo de 1$02? fue
sólo un armisticio de un año? Porque pasada la alegría que siguió
a la cesación de las hostilidades, en grandes círculos de la bur­
guesía inglesa y de la aristocracia terrateniente se vio claro que
la guerra se había perdido en beneficio de Napoleón. Bonaparte
no sólo había prohibido a los mercaderes ingleses el acceso al gi­
gantesco mercado sometido a su dominio, sino que, conservando
en su poder a Bélgica y Holanda, podía en cualquier momento
amenazar de manera inmediata las costas inglesas. Además, en
1802, sin hallar obstáculos y empleando amenazas directas, podía
obligar a una “ alianza" con él a muchos países que aún se decían
“ independientes” . Cuando se concluyó la Paz de Amiens, Napo­
león estaba ya mucho más amenazador y peligroso de lo que estu­
viera Luis XIV en el apogeo de su poder, por la razón de que
todas las anexiones de Luis' XIV en el oeste de Alemania 110 e ra n "
más que juegos de niños al lado de la expansión napoleónica en
este mismo país. El establecimiento de una potente hegemonía
del dictador militar francés sobre el continente europeo podía
s'er el preludio de una invasión a Inglaterra.
E.s preciso decir, que Napoleón sacó provecho muy hábilmente
de la breve Paz de Amiens para sofocar la insurrección de los
negros de Santo Domingo donde, desde la época del Directorio,
el famoso jefe negro Toussaint Louverture había afirmado su
influencia sobre la población pues, aunque reconocía de palabra
la depedencia de la isla, la gobernaba en realidad en forma in­
dependiente.
En la cuestión colonial Napoleón se atenía por completo al
punto de vista de los plantadores franceses, que no querían de
ningún modo aceptar la liberación de los esclavos decretada por
la Convención. Al entrar en posesión de las colonias francesas
ocupadas por Inglaterra (Santo Domingo, Pequeñas Antillas
N A P O L E Ó N 129

js}as Masca.relias, costa de la iGuayana), Napoleón restableció la


esclavitud de otros tiempos donde había sido abolida y ratificó
las leyes esclavistas en aquellas colonias tomadas por los ingleses
v donde no había habido tiempo de derrogarlas.
Para aplastar la revuelta de Toussaint Louverture, Napo­
león armó toda una flota y envió un ejército de 10.000 hombrea,
fousasint Louverture fue pérfidamente atraído al campo francés,
donde se lo detuvo el 7 de junio de 1802, y llevado a Francia,
jvío bien el héroe de la independencia de los negros desembarcó,
Napoleón lo hizo encerrar en una celda del fuerte de Joux, si­
tuada en el Doubs a más de mil metros de altitud, donde el rigor
del clima y la crueldad de la cautividad, sin visita de parientes
ni paseos, mataron a Tonssaint Louverture en nueve meses.
Napoleón tenía algunos planes sobre la organización y ex­
plotación de las colonias. Pero cuando en la primavera de 1803
recomenzó la lucha eon Inglaterra, se vio obligado a dejar de
lado sus grandes proyectos de política colonial. Con todas sus
comunicaciones marítimas cortadas y ante la imposibilidad de
conservar sus lejanas posesiones del Misisipí, Napoleón se vio
obligado a vender a los Estados Unidos (30 de abril de 1803) el
resto de las posesiones francesas de la Luísiana.
El sector (el más grande) de la burguesía inglesa que en la
primavera de 1803 exigía ruidosamente la ruptura, de la Paz de
Amiens, tenía, entre otros objetivos, el de poner a Napoleón en
ia imposibilidad de conservar sus antiguas colonias y conquistar
nuevas. Pero la Paz de Amiens comenzó a resquebrajarse y rom­
perse no sólo en Inglaterra sino también en París. Napoleón
pensaba que después de haber concluido esta paz los ingleses re­
nunciarían a inmiscuirse en los asuntos de Europa y se resigna­
rían definitivamente a la futura hegemonía napoleónica sobre el
continente. Pero pronto se vio que Inglaterra no quería asistir
de brazos cruzados a la actividad de Bonaparte en Europa.
Se entablaron conversaciones diplomáticas; ambas partes no
deseaban ni podían ceder y cada una de ellas 'comprendía muy
bien a la otra. Desde el comienzo de 1803 las conferencias empe­
zaron a revestir un carácter tal que era de esperar una ruptura
próxima. Se vacilaba, sin duda, en Londres y en P arís: Los mi­
nistros británicos s’abían que el país no estaba listo para lanzar­
se a una guerra peligrosa, sobre todo sin aliados; Francia en es­
te momento estaba en paz con todas las otras potencias1. Por eu
130 £ . T A R L É

lado, Bonaparte sabia que la burguesía financiera de París y de


Lyon y los fabricantes de artículos de lujo estaban 'colmados de
brillantes proposiciones comerciales y pedidos provenientes de
Inglaterra; sabía también que en el curso de los primeros meses
posteriores a la Paz de Amiens, el comercio se reanimó al venir a
Francia 15.000 turistas ingleses, y no ignoraba que en tiempos de
paz podían prohibir la entrada a Francia de las mercancías in­
glesas. Por estas razones la guerra con Inglaterra no traería de
inmediato ninguna nueva ventaja a los fabricantes franceses. Es '
verdad que en tiempo de guerra sería posible intensificar, con­
solidar y extender a nuevos países un sistema de prohibición. Y
asá lo esperaba Napoleón; sin embargo él también vacilaba.
L a famosa escena de cólera durante la audiencia del emba­
jador inglés en las Tullerías, escena que acabaría por llevar a
ambas potencias a la guerra, fue representada por Napoleón como
una última prueba, como una última tentativa de intimidación.
Diremos aquí de paso algunas palabras sobre esta caracte­
rística de Napoleón que desorientó teon frecuencia a tantas per­
sonas. Esta naturaleza altiva, hosca, pronta a irritarse y que
despreciaba a casi todo el mundo, estaba sujeta a los locos accesos
de cólera. D urante estas crisis Napoleón era verdaderamente te­
rrorífico, hasta p ara los más firmes y valerosos. Pero aparte
de las causas de esta irascibilidad, ocurría a veces que él misino
representaba, con un fin premeditado y después de prepararlas
oportunamente, escenas de furor imitadas con todo arte. Testi­
moniaba entonces un talento teatral tan elevado, de tal sutilidad
en la simulación, que sólo quienes lo conocían bien podían adver­
tir la comedia y aún ellos solían engañarse.
Nombrado embajador de Inglaterra en Francia, "Withworth,
desde su llegada, no creía posible conservar la paz con Bonaparte.
Y ello no porque Francia hubiera recibido demasiadas ventajas
de la Paz dis Amiens, sino porque después de este tratado el ¡
primer cónsul comenzaba a dar órdenes a Europa como si ésta !
estuviera ya en su poder. En otoño de 1802, por ejemplo, decía- j
ró a Suiza que deseaba cambiar su organización estatal e instalar
en ella un gobierno amigo de Francia. Explicaba su deseo lia- j
mando la atención de los suizos y sobre su situación geográfica i
entre Francia e Italia, su vasallo. Y reforzaba sus 'consideracio­
nes geográficas enviando a las fronteras helvéticas al general
Ney con 30.000 hombres. Suiza cedió y pasó a ser un país sometido.
N A P O L E Ó N 131

Casi al mismo tiempo Napoleón declaró la unión formal y


definitiva del Piamonte a Francia. Los pequeños Estados y prin­
cipados de Alemania occidental, cuyas esperanzas en Austria se
habían esfumado con la paz de Lunéville en 1801, temblaban
ante Napoleón, que esgrimía contra ellos dicha paz tratándolos
como criados. Finalmente Holanda estaba retenida en sus manos
y era evidente que no escaparía ni sacudiría su yugo.
Inglaterra no quería ni podía resignarse a todo esto. En el
curso de la primera gran audiencia, el 18 de febrero de 1803,
Napoleón representó la escena de irritación y amenaza. Habló
de su poder y declaró que si Inglaterra osaba comenzar la gue­
rra se trataría entonces de una guerra de aniquilamiento. E ra en
vano, decía además, que Inglaterra esperase una ayuda de los
aliados: -como gran potencia Austria u ya no e x i s t í a Hablaba
en tal tono y gritaba tan fuerte que W ithworth escribió a su
jefe, el ministro del Foreign Office, Lord Hawkesbiiry: “ Más
me ha parecido oír a un capitán de dragones que al jefe de uno
de los más poderosos Estados de E uropa” . Napoleón se aferraba
a la idea de intimidar a Inglaterra y -con ello conjurar la guerra
y seguir dictando la ley en Europa. Pero la comedia no dio re­
sultado. La burguesía y la aristocracia inglesas, divergentes en
muchos puntos, estaban sin embargo de acuerdo en no permitir
la sumisión de Europa al dictador Napoleón que amenazaba con
movilizar un ejército de medio millón de hombres. En respuesta
a la amenaza el gobierno británico intensificaba el equipamiento
de su flota y daba comienzo a grandes preparativos militares.
E l 13 de marzo Napoleón representó' una nueva y última
escena: “ ¿Estáis decididos a la guerra,"? Queréis hacerla aún
durante 15 años y me forzaréis a ello ” . 1 Napoleón .exigía la de­
volución de Malta, que los ingleses tomaron antes dé la Paz de
Amiens. Se habían comprometido a resistituir la isla pero no se
apuraban a hacerlo, alegando que los actos de Bonaparte se opo­
nían a la paz. “ Los ingleses quieren la guerra —proclamaba
éste bien fuerte—, pero si ellos son loe primeros en sa.car
espada, yo seré el último en volverla a la v a in a ... Pues bien, si
queréis armaros, yo me armaré también. Quizá podáis matar a
Francia pero nunca la intimidaréis, ¡ Desgraciados de aquellos
que no respeten los tratad o s! Si ellos quieren conservarla (a

1 T h ib a u d e a u : Le Consultó et VEmpire.
132 E . T A H L ¡5

Malta) la guerra es indispensable " , 1 gritó con cólera v salió


de la sala en que se hallaban reunidos los embajadores y altos
dignatarios.
A principios de mayo de 1803 Withworth salió de París.
Entre Napoleón e Inglaterra comenzaba un duelo que no debía
acabar sino con el reinado del dictador corso.
En Inglaterra se sabía que la guerra sería difícil y peligrosa.
Casi desde el comienzo de las hostilidades, el gobierno británico
pasó a estar bajo la dirección de William P itt, quien se hallaba
alejado de los negocios desde el año 1801, época en que las clases
dirigentes inglesas —aristocracia, y burguesía— creían posible
y necesario entablar negociaciones de paz con P>onaparte, En
1803 sonó de nuevo la hora de WiHiam Pitt. El hombre que com­
batiera nueve años contra la Revolución Francesa iba a tomar so­
bre sí la responsabilidad de una guerra mucho más terrible contra
Napoleón. Y sin embargo William P itt pensaba qne si en cierto
sentido combatir a Napoleón sería más difícil que combatir- a los
gobiernos de la época revolucionaria, en otro sentido esta nueva
guerra no provocaría tantas inquietudes -como hicieran nacer las
colisiones de antaño con la Francia de la Revolución. Es verdad
que la Francia de 1803 era mucho más extensa, más rica, dispo­
nía de un ejército mejor organizado y tenía a su cabeza a un
organizador de talento, gran conductor de ejércitos. Pero po£
otra parte había desaparecido el <£veneno revolucionario" que
tan manifiestamente -comenzara a intoxicar la flota de Su Ma­
jestad británica y la población obrera de los centros industriales
y hulleros. William P itt recordaba perfectamente el motín de
los marinos en 1797. Pero ahora sobre Francia reinaba un déspota
que castigó cruelmente a los jacobinos y que hacía desaparecer-
todo vestigio de libertad política. Ya na era de temer la conta­
minación revolucionaria. Sin embargo, los primeros 18 meses del
duelo, cuando Inglaterra y la Francia napoleónica se hallaron
solos frente a frente, fueron mes'es inquietantes.
Napoleón ocupó ante todo el Hanover, gran reino alemán
perteneciente a la vez al xey de Inglaterra y al gran'elector de
Hanover; luego hizo ocupar una serie de puntos en 1a. Italia me­
ridional donde aún no habían entrado las tropas francesas. Or­
denó a Holanda y a España que enviaran sus flotas y sus tropas

1 T h ib a u d e a u : Le Conndat et TEmpire.
N A P O L E Ó N 133

en ayuda de los franceses. Se confiscaron todas las mercancías


judiadas en territorio sometido a Napoleón y se detuvo a todos los
ingleses que había en Francia, con orden de retenerlos hasta la
conclusión de la paz. Finalmente Napoleón emprendió la orga­
nización del grandioso campamento de Boulogne frente la costa
inglesa. Allí debía prepararse un ejército gigante eso para desem­
barcar en Inglaterra y conquistarla.
Un mes después de abiertas las' hostilidades, en junio de
1803, Napoleón elijo que tres días de niebla bastarían para con­
vertirlo en amo de Londres, del Parlamento y del Banco de
Inglaterra. La organización del campamento de Boulogne se in­
tensificó de 1803 a 1801. Comenzó un trabajo febril en todos los
puertos y astilleros marítimos franceses. “ Tres días de niebla”
podía dar a la flota de Napoleón la posibilidad de escapar a las
escuadras enemigas y desembarcar un ejército en la costa inglesa,
desde donde sortearía todos los obstáculos hasta entrar en Lon­
dres. Así pensaba él y así pensaban numerosas personas en
Inglaterra.
Más tarde., mochos ingleses que vivieron en esta época con­
taban que, a comienzos de la guerra, en Inglaterra se hacían es­
fuerzos para ridiculizar los proyectos de invasión de Bonaparte.
Pero desde fines cíe 1803 y sobre todo en 1804, ya nadie reía.
Inglaterra no había experimentado una inquietud semejante des­
de el año 1588 cuando temiera la llegada de la Armada Inven­
cible,
Al visitar los puertos y las ciudades litorales del noroeste
Napoleón estimulaba los trabajos, animaba a los soldados en los
campamentos y a los obreros en los astilleros navales, y trazaba
ante la población de los centros comerciales cuadros resplande­
cientes de las próximas victorias sobre el enemigo hereditario.
El gobierno de Londres recibía noticias inquietantes acerca de
la grandiosa envergadura de los preparativos napoleónicos. Era
preciso tomar medidas decisivas. El hombre que en 17í)8 pudo
escapar a la flota inglesa, atravesar el Mediterráneo con una gran
escuadra y un ejército numeroso y desembarcar en Egipto des­
pués de conquistar a Malta en el camino, bien podía ahora u ti­
lizar las brumas, tan raras en el Mediterráneo pero tan frecuentes
en la Mancha.
¿Qué hacer?
Había dos soluciones. Una, preparar y poner en pie rápida­
134 E . T A R L É

mente, sin reparar en gastos, nna. coalición de potencias europeas,


que eayera sobre Napoleón por el este y conjurara ei peligro de
una invasión a Inglaterra. Pero Austria, vencida por Bonaparte
y que sufriera tan grandes pérdidas en la paz de Lunévüle, no
se había repuesto todavía; hubiera querido batirse pero no se
decidía. Prusia vacilaba y Rusia estaba indecisa. Se efectuaban
conversaciones: P itt no perdía la esperanza de formar una coali­
ción, pero si bien era un medio seguro no era un medjp de uso
inm ediato: amenazaba tard ar mucho.
Quedaba otra solución: William P itt y Hawkesbury sabían
hacía tiempo que el jefe fanático de los chuanes y de los van-
deanes, Georges Cadoudal, estaba en Londres y se entendía con
Charles de Artois, hermano del 'conde de Provence y preten­
diente al trono de Francia. Sabían también que los emigrados
franceses refugiados en Londres preparaban algo que ya no era
un secreto p ara el gobierno inglés. Convencidos de la derrota
completa de la insurrección de la Vendée y de la imposibilidad
de derrocar a Bonaparte por un levantamiento habían resuelto
matarlo, es decir, volver a intentar lo que no obtuvieron en 1800
con la máquina infernal.
P itt vió ante sí perspectivas inesperadas, pero su gobierno
quería conducir este delicado asunto con mucha discreción. Lo
mejor seguramente hubiera sido que todo ocurriera como en 1801
cuando Pablo I se preparaba a invadir la India. En otros térmi­
nos, al preparar calladamente el asunto se quería conservar la
posibilidad de expresar las 'condolencias con todas las reglas de
la corrección, así 'como poco tiempo atrás, cuando un í( ataque
de apoplejía" derribó al zar en su dormitorio, se expresó una
gran aflicción al embajador ele Rusia, Yorontsov, enviado oficial­
mente a inform ar a los ingleses de este triste accidente.
Pero era mucho más ¡complicado y difícil organizar un £*ata­
que de apoplejía" en las Tullerías en 1804 que en 1801 en el
palacio de Mijailov en Petersburgo. Junto a Napoleón no había
ni oficiales de la guardia irritados, ni condes Palen, ni Bennig-
sen, ni Platón Siibov, uno de los autores inmediatos del ataque
de apoplejía". Y los realistas emigrados simplificaban conside­
rablem enteel problema encargándose de las conversaciones con
Georges Cadoudal y sus amigos.
E l complot fue urdido y organizado en Londres. Acompa­
ñado por algunos hombres armados, Cadoudal debía atacar a]
N A P O L E Ó N 135

miraer cónsul durante uno de sus paseos a caballo en la Mal


|Jiajson, secuestrarlo y matarlo.
Georges Cadoudal era un fanático en toda la extensión de
la palabra. Había arriesgado su vida decenas de veces en Vendée.
ge había hallado en situaciones inverosímiles y se preparaba
ahora sin vacilaciones ni temores a m atar a Bonaparte, en quien
veía la expresión victoriosa de la revolución execrada, el usur­
pador que impedía al rey legítimo ocupar su trono.
Una oscura noche de agosto de 1803 Georges Cadoudal y
sus compañeros fueron llevados por un barco inglés a la costa
<je Normandía. Se dirigieron de inmediato a P a rís ; allí conocían
¡vente, tenían dinero en cantidad, relaciones en la capital, direc­
ciones secretas y refugios seguros. Pero era preciso ponerse en
contacto con el hombre que, no bien cayera Bonaparte. debía
apoderarse del poder y preparar el retorno de los Borbones a
su trono ancestral.
Para desempeñar este papel los realistas habían pensado en
el general Moreau. El intermediario entre Moreau y Cadoudal
era Pichegru, deportado a la Guayana después del 18 fructidor,
que se había evadido y vivía ilegalmente en París. Traidor con­
denado y exilado fugitivo, Pichegru no tenía nada que perder.
Pero Moreau era otro hombre y su situación muy distinta. P a ­
saba por ser uno de los más hábiles generales del ejército francés;
ambiciono, pero ambicioso irresoluto, detestaba a Bonaparte
hacía tiempo, pero sobre todo desde el 18 brumario porque Bo­
naparte se había 'decidido a lo que él mismo vacilara en hacer:
desde esta fecha le hizo una sorda oposición. Algunos jacobinos
veían en él a un republicano convencido; pero los realistas que
lo conocían personalmente estaban persuadidos de que era uno
de los enemigos del prim er cónsul y estaba por esta causa dis­
puesto a ayudarlos. Cuando Pichegru lo puso en conocimiento
del complot, la posición -de Moreau no fufe definida.
Es verdad que el odio hacia Bonaparte dominaba toda las
otras pasiones de Moreau, pero nada permitía suponer que hu­
biera querido restablecer a los Borbones en su trono. Ya lo que
conocía del complot y no había denunciado, lo comprometía.
Pichegru, en continuas relaciones con los agentes del gobierno de
Londres, afirmaba a los ingleses y a los realistas que Moreau
estaba listo para cooperar. Pero Moreau rehusó hablar con Ca­
doudal y declaró sin ambages al mismo Pichegru que, aunque
136 E . T A R L É

listo para actuar contra Bonaparte, no quería servir a los Bor.


bones. Durante estas conversaciones y deliberaciones, la policía
informaba cotidianamente al primer 'Cónsul lo que conseguía
descubrir.
El 15 de febrero de 1804, Moreau fue arrestado en
domicilio. Ocho horas después le tocaba el turno a Pichegru,
entregado a la policía a cambio de 300.000 francos por su mejor
amigo, el propietario de su alojamiento clandestino. Los interro­
gatorios se sucedieron pero Pichegru se rehusó a hablar.'Bona­
parte hizo prometer el perdón y la libertad a Mopeau si consentía
en reconocer que había tenido conversaciones con Cadoudal.
Moreau se neg^ó. Cuarenta días después de su arresto se. encontró
a Pichegru estrangulado con su corbata en el calabozo. Se corrió
la voz de que no se trataba de un suicidio sino de un asesinato
realizado por orden del poder supremo, pero Napoleón la refutó
con desprecio diciendo : <(Yo tenía tribunal para juzgarlo y
soldados para fusilarlo. No he hecho nada inútil en mi vida". Pero
los rumores fueron creídos, sobre todo porque algunos días antes
de la misteriosa muerte de Pichegru, un suceso completamente
inesperado había agitado las altas esferas de Francia y de Eu­
ropa: el duque de Enghien de la dinastía de los Borbones, había ■
sido fusilado.
Desde el arresto de Moreau y Pichegru y tras una serie ¿e
otros arrestos vinculados al complot, Napoleón vivía en un furor ;
casi continuo. P ara él era evidente la mano de Inglaterra y no
menos evidente el papel director de los Borbones. Sabía que los j
ingleses habían desembarcado a Georges Cadoudal en suelo fran- !
cés a fines del verano de 1803, y que el jefe chuán vino a Francia |
provisto de dinero inglés y de las instrucciones de Charles I
d ’Artois, que se escondía en París y a cada instante podía co- j.
meter un atentado, ya sea sólo o con un grupo de cómplices. En
su cólera Napoleón dijo un día que los Borbones se equivocaban [
al creerse al abrigo del castigo por sus tentativas de asesinato. i
Tenía allí a Talleyrand, a la vez deseoso ele halagar a Napoleón |
y de vengarse sin peligro de los realistas que lo odiaban. “ Evi- i
dentemente —dijo— los Borbones piensan que vuestra sangre j
no es tan preeiosa como la de ellos". Esto enfureció a Napoleón. <!
Fue entonces cuando se pronunció por primera vez el nombre del j
duque de Enghien y en momentos en que Napoleón estaba fuera !
(le sí, reunió inmediatamente un consejo de varias personas, en-
N A P O L E Ó N 137

t.re ellas? Fouché y Talleyrand, consejo que decidió arrestar al


duque de Enghien. Habla dos dificultades: ante todo el duque
no vivía en Francia sino en Badén, y luego no estaba en manera
'iio'una mezclado al complot.
Pero para Napoleón el primer obstáculo no existía: se sentía
va el amo en el sur y el oeste de Alemania, como si estuviera en
su propia casa. El segundo obstáculo tampoco tenía im portancia:
Napoleón había decidido hacer juzgar al duque por un consejo
de guerra que no se pararía mucho en pruebas. Se transmitió
inmediatamente la orden.
El duque de Enghien vivía en Ettenheim, en Badén, sin sos­
pechar la espantosa amenaza dirigida contra él. La noche del
14 al 15 de marzo de 180-1 un destacamento de gendarmes a ca­
ballo penetró en el territorio de Badén, en la ciudad de Ettenheim,
cercó la casa y detuvo al duque de Enghien llevándolo de inme­
diato a Francia, Los ministros de Badén, se dieron por felices de
que no se los llevara eon el duque y ninguno de ellos dio señales
de vida mientras s’e realizaba la operación. El 20 de marzo el du­
que llegó a París; se lo encarceló en el castillo de Vincenn.es donde
la misma tarde, se reunía un consejo de guerra. A media noche
se interrogó al prisionero. A la una de la mañana se abrió la sesión.
Se acusó al duque de Enghien de haber recibido dinero de
Inglaterra y llevado armas contra Francia. A las tres menos
cuarto se lo 'Condenaba a la pena ele muerte. El 'duque escribió
una carta a Napoleón rogando que la enviaran a su dirección.
El presidente del consejo de guerra, Hulin (uno de los héroes
de la toma de la Bastilla), quería, en nombre clel tribunal, es­
cribir él también a Napoleón para solicitar una conmutación ele
la pena, pero el general Savary, enviado especialmente del P a­
lacio de las Tullerías para seguir el proceso, le arrancó la pluma
de las manos y dijo: “ Ahora esto me atañe a m í ” . 1 A las tres
de la mañana el duque era conducido a los fosos del castillo y
fusilado.
Cuando Napoleón, leyó la carta del duque elijo que, de ha­
berla leído antes, habría hecho gracia al condenado de su pena.
Agregó que había tenido perfecta razón al ordenar esta ejecución,
que el interés del Estado lo exigía y que era preciso hacer tem­

1 S avary: Mémoires. II, 383.


138 E . T A R L É

blar a los Borbones. <¿A1 menos verán de lo que somos capaces


y en adelante espero que se nos dejará tranquilos 1
Algunos días antes de la muerte del duque de Enghien tuvo
lugar un suceso esperado haela tiempo y hábilmente preparado
por la policía: se arrestó por fin al jefe de los chuanes. Un so­
plón había reconocido a Cadoudal en el momento en que éste
pasaba en coche por una plaza (Cadoudal se veía obligado a
recorrer incesantemente las calles a pie o en coche pues noJ;enía
refugio ni lo había buscado. Cualquiera que le diese asilo o co­
nociese su dirección y no lo denunciase, sería condenado a muerte
por decreto).
El soplón trató de detener a los caballos. Cadoudal se arrojó
sobre él. Algunos policías se precipitaron, pero la lucha duró
mucho tiempo. Cadoudal se defendía con furor y muchos fueron
estropeados por sus puños; finalmente se lo -capturó. El complot
estaba aniquilado.
Cuando, algunas semanas más tarde, Georges Cadoudal y
sus compañeros marchaban a la guillotina, en Francia y en toda
Europa era general la ‘convicción de que por largo tiempo se
había acabado con los realistas.
Napoleón mit'gó la pena de Moreau y dio orden de exilarlo
lejos de Francia.
Después de las ejecuciones comenzó a circular en París y
en provincias el rumor de que el duque de Enghien era preci­
samente el hombre que Cadoudal y sus amigos tuvieron intención
de llevar al trono el día que desapareciera el prim er cónsul. Esto
no era cierto, pero sí muy útil a Bonaparte. Las instituciones,
cansadas de representar el gobierno del pueblo, pero que no eran
de hecho más -que los 'cómplices y ejecutores de la voluntad del
prim er cónsul (Tribunado, Cuerpo Legislativo y Senado), co­
menzaban a hablar directamente y sin ambages de la necesidad
de terminar, de una vez por todas con nna situación en la cual
la tranquilidad y la vida -del pueblo dependían de la vida de un
solo hombre, situación en la -cual también los enemigos de F ra n ­
cia podían fundar sus esperanzas en atentados. El fin era cla­
ro: el Consulado vitalicio debía convertirse en una monarquía
hereditaria.
Esta dinastía de los Bonaparte no debía sin embargo tomar

1 Mme , d e R e m tjsa t: M é m o ir e s . I, 330.


N A P O L E Ó N 139

el nombre de dinastía real como las precedentes. E l nuevo sobe-


rano asp irab a al título de emperador que Carlomagno por primera
vez recibiera después de su coronación en el año 800. Después
de un milenio, en 1804, Napoleón declaró abiertamente que él
sería, a ejemplo -de Carlomagno, Emperador de Occidente y que
tom aría la sucesión no de los reyes precedentes sino del empe­
rador carolingio.
Sin embargo, el imperio de Carlomagno no había sido más
que una tentativa de resurrección y el prolongamiento de otro
imperio mucho más vasto: el imperio romano. Napoleón quería
considerarse también sucesor de los emperadores de Roma y uni­
ficado:1 de los países de civilización occidental. Más tarde llegó
a reunir, bajo su autoridad directa o su dependencia indirecta
un conglomerado territorial mucho más extenso de lo que fuera
nunca el imperio de Carlomagno.
Y en 1812, en vísperas de la -campaña, de Elisia, las pose­
siones colosales de Napoleón eran mucho más vastas que las del
imperio romano (si no se considera más que Europa y se dejan
de lado las posesiones romanas en Africa del norte y en Asia
Menor). E ran también incomparablemente más ricas y pobladas.
Pero en el prim er momento, cuando Europa conoció el designio
de Napoleón de resucitar, el imperio de Carlomagno, fueron mu­
chos los que vieron en ello una presunción loca y como un inso­
lente desafío lanzado al mundo civilizado por un conquistador
que había perdido toda mesura.
Los embajadores de todas las potencias vigilaban atentos
este movimiento repentino y acelerado hacia la monarquía que
se hiciera tan manifiesto después del descubrimiento del complot
de Cadoudal y la ejecución del duque de Enghien. Es preciso
decirlo: si esta ejecución perjudicaba en general a Napoleón, en
otro sentido le había hecho un gran servicio atenuando un poco
la desconfianza y el rencor que le deparaban los jacobinos. La
sangre del duque de Enghien lo alejaba para siempre del an­
tiguo régimen y de la vieja aristocracia. Todo el mundo no
pensaba así; sin embargo esta interpretación de la ejecución del
duque estaba ampliamente difundida. E l complot de Cadoudal,
de mspira-eión y preparación puramente realistas, había conmo­
vido los espíritus. Y en la medida en que se publicaban comuni­
cados sobre la encuesta y el proceso, en la burguesía, entre las
personas que adquirieran hacía poco los bienes de la iglesia o
140 E . T A R L jS

de los emigrados, se fortificaba el deseo de consolidar el nuevo


orden de cosas creado por la Revolución y por Napoleón, y de
ponerlo al. abrigo de toda agresión de los partidarios del antiguo
régimen. El 18 de abril de 1804 el Senado decidió dar ál primer
cónsul Napoleón Bonaparte el título de emperador hereditario
de los franceses. La formalidad del plebiscito fue satisfecha aún
con más facilidad que en 1799, al día siguiente de brumario.
Los ánimos se hallaban muy alterados, a pesar de que chísde
1802 todo el mundo esperaba este acontecimiento. El sector de
la burguesía que sostenía sin reservas la política napoleónica
consideraba el retorno de la monarquía como absolutamente inevi­
table. Se comprende que los republicanos convencidos no se re­
signaran a la nueva situación: las jornadas revolucionarias donde
se soñara con libertad, e igualdad, las maldiciones inflamadas
contra los déspotas coronados, revivían en su memoria. Para al­
gunos Napoleón había disminuido su gloria magnífica agregando
un título superfluo a su nombre que resonaba en todo el mundo,
‘‘Ser Bonaparte y después de eso hacerse emperador, i Qué de­
c a d e n c ia e s c r i b ía Paul-Louis Courier.
Cuando por vez primera en el Palacio de las Tullerías la
dorada muchedumbre de los dignatarios, generales y damas de
la corte suntuosamente ataviadas, aclamó al nuevo emperador,
éste apareció en medio de todos estos brillantes y recamados*-
personajes vestido con un simple uniforme azul de cazador de
la guardia, con botas y espuelas. Sólo algunos pocos iniciados
sabían entonces que el nuevo soberano no consideraba aún ter­
minada la ceremonia de su advenimiento y que no en vano había
evocado a Carlomagno. Napoleón deseaba que el papa tomara
parte personalmente en su consagración, como había ocurrido con
Carlomagno mil años atrás. Pero resolvió hacer nna modificación
bastante im portante: Carlomagno había ido él mismo a Boma
para hacerse consagrar por el soberano pontífice, y él, Napoleón,
quería que el papa de Roma hiciese el viaje a París.
Pío V II se enteró de este deseo del emperador Napoleón
con terror e irritación. Sus cardenales' trataron de consolarlo con
ejemplos históricos; entre otros muchos recordaban el del papa
San León. Una vez —esto ocurría a mediados del siglo V—
este papa había ido, en circunstancias graves y reteniendo los
latidos' de su corazón, al encuentro de Atila, jefe de los hunos,
el cual, por la buena educación, la finura y elegancia de los
N A P O L E O N 141

modales, no era superior seguramente al nuevo emperador fran ­


cés. En todo caso, no había ni que pensar en rehusarse: Roma
se hallaba bajo la amenaza de las tropas napoleónicas estaciona­
das en el norte y centro de Italia.
Tras breves reflexiones el papa se decidió a satisfacer la
. exigencia de Napoleón. Pero lo hizo negociando j7 pidiendo hu­
mildemente que se Je acordaran algunos trozos de las posesiones
pontificias ocupadas por Bonaparte en el norte de los territorios
de la Iglesia en Italia. Pero el papa. Pío VII, el cardenal Consal vi
v todo el cónclave de los cardenales no eran fuerza capaz de
vencer al diplomático de primer orden que fue siempre Na poleo;),
El papa usó de astucias, se quejó amargamente, luego usó nue­
vas astucias, volvió a quejarse, y tocio ello no condujo a. nada, y
al fin fue a París eon la esperanza —que Napoleón alimentaba
intencionadamente— de que allí podría obtener quizás alguna
cosa. En París el papa no obtuvo exactamente nada.
Es curiosa la duplicidad en la conducta de Napoleón antes
de la consagración y en el momento de la 'consagración. El papa
le era útil porque cientos de miles de hombres, en especial la ma-
voría de los franceses, creían en él por razones religiosas. Es decir,
que el pontífice romano debía ser un accesorio necesario del apa­
rato escénico de la -consagración, sobre todo si se trataba de
resucitar los derechos y pretensiones de Carlomagno. Pero ín ti­
mamente Napoleón consideraba al papa como una simple figura
decorativa cuyos gestos en la Iglesia y fuera de ella sólo tenían
significado para los fieles creyentes. Al invitarlo había prometido
a los cardenales que iría a su encuentro. Fue en efecto, pero en
traje de caza, rodeado de cazadores, de picadores y de perros.
Encontró a Pío VII. en el bosque de Fontainebleau, a alguna
distancia del palacio en que residía entonces.
El cortejo papal se detuvo. Se invitó al papa a* descender
de la carroza, a atravesar la calle y a ubicarse en la calesa del
emperador, quien ni se había movido de su lugar. Es con este
espíritu, por lo demás, que trató al Santo Padre durante su es­
tada en París.
El 2 de diciembre de 1804, en Notre Dame, tuvo lugar la
ceremonia de la consagración. Una enorme m ultitud contemplaba
deslumbrada la interminable hilera de doradas carrozas que trans­
portaban, del palacio a la catedral, a toda la corte, los generales,
los dignatarios, el papa y los cardenales.
<3

142 ^ • í A R L É

Fue este día que se habría pronunciado ía frase que la le­


yenda histórica atribuye a diversas personas y que se d
la respuesta de un viejo soldado republicano a Napoleón
preguntó si le había gustado la solemnidad: ‘‘Mucho, Vuestra
Majestad, lástima sin embargo que faltan hoy los 300.000 hombres
que han muerto para hacer imposible tales ■ceremonias".
Se vincula también a veces esta leyenda a la firm a del Con­
cordato. En ambos casos es completamente 'característica.-*'
E n medio de la ceremonia y a despecho del protocolo, Napo­
león introdujo una modificación completamente inesperada para
el papa. Cuando en el momento solemne Pío V II elevó la gran
corona imperial para colocarla sobre la cabeza de Napoleón, ■como
lo hiciera su predecesor diez siglos antes, Napoleón se la sacó
repentinamente de las manos y se la colocó él mismo. Después
de lo cual colocó sobre la ¡cabeza de su esposa Josefina arrodillada
delante de él, una corona un poco más pequeña. E l gesto de co­
ronarse a sí mismo tenía un sentido simbólico: Napoleón no quería
que la “ bendición" del papa confiriese demasiada importancia
a este rito. El soldado victorioso, el hijo de la Revolución Francesa,
no quería recibir la corona de otras manos que de las suyas pro­
pias y menos aún de manos del jefe de la Iglesia, con cuyas ,
influencias, es verdad, debía -contar pero a quien no quería, res­
petaba ni cesaba de llamar, como lo hiciera ya en sns informes
al Directorio, “ la clerigalla".
Las fiestas se prolongaron algunos días en palacio, en París
y en provincias: iluminaciones, salvas de artillería, repique de
campanas, música incesante. Pero en su gabinete donde se suce­
dían magistrados, ministros, embajadores, generales, secretarios y
escribas, sin nadie que lo reemplazara, sin tener confianza en
nadie, el nuevo emperador iba de un lado a otro, examinándolo
todo, dictando todos los días decenas de órdenes, cartas, ordeñan-
isas y decretos. En estos días de regocijo, Napoleón sabía mejor
que nadie qué nuevo peligro se alzaba ante su imperio. Antes de
la coranación había recibido pruebas que no le permitían d u d ar:
después del fracasa? del complot de Cadoudal, William P itt tra ­
bajaba con redoblada energía en la constitución diplomática de
una nueva coalición dirigida contra Francia. Y esta •coalición, la
tercera desde el comienzo de las guerras revolucionarias, ya exis­
tía de hecho.
C a p ít u l o VIII

DERROTA DE LA TERCERA COALICION

1805-1806

La primera gran coalición de las potencias europeas comenzó


las hostilidades contra Francia en 179,2 y fue vencida y final­
mente dislocada en 1797 cuando los plenipotenciarios austríacos
firmaron eon Bonaparte la paz de Campo Formio. Mientras Na­
poleón se hallaba en Egipto la segunda coalición desencadenó otra
guerra, pero el futuro emperador la derrotó apenas regresó a
Francia; Pablo I se retiró entonces de ella y A ustria hubo de
firmar la paz de Lunéville en 1801, y como consecuencia de todos
estos sucesos dicha coalición se desorganizó.
En 1801 se alzaba ante Napoleón la tercera alianza armada
de las grandes potencias europeas; fuerzas gigantescas iban a
enfrentarse.
Descubierto el complot de ¡Georges Cadoudal y desvanecidas
las esperanzas de asesinar a Napoleón, William P itt preparaba
una nueva coalición gastando sin reparos millones de libras
esterlinas.
Un verdadero pánico surgió entonces en esta Inglaterra ge­
neralmente segura de sí misma. Hacia fines de 1804 y comienzos
de 1805 el campamento de Boulogne organizado por. Napoleón
se convirtió en nna terrible fuerza m ilitar: un ejército gigantesco,
de primer orden y perfectamente equipado esperaba en Boulogne
la señal de embarco. En Inglaterra, se trató de organizar una es­
pecie de leva en masa. Las gacetas de las clases pudientes —únicos
diarios ingleses del momento— hablaban con enternecimiento de
un cierto gentleman mutilado que tenía nna pierna de palo y
se enrolaba para defender a la patria contra Bonaparte y sus
ejércitos. Hablaban también d.e otras manifestaciones de exal­
tación patriótica, guardando no obstante profundo silencio sobre
144 ÍS . T A R L É

ciertas opiniones derrotistas de la clase obrera, entonces increí­


blemente explotada, víctima permanente del hambre y la miseria
7 que manifestaba una extrema irritación. “ Bajo ningún Bo­
naparte las casas irán peor para nosotros; que venga, pues!'’
Estas frases que se pronunciaban en los barrios obreros fueron
conocidas por los lectores de noticias políticas sólo muchos años
después, pero es indudable que el gobierno no las ignoraba en­
tonces.. . Como se ve Inglaterra se veía obligada a -cifrar-todas
sus esperanzas en la -coalición,
A ustria veía con simpatía la idea de una nueva guerra; las
pérdidas que sufriera por el tratado de Lunéville eran tan -consi­
derables, y sobre todo después de ella Bonaparte se había h-echo
tan despótico respecto a les pequeños íE s lacios alemanes del sur
y del oeste, qne una nueva guerra parecía al imperio de Austria
la única probabilidad de evitar su transformación en una po­
tencia de segundo orden, aparte de que la guerra podía hacerse
con dinero inglés. Casi al mismo tiempo que con Austria, William
P itt mantenía conversaciones secretas con Rusia.
Apenas subió al trono el zar Alejandro Pavlovitch (Alejan­
dro I) rompió todas las negociaciones comenzadas por su padre
que tendían a la alianza, con Napoleón. Conocía mejor que nadie
el papel activo, aunque oculto, que los ingleses representaron en
la organización del “ ataque de apoplejía” de que sucumbiera-
su padre, y lo sabía tanto mejor cuanto que él mismo desempeñó
en la preparación de este accidente un papel esencial.
No ignoraba tampoco el joven zar hasta qué punto la no­
bleza rusa, que exportaba a Inglaterra el trigo y demás productos
de la agricultura, estaba interesada en la amistad con ese país;
veían cómo Napoleón asustaba a dicha nobleza con la abolición ele
la servidumbre y las prerrogativas feudales dondequiera llegaran
sus ejércitos y su influencia, y juzgaba que en esta cuestión par­
ticularmente candente se podía considerar a Napoleón como des­
cendiente directo de la Revolución, “ Robespierre a caballo” , como
se le empezara a llamar. A todas estas consideraciones venía a
agregarse otra de peso.
Desde la primavera de 1804 podía firmemente esperarse que
integraran la coalición Inglaterra, Austria, el reino de Nápoles
(eso se creía entonces) y Prusia, terriblemente inquieta por la
actividad de Napoleón en el Rin. ¿Podía Rusia, en realidad, es­
perar una ocasión mejor para intervenir contra el dictador fran-
¡J p p ^ ^ ■

N A P O L E Ó N i £5

En comparación con sus numerosos enemigos Napoleón es­


taba entonces muy pobre de fuerzas y muy escaso de dinero.
Cuando fue fusilado el duque de Enghien, comenzó en toda
ja E uropa monárquica, donde con independencia de dicho suceso
se prep arab a ya la intervención, una exitosa y tumultuosa agi­
tación contra el “ monstruo corso” que vertiera la sangre de un
príncipe de la casa de Borbón. Se decidió explotar a fondo este
incidente providencial. Al principio todos invitaron al gran du­
que de Badén a protestar contra la injusta violación de su sagrado
territorio cometida al arrestar en él al duque de Enghien; pero
el gran duque, terriblemente asustado, permanecía quieto y hasta
trataba de informarse —por vía indirecta— de si el emperador
estaba satisfecho con la actitud del poder hádense en este acon­
tecimiento y si todo lo exigido por los gendarmes franceses había
sido puntualmente ejecutado. También los otros monarcas limi­
taban su indignación a los pequeños 'círculos familiares en que
la expresaban a media voz; en general era inevitable que su
valentía para intervenir en este asunto fuera directamente pro­
porcional a la distancia que separaba sus fronteras de las de
Napoleón, razón por la cual era el zar quien hacía gala de mayor
resolución. Alejandro había enviado una nota protestando for­
malmente, en nombre del derecho internacional, contra la viola­
ción del territorio badense.
Napoleón ordenó a su ministro de Negocios Extranjeros que
enviara la famosa respuesta que Alejandro no debía olvidar ni
perdonar jamás porque nunca se le había ultrajado tan violen­
tamente. El sentido de la respuesta puede resumirse así: el duque
de Enghien ha sido arrestado a causa de su participación en un
complot contra la vida, de Napoleón. Si vos mismo, emperador
Alejandro, supierais que los asesinos de vuestro difunto padre
el zar Pablo, se hallan en territorio extranjero y si, a pesar de
ello, teniendo posibilidad material de arrestarlos, los arrestareis
efectivamente, Napoleón 110 protestaría contra esta violación de
un territorio extranjero por Alejandro.
Era la forma más clara de tratar a Alejandro pública y ofi­
cialmente de parricida. Toda Europa sabía que los -conjurados
estrangularon a Pablo con el consentimiento de Alejandro, y
que desde su advenimiento el joven zar no osaba tocar en lo más
mínimo a Palen, Bennigssen, Zubov, Talizin, ni en general a
ninguno de ellos, por más que estuvieran con toda tranquilidad
146 £ . T A R L E > ¡
f.

no ya en “ territorio extranjero” sino en Petersburgo mismo y !


fueran admitidos' en el palacio de Invierno. j
E l odio personal que agitaba a Alejandro contra el cruel i
ofensor halló eco en los nobles cortesanos aludidos. j
Tratando de extender la base de clase de sus empresas gue­
rreras y ganar la simpatía de los medios liberales, Alejandro,
que se preparaba a entrar en la tercera 'coalición, comenzó -a
expresar de viva voz y por carta su contrariedad por vej>tender
a Napoleón a la autocracia y derrumbarse la República Francesa.
E ra una hipocresía mal disimulada. Alejandro temía a Napoleón
sobre todo como destructor del orden feudal. Pero sentía justa
y finamente que la transformación de Francia en un imperio au­
toritario era per judicial al prestigio moral de Napoleón en Fran-eia
y en Europa, en algunas partes de la sociedad burguesa, entre
las personas para quienes la Revolución había conservado algún
prestigio. La desaprobación liberal del zar despótico, amo absoluto
de un imperio donde la servidumbre era cruel, el reproche de
despotismo que dirigía a Napoleón, es seguramente una de las
curiosidades de los meses que precedieron a la preparación de­
finitiva de la tercera coalición contra Francia.
Sin vacilaciones, William P itt era de opinión de pagar a
Rusia, y había dado ya a entender que pagaría también a Austria,'
Nápoles, Prusia y todos los que tomaron las armas contra Napoleón.
D urante este tiempo: ¿qué hacía el emperador francés? Co­
nocía desde luego el juego diplomático de sus enemigos pero
como a pesar de los esfuerzos de P itt la coalición se constituía
lentamente y como Napoleón pensaba que Austria no estaría lista
para la lucha antes del otoño de 1806, quedaban aún dos tareas
que cumplir. Por un lado, seguir preparando un desembarco en
Inglaterra y por otro actuar como si no hubiera más persona
que él en Europa. Quiso anexar el Piam onte: lo anexó; lo mismo
hizo con Oénova. Quiso proclamarse rey de Italia y ser coronado.
fen Milán, y la coronación tuvo lugar en la primavera de 1805.
Quiso d ar algunos pequeños territorios alemanes a sus “ aliados”
alemanes, es decir a sias vasallos ál estilo de Baviera, y se los dio.
Después de la paz de Lunéville en 1801 y la retirada de
Austria, los príncipes alemanes que poseían territorios germá­
nicos al oeste no< veían su salvación más que en Napoleón. Se
dirigían de prisa a París, se apiñaban en las antecámaras de
palacio y de los ministerios dando muestras' de su fidelidad, so-
I

N a p o l e ó n 147

licitando parcelas de territorio vecinas a los suyos, denunciándose


uno a otro, intrigando, dándose maña para acercarse a Napoleón,
abrumando a Talleyrand de pedidos y cubriéndolo de regalos,
humillándose hasta arrastrarse. Al principio —luego cesaron de
asombrarse— los cortesanos de Napoleón observaban con sorpresa
a uno de estos pequeños monarcas. En el Palacio de las Tullerías,
cuando Napoleón jugaba a las cartas, se mantenía detrás de él
y de vez en cuando se le veía inclinarse, tomar al vuelo la mano
Üel emperador y besarla. Napoleón no le prestaba la menor
atención.
Be aproximaba el otoño de 1805. Napoleón declaró a sus
almirantes que para desembarcar en Inglaterra le bastarían no
tres sino dos y hasta un solo día de tranquilidad sobre la Man­
cha, un día sin tempestad en que no se corriera el riesgo de tro­
pezar con la flota británica. Llegaba la estación de las brumas.
Hacía ya tiempo que el almirante de Villeneuve había recibido
orden de Napoleón de pasar del Mediterráneo a la Mancha y
unirse allí a la escuadra a fin de asegurar, por. la conjuración
de las fuerzas, el pasaje del estrecho y el desembarco en Ingla­
terra. Y de pronto el emperador, que se hallaba en- el campo de
Boulogne, recibió el mismo día dos noticias de importancia ca­
pital: la primera era que el almirante Villeneuve no podía eje­
cutar con rapidez la orden recibida y la segunda que las tropas
rusas marchaban a unirse a las austríacas, que los austríacos y
sus aliados alemanes estaban listos para atacar y que las tropas
enemigas avanzaban hacia el oeste.
De inmediato y sin vacilar Napoleón tomó una nueva deci­
sión. Dándose cuenta de que William P itt había conseguido salvar
a Inglaterra y que no debía soñar eon un desembarco, llamó in­
mediatamente a D aru —su lugarteniente general— y le comunicó,
para que las transm itiera a los comandantes de los cuerpos de
'ejército, las disposiciones tomadas de antemano para una nueva
guerra, no contra Inglaterra sino contra Austria y Rusia. E ra el
27 de agosto.
jSe había dado al traste eon el campamento de Boulogne,
con los trabajos de dos años, con todos los sueños de avasalla­
miento de un enemigo inexpugnable al otro lado de sus mares 1
“ Si no estoy en Londres dentro ele quince días, estaré en Viena
a mediados de noviembre ’ había dicho el emperador aún antes
de recibir las noticias que debían súbitamente cambiar sus pía-
nes. Londres estaba salvada, pero Viena pagaría por ello. Varias
horas después Napoleón dictó las disposiciones para la nueva
campaña. En todas direcciones se llevaron órdenes relativas a tm
nuevo reclutamiento destinado a completar reservas y al abas,
tecimiento del ejército durante su movilización de Francia a
Baviera al encuentro del enemigo. Los correos se dirigían a toda
carrera hacia Berlín, Madrid, Dresde, Amsterdam, llevando nue­
vas instrucciones diplomáticas, amenazas y órdenes, proposiciones
y engaños. En París reinaba una cierta alteración e inquietud.
Se informaba a Napoleón que los mercaderes, la bolsa y los in­
dustriales deploraban por lo bajo su pasión por las anexiones
y no eonfiaban mucho en su política exterior. Se le atribuía la
responsabilidad de la nueva guerra en que se verían envueltas
Francia y toda Europa. No por silenciosa y prudente la protesta
era menos real.
El emperador lo sabía, no obstante lo cual algunas días más
tarde el organismo militar que Carnot comenzara a constituir
bajo la Revolución y que Napoleón había completado y perfec­
cionado, salía en orden de marcha del gigantesco campamento de
Boulogne y, completado por nuevas formaciones se dirigía a tra­
vés de toda Francia y las costas de la Mancha hacia la Baviera
aliada.
Napoleón avanzaba con extraordinaria rapidez, rodeando^por
el norte las posiciones del ejército austríaco del Danubio, cuyo
flanco izquierdo era la plaza fuerte de Ulm.
Desde mediados de 1804 la tercera coalición había sido de­
cidida en principio por sus miembros esenciales y si no se lanzó
al campo de batalla hasta el otoño de 1806, es decir 18 meses
más tarde, fue principalmente porque se había deseado hacer
una preparación minuciosa a fin de contar con el máximo de
probabilidades de victoria. Nunca el ejército austríaco estuvo me­
jor equipado y organizado; el ejército de Mack debía soportar
el prim er choque con la vanguardia napoleónica y se cifraban en
él grandes esperanzas, ya que muchas cosas dependían de este
primer contacto. Toda E uropa: Inglaterra, Austria y Rusia, es­
peraban el éxito de Mack, no sólo por el excelente estado de estas
divisiones sino también porque, en opinión de los jefes de la
coalición, Napoleón no podría levantar rápida y completamente
el campamento de Boulogne ni transportar sin mayores pérdidas
sus fuerzas de Boulogne al sudeste; y si a pesar de todo las
N A P O L E Ó N 149

transportaba no sería en forma ta n rápida como para operar


sa concentración donde fuera necesario.
Mack entró en Baviera sin dificultad sabiendo muy bien que
Napoleón iría directamente allí: la neutralidad de las potencias
de segundo orden no existió más que en el papel, no sólo en épo­
cas de Napoleón sino también antes y después. El gran elector
de Baviera vacilaba y vivía en un terror incesante, porque le
amenazaban por un lado Napoleón y por otro la poderosa coali­
ción de Austria v Rusia que, con Inglaterra a la cabeza, exigía
su alianza. Para comenzar el gran elector consintió en una alian­
za secreta con los coaligados; más algunos días después, madu­
radas sus reflexiones', huyó con su familia y sus ministros a
'W'urzburgo, lugar hacía el cual Napoleón mandó el ejército de
Bernadotte y donde el gran elector se pasó del todo del lado de
Napoleón.
El gran elector de Wurtemberg y el gran duque de Badén
siguieron muy pronto el mismo camino.
“ Apretando los dientes hicieron callar provisoriamente su
corazón alemán’1, dirían más tarde con tristeza los manuales ale­
manes de enseñanza secundaria. A título de recompensa por la
valiente resistencia a las exigencias de su: corazón alemán, los
grandes electores de Baviera y de Wurtemberg recibieron el
título de reyes que sus descendientes llevaron hasta la revolu­
ción de noviembre de 1.918. Al gran duque de Badén se le hicieron
también a título de recompensa algunas concesiones territoriales
a expensas de Austria. Pidieron además algo de dinero y Na­
poleón se lo rehusó.
La ruta de 'Baviera estaba abierta. Los mariscales habían
recibido orden de acelerar el movimiento y, por diversos lados,
se dirigían hacia el Danubio a marchas forzadas y sumamente
rápidas. Los mariscales Bernadotte, Davout, Soult, Lannes, Ney,
Marmont y sus ejércitos y la caballería de Murat, ejecutaron las
órdenes precisas del emperador —según la expresión de' un tes­
tigo militar ruso de este tiempo— “ con la regularidad de un
mecanismo de relojería” . En menos de 20 días el ejército, gi­
gantesco para la época, pasó casi sin pérdidas, enfermedades ni
rezagados de la Mancha al Danubio. Napoleón dijo un día que
lasí reglas que él asignaba al arte militar podían reducirse a or­
ganizar los ejércitos de tal manera que se dividieran para vivir
y se concentraran para combatir. Los mariscales seguían los di­
150 E . T A R L É

versos itinerarios; indicados por el emperador, se abastecían con


facilidad y sin obstruir los caminos. En el momento deseado apa­
recieron todos alrededor de TJlm donde, como en un saco, Mack
sucumbió con la mejor parte del ejército austríaco.
El 24 de septiembre Napoleón salió de París, el 26 llegó a
Estrasburgo y acto ¡seguido comenzó el pasaje del Rin. En esta
ciudad, a comienzos de esta guerra y en plena campaña, Napoleón
dio al ejército una organización definitiva sobre la que debemos
decir algunas palabras.
El ejército que marchaba hacia Austria se llamaba oficial­
mente el Gran Ejército para diferenciarlo de las Jotras partes:
tropas de guarniciones y cuerpos de ocupación, que rodeaban el
teatro de la guerra. Este ejército estaba dividido en siete cuerpos
de ejército puestos bajo las órdenes de los generales más distin­
guidos, promovidos al grado de mariscales después de la consa­
gración de Napoleón. Cada uno de estos cuerpos comprendía in­
fantería, caballería, artillería y en general todo lo que comprende
un ejército. La idea de Napoleón consistía en que cada uno de los
siete cuerpos debía ser como un ejército completo e independiente.
Pero lo esencial de la artillería y la caballería no dependía de
ninguno de los mariscales ni formaba, parte de ninguno de estos f
siete cuerpos de ejército. Estaba organizado como una parte com­
pletamente independiente del gran ejército y puesto bajo el man­
do directo del emperador. Por ejemplo: el mariscal M urat que
Napoleón nombrara jefe de toda la caballería, no era para él más
que un auxiliar que servía para la transmisión y ejecución de
sus órdenes. Napoleón tenía la posibilidad de enviar en el mo­
mento que escogiera toda su caballería y toda su artillería en
ayuda de uno de los siete cuerpos. Independientemente de los
siete cuerpos de ejército, de la artillería y de la caballería, estaba
aún la Guardia Imperial, 7000 hombres seleccionados (me refiero
al año 1805, luego fueron más numerosos). La Guardia compren­
día regimientos de granaderos y cazadores de a pie, granaderos y
cazadores de a caballo, dos escuadrones de gendarmes a caballo,
un escuadrón de mamelucos traídos de Egipto y finalmente un
“ batallón italiano” , porque Napoleón no sólo era emperador de
1os franceses sino también rey de la Italia del norte y de la Italia
central que había conquistado. En realidad se contaban en este
batallón más franceses que italianos. En la Guardia Imperial no
se tomaban más que soldados que se hubieran distinguido espe~
I

N A P O L E Ó N 151

c ia lm e n te ;
recibían ana soldada, estaban bien alimentados, vivían
en la inmediata vecindad del cuartel general imperial y llevaban
elegantes u n ‘formes con el alto gorro de piel llamado ¡‘ourson” .
Napoleón conocía a muchos de ellos personalmente y estaba al
corriente de su vida y de su servicio.
La disciplina introducida por Napoleón era singular. No per­
mitía los castigos corporales en el ejército; en caso de infraccio­
nes graves el consejo de guerra pronunciaba la pena de muerte,
la pena de trabajos forzados; y en los casos benignos condenaba
a la prisión militar. Pero además funcionaba una institución
particularmente autorizada, un tribunal de camaradas no men­
cionado en ninguna ley pero que existía en el gran ejército con
el aicuerdo tácito de Napoleón. Ved lo que dicen de él los testigos
oculares: se desarrollaba un combate; en una -compañía se notaba,
por ejemplo, la ausencia de dos soldados. Nadie los había visto
en ninguna p arte; ellos reaparecían al final y explicaban su au­
sencia. Persuadida de que los culpables se habían simplemente
escondido porque tuvieron miedo, la compañía elegía de inme­
diato tres jueces (tres simples soldados). Estos juzgaban a los
acusados, los condenaban a muerte y los fugitivos eran fusilados
en el ateto. El -comando sabía todo esto pero no se mezclaba; nin­
gún oficial debía tomar parte en el juicio, y hasta debía ignorar
—al menos oficialmente— la ejecución.
Sacando partido de la emancipación del campesinado, libe­
rado de las cadenas feudales, dictador proclamado emperador,
consagrado por el papa y, desde 1810, pariente por alianza de la
casa de Austria, Napoleón había sabido mantener en el espíritu
de sus soldados la idea de que él y ellas eran —como en el pa­
sado— defensores de la Revolución contra los Borbones y los
intervencionistas y que él, en particular, era el prim er soldado
de la República Francesa. El afecto por su persona, la confianza
en sus objetivos, en su genio y en su invencibilidad, contribuían
a mantener la disciplina no menos que los consejos de guerra y
los terribles tribunales de camaradas, ¿ Cómo el campesinado
francés hubiera podido olvidar que su emperador habían•-salido
de las filas revolucionarias, cuando veía con sus propios ojos a
los campesinos de los países ■conquistados dejar de ser. siervos y
a los nobles despojados del derecho de abofetear impunemente a
cualquiera que no los saludara? XJn instinto decía a los soldados
que fuera de los fronteras de Francia, en Europa ocupada, sun
152 E . T A R L £

jefes cumplían una obra revolucionaria y no contrarrevolucio­


naria. Creyendo en él y obedeciéndole ciegamente, los soldados
le daban apelativos familiares y afectuosos. El terrible César que
hacía temblar a Europa y ante quien se humillaban los monarcas
era para ellos un soldado. Le decían “ el pequeño caporal' (íe|
pequeño rapado;\ Sabían también que la frase de Napoleón: “ To­
do soldado lleva en la cartuchera su bastón de mariscar ',-*ño era
una frase vacía de sentido; conocían los orígenes, los primeros
pasos de los Murat, los Bernadotte, los Lefébvre y muchos otros
astros' del cielo napoleónico. Después de cada batalla veían, sobre
ellos y sobre sus camaradas, como signo de grandeza inaudita,
las condecoraciones de Napoleón. En sus soldados y en sus ofi­
ciales el emperador tenía plena confianza, pero no le ocurría lo
mismo 'con todos los generales y mariscales. En cuanto al papel
militar de los mariscales consistía en esto : el emperador se había
rodeado de hombres de guerra brillantemente dotados. En sus
desemejanzas tenían nn rasgo común: todos poseían, si bien en
grados diversos, la .rapidez de reflexión, la comprensión rápida
de las circunstancias, la tenacidad, la fa.cultad de tomar decisiones
rápidas y el olfato militar qne les hacía elegir inmediatamente el
medio de salir de una situación sin salida. Y por sobre todo esto
Napoleón les había enseñado a comprender con media palabra su
pensamiento para desarrollarlo ele inmediato de un modo indepen­
diente. El talento estratégico de Napoleón había hecho de sus
mariscales ejecutores precisos de su voluntad, sin destruir su ini­
ciativa en el campo de batalla. E l bravo soldadote casi analfabeto
Lefébvre y el aristócrata Davout, frío y cruel de naturaleza, y el
intrépido Murat, y Berthier, todos eran tácticos escogidos capaces
de gran iniciativa. Los audaces como Ney y Lannes no le iban a
la zaga a Bernadotte, astuto y meditativo, ni el metódico Masséna,
ni a Marmont? frío y dueño de sí mismo. Se entiende que el valor
personal era en ellos absolutamente obligatorio: debían dar el
ejemplo. Testimoniaban una valentía militar completamente ca­
racterística. Se maravilló alguien un día en presencia de Lannes
de la intrepidez de este mariscal que tan a menudo había con­
ducido sus regimientos de húsares al ataque. ‘f ¡ E l' husar que
no ha muerto a los treinta años no es un húsar, es una m. .. \—
gritó Lannes de mal humor. Tenía entonces; 34 años; dos años
más tarde caía en el ’eampo de batalla mutilado por una bala de
cañón. Lannes no era sólo un húsar audaz sino también un jefe
ele ejército muy capaz. Tales eran los maríscales que Napoleón
supo elegir y elevar a los más altos cargos.
Cuando en 180-5 estalló la guerra contra la tercera coalición
oasí todos seguían allí; fa lta b a Desaix, muerto en Marengo, y
también otro que Napoleón pusiera hasta- entonces casi por en­
cima de todos: Moreau, ahora exilado y que vivía en América.
Tales eran el ejército y los auxiliares cíe Napoleón, que se ha­
llaba entonces en el apogeo de su genio, de ese genio militar de
prim era categoría según Ja apreciación de amigos y enemigos.
Soult y Lannes con sus cuerpos de ejército y M urat con la
caballería atravesaron el Danubio y cayeron de improviso sobre
la retaguardia de Mack. Al comprender el peligro una parte de
los austríacos alcanzó a huir hacia el este, pero el grueso de las
fuerzas, encerrado en la fortaleza, fue cercado por Nev. Mack es­
taba encerrado por todos lacios. Le quedaba aún una posibilidad
de salir, pero fue inducido en error por- hábiles espías a cuya cabeza
se hallaba el 'célebre Scbulmeister, y que le aconsejaban resistir,
afirmando que Napoleón pronto se vería obligado a levantar el
sitio por haber, estallado en París un levantamiento contra él.
Cuando Ma-ck expresó sus dudas los espías informaron al campo
francés y allí, con una imprenta de campaña, se fabricó un nú­
mero especial ele una gaceta parisiense que hablaba de una revo­
lución imaginaria. Un espía envió este número a Mack que lo leyó
y se tranquilizó.
¡ El 15 de octubre, después d.e un combate, Ney y Lannes
ocuparon las colinas que rodeaban a Ulm. La posición de Mack
se hacía desesperada; Napoleón le envió un parlamentario pa­
ra exigir la capitulación, previniéndole de que en caso que Ulm
fuera tomada por asalto no se daría cuartel. E l 20 de octubre
de 1805' el ejército de Mack se rindió con todo su material de
guerra, su artillería, sus banderas y la plaza fuerte de Ulm.
Napoleón devolvió la libertad a Mack y envió a Francia al ejér­
cito vencido para emplearlo en diferentes trabajos. Poco tiempo
después supo que Murat había conseguido hacer prisioneros a
8.000 hombres que escaparan de Ulm antes del sitio.
En realidad, después del vergonzoso desastre de Ulm, la
guerra ya estaba perdida para la tercera coalición. Pero en los
estados mayores ruso y austríaco hubo pocos que lo compren­
dieron de inmediato. Sin demorar en Ulm, Napoleón y sus ma­
riscales avanzaron por la orilla derecha del Danubio y marcharon
- *

154 E . T A R L É

directamente sobre Viena. Además del ejército tomado en Ulm,


los franceses hicieron todavía en la persecución numerosos pri­
sioneros. Sumando a los 29.000 hombres tomados prisioneros antes
del sitio de Ulm, los 32,000 hechos cautivos después de la ren­
dición, se llegaba a la cifra de 61.000, que no incluye los muertos,
los heridos graves ni los desaparecidos. “ 200 piezas de-fiañón,
todo el parque, 90 banderas y todos sus generales están en nues­
tro poder. De este ejército no han escapado ni 15.000 hombres” , 1
dijo Napoleón a sus soldados en una proclama especial sobre los
resultados de estas primeras operaciones de la guerra.
El avance de los franceses hacia Viena prosiguió con ritmo
acelerado. Precedido por la caballería de M urat y rodeado por
su Guardia, Napoleón entró en la capital austríaca el 13 de no­
viembre. Se instaló en el palacio imperial de Sehoenbrunn y
nombró gobernador general de Viena a su secretario y futuro
ministro inamovible de Guerra, el general Clarke. Antes de huir
el emperador Francisco dirigió a Napoleón una propuesta de
armisticio que fue rechazada.
E n lo sucesivo todas las esperanzas de la tercera coalición
descansaban sobre los ejércitos rusos y el zar. Y el zar confiaba
sobre todo en la entrada de Prusia en la coalición. Pero ambas
ilusiones debían desvanecerse muy pronto.

En octubre de 1805 cuando Mack, encerrado en Ulm, pre­


paraba su rendición y se rendía finalmente con todo su ejército,
el zar Alejandro I se hallaba en Berlín e incitaba al rey de
Priisia, Federico Guillermo III, a declarar la guerra a Napoleón.
Federico Guillermo estaba tan inquieto e irresoluto como los
grandes electores alemanes de que se habló más arriba. Tenía a
la vez miedo de Alejandro y de Napoleón. Al principio Alejandro
se había propuesto hacer una amenazadora alusión al paso vio­
lento de las tropas rusas a través del territorio prusiano. Pero
cuando el rey comenzó a m ostrar su firmeza bastante inesperada
y emprendió la organización de la resistencia, Alejandro se volvió
amable. A más de esto y bien a propósito llegó una noticia: Na­
poleón había dado orden a Bernadotte, que marchaba hacia
Austria, de pasar por Anspaeh, propiedad, de Prusia. La viola­
ción de la neutralidad era manifiesta y el rey, ultrajado por esta

1 Bcrr.RiENNE: Mímoirss sur Napoléon; París, Lavocat, 3* ed., VII, 59.


N A P O L E Ó N 155

vía de hecho de Napoleón y sin haberse enterado todavía de los


éxitos del gran ejército —esto era antes de la toma de Ulm—,
ge inclinó hacia la intervención militar del lado de los aliados
lo que terminó por un tratado secreto entre Federico y Alejandro
según el cual Prusia presentaría sus exigencias bajo la forma de
un ultimátum a Napoleón, Hubo en esta oportunidad una escena
ridicula: Federico Guillermo, la reina Luisa y Alejandro fueron
al mausoleo de Federico I I y allí ante la tumba del monarca, se
juraron amistad eterna. Lo absurdo de esta escena sentimental
residía en que durante siete años Rusia había combatido a este
mismo Federico I I ; que Federico había batido a los rusos; que
los rusos a su vez habían batido seriamente a Federico, le habían
tomado Berlín y casi lo habían empujado al suicidio. Terminado
este aparato escénico y proclamada la amistad eterna rusopru-
siana, Alejandro I salió de Berlín para dirigirse directamente a
Austria al teatro de las operaciones.
En Inglaterra y Austria reinaba gran alegría. “ Si todo el
ejército prusiano franquea el Erzgebirge y aparece en el campo
de batalla, Napoleón está perdido” , publicaban los diarios in­
gleses hablando eon emoción del juramento rusoprusiano cant
biado sobre la tumba de Federico el Grande.
Le era preciso a Napoleón acelerar de algún modo el desen­
lace mientras Rusia no estuviera todavía en la coalición. Casi
inmediatamente después de la toma de Viena los franceses con­
siguieron apoderarse, casi sin combatir, de un gran puente, el
único que los austríacos (no se sabe bien por qué razón) no
habían hecho saltar y que unía Yiena a la orilla izquierda del
Danubio. Muchas anécdotas han circulado sobre la toma de este
puente. Una de ellas4, un poco inexacta y adornada de leyenda, es
muy conocida por los lectores de 1a. segunda parte de “ La Guerra
y la P az” . La realidad es la siguiente: Murat, Lannes, Bertrand
y un coronel de talento, Dode, habían disimulado muy hábilmente
un batallón de granaderos en los juncos y malezas. Luego ellos
avanzaron solos, a descubierto, hacia una trinchera ocupada poi
soldados austríacos que tenían orden de hacer -saltar el puente
en cuanto aparecieran los franceses. Los cuatro oficiales decía-
raron a los austríacos que se había concluido el armisticio, Se
los dejó pasar, atravesaron el puente y solicitaron hablar al ge­
neral^ príncipe Auersperg, ante quien repitieron la engañosa
noticia de un armistic ió, y a una señal convenida, antes de que
156 E . T A R L É

Auersperg tuviera tiempo de responder, los granaderos franceses,


surgiendo de las zarzas, se precipitaron sobre los austríacos y
en un minuto tomaron el puente y la artillería que lo protegía.
La resistencia esbozada por los austríacos fue rota rápidamente.
De inmediato, sin perder tiempo, Napoleón a quien Murat,
gozoso, informara de este asombroso acontecimiento, dio'“Drden
de pasar el puente y marchar derecho sobre el ejército ruso, que
atravesaba por un momento crítico. Con lo esencial de sus fuerzas
Napoleón cruzó el Danubio y trató de cortar la retirada rusa
hacia el norte. El comandante en jefe del ejército aliado, Kutusov,
vio claramente que el único medio de salvación era un rápido
repliegue de Krems hacia la posición de Olchan al sur de Olmütz.
Disponía de unos 45.000 hombres y Napoleón de algo menos de
100.000. En el ejército ruso no podían llegar a comprender la
historia del puente de Viena y se hablaba abiertamente de trai­
ción, de inteligencias secretas entre Napoleón y los austríacos,
pues parecía insensata e inverosímil la pérdida de este puente
que ponía en manos' de los franceses, sin combatir, la orilla iz­
quierda del Danubio y perdía irremisiblemente al ejército ruso.
Tras duros combates de retaguardia, en donde fue preciso- orga­
nizar elementos defensivos, evidentemente sacrificados para dar
tiempo de p artir al grueso del ejército, y después de perder -cerea
de 12.000 hombres de los 45.000 que poseía, Kutusov evitó siiv
embargo la vergüenza de una capitulación, escapó de Napoleón
que le hostigaba y agotadas sus fuerzas condujo los restos de su
ejército hasta Olmiitz. donde ya se encontraban los dos empe­
radores Alejandro y Francisco.
La situación era ésta: se acababa de traer de Rusia la Guar­
dia y refuerzos de infantería. El ejército ruso, 'contando las tro­
pas llegadas con Kutuzov a Qlmütz y sus alrededores, llegaba a
un total de 75.000 hombres. A los austríacos les quedaban en este
momento de 15.000 a. 18.000. No hay que olvidar que un gran
ejército austríaco había sido ya aniquilado por Napoleón antes
de la toma de Viena y que otro, bien equipado y más fuerte que
el anterior, combatía entonces en Venecia contra el ejército del
mariscal Masséna a quien Napoleón diera orden de limpiar la
parte oriental de la Italia del norte. Según el cálculo más fa­
vorable los aliados tenían, pues, cerca de Olmütz unos 90.000
hombres. Pero —como Kutusov sabía perfectamente— el número
de soldados rusos que se podía poner en línea de batalla era muy
t\" A P O L: Ü- ü Ñ 157

inferior a los 75.000 calculados sobre el papel; el jefe ruso temía


et choque ambos ejércitos y consideraba que era preciso conti­
nuar el repliegue comenzado después del repentino pasaje del
Danubio por Napoleón. Quería alejarse hacia el es'te, esperar,
prolongar la guerra a fin de dar a los prusianos tiempo de deci­
dirse definitivamente a la intervención contra los franceses. Pero
a este respecto encontraba una viva oposición: el zar Alejandro
estaba resuelto a una batalla general inmediata,
Alejandro I no entendía absolutamente nada de operaciones
militares, pero lo devoraba el. deseo de gloria. No dudaba que
el triunfo sería suyo y desde el juramento en el mausoleo de
Federico se persuadió de la inminencia de Tina intervención, p ru ­
siana y piafaba de impaciencia guerrera. H uir de Napoleón te­
niendo a mano fuerzas 'Considerables y la Guardia completamente
fresca que acababa de llegar, y esconderse durante meses en un
pobre país de montañas, le parecía inútil y vergonzoso. Su fa­
vorito, el. joven general príncipe Pedro Dolgorukov, compartía
esta opinión con casi todos los oficiales de la Guardia. Kutusov
sabía que el zar, Dolgorukov y los otros que se le parecían eran
absolutamente nulos en materia militar, aunque en otros respec­
tos algunos de ellos no fueran tontos. Pero- Kutusov, que afectaba
una valentía exenta de inquietudes, cortesano muy finó a pesar
de sus aires de falsa simplicidad, 110 asaba hacer una oposición
categórica a la fatal ligereza del zar, sabiendo que si actuaba así
comprometía gu situación de general en jefe. Pero permanecía
firmemente convencido de que el ejército ruso iba a la catástrofe
v que era preciso, sin pérdida de tiempo, alejarse de Napo­
león, rehuir las batallas decisivas y esperar lo más lejos po­
sible, guardándole. Antes de arriesgar su situación le parecía
más fácil arriesgar la vida de algunos miles de soldados. En el
campo austrorruso K/utusov era el. único jefe de ejército verda­
dero, uno de aquellos con cuya palabra se contaba y a quién a
pesar de todo se escuchaba; pero a pesar de haber personalmente
adivinado el juego de Napoleón, chocaba eon una fuerza que no
podía vencer.
Cuando los rusos se detuvieron alrededor de Olmíitz, Na­
poleón, que los perseguía, estableció de inmediato su. cuartel ge­
neral cerca de la ciudad, en ¡B^iinn. En este momento sólo temía
que los rusos se fueran y eon ello se prolongara la guerra. Lejos
de Francia, sabiendo que Hangwitz se hallaba en camino con el
158 T A H t. Á

ultimátum de Prusia, Napoleón deseaba ardientemente que se


librara pronto una batalla general y estaba seguro de la victoria
y que ella term inaría la guerra de un golpe. E n esta ocasión lució
su talento diplomático y sus dones de comediante; había adivi­
nado todo lo que ocurría en el espado mayor ruso y seguía el
juego de Alejandro 'contra Kutusov, quien trataba en vano de
llevarse lo más pronto el ejército ruso para salvarlo. Con toda
habilidad Napoleón simulaba sentirse débil y asustado y temer
sobre todo la batalla. Quería que el adversario creyera posible
batir rápida y fácilmente al ejérvito francés, y así cuando los
rusos atacaran, Napoleón los aplastaría. De acuerdo con estos
planes hizo esbozar una retirada a sus* puestos de avanzada y
luego envió a Alejandro a su ayuda de eampo Savary portador
de una oferta de armisticio y de paz.
Savary estaba encargado de pedir al zar una entrevista per­
sonal y, en caso de que se le rehusara, debía ¡conseguir que
Alejandro envíase una persona de confianza para las conver­
saciones -con Napoleón. En el estado mayor ruso la alegría era
completa: ¡Bonaparte tiene miedo! {Bonaparte se ha extenuado
y está perdido! Lo importante ahora es no dejarlo escapar*.
Todos estos pasos de Napoleón eran en realidad tan desusados
y humillantes, tan poco suyos, que parecía que el orgulloso em­
perador, prim er capitán del mundo, actuaba bajo la presión de
una amarga necesidad. Kutusov con sus temores quedaba com­
pletamente refutado y cubierto de oprobio. Alejandro rehusó
acordar una entrevista personal a Napoleón y le envió al príncipe
Dolgorukov. Mucho tiempo después Napoleón se burlaba todavía
de este joven general cortesano y hasta en la prensa oficial lo
trataba de “ mequetrefe” . Dolgorukov se condujo con altura y
se mostró inexorable.
. Continuando con talento su comedia, Napoleón fingió ha­
llarse turbado y confuso. Al mismo tiempo, sabedor de que no
se debe exagerar un papel y que todo tiene límites en el mundo,
hasta la tontería de un príncipe Dolgorukov, terminó la entre­
vista declarando que no podía suscribir las condiciones propuestas
(Dolgorukov le pedía el abandono de Italia y de muchas otras
conquistas). Pero este rechazo fue expresado de tal modo que,
lejos de debilitarla, acentuaba la impresión general de incerti-
dumbre y temor 'provocada- por Napoleón.
Después del informe triunfante de Dolgorukov cesó toda
N A P O L E Ó N 159

vacilación en el campo de losa aliados: se decidió caer inmediata­


mente sobre Napoleón que, desamparado y débil, se batía en
re tira d a y term inar con él.
La terrible batalla de Austerlitz, una de las más grandiosas
de la historia mundial y una de las más sangrientas de la epo­
peya napoleónica, se libró un año justo después de la coronación
de Napoleón, el 2 de diciembre de 1805, en las colinas de Pratzen,
al oeste del pueblo de Austerlitz situado a 120 kilómetros al
norte de Viena.
Napoleón en persona dirigió esta batalla del principio al
fin. Casi todos sus mariscales estaban presentes. La derrota de
los austríacos y los rusos se entrevio desde las primeras horas
de la jo-rnada. Pero, eon todo, la destrucción del ejército ruso no
habría sido tan espantosa si sus generales no hubieran caído en
el lazo que les tendió Napoleón. Este adivinó que los aliados
trataban de cortarle la ru ta de Viena y del Danubio a fin de
rodearlo o empujarlo hacia el norte, hacia las montañas, y por
eso mismo hizo como que dejaba descubierta e indefensa esta
parte de su formación, haciendo retroceder intencionalmente su
nuevo flanco. Cuando los rusos lo atacaron por ese lado los
aplastó con considerables tropas que ocuparon las colinas de
Pratzen, después de empujarlos hasta una línea de lagos semi-
helados. Regimientos enteros se ahogaron en los estanques o fue­
ron aniquilados por la metralla fi'ancesa; otros fueron hechos
prisioneros. Casi toda la guardia rusa de a caballo sucumbió du­
rante una furiosa refriega eon los granaderos montados de la
guardia napoleónica. La valentía de los soldados rusos dejó es­
tupefactos a los mariscales, pero no menos les asombraron la falta
de lógica del comando, su. ignorancia militar y su azoramiento, y
la falta de talento de todos los generales, excepción hecha de
Bagration. Les llamó particularmente la atención Boeckshevden,
comandante del ala izquierda de las tropas rusas que, con 29
batallones de infantería y 22 escuadrones de caballería a su dis­
posición, en vez de socorrer, al ejército ruso en derrota se man­
tuvo durante toda la batalla en una posición de tercer orden
donde un insignificante destacamento francés inmovilizaba el
conjunto de sus tropas. Cuando Boeckshevden comprendió por fin
y comenzó a batirse en retirada, lo hizo tan tarde y eon tan poca
habilidad que dio tiempo a que Napoleón, notando el movimiento,
ordenara el bombardeo de los lagos, lugar donde fueron recha-
IGO T A R L É

zados varios miles de hombres de Boeekshevden, que se ahogaron


al resquebrajarse la capa de hielo. Los sobrevivientes fueron to­
mados prisioneros.
Los dos emperadores, Francisco y Alejandro, huyera^ del
'campo de batalla mucho antes de la catástrofe final. Su séquito
partió a la desbandada y los abandonó en el camino y los dos
monarcas asustados se separaron pronto uno de otro, llevados
por sus caballos en distintas direcciones.
El sol se había puesto. Alejandro y Francisco huían en medio
de las tinieblas para 110 caer prisioneros, El zar temblaba como
si tuviera fiebre y lloraba., pues ya no era dueño de sus nervios.
Continuó huyen do los días siguientes. Kutusov, herido, fue hecho
prisionero.
Todo había terminado. Sobre la vasta planicie donde se tro­
pezaba a cada instante con cadáver-es de hombres y caballos,
Napoleón, rodeado de un importante séquito de mariscales, ge­
nerales de la Guardia y ayudas de campo, avanzaba entre las
entusiastas aclamaciones de los soldados que se lanzaba'n a su
encuentro. Esta victoria obtenida por los franceses sin más pér­
dida que la de 9.000 hombres de los 80.000 que intervinieron,
en la batalla, «costó a los rusos y austríacos la. friolera de 15.000
muertos, 25.000 prisioneros, casi toda su artillería —caída en
manos del enemigo—, y significó sobre todo el aniquilamiento
del ejército aliado cuyas tres cuartas partes huían en todas di­
recciones abonclonando sus gigantescos convoyes, sus aprovisio- ;
namientos militares y gran cantidad de vituallas. !
A3 día signente, en tocias las unidades del ejército francés ;
se leyó la. orden del día de Napoleón: “ ¡Soldados! {Estoy ‘com
tentó de vosotros porque la jornada de Austerlitz justificó todo
lo que esperaba de vuestra intrepidez! Habéis cubierto vuestras
águilas de gloria inmortal. Un ejército de 100.00 hombres, man­
dado por los emperadores de Rusia y Austria, fue cortado o
dispersado en menos de cuatro horas. El que escapó a vuestro
fuego se ahogó en los lagos” . 1 Inmediatamente después el em­
perador Francisco declaró a Alejandro que era inútil proseguir \
la lucha; Alejandro asintió y Francisco escribió al vencedor para j
solicitarle una entrevista personal. Napoleón recibió al emperador I
de Austria en su vivac no lejos de Austerlitz; lo acogió amable- i

1 T h if.k s : Histoire du Consuíat et de YEmpire, Bruselas, 1845; VI, 209.


N A P O L E Ó N 161

mente, pero le exigió ante tocio que los restos del ejército ruso
saliesen sin demora del territorio austríaco, asignándoles él mismo
etapas determinadas, después de lo cual declaró que las negocia­
ciones de paz serian entabladas sólo con A u stria. . . Se sobreen­
tiende que Francisco aceptó sin discusión. '
La tercera coalición había cesado de existir. ..
Durante le segunda mitad de noviembre y a principios de
d iciem bre de 1 S 0 ; 3 , "William P itt esperaba con penosa angustia las
nuevas de la batalla general. El jefe del gobierno inglés, inspi^
rador y 'creador de la tercera coalición contra Napoleón, sabía que
Inglaterra estaba por largo tiempo al abrigo de una invasión: el
2 1 de octubre ele 1 8 0 5 , en un combate naval cerca de Trafalgar,

el almirante Nelson atacó y aniquiló a la flota francoespañola,


hazaña que le costó la vida. Napoleón ya no tenía flota; pero
William P itt temía otra cosa: comprendía —como toda la bur­
guesía comercial e industrial de Inglaterra— que el asunto no
terminaba allí, que Napoleón quería desalojar por completo a los
negociantes ingleses de los mercados europeos que directa o in­
directamente se hallarían colocados bajo su autoridad. Pero había
aún más.- disponiendo de los países más ricos del continente, de
los puertos y de las construcciones navales, Napoleón poseía todo
lo necesario para construir una nueva flota y reconstruir el cam­
pamento de Boulogne...
P itt había quedado dolorosamente estupefacto ante la catás­
trofe de Mack en Ulm, la entrada de Napoleón en Yiena, la toma
del puente por los franceses, la retirada de Kutusov —tan se­
mejante a una huida— y la persecución por el ejército napoleó­
nico; pero sus esperanzas renacieron al ver que Prusia se decidía
a entrar en la coalición. Una importante cuestión iba a decidirse
en la lejana Moravia, en algún lugar cerca de Olmütz: ¿caería la
dictadura napoleónica que pesaba sobre la mitad de Europa o
sería subyiigada también la otra mitad del continente!
Por fin llegaron a Inglaterra los primeros diarios (diarios
holandeses) con la noticia fatal: 1a. tercera coalición había su­
cumbido sin esperanza, en la vergüenza y en la sangre de los
campos de Austerlitz. En los medios parlamentarios se acusó en
alta voz a P itt de ilusiones ruinosas. La oposición exigía su par­
tida, protestaba por la vergüenza que caía también sobre Ingla­
terra y por 1a. pérdida de los millones de libras esterlinas devoradas
por el fina.nciamiento de la coalición que acababa de derrumbar-
162 £ . T A R L B

se tan lamentablemente. P itt no soportó esta conmoción nerviosa,


cayó enfermo en cama y murió pocas semanas después, el 23 de
enero de 1806. Austerlitz ha matado también al enemigo más
tenaz y talentoso de Napoleón, se dijo entonces. El nuevo gabi­
nete, presidido por Fox, decidió proponer- 1a. paz a Napoleón.
Napoleón estaba en el apogeo del triunfo e impuso sus
condiciones. Ante él s'e arrastraban vencidos y neutrales; sacó
partido de su gran victoria -con extraordinaria habilidad. El di­
plomático prusiano Haugwitz, portador del ultimátum de Federico
(G iiillermo III, llegó a Viena después de un largo viaje y apenas
llegado se apresuró a olvidar el objeto preciso del mismo. Se pre­
sentó a Napoleón con su más graciosa sonrisa y profundas reve­
rencias y felicitó cálidamente a Su Majestad por 'haber aplastado
a todos sus enemigos. Haugwitz estaba terriblemente asustado —co­
mo lo estuviera su rey que se aprestaba con terror a pagar por el j
juram ento pronunciado sobre la tumba de Federico y también j
por otras aventuras recientes—. Napoleón gritó desde el comienzo ¡
de la entrevista: dijo que no sería juguete de ía caip.andulería i
prusiana, pero que consentía en olvidar y perdonar a condición |
de que Prusia se aliara con él. Las cláusulas de la alianza serían j
las siguientes: Prusia daría a Baviera su posesión meridional, j
Anspach; devolvería a Francia el principado de Neuchatel y Cié- 1
ves con la ciudad de Wesel. En cambio, Napoleón devolvería a
Prusia el Hanóver, ocupado por sus tropas desde 1803 y que.-per-
tenecía al rey de Inglaterra. La alianza tcon Francia significaba
que Prusia declaraba la guerra a los ingleses. Haugwitz consintió
en todo,- Federico Guillermo, su rey, aceptó también, tanto más
cuanto que esperaba lo peor. La Baviera aliada recibió de Austria
él Tirol y de Prusia, Anspach, pero cedió a Napoleón su rico te-,
griterío industrial de Berg. Por fin, A ustria cedió a Napoleón, en
feu calidad de rey de Italia, toda Venecia, el F riu l, Istria y Dal-
m acia; en conjunto perdía un sexto de su población (4 de los 24
¡millones que tenía), una séptima parte de sus rentas estatales y
además de territorios considerables daba al vencedor 40.000.000
de florines oro.
La paz se firmó en Presburgo el 25 de diciembre de 1805. I
Algunos días antes se había concluido una alianza defensiva y
ofensiva entre Napoleón, Baviera, W urtemberg y el gran ducado
de Badén. Atravesaban Francia e Italia interminables convoyes
que transportaban el botín tomado en Austria. Se contaban 2.000
N A P O L E Ó N 163

cañones provenientes de los arsenales o tomados en los combates,


más de 100.000 fusiles, etc. Pero antes de salir de esta Austria
aplastada Napoleón había arreglado otro asunto.
Fernando, rey de Ñapóles, y Carolina su mujer, estaban con-
vencidos desde la batalla de Trafalgar, es decir desde octubre de
1805, de que Napoleón sería vencido esta vez;. Esta dinastía de los
Borbones de Nápoles para la que fue siempre particularmente
doloroso el yugo de este Napoleón a quien odiaba, había manteni­
do relaciones con Inglaterra y Rusia y después de Austerlitz hubo
de pagar, su conducta. “ Los Borbones han acabado de reinar en
Nápoles” , dijo Napoleón, y ordenó a las tropas francesas que
ocuparan inmediatamente todo el reino. Bajo la protección de la
flota británica los Borbones huyeron a Sicilia y Napoleón hizo rey
de Nápoles a su hermano José. Después de recompensar genero­
samente con dinero, condecoraciones y grados (a veces con dos o
tres galones a la vez) a los soldados, oficiales y generales que se
habían distinguido, Napoleón abandonó Viena para llegar a P a­
rís el 26 de enero de 1806. Una m ultitud numero&'a lo aclamó a
su llegada al Palacio de las Tullerías donde supo' que su encar­
nizado enemigo William P itt, había fallecido tres días antes de
su llegada y que Inglaterra quería la paz. E n adelante podía,
como Carlomagno, sentirse emperador de Occidente.
Napoleón se halló en medio de los suntuosos festines, bailes
y, banquetes propios de la vida de una corte. Cortesanos serviles
solicitaban sus miradas, le rendían honores divinos y lo adulaban
descaradamente.
A mediados del año 1806 la alianza estaba definitivamente
concertada y los* -Estados alemanes a los que Napoleón ordenara
concluir un tratado lo firmaron el 11 de julio. La Confederación
del R-hin comprendía Baviera, Wurtemberg, Eatisbona, Badén,
Berg, Hesse-Darmstadt, Nassau y además ocho principados ger­
mánicos. Esta confederación “ elegía” protector al emperador Na­
poleón y como señal de reconocimiento por la aceptación de este
nuevo título se comprometía a poner a su disposición, en caso de
guerra, 63.000 hombres.
Toda una masa de pequeños propietarios independientes que
se hallaron hasta entonces bajo la soberanía suprema de los
emperadores de la casa de Habsburgo, pasaba a depender de
los Estados de la Confederación del R in 'a cuyo poder habían
pasado también sus tierras, con lo que el “ Sacro Imperio Roma­
1G4 E . T A R L É

no’’ perdía todo significado. Es sabido que es'ta denominación de


“ Sacro Imperio Romano” designaba el dominio inminente de
los emperadores austríacos sobre la Alemania parcelada, y sobre,
sus príncipes* de hecho independientes. Este título tenía eaísi mil
años de existencia y en 1806 el emperador Francisco lo abdicó
a pedido directo del emperador Napoleón.
Esta nueva usurpación de Napoleón, esta anexión importante
de nuevos territorios a s'u imperio, alarmaban y exasperaban a
la corte y al gobierno de Prusia. ¡La Confederación del Rin in­
troducía el poder napoleónico en el seno mismo de Alemania v
amenazaba directamente la integridad de Prusia! Aumentaba el
peligro el hecho de que al x>reparar esta confederación Napoleón
hubiera hecho un cierto número de nombramientos que en modo
alguno conseguían disimular la expansión del imperio francés so­
bre los nuevos Estados. El 15 de marzo de 1806 el mariscal Murat
fue designado gran -duque de Cléves y de Berg; el 30 de marzo
rióse Bonaparte fue proclamado rey de Nápoles y el mariscal Ber-
thier príncipe de Neuchatel. El 5 de junio otro hermano de
Napoleón, Luis Bonaparte, recibió el reino de H olanda; el minis­
tro de Negocios Extranjeros, Talleyrand, el principado de Bene-
vento y el mariscal Bernadotte el de Ponte corvo en Italia meri­
dional. No se trataba de vasallos sino de gobernadores generales,
de virreyes, y así lo comprendía toda Europa.
: E n la primavera del año 1806 el rey de Prusia comenzó a
comprender lo peligroso de su situación. En realidad Napoleón
“ había perdonado” y hasta había expresado el deseo de que Pru­
sia se hiciera su aliada, prometiéndole Hanóver. Pero lo que ocurrió
fué que Inglaterra declaró la guerra a Prusia, y Napoleón ni
'cedió Hanóver ni retiró sus tropas, Y he aquí que Federico
Guillermo I I I supo repentinamente que Fox, jefe del gobierno
inglés, había enviado a París, para, entablar negociaciones de paz
con Napoleón, a Lord Yarmouth, a quien el emperador hizo en­
tender que estaba listo a restituir Hanóver al rey de Inglaterra
siempre que éste -consintiera en firmar, la paz sobre las bases
deseadas. La corte y el gobierno prusiano descubrían hasta qué
punto habían sido burlados; la irritación se manifestó sobre todo i
en los medios que durante todo el año 1805 presionaron en vano
a Federico Guillermo para que se pusiera del lado de la tercera
coalición. Afirmaban qne hubiera sido posible prevenir Austerlitz
y salvar a Prusia del aislamiento en que se hallaba ahora cara, a
cara con Napoleón.
Mientras tanto el emperador se preparaba de nuevo para la
aberra. En julio de 1806, después de haber constituido la Con­
federación del Rin, declaró al cuerpo legislativo que tenía un
ejército de 450.000 hombres y los medios para mantenerlo sin
pedir prestado y sin déficit. Comenzó a concentrar 200.000 hom­
bres a ambos lados del Rin, en Alsacia, Lorena y -en los Estados
de la reciente Confederación del Rin. Corrían rumores sobre las
nuevas anexiones que preparaba el emperador francés.
; En Prusia la emoción y la irritación eran intensas entre la
nobleza y un sector de la burguesía. Se acusaba al rey de cobardía
y a Haugwitz de traición; el odio que la nobleza abrigaba contra
Napoleón era menos nacional que- de clase; lo detestaba como des­
tructor de un modo de vida fundado sobre la gran propiedad
feudal. Un sector de la burguesía prusiana veía con inquietud
que introducía metódicamente barreras aduaneras y otros obs­
táculos, entre sus vasallos y Prusia, en provecho de la industria
francesa, y a expensas de toda otra. Los oficiales y los generales
nobles con la reina Luisa a la cabeza exigían, con vehemencia que
s'e tomara venganza de Napoleón por la afrenta, el engaño de que
era autor y el desprecio que no disimulaba.
A pesar de que Inglaterra y Rusia mantenían en este mo­
mento estériles negociaciones con Napoleón, hicieron llegar toda
clase de estímulos y prom esas... “ De todos1, modos, aunque se
lo abandone, Napoleón comenzará la g u erra” : este pensamiento-
animó al rey a dar el paso decisivo. Se decidió pedir a Napoleón
que se explicara sobre sus intenciones con respecto a Prusia: el
emperador no respondió nada.
El ejército prusiano avanzó. Los regimientos se sucedían
cantando himnos patrióticos, atravesaban Berlín y Magdeburgo
dirigiéndose hacia el oeste. La reina Luisa fue a su encuentro y
se convirtió en el centro de la manifestación. El rey Federico
Guillermo reunió el ejército concentrado en Magdeburgo y más
al oeste. “ ¡Cómo el ejército del Gran Federico no ha de derrotar
a esta tropa de sans-culottes revolucionarios V \ decían los ofi­
ciales de la comitiva de la reina Luisa. El rey envió una nueva
nota a Napoleón: pedía el retiro de las tropas francesas de la
frontera prusiana. A guisa de respuesta a esta exigencia Napo­
león franqueó la frontera a la cabeza del Gran Ejército.
C a p ít u l o IX

ANIQUILAMIENTO DE PRUSIA Y SUMISION


D E F IN IT IV A DE ALEMANIA

1806-1807

E l 8 de octubre de 1806 Napoleón dio orden de invadir Sajo*


nia, aliada de Prusia, y el Gran Ejército, concentrado en Baviera
desde la paz de Presburgo, pasó la frontera formado en tres
columnas. A la cabeza de la columna central marchaba Murat
con la caballería y detrás de él Napoleón con el grueso de las
fuerzas. La parte del G-ran Ejército lista para combatir contaba
en este momento con unos 195.000 hombres, es decir., poco más
de la mitad de las fuerzas militares de Napoleón, obligado a
dejar unos 70.000 hombres en sus posesiones italianas y más o
menos el mismo número en otros grandes territorios; en verdad
estos 195.000 debían completarse con los nuevos reclutas some­
tidos a un intenso adiestramiento en los campos de la retaguardia.
Prusia oponía a Napoleón un ejército un poco menos numeroso, j
de 175.000 a 180.000 hombres. i
P ara comprender bien la rápida y definitiva tragedia que ■
se produjo en los días' siguientes, no basta considerar la insigni­
ficante superioridad’ numérica del ejército francés sobre el pru- j
siano, ni tampoco recordar las excepcionales condiciones militares |
de Napoleón ni los brillantes mariscales y generales que le !
rodeaban.
Chocaban allí dos concepciones sociales y económicas, dos
constituciones de Estado, dos organizaciones militares' y dos tác­
ticascondicionadas por sistemas sociales diferentes. Un Estado
típicamente absolutista y feudal, donde imperaba la servidumbre, :
atrasado desde el punto de vista industrial y et-n una técnica
completamente primitiva, se enfrentaba con un ¡Estado que había
atravesado por. una profunda revolución burguesa, destruido to- i
N A P O L E Ó N

.dos los vestigios de feudalism o y que era dueño de una industria


floreciente. A la cabeza de Prusia estaba un rey que se jactaba
de ser el prim er noble y el prim er propietario de B randeburgo;
en Francia reinaba un dictador que consideraba parte de sus
tareas esenciales el desarrollo de un Estado nacional independien-
dotado de una industria poderosa y de una rita agricultura,
y que aplicaba sin reservas el principio de la prosperidad privada
sobre los medios de producción y sobre la tierra.
Ya hemos hablado de la organización del ejército napoleó­
nico. E l ejército prusiano reflejaba como un espejo toda la es­
tructura feudal del Estado. Las azotes* del gran propietario se
reemplazaban para el soldado, 'campesino-siervo, por la vaina del
sable o la fusta de los oficiales. Sobre él llovían los bofetones y
los puntapiés. Cualquiera que estuviese por encima de él le pe­
gaba, comenzando por el feláiv&bel. Estaba obligado a obedecer
servilmente al 'comando, y por más valiente que fuera en el com­
bate sabía que no había forma de m ejorar'su situación. El oficial
no era, oficial sino porque era noble; algunos se jactaban de los
crueles tratamientos que infligían a los soldados y veía precisa­
mente en ello la verdadera disciplina. Se llegaba a general por
antigüedad, por protección o por la importancia de su origen.
A mediados del siglo X V III, cuando estas costumbres del
antiguo régimen existían todavía no sólo en el ejército prusiano
sino en todos los ejércitos, Federico I I pudo vencer a los fran ­
ceses, austríacos y ntóos en la guerra de los siete años, aunque
soportando él mismo de vez en cuando terribles derrotas. Hombre
inteligente, Federico I I comprendía que sólo una crueldad inau­
dita podía obligar a combatir a los soldados oprimidos e irrita­
dos. “ Lo más misterioso para mí —dijo una vez a un general
allegado— es la seguridad de que gozamos en nuestro propio
campo” .
Habían transcurrido cuarenta años desde las guerras de F e­
derico el Grande, pero en Prusia todo estaba como en el pasado.
El único cambio consistía en que Federico el Grande no estaba
más, y en su lugar comandaban, el ejército un incapaz, el duque
de Brunswick, y otros generales de poca valía.
Ahora bien ¿ cómo se conducían los dirigentes de Prusia, en
esa época fatal para ellos, a fin® del verano y comienzos del oto­
ño de 1806 ? ¿ Cómo Federico Guillermo III, que temiera combatir
al terrible emperador un año antes, cuando hubiera sido ayudado
163 E: T 'A R L fi

por Inglaterra, A ustria y Rusia, osaba ahora lanzarse a la guerra?


Esto se explica ante todo por la audacia de la desesperación: por
la convicción de que ninguna docilidad le traería la salvación y
Napoleón atacaría lo mismo. Pero el cuerpo de oficiales, íes ge-...
nerales y toda la alta nobleza estaban encantados y se lisonjeaban
de capturar vivo al advenedizo corso, al asesino del duque de
Enghien, al ‘‘Robespierre a caballo” , al libertador de los siervos,
al jefe de los $an$-culofte$. ¿A quién ha vencido Napoleón hasta
el presente? —preguntaban— . A los austríacos poltrones y a di­
versas razas, a los bárbaros turcos y a los mamelucos de Egipto,
a los débiles italianos, a los rusos, casi tan bárbaros como los
turcos y los mamelucos. Pero ¿no se esfumará su gloria cuando
se encuentre con los ejércitos creados por el gran Federico II?
' Los oficiales y los cortesanos, los jefes militares, los gene­
rales y la alta sociedad, la reina Luisa y sus satélites, alcanzaban
un grado extremo de ligereza, de fantasía, y de jactancia. No
les molestaba que Napoleón sacara sus recursos no sólo de Francia
sino también de algunos grandes y ricos países ya sometidos. No
bien el ejército prusiano —y estaban persuadidos de ello— de­
rribara de un golpe maestro al emperador, los realistas se levan­
tarían a retaguardia y precipitarían su caída, en nombre de ios
Borbones.
El viejo general en jefe, duque de Brunswick —el mismcr
que en 1792, como jefe militar de la intervención y contraria­
mente a sus deseos, había acelerado el hundimiento de la monarquía
francesa lanzando un manifiesto inepto y amenazador—, alimen­
taba siempre contra los franceses y los desvergonzados pertur­
badores revolucionarios un odio feroz de reaccionario de1antiguo
régimen, de partidario de la servidumbre. Pero temía al inven­
cible Napoleón y no participaba mucho de la atmósfera de fiesta
y de victoria que rodeaba a la reina Luisa y al príncipe Luis. Por
su parte- en los templos de Berlín y de provincias los pastores se
hacían garantes del sostén efectivo del Señor, el cual había estado
'siempre, como se sabe, enteramente consagrado a la dinastía de
los Hohenzollern. Se esperaba con impaciencia las primeras no­
ticias del teatro de las operaciones: nadie sabía en qué sentido
se había efectuado el pasaje de la frontera.
Las tres columnas del ejército napoleónico avanzaron en di­
rección al Elba a través del bosque de Franconia sobre las re-
N A P O L E Ó N 169

taguardias del ejército prusiano, cuyas comunicaciones querían


cortar.
El 9 de octubre, un día después de la entrada de Napoleón
en Sajonia, tuvo lugar el primer encuentro en Schleitz. La van­
guardia — M urat y Bernadotte— se aproximó a los prusianos y
por orden de Napoleón atacó. No fue una gran batalla. Los pru ­
sianos fueron batidos, perdiendo alrededor de TOO hombres, entre
ellos 300 muertos.
Al día siguiente tuvo lugar un combate más -serio: el .maris­
cal Lannes chocó cerca de Saalfeld con. el ejército del príncipe
Luis, jefe del partido m ilitar de la Corte. El ejército prusiano
contaba con 9.000 hombres. La batalla comenzó de inmediato y
terminó, una vez más, con la victoria de los franceses.
Después de una enérgica resistencia, los prusianos huyeron
no sin antes perder unos 1.-500 hombres, entre muertos y prisio­
neros. Al fin de la acción el príncipe Luis ¡cayó atravesado por
un golpe de bayoneta. Los fugitivos de Saalfeld reunieron el
grueso de las' fuerzas prusianas estacionadas cerca de Jena bajo
las órdenes del príncipe Hohenloh-e.
Una parte de las fuerzas principales, comandada por el du­
que de .Brunswick mismo, se batió en retirada más al norte, en
dirección a Naumburgo, adonde no debía llegar.. .
Cuando llegó -a Berlín la noticia de las batallas de Schleitz
y de Saalfeld y de la muerte del príncipe Luis, todos quedaron
consternados. E ra extraño que estas dos primeras batallas rela­
tivamente insignificantes pudieran, aun perdidas, modificar tan­
to y tan bruscamente la atmósfera general. No sólo habían des­
aparecido las balandronadas sino que dieron lugar demasiado
rápidmente a la confusión y al terror. Sólo la reina Luisa no
perdía el valor; ella y los que la rodeaban se exaltaban con la
muerte heroica del príncipe Luis' y querían convencer a todo
el mundo que la ansiada batalla general arrasaría con todo de
un golpe.
Napoleón suponía que el grueso del ejército prusiano se
concentraría en la región de Weimar a fin de proseguir su re­
tirada hacia Berlín y que la gran batalla tendría lugar cerca de
Weimar el 15 de octubre. Envió a Davout hacía Naumburgo y
aún más lejos, a retaguardia del ejército prusiano; Bernadotte
recibió orden de operar su, unión con. Davout, pero no la ejecutó.
Con Soult, Ney y Murat, Napoleón marchó sobre Jena; por la
170 E. T A R L É

farde del 13 de octubre entró en la ciudad y desde lo alto de


las montañas que la rodeaban vio fuerzas considerables que se
batían en retirada por la ru ta de Weimar. ^
E l príncipe Hohenlohe sabía que los franceses habían en­
trado en Jena, pero no tenía ninguna idea de que Napoleón en
persona se hallara allí con algunos cuerpos» de ejército. La noche
del 13 al 14, Hohenlohe se detuvo e inesperadamente para Na­
poleón decidió aceptar el combate.
Antes del alba Napoleón pasó revísta a su ejército; dijo a los
soldados que la batalla a librarse haría pasar toda Prusia a
manos del ejército francés; que el emperador contaba con el va­
lor habitual de sus soldados y les explicó también, como lo hacía
siempre y en rasgos generales, lo esencial de hu plan para la
jornada que comenzaba.
Finalmente, el sol se levantó: el 14 de octubre de 1806 iba
a decidirse el destino de Prusia. La acción comenzó en las pri­
meras horas después de la salida del so l; fué larga y encarnizada,
pero desde el comienzo los franceses tuvieron tal éxito que el ene­
migo no podía dudar sobre el resultado de la batalla. Al principio
los prusianos y los sajones retrocedieron lentamente, defendién­
dose con firmeza; pero después de haber concentrado y lanzado
al combate lo mejor de los cuerpos de ejército de Soult, Lannes,
Augeteau, Ney y la caballería de Murat, Napoleón ejecutó exac>
tamente su plan. Cuando el ejército prusiano flaqueó y comenzó
a huir, más aun que en Austerlitz, la persecución resultó desas­
trosa para los vencidos. Los restos del ejército prusiano perse­
guidos por la caballería de Murat, se precipitaron en dirección
a Weimar, donde muchos de sus componentes cayeron acuchilla­
dos por la caballería francesa excitada, que no escuchó los gritos
de gracia ni hizo 'ningún prisionero. E l ejército prusiano fue
completamente destruido: un número insignificante consiguió es­
capar y los otros fueron muertos, tomados prisioneros o —la gran
mayoría— desaparecieron.
Hohenlohe llegó a salvarse con esta m ultitud de fugitivos y
trató de ganar Ñaumburgo, donde esperaba hallar intacta la parte
principal del ejército, la única con que se podía contar en adelante.
Junto a ésta segunda parte del ejército comandada por el
duque de Brunswick, se hallaba el rey Federico Guillermo.
Inesperadamente, por la tarde y durante la noche otros fu­
gitivos comenzaron a juntarse a los que venían de Jena y contaron
N A P O L E Ó N 171

la nueva desgracia que acababa de caer sobre Prusia. Sin llegar


hasta Naumburgo, el duque de Brunswick se había detenido -cerca
de A uestaedt, a unos 20 kilómetros de Jena, donde tuvo lugar
un encuentro con el mariscal Davout. Recién ahora los fugitivos
de Jena comprendieron de dónde provenía el ruido de cañoneo
lejano que oyeron mientras combatían.
Sin darse cuenta de la insuficiencia de sus fuerzas (no había
en total más que un solo cuerpo de ejército, pues no había re­
cibido el sostén de Bernadotte), Davout batió a ia parte principal
del ejército prusiano. El duque de Brunswick cayó mortalmente
herido en lo más fuerte de la batalla y los restos de su ejército
se mezclaban en una misma huida con los restos del prim er ejér­
cito escapados de Jena y Weimar.
Por los fugitivos de Jena, el rey supo que en esta jornada
del 14 de octubre el ejército prusiano, aniquilado en dos batallas
por Napoleón y el mariscal Davout, había dejado de existir.
Nadie en Europa ni aun los peores enemigos de Prusia
esperaban un fin tan pronto, seis días después de la llegada de
Napoleón.
Cuando vieron muertas todas sus esperanzas' y supieron
el aniquilamiento del ejército, un pánico inaudito, sin precedente,
se apoderó de los soldados.
Los restos del ejército prusiano huían en gran desorden, los
franceses los perseguían y se apoderaban de gigantescos convo­
yes de avituallamientos, carretas, caballos, de la artillería lista
para ser utilizada y de todo lo que los fugitivos abandonaban.
Napoleón fue directamente a Berlín y en el camino hizo ocupar
el ducado de' Hes'se-Cassel, declaró caduca la dinastía reinante,
ocupo Brunswick, Weirmar, E rfurt, Naumburgo, Halle y Witten-
berg. Ante Napoleón el príncipe Hohenlohe huía hacía el norte
eon unos 20.000 hombres de diferentes cuerpos bajo sus órdenes,
casi desarmados, desmoralizados y que ya no obedecían a los
jefes. Día a día disminuirían los efectivos de -este ejército en
fuga hostigado por la caballería de Murat. Después de Prendan,
sobre la ra ta de Stettin, Hohenlohe fue cercado y obligado a
capitular. Algunos días antes la poderosa fortaleza de Spandau,
qué encerraba gran cantidad de municiones, se había rendido al
mariscal Lannes, sin resistencia y al prim er requerimiento. Al­
gunos días' después de la rendición de Hohenlohe, el general
Lásalle, a la cabeza, de sus húsares, se aproximó a la terrible for­
172 E . T A R L É

taleza de Stettin que encerraba una excelente artillería y una


fuerte guarnición de más de 6.000 hombres, además de víveres
en abundancia. Este temible fuerte, defendido por una numerosa
¡artillería, se rindió al prim er requerimiento y sin disparar, a un
general de húsares que no disponía de un solo cañón. El pánico
invadió repentinamente a los últimos restos del ejército prusiano;
de su jactanciosa disciplina no quedaba ni rastro. Los soldados
prusianos se rendían a los franceses por millares. Los vencedores
no habían visto nunca generales y oficiales tan descorazonados
y no se reconocía a las personas que dos semanas antes se prepa­
raban -con tanta soberbia y seguridad para term inar con Napoleón.
El 27 de octubre de 1806, después de 19 días de guerra, 13
días después de Jena y Auerstaedt, Napoleón, acompañado por
cuatro mariscales de granaderos a caballo y por .los cazadores de
la Guardia, hizo una entrada triunfal en Berlín donde el burgo­
maestre le entreg’ó las llaves y le suplicó que respetase la ciudad.
Napoleón ordenó qne se abrieran los negocios y la vida conti­
nuara normalmente. La población acogió al emperador con temor,
eon saludos respetuosos y testimonios de indiscutible obediencia.
Instalado en Berlín, Napoleón se ocupó ante todo de destruir
los últimos elementos del ejército prusiano dispersos por todos
lados. Casi no quedaba más que un destacamento del general
Blücher, el más enérgico de los4 jefes de guerra prusianos; Blu­
che r había conseguido reunir unos 20.000 soldados y oficiales
provenientes de los regimientos derrotados y con esta tropa huía
hacia el norte, perseguido por los mariscales Bernadotte, Soult y
Murat. Llegó a Lübeck, no lejos de la frontera danesa, pero Di­
namarca, a la que Napoleón inspiraba un terror pánico, le rehusó
categóricamente la entrada a su territorio, aunque esto tampoco
le hubiera salvado, pues los mariscales habrían franqueado la
frontera detrás' de él. E l 7 de noviembre los mariscales entraron
en Lübeck y atacaron en las calles al destacamento de Blücher;
fue una atroz carnicería: unos 6.000 prusianos fueron acuchilla­
dos o hechos prisioneros por los franceses. BHicher consiguió es­
capar de la ciudad eon 14.000 hombres pero por la tarde, en
la llanura que se extiende alrededor de Lübeck, alcanzado y ro­
deado por los mariscales, capituló con los soldados, oficiales y
generales que le quedaban y entregó al vencedor toda su artille­
ría y todas sus municiones.
Al mismo tiempo, los franceses se aproximaban a la forta-
]eza do Kiistrin-sur-Oder. Estaban ya tan acostumbrados a utili­
zar la indescriptible desmoralización que se apoderó ele Prusia
después de Jena, que sólo cuatro compañías de infantería, sin
artillería, se presentaron ante la fortaleza de Küstrin. El coman­
dante de este insignificante destacamento exigió la rendición de
la plaza sin emprender siquiera operaciones de sitio. Küstrin
capituló pronto con 4,000 hombres bien armados, una execelente
artillería y considerables reservas de víveres. Esta serie de ca­
pitulaciones sin precedentes en la historia militar, estos ejemplos
de fortalezas poderosas atacadas por el pánico y que se rendían
sin la menor tentativa de resistencia, terminaron con la curiosa
historia de Magdelnrrgo, que Napoleón no quiso creer cuando se
la contaron, por primera vez, "
IVÍagdeburgo era una fortaleza de primer orden, muy impor­
tante; la uniea que no se había rendido todavía; era al mismo
tiempo un gran, centro comercial donde se hallaban stocks con­
siderables de mercaderías, municiones, y una formidable arti­
llería. La guarnición comprendía 22.000' hombres muy bien arma­
dos bajo el mando del general Kleist. Después de la capitulación
de Biüeher estos 22.000’ hombres y la fortaleza de Mag’deburgo
representaban las últimas fuerzas armadas de Prusia. Nev se
presentó ante M'agdeburgo; apurado y seguro del éxito, no se
había molestado en llevar la artillería de sitio y no tenía con­
sigo más que tres o cuatro morteros livianos. Propuso a Kleist
que se. rindiera inmediatamente, y ante su negativa ordenó dis­
paran sus piezas livianas. El tiro no hizo (y no podía hacer) a la
ciudad el menor daño, pero bastó para que el general Kleist
capitulara el 8 de noviembre -con toda su guarnición. El m ariscal,
Ney entró en la ciudad donde encontró una reserva enorme d.ef
municiones y ricos stocks de diversas mercaderías. Kleist explicó
más tarde su conducta diciendo que capituló para acceder a las
súplicas de los habitantes que, asustados al ver a los franceses
disparar sus morteros le rogaron como comandante de la plaza,
que rindiese la ciudad sin pérdida de tiempo.
Cuando Francia y Europa se enteraron de la caída de Mag-
dehurgo comprendieron definitivamente que Prusia había termi­
nado: todo el ejército estaba exterminado o cautivo, todas las
fortalezas, salvo Dantzing, estaban en manos de los franceses con
reservas considerables; la capital y casi todas las ciudades ha-
174 E . T A R L É

bían pasada a la dominación francesa y por todas' partes la


población se mostraba enteramente sumisa.
El rey de Prusia, la reina Luisa, sus hijos y una corte poco
numerosa se refugiaron en Memel después de errar miserable- ■
mente por otros lugares, desvanecidas todas las esperanzas de ar­
misticio y de paz que alimentara Federico Guillermo.
Napoleón planteó las más espantosas condiciones. E n los
diarios franceses hizo escribir artículos que hablaban de la reina
Luisa con ironía cruel y chanzas virulentas. Se hacía de ella la
principal responsable del desastre de Prusia.
[Estas salidas malvadas del vencedor no impidieron a Fede­
rico Guillermo I I I escribir a Napoleón una respetuosa carta di-
ciándole que es’peraba que Su Majestad el emperador estuviera
satisfecho de las comodidades del palacio de Postdam, donde se­
ría servido según sus deseos. Napoleón no respondió.
Jamás en su larga carrera de victorias obtuvo Napoleón lo
que en el otoño de 1806. E n un mes, desde el 8 de octubre, pri­
mer día de guerra, hasta la capitulación de Magdeburgo (8 de
noviembre), había destruido por completo una de las cuatro
grandes potencias europeas de la época con las cuales hasta ese
momento era preciso contar. Esta vez su victoria era más aplas­
tante y completa que nunca; era la prim era vez que Napoleón
veía un pánico tal como el del gobierno y los generales prusianos,
el abandono de toda resistencia desde los primeros golpes y el
inmediato sometimiento de la población y todas las autoridades
civiles. Los mamelucos, los austríacos y los italianos se habían
defendido. Los rusos combatieron con gran valentía y hasta en
Austerlitz se comportaron tan estoicamente que provocaron los
elogios de Napoleón.
Y allí un ejército que m jactaba de las tradiciones del Gran
Federico, un país dotado de la administración más puntual y
honesta, una población no superada en Europa en cuanto a cul­
tura general, se transformaban de pronto en una masa inerte.
La Europa entera estaba transtornada y aterrada; ni que decir
de los Estados alemanes: uno tras otro se apresuraban a enviar
a Napoleón, al palacio de Postdam, la seguridad de su perfecta
sumisión. E n estos días de octubre y noviembre, viviendo como
■en una. bruma irisada en medio de los mensajeros que le traían
' diariamente noticias de las capitulaciones de las fortalezas y de
los últimos restos del ejército prusiano; en medio de los pedidos
N A P O L E Ó N 175

¿e protección y de gracia, hechos con grandes genuflexiones; en


atedio de las zalamerías de príncipes electores, duques y reyes
koy en postura de fieles súbditos, Napoleón decidió dar a Ingla­
terra, su principal enemigo, el golpe decisivo que creía posible
ahora, después de la conquista de Prusia. El 21 de noviembre
de 1806, menos de quince días después de la rendición de Mag-
deburgo, el emperador firmó su famoso decreto de Berlín sobre
el bloqueo continental.

El bloqueo continental desempeñó un importante papel en


la historia del imperio napoleónico y no sólo en la. historia de
Europa sino también en la de América: fue el eje de toda la
lucha económica y por lo tanto política que tuvo lugar en el
curso de la epopeya imperial.
¿ En qué reside lo característico del decreto de Berlín ? ¿ Aca­
so bajo la Bevolución, no estaba prohibido ya comerciar con los
ingleses y el decreto del 10 de brumario del año Y (1796), por
ejemplo, no había formulado y motivado esta interdicción eon
extrema claridad? Y aun bajo Napoleón mismo, no sólo se renovó
este decreto sino que desde el 22 de febrero de 1806, al prohibir
la importación de las cotonadas y los hilos, cualesquiera fuese su
procedencia, el emperador manifestó una vez más sus preocupacio­
nes proteccionistas orientadas hacia el cuidado de los intereses
de la industria francesa. Con el decreto de Berlín del 21 de no­
viembre de 1806 Napoleón proseguía y fortificaba la monopoliza­
ción del mercado interior del imperio en provecho de la indus­
tria francesa, pero además asestaba un golpe terrible a toda la
economía inglesa, trataba de condenarla al ahogo, a la banca­
rrota, al hambre y a la capitulación. Esta vez quizo rechazar
a los ingleses no sólo lejos del imperio francés sino de toda
Europa, quiso sangrar económicamente a Inglaterra, privarla
de todas sus exportaciones en los mercados europeos. El primer
parágrafo del decreto establece que las Islas Británicas son de­
claradas en estado de bloqueo. El párrafo siguiente agrega que
se prohíbe todo comercio y toda comunicación con las M as Bri­
tánicas. Se ordena detener en todas partes a los ingleses, confis­
car sus mercaderías y sus bienes en general.
Aun cuando no se dispusiera de los numerosos comentarios
que no escatimó Napoleón al tra ta r el bloqueo continental, bas­
taría meditar sobra el texto del decreto para comprender su ver­
176 E. T A R L É

dadero significado histórico: el bloqueo económico de Inglaterra


sólo podría dar resultados substanciales si Europa e n te ^ pasara
a poder directo de Napoleón o quedara bajo su contralor indi­
recto. En caso contrario, bastaría que un solo país no -se some­
tiera y continuara comerciando con Inglaterra para que todo el
decreto sobre el bloqueo estuviese de hecho anulado, o dicho de
otro modo, para que las mercaderías inglesas que llegaran —con
mareas no inglesas— al. país recalcitrante, se difundieran bien
pronto a través de toda Europa,
La conclusión, era clara:, sí la victoria sobre Inglaterra exi­
gía una escrupulosa obsei-vaeíón del. bloqueo continental por par­
te de todos los Estados europeos, era indispensable imponer a
Europa la voluntad de Napoleón y apoderarse de todas las cos­
tas europeas a fin de que los aduaneros y gendarmes franceses
pudieran establecer allí su vigilancia y destruir el. contrabando.
No era preciso tener el cerebro de un hombre de Estado como
Napoleón para comprender cuán terrible seda este bloqueo para
Inglaterra y también pa.ra las masas de consumidores europeos,
que se verían privados de los productos manufacturados ingleses
y de los artículos coloniales ingleses, desde el algodón hasta el
azúcar y el café. Napoleón sabía de a.ntemano cuán provechoso
y por lo tanto cuán activo sería el contrabando de los mercaderes
ingleses y sabía también que los comerciantes franceses, acos­
tumbrados a vender sus materias primas a Inglaterra, se dedi­
carían intensamente a esta actividad. Todo lo había previsto Na­
poleón desde un principio y sólo hallaba una respuesta lógica:
era preciso proseguir la conquista tan bien iniciada del conti­
nente europeo para hacer posible la realización efectiva del
bloqueo continental.
Pronto pudo darse cuenta de que existía en Europa un sec­
tor de la población —precisamente la burguesía industrial—
que celebraría la eliminación de la concurrencia inglesa. Y 'Cuan­
do después de la derrota prusiana Sajonia traicionó su alianza
con Prusia y se unió a Napoleón prometiendo someterse al de­
creto sobre el bloqueo, los industriales sajones estuvieron suma­
mente satisfechos y lo expresaron con todo entusiasmo. Pero los
comerciantes, los propietarios terratenientes y la masa de los
consumidores estaban inquietos y abatidos. En esta misma Sa­
jonia la opinión de los trabajadores ofrecía un doble aspecto:
se sentían un poco inquietos como consumidores de ciertas mer-
N A P O L, E ó N 177

caneías —digamos a este respecto que la suerte del azúcar y


¿el «aíé no les interesaba en. especial—, pero por otro lado se
regocijaban por la disminución de la desocupación desde el mo­
hiento -en que los ingleses se vieran privados de sus exportacio­
nes. Napoleón sabía de antemano que sólo el miedo, la fuerza y la
coerción, permitían obligar a los' gobiernos y a los pueblos de
Europa a aceptar y ejecutar estrictamente todas las prescripcio­
nes del bloqueo.
A p artir del 21 de noviembre de 1806, fecha de la publi­
cación del decreto, y como consecuencia lógica del sistema eco­
nómico elegido por Napoleón en su lucha contra Inglaterra, se
hizo necesario constituir, extender y consolidar un “ imperio de
CarlomagnoJ>.
El emperador llamó a Talleyrand al palacio de Postdam y
le ordenó comunicar a todos los países vasallos o semivasallos su
orden concerniente al bloqueo.
Al mismo tiempo ordenó a sus mariscales que ocuparan sis­
temáticamente la mayor extensión posible de las costas bálticas
y del mar del Norte. Napoleón se daba perfecta cuenta de la
medida monstruosa que había decidido ejecutar. “ Nos ha cos­
tado hacer depender los intereses de los particulares de la. que­
rella de los reyes, y volver, después de tantos años de civilización,
a los principios que caracterizan la barbarie de las primeras
edades de las naciones, pero nos liemos visto obligados por el bien
de nuestros pueblos y de nuestros aliados, a oponer al enemigo
común las mismas armas de que se servia contra nos'otros'” . 1
Así se expresaba Napoleón en un mensaje en que informaba
del bloqueo continental al Senado del imperio francés, mensaje
fechado el mismo día que el decreto: “ Berlín, 21 de noviembre
de 18067’.
Europa acogió el decreto en silencio y con una docilidad
medrosa. Después del aniquilamiento de Prusia, nadie había te­
nido tiempo de recobrarse; muchos contaban sus días con terror
y esperaban la ruina. Inglaterra comprendió que la lucha que
se entablaba era una lucha a muerte y se volvió de nuevo hacia
la potencia a la cual se dirigiera ya por dos veces en 1798 y en
1805. Prometió una nueva ayuda financiera a Alejandro I si
recomenzaba la lucha contra Napoleón y trataba de salvar a

1 N a p o le ó n : Correspondemos,/París (1 8 5 8 -1 8 7 0 ), XIII, 553.


173 E . T A R L, É

Prusia. E l gabinete inglés inició también conversaciones con


Austria, pero esta potencia aún no se había repuesto-de la es­
pantosa derrota de Austerlitz y veía con malos ojos a _esta Prusia
arruinada que no se decidió a intervenir en 1805 junto a la ter­
cera coalición. Por el contrario, en Petersburgo, todo aparecía
como preparado para una intervención. E n todos los ‘países y
capitales de Europa y en especial en Petersburgo, Napoleón man­
tenía numerosos es*pías, personal sumamente variado que iba des­
de los príncipes, condes y damas fastuosas, hasta los capitanes
de navios mercantes, tenderos* lacayos, funcionarios de Adua­
nas, médicos y correos. Por ellos Napoleón conocía los manejos
de Inglaterra y Rusia, el humor y los preparativos de Alejan­
dro, las promesas de subsidios ingleses al zar en caso de una
nueva intervención. Napoleón había organizado provisoriamente
en Berlín el centro administrativo de su gigantesco imperio;
trabajando siempre sin descanso, emprendió al mismo tiempo
dos tareas difíciles. Prim ero: las medidas para la realización del
bloqueo continental. Segundo: la preparación del ejército «con
miras al choque futuro con las tropas rusas que vendrían en so­
corro de Prusia, próxima a desaparecer.
Napoleón hizo ocupar las viejas ciudades comerciales marí­
timas: Hamburgo, Bremen y Lübeck.
Las tropas francesas se diseminaron a lo largo de las costas
del mar del Norte y del Báltico ocupando las ciudades y pueblos
costeros, deteniendo a los ingleses, confiscando las mercancías
británicas y ubicando por todos lados piquetes de vigilancia y
destacamentos para la búsqueda, del contrabando inglés. Napo­
león se ocupaba activamente en organizar, el servicio de las adua- ,
ñas sobre las costas del mar del Norte y también a lo largo de
las fronteras terrestres, para asegurar la aplicación del bloqueo.
Hasta este momento Prusia, Sajonia y otros Estados alemanes
debían proporcionar lo necesario p ara el mantenimiento del gran
ejército francés estacionado en los países conquistados. Además
las' ciudades de la Hansa debían en adelante mantener a los adua­
neros franceses y a la guardia costera. Al mismo tiempo Napo­
león preparaba con energía la invasión de Polonia y una nueva
campaña contra Rusia, cuyos ejércitos avanzaban ya hacia las
fronteras orientales de Prusia.
La entrada en campaña de Alejandro fue dictada esta vez
por motivos mucho más importantes que en 1805. Ante todo j
Napoleón amenazaba bastante abiertamente las fronteras rasas:
sus tropas avanzaban de Berlín en dirección al este.-En segundo
lugar, las delegaciones polacas se sucedían en Postdam en la re­
sidencia de Napoleón suplicándole resucitara la independencia
¿e Polonia; y era agradable para Napoleón, emperador de los
franceses, rey de Italia y protector de la Confederación del Rin,
agregar a sus títulos otro relacionado con Polonia, lo que para
Rusia significaba la amenaza de perder Lituania, Busia Blanca
y quizás el territorio ucraniano de la orilla derecha del Dnieper.
Tercero : era claro que después del decreto sobre el bloqueo con-
, tinental Napoleón no estaría tranquilo hasta obligar, de un modo
■a otro, a Rusia a agregarse al número de las potencias que apli­
caban este decreto. Y la ruptura comercial con Inglaterra ame­
n a z a b a traer consecuencias ruinosas para la exportación a In ­
glaterra de los productos agrícolas rusos y para la estabilidad,
entonces trastornada, de la moneda rusa.
En una palabra, las «ansas de la guerra contra Napoleón
eran bastante numerosas además del deseo de hacerle pagar de
algún modo por la vergüenza y el desastre de Austerlitz y se
hacían preparativos más serios que para esta última campaña,
ge aprovechó la. lección de la caída increíblemente rápida de
Prusia; se tenía conciencia de la fuerza del adversario. Y no po­
día contarse con ninguna ayuda real puesto que a fines de 1806,
Prusia casi no existía más como potencia.
En Petersburgo se decidió ante todo poner en prim era línea
contra Napoleón, 100.000 hombres con la mayor parte de la ar­
tillería y algunos regimientos de < cosacos. La Guardia debía salir
de Petersburgo un poco más tarde.
Napoleón resolvió actuar antes que el ejército ruso. En no­
viembre, los franceses entraron en Polonia. La nobleza polaca y
la burguesía comercial y artesanal, poeo numerosa, los acogieron
con gran entusiasmo, saludando de antemano en Napoleón al
restaurador de la independencia polaca arruinada con motivo de
los tres repartos de este país a fines del siglo X V III. Pero con
respecto a los polacos y a la idea de una Polonia independiente,
Napoleón se conducía con mucha frialdad. Los polacos le eran
necesarios en su inmenso juego como puestos de avanzada contra
Rusia y Austria al este de Europa (ya no contaba a Prusia para
nada). Podría hacer de Polonia un puesto de avanzada o un.
Estado tapón contra Rusia y Aust/ia. Pero para ello hubiera
180 EUGENIO T AR L É

sido necesario que Napoleón introdujera sucesivamente en su p0


lítica exterior las tradiciones revolucionarias de la Francia bur.
guesa. No obstante no se prop-onía aniquilar al imperio ruso; eíl
este momento necesitaba a Polonia para completar su ejército v
aprovisionarlo; utilizó con este fin las simpatías, muy extendí,
das entre la pequeña nobleza y la burguesía ciudadana, que veían
en Francia la encarnación de la idea de liberación nacional. P0í
medio de requisas severas, consiguió sacar de este país recursos
bastante importantes.
En consecuencia, en la paz de Tilsit, Napoleón debía liqui­
dar “ la cuestión polaca’7, dividiendo a. Polonia y ciando a su
nuevo aliado el rey de Sajorna la mayor parte de la Polonia pi>y.
siana, es decir, el gran ducado de Varsovia (la mitad septentrio­
nal de la Polonia etnográfica) con excepción de la provincia de
Bielostok que pasaba a poder de Alejandro.
Por el momento, en la situación indecisa creada antes de
la paz de Tilsit, Napoleón consiguió constituir un partido francés
entre los magnates polacos que se decidían muy lentamente, te­
miendo la represión de Rusia contra sus parientes, grandes pro-
pietarios terratenientes de Lituania, Rusia Blanca y Ucrania. El
ministro de Guerra del gobierno provisional, príncipe José Po-
niatowski, que luego sería nombrado mariscal de Francia, no se
declaró de inmediato partidario de Napoleón.
La política interior de Napoleón en Polonia significaba un
paso hacia adelante en el sentido de la evolución burguesa. El
párrafo 1 de la Constitución del gran ducado de Varsovia enun­
ciaba : £íLa servidumbre está abolida. Todos los-ciudadanos son
iguales ante la ley ” .
Sin embargo, al salir de su aldea, el “ campesino libre” debía
devolver la tierra al propietario terrateniente.
E ntre los campesinos siervos de la Polonia prusiana, bajo
la influencia de los ciudadanos libres que eran los soldados fran­
ceses, comenzaron a aparecer signos de un movimiento dirigido
contra los grandes propietarios. Pero este movimiento no tuvo
ningún desarrollo y “ la emancipación57 de los campesinos no
privó a los propietarios de su poder.
Renacieron las esperanzas de ver un día a Polonia libre de
la dominación prusiana y también, en el futuro, de la de Austria.
Se entrevio la “ reunión77 de Lituania, Rusia Blanca y Ucrania,
razón por la que en Polonia se recibió al ejército francés con los
N A P O L E Ó N 181

brazos abiertos. En Posnan se hizo al mariscal Davout una re­


cepción triunfal. En toda esta provincia, aun donde las tropas
■rancesas no habían penetrado, se reemplazó a las autoridades
prusianas por polacas. Al comenzar el movimiento contra P r li­
sia, el papel director correspondió a Vibitski, uno de los miem­
bros de la insurrección de Kosciusko que volviera de Francia.
Poco a poco en el país comenzó a aumentar el movimiento
antiprusiano. E ntre las tropas predominaban al principio los re­
gimientos* formados por nobles, pero desde fines de enero de 1807
en el frente, en la ruta de Dantzig, aparecieron los regimientos
regulares, “ la legión55 de Dombrovsky, general que había regre­
sado de Italia. En febrero de 1807 se contaban ya 30.000
s o ld a d o s regulares encuadrados bajo la dirección de antiguos
suboficiales y oficiales de las' “ legiones polacas? creadas por
Bonaparte durante la campaña de Italia de 1796-1797.
Pero no se produjo en general ningún movimiento armado
del conjunto del país para ayudar a los franceses. El mariscal
Lannes escribía de Polonia a Napoleón, entonces en Berlín, que
poco podía esperarse de los polacos, inclinados a la anarquía, y
con quienes no podía crearse nada sólido.
A fines de noviembre Napoleón tuvo conocimiento de la en­
trada de la vanguardia rusa en Varsovia y envió allí de inmediato
a Murat y a Davout. El ,28 de noviembre M urat entró en la ciu­
dad con su caballería: la víspera el enemigo se había retirado del
otro lado del Vístula incendiando el puente tras sí. Finalmente el.
mismo Napoleón apareció en Polonia, primero en Posnan, luego
en Varsovia, y declaró a la nobleza que se presentó ante él que era
preciso merecer el derecho a una restauración de Polonia. Quería
hacer venir de París al célebre Tadeo Kosciusko, héroe nacional
polaco «que había combatido contra los repartos sucesivos de su
país en tiempo de Catalina. Pero Kosciusko planteaba condiciones
cuyo fin principal era proteger la libertad fu tu ra de Polonia
contra el mismo Napoleón, a quien consideraba un déspota. Fou-
ché mantuvo conversaciones con el patriota polaco y preguntó
respetuosamente al emperador lo que convendría decirle. “ Kos-
ciusko es un tonto” 1, respondió Napoleón. Coma no esperaba
un levantamiento ‘general de Lituania y Rusia Blanca contra la

1 T hxers : H istoire du C onsulat et de VEm oire, Bruselas (1845),


VII, 1 8 2 . /
>182 E . T A R L. É

Eusia imperial, el emperador decidió contar con sus-*propias


fuerzas.
Comenzó la lucha con los rusos. Al salir de Varsovia Na­
poleón atacó su dispositivo. E l 26 de diciembre de 1806, después
de algunas escaramuzas, se entabló batalla en Pultusk, sobre el
Narev. Las tropas del zar estaban mandadas por Bennigsen, uno
de los pocos generales rusos relativamente capa.ces. A su respecto
Alejandro se conducía con esa mezcla de antipatía y temor que
ue^uuiiOijiaba a ^Gdos los asesinos de Paolo I, aunque hubiesen
sido sus cómplices en este crimen, pero lo había nombrado a
falta de un general más conveniente. Lannes mandaba las tropas
francesas.
La batalla terminó sin ventaja para ningún bando, pero ¡como
ocurre siempre en tales circunstancias uno y otro se apresuraros
a anunciar la victoria a sus respectivos soberanos. Lannes hizo
un informe a Napoleón habland-o de las grandes pérdidas de los
rusos arrojados de Prusia, y Bennigsen comunicó al zar que había
'batido al mismo Napoleón, (que no se encontraba siquiera en
la región de P u ltu sk ).
Sin embargo, desde esta batalla los franceses' habían reco­
nocido el valor del adversario: ya no se trataba de los prusianos,
cuya valentía había desaparecido, sino de tropas frescas* y es­
toicas en el combate.
Napoleón estableció sus cuarteles de invierno en Polonia y
pidió refuerzos a Francia. E l ejército ruso recibió también nue­
vas fuerzas provenientes de las gobernaciones del interior.
En total Napoleón tenía en Polonia más o menos 105.000
hombres, 30.000 de los ¡cuales estaban en guarniciones en las ciu­
dades entre Thorn y Graudenz para rechazar un movimiento
eventual proveniente de Memel, aunque Federico Guillermo ha­
bía perdido casi todo el ejército. Bennigsen disponía de 80.000.
a 90.000.
Ambos adversarios buscaban el encuentro que tuvo lugar el
8 de febrero en Eylau, más exactamente en Preussich-Eylau, al
este de Prusia. Napoleón mandaba en persona el ejército francés.
La batalla de Eylau, una de las más sangrientas de la época
y de casi todas las batallas libradas hasta entonces por Napoleón,
terminó sin resultado decisivo. Bennigsen perdió más de un ter­
cio de su ejército ; ambas partes tuvieron pérdidas considerables.
La artillería rusa era en esta batalla mucho más numerosa que
N A P O L E Ó N 183

la francesa y además todos tos mariscales no llegaron a tiempo


al campo de la matanza. E l cuerpo de ejército de Augereau fue
casi totalmente aniquilado por el fuego de los cañones rusos.
i Napoleón permanecía con regimientos de infantería en el
eementen° de Eylau, en el centro de la acción. A su alrededor
llovían las balas de cañón y las ramas de los árboles caían a cada
instante sobre su cabeza haciendo peligrar su vida. Napoleón
consideró siempre que el general en jefe no debe arriesgar su
vida sin una necesidad extrema. Pero en Eylau, como en Lodi,
como en el puente de Arcóle, veía de nuevo presentarse esta ex­
trema necesidad, En Arcóle y en Lodi debió lanzarse el primero
bajo las balas para arrastrar tras sí eon este gesto a los gra­
naderos que vacilaban. En Eylau se trataba de obligar a su in­
fantería a mantenerse pacientemente durante horas bajo las ba­
las de cañón rusas y de impedirle que huyera para escapar al
fuego.
Napoleón y sus acompañantes veían que sólo ■la presencia
del emperador era capaz de sostener a la infantería, en esta te­
rrible situación. El emperador permanecía inmóvil dando sin
cesar nuevas órdenes por intermedio de los pocos ayudas de cam­
po que tenían la suerte de permanecer ilesos cerca, de él en este
lugar tan peligroso, cubierto por cadáveres de oficiales y de sol­
dados. Las compañías de infantería que lo rodeaban al principio
eran diezmadas poco a poco y reemplazadas por -cazadores, gra­
naderos de la Guardia y húsares. Con sangre fría Napoleón daba
su&' órdenes y esperaba el momento de lanzar toda la caballería
francesa contra las fuerzas principales de los rusos. Esta carga,
salvó la situación: el cementerio de Eylau quedó en manos' de
los franceses y el centro del combate se desplazó lejos de donde
tuviera lugar la batalla.
Cuando las tinieblas envolvieron el campo de la matanza,
los franceses se consideraron vencedores porque Bennigsen ha­
bía retrocedido. En sus boletines Napoleón habló de victoria.,
pero era seguramente el primero en •comprender que a pesar de
la enormidad de las pérdidas esta jornada sangrienta no habla
traído ninguna victoria verdadera. Sabía que las pérdidas de los
rusos eran mucho más elevadas que las suyas (si bien no alcan­
zaban a la mitad del ejército como han afirmado algunos fran ­
ceses) . Pero Napoleón no se consideraba aún ...vencedor*.. pues com­
‘184 E . T A R L á

prendía que Bennigsen conservaba un ejército muy capaz de


combatir y pregonaba también su victoria.
Llegaba el invierno, frío y brumoso. Era necesario instalar
sus cuarteles en. esta Polonia y esta Prusia occidentales comple­
tamente arruinadas. Los hospitales estaban llenos de heridos
graves de Eylau. Los miasmas provenientes de los millares de
cadáveres abandonados sin sepultura se esparcían a muchos ki­
lómetros a la redonda, alrededor del campo de batalla, y era pre­
ciso establecerse más lejos.
Napoleón decidió esperar a la primavera para continuar las
operaciones militares. Controlando sin cesar e inspeccionando
los puntos más alejados de esta región gigantesca, visitaba los
hospitales, vigilaba los aprovisionamlentos y llenaba los claros
en las filas de su ejército con fuerzas nuevas, con los nuevos re­
clutas venidos de Francia. Tenía en cuenta el hecho de que los
rusos estaban casi en territorio propio, a dos pasos de su fron­
tera, mientras él estaba separado de Francia por toda la exten­
sión de los Estados europeos, vencidos sin duda y casi sometidos
pero que lo odiaban en secreto. E ra preciso traer los víveres de
muy lejos. Absolutamente despojada por los rusos y por los fran­
ceses, la población local se moría de hambre y se veía rondar
por los alrededores de los campamentos franceses a mujeres y
niños que pedían limosna.
Napoleón no deseaba absolutamente pasar este invierno en
las comodidades de una de las ciudades ocupadas por él, en Pos-
nan, en Breslau o en cualquier lujoso palacio de Varsovia. Como
siempre, daba personalmente el ejemplo a sus soldados en el curso
de esta penosa campaña. Recorriendo los campamentos y los hos­
pitales no sólo permanecía quince días sin descalzarse sino que
hasta llegaba a dormir sin bajar del caballo. La carne de la in­
tendencia era salada y coriácea y el pan escaseaba hasta faltar
por completo. Recién en la primavera la situación mejoraría un
poco.
Estos meses de calma involuntaria fueron para Napoleón
la ocasión de una actividad desbordante. Cada 3 ó 4 días llega­
ban los correos de París, Amsterdam, Milán, Berlín, con los in­
formes de los ministros, los relatos de los mariscales y los go­
bernadores y la rendición de cuentas de los embajadores. Al go­
bernar autocríticamente muchos grandes Estados, Napoleón se
N A P O L E Ó N 1 35

reservaba siempre la decisión final para todas las cuestiones


im portantes.
Se alojaba ya sea en una isba de campesino, ya en un alma­
cén (como en Osterod) y allí leía los diversos papeles, dictaba
sus órdenes y sus resoluciones. En im día escribía nna orden
para reforzar la vigilancia aduanera, y la firmaba después de
retocar el estatuto de una institución para las hijas de oficiales;
amonestaba a su hermano Luis, rey de Holanda o a su otro her­
mano José, rey de Nápoles, o bien exigía del rey de Baviera una
vigilancia más activa del Tirol. Ordenaba a los Borbones de Es­
paña aumentar la guardia costera y al mismo tiempo se ocupaba
de literatura, la emprendía contra las ideas literarias, a su juicio
ridiculas, del “ Mercure de France”, daba orden a Fouehé, mi­
nistro de Policía, de hacer cambiar inmediatamente todas las
ideas literarias de este diario y también, de paso, de buscarle un
nuevo director en jefe inteligente. Se mantenía al corriente de
la producción lyonesa de la seda, se preocupaba por saber por
qué se permitía a actrices parisienses de un teatro del Estado,
intrigar una contra otra en perjuicio del teatro. Exiló de París
a madame Stael por el liberalismo de su pensamiento y veri­
ficaba las rendiciones de cuentas e informes del ministerio de
Finanzas descubriendo sus errores e inexactitudes. Revocaba y
nombraba funcionarios en Italia, hacía vigilar a Austria y sus
preparativos militares, ordenaba inspecciones en los diversos
puntos del imperio.
Estos numerosos asuntos de carácter tan variado eran pron­
to resueltos por Napoleón con precisión y lucidez. El emperador
no sólo deeidía cuanto le comunicaban sus ministros, generales y
embajadores sino que él mismo planteaba nuevas cuestiones y
ordenaba de inmediato preparar los informes correspondientes.
Los correos se daban prisa y se ejecutaba la orden. Napoleón
se ocupaba de todo al mismo tiempo que de los trabajos esencia­
les, es decir la preparación diplomática y m ilitar de la próxima
campaña de primavera.
Consiguió brillantemente obtener lo que ya buscaba desde
fines de 1806: impulsó al sultán de Turquía, que había declarado
la guerra a Rusia, a llevar a cabo operaciones más enérgicas:
en marzo de 1807 escribió una astuta carta al sultán Salim, a
quien tan hábilmente había malquistado con Inglaterra, que Sa-
lim se condujo con mayor energía, y a consecuencia de ello Rusia
186 E . T A R L É

retiró parte de sus tropas del Vístula y del Niemen donde debía •
decidirse la suerte de la campaña. D urante algún tiempo Napo­
león mantuvo negociaciones eon la Corte de Prusia refugiada en
Koenigsberg. Sus condiciones parecieron demasiado severas a
Federico Guillermo I I I que después de Eylau había recobrado
valor y acabó por abandonar las negociaciones bajo la insistente
presión de Alejandro.
Napoleón consideraba que nada podía omitirse en la gue­
rra y por eso todo lo preveía y lo pesaba, sabiendo de qué elemen­
tos ínfimos depende a veces, en el momento decisivo, el resultado
de la batalla. Los refuerzos, la nueva artillería y las municiones
eran llevados a los -campos imperiales des'de donde Napoleón los.
repartía entre los diversos cuerpos de ejército. Había publicado
poco, tiempo atrás toda una serie de disposiciones y firmado mu­
chos tratados gracias a los cuales completaba su ejército con
alemanes, italianos y holandeses.
Europa estaba entonces terriblemente asustada y Napoleón
hacía todo lo que quería hasta con las potencias con las cuales
nunca estuvo en guerra y que nunca se habían batido ¡con otras.
Así por ejemplo, trabajando para completar los cuadros en pre­
visión del próximo encuentro eon las tropas rusas, Napoleón se
dio cuenta de que podía exigir a España unos 15.000 hombres.
No tenía por supuesto el menor derecho ni el menor pretexto,
tanto más cuanto que España no se encontraba de ningún modo"
en guerra ni con P rusia ni con Rusia. De inmediato envió a Ma­
drid un papel donde llamaba la atención del ministro español
Godoy sobre el hecho de que estos 15.000 hombres le eran ‘{abso­
lutamente inútiles” , mientras que p ara él, para Napoleón, eran
de prim era necesidad. Este argumento —no había otros y no
podía haberlos— pareció tan persuasivo al gobierno español que
los 15.000 hombres exigidos fueron de inmediato enviados a Na­
poleón a la Prusia oriental y en parte al norte de Alemania.
E n mayo de 1807 Napoleón disponía de ocho mariscales cu­
yos cuerpos de ejército comprendían 228.000 hombres. Otros
170.000 ocupaban Prusia, sin tomar parte por el momento en la
iniciada campaña de primavera. Con la prim avera mejoró el
abastecimiento. ....... ......... ■
E n Dantzig, que el 26 de mayo se rindió al mariscal Lefevre
después de un sitio relativamente largo, se encontró una cantidad
considerable de víveres y reservas de toda clase.
N A P O L E Ó N 187

Se aproximaba el desenlace. E n los meses que siguieron a


Eylau el ejército ruso, que también había sido completado, es-
- taba sin embargo mucho peor equipado que el gran ejército de
Napoleón. Es verdad que se dilapidaba en el ejército francés, y
a pesar de castigar despiadadamente a los ladrones, concusiona­
rios, especuladores, proveedores y financistas deshonestos, Napo­
león no había conseguido suprimirlos definitivamente. Hasta en
Francia se decía que los ladrones se mofaban cuando se hablaba
delante de ellos del emperador, “ invencible” : en efecto, no había
vencido a los ladrones. Pero con todo, esta situación no podía
compararse ni de lejos con la de Rusia. Acabamos de decir cuán
penosa fue durante el invierno de 1807 la vida de los franceses
en este país arruinado; la situación de los rus'os era incompara­
blemente peor: los soldados rusos tenían hambre y frío y morían.
Alejandro X temía un nuevo Austerlitz. Hacía tiempo que
en los medios dirigentes y en la Corte de Rusia se insistía en
la necesidad de dirigir todas las fuerzas materiales y espirituales
del pueblo ruso y de prepararlo para esta “ g ra n ” guerra; de
esto resultaron las consecuencias más extrañas: para realizar es­
ta preparación se recurrió al Sínodo. No s‘e sabe si atribuirlo a
alguna influencia exterior o al desbordamiento de sus propias
concepciones, lo cierto es que el Santo Sínodo recurrió a un ex­
traño procedimiento que dejó perplejas a gran número de per­
sonas.
Apareció un mensaje dirigido a todos los cristianos ortodo­
xos en nombre de sus pastores espirituales, donde se afirmaba
que Napoleón era el precursor del Anticristo, el enemigo de la fe
cristiana por toda la eternidad, el creador del sanedrín que poco
antes había renegado del cristianismo y abrazado la religión de
Mahoma (alusión a Egipto y Siria) y emprendido la guerra con­
tra Rusia con la fundamental y verdadera intención de destruir
la Iglesia Ortodoxa.
Tal era el contenido de este sorprendente documento que se
leía desde el púlpito de todas las iglesias. Esta preparación “ ideo­
lógica” de Rusia para la lucha contra las tropas del ‘ ‘anticris­
to ” no tuvo tiempo de difundirse cuando sonó la. hora decisiva.
Al principio de mayo, por orden de Napoleón,."."todas las
tropas que se hallaban en las ciudades y pueblos fueron enviadas
a Ice frentes y pronto el ejército estuvo completamente listo para
el combate; pero Bennigsen, que lo ignoraba, resolvió atacar a
188 E . T A R L É

principios de junio. Alejandro I, que había reunido al ejército,


lo apuraba mucho; se basaba en las exageraciones del mismo
.Bennigsen, que convencieron al zar de que el 8 de febrero en
la batalla de Eylau. Napoleón, había sufrido un golpe terrible,
y pensaba que ahora, terminado el invierno y con las rutas utili-
lables, no había que perder tiempo.
El ataque de los rusos comenzó el 5 de junio. Por orden de
Bennigsen, Bagration cayó sobre el cuerpo de ejército de Ney
que avanzaba a la cabeza del ejército francés hacia el dispositivo
ruso. E l atamán de cosacos Platov atravesó el Alie. Mientras
combatía, Ney comenzó a batirse en re tira d a : tenía contra él
más de 30.000 hombres, muchos más que la tropa de -que disponía.
AI mismo tiempo los rusos atacaron en otros puntos. Napoleón
tenía la intención de atacar el 10 de junio pero !a repentina lle­
gada del enemigo le obligó a concebir en el acto otro p ia n : fue
inmediatamente al campo de batalla y vio con asombro a los ru ­
sos detenerse de golpe sin causa explicable y cesar de perseguir
a Ney. Menos de dos días después, sin ser esperados, regresaron;
Napoleón concentró entonces rápidamente seis cuerpos de ejér­
cito y su Guardia, o sea en total másJ de 125.000 hombres y dio a
sus mariscales la -orden de un contraataque general. Según cier­
tas estimaciones, Bennigsen disponía en ese momento de 85.0;00
hombres capaces de combatir (otros dicen 100.000) y se detuvo
en los alrededores de Heilsberg, sobre una posición fortificada
donde el 10 de junio se desarrolló un batalla de varias horas.
La vanguardia francesa perdió unos 8.000 hombres entre
muertos y heridos; el ejército ruso unos 1.800. Napoleón envió
dos cuerpos de ejército a la ru ta de Koenigsberg; el resultado
de esta maniobra fue que Bennigsen retrocedió hacía el nores­
te, hacia Bartenstein, siendo herido durante el combate.
A juicio de Bennigsen la batalla de Heilsberg debía retener
algún tiempo a Napoleón. Pero el emperador dirigía por Eylau
lo esencial de sus fuerzas directamente hacia Koenigsberg. P re­
veía que Bennigsen trataría de salvar esta importante ciudad de
la Prusia oriental. Y, en efecto, el 14 de junio a las 3 de la ma­
ñana el mariscal Lannes observó que el ejército ruso, que había
ocupado la víspera el burgo de Friedland, se preparaba a pasar
sobre la orilla occidental del Alie para marchar sobre Koenigs­
berg. Lannes abrió fuego inmediatamente.
Así se entabló este formidable combate del 14 de junio de
N A P O L £ ó N 189

1807 que debía poner fin a la guerra. Lannés hizo informar a


Napoleón y el emperador envió de inmediato todo su ejército al
lugar del combate, apresurándose él mismo en llegar.
Descubrió el desastroso error de Bennigsen quien, al preci­
pitarse a atravesar el río, había concentrado una parte impor­
tante ele sus tropas en un meandro donde el Alie se estrechaba.
Ney recibió la peligrosa misión de penetrar en esta masa. Los
rusos y en especial la caballería de la Guardia bajo las órdenes
de Kologrivov, se defendieron valerosamente y una parte del
cuerpo de Ney, en formación de ataque sumamente cerrada, fue
aniquilada. Luchando encarnizadamente los franceses entraron
en Friedland después de cortar los puentes sobre el Alie. Napo­
león en persona dirigía la acción.
Un soldado que se encontraba a su lado metió rápidamente
la cabeza entre los hombros al ver que una bomba pasaba sobre
él, y el emperador, erguido bajo el vuelo de las balas de cañón,
le dijo: “ Si este obús te estuviera destinado, de nada serviría
que te escondieras a 100 pies bajo tierra, iría a encontrarte
allí” . 1
A pesar del valor de las tropas rusas, el error fatal del co­
mandante en jefe Bennigsen las había perdido irremisiblemente.
Los rusos debían ahora arrojarse al río para escapar al fuego
de la artillería francesa; una parte del ejército huyó a lo largo de
la orilla, otra se rindió; pero los prisioneros eran incomparable­
mente menos numerosos que los ahogados'. Casi toda la artillería
rusa cayó en manos de Napoleón.
Privado de su artillería y después de sufrir pérdidas espan­
tosas —más de 25.000 hombres, entre muertos, heridos y prisio­
neros— Bennigsen se batió rápidamente en retirada en dirección
a Pregel, perseguido por los franceses: la huida era el único me­
dio de evitar el exterminio.
Después de la batalla de Friedland el mariscal Soult entró
en Koenigsberg, donde echó mano a formidables stoks de guerra:
pan y vestimentas que los ingleses3 que no preveían una catástro­
fe tan próxima, acababan justamente de traer por mar.
El 19 de junio, cinco días después de Friedland, el ejército
de Napoleón llegó hasta el Niemen. Los restos del ejército de

1 T h ie r s : H isto ire du C on su lat et de Y E m pine, Bruselas (1 8 4 5 ),


V II, 3 9 6 .
190 E . T A R L É

Bennigsen tuvieron tiempo de atravesar el río. Napoleón habla


llegado a Tilsit, frontera del imperio ruso.
Por la tarde, en los puestos de avanzada de una división de
caballería francesa, sobre la orilla del Niemen, se vio aparecer
llevando una bandera blanca a un oficial ruso- parlam entario: pe­
día que se transm itiera al mariscal M urat una carta del general
en jefe Bennigsen que proponía un armisticio. M urat trasmi­
tió en el acto la carta al emperador y Napoleón aceptó. La san­
grienta lucha había terminado.

H asta el último minuto Alejandro no había considerado su


causa perdida. E l 12 de junio todavía, cuando en Tilsit se reci­
bieron las nuevas de la batalla de Heilsberg que había costado
grandes pérdidas a los rusos y terminó por su retirada, el her­
mano del zar, Constantino Pavlovich, con insistencia y en térmi­
nos muy vivos, aconsejaba a Alejandro la paz inmediata 'con
Napoleón. ‘‘Señor —gritaba el zarevitch— si no queréis la paz
es mejor dar una pistola a cada soldado ruso y ordenarle que se
mate. Obtendréis el mismo resultado que con esta nueva batalla
que irremisiblemente abrirá a las tropas de Napoleón las puer­
tas de vuestro im perio” . Alejandro había opuesto una resisten­
cia decidida.
A la cabeza de las reservas salió de Tilsit, la tarde del 14 de
junio, en el preciso momento en que su ejército zozobraba en
Friedland en las ondas del Alie. La mañana del 15 empezaron
a llegar a Tilsit las primeras noticias' de la catástrofe: un tercio
de la guardia rusa había sido exterminada en Friedland; las
tropas se habían batido heroicamente pero se caían de cansancio
y no querían combatir más. Bennigsen había perdido la cabeza y
no sabía qué hacer. A los rumores vagos sucedieron las noti­
cias más exactas: el ejército ruso sufrió en Friedland una derro­
ta-casi tan espantosa como en 1805 en Austerlitz. Napoleón podía
emprender inmediatamente eon el Gran Ejército la invasión a
Rusia. E ntre los jefes supremos reinaba el pánico.
E l célebre guerrillero Denis Davidov, que había observado el
ejército inmediatamente después de Friedland, escribía: “ E l 18
de junio llegué al trote al cuartel general, poblado por una mul­
titud de personas de diversas nacionalidades. Había ingleses, sue­
cos, prusianos, realistas franceses, funcionarios rusos, civiles y
militares, plebeyos extraños al servicio m ilitar y civil, parásitos e
N A P C L E Ó N 191

intrigantes. E n resumen, era nna feria de trapistas políticos y


militares que tenían conciencia de la derrota de sus esperanzas,
¿e sus planes y de sus proyectos” . . . “ Todo indicaba una ex­
trema inquietud como si se estuviera a media hora del fin del
mundo” .
Bennigsen pidió permiso al zar que esta vez cedió y dio su
consentimiento para concluir un armisticio. Napoleón, como di­
jimos, aceptó la propuesta rusa pues para él proseguir, la guerra
eontra Rusia carecía ya de sentido: semejante empresa exigía
otra preparación. Prusia estaba enteramente aniquilada y Rusia
podía aceptar el bloqueo continental e incorporarse ipso fado- al
sistema político a cuya cabeza estaba Napoleón. Por el momento
Napoleón no exigía más de Alejandro.
El 22 de junio el zar envió al general Lobanov-Rostovski a
Tilsit, donde Napoleón se había traladado después de la batalla
¿e Friedland.
El emperador entabló conversación con Lobanov cerca de
una mes'a donde había un mapa extendido y dijo señalando el
Vístula: “ He aquí la frontera de dos imperios; de un lado rei­
nará vuestro soberano y del otro yo” . Así revelaba Napoleón su
intención de borrar a Prusia del mapa y de repartir a Polonia.
Mientras esperaba el retorno de Lobanov con el armisticio
firmado, Alejandro no se movió de Chavli donde vivió días te rri­
bles, peores que los que siguieron al desastre de Austerlitz. Na­
poleón podía llegar a Vilna en 10 días. “ Hemos perdido un nú­
mero espantoso de oficiales y soldados; todos nuestros generales,
en especial los mejores, están heridos o enfermos” —confesaba
Alejandro—. “ Seguramente Prusia va a hallarse en una mala
situación, pero hay circunstancias en las que es preciso pensar
ante todo en uno mismo, en la propia conservación, y seguir una
regla única: J a felicidad del Estado” . “ 8a propre conserva­
ron” \ como se expresaba Alejandro en una conversación con el
príncipe Kurakin en Chavli, debía llevarlo, 24 lloras después de
las noticias de Friedland, a cambiar de golpe su política, a deci­
dirse por la paz y hasta, si era preciso, a hacer alianza con Na­
poleón. Que Prusia fuera destruida a consecuencia de este cam­
bio o que subsistieran sólo algunos despojos de su territorio, era
cuestión secundaria.

En francés, en el original ruso (nota del traductor).


192 E . T A R L É

Los cortesanos reunidos en Chavli alrededor del zar temblaban


de terror a la espera del ataque de la vanguardia napoleónica.
Cuando Alejandro y los que le rodeaban recibieron la no­
ticia del acuerdo de Napoleón sobre el armisticio y la paz, hubo
una verdadera explosión de entusiasmo. “ El cielo nos lía salvado
-—escribía piadosamente el viejo príncipe Kurakin, cortesano frí­
volo— ; sin dinero, sin provisiones ni arm am entos'... habríamos
tenido ante nosotros a un enemigo victorioso tres veces más fuer­
te que nosotros1". Acto continuo Alejandro aseguró a Napoleón
que deseaba ardientemente una estrecha alianza con él y que sólo
una alianza f raneo m isa podía dar al mundo la felicidad y la paz.
Ratificó el armisticio e hizo saber a Napoleón que deseaba una
entrevista personal eon él.
El zar no podía diferir ya nna explicación con Federico
Guillermo III. que, hasta último momento, había confiado en su
amigo. Alejandro le explicó las cosas como eran y el rey pidió
el armisticio a Napoleón. Su intención era enviar al cuartel ge-
neral del emperador francés en Tilsit a su muy patriota ministro
Harclenberg; pero cuando Napoleón oyó este nombre gritó y pa­
taleó de tal modo que ni se osó volver a pronunciarlo. Be hizo
comprender al rey de Prusia que no debía esperar ninguna gracia.
El 25 de junio de 1807, a la una de la tarde, tuvo lugar la
entrevista de ambos emperadores. Para que Alejandro no tuviera
que pasar a la orilla del Niemen ocupada por los franceses ni
Napoleón a la orilla rusa, se amarró en medio del río una almadía
con' dos magníficos pabellones. Sobre la orilla francesa se alineaba
toda la Guardia imperial y sobre la rusa se veía el pequeño sé­
quito ele Alejandro.
Denis Davidov y otros testigos oculares de este aconteci­
miento no quitaban los ojos de la embarcación que en medio de
las exclamaciones ruidosas de su Guardia, según m s propias pa­
labras, conducía hacia la almadía a este “ hombre prodigioso, a
este jefe de ejércitos sin precedente desde el tiempo de Alejandro
de IVIacedonia y de Julio César” . . . “ a este, gran capitán, gran
político, legislador, administrador y conquistador que, después
'de destruir tocios los ejércitos de Europa y dos veces ya nuestro
propio ejército, se hallaba ahora en la frontera ru sa ” . .. “ a este
hombre que poseía el don de ejercer su ascendiente sobre todos
los que tenían algo que ver con él, notable por su asombrosa
perspicacia” . . . “ a este jefe invencible”', “ a este semidiós to-
M a p o l e ó ?!

nante” . Es así como 'Denis Davidov y muchas otras personas del


séquito de Alejandro veían a Napoleón, y estos sentimientos se
-mezclaban a su vergüenza y a su oculta cólera.
Los medios militares rusos consideraban la paz de T ilsit un
acontecimiento mucho más vergonzoso que A usteiiitsi o Friedland.
tarde los jóvenes nobles liberales tendrían sobre este punto
una opinión idéntica a la de los hombres que tomaron parte d i­
recta en estas guerras.
Leemos en una poesía de Pushkin (1823) :

Así estaba en las llanuras de Austerlitz


Cuando su mano rechazaba a los soldados nórdicos
Y ante el desastre, por primera vez, el ruso huía.
Con su tratado vencedor de paz y deshonor
Así estaba en Tilsit ante el joven zar.

Sólo después de la revolución se pudo imprimir este texto


eon su exactitud original. Las antiguas ediciones dulcificaban el
sentido (“ de paz o deshonor” ) y desfiguraban el pensamiento
de Pushkin.
Sea como fuere, el primer trago de cicuta no resultó a Ale­
jandro tan amargo como hubiera podido esperar. Ambos empe­
radores llegaron al mismo tiempo a la almadía. Napoleón abrazó
a Alejandro y los dos entraron en un pabellón donde entablaron
una conversación que debía prolongarse casi dos horas. Ninguno
de los dos dejó relación detallada de esta entrevista, de la que
se conocieron sin embargo más tarde algunas frases. Seguramente
el espíritu general de esta conversación se ha reflejado en el
tratado de paz que -se firmó algunos días más tarde. “ ¿Por
qué combatimos?” , preguntó Napoleón. “ Odio a los ingleses
tanto como v o s ... os secundaré contra In g laterra” , dijo Ale­
jandro. “ En tal caso, la paz está hecha” , respondió Napoleón. 1
Los emperadores conferenciaron durante una hora y 50 mi­
nutos, tiempo que el rey Federico Guillermo III pasó en la mar­
gen rusa del Niemen esperando que se lo llamara; pero Napoleón
2 1 0 consintió en recibirlo hasta el día siguiente y lo trató con el
mayor desprecio posible. En el momento de separarle el empera­

1 V a n d a l: Napoléon ei Akxandre 1.
194 E . T A R L É

dor francés invitó a cenar al zar Alejandro pero no al rey


IPrnsia: apenas si le hizo una inclinación de cabeza y luego de dio
la espalda. E l 26 de junio, por invitación de Napoleón, Alejandro
se instaló en Tilsit y desde entonces los emperadores se encoru
traban todos los días.
Al principio Napoleón no permitió a ninguno de sus minis­
tros que asistiera a estas conferencias: “ Seré vuestro secretario
y vos seréis el mío ’?1, dijo a Alejandro.
Desde las primeras palabras de Napoleón la situación de
Prusia reveló ser verdaderamente desastrosa. Se proponía sim­
plemente re p a rtirla : todo lo situado al este del Vístula correspon­
dería a Alejandro, y la parte oeste al emperador francés. Ho
deseaba hablar a Federico {Guillermo; en las raras circunstancias
en que lo adm itía en su casa, o bien hablaba poco de negocios o
le hacía severas reprimendas e invectivas. “ Innoble rey, innoble
nación, innoble ejército, potencia que ha hurlado a todo el mundo
y no merece existir” , decía Napoleón a Alejandro hablando de
este amigo a quien el zar había jurado, poco tiempo antes y de
tan emocionante manera, amor y alianza eternos sobre la tumba
de Federico el Grande. Cumplido y adulador, Alejandro sonreía
y pedía solamente al emperador francés que dejara subsistir algo
de Prusia a pesar de stos tan recriminables defectos.
Aterrorizado, el rey de Prusia estaba decidido a todo. Llamó
con urgencia a Tilsit a su esposa, la reina Luisa, que pasaba ]5or
ser una notable belleza y a quien Napoleón, precisamente, había
considerado su enemigo al principio de la guerra con Prusia y
atacado brutalmente en sus diarios. Pero en la Corte de Prusia
se esperaba disipar la cólera del riguroso vencedor con una vi­
sita personal y una conversación confidencial. Se sugirió a Luisa
lo que era preciso pedir; a pesar de que no se esperaba obtener
gran cosa pues se sabía que las mujeres no ejercían mucha in­
fluencia sobre Napoleón ni siquiera cuando estaba enamorado.
La entrevista se realizó en el palacio de Tilsit. La reina debía
tra ta r de obtener la devolución de Magdeburgo y algunos otros
territorios. Napoleón se presentó a ella directamente de regreso
de un paseo a caballo, vestido eon un simple uniforme de caza­
dor y con una fusta en la m ano: la reina lo esperaba ataviada con
sus más suntuosos adornos. E1- tete á tefe se prolongó mucho tiem-

i V a n d a l : N a p a le a n et A lex a n á re I; I , 8 1 .
N A P O L E Ó N 195

y cuando finalmente el rey Federico .Guillermo se animó a


entrar, interrumpiendo la conversación del emperador y la reina,
Luisa no había llegado aún a ningún resultado.. .
“ Si el rey de Prusia se hubiera demorado algo más en en­
trar, yo habría devuelto Magdeburgo” , dijo más tarde Napo­
león a sus mariscales, chanceándose.
Napoleón repetía •eon insistencia que si Prusia continuaba
en el mapa de Europa lo debía exclusivamente “ a la cortesía
y la e s tim a '’ del vencedor para con Alejandro. Se le dejaba <¿la
vieja Prusia” , Pomerania, Brandeburgo y Silesia, y se le arre­
bataba todo el resto, al oeste y al este. Sus territorios al oeste del
Elba pasaban a formar parte del nuevo reino de Westfalia creado
por Napoleón, integrado también por el gran ducado de Hesse y
que pronto comprendería el Hanóver. 'El emperador dio esfte
reino a su hermano menor Jerónimo Bonaparte. Con los territo­
rios polacos quitados a Prusia, (distritos de Posnan y Varsovia)
se constituyó el gran ducado de Varsovia que Napoleón dio a su
nuevo aliado el rey de Sajonia, creado gran duque en esta opor­
tunidad. Napoleón insistió para que Alejandro I recibiera la pe­
queña región de Bielostoek, ex posesión prusiana en Polonia.
Entre Napoleón y Alejandro se concluyó una alianza defensiva y
ofensiva por la que Rusia se comprometía a aceptar y poner en
vigor el decreto de Napoleón sobre el bloqueo continental; por
el momento esta alianza se mantuvo en secreto.
La paz de Tilsit, tan humillante para Alemania, fue firm a­
da el 8 de julio de 1807.
Las fiestas y desfiles se prolongaron en Tilsit hasta la no­
che. Ambos emperadores eran inseparables y Napoleón trataba
por todos los medios de hacer resaltar su simpatía por el enemigo
de ayer y aliado de hoy. El 9 de julio Napoleón y el zar revis­
taron juntos la Guardia francesa y la Guardia rusa, y antes de
separarse se abrazaron ante las tropas y la multitud de especta­
dores reunidos cerca del Niemen.
Todo el mundo, salvo los dos soberanos y los altos dignata­
rios, ignoraba la formidable transformación que acababa de ope­
rarse en la situación mundial durante estas cortas jornadas de
Tilsit. ...■■............ ..................................
C apitulo X

DOMINACION DE NAPOLEON SOBRE EL


CONTINENTE EUROPEO
De Tilsit a Wagrctm

1807-1809

Napoleón se trasladó ele Tilsit a París y a su paso por Ale­


mania el país entero lo acogió con signos de servil admiración;
alcanzaba entonces un grado de poder jamás igualado por nin-
gún otro potentado en el curso de la historia. Autócrata del gi
gantesco imperio francés que comprendía Bélgica, Alemania del
oeste, el Piamonte y Génova, rey de Italia, protector (autócrata
de hecho) de gran cantidad de territorios alemanes de la Con-
federación del Rin (en la que entraba en lo sucesivo Sajonia) y
amo de Suiza—, Napoleón mandaba también, tan autocrátiea-
mente como en su imperio, en Holanda y el reino de Ñápeles
donde reinaban sus hermanos Luis y José; mandaba en toda
Alemania central y la pequeña parte de Alemania del norte que
con el nombre de reino de Westfalia había dado a su hermano
Jerónimo; en una parte importante de los antiguos territorios
austríacos, arrancados a los Habsburgo y traspasados a su va­
sallo el rey de Baviera; en la parte septentrional de la región
marítima de Europa, donde sus tropas ocupaban Hamburgo, Bre­
men, Lübeck, Dantzíg y Koenigsberg, en Polonia, cuyo soberano
el rey de Sajonia no era sino un vasallo y un servidor de Napo­
león, que le había hecho gran duque, 3' donde se hallaba un
ejército, recién creado, bajo las órdenes de Davout.
Además pertenecían a Napoleón las islas Jónicas y una par­
te de la costa adriática de la península balcánica. Reducida a un
menguado territorio, con derechos limitados para mantener un
ejército y aplastada por los diversos impuestos y contribuciones,
N A P O L E Ó N 197

prusia temblaba a cada palabra de Napoleón. Austria, sumisa,


callaba y Rusia estaba estrechamente aliada al imperio francés.
Sólo Inglaterra continuaba la lucha.
El orden reinaba en el Estado francés; la administración
era puntual y las finanzas atravesaban por una brillante situa­
ción. A su regreso de Tilsit, ayudado por G-ati din, su ministro
£le Finanzas', y por Mollien, administrador del tesoro, Napoleón
ordenó una serie de reformas para 1a. reorganización de las fi­
nanzas, impuestos directos e indirectos, etc., cuyo resultado fue
que las rentas del imperio (de 750 a 770 millones) cubrieron
enteramente los gastos, aun cuando se incluyeran anticipadamen­
te los necesarios para el mantenimiento del ejército en tiempo de
guerra. Un rasgo 'característico de las finanzas napoleónicas era
que el emperador, consideraba la guerra una fuente de gastos
“ ordinarios’’ y en modo alguno excepcionales. El crédito del Es­
tado era tan sólido que el Banco ele Francia, instituido por N a­
poleón. pagaba por los depósitos no ya el 10! % como en 1804 y
1805, sino el 4 %.
Italia, considerada “ independiente” de Francia, le pagaba
por año 36.000.000 de francos oro. Napoleón, “ rey de Ita lia ” , do­
naba generosamente esta suma a Napoleón, emperador de los
franceses. En cuanto a. los gastos administrativos de Italia eran»
cubiertos exclusivamente con las rentas italianas. El gobernador,
que llevaba el título de virrey de Italia, era el hijastro de Na­
poleón, Eugenio de Beauharnais. Se sobreentiende que el ejército
francés estacionado en la península era mantenido a costa de
Italia. Y lo mismo ocurría en los demás países sometidos al po­
der de Napoleón y en los cuales habían tropas francesas. E x tra­
yendo implacablemente- mediante contribuciones y toda clase de
tasas, el oro de los países sometidos, Napoleón instituyó en Francia
la acuñación regular de la moneda de oro y esta moneda fue
introducida en el comercio. La restauración de las finanzas que
emprendió en la época del consulado fue terminada en 1807, a
su regreso de Tilsit.
Quería al mismo tiempo ocuparse de medidas apropiadas
para impulsar la industria francesa, pero el problema resultó
ser más complicado: las medidas que tenía en vista estaban es­
trecha e indisolublemente ligadas a la realización estricta del
bloqueo continental.
Foco después de su regreso a París, Napoleón, concibió una
193 E . T A R L É

grandiosa empresa política sin la cual, según él, hubiese sido


inútil realizar el bloqueo de Inglaterra. Y apenas se había con­
sagrado a ella, desplegó una actividad considerable en el domi­
nio económico. Es por eso que necesitamos estudiar ante todo
'p\ origen de este as'unto, es decir, de la tentativa de conquistar la
[península ibérica. Pasaremos luego al análisis de las consecuen­
cias del bloqueo continental para las diferentes clases Sociales
:clel imperio y para el conjunto de la política napoleónica.
Es necesario licICGl-* notar que durante los meses de otoño de
1807 y de invierno de 1808, algunas divergencias, todavía disi­
muladas y confusas para quien no pertenecía a la corte, se ma­
nifestaban entre el emperador, por una parte, y sus mariscales,
sus ministros y altos personajes próximos a él, por otra.
La corte de Napoleón estaba ahogada en el lujo: la antigua
y la nueva nobleza, la antigua y la nueva burguesía rica, rivali­
zaban en los bailes, banquetes y suntuosos festines. Un verdadero
Pactolo hacía correr torrentes de oro. Los príncipes extranje­
ros, los reyes vasallos, que venían a rendir sus homenajes, se de­
tenían en la capital del mundo y derrochaban sumas fabulosas.
E ra como una fiesta incesante y deslumbrante, un fantástico he­
chizo en las Tullerías, en Fontainebleau, en Saint-Cloud y en la
<Malmaison. Jamás había habido bajo el antiguo régimen una
muchedumbre tan numerosa y tan pomposa de cortesanos de am­
bos sexos. Pero todos sabían que en palacio, en un gabinete al que
no llegaban los ruidos de los festejos, un hombre de levita gris
estaba inclinado sobre el mapa de España. Llegaría un día en
que estos apáticos bailarines se arrancarían por orden del em­
perador todo este lujo en que nadaban para dormir de nuevo
sobre paja, en depósitos fríos o granjas, para volver a encontra­
se bajo las balas, comer papas crudas y beber el agua nausea­
bunda de'los pantanos. Y esto ¿en nombre de qué?
Inmediatamente después de Austerlitz, muchos compañeros
de arma 3 de Napoleón creían que había llegado el momento de
poner punto final, que Francia había alcanzado un poderío sin
precedentes como no lo había podido soñar. Se sobreentiende que
toda la población del imperio obedecía sin m urm urar: por el mo­
mento los campesinos soportaban la conscripción, los comercian­
tes (salvo los de las ciudades costeras) y particularmente los in­
dustriales estaban satisfechos del ensanche de los mercados y de
las posibilidades comerciales. En resumen, los altos funcionarios
N A P O L E Ó N 199

y ¡os mariscales que se tornaran pensativos después de Tilsit, no


temían una revolución susceptible de alterar el orden. Sabían
que los suburbios obreros estaban firmemente contenidos por el
puño napoleónico. E ra otra cosa lo que tem ían: los asustaban las
dimensiones monstruosas de las posesiones napoleónicas.
El poder del emperador, sin control y sin ningún límite, se
extendía sobre un conglomerado colosal de territorios y de pue­
blos, de Koenigsberg a los Pirineos (en realidad, de hecho, al
otro lado de los Pirineos); de Varsovia y Dantzig a Nápoles y
B rin d isi ; de Anvers al noroeste de los. Balcanes; de Hamburgo
a Corfú. Y ese poder comenzaba a tu rb ar a los allegados de
Napoleón. Un simple conocimiento superficial de la historia y
hatfta la voz del instinto que se hacía callar, les decía que tales
monarquías mundiales son no sólo extremadamente breves y ra ­
ras, sino que son también combinaciones por demás frágiles de
fuerzas históricas. Reconocían (como dirían más tarde) que toda
la carrera de Napoleón, desde el comienzo hasta Tilsit, parecía
más un cuento fantástico que realidad histórica. Pero muchos
de entre ellos, y no solamente Talleyrand, pensaban que persis­
tir en grabar nuevos cuentos en las Tablas de la Historia sería
en lo sucesivo más difícil y más peligroso.
Napoleón era de una generosidad inaudita con sus colabo­
radores militares y civiles. Después de Tilsit dio un millón de
francos de oro al mariscal Lannes; al mariscal Ney alrededor de
300.000 francos de renta vitalicia y al mariscal Berthier medio
millón, además de 405.000 francos de renta. Fue igualmente muy
liberal con los otros mariscales y eon numerosos generales y ofi­
ciales. Los ministros —Gaudin, Mollien, Fouehé, Talleyrand—■
fueron generosamente colmados de regalos, aunque siempre me­
nos que los mariscales. Todos los oficiales y soldados que habían
sido antiguos combatientes efectivos recibieron indemnizaciones;
a muchos se les asignó buenas pensiones y los heridos recibieron
el triple que los demás.
En realidad esta generosidad no costó ni un centavo al tesoro
francés. El ducado de Varsovia pagó 20.000.000 de francos con­
tantes a cambio de la anulación de las deudas hipotecarias de
los propietarios pola.eos eon el tesoro prusiano. En Hanóver se
organizó una reserva territorial por valor de 20 .000 .000 .
En Westfalia (excepto el Hanóver.) se procuraron del mismo
modo una treintena de millones. Al interés anual de este capital,
200 E . T A R L É

TVestíalia debía agregar por orden de Napoleón una inversión


anual especial de 5.000.000 (independientemente del capital que
le había sido tomado) e Italia 1.250.000 francos.
De esta manera Napoleón disponía de una renta que se ele,
vaha a numerosos millones, renta de una naturaleza particular
que pagaban regularmente cada año los territorios ocupados. Era
muy liberal con ese dinero en beneficio de su ejército y de sus
altos funcionarios. Esta renta no tenía nada de común eon las
,srimas enormes y los impuestos que los países sometidos derrama­
ban en el tesoro francés. “ No robéis —decía Napoleón a sus
generales—. os daré más de lo que podríais tom ar ' ' . 1 Lo que no
perdonaba v castigaba rigurosamente era que los jefes usaran en
forma deshonesta el dinero destinado al ejército. Cuando pasaba
revista no sólo observaba con atención el aspecto de los soldados
uino que averiguaba si estaban bien nutridos y contentos. Se
mostraba muy severo con los culpables. Pero los mariscales y
generales no podían gozar apaciblemente de las desmesuradas
recompensas eon que los abrumaba el emperador, porque la vida
se pasaba en guerras casi continuas.
Todos sabían que apenas regresado de Tilsit Napoleón em­
pezó a preparar un ejército destinado a una expedición que se
dirigiría a Portugal pasando por España. El objeto de esta cam­
paña era inexplicable para muchos sino para todos, porque para
comprenderla hubiera sido preciso recordar una vez más- el blo­
queo continental, noción sin la cual ningún acto medianamente
importante de Napoleón podía entenderse eon claridad.
Napoleón obraba con perfecta lógica si se tiene en cuenta
que su intención era aplastar a Inglaterra por medio del bloqueo
continental. No se fiaba ni de la dinastía de Braganza en Por­
tugal, ni de los Borbones en España, porque no podía creer que
esas dos familias reinantes arruinaran conscientemente a sus paí­
ses impidiendo a los campesinos, a los agricultores y a los gran­
des propietarios vender a los ingleses la lana de los merinos y
obstaculizando en la península la importación de la manufactura
barata inglesa. E ra evidente que si habían aceptado sin réplica
el decreto de Berlín serían secretamente indulgentes con el con-

1 T k ie r s : Histoire du Consulate et de VEmpire. Bruselas ( 1 8 4 5 1


VIH. 92. ' •
N A P O L E Ó N 201

trabando y eon los mil otros medios de violar este decreto. Y si


se consideraba la enorme extensión de las costas ibéricas, el com­
pleto dominio que la ilota británica tenía en el golfo de Vizcaya,
en el océano Atlántico y en el Mediterráneo, y la existencia de
la fortaleza inglesa de -Gibvaltar enclavada en el territorio mismo
de la península, era claro que no habría ningún bloqueo serio
mientras Napoleón 110 1'uese amo absoluto de Portugal y España.
Había zanjado ya sin tergiversaciones la cuestión de principios:
todas las cortas' europeas del sur, del norte y del oeste debían
estar colocadas bajo la vigilancia directa de las aduanas fran ­
cesas. eliminándose a todo el que se opusiera. Los Borbones de
España se humillaban ante éh pero le mentían; no podían ni
querían expulsar a los ingleses y estorbar de hecho su comercio.
Del mismo modo obraba la dinastía de Braganza que se arras­
traba ante Napoleón con total olvido de su dignidad, pero que
sin embargo trataba de no ver nada en lo que se refería al
bloqueo.
Inglaterra, que después de Tilsit quedara sin aliados, había
resuelto lúe luir aún con más energías.
A comienzos de septiembre de. 1807 una escuadra inglesa
bombardeó Copenhague, porque había corrido el rumor ele que
Dinamarca se adhería al bloqueo continental, noticia que enfu­
reció a Napoleón y precipitó su decisión de conquistar España
y Portugal. En octubre de 1807 penetró en España en dirección a
Portugal un ejército de 27.000 hombres, mandado por Junot al
que siguió casi ele inmediato otro de 24.000 bajo las órdenes'
del general Dupon. Además Napoleón envió alrededor de 5.000
hombres a caballo: dragones, húsares y cazadores. El príncipe i
regente de Portugal llamó en su ayuda a Inglaterra; temía a
Napoleón pero no menos a los ingleses que fácilmente podían
destruir Lisboa, del lado del mar, como acababan de destruir
Copenhague.
Napoleón pensaba que la hora de España llegaría cuando
todo hubiera terminado con Portugal. Emprender entonces su
sometimiento sería tarea fácil pues se dispondría de dos bases:
una al sur de Francia y la otra en el mismo Portugal. El empe­
rador ni se tomó el trabajo de informar diplomáticamente a Es­
paña del paso de los ejércitos franceses por su territorio; sólo
ordenó a Junot que advirtiera a Madrid en el momento de fran ­
quear la frontera. Madrid recibió la noticia con resignación.
En la corte de Napoleón, Cambacéres, gran canciller del
Imperio, se animó a protestar respetuosamente contra la empre-.
sa que se iniciaba. Tayllerand, por el contrario, aprobaba sin
reservas al emperador. Confusiones y chantajes en los que Ta­
lleyrand estaba muy comprometido, sirvieron <Je pretexto a
Napoleón para alejarlo desde agosto de 1808, después de Tilsit.
Pero la verdadera razón de su alejamiento era que Talleyrand,
que olfateaba de lejos la catástrofe de la política mundial del
emperador, había resuelto retirarse poco a poco de un papel
activo, a pesar de lo cual continuó figurando en medio de hono­
res entre los grandes personajes de la corte. Ahora deseaba de
nuevo los favores de Napoleón y aprobaba todas sus empresas
a pesar que desde esa época consideraba personalmente el asunto
de España como muy difícil y de peligrosas consecuencias.
El ejército francés mandado por Junot atravesó el territorio
español marchando directamente hacia Portugal. P ara los sol­
dados el camino desierto era muy difícil. No se encontraba nada
-que comer. Los franceses robaban a los campesinos, que se ven­
gaban como podían, masacrando a los rezagados. Después de una
marcha de más de seis semanas, Junot entró en Lisboa el 29 de
noviembre de 1807. 'Dos días antes la familia real abandonó su
capital y huyó a bordo de un navio inglés. La hora de España
había sonado.

La situación española era, la siguiente. Carlos IV era un


hombre débil y estúpido, enteramente sometido a su m ujer y al
favorito de ésta, Godoy. Los tres eran irreconciliablemente hos­
tiles a Fernando, presunto heredero, en quien la nobleza y la
burguesía española pusieron grandes esperanzas durante lo.á aik-s
1805, 1806 y 1807. La desorganización de las finanzas y do la
administración, el desorden en todos los dominios de la política
interior, estorbaban el comercio, la agricultura y la industria ca
otros tiempos desarrollada y ahora muy débil. Esto hacía coinci­
dir a la burguesía y la nobleza en la creencia de que la desgracia
de Godoy, favorito de la vieja corte, permitiría “ hacer renacer
a España. E ra muy popular la idea del matrimonio de Fernando,
príncipe heredero, con una parienta cualquiera de Napoleón; se
pensaba que los lazos de parentesco con el todopoderoso empera­
dor facilitarían la introducción de reformas y representarían la
independencia y la tranquilidad en cuanto a la política exterior.
N A P O L E Ó N 203

Fernando había pedido formalmente la mano de una sobrina


de Napoleón y el emperador la había rehusado. Su intención era
otra: deseaba destronar la dinastía española y poner en su lugar
á uno de sus hermanos o de sus mariscales. Durante el invierno
y la primavera de 1808 nuevas tropas napoleónicas atravesaron
los Pirineos y entraron en España, y ya en el mes de marzo
Napoleón había 'concentrado allí 100.000 hombres. Seguro de sus
fuerzas decidió obrar. Con mucha destreza sacó partido de las
querellas intestinas de la familia real. Ivlurat marchó sobre Ma­
drid con un ejército de 80.000 hombres.
B1 rey, su m ujer y Oodoy se apresuraron a huir de la ca­
pital, pero fueron detenidos en Aran juez por la irritada pobla­
ción que se apoderó de Godoy, lo golpeó y lo encarceló, obligando
luego al rey a abdicar en favor de Fernando, hechos todos ocurri­
dos el 17 de marzo de 1808, Seis días más tarde, el 23 de marzo,
Murat entraba en la 'Capital; Napoleón se negó a reconocer a
Fernando y exigió que el nuevo rey, el antiguo y toda la familia
de los Borbones de España se presentaran ante él en Bayona.
Se atribuyó el papel de árbitro supremo para juzgar definitiva­
mente y decidir quién tenía razón.
El 30 de abril de 1808 el rey de España, Carlos IV, su mujer,
el nuevo rey Fernando V II y Godoy se reunieron en Bayona.
Pero Napoleón exigió que concurrieran también los príncipes de
la casa real, oído lo cual el pueblo madrileño se sublevó nueva­
mente. E l designio de Napoleón era claro: atraer pérfidamente
á Bayona a todos los Borbones de 1a. dinastía española, declararla
caduca, arrestar a todos sus miembros y luego ligar España a
Francia dando al hecho una apariencia exterior cualquiera.
El 2 de mayo estalló la insurrección contra las tropas fran ­
cesas que ocupaban la ciudad: M urat la ahogó en sangre, lo que
no fue más qué el comienzo de una espantosa guerra contra el
pueblo español.
Napoleón, llegó a Bayona al mismo tiempo que la familia
real y allí tuvo noticia de estos acontecimientos. Una escena tem­
pestuosa se desarrolló en su presencia-; el rey Carlos IV llegó
hasta levantar su bastón contra Fernando. Entonces, súbitamen­
te, Napoleón hizo conocer su voluntad: exigía que Carlos IV y
Fernando abdicaran y le dejaran en libertad para disponer de
España a su antojo. Así ocurrió que Carlos IV, Fernando, la
reina y todos los demás se encontraban en manos de los genclar-
204 E . T A R L É

mes y las tropas francesas. Napoleón les declaró que, preocupado


por sn felicidad personal y su tranquilidad, no les permitía re­
gresar a E sp añ a: el rey y la reina irían a Fontainebleau y
Fernando y Jos otros príncipes de la cosa de Borbón a Valencay
al castillo del príncipe Talleyrand. Todas estas disposiciones fue­
ron inmediatamente ejecutadas.
Algunos días después, el 10 de mayo ele 1808. Napoleón
ordenó a su hermano José, rey de Nápoles, que se trasladara a
Madrid para ser desde entonces rey de España,
Murat, que mientras tanto había sido hecho gran duque de
Oléves y de Berg, recibió la orden de regresar a Nápoles donde
e] emperador le nombró soberano.
La satisfacción de Napoleón era completa ¡todo había sido,
fil parecer, tan sutil y fácilmente ejecutado I i Los Borbones de
España se habían arrojado ellos mismos eon tanta inocencia en
la tram pa y había sido tan fácil ganar la península ibérica!
Y de pronto estalló una guerra, terrible, implacable y san­
grienta, una. guerra de campesinos guerrilleros contra los con­
quistadores franceses, que tomó desprevenidos no sólo a Napoleón
sino también a toda Europa, que seguía en silencio y angustiada
las nuevas exacciones del •conquistador en España.
Napoleón tropezaba allí por primera vez con un enemigo
de una especie particular, como podría decirse qne no había te­
nido oportunidad de observar sino rara vez en Egipto y Siria.
Ante él se levantaban irritados el campesino de Asturias armado
con su cuchillo, el pastor de Sierra Morena, cubierto de andrajos
y provisto de un viejo fusil herrumbrado, y el artesano catalán
con un venablo o un largo puñal en las manos. ‘‘Esos mise­
rables” . decía con desprecio Napoleón. ¿E ra posible que é), sobe­
rano de Europa, ante quien huyeran los ejércitos rusos, austría­
cos y prusianos con su artillería y su caballería, sus emperadores
y sus feldmariscales, él, a quien bastaba una sola palabra para
aplastar viejas potencias y hacer surgir nuevas, temiera a esta
canalla española?
No sabía, y nadie sabía entonces, que esos ‘‘miserables” eran
precisamente los que comenzaban a cavar el abismo en el que
caería pronto el gran imperio napoleónico.
Guando en 1808 Napoleón concibió y ejecutó su. empresa
española, tuvo presente el ejemplo histórico que creía bastaba
para justificar su optimismo. Hacía justamente cien años, que
N A P O L E Ó N 203

uno de sus predecesores en el trono de Francia, el rey Luis XIV,


colocó a su nieto Felipe en el trono de España, instalando así
allende los Pirineos una rama de la dinastía de los Borbones.
Felipe era, pues, el tronco de los “ Borbones de España' Los
españoles reconocieron al nuevo rey y a su dinastía y les de­
jaron el trono, pese a que la mitad de Europa estuvo en esa época
en guerra contra Luis XIV precisamente para derrocar a su nieto.
¿Por qué Napoleón, incomparablemente más poderoso que
el rey Sol, no había de conseguir una combinación parecida? ¿Por
qué no introduciría en España la “ d in astía'’ de los Bonaparte?
¡Tanto más fácil habría de resultarle la empresa cuanto que no
tenía, como Luis XIV, que combatir a Europa, entonces dócil y
destruida, y contaba además con Rusia por aliada!
Napoleón se dejaba seducir por una analogía puramente ex­
terna y no quería comprender la diferencia' radical 'que existía
entre el advenimiento de Felipe de Borbón en 1700 y el adve­
nimiento de José Bonaparte en 1808. Cuando los aventureros de
la nobleza, los comerciantes y los armadores franceses saludaron
con entusiasmo el advenimiento de Felipe, contaban (como el
mismo Luis XIV) con que de allí en adelante el formidable im­
perio colonial de España se convertiría en una posesión francesa.
Se engañaron cruelmente: los plantadores y comerciantes espa­
ñoles se opusieron en forma unánime a la ingerencia del capital
francés en las colonias españolas. Felipe V lamentó tener que
rehusar a sus compatriotas la igualdad de derechos con los espa­
ñoles, Económicamente España no e-ra tributaria de Francia y
sólo a esto debió Felipe conservar su trono.
Bajo el manto suntuoso de rey de España, José Bonaparte
no era más que un simple agente del poder napoleónico, ejecutor
encargado de realizar el bloqueo continental en la península ibé­
rica. Debía transformar metódicamente el país para hacerlo objeto
de una explotación activa en beneficios exclusivo de la burguesía
francesa: ¿no se sabía acaso en España que después del golpe
de Estado de brumario de 179-9 abrumaron a Napoleón las que­
jas y peticiones de los fabricantes de géneros y paños y otros
industriales de Francia que concibieron un programa con el que
Napoleón estuvo enteramente de acuerdo!
Este programa se expresaba más o menos a s í:
l 9 : España debe convertirse en un mercado, un verdadero
monopolio para los productos franceses;
206 E . T A R L É

2?: España no proveerá sino a los manufactureros franca


ees la lana de los merinos (lana de gran valor, única en el mundo
por sus cualidades);
3?: España (en particular Andalucía) debe ser utilizada pa­
ra el cultivo de las variedades 'de algodón necesarias a la indus­
tria francesa, variedades que Napoleón prohibió comprar a los
ingleses.
Este programa se completaba indefectiblemente con el cese
completo del comercio entre España e Inglaterra, esa Inglaterra
a la que se exportaba lana en tan grandes cantidades y tan alto
precio, y de donde se recibían tantas mercaderías baratas para el
consumo español.
P ara los ganaderos, laneros, fabricantes de paños y en ge­
neral para los industriales de España, el campesinado y final­
mente para todos aquellos cuyos intereses estuvieran de algún
modo ligados a la producción de lana y paños, el sometimiento a
Napoleón significaba la ruina casi completa. Lo mismo ocurría
a la nobleza terrateniente ligada a Inglaterra y a la economía
colonial, en aquellas partes de España donde subsistían relaciones
feudales y particularmente allí donde estas relaciones se debili­
taban. En particular se hacía imposible comunicarse con las ricas
posesiones españolas de América y en general con las islas de
ultram ar (por ejemplo las islas Filipinas), puesto que Inglaterra ,
había declarado la guerra inmediatamente y se apoderaba de las
polonias de toda potencia europea que entrara, más o menos di­
rectamente, en la órbita napoleónica.
Sobre estos intereses económicos de las distintas clases del
país, violados brutalmente por la invasión francesa, se desarro­
llaría el movimiento de liberación nacional contra el conquistador
todopoderoso. Mientras esperaban el socorro inglés los campesi­
nos y artesanos sublevados habían de revelarse capaces de soste­
ner una lucha desigual sin disponer más que de hoces, puñales,
hachas, horquillas y viejos fusiles; y cuando Inglaterra acudiera
en su ayuda, Napoleón habría de apreciar lo terriblemente difícil
que era someter a España.
Pero por el momento parecía que todo marchaba muy bien.
Los Borbones de España estaban repartidos en sus residen­
cias forzadas de Fontainebleau y Yalencay, clcwn.de permanecían
cautivos bajo vigilancia policial. José Bonaparte entró en Madrid.
El emperador había recibido ya algunas noticias desagra-
N a p o l e ó n 207

dables : pequeños grupos de campesinos españoles osaban disparar


contra los vivaques franceses durante la noche. Atrapados y con­
ducidos ante el pelotón de ejecución, guardaban silencio o gri­
taban su desprecio. ^ .
Se informó a Napoleón que el 2 de mayo, para reprim ir el
levantamiento de Madrid, M urat hizo disparar a boca de jarro
contra la multitud, que ni por esto se dispersó. Al h uir se en­
cerró en las casas y continuó disparando a través de las ventanas;
cuando los soldados franceses penetraron en los edificios para
apoderarse de los tiradores, los españoles —agotados sus cartu­
chos— se batieron a cuchilladas, puñetazos y mordiscones mien­
tras les quedó un soplo de vida. Los franceses los arrojaban por
las ventanas desde donde caían a la calzada sobre las bayonetas
de sus camaradas.
Por el momento estos hechos no tuvieron ningún, efecto sobre
Napoleón. '(No comprendió con rapidez el carácter de esta gue­
rra). Desde su entrada en España, 'Casi todos los días chocaban
los franceses con las manifestaciones del odio más violento y fa­
nático hacia los invasores.
Un destacamento francés llegó a un pueblo desierto: los ha­
bitantes habían huido al bosque y sólo quedaban en una casa
una joven madre y su niño. Junto a ella se descubrieron provi­
siones, pero antes de que los soldados las probaran un oficial
desconfiado exigió que la m ujer comiese primero, cosa que ésta
hizo sin vacilar. No satisfecho del todo el oficial exigió que se
diera de comer también al niño, y la madre ejecutó la orden de
inmediato,- recién entonces comieron los soldados. Pero poco des­
pués la madre, el niño y los soldados se retorcían de dolor y
murieron. La astucia había dado buen resultado.
Aunque al principio estos episodios asombraron a los fran­
ceses, más tarde se hicieron habituales y ya nadie se sorprendía
de nada en la guerra de España.
Hacia mediados' del verano se vio que ciertas potencias eu­
ropeas vencidas empezaban a cifrar grandes esperanzas en la
extensión del incendio más allá de los Pirineos. Se hablaba del
rearme de Austria, nación que se repuso y recobró fuerzas tres
años después de Austerlitz. E n la corte de Viena, en la nobleza
y entre los comerciantes, se encaraba cada vez más la posibilidad
de escapar a la opresión napoleónica. Hagamos notar que no sólo
en Austria sino también en Rusia, H ungría y Bohemia la nobleza
203 É. T A R L E

temía la consolidación del dominio napoleónico y en especial la


introducción del Código Napoleón que aboliría la servidumbre
Napoleón precisó evidenciar la fuerza de la alianza franeo-
rusa para precaverse de toda sorpresa por parte de Austria
mientras trataba de someter a los “ rebeldes” españoles.
“ Pronto Su Majestad Imperial reducirá por la fuerza al
salvaje populacho español” , decían eon deferencia los diarios
europeos. “ Parece qne por fin el bandido se ha arrojado él mismo
sobre el cuchillo” , cuchicheaban entre sí muchísimos lectores de
estas mismas gacetas en Prusia, Austria, Holanda e Italia, en
las ciudades h anseáticas, en el ducado ele Westfalia y en los Es­
tados de la Confederación del Rin. Pero aún no osaban creer
en la realización de sus propias esperanzas, Fue en medio de
esta atmósfera que se supo repentinamente que los emperadores
de Francia y Rusia se encontrarían en E rfu rt en otoño de 1808,

Napoleón había proyectado desde tiempo atrás esta demos­


tración de solidez de la alianza írancorrusa; pero a mediados
de julio de .1S0S un acontecimiento inesperado le hizo apresurar
su entrevista con Alejandro. El general Dupont, que conquista­
ba el sur de España, había invadido ya Andalucía, donde ocupó
Córdoba, y continuaba su avance. Se hallaba sin abastecimientos
en medio de una vasta planicie quemada por el sol, cuando los
innumerables guerrilleros que rodeaban su ejército atacaron por
todos lados y Dupont se vio obligado a rendirse el 17 de julio
cerca de Bailen. Aunque esto, desde luego, no significaba to­
davía que España se hubiera librado de los franceses, la capí-'
tul ación causó una impresión 'considerable en Europa. Las tro­
pas invencibles del imperio francés habían sufrido una derrota
indiscutible, aunque fuese parcial. Napoleón se infureció al reci­
bir la noticia y condujo a Dupont ante un consejo de guerra.
Afecto hallarse en calma e insistió en el hecho de que las pér­
didas Sufridas en Bailen eran absolutamente insignificantes en
comparación con les recursos del imperio. Pero comprendía per­
fectamente la influencia de este acontecimiento en Austria, donde
se efectuaba el rearme eon redoblada energía. Austria veía que,
contra todo lo esperado, Napoleón debía combatir no en un
frente sino en dos, y que este nuevo frente al sur de España
debilitaría mucho ele allí en adelante su actividad en el Danubio.
Para detener a Austria en la pendiente de la guerra era preciso
N¡ A p O L E Ó N 209

hacerle entender que Alejandro I invadiría las posesiones aus­


tríacas por el este mientras' Napoleón, su aliado, marcharía des­
de el oeste sobre Viena. Era preciso, pues, organizar en E rfu rt
una manifestación de amistad de ambos emperadores.
Desde Tilsit Alejandro I atravesaba por un período difícil.
¡ja alianza con Napoleón y su inevitable consecuencia —la rup­
tura con Inglaterra— lesionaban cruelmente los intereses eco­
nómicos de la nobleza y de la clase comerciante. Se consideraba
a Friedland y Tilsit no sólo una desgracia sino también una
infamia.
Confiado en las promesas de Napoleón, Alejandro esperaba
obtener con el tiempo, gracias a la alianza francorrusa, una parte
de Turquía, con lo que calmaría la oposición de los cortesanos,
oficiales de la guardia y nobles en general. Pero pasaba el tiem­
po y Napoleón no sólo no emprendía nada en ese sentido sino
que, segiin rumores recién llegados a Petersburgo, incitaba a los
torcos a prolongar su guerra contra Rusia.
Das dos partes ele la alianza í’rancorrusa esperaban poder
examinar de más cerca en E rfu rt la bondad de las cartas con
que cada una conducía su juego diplomático. Ambos adversarios
se engañaban uno a otro y lo sabían, aunque no por completo.
Recíprocamente no se tenían confianza pero se necesitaban,
Alejandro consideraba a Napoleón una gran inteligencia y Na­
poleón, por su parte, estimaba la fineza diplomática y la astucia
de Alejandro, de quien decía que era “ un verdadero bizantino5’.
Fue por esta razón, que en ocasión de su primer encuentro
en E rfurt, el 27 de septiembre de 1808, se abrazaron en público
calurosamente. Durante dos semanas se mostraron juntos en re­
vistas, paradas, bailes y festines, en el teatro, en partidas de
caza y paseos a -caballo. La publicidad era lo esencial de tocios
estos abrazos; toda la dulzura de estos besos se habría disipado
para Napoleón si los austríacos los hubiesen ignorado, y para
Alejandro de no haberse enterado los turcos.
Durante el año transcurrido de Tilsit a E rfu rt el zar tuvo
tiempo suficiente para convencerse de que Napoleón lo había
sólo seducido con sus promesas de darle “ el Oriente” y con­
servar para sí “ el Occidente” . E ra evidente que Napoleón no
permitiría la ocupación -de Constantinopla por el zar, así como
tampoco la de Moldavia y Valaquia, que prefería dejar en ma­
nos de los turcos. Alejandro vio también que en el curso del
210 £ . T A R L É

año que siguió a Tilsit Napoleón no halló ocasión de retirar sus


tropas ni siquiera de las regiones prusianas que había restituido
a su rey. E n cuanto a Napoleón, su objetivo más importante
mientras no hubiese terminado la guerra con los guerrilleros es­
pañoles, era evitar un ataque austríaco, para lo cual Alejandro
debería emprender operaciones activas no bien Austria comenzara
a atacar. Pero Alejandro no quería tomar sobro sí ni respetar
esta obligación especial, a pesar de que a cambio de esta ayuda
militar Napoleón estuviera dispuesto a ceder por adelantado la
Galitzia y hasta territorios en los Cárpatos. A consecuencia de
esto los más eminentes representantes de los eslavófilos y de los
patriotas nacionalistas de la historiografía rusa han reprochado
amargamente a Alejandro su rechazo de Napoleón y la pérdida
de una oportunidad que no volvería a presentarse jamás. Pero
tras débiles tentativas Alejandro cedió a la poderosa corriente
de la nobleza que veía en una alianza con Napoleón, dos veces
destructor del ejército ruso (en 1805 y en 1807) no sólo una
vergüenza —que en rigor se hubiese podido aceptar— sino tam­
bién la ruina. El zar recibía cartas anónimas que le recordaban
las circunstancias de la muerte de su padre, Pablo I, otrora tam­
bién amigo de Napoleón.
Sin embargo Alejandro temía a su adversario y no deseaba
romper con él bajo ningún pretexto. Napoleón quiso castigar a
Suecia por su alianza con Inglaterra, y Alejandro, ante la 'in ­
sistencia del emperador francés, declaró de inmediato la guerra
a Suecia en febrero de 1808. Al acabar esta guerra toda Finlan­
dia hasta el río Torneo fue separada de Suecia y unida a Busia;
pero Alejandro sabía que ni siquiera esta anexión había calmado
la irritación y la inquietud de los grandes propietarios rusos para
quienes el interés de su bolsillo estaba muy por encima de todas
las expansiones territoriales del .Estado hacia el norte estéril.
De.todos modos, la adquisición de Finlandia era para el.zar un
argumento para mostrar el peligro y la inutilidad de una ruptura
con Napoleón.
En E rfu rt, Talleyrand traicionó por primera vez a su amo
trabando relaciones secretas eon Alejandro, a quien aconsejó obs­
taculizar la hegemonía, hapoléóñica. N oes éste el lugar para pro­
fundizar sus móviles; más tarde daría como motivo de su con­
ducta los intereses de Francia, arrastrada al abismo por Napoleón
N a p o l e ó n 21Í
en Su insensata pasión por el poder. Talleyrand recibía dinero
¿el zar> aun(lue nienos de lo que esperaba.
Nos interesa destacar dos hechos. Ante todo Talleyrand, 'Con
una perspicacia superior, se había dado cuenta desde 1808 de
que muchos mariscales y altos personajes 'comenzaban a agitarse
más o menos -confusamente. Además Alejandro comprendía que
ei imperio napoleónico no era ni tan sólido ni tan invencible
como hubiera podido figurárselo. Comenzó por oponerse a la in­
sistencia de Napoleón con respecto a una intervención militar
¿e¡ Rusia contra Austria en caso de una nueva guerra austro-
francesa. Cuando en una de estas discusiones Napoleón, encole­
rizado, arrojó su sombrero al suelo y comenzó a patalear, Ale­
jandro declaró: ‘‘ Sois vivo de genio, pero yo soy testarudo. . .
Hablemos, razonemos, o me iré ’’.
Si bien la alianza continuaba existiendo formalmente, Na­
poleón no podía ya contar con ella. En Rusia se es'peraba con
gran inquietud: ¿terminaría felizmente la entrevista de E rfu rt?
¿no haría arrestar Napoleón a Alejandro, así como detuvo -cua­
tro meses antes a los Borbones de España después de atraerlos
a Bayona? “ Nadie esperaba ya que dejara p artir a Vuestra
Majestad ’ dijo con franqueza— y con gran despecho de Ale­
jandro —un viejo general prusiano cuando el zar regresó de
Erfurt.
En apariencia todo marchaba a la perfección; los reyes va­
sallos y otros monarcas del séquito de Napoleón no cesaron de
enternecerse, durante toda la entrevista de E rfurt, por el amor
recíproco de ambos emperadores. Pero cuando se hubo despedi­
do de Alejandro, Napoleón quedó preocupado: sabía que ni los
reyes vasallos ni Austria creían en la solidez de la alianza. E ra
precisó term inar lo antes posible con los asuntos de España.
Napoleón envió -con urgencia 150.000 hombres a España,
donde ya tenía 100.000 y donde cada mes se extendía el levan­
tamiento de los campesinos. El término español “ guerrilla”
(pequeña guerra) no expresa exactamente lo que ocurría en­
tonces. Esta guerra contra los campesinos, artesanos, pastores y
arrieros inquietaba mucho más al emperador que las otras gran­
des campañas.-la resistencia encarnizada de los1 españoles pare­
cía particularmente asombrosa e inesperada después de la servil
sumisión de Prusia, y ni el mismo Napoleón suponía hasta dón­
de habría de extenderse el incendio español. Elio podía en cierta
medida desilusionar al general Bonaparte; pero “ la revuelta ele
los viles miserables” no podía ejercer influencia alguna sobre el
emperador Napoleón, vencedor de Europa.
Sin contar con la ayuda de Alejandro y persuadido de que
Austria lo atacaría, Napoleón se dirigió a España hacia fines
del otoño de 1808, preso de cólera hacia aquellos campesinos ye.
beldes, sucios y analfabetos.
Los ingleses habían logrado ya hacer un desembarco y ha­
bían expulsado a los franceses de Lisboa; ya Portugal no era
una base francesa sino inglesa. Los franceses dominaban sólo el
norte de España hasta el Ebro, y más allá casi no los había.
Los españoles poseían ya un ejército armado con fusiles ingleses,
al qne Napoleón atacó y derrotó por completo en Burgos el 1Q
de noviembre de 1808. Dos batallas ■más se desarrollaron du­
rante los días siguientes y pareció que el ejército español había
sido enteramente aniquilado.
El 30 de noviembre Napoleón marchó sobre Madrid, defen­
dida por una fuerte guarnición. Para aplastar a España había,
llevado consigo la “ legión polaca” , cuya creación ordenara en
1807 después de apoderarse de Polonia. Los polacos masacraron
a los españoles eon extraordinaria valentía, sin pensar en el pa­
pel sin gloria que desempeñaban al aplastar de esa manera el
movimiento de liberación nacional de ese pueblo.
Napoleón les había dicho que todavía debían merecer la res­
tauración de Polonia, y para merecer la de su patria ayudaban
a destruir la de los españoles. Napoleón entró en Madrid el 4 de
diciembre de 1808; declaró de inmediato a España y a lacapital
en estado de guerra e instituyó las cortes marciales.
Luego se ocupó de los ingleses: venció al general Moore, que
fue muerto durante la persecución de los restos' del ejército in­
glés por los franceses. Parecía de nuevo perdida la causa de
España, pero la situación de la población insurrecta empeoraba
y más furiosa se hacía la resistencia.
La ciudad de Zaragoza, sitiada por los franceses,resistió
varios meses hasta que al fin el mariscal Lannes se apoderó de
las fortificaciones exteriores y el 27 de enero de 1809 entró en
la dudad, donde se produjo entonces un acontecimiento que no
se había visto jamás durante ningún sitio.
Cada casa se convirtió en una fortaleza y fue preciso tomar
por separado cada cobertizo, cada caballeriza, cada sótano, cada
N A P O L E Ó N 213

crranero. Esta atroz carnicería se prolongó durante tres largas


sem anas en la ciudad ya tomada pero que continuaba defendién­
dose. Los soldados de Lannes masacraban a todo el mundo indis­
tintamente, hasta a las mujeres y los niños, puesto que las mu­
jeres' y los niños daban muerte a los soldados en la primera
ocasión. Los franceses mataron a 20.000 hombres de la guarni­
ción y a más de 3-2.000 personas de la población civil.
El mariscal Lannes, húsar fogoso que no se asustaba de
nada, estaba aterrado ante el espectáculo de estos innumerables
cadáveres, “ iQué guerra! ¡Verse obligados a matar a tales
valientes, aunque sean locos! ¡ Esta victoria no traerá más que
tristeza!” , decía a su estado mayor.
El sitio y la m ina de Zaragoza fueron como una conmoción
para Europa, sobre todo para Austria, Prusia y los otros Estados
'demanes. La comparación entre la actitud de los españoles y
la docilidad de esclavos de los alemanes emocionaba, desconcer­
taba e inspiraba vergüenza.
Pero la burguesía de los países sometidos no podía perma­
necer inactiva por mucho tiempo: estimulada por Napoleón, li­
brada de la servidumbre y puesta en la vía de un libre desarrollo
capitalista, buscaba los medios ele escapar a su vez al yugo eco­
nómico en que la mantenía sujeta la política napoleónica.
Estos medios se descubrían a medida que se desarrollaba el
movimiento de liberación nacional contra Napoleón. En 1808,
1809 y 1810 este movimiento era todavía esporádico pero en
1813 debía extenderse como un gigantesco incendio a todos los
países oprimidos.
En 1806, antes de la derrota prusiana, Napoleón había mos­
trado cómo se conducía frente a las más pequeñas tentativas de
hacer renacer el espíritu de protesta en el pueblo alemán. En
Ntiremberg se halló en casa del editor Palm un folleto anónimo
“ Alemania en su más profunda humillación” , escrito en tono de
elegías y sin ningún llamado a la rebelión. Napoleón exigió al go­
bierno bávaro que se fusilase al autor y como Palm se negara a
declarar su nombre, que se fusilase al mismo Palm, orden que se
ejecutó de inmediato. Esto había ocurrido a fines del verano de
1806, aún antes de Jena, Friedland y Tilsit. Después de Tilsit,
Napoleón creyó posible hacer -cuanto quisiera, no sólo en Baviera
o en los Estados de la Confederación del Rin sino también en
214 E . T A R L E

Hamburgo, Dantzig, Leipzig, Koenigsberg, Breslau y en general


en toda Alemania.
Ignoraba que en Berlín Fichte» bacía durante §us cursos ne­
bulosas alusiones patrióticas; que en las universidades alemanas
se constituían círculos de estudiantes donde, si bien no se osaba
hablar aún de un levantamiento contra el avasallador común
crecía un odio sordo y profundo contra él. E l emperador no ha­
bía advertido aún que si bien la burguesía alemana o de los paí­
ses vasallos se alegraba por la introducción del Código Na­
poleón y la abolición del feudalismo, consideraba en cambio un
precio demasiado alto por estos beneficios el yugo político y fí.
nanciero francés y “ el impuesto de sangre” , es decir, el recluta­
miento destinado a eompletar el gran ejército francés. Napoleón
no sabía todo esto o no quería saberlo.
Según la expresión de un testigo, los monarcas y aristó­
cratas alemanes de ambos sexos se condujeron en E rfu rt como
verdaderos lacayos y doncellas de servicio ante un amo irritado
pero que se mostraba generoso sá se le besaba la mano en el mo­
mento oportuno.
Goethe, el más grande poeta de Alemania, le había solicitado
audiencia. Cuando Napoleón lo recibió por fin en E rfu rt (olvi­
dándose, dicho sea de paso, de ofrecer un asiento al anciano
poeta) y se dignó elogiar el “ W erther” , Goethe quedó encantado.
E n una palabra, las clases superiores de Alemania, las únicas
con que Napoleón tuvo relaciones directas, no se inclinaban de
ningún modo a protestar y el resto de la población obedecía en
silencio. Pero en cambio las noticias de Austria se hacían más
inquietantes.
En A ustria se pensaba que esta vez Napoleón debería ba­
tirse con una sola mano, ya que en la otra debía sostener
la terrible carga de España, a la que era sabido que no dejaría
en paz bajo ningún pretexto. No era ya un capricho del déspota
sino otra cosa: estaba atascado en España por mucho tiempo.
Y se comprendía la razón. En aquel momento el bloqueo
continental estaba reforzado por nuevos decretos complementa­
rios, nuevas medidas de policía, nuevos actos políticos del empe­
rador francés. Abandonar la península ibérica cuando los in­
gleses se encontraban en ella habría sido abandonar el bloqueo
continental, es decir el resorte esencial de toda la política na* .
poleónica.
N A P O L E Ó N 215

Napoleón, seguramente, se ocupaba más de preparar la gue­


rra contra Austria que de la traición o la supuesta traición del
venal Talleyrand y el espía Fouché —viles bribones según él—,
y fue precisamente por esta causa que en enero de 1809 dejó
librada España a la discreción de sus mariscales (los que per­
dían en su ausencia la mitad de su valor m ilitar) y al arbitrio
¿je su hermano José, rey de España, que, tanto con Napoleón
•c0nio sin él no dio-nunca pruebas de valía.
No bien salió Napoleón de España, recién aplastada por un
pogrom militar organizado, se reavivó el fuego de la insurrección
popular y el incendio se propagó a todo el país. Inalcanzable y
sin conocer el miedo surgía de bajo tierra este fugaz enemigo que
seguía inmovilizando en España la mitad del Gran E jército :
300.000 hombres de las mejores tropas. Mientras tanto el empe­
rador preparaba rápidamente la otra mitad para una nueva y
difícil guerra contra Austria.
Obtuvo en Francia lO'O.OOO hombres mediante un recluta­
miento anticipado: hizo efectuar una leva en los* países sometidos
de Alemania, que le proporcionaron sin protestar otros 150.000
reclutas, y llamó a más de 110.000 viejos soldados con los que po­
día contar muy especialmente. Envió de éstos 70.000 a Italia,
donde debía esperarse una irrupción de los austríacos.
Así, pues, cerca de la primavera de 1809 podía dirigir él
mismo, y lanzar contra Austria poco más de. 300.000 soldados.
Austria, por su parte, reunía también todas sus fuerzas.
La corte de Austria, la aristocracia y la nobleza media, que
fomentaran esta guerra, estaban de acuerdo y hasta la nobleza
húngara permaneció en esa ocasión fiel a la “ corona” : era pre­
ciso defender y consolidar el derecho de la servidumbre, sagrado
para ellas, ese derecho tan mutilado desde el punto de vista geo-
■gráfico y tan trastornado políticamente por Napoleón en el curs'o
de las tres guerras (1796-1797, 1800 y 1805) con que aniquiló al
ejército austríaco y arrancó los mejores territorios de la monar­
quía de los Habsburgo. El bloqueo beneficiaba a la burguesía in-
dustrial relativamente insignificante en la monarquía de los Habs­
burgo (con excepción de Bohemia), pero perjudicaba en cambio
a la burguesía comercial y a toda la masa de consumidores. La
guerra provocada por la corte austríaca en 1809 era también más
popular que cualquiera otra de las guerras anteriores con Ñapo-
216 T A P, L É

león. ‘;Los raros del sol brillan por fin del lado ele España” ,
repetía en Austria y en Alemania.
El mundo entero retenía el aliento y esperaba; Napoleón se
disponía a batirse junto a sus tres mejores mariscales: Davout
Massena y Lannes. Deseaba que Austria atacara primero porquQ
así dispondría de nn ardimiento suplementario en la importante
discusión entablada en E rfu rt eon Alejandro y todavía no ter-
m inada: no perdía las esperanzas de una intervención de Rusia
contra Austria.
El 14 de abril de 180fl el mejor general austríaco, el archi­
duque Carlos, invadió Baviera.
Por supuesto, Napoleón no podía contar mucho con los
100.000 alemanes, hechos soldados por la fuerza, que constituían
la tercera parte de su ejército. Sabía que cuerpos magníficos y
combativos quedaban en España y cuán lamentables pérdidas su­
fría allí abajo el ejército francés. Y no era el único en saberlo;
los austríacos actuaban esta vez eon una fuerza y una audacia
sin precedentes. En la prim era gran batalla, que tuvo lugar en
Abensberg (Baviera), los austríacos fueron rechazados después de
perder más de IB.000 hombres, pero peleaban muy valerosamente,
mucho mejor aíin que en Ar-cole, en Marengo y en Austerlitz.
La segunda batalla tuvo lugar en Bckmühl el 22 de abril y
terminó con una nueva victoria de Napoleón; el archiduque Car­
los debió volver a atravesar el Danubio con pérdidas considera­
bles, después de lo cual el mariscal Lannes tornó por asalto Ra-
tisbona. Napoleón, que dirigía el sitio, fue herido en un pie en
lo más recio de la acción. Se le. quitó la bota, se 1c hizo una rá­
pida curación y luego ordenó que se lo subiera al caballo de inme­
diato, prohibiendo que se hablara de su herida para no alterar
a los soldados: al entrar en la ciudad tomada sonreía, disimulan­
do su sufrimiento, a los soldados que lo aclamaban. Las batallas
de Eckmühl y de Ratisbona costaron a los austríacos alrededor
de 50.000 hombres entre muertos, heridos, prisioneros y des­
aparecidos.
El 3 de mayo Napoleón atravesó el Danubio en persecución
del archiduque Carlos que se batía en retirada; en Ebersberg le
dio alcance y el archiduque fue derrotado y rechazado. El 8 de
mayo Napoleón durmió en el palacio clel emperador de Austria,
en Sehoenbrunn, como en 1805, y el 13 el burgomaestre le entregó
las llaves de la capital. Parecía que la campaña tocaba a su fin.
N A P O L E Ó N 21 7

Pero el archiduque Cartas había tenido tiempo de hacer pa­


sar su ejército a la orilla izquierda del Danubio por los puentes
de Viena y de incendiarlos después. Napoleón concibió entonces
una operación sumamente difícil.
Más abajo de Viena, a 500 metros de la orilla derecha del
Danubio, comenzaba un banco de arena que terminaba en la
isla Lobau. Napoleón decidió establecer un puente de embarca­
ciones hasta este alto fondo y hacer pasar las principales fuerzas
rlc'su ejército/disminuidas por los combates y las guarniciones
dejadas en el camino. Luego, sin dificultad, se pasaría a la ribera
septentrional por un brazo estrecho del río.
El 17 de mayo se efectuó el pasaje hasta Lobau; luego Na­
poleón dio orden de tender un puente de embarcaciones desde
la isla hasta la orilla izquierda, y por él atravesaron primero el
cuerpo del mariscal Lannes y luego el ele Masséna. que ocuparon
los dos pueblos más próximos, Aspern y Esslin¿>\ Entonces el ar­
chiduque Carlos atacó los otros dos cuerpos de ejército y las
demás unidades francesas que venían detrás.
Se desencadenó una furiosa bataUa. Lannes, con su caballe­
ría, se lanzó para atacar a sable a los austríacos que retrocedían
en buen orden, cuando de improviso se rompió el puente que unía
3a isla a la orilla vienesa, con lo cual, el ejército francés quedaba
sin abastecimiento de municiones. Napoleón ordenó a Lannes que
se replegara inmediatamente, lo que ejecutó combatiendo y con
grandes pérdidas. Una bala de cañón cayó sobre el mariscal Lan­
nes destrozándolo y arrancándole casi por completo las dos pier­
nas. Lannes murió en brazos de Napoleón, en cuyos ojos se vieron
lágrimas por segunda vez.
El ejército francés se batió en retirada hacia Lobau. Y por
más que Napoleón para consolarse se repitiera que las pérdidas
francesas eran de 10.000 hombres (en realidad 16.000) mientras
ane los austríacos habían perdido 35.000 hombres (en realidad
27.000), eran indiscutiblemente evidentes la derrota y la retirada..
La corte y el gobierno, que habían huido de Viena, s'e lle­
naron de alegría y se dispusieron a volver a la capital; pero el
archiduque Carlos, hombre serio y de talento no sólo no se jac­
taba de ha.ber obtenido una victoria sino que además se irritaba
por todas estas exageraciones. En todo caso, no se trataba ya del
levantamiento del sitio de Acre en 1799 ni de Eylau en 1807.
218 E. T A R L É

El tercer fracaso de Napoleón asumía una importancia mucho


mayor.; la derrota era mucho más evidente.
' Napoleón sabía que el comandante prusiano Schill con su
regimiento de húsares había emprendido de pronto en Alemania
una especie de guerra de guerrillas contra los franceses; que el
campesino tirolés Andreas Hofer. hacía una guerra semejante en
las montañas del Tirol; que en Italia reinaba, una gran inquie­
tud y que en España (aunque quedaran allí los 300,000 soldados)
continuaba ferozmente la lucha contra nuevas fuerzas. Las no­
ticias de la batalla de Essling según las cuales el emperador ha­
bía sido tomado y encerrado en la isla Lobau (como se decía en
Europa tomando los deseos por realidades), aumentaban la ener­
gía de. los combatientes que surgían por todos lados.
Sin embargo Napoleón no perdió su sangre fría y su vigor.
Durante estas terribles jom adas parecía que sólo le afligiera la
muerte del mariscal Lannes y no la batalla perdida. Conocía las
enormes bajas de los austríacos, que en la primera parte de la
campaña, antes de Viena, perdieron más de 50.000 hombres, mu­
cho más que los franceses. Calculaba, reforzaba el ejército y al
mismo tiempo leía los informes' que le llegaban de todo el impe­
rio. Supo con curiosidad que según las prédicas del papa Pío VII
y sus cardenales, la batalla de Essling era el castigo divino que
caía sobre el opresor universal, sobre el tirano ofensor y perse­
guidor de la Iglesia. A pesar de sus inquietudes, Napoleón tomó
nota de la actitud del representante oficial de Dios.
Napoleón iba a Viena, tanto a Schoenbrunn como a Lobau,
y pronto supo -comunicar a sus soldados una entera confianza en
la próxima victoria. A mediados de mayo el ejército había des­
cansado y recibido refuerzos; la isla de Lobau había sido forti­
ficada con extremo cuidado. El emperador estaba definitivamente
convencido de que el archiduque Garlos, que permaneciera inac­
tivo durante todo este tiempo, no estaba en condiciones de atacar
y de que sería él, Napoleón, quien fijara la fecha de la batalla
decisiva.
Terminados los preparativos militares se tomó algunos díap
de descanso. Se ocupó ante todo del pontífice romano, Pío VII,
que debía arrepentirse amargamente de la perspicacia y sobre
todo de 1-a rapidez eon que había discernido la mano del Señor
en la batalla de Essling. El 17 de junio de 1809' apareció un de- .
ersto de Napoleón que declaraba unidos al territorio francés* la
N A P O L E Ó N 219

ciudad de Roma y todos los territorios pontificios. “ Dado en


nuestro campamento imperial de Viena” . 1 Con estas palabras
terminaba el decreto que arrebataba a los soberanos pontificios las
posesiones que, según un documento famoso, pero apócrifo, ha­
bía “ dado” el emperador Constantino al papa Silvestre I a co­
mienzos del. siglo IV.
Apenas apareció el decreto los franceses ocuparon definiti­
vamente Roma. El Papado se veía privado de todo lo que pose­
yera durante mil quinientos años. Pío V II fue conducido a Sa­
cona bajo la custodia de una buena guardia.
Después de castigar al papa, Napoleón pasó a efectuar los
siguientes preparativos militares. Los días 2, 3 y 4 de julio llevó
a la isla de Lobau nuevos cuerpos de ejército y más de 550 pie­
zas de artillería. El 5 de julio ordenó se comenzara el pasaje a la
orilla izquierda del Danubio. Además de las antiguas formaciones
complementarias disponía ahora del cuerpo de ejército de Mac-
donald que había regresado de Italia.
La batalla se libró el 5 de julio de 1809 en forma muy dis­
tinta a la prevista por el archiduque Carlos y en un paraje in ­
esperado. Napoleón tenía un fírme principio: no hacer lo que el
enemigo pudiese esperar.
La artillería francesa comprendía de 550 a 560 piezas y la
austríaca algo más de 500; ambas estaban muy bien abastecidas.
Con el mayor cuidado se organizó el pasaje del Danubio por
las tropas. El combate fue extraordinariamente violento y en los
días 5 y sobre todo 6 de julio hubo momentos de gran peligro
para Napoleón, que se mantenía en el centro de Ja batalla mien­
tras los mariscales Davout, Macdonald, Massena y el general
Drouot, comandante de la artillería, actuaban con una precisión
difícil de encontrar, en peleas tan colosales. La columna Mac­
donald (26 batallones formados en un cuadrado de mil metros
de laclo), después de un espantoso cañoneo, arrolló el centro del
ejército austríaco, soportando formidables pérdidas. Detrás ve­
nían las reservas. Mientras tanto al norte el mariscal Davout, en­
viado por el emperador, penetraba luchando furiosamente en el
pueblo de Wa.gram situado en la altura. El ejército austríaco
fue derrotado. ..
Por la tarde del "6 de julio de 1809 todo había terminado.

1 N apoleón: Gorrespondance. París ( 1 8 5 8 - 1 8 7 0 ) .


220 E T A R. L É

Los austríacos eran rechazados, si bien no todos huían a desbau-


dada y nna parte de ellos conservaba su formación.
Seguramente la derrota de Wagram era tan espantosa como
la de Austerlitz para el ejército austríaco, que perdió en la se.
gruida jornada más o menos 37.000 hombres entre muertos, heri­
dos y prisoneros; en cuanto a los franceses, sus pérdidas, aunqn*
menores que las de ios vencidos, fueron también muy elevarlas v
en este sentido la victoria les había costado muy cara.
Durante casi toda la semana siguiente se persiguió al ejército
derrotado: Napoleón seguía a 3a caballería que acuchillaba a los
fugitivos. El 11 de julio recibió la solicitud de audiencia do)
príncipe Lichtenstein, recién nombrado edecán general del empe­
rador Francisco, en cuyo nombre venía a pedir el armisticio,
Napoleón consintió, pero sus condiciones fueron muy duras*, to­
dos los lugares de Austria que en el momento del armisticio so
hallaran ocupados por un destacamento francés?, por pequeño que
fuera, serían evacuados de inmediato por los austríacos y que­
darían como prenda en manos de los franceses hasta que se fir­
mara la paz definitiva. Lichtenstein aceptó todas las condiciones.
Comenzaron las negociaciones. El emperador Francisco esta­
ba dispuesto a to d o ; había perdido el valor y maldecía a los que
durante nn año y medio lo arrastraron a esta guerra a trox, la
más sangrienta de todas cuantas emprendiera Austria desde
la Guerra de los Treinta Años en el siglo X V III. Aterrorizaba
recordar cómo Napoleón había castigado al papa aún antes de la
batalla de Wagram. Después de esta victoria, ¿qué haría con
Austria ?
Las pretensiones de Napoleón fueron mucho' mayores que
después de Austerlitz; exigía la cesión de nuevos territorios aus­
tríacos: Carintia, Carniola, Istria, la ciudad y la provincia de
Trieste, una superficie considerable al oeste y al noroeste de las
posesiones austríacas y una contribución de guerra de 134.000.000
de florines oro. Los austríacos negociaron largamente imploraron
y usaron de astucias, pero todo fue en vano: el vencedor se man­
tuvo despiadado e inflexible y sólo consintió en disminuir la con­
tribución en 49.000.000 y conformarse con 85.000.000, así comxo
también en algunas pequeñas reducciones en la cesión de terri­
torios.
Napoleón habitó en Schoenbrunn durante las negociaciones.
Viena y toda la Austria ocupada observaban una completa sumi-
N A P O L E Ó N 221

dón, ya que en Austria, y Alemania se habían desvanecido todas


las esperanzas a que diera lugar la batalla de Essling. Al prepa­
rar el tratado de paz, Napoleón incluyó la interdicción para Aus­
tria de mantener un ejército de más de 150.000 hombres, cosa
que también fue aceptada por Francisco.
El 12 de octubre Napoleón pasó revista a su Guardia ante
el palacio de Schoenbrunn. A estas revistas solía concurrir, sobre
todo los días feriados, numeroso público deseoso de ver a Napo­
león, que inspiraba en todas partes una insaciable curiosidad. El
emperador admitía al público en estas revistas; en general le
gastaba Viena por su absoluta docilidad.
Cuando estaba por teminar la revista del 12 de octubre, un
muchacho bien vestido consiguió deslizarse entre los caballos del
séquito y aproximarse, al del emperador con la mano izquierda
tendida en ademán de súplica. Se lo detuvo antes de que. tuviera
tiempo de sacar un largo puñal de entre sus ropas.
Después de la revista Napoleón quiso ver al detenido. Era
un estudiante sajón de Naumburgo llamado Federico Staps.
“ —¿Por qué queríais asesinarme?”
“ —Porque nunca habrá paz para Alemania mientras estéis
en el mundo” .
“ —¿Quién os ha inspirado este proyectoV’
“ —El amor por mi país” .
“ -—¿No lo habéis concertado eon nadieV ’
“ —No, lo he hallado en mi conciencia” .
“ —¿Acaso en las escuelas que seguisteis se enseña esta
doctrina?”
“ —Gran número de los que han estudiado en ellas conmigo/
abrigan estos sentimientos y están dispuestos a sacrificar su vida
por ia p a tria ” .
“ —¿Quisierais ser B ru to !”
Parece ser que el estudiante no respondió. Es por esto que
Napoleón dijo más tarde que Staps no debía saber muy bien
quién era Bruto.
í£—¿Qné haríais si os dejara en libertad?”
Staps guardó un largo silencio y luego respondió:
“ —Os' m ataría” . 1

1 T h ie r s : H lstoire áu C onm lat et de VEm pire, Bruselas (1845)


V III, 5 4 0 .
222 E . T Á R L ±

Napoleón calló y se retiró sumido en hondos pensamientos


El consejo de guerra se reunió la misma tarde, y al día si­
guiente se fusiló a Staps.
Napoleón prohibió hablar de estos sucesos. Dos días des­
pués, el 14 de octubre de 1809, el emperador Francisco I acabó
de firm ar en Schoenbrunn. el tratado de paz que tanto mutilaba
sus posesiones y que tan fuertemente consolidaba la posición del
dictador de Europa.
Cien mil hombres aniquilados, la ruina del país, millones de
florines de contribución, la pérdida de casi un tercio de sue me­
jores territorios y de varios millones de habitantes, y la mayor
dependencia con respecto al vencedor, eran el precio con que el
imperio de A ustria debía pagar el fracaso de su loca tentativa de
sacudir el yugo napoleónico.
C a p ít u lo XI

NAPOLEON Y EL IM PERIO EN EL APOGEO


-n-qrr.
xjjUíU -DrvroqiT?
x

1810 -1811

Napoleón salió de Viena apenas firmada la paz de Schoen-


brnnn y pocos días después entró en su capital >eomo triunfador,
lo mismo que a su regreso de Egipto o después de Marengo, Aus­
terlitz o Tilsit.
El inmenso imperio habla aumentado aún m ás: los fieles va­
sallos fueron generosamente recompensados y la audacia de los in­
dómitos severamente castigada. El papa ya no poseía territorios;
se había dispersado a los rebeldes tiroleses; por orden de Napo­
león un consejo de guerra prusiano condenó a muerte al coman­
dante Sehill. Las noticia,s de Inglaterra hablaban de ruina, ban­
carrotas, suicidios de comerciantes e industriales y del descon­
tento popular, lo que significaba que el bloqueo continental habla
justificado las esperanzas puestas en él.
El imperio mundial alcanzaba el apogeo de su esplendor, de
su poderío, de su riqueza y de su gloria.
Napoleón sabía que si había sometido a Europa sólo por la
fuerza no podía mantenerla sumisa más que por el temor. Pero
Inglaterra no capitulaba. E ra evidente que el zar intrigaba y
Napoleón no había recibido de él ninguna ayuda durante la re­
ciente guerra de Austria. Como a bestias salvajes se fusilaba a
los españoles, que 'continuaban batiéndose furiosamente con la
energía de la desesperación y a quienes, como en el pasado, nada
impresionaba; ni Wagram, ni las nuevas victorias del emperador,
ni el mayor prestigio del vencedor mundial.
Alrededor de Napoleón gravitaban mariscales devotos como
Junot, ambiciosos inteligentes del tipo de Bernadotte, finos aris-
¡224 E T A R L É

toe-ratas felones como Talleyrand, simples ejecutantes como


vary, sin iniciativa y dispuestos; a fusilar a su padre al menor
gesto de Napoleón ; sátrapas crueles, fríos procónsules como Da­
vout, capaces de incendiar París si tal cosa les pareciera útil •
los hermanos y hermanas del emperador, rebosantes de ambición
y orgullo, sin valor, chismosos, hechos reyes y reinas por el amo
supremo a quien no causaban más que disgustos e irritación.
Cerca del emperador no hubo jamás un solo hombre a quien hu­
biera podido hablar eon el corazón en la mano, y dado su natural
tampoco hubiera podido encontrarlo.
Muchas guerras habrían de venir. Nadie en Francia, ni el
m'smo Napoleón, dudaban que estuviera ya fundida la bala des­
tinada a matarlo, lo que por otra parte era muy posible.
En Francia, y para Francia, es decir para los ‘‘viejos de­
partam entos'’, Napoleón se conduela bien conscientemente tanto
como soberano francés como en su calidad de emperador de Occi­
dente, rey de Italia, protector de la Confederación del Rin, etc.,
etc. Consideraba que cuanto hada por Francia era inquebranta­
ble y de larga duración. Por lo pronto lo mantendría mientras
viviese, pero era necesaria una dinastía, un heredero y como Jo­
sefina ya no podía darlo se precisaba otra mujer.
Al evocar insistentemente la bala que hirió al emperador en
Ratisbona y el afilado puñal de Staps, se comprendió cuán frá­
gil era el hilo que sostenía el edificio napoleónico, y la cuestión
dinástica adquirió una. enorme importancia.
Los historiadores franceses han escrito numerosos volúmenes
sobre Josefina, sus aventuras, su divorcio" y sobre su desvaneci­
miento cuando Napoleón le dijo repentinamente, por primera vez,
que le era preciso divorciarse de ella para casarse con otra mujer.
Sólo nos interesa este episodio como anillo de la cadena de acon­
tecimientos políticos posteriores a "Wagram, y en consecuencia
seremos breves al n arrar los antecedentes del divorcio imperial.
Si alguna vez Napoleón amó con pasión y exclusividad a una
mujer, fue a Josefina en los primeros años de su matrimonio y a
nadie volvió a querer en la misma forma ni aun a la condesa Wa-
lewska, sin hablar, de las otras mujeres con quienes tuvo relacio­
nes más o menos duraderas. Pero de esto hacía ya mucho tiempo;
en 1796 y 1797, durante la campaña de Italia, fue cuando Napo­
león escribo a Josefina cartas ardientes y desbordantes de pasión.
No se separó de ella cuando supo que había tenido aventuras
Ñ A P O E ó N 225

elúdante su ausencia, pe i.'o se disiparon sus antiguos sentimientos;


jíabían pasado los años y Josefina se conducía con más decencia.
Como emperatriz era muy buena y se la amaba. Temía mucho a
u marido, pero se acercaba a él cada vez más. Napoleón le había
prohibido categóricamente que intercediese ante él, sea por quien
fuere y al rechazar un podido no cesaba de agregar: “ Nada
debe valer si la empertriz intercede por é l” . No podía sufrir ni
aun esta débil intervención de las mujeres en los negocios' de
Estado y en general en cualquier negocio.
No se irritaba contra Josefina porque hubiera sido siempre
un eerebro vacío, incapaz de pensar en nada que no fuesen las
modas, los' diamantes, los bailes y otras frivolidades. También se
decía en los medios mundanos que las persecuciones de Napoleón
a Mme. de Stael se debían menos a su liberalismo y a su espíritu
opositor de escritora, que el emperador hubiera podido disculpar,
que a su inteligencia y cultura. Napoleón no podía perdonar de
ninguna manera esta cualidad inconveniente en las mujeres, y
deste este punto de vista no tenía nada que reprochar a Josefi­
na. No hay duda de que los historiadores y los biógrafos tienen
razón cuando afirman unánimemente que Napoleón no s'e resig­
naba a divorciarse de un corazón ligero; pero como de costumbre,
cuando había tomado una decisión perseguía directamente su fin
y no tardaba en ejecutar lo que era producto de sus maduras
reflexiones.
Un solemne consejo de grandes personajes estudió el pro­
blema y resolvió rogar a Su Majestad, por la felicclad del impe­
rio, que tomara otra esposa. Por un laclo la mayoría de ellos
compartían con evidente sinceridad la opinión del emperador,
ya que su bienestar material se hallaba muy ligado al destino de
los B onaparte: querían la prolongación del imperio y no la res­
tauración de los Borbones. Y se daban cuenta de que sólo se
consolidaría “ la nueva F rancia” con el nacimiento de un here­
dero directo del trono.
Por otra parte todos, hasta el mismo Talleyrand antes de
su caída, soñaban con un estrecho acercamiento de Napoleón eon
una de las dos grandes potencias de entonces: Austria o Rusia,
acercamiento no sólo político sino también dinástico, que hubiera
acabado con las interminables guerras y los crecientes peligros.
Unos —eon Fouehé— querían que Napoleón se casara con la gran
duquesa Ana Pavlovna, hemana de Alejandro, otros preferían a
226 E . T A R L É

la archiduquesa María Luisa, hija del emperador de Austria*


pero Napoleón sólo se preocupó por buscar novia cuando el di!
vorcio se hubo decidido formalmente.
Deseaba term inar pronto y además' las esposas posibles no
eran muy numerosas. Aparte del imperio francés sólo podía aún
hablarse en el mundo de tres grandes potencias: Inglaterra, Ru.
sia y Austria.. Con Inglaterra la lucha era a muerte. En cuanto
á Rusia era indiscutiblemente más fuerte que Austria, a la que
Napoleón acababa de aplastar espantosamente por cuarta vez en
el término de trece años.
Así pues, era preciso empezar por Rusia, donde había dos
grandes duquesas hermanas de Alejandro. Elegir una de ellas
era cuestión de tercer orden para Napoleón, que no había visto
a una ni a otra. Apresuradamente se casó a Catalina Pavlovna
con Jorge de Oldenburgo, y el embajador francés en Petersburgo
recibió encargo de pedir al zar, no oficialmente, la mano de’la
segunda, Ana. Alejandro chocó no sólo con la resistencia decidida
de su madre, María Fedorovna, sino también con la oposición de
los que le rodeaban: ningún gran dignatario, con excepción de
Rumiantsev y de Speranski, eran favorables a nn acercamiento
con Napoleón.
En diciembre de 1809 y enero de 1810 reinaba gran agita­
ción en la corte de Rusia. En Petersburgo Alejandro I no cesaba
ele asegurar a Caulaincourt, embajador de Francia, con las* pa­
labras más halagadoras, que personalmente era grande su deseo
de ver a su hermana convertida en la esposa de Napoleón, pero
que la emperatriz madre juzgaba demasiado joven a Ana, en­
tonces de 16 años.
Des’de Pavlosk, María Feclorovna, sostenida por un impor­
tante sector de la corte, se oponía con todas sus fuerzas a este ma­
trimonio. E l odio que la nobleza y sobre todo los 'grandes aristó­
cratas terratenientes tenían a Napoleón crecía de año en año a
medida que el bloqueo 'Continental se hacía más estricto.
E l 28 de enero de 1810 Napoleón reunió en palacio a los
más altos dignatarios del imperio para examinar la cuestión del
divorcio y de un nuevo matrimonio. Habló en favor de la gran
duquesa una parte de los dignatarios, entre los que se contaban
el arehicanciller Cambacéres, el rey de Nápoles, M urat y el mi­
nistro de Policía Fouché; la otra se pronunció por la archidu­
quesa María Luisa, hija del emperador Francisco I. Napoleón
jíiismo, por la actitud evasiva de la corte rusa, dio a entender
ue se inclinaba hacia la princesa austríaca. La Asamblea no ex­
presó ninguna decisión precisa.
Nueve días más tarde llegó de Petersburgo la noticia de que
ia madre de la gran duquesa quería esperar un poco antes de
casar a su bija Ana Pavlovna porque era demasiado joven. El
mismo día se preguntó a Metternich, embajador austríaco en P a­
rís, si el emperador Francisco querría dar en matrimonio a Na­
poleón su hija María Luisa. Entonces, sin mayores reflexiones
(todo se había previsto en el momento del pedido de mano hecho
a Petersburgo) Metternich declaró que A ustria consentía en dar
la joven archiduquesa, bien que hasta entonces el tema no hu­
biera sido materia de ninguna conversación oficial. De inmediato,
la tarde del 6 de febrero, se reunió en el Palacio de las Tullerías
na nuevo consejo de dignatarios que por unanimidad se declaró
favorable al matrimonio austríaco.
Al día siguiente, 7 de febrero de 1810, se preparó el contra­
to matrimonial cuyo texto no ofreció mayores dificultades puesto
que se trató simplemente de sacar del archivo y copiar; el esta­
blecido cuando el matrimonio de Luis X VI, antecesor de Napo­
león en el trono francés, con otra archiduquesa au stríaca: María
Antonieta, la propia tía de María Luisa. Apenas redactado el
contrato fue enviado al emperador de Austria que no tardó en
ratificarlo, según se supo en París el 21 de febrero, y al día si­
guiente el mariscal Berthier, jefe del estado mayor, partió para
Austria con la curiosa misión de representar al novio, es decir,
Napoleón, en la ceremonia nupcial que debía celebrarse en Viena.
La capital austríaca acogió con júbilo la repentina deter­
minación napoleónica de contraer este matrimonio que parecía
la salvación después de las pérdidas y aplastantes derrotas del
año 1809 y en homenaje al cual se pasaron en silencio los pe­
queños desacuerdos* y disgustos que surgieron en medio de la ale­
gría vienesa de esos días. Ocurrió así que en lo más recio de las
solemnidades que precedieron al matrimonio, Napoleón hizo fu-
silar en Mantua al jefe de los insurrectos tiroleses, Andreas Ho-
fer. Antes de la descarga el patriota alcanzó a g ritar: “ Viva
mi buen emperador Francisco 1’ p e r o e s te buen emperador
Francisco, por quien Hofer había sacrificado su vida, prohibió
hasta pronunciar el nombre del oscuro campesino tirolés cuya ab­
soluta fidelidad y patriotismo tan inoportunamente expresados
¡223 E . T A R I .

habían estado a punto de provocar el enojo de Napoleón contra


toda Austria.
El matrimonio de la archiduquesa María Luisa eon el empe­
rador Napoleón tuvo lugar en la catedral vienesa de San Esteban
el 11 de marzo de 1810 con toda la pompa del ceremonial, en me­
dio de una abigarrada multitud y en presencia de la familia im­
perial austríaca, la corte, cuerpo diplomático, dignatarios y ge,
nerales. La novia, ele 18 años de edad, no había visto jamás a su
futuro esposo ni le vio tampoco el día de su boda, porque Napo­
león, como ya dijimos, halló superfino molestarse en hacer per-
sonalmente un viaje a Viena aun mediando ana circunstancia
tan excepcional como la de su propio matrimonio. Viena. lo pasó
por alto y el mariscal Berthier desempeñó dignamente su misión
durante la ceremonia religiosa. Seguida por su séquito y en medio
de los honores debidos a su rango, la nueva emperatriz francesa
partió para Francia; numerosos homenajes rendidos a lo largo
del camino, a través de países vasallos como Baviera, le hicieron
sentir que era la esposa clel dueño de Europa. Napoleón salió a
su encuentro en Compiégne, donde los esposos se vieron por pri­
mera vez.
El matrimonio de Napoleón produjo enorrne impresión en
Europa y se lo comentaba en todos los tonos: ‘‘Las guerras han
terminado ya, Europa está en equilibrio, empieza nna era feliz” ,
decían los comerciantes de las ciudades hanseáticas persuadidos
de que Inglaterra, privada en adelante del apoyo austríaco en
el continente, se vería obligada a concluir la paz.
“ Dentro de algunos años combatirá a las potencias que no
le hubieren concedido una esposafí, habían dicho los diplomá­
ticos después de la primera asamblea de altos dignatarios
franceses.
Dentro de lo inestable de la situación general era claro que
todo refuerzo de la alianza francorrusa amenazaba la existencia
misma de la monarquía austríaca y que todo acercamiento aus-
trofrancés desataba las manos a Napoleón en lo que a Rusia
respecta.
Algunos aristócratas austríacos entre los que se contaba el
viejo príncipe Metternich, padre del embajador de su país en
Francia, lloraron lágrimas de felicidad al conocer el matrimonio
que se preparaba, y el célebre Clemente de Metternich, hijo del
N A P O L E Ó N 229

anterior, no ocultaba su alegría. “ Austria está salvada” , se re­


petía en el palacio imperial de Schoenbrunn.
Reinaba en Petersburgo nna vaga inquietud: María Fedo-
rovna se entusiasmaba porque la hija del emperador de Austria
y no la suya había sido ofrendada al “ monstruoso M inotauro”
pero ni Alejandro 1, ni Rumiantsev, ni Kurakin, ni siquiera los
enemigos encarnizados de la alianza francesa disimulaban su agi­
tación. Les parecía que Austria marchaba definitivamente por la
estela napoleónica y que Rusia quedaba aislada en el continente,
cara a cara con el todopoderoso soldado de la Revolución que ha­
bía llegado a ser yerno del emperador de Austria.
Inmediatamente después de su matrimonio Napoleón inten­
sificó la aplicación sistemática de su política económica, política
que es indispensable comprender si se quieren representar con
absoluta claridad las baises del imperio napoleónico y las razones
de su derrumbamiento. El bloqueo continental no representaba en
realidad más que parte de la legislación económica creada, por el
emperador.
Su política económica y su política general se correspondían
perfectamente. Mediante guerras el conquistador transformó el
imperio de los franceses en imperio de Occidente, tratando de ex­
tender su dominio a Egipto, Siria, y la India, con lo que esos
“ nuevos departamentos” fueron decididamente subordinados, en
el terreno de la política económica, a los intereses de los “ viejos
departamentos” , o dicho de otro modo, a la Francia que Bona­
parte encontrara el 18 brumario cuando se convirtió en autócrata.
¿En qué diferían los “ viejos” departamentos de los “ nue­
vos” ? La diferencia era enorme: consciente y sistemáticamente
Napoleón ponía a los primeros en la situación de fuerzas explo­
tadoras y a los segundos en la posición de explotados; y por eso
era necesario oponerse por la violencia al desenvolvimiento eco­
nómico de los países conquistados.
D'esde el primer año de su gobierno hasta el fin de su rei­
nado, Napoleón mantuvo, sin alterarla en lo más mínimo, una
doctrina muy coherente: existen los intereses económicos “ na­
cionales” y existen también los intereses' del resto de la humani­
dad, que no sólo deben subordinarse sino también inmolarse a
los primeros.
¿Cuáles eran las fronteras de estas “ naciones” ? Al norte,
Bélgica, al este no el Rin sino la frontera de la antigua Francia
230 E . T A R L É

y Alemania, al oeste la Mancha y el Océano, y al sur los Pirj.


neos. Tanto como en entender los límites' de su poderío se esfor,
zaba Napoleón ¡en restringir el significado de las palabras
tereses nacionales” y lim itar geográficamente estos países prí,
vilegiados, la “ antigua F ran cia” , en cuanto se trataba de inte-
reses económicos, lo que resulta muy comprensible si se tiene en
cuenta que ambos empeños estaban estrechamente ligados en la
mente de la burguesía industrial y comercial francesa, cuyos
intereses eran la piedra angular de la política napoleónica de
pillaje de los países extranjeros y constituían lo que el empe-
rador llamaba “ intereses nacionales7\
Bélgica y los países* alemanes de la conquistada orilla iz.
quierda del Rin habían sido ya inseparablemente unidos al im.
perio y divididos en departamentos; pero eran “ no nacionales’*
es decir, que se trataba sencillamente de rivales cíe la burguesía
francesa a los que se podía y debía aplastar y cuyos territorios
debían pasar a ser campo de actividad del capital francés.
¿ Qué decir entonces de las provincias y ciudades incorpora­
das más tarde a F rancia: Piamonte, Holanda, ciudades hanseá-
ticas y provincias ¡líricas* ? Todo el imperio conquistado perte­
necía a Napoleón mientras pudiera exigirle reclutamientos, ira-
puesto, mantenimiento de tropas y demás, pero era “ extranjero’’
en cuanto se trataba de impedir a los metalúrgicos belgas, ale­
manes y holandeses, a los fabricantes de aguardientes' o a las
industrias te’x tiles competir con los franceses en el interior de
la antigua Francia o en su propia patria conquistada por Na­
poleón. ¡
¿Y qué decir también de las conquistas que en virtud de
combinaciones' napoleónicas conservaban la ficción de una exis­
tencia “ independiente” de F rancia: Italia, donde Napoleón era
rey; Suiza, donde era mediador'; la Confederación del Rin,
(Baviera, Sajonia, Wurtemberg, Badén, etc.) donde era protec­
tor; el reino de Westfalia, conglomerado de Estados de Alemania
del centro y del norte, en el que reinaba su hermano Jerónimo;
Polonia, donde había instalado a su vasallo, el rey de Sajonia,
etc. etc, ? Todos estos países debían servir de salida o de mer­
cado de materias primas p ara la industria francesa.
Toda tentativa de introducir en Italia un invento útil a
la industria italiana corría el riesgo de ser castigada con pri-
N A P O L E Ó N ¡' 231
>•
sión ya cíue tal cosa estaba estrictamente prohibida “ por el rey-
de Italia” Napoleón, en nombre de los intereses de los industria­
les frances'es, protegidos por el emperador francés Napoleón que
velaba por el estricto complimiento de su política. La entrada
<je los cuchillos de Solingen estaba prohibida en Francia, Ho­
landa e Italia, y la de los paños sajones en Westfalia. Napoleón
impuso tasas prohibitivas a la seda cruda que España importaba
de Italia, ya que esta medida era necesaria para asegurar la
materia prima a los fabricantes lyoneses. Recargaba con dere­
chos especiales las mercadería^ salidas de Italia no por los p aí­
ses directamente sometidos sino a través de los países vasallos.
Estas' órdenes, prohibiciones y prescripciones salían diariamen­
te a montones del gabinete imperial y se desparramaban por
Europa. Esta política enriquecía y consolidaba a la burguesía
francesa al mismo tiempo que reforzaba el poder napoleónico
en Francia, pero irritaba, arruinaba y oprimía verdaderamente
a la burguesía industrial y comercial y a las masas consumido­
ras en todas las regiones del inmenso imperio que no fueran
“ los viejos departamentos” .
Como creador del imperio de Occidente Napoleón, desde el
punto de vista económico, seguía siendo un soberano francés de
estrecho nacionalismo, continuador de Luis X IV y de Luis XV
y realizador de numerosas' ideas de Colbert. Hizo crecer durante
algunos años el colosal edificio de nna monarquía universal en
beneficio de los intereses de clase de la burguesía industrial
francesa. Pero dado el brutal aplastamiento de los países que
debían Soportar esta situación, es perfectamente claro- que este
edificio gigantesco no podía dejar de derrumbarse, aunque no
se hubieran producido ni el levantamiento del pueblo español, ni
el incendio de Moscú, ni la traición de Marmont en Essones',
ni el retraso de G-rouchy en Water loo, en una palabra, aunque el
cuadro de la gigantesca lucha política y estratégica que Napo­
león sostuvo durante toda su vida hubiera sido distinto de lo
que fue en los últimos años de su reinado.
Acabamos de hablar de la sujeción económica de Europa
realizada, por Napoleón en beneficio del .Estado burgués francés.
Napoleón no era el sumiso ejecutor de la voluntad y las am­
biciones de la burguesía sino que trataba también de someter a
está burguesía a su voluntad y obligarla a servir al Estado, en
el que veía el fin por excelencia. Se sobreentiende que diversas
partes de la burguesía no podían conformarse a ello y hacían
una guerra silenciosa pero real a las disposiciones tomadas, vio-
lándolas con operaciones ilegales como el acaparamiento, el alza
artificial de los precios, etc.
El primer remolino de la próxima tormenta cayó sobre el
imperio aún antes de que comenzara el último acto de la gran
tragedia histórica, cuando todos temblaban y callaban todavía
ante el amo poderoso, a cuyos pies se humillaban ios emperadores
y contra quien, en todo el continente, sólo seguían luchando los
campesinos españoles. Esta primera borrasca de 1811 no fue, sin
embargo, más que el principio del huracán, pero el hombre que se
erguía en el centro de la Historia mundial no quiso comprender
el sentido de este asalto tempestuoso. La crisis estalló en la se­
gunda fase, la fase aguda del bloqueo continental, sobre la que
habremos de volver.
En 1810-1811 el bloqueo era distinto que en 1806, época de
su iniciación, de su constitución, del decreto de Berlín. Y tam­
poco su creador era exactamente el mismo hombre que firmara
en el pakeio de Postdam el decreto del 21 de noviembre de 1806,
A partir de la primera mitad de 1809, después de Wagram
y la paz de Schoenbrunn, dos convicciones se reforzaron en Na­
poleón; nacidas después de Austerlitz y reveladas claramente
después de Jena y la ocupación de Berlín, detei-mmarían toda
su conducta posterior a Friedland y Tilsit. La primera convic­
ción consistía en lo siguiente: es posible “ poner de rodillas a
Inglaterra” arruinándola exclusivamente por medio del bloqueo
continental. La segunda convicción se expresaba así: “ Todo lo
puedo” y lógicamente se completaba en la. siguiente forma: “ en
consecuencia puedo realizar el bloqueo continental, aunque para
ello sea preciso transformar, todo el continente en un imperio
francés” .
El vencedor hacía todo lo que quería. Atila, en el siglo V,
tomó por la fuerza como esposa a la hija de uno de los tantos
pequeños príncipes de las tribus alemanas semisalvajes. Pero a
la primera exigencia de Napoleón se envió a París a la hija del
emperador de Austria, princesa de una de las dinastías más al­
tivas y orgullosas de su antigüedad, considerándose además que
ello representaba la felicidad para el conglomerado de restos te­
N A P O L E Ó N * 233

rritoriales en que Napoleón transformara el poder de los Habs-


burgo.
Ante 1a. servil sumisión del continente europeo parecía per­
fectamente posible derrocar a Inglaterra y no era necesario men­
cionar a otros enemigos. Napoleón llamaba a los españoles “ mi­
serable canalla” sin hacerles el honor de considerarlos adversarios
y se jactaba de no combatir con ellos después de haberlos de­
rrotado de nuevo en 1809-1810: sólo quería que pareciese ordenar
su arresto y su condena. Esta ilusión no habría de consolarlo
por mucho tiempo, pues la. guerra de guerrilleros,, la guerrilla,
continuaba sin cesar. Allí también el emperador quería ver la
mano de los ingleses como causa del m a l: ayudaban a España
no sólo con armas sino también con destacamentos completos.
Inglaterra y sólo Inglaterra se atravesaba en medio del ca­
mino, El duelo a muerte con Napoleón sólo podía terminar con
la pérdida de uno de ambos adversarios y fue en vano que el
emperador tratara de convertirlo en una lucha de todo el con­
tinente contra el poder británico. El bloqueo afectaba cada vez
más dolorosamente a medida que el tiempo transcurría, por un
laclo a Inglaterra y por otro al continente, lo que no pasaba inad­
vertido para Napoleón, y le provocaba no ya una simple altera­
ción como antes de Tilsit, ni irritación e inquietud como después
de Tilsit, sino un furor que no disimulaba.
, Durante estos años su cólera era ante todo contra los vio­
ladores del bloqueo continental. Fuera del gobierno de los insu­
rrectos españoles no había otros rebeldes reconocidos en el con­
tinente europeo; la represión no tardaba en llegar, se fusilaba
a los contrabandistas, se quemaban las mercaderías inglesas con­
fiscadas y el emperador destronaba a los monarcas indulgentes
con el contrabando.
En 1806 Napoleón nombró rey de Holanda a su hermano
menor, Luis. El nuevo soberano comprendió que la total ruptura
de relaciones comerciales eon Inglaterra amenazaba eon arrui­
nar por completo a la burguesía comercial holandesa, la agricul­
tura y la navegación marítima..- Yeía también que esta catástrofe
económica se produciría en Holanda mucho antes que en los de­
más países porque, desde que todas sus colonias fueron tomadas
por los ingleses' (justamente después de haber pasado al dominio
francés), Holanda dependía de Inglaterra en una importante
medida para la exportación de aguardiente, quesos y telas finas
234 E * T A R L E

y para la exportación de artículos coloniales. Por todas estas


razones Luis Bonaparte simulaba no ver el contrabando que
se practicaba en las costas holandesas.
Después de algunas severas amonestaciones Napoleón des­
tronó a su hermano y declaró suprimido el reino de Holanda,
ja la que por un decreto especial de 1810 unió al imperio fran­
cés. La dividió en departamentos en los que designó prefectos.
Se le informó que la lucha contra el contrabando no era bas­
tante severa en las ciudades hanseáticas (Hamburgo, Bremen y
Lübeck) y que su representante Bourrienne fabricaba autoriza­
ciones. Napoleón llamó de inmediato a Bourrienne y unió al im­
perio las ciudades de la Iíansa.
Expulsó a los pequeños soberanos alemanes de las costas
marítimas, no porque fueran culpables de cosa alguna sino por­
que sólo tenía confianza en sí mismo. Desposeyó al duque de
Oldenburgo y se anexó su territorio, aunque ello cansara gran
disgusto al zar Alejandro, unido a Oldenburgo por lazos de pa­
rentesco.
Por todas partes hallaba Napoleón obstáculos a su gigantesca
empresa. Parecía mucho más difícil encontrar varios miles de
aduaneros, gendarmes, policías y funcionarios de todas clases y
rangos, que fueran íntegros, incorruptibles y celosos en su ser­
vicio a lo largo de las inmensas costas europeas, que dar cuenta
de monarcas indulgentes o virreyes bribones'.
La masa de consumidores europeos pagaba el café, el cacao,
la pimienta y las especias 5, 8 y 12 veces más caros que antes
del bloqueo y llegó por lo tanto a ¡consumir estos artículos en
menor cantidad que antes. Los hilanderos y los fabricantes de
indianas franceses, sajones, belgas, checos y renanos pagaban el
índigo y el algodón —indispensables para las manufacturas—
5 y 10 veces más que antes; pero, aunque en menor cantidad,
los recibían.
¿Adonde iba a p arar ese monstruoso beneficio! Ante todo
a los bolsillos de los armadores ingleses y de los contrabandistas
y en segundo lugar a manos de los funcionarios aduaneros y gen­
darmes napolesónieos.
Guando se proponía a un piquete de vigilancia o a un fun­
cionario aduanero que durmieran tranquilamente toda la noche
a cambio de lo cual obtendrían una suma igual a cinco años de
su sueldo, o cuando se ofrecía 500 francos de paño fino o 500
N A P O L E Ó N 235

francos de azúcar en polvo a un gendarme para que prolongara


durante tres horas su paseo lejos de un determinado punto de
la costa, la tentación era en realidad demasiado fuerte.
Napoleón no lo ignoraba y veía que en este frente la victoria
sería más difícil que en Austerlitz, Viena o Wagram. Nombraba
y enviaba inspectores y contralores, permanentes o extraordina­
rios, pero se los compraba también; de nada servía que se los
destituyera y llevara ante los tribunales porque el reemplazante
hacía 1o, mismo que el condenado, con la sola diferencia de que
trataba de ser más prudente. Entonces el emperador imaginó
una nueva medida.
Se efectuaron pesquisas generales no sólo en los almacenes,
tiendas y depósitos de las ciudades y pueblos marítimos sino
también en los de Europa Central y se confiscaron todas las mer­
caderías de “ procedencia inglesa” . Además se obligó a los pro­
pie taríos de esas mercaderías a probar que no eran de proce­
dencia inglesa; y como se trataba de productos coloniales, los
detentadores más sospechosos trataban de probar el origen ame­
ricano de sus mercancías. Los americanos realizaban entonces
negocios fabulosos cubriendo con su pabellón y distribuyendo las
mercaderías inglesas cargadas a bordo de sus navios.
Mediante la tarifa prohibitiva de Trianon (1810) Napoleón
imposibilitó el comercio lícito de los artículos coloniales cual­
quiera fuese su procedencia. Como no confiaba en los aduaneros,
la policía, los gendarmes ni los representantes del poder, grandes
o pequeños, desde los reyes y los gobernadores generales hasta los
guardias de a pie y de a caballo, Napoleón ordenó quemar públi­
camente todas las mercaderías confiscadas. En toda Europa co­
menzaron a encenderse hogueras.
Sombrío y silencioso al decir de los testigos, el pueblo m ira­
ba esas montañas de tela, paños finos, cachemiras, bolsas de azú­
car, café, cajas de té, balas de algodón y de hilazas, cajas de ín­
digo y pimienta, esas cestas rociadas de materias inflamables
que se incendiaban públicamente. “ El César ha enloquecido” ,
decían los diarios ingleses informados de estos espectáculos.
Napoleón decidió que la destrucción de tocios estos tesoros
bastaba para transform ar el contrabando en una empresa rui­
nosa, al extender los riesgos no sólo a aquellos qué en las noches
oscuras se apresuraban a descargar las mercaderías prohibidas
en algún lugar secreto de alguna costa desierta, sino también a
236 E. T A R L É

los ricos mercaderes de Leipzig, Iiamburgo, Estrasburgo, P a r í s


Amsterdam, Anvers, Genova, Munich, Varsovia, Milán, Trieste'
Venecia, etc., que tranquilamente instalados en sus casas reci­
bían estas mercaderías de contrabando que ya habían pasado por
tres o cuatro manos.
El sector de la burguesía francesa y de los países vasallos
directamente ligado a la producción industrial, continuaba en
general alabando el bloqueo continental y aprobando todas las
medidas tomadas por el emperador contra el tráfico de produc­
tos británicos. Y nadie más satisfecho que los metalúrgicos. Pero
entre los industriales textiles las quejas sucedieron a las loas:
sin algodón era imposible fabricar telas, ¿Y cómo teñirlas sin
índigo ?
Entre la burguesía comercial y el artesanado especializado
en la fabricación y el comercio de objetos de lujo, las murmura­
ciones era aún más fuertes y se recordaba con melancolía los
brevísimos meses de la Paz de Amiens (1802-1803) durante los
cuales miles de ricos ingleses' se precipitaron a París y arreba­
taron mercaderías y alhajas de la capital, las sedas y los tercio­
pelos lyoneses. Se quejaban de las' incesantes guerras que arrui­
naban a la clientela europea.
La masa de los consumidores murmuraba más todavía por­
que debía pagar muy caros el café, el azúcar y hasta las telas
cuyo precio crecía desmesuradamente por falta de la concurren­
cia inglesa.
Es en estas circunstancias que estalló en el imperio la crisis
comercial e industrial de 1811.

Hacia fines del otoño de 1810 comenzó a observarse una dis­


minución en la venta de las mercancías francesas, fenómeno que
se. extendió rápidamente e invadió todo el imperio, en particular
los “ viejos departamentos” , es decir, Francia en el sentido es­
tricto de la palabra. Los industriales y los comerciantes se que­
jaban muy respetuosamente alegando que el bloqueo no sólo per­
judicaba los intereses ingleses sino que comenzaba también a
perjudicar los' suyos; que no había ya materias primas, que el
saqueo de los pueblos vencidos por Su Majestad Imperial (los
peticionarios se expresaban con mucha más dulzura y con térmi­
nos escogidos) aniquilaba la capacidad adquisitiva de los consu­
midores de toda Europa. Mediante la 'confiscación arbitraria de
N A P O L E Ó N 237

los stocks de mercaderías, las muchas iniquidades y la anarquía


ele las autoridades' militares y aduaneras (aquí también las ex­
presiones eran mucho más suaves), el emperador había destruido
toda posibilidad de crédito normal sin el cual ni la industria ni
el comercio podían existir.
La crisis se agravaba mes a mes. Para Ricardo Lenoir, por
ejemplo, trabajaban antes de las crisis de 1811, 3.600 hilanderos
e hilanderas, 8.822 tejedores y 400 dibujantes de telas, en total
más de .12.000 personas, que en 1811 se habrían reducido a la
quinta parte si Napoleón no hubiera hecho dar al industrial
1.600.000 francos oro. Pero las bancarrotas se sucedían. En mar­
zo de 1811, Napoleón ordenó adjudicar 1.000.000 a los fabrican­
tes de Amiens y compró d.etm golpe 2.000.000 de mercaderías
en Kouen, Saint-Quentín y Gancl. Se acordaron subsidios consi­
derables a L yon.'Pero todo ello no era más que una gota de
agua en el m a r.1
En Ruán la desocupación fue tan terrible que Napoleón se
vio obligado a destinar 15.000.000 al sostén de los manufacture­
ros que se arruinaban.
Los dignatarios recobraron valor. El. gobernador del Banco
de Francia informó directamente al emperador el 7 de mayo de
1811 que los países sometidos estaban arruinados y que antes de
sa sometimiento importaban muchas más mercaderías francesas;
que los trabajadores parisienses de las industrias del lujo padecían
hambre; que el consumo se había restringido brutalmente tanto
en el interior como en el exterior del p aís. . . Napoleón daba sub­
sidios pero no hacía nada por atenuar los efectos del bloqueo. Se
continuaba, confiscando y quemando las mercaderías inglesas (y
todos los artículos coloniales pasaban por ingleses).En 1811 la
feria de verano de Beaucaire fue verdaderamente aniquilada por
la irrupción inesperada de la policía, que confiscó una -calle en­
tera de stocks de azúcar, especias, índigo, etc.
Además de los muchos millones de adelantos y subsidios a los
fabricantes, Napoleón llegó en 1811 a efectuar gigantescos enear-

1 Entre los documentos que hallé en los archivos nacionales y que carac­
terizan el enorme desarrollo de la crisis, los más impresionantes son los que establecen
el balance general. El ministro del Interior comunicó a Napoleón el 19 de abril
de 1811 que ios obreros de la mayoría de las corporaciones se quejaban de la desocu­
pación y gran número de ellos emigraron sin regreso. (N . del A .)
233 E . T A R L É.

gos por cuenta del tesoro, como cantidades colosales de telas de


lana para el ejército, de sedas y terciopelos lyoneses para los pa­
lacios, Dispuso que todas las cortes europeas sujetas' a su poder
hicieran sus compras en Lyon, eon lo que consiguió que en no­
viembre de 1811 funcionaran 8.000 telares en las sederías lyonesas
donde en junio del mismo año sólo se contaban 5.630.
El invierno se pasó con dificultad; además de los subsidios
destinados al sostén de la industria, Napoleón debió asignar su­
mas especíales para ayudar a la población obrera, sumida en la
miseria. Pero por supuesto estas limosnas casi no aliviaban la
situación de los trabajadores, y los suburbios de París así como
los otros centros industriales manifestaron una sorda agitación
durante este período.
Los obreros de Burdeos expresarían claramente su descon­
tento durante el invierno de 1813-1814, y París, Tolón y Brest
no perm anecerían'en calma. E n 1811 la situación de la población
trabajadora era seguramente muy distinta de la que tratan de
describir algunos contemporáneos e historiadores de épocas pos­
teriores. Los espías policíacos no conseguían escucharlo todo ni
los agentes provocadores hablar íntimamente con los trabajado­
res de los suburbios. E n todo caso, cuando comenzó a pasar la
crisis a principios de 1812, el gobierno imperial estimó que la
base del imperio permanecería inquebrantable.
( Napoleón se apresuró a aprovechar la lección de la crisis de
1811 de un modo muy particular. Mientras el bloqueo continental
ño hubiera destrozado a Inglaterra, pensaba, mientras los mares
estén cerrados para los franceses, mientras la guerra no termine,
la situación del comercio y la industria franceses será siempre
inestable, y estará amenazada por la crisis. Es decir, que es preciso
perfeccionar el bloqueo y si ello exige la toma de Moscú, pues ha­
brá que tomar Moscú.
Napoleón recordaba que los fabricantes de sedas lyoneses
explicaron en parte la crisis por la “ repetina” disminución de
los pedidos rusos a causa de la nueva tarifa aduanera firmada
por el zar en noviembre de 1810 y que sometía a derechos elevados
las mercancías de lujo importadas a Rusia de Francia, como la
seda, el terciopelo, los vinos, etc.
Napoleón, como venía haciendo desde E rfurt, tomó nota de
estos hechos para cuando Alejandro debiera rendir cuentas, lo que
N A P O L E Ó N 239

a criterio del emperador francés se efectuaría exclusivamente en


Moscú.
I, Cómo consideraba Napoleón estos inquietantes síntomas de
la anormal situación económica del imperio 1
La crisis se había incubado durante mucho tiempo, y tiempo
hacía también que el emperador esperaba su aparición. H asta en­
tonces había debido afrontar la -crítica situación de las finanzas
públicas, la naciente “ inflación” , la necesidad de poner en cir­
culación papel sin su correspondiente garantía en oro, y las ma­
quinaciones y estafas de grandes financistas que trampeaban al
tesoro contrayendo préstamos dudosos y obligaciones usurarias.
Lo mismo había ocurrido en 1799-1800 durante sus primeros años
de gobierno, y en 1805 y principios de 1806. Pero Napoleón supo
siempre vencer, estas dificultades: ora obtenía millones con las
contribuciones de guerra, ora con diferentes pretextos e indepen­
dientemente de las contribuciones de sus respectivos gobiernos,
abrumaba -con impuestos gravosos a la población de los países ven­
cidos; o finalmente volvía a quitar a los financistas gran parte
de lo que consiguieran sustraer. Así ocurrió por ejemplo en 1806.
Cuando en enero de este año regresó a París después de la
campaña de Au&telitz, Napoleón exigió un informe sobre el estado
de las finanzas y notó que el célebre y rapaz millonario Ouvrard
junto con cierto número de financistas que giraban a su alrededor
en la Unión de Comerciantes, causaba depredaciones colosales en
el tesoro público gracias a muy ingeniosas combinaciones y a há­
biles manejos de gran astucia jurídica.
Napoleón llamó a palacio a Ouvrard y a los representantes
de la Unión de Comerciantes y les ordenó sin preámbulo ni cir­
cunloquios que restituyeran cuanto habían robado en losJ últimos
tiempos. Ouvrard trató de seducir a Napoleón proponiéndole
nuevas combinaciones “ interesantes para el tesoro” y que al pa­
recer Su Majestad aceptaría. Pero Su Majestad no ocultó que,
pegún su opinión, la combinación más interesante para el tesoro
sería encerrar, de inmediato a Ouvrard y a sus compañeros en el
castillo de Vincennes hasta que comparecieran ante el tribunal
criminal. Los comerciantes, reunidos se rindieron a este aviso de
Napoleón: conocían el carácter de su interlocutor y juzgaron que
este argumento agotaba el debate; en el más breve plazo devol­
vieron al tesoro 87.000.000, sin insistir en esta malhadada ope­
ración ni pedir exactitudes contables ni jurídicas. “ Mucho me ha
costado... hacer vomitar a una docena de bribones” 1, dijo a es­
te respecto Napoleón en una carta a su hermano José, entonces
el rey de Nápoles y más tarde de España.
El franco se mantenía firme pues había bastante oro en las
arcas. Se había justificado, al parecer, durante muchos años con­
secutivos el despiadado sistema de explotación económica y fj_
nanciera, en vigor en todas las partes conquistadas del imperio
y en los países vasallos de Europa y que beneficiaba a los (; viejos
departamentosJ
Pero en el colosal edificio se produjo de pronto un crujido
siniestro: gracias a la experiencia de 1811, Napoleón comprendió
cuánto más difícil es luchar contra una crisis económica general
que contra las dificultades financieras; cuánto más fácil es supri­
mir el desorden en el tesoro que descubrir y sobre, todo eliminar
los defectos en todo un s:stema económico, en la organización de
la vida material de una potencia desmesurada. En este terreno
no servían de nada las contribuciones, ni el asir por el cuello a
los financistas ladrones, ni la exactitud en la contabilidad, ni la
severidad del contralor ni el aparato burocrático creado por
Napoleón.
T.ja crisis de 1811 era en primer lugar, aunque no exclusiva­
mente, una crisis de exportación de mercaderías, sobre todo de
los objetos del comercio y la industria que enriquecían a Francia.
¿A quién podían venderse las famosas alhajas salidas de manos
de los artífices parisiensesf ¿A. quién los costosos muebles en cuya
fabricación trabajan más o menos las tres cuartas partes del
suburbio de Saint-Antoine? ¿A quién los preciosos objetos de cuero
de gran valor de cuya creación vivían el suburbio de Saint-Marcel
y el barrio de M ouffetard? ¿A quién los admirables atavíos fe­
meninos y las ropas de hombre cuya confección y venta ocupaban
a innumerables sastres y costureros de la capital del mundo ? ¿ Có
mo podían mantenerse los precios de las sedas y terciopelos
de Lyon, de los paños finos de Sedan, de la delicada lencería de
Lille, Amiens y Roubaix, de los encajes de Valeneiennesf
Todos estos objetos de lujo no se destinaban sólo al mercado
interior francés sino al mundo entero, pero el mercado mundial

1 S egur: L ’aide de camp de Napojéon ( 181 2 ' 1815).


N A P O L E Ó N 241

para las mercancías francesas era sumamente restringido : estaban


excluidas Inglaterra y ambas Amé ricas y terminado el comercio
eon los ricos plantadores de las Antillas e islas Mascareñas. En
o-eneral faltaban ios compradores ricos que el mar separaba, de
Europa, ya qne el dominio de los mares era atributo exclusivo de
los ingleses.
1 Tampoco era brillante la situación en el viejo continente,
• pues las' conquistas de Napoleón arruinaron por completo a los
países conquistados. Sus victorias obligaban a los países vencidos
(aunque no fueran conquistados de inmediato) a plegarse al blo­
queo continental, lo que quitaba valor adquisitivo a su moneda.
!& partir del momento en que los grandes propietarios terrate­
nientes rusos no hicieron ya circular sus productos agrícolas en
Inglaterra, desapareció el oro inglés con que compraban los a r­
tículos de París y el rubro cayó a 16 kopeks después de Tilsit;
lo mismo Ies ocurrió a los polacos, a los austríacos y a la aristo­
cracia italiana. Este proceso de rápido empobrecimiento de la
clase propietaria feudal se produjo además en los Estados del oeste,
del sur y finalmente del norte de Alemania, no sólo a causa del
bloqueo continental sino también del debilitamiento de la servi­
dumbre y en muchos lugares de su desaparición como resultado
de la hegemonía napoleónica.
Esta crisis de las clases dominantes de la Europa semifeuclal
repercutió directa y brutalmente en la exportación de los objetos
de lujo franceses y los vinos. La crisis de 1811 perjudicó no sólo
a París, Lyon, Sedán, Ninnes, Valenciennes, Ruán, Amiens, Rou-
baix y Lille, sino también a Burdeos, Reims, y a toda la Cham­
paña y la Borgoña.
Napoleón quería movilizar todas las fuerzas adquisitivas del
mercado interior, a fin de compensar la reducción de los merca­
dos exteriores, Pero, ¿cómo hacerlo si se trataba sobre todo de
.•objetos de lu jo 1? Es cierto que se podía oblígvar a Italia a comprar
lanas baratas en Francia y también a Iliria a adquirir telas fran­
cesas ; pero sin dinero nadie podía consumir las sedas lyonesas y
los valiosos encajes, los finos paños de Sedan, los muebles de
ébano, el champaña, el coñac, los relojes ele oro y los suntuosos
ropajes de las modas parisienses.
No sólo se trataba del empobrecimiento de la clase feudal
europea. La nueva burguesía, nacida durante el auge del capita­
lismo industrial, avanzaba, crecía, se fortificaba y se consplidaba

/
242 E . T A R L £

también en los países conquistados, en toda la Europa dependiente


o semidependiente de Napoleón.
Ningún artificio podía impedir la industrialización del oeste
y una parte del centro de A le m a n ia d e Bohemia, de Bélgica y
parte de Silesia, que eran las regiones más industriales de Europa.
A parte del contrabando inglés, ya muy extendido, esta con­
currencia industrial eliminaba también a las mercancías france­
sas que no se podían de ningún modo considerar como de lujo.
Además, a pesar del crecimiento y la consolidación de la burguesía
europea, la industria francesa de objetos de lujo y el comercio de
vinos no tenían aún bastantes compradores que fueran capaces
de gastar mucho y de reemplazar a los propietarios feudales de
antes de Napoleón. Pero para las lanas y telas ordinarias, para
la metalurgia y para hacer circular los objetos de uso corriente,
quedaba hasta un cierto grado el mercado interior “ de los viejos
departam entos” , donde el emperador no admitía a nadie, ni bel
gas, ni alemanes, ni sederos italianos. Sin emba.rgo, la industria
Algodonera, rama importante de la producción que Napoleón
protegía en especial desde tiempo atrás, sufría no sólo por la re­
ducción de los mercados sino sobre todo por el espantoso aumento
en los precios de la materia bruta.
Napoleón eliminó de Francia y Europa los artículos colonia­
les. E l algodón comenzaba también a costar aproximadamente su
precio en oro. Se llegó al extremo de que cuanto más se hacían
sentir la vigilancia y el contralor de Napoleón sobre la producción
tanto peor era la situación de los fabricantes al serles más difícil
procurarse, por medio del contrabando, el algodón y las otras
mercaderías inglesas.
Esta violenta crisis de materias primas obligó a los fabri­
cantes en 1811 a reducir severamente la producción. Ante esta
■crisis y la amenaza de un aumento de la desocupación y el ham­
bre en los barrios' obreros de la capital, Lyon y Ruán y también
en los departamentos vinícolas del mediodía-, Napoleón esbozó un
paso a trá s : fue menos riguroso en la aplicación del bloqueo. Con­
cedió un número limitado de licencias, certificados individuales
que permitían introducir en Francia mercancías “ prohibidas”
por una determinada' suma, representada por mercancías france­
sas vendidas en la frontera por la persona designada. Las licencias
eran muy caras, pero se las consideraba excepción almente prove­
chosas para los adquirentes.
N A P O L E Ó N 243

Esta concesión muestra enán inquieto se hallaba Napoleón


por la crisis de 1810-1811. Las licencias francesas, desde luego
no podían reportar gran beneficio material a los ingleses, aunque
significaban un característico abandono de principios; y como
medida de lucha contra la crisis sólo- permitían un escaso aumento
de los mercados. Mucho menos importante todavía desde este pun­
to de vista, eran las exigencias de Napoleón para con la corte y
sus dignatarios: quería que en la corte se vistiese con la mayor
elegancia y el mayor lujo posibles y que se cambiara de atavío
cuantas veces sé pudiera. L a circulación de los objetos de lujo,
producto de una importante industria, no se facilitaba notable­
mente por estas prescripciones del emperador, insuficientes pese
ala extraordinaria riqueza de la corte francesa en 1811. De acuer­
do con las exigencias del emperador se consideraba de buen tono
dilapidar el dinero en joyas de París, en sedas de Lyon, en or­
ganizar festines de centenares de convidados donde corrían a mares
el .champaña y otros vinos costosos, en muebles aún más caros y
elegantes, en lujosos carruajes y en encajes de alto precio para
ataviarse y ataviar a los sirvientes.
El mismo Napoleón hizo en 1811 una serie de grandes pedi­
dos a los industriales y artesanos de París y de Lyon para los
palacios y los edificios del Estado, se sobreentiende que todo por
cuenta del Tesoro.
La erisis comenzó' a atenuarse progresivamente durante
el invierno de 1811-1812. Las masas obreras de París y de pro­
vincias no llegaron a grandes manifestaciones, pero habían dado
señales de irritación, impaciencia, abatimiento y hasta a veces de
desesperación, como notaron diversos observadores. Napoleón de­
cía con frecuencia que la tínica revolución peligrosa era la de los
estomágos vacíos. :
Napoleón comprendió que la crisis de 1811 continuaría en
estado’ latente por no haber desaparecido las causas que la moti­
varon, y pensaba también que una guerra con Inglaterra, com­
binada con el bloqueo continental, obstaculizaría el progreso de
la economía imperial. P ara interrum pir el bloqueo era preciso
esperar a que Inglaterra bajara sus armas; ahora más que nunca
Mapoleen consideraba que lo más importante para asegurar su
imperio tanto interior como exteriormente, serla una pronta vic­
toria sobre los británicos. Y también más que nunca se hallaba
persuadido de que los ingleses habían abierto una gran brecha
244 £ • L ®

en el bloqueo; de que el zar Alejandro lo burlaba astutamente


junto con ellos y las mercancías inglesas se difundían de Kusia
a toda Europa a través de la inmensa frontera occidental, por
Prusia, Polonia y Austria, infiltrándose por miles de poros. Todo
esto anulaba el bloqueo contiermtal, es decir, destruía la úniea
esperanza de “ poner de rodillas a In g laterra” .
Ya desde 1810 Napoleón se hizo llevar libros sobre la histo­
ria y las características de Rusia.
Su mirado, dirigida constantemente hacia Londres durante
toda su vida, había observado ya los Alpes, ya Viena, Berlín o
Madrid, y de nuevo, en el intervalo de las guerras continentales,
volvía, a posarse fijamente en Londres. Ahora comenzaba a di­
rigirse hacia 3a más lejana capital europea.
Napoleón comenzó a acostumbrarse a la idea de que era
preciso atacar en Moscú para dar el golpe decisivo a Inglaterra,
enemigo poderoso e inaccesible al que no s'e había podido derro­
tar en El Cairo, Milán, ni M adrid; este pensamiento surgió en el
emperador, según sus propias palabras y datos provenientes de
los que le rodeaban, en el. otoño de 1810, y crecía de mes' en mes.
El Gran Ejército en Moscú representaba la sumisión de Ale­
jandro, el cumplimiento perfecto y no ilusorio, del bloqueo con­
tinental, y como consecuencia la victoria sobre Inglaterra, el ñn
de las guerras, las crisis y la desocupación, y la consolidación del
imperio mundial en el interior y exterior. La crisis de 1811 orien­
tó definitivamente el pensamiento del emperador en esta dirección.
El sangriento espectro de una nueva lucha armada aparecía
en el horizonte.
C a p ít u l o X I I

RUPTURA. CON RUBIA

1811-1812

Después de E rfurt, Alejandro regresó a S a n . Petersburgo


con el propósito de sostener la alianza francorrusa y no apar­
tarse ya, o por lo menos en un porvenir inmediato, de la política
trazada por Napoleón. Cuando se escriba científica y detallada­
mente la historia social, política y económica de la Rusia de co­
mienzos del siglo X IX, es de creerse que los investigadores consa­
grarán mucha atención y numerosas páginas a estos curiosos años
que van desde la entrevista de E rfu rt hasta la invasión napoleó­
nica de 1812. A lo largo de estos cuatro años, vemos desarrollarse
una lucha compleja de fuerzas y de corrientes sociales encontradas
que determinaron 1a. aparición y la caída de la personalidad de
Speranski. La idea de introducir ciertas reformas en la admi­
nistración del imperio ruso fue determinada por la presión de
acontecimientos circunstanciales de ese tiempo.
No faltaron choques que hicieran sentir la necesidad de re­
formas : Austerlitz, Friedland, Tilsit. Pero por otra parte, las
terribles derrotas sufridas por. Rusia en el ctirso de las dos gran­
des guerras sostenidas contra Napoleón en 1805 y en 1807, habían
terminado, pese a los que se diga del tratado de Tilsit, con una
alianza relativamente ventajosa con el conquistador del mundo y
con la adquisición de la vasta Finlandia. Dicho de otro modo el
zar no veía la razón por la cual había de hacer deformas profun­
das y radicales, ni aun aquellas que parecieran necesarias en P ru ­
sia después del desastre de Jena.
Speranski se encontró allí muy al caso. Inteligente y sagaz,
plebeyo prudente, había ido a E rfu rt con la comitiva de Alejan­
dro y había vuelto convertido en un entusiasta de Napoleón.
246 E . T A R L É

Speranski no tocó para nada la servidumbre; antes bien, demostró


con convicción que servidumbre no es esclavitud. No tocó a la
Iglesia O rtodoxa; hasta le hizo cuando hubo ocasión, muchos cum­
plidos. No quería lim itar de nigún modo la autocracia sino qne
por el contrario veía en el absolutismo la principal palanca de las
reformas que proyectaba.
Las reformas de Speranski tendían a transformar este
vasto país sometido a un despotismo blando y semioriental, pro­
piedad de la familia de Holstein Gottorp (que había usurpado
el nombre de la extinguida familia de los Romanov) en un Es- .
tado moderno. Ellas debían dotarlo de una burocracia puntual
y activa, de una cierta legalidad, de un contralor organizado
sobre las finanzas y la administración, de un cuerpo de funcio­
narios instruido y celoso. Debían transform ar los' gobernadores
de sátrapas en prefectos. En una palabra, Speranski deseaba
implantar en Rusia el bonapartismo de la época que según él,
había hecho de Francia el primer, país del mundo.
Este programa, en sí mismo, no era totalmente opuesto a
las ideas, los sentimientos y los deseos de Alejandro y durante
muchos años el zar sostuvo a su favorito. Pero la vieja aristo­
cracia y la parte de la nobleza sobre la que ella influía, pre­
sintieron al enemigo cualesquiera fuesen la moderación y las
buenas intenciones con que se cubriera. Comprendían por ins­
tinto que Speranski trataba de transform ar el Estado feudal
absolutista en un Estado absolutista burgués. Quería crear for­
mas esencialmente incompatibles con el orden fundado en la
servidumbre, con el modo de vida social y política y con los
privilegios de los nobles.
En una falange unánime se alzaron contra Speranski. No
era por azar que el trabajo reformador del ministro se uniera .
en su mente tcon su consagración a la alianza francorrusa, a su
simpatía por el dictador francés, surgido de la revolución bur­
guesa. Y no fortuitamente asociaron a este hijo de pope, que
había introducido los exámenes para los funcionarios, y quería
alejar a la nobleza del mecanismo del Estado para entregarlo a
los plebeyos, a la posteridad de los popes y a los comerciantes,
con el conquistador cuyo bloqueo continental arruinaba a la no­
bleza rusa, con el Napoleón a cuyos pies habían ido a humillarse
N A P O L E Ó N 247

en. la ‘‘honda1 de E r fu r t” el zar y su favorito. Tal era la firme


a ctitu d de la oposición d e los cortesanos en Petersburgo y en
Moscú durante los años 1808-1812. Y esta oposición era tan viva
con tra la política interior como -contra la política exterior del
2¡ar y su ministro.
Estas 'circunstancias quitaba ya a la alianza la solidez nece­
saria. Los salones de la aristocracia rusa censuraban la anexión
de Finlandia, arrebatada a Suecia, porque se había realizado
según un deseo de Napoleón. Ni hubieran querido recibir Galitzia
si ello hubiera exigido en 1809 ayudar a Napoleón contra Aus­
tria. Se esforzaban en testimoniar, en todas las formas posibles,
frialdad a Caulaineourt, embajador de Francia, y cuando más
cordial y cariñoso se mostraba eon él el zar, de más malevolencia
le rodeaban los medios aristocráticos del “ nuevo” Petersburgo,
y en particular del viejo Moscú.
Pero a fines de 1810 Alejandro cesó de resistir a esa co­
rriente general que lo envolvía. Primero, los discursos de Napo­
león en Tilsit sobre la extensión de la influencia rusa hacia el
este, a Turquía, no habían sido seguidos de ningún acto, y esto
engañó a Alejandro,
Segundo: Napoleón no retiraba sus tropas de Prusia. Sobre
todo jugaba con los polacos no se sabe qué juego, sin perder de
vista la restauración de Polonia, lo que amenazaba la integridad
de la frontera rusa y hacía temer la separación de Lituania.
Tercero: El descontento y las protestas de Napoleón a causa
de la,inobservancia de las condiciones rigurosas del bloqueo con­
tinental, habían revestido una forma humillante.
Guarto: Las anexiones de Estados enteros hechas a golpe de
pluma, que Napoleón había practicado con tanto placer en 1810-
1811, inquietaban a Alejandro y lo irritaban. E l desmesurado
poder de Napoleón representaba, por sí mismo, una eterna ame­
naza contra sus vasallos, y desde Tilsit se miraba a Alejandro
—y él lo sabía— como a un simple vasallo de Napoleón. Se ha­
blaba irónicamente de los pequeños regalos del emperador, al zar
en 1807, en Tilsit, Napoleón le había “ ofrecido’* Bielostok, que
pertenecía a Prusia, y una región sobre la frontera de la Galitzia
austríaca. Se decía que Napoleón se había portado con Alejandro

1 Horda: empleada aquí en el sentido mongol de la palabra: campo, corte


rea!. (Nota del traductoí.)
243 E. . T A R L É

como los antiguos zares rusos con sus fieles criados de la corte
cuando les daban en recompensa un cierto número “ de almas’1’’
Cuando fracasó el matrimonio del emperador francés con
la gran duquesa Ana Pavlovna se comenzó a hablar, por primera
vez en Europa, de la proximidad de una desavenencia entre
ambos emperadores. Se comentaba el matrimonio de Napoleón,
con la hija del emperador de Austria como la transformación de
la alianza francorrusa en alianza francoaustríaca.
Existen indicios precisos de que no sólo Napoleón comenzó
a hablar en voz alta de una guerra con Rusia sino de que estu­
dió seriamente esta cuestión a partir de enero de 1811, cuando
se enteró de la nueva tarifa de las aduanas rusas ratificadas el
31 de diciembre de 1810. Esta tarifa -subía mucho los dere­
chos sobre los vinos, sedas, terciopelos y otros productos de lujo
importados a Rusia, es decir, precisamente sobre las mercaderías
que constituían lo esencial de la exportación francesa. Napoleón
protestó. Se le respondió que el estado lamentable de las finanzas
rusas hacía necesaria esta medida, y la tarifa se mantuvo. Las
queias se sucedían provocadas por la entrada en Rusia, dema­
siado fácil en verdad, de los artículos coloniales que llegaban a
bordo de pretendidos navios neutrales, en realidad navios ingle­
ses. Napoleón estaba persuadido de que los rusos dejaban entrar
en secreto las mercancías inglesas y que de Rusia esas mercan­
cías se distribuían ampliamente en Alemania, Austria y Polonia,
anulando de hecho el bloqueo continental.
También Alejandro consideraba inevitable la guerra. Bus­
caba aliados, mantenía conferencias con Bernadotte, e'x mariscal
de Napoleón, convertido en príncipe heredero de Suecia y ene­
migo de su antiguo amo.
El 15 de agosto de 1811, en la solemne recepción del cuerpo
diplomático venido para felicitar a Napoleón en ocasión del día
de .su santo, el emperador se.detuvo frente al príncipe Kurakin,
embajador- de Rusia, y le dirigió un discurso irritado y de un
significado amenazador. Acusaba al zar Alejandro de ser infiel
a la alianza y de obrar con mala voluntad. “ Qué espera vuestro
amo?” , interrogó amenazador.
Propuso después a Kurakin la firma inmediata de nn acuer­
do que debía hacer desaparecer los malentendidos entre Rusia
y el imperio francés. Aturdido, K urakin declaró que tal acto no
entraba en sus poderes. “ ¿No tenéis plenos poderes? —-gritó
N A P O L E Ó N 249

Napoleón— ; entonces ¡pedidlos!” . . . “ Yo no-quiero guerra, no


quiero restaurar a Polonia, pero vosotros, vosotros deseáis volver
a unir a Rusia el ducado de Varsovia y D an tzing .,. ¡Hasta que
los designios secretos de vuestra corte no se aclaren, yo no cesare
de aumentar el ejército que se encuentra en Alemania” .
No escuchó los justificativos y explicaciones que multipli­
caba Kurakin, y repitió su pensamiento en todos los tonos.
Después de esta escena, nadie en Europa dudó ya de la inmi­
nencia de la guerra.
Poco a poco Napoleón transformó toda la Alemania vasalla
en tina vasta plaza de armas para la futura invasión.
Al mismo tiempo decidió constreñir a la alianza militar eon
él a Prusia y a Austria, únicas potencias continentales miradas
aún como independientes, pese a que de hecho Prusia fuera es­
clava política de Napoleón, Esta alianza militar debía preceder
inmediatamente al ataque contra Rusia.

Muy penosos fueron los años durante los cuales el yugo


napoleónico pesó sobre Prusia. Sin embargo en los primeros tiem­
pos después de Tilsit, en 1807-1808, no reinaba aún el pánico
permanente que hubo después de Wagram y el matrimonio de
Napoleón. Al principio, bajo la influencia de Stein y del “ par­
tido de las reformas” la servidumbre había sido en Prusia ya
que no del todo destruida al menos muy atenuada en casi todos'
sus fundamentos jurídicos. Además se habían introducido algu­
nas reformas.
Pero el fogoso patriota Stein se entusiasmó demasiado abier­
tamente con el levantamiento español y atrajo sobre sí la atención
de la policía napoleónica. Se le secuestró una carta que reveló
a Napoleón sus intenciones hostiles, y el emperador ordenó al
rey Federico ¡Guillermo I I I que exilara inmediatamente a su mh
histro. El rey, en prueba de celo no sólo ejecutó la orden de
inmediato sino que confiscó los bienes del ministro en desgracia.
La causa de las reformas marchó en Prusia eon mayor len­
titud, pero no se abandonó. Scharnhorst, el ministro de Guerra,
.Gneisenau y sus colegas trabajaban tanto como era posible en
reorganizar el ejército. Napoleón había exigido que Prusia no
mantuviera un ejército de más de 42 mil hombres; pero por di­
versas astucias, por servicio de corta duración, Prusia consiguió
entre tanto instruir militarmente a una importante masa de
250 E . T A R L £

hombres. De esta manera, aun ejecutando con servilismo la v0„


luntad de Napoleón, sometiéndose, usando de astucias, rebaján­
dose, Prusia se preparaba en secreto para un porvenir lejano y
no perdía la esperanza de salir de esa situación imposible
y desesperada a que la había reducido el pavoroso desastre de
1806 y la paz de Tilsit en 1807.
Cuando en 1809 estalló la guerra entre Napoleón y Austria,
hubo un tentativa desesperada, hecha a riesgo y peligro de sus
autores, de liberar a Prusia de la opresión. Con una parte del
regimiento de húsares que mandaba, el mayor Schíll emprendió
una guerra de guerrilleros. Vencido, hecho prisionero, llevado
ante un consejo de guerra por orden de Napoleón, fue fusilado.
El rey se hallaba fuera de sí de miedo y de furia contra Schill.
Napoleón se contentó momentáneamente con esta ejecución y las
humildes seguridades de Federico Guillermo.
Pero después del nuevo desastre austríaco en Wagram, des­
pués de la paz de Schoenbrunn y el matrimonio de Napoleón con
María Luisa, las últimas esperanzas de salvar a Prusia se des­
vanecieron. Parecía que Austria había entrado irremediablemente
en la órbita de la política napoleónica. ¿Quién podría en adelante
traer un socorro? ¿En qué poner su esperanza? ¿En 1a. naciente
querella entre Napoleón y Rusia? Pero esta querella evoluciona­
ba muy lentamente y después de Austerlitz y Friedland no se
tenía en las fuerzas rusas la confianza de otros tiempos.
Al comienzo del año 1810 circularon rumores siniestros: por
un simple decreto, sin recurrir, a la guerra, Napoleón proyectaba
aniquilar a Prusia, sea parcelándola entre el imperio francés,
el reino de "Westfalia de Jerónimo Bonaparte y Sajonia, vasalla
del emperador francés, sea expulsando la dinastía de los Hohen-
zollem para reemplazarla por alguno de sus parientes o de los
mariscales del imperio.
Cuando Napoleón anexó a Holanda, por decreto el 9 de julio
de 1810, y la dividió en 9 nuevos departamentos del imperio
francés, cuando usando de un procedimiento igualmente simple
agregó a Francia, Hamburgo, Bremen, Lübeck, el ducado de
Luxemburgo, Oldenburgo, Salm-Salm, Arenberg y muchos otros
territorios", cuando fue ocupada toda la costa septentrional de
Alemania, desde Holanda hasta el Holstein, el rey de Prusia
esperó la •última hora de su reinado. Su independencia era “ ima­
ginaria *’ y sabía además que en Tilsit Napoleón había declarado
n a p o l e ó n 251

categóricamente que si Prusia no había desaparecido aún del ma­


pa de Europa, lo debía únicamente a la amabilidad del vencedor
para -con el zar, Pero ahora, en 1810-1811, las relaciones entre el
zar y Napoleón se minaban rápidamente y no era ya cuestión
de “ amabilidades” .
A fines de 1810 y sin que nadie en el mundo supiera el
motivo de ello, Napoleón no tuvo reparos en expulsar al duque
de Oldenburgo de sus posesiones y unir a Oldenburgo a su im­
p erio; y esto a pesar de que el hijo y heredero del duque estaba
casado con Catalina Pavlovna, hermana del zar Alejandro.
En 1810-1811 Prusia esperó su fin. No sólo el rey Federico
Guillermo I II tenía miedo —nunca se había distinguido por su
valor— sino que las asociaciones liberales y patrióticas se habían
vuelto prudentes. Estas asociaciones del género del Tugendbund,
expresaron en su tiempo las tendencias de una parte de la joven
burguesía alemana: escapar del opresor extranjero y constituir
luego una nueva Alemania “ libre” . El Tugendbund no era la
única asociación ilegal sino solamente la más conocida. Ya en
1810, disminuido su valor,, callaba; pero más calló aún en 1811
y a comienzos de 1812: la situación parecía desesperada. El mi­
nistro Hardenberg que estuvo siempre por la resistencia y a
quien Napoleón hizo alejar de la corte de Prusia por esta
razón, se hallaba francamente arrepentido y en una carta a Saint-
Marsan, embajador de Francia, testimoniaba el cambio completo
de sus convicciones. “ Nuestra salvación no depende más que de
Napoleón” , escribía Hardenberg al general Scharnhorst. E n ma­
yo de 1810 dirigía al embajador francés este humillante pedido:
“ Que Su Majestad Imperial s'e digne apreciar la interveción que
puedo tomar en los negocios. Ello demostrará al rey de manera
palpable el recobro de la confianza y de la gracia del emperador ’\
Napoleón perdonó,' y permitió a Federico Guillermo que
nombrara canciller a Hardenberg. '■Esto ocurría el 5 de junio de
1810, y ya el 7 el nuevo canciller escribía a Napoleón: “ Profun­
damente persuadido de que Prusia no puede renacer, consolidarse
y asegurar su di-cha futura más que observando honestamente
vuestro sistema, &'iré, consideraré mi más alta gloria el merecer
la aprobación y la alta confianza de Vuestra M ajestad Imperial.
Querido señor, con el más profundo respeto el servidor más hu­
milde y el más sumiso de V. M. I. Barón von Hardenberg, can­
ciller de Estado del rey de P ru sia” .
252 E . T A R L É

Se pagaba la contribución exactamente, se ejecutaba el blo­


queo continental con puntualidad, el rey temblaba, se arrastraba.
Harclenberg usaba de astucias y se humillaba; sin embargo, el
emperador no retiraba sus tropas de las fortalezas prusianas y
110 hacía ninguna promesa tranquilizadora. Cuando Napoleón, que.
se preparaba para la guerra contra Rusia, exigió repetinamente
La ayuda militar activa de Prusia, le fue acordada, bien que des­
pués de crueles tergiversaciones. Después de todo lo que se ha
dicho, esto no tiene nada ele sorprendente. Es verdad que Napo­
león terminó de un golpe con las vacilaciones; el 14 de noviembre
'de 1811 dio esta instrucción al mariscal Davout: “ a la primera
señal entrar en Prusia y ocuparla con todo el ejército francés” .
El 24 de febrero de 1812 fue firmado en París iui acuerdo
por cuyos términos Prusia se comprometía a participar junto a
Napoleón en toda guerra eventual.
Inmediatamente después Napoleón se volvió hacia Austria.
Tampoco allí se presentaron mayores dificultades. Después
de Wagram y la paz de Schoenbrunn el gobierno austríaco es­
taba aterrorizado. Desde el casamiento de Napoleón con María
Luisa, Metternich y los otros dirigentes de Austria habían de­
cidido que era provechoso nadar en la estela napoleónica, y que
se podían obtener del vencedor algunas compensándonos a cambio
de las provincias perdidas. Napoleón podía atacar a Austria al
oesta y al norte, por Baviera y por Sajonia; al sur por las
provincias ilíricas, Carniola y Carintia, del reino de Italia. Po­
día también aparecer por el noroeste del lado de Polonia, de la
Galitzia. Su imperio y sus vasallos rodeaban y presionaban a
Austria por todas partes.
El miedo a la invasión y la confianza en la bondad de su'
todopoderoso yerno hacían del emperador Francisco un obediente
servidor de Napoleón, tal como lo fuera el aterrorizado Federi­
co Guillermo III. En esos años, en la corte-de Viena, Napoleón
no veía otra cosa que la más baja adulación. Cuando en 1811
la emperatriz María Luisa trajo al mundo un niño, el heredero
del imperio napoleónico, se editó en Viena un curioso grabado
que enterneció a la corte. Representaba a la madre ele Dios con
las facciones de María Luisa, teniendo en sus brazos a un pe­
queño Jesús —el rey de Roma—, y en lo alto, entre las nubes, a
•Jehová con la fisonomía de Napoleón.
En una palabra, no quedaban vulgaridades ni sandeces a las
N a p o l e ó n 253

que no se hubiera recurrido para testimoniar al amo parisiense


una humildad de esclavo, un respeto religioso y un continuo
entusiasmo.
A los ojos de aquellos que como Metternich poseían amplia
inteligencia y gran cultura, el imperio de Napoleón no parecía
de larga duración i", en todo caso, estaba ligado a la vida del
em perador. Pero, por otra parte, en 1810-183.2, aun las personas
más escépticas juzgaban absolutamente imposible nna guerra
inmediata y victoriosa contra Napoleón.
Con sus colonias y el dominio de los mares, Inglaterra se
mantenía todavía. Pero las noticias que llegaban hablaban cada
vez más a menudo de bancarrotas, ruinas, huelgas, amenazas de
revolución; dicho de otro modo, de un comienzo de asfixia de
Inglaterra por el bloqueo continental.
En España los pastores harapientos se refugiaban en los
desfiladeros de las montañas y en los bosques, apenas aparecían
los destacamentos franceses, y desde allí continuaban comba­
tiendo, Pero Austria no quería ni podía hacer semejante guerra.
¿Y Rusia! Sin duda alguna era más débil que Napoleón; igno­
miniosamente derrotada en Austerlitz a raíz de una vana ten­
tativa de socorrer a Austria, había traicionado a Prusia en Tilsit.
Cualesquiera fuesen las consecuencias era preciso, pues, por el
momento, marchar con Napoleón. Y cuando Napoleón, en febre­
ro de 1812, después de haber obligado ya a Prusia a firm ar un
tratado de alianza contra Rusia, exigió la misma cosa de Aus­
tria, en Viena se fue mucho más allá de sus deseos, sin discutir
y aun sin mucho negociar por las recompensas' futuras.
El tratado francoaustríaco fue firmado en París el 14 de
mayo de 1812. Austria se comprometía a poner 30.000 soldados
a disposición de Napoleón. Napoleón prometía quitar a Rusia,
Moldavia y Velaquia, ocupadas entonces por las tropas rusas.
Se garantizó, además, a los austríacos la posesión de la Galitzia
o cualquier otra compensación territorial.
Estas dos “ alianzas” —con Prusia y Austria— le eran ne­
cesarias a Napoleón no tanto para completar el Gran Ejército
como para desviar una parte de las tropas rusas al norte y al
sur de la .ru ta directa —Kovno, Vilna, Vitebsk, Smolensko, Mos­
cú— siguiendo la cual debía desencadenarse el ataque. Para la
guerra que se preparaba,. Prusia se había comprometido a pro­
porcionar 20.000 hombres y Austria 30.000. Además (como pago
254 E . T A R L É

de una parte del resto de sus deudas eon el emperador francés


deudas de las que no podía llegar a librarse), Prusia debía en­
tregar al ejército napoleónico 20 .000 .00;0 de kilos de centeno
40.000.000 de kilos de trigo, 40.000 bueyes y 30.000.000 de bo­
tellas de bebidas alcohólicas.
La preparación diplomática de la guerra estaba ya termina­
da a comienzos de la primavera. De acuerdo eon ciertos datos
a causa de la mala cosecha de 1811, algunos lugares de Francia
sufrían hambre al final del invierno y a comienzos de la pri­
mavera de 1812. E n algunos pueblos habla habido disturbios
por esto y se esperaba ver estallar otros. Hay indicios que mues­
tran que esto retardó de mes y medio a dos meses la entrada de
Napoleón en campaña. En los pueblos el acaparamiento del trigo
y la especulación se añadían a la inquietud y la irritación; esta
situación agitada retardaba también la expedición.
Desde este punto de vista tiene razón Marx cuando dice
que los “ acaparadores’' con sus especulaciones favorecieron el
fracaso de la campaña de Rusia y la primera conmoción del
imperio francés.
Napoleón se inclinó desde el principio a elegir el mes de
junio para emprender la invasión de Rusia. Su ministro de Ne­
gocios Extranjeros, el duque de Bassano, habla mencionado esta
fecha en un informe al emperador el 16 de agosto- do 1811, al
día siguiente de la escena de Napoleón con el príncipe Kurakin.
Uno de los argumentos a favor de la iniciación de la campaña
en junio era la impracticabilidad de los caminos polacos y rusos
en marzo, abril y aún en mayo. Las consecuencias de la mala
cosecha., los disturbios de las poblaciones en la primavera y el
sabotaje de los proveedores del ejército, retenían al emperador.
Es necesario destacar aquí que el reclutamiento de tropas
de 1811 y comienzos de 1812 no dio muy buen resultado. Los
refractarios eran más numerosos aún que durante los seis años
precedentes, a pesar de que durante el curso de los años que
siguieron a Austerlitz, su número fue bastante elevado. Huían
a los bosques y se ocultaban. Napoleón había organizado desta­
camentos volantes para perseguirlos y apresarlos. La carga eco­
nómica de las incesantes guerras, sobre todo de la interminable
guerra de España, se hacía sentir ya a comienzos de 1812, y tam-:
bién lo evidenciaba el mayor número de insurrectos. Una parte
de los propietarios campesinos comenzó a dar muestras de irri-
N A P O L E Ó N 255

tación, a quejarse de la conscripción que privaba a los amos de


la mano de obra barata de los jornaleros.
A pesar de todo, el reclutamiento había dado, antes de la
guerra de 1812, el resultado que Napoleón esperaba.
Hacia el fin de la primavera del mismo año, Napoleón tenía
terminada la preparación diplomática y m ilitar en su parte
esencial y hasta en los detalles. Toda la Europa vasalla estaba
dócilmente dispuesta a marchar contra Rusia. El emperador de*
cidió dividir a España: en 1811 arrebató a su hermano José
Bonaparte la rica Cataluña, la más industrial de las provincias,
la anexó a Francia y la dividió en 4 departamentos. El empera­
dor presentó este acto, que enriquecía al comercio francés, como
na castigo a los españoles por su “ rebelión” . Pero la “ rebe­
lión” continuaba en los nuevos departamentos catalanes del im-
perio francés y en el resto de España ocupado por tropas fran­
cesas, a pesar de su “ independencia” nominal bajo la autoridad
del rey José Bonaparte.
En España habían quedado los mariscales Soult, Marmont
y Suchet eon tropas numerosas suficientes, según Napoleón, pa­
ra rechazar un ataque violento de los ingleses, cuyo comandante
en jefe en la península era Wellington, y a los guerrilleros que
continuaban desde hacía ya cuatro años su espantosa lucha.
A retaguardia quedaba Inglaterra. Pero ningún peligro in­
mediato parecía probable por ese lad o : sin hablar de la crítica
situación interior del país, de su ruina provocada por el bloqueo,
de las huelgas, de un vasto movimiento de los trabajadores con­
tra las máquinas y hasta de la destrucción de éstas en muchas
provincias industriales, a pesar de todo, gracias a la política
hábil de Napoleón, que había dado cierto número de privilegios
comerciales y permitido toda una serie de excepciones a su le­
gislación comercial en beneficio de los norteamericanos, estalló
una guerra entre Inglaterra y los Estados Unidos.
Se la había preparado desde principios de 1812. Fue de­
clarada el 15 de junio de 1812' por el presidente de los Estados
Unidos, nueve días antes de la entrada de Napoleón en territo­
rio ruso. Esta nueva guerra con América debilitaba a Inglate -
rra en su lucha contra, el imperio francés.
La retaguardia estaba asegurada y el camino libre. El em­
perador disponía de fuerzas militares varias veces mayores que
255 T A P, L É

en las guerras precedentes. A su frente se encontraba un ene­


migo que había batido ya muchas veces.
Los diplomáticos preveían la catástrofe. Pero la gran ma­
yoría, los más inteligentes como Metternich, los más circunspec­
tos como Hardenberg, los adversarios que más odiaban a Napo­
león, como Joseph de Maistre, estimaban que la catástrofe sería
¡■sobre todo ruinosa para Rusia, sobre la que se cernía una ame­
naza tal como su historia no conociera otra desde los tiempos de
la invasión tártara.
El ejército indispensable a Napoleón para la expedición se
componía entonces de medio millón de hombres, sin contar los
'50.000 prometidos por Prusia y Austria. De esos 500.000 hombres
más de 200.000 debían ser provistos por los otros vasallos —Ita­
lia, Iliria, el reino de Westfalia, Baviera, ’Wurtemberg, Badén,
Sajonia, todos los otros Estados de la Confederación del. Rin y
el gran ducado de Varsovia-—. Unos 90,000 polacos, en total,
servían en el ejército napoleónico. Bélgica, Holanda y las ciu­
dades hanseátieas no se contaban entre los vasallos, pero ya
formaban parte del imperio francés.

El 9 de mayo de .1812 a las 6 de la mañana, acompañado


por la emperatriz María Luisa, Napoleón abandonó el castillo
de Saint-Cloud y se puso en camino para reunirse eon el Gran
Ejército que siguiendo diversas vías avanzaba ya a través de
los países alemanes y se 'concentraba sobre el Vístula y el Niemen.
El 16 de mayo el emperador llegó a Dresden, en compañía
del rey de Sajonia que acudió a su encuentro la víspera. Los
reyes y los grandes duques de los Estados vasallos se habían
reunido en Dresden para saludar a su majestad suprema. Entre
otros monarcas estaban allí el rey de Prusia Federico Guiller­
mo III y el emperador Francisco de Austria con la emperatriz.
15 días permaneció Napoleón en Dresden rodeado de estos ser-
viles vasallos. En su presencia todos permanecían de pié, con la
cabeza descubierta, incluso su suegro el emperador de A ustria;
sólo Napoleón conservaba su célebre sombrero. La actitud de
Napoleón a su respecto era en general benevolente, es decir, que
les tiraba gentilmente de la oreja y a veces palmeaba la espalda
de los más meritorios. Estas caricias imperiales les llenaban de
alegría. Hacía también reprimendas públicas muy severas, pero
en Dresden fueron escasas.
N A P O L E Ó N 257

Napoleón trataba como a lacayos y esclavos dominados por


un miedo mortal, a todos los personajes de su comitiva, corona­
dos o no, alemanes o no alemanes. Jamás creyó en su sinceridad,
pero la conducta que observaron testimoniaba su convicción en
¡a futura victoria de Napoleón sobre Rusia.
En ese momento, por lo demás, esta convicción se extendía
por todas partes en Europa y en América, en los palacios y en
las cocinas, en las tiendas y en los mercados.
A excepción de Inglaterra, que esperaba su hora, y con
ella, los campesinos españoles y los descamisados de las ciudades
ibéricas, que se batían siempre con encarnizamiento. Ni tenían
en cuenta los '600.000 hombres de las tropas napoleónicas, ni
reconocían al César francés y cuando se los conducía al poste
de ejecución, con las manos atadas, escupían en pleno rostro a
los oficiales' imperiales. Sólo Inglaterra y España no estaban
representadas en las suntuosas solemnidades de Dresden, en las
recepciones y en los desfiles, en esta curiosa exposición de bajeza
humana, de espíritu de servidumbre y de terror pánico.
Esta certidumbre general de la victoria de Napoleón pare­
cía bien fundada. Contra Rusia avanzaban los incontables regi­
mientos de un ejército superiormente organizado, conducido por
un ilustre capitán cuyo genio militar se hallaba desde hacía
largo tiempo colocado ,más :alto que el de Alejandro de Macedo-
nia, el de Aníbal, el de César, el de Federico el Grande,- un jefe
que había ganado, antes de 1812, muchas más victorias grandes
y pequeñas que todos aquellos héroes de la historia universal.
“ La alianza” de Napoleón con Austria y Prusia, su dominio
de Europa, aumentaban el número de sus soldados y asegura­
ban la retaguardia.
Rusia oponía a Napoleón un ejército tres veces menor, man­
dado por generales á quienes sus mariscales y él habían vencido
ya repetidas veces. Excepto el príncipe Bagration, los rusos,
pensaba Napoleón, no poseían un solo jefe.de ejercito-verdadero,
y esta opinión sobre los generales del zar . era unánime en toda
Europa.
En este momento la seguridad del propio Napoleón no co­
nocía límites-. Pero es necesario destacar que •‘íe expresó- de ma­
nera sensiblemente distinta en el curso del año 1812. En Smo~
lensko hablaba de muy distinto modo que al observar, . desde el
Kremlin, el incendio de Moscú. Bu opinión cambió aún más
258 É . T A R L É

cuando la retirada del Gran Ejército. Pero al comienzo de la cam­


paña, entre Dresden y el pasaje del Niemen, su pensamiento se
dirigía hacia el objeto favorito de sus sueños: hacia el Oriente
la conquista de la India, los planes que había abandonado el 20
de mayo de 179-9¡ cuando ordenó a su ejército levantar el sitio
de Aere y volver de Siria a Egipto.
La actividad diplomática de Napoleón en Turquía, en' Per-
da, en Egipto ha sido rara vez tan entusiasta como justamente
en 1811-1812. Es en esta época precisa que viajaba por Siria y
Egipto, en misión de oficial pero con órdenes secretas de Napo­
león, el cónsul francés Nersia, encargado de operar los recono­
cimientos necesarios para una futura expedición francesa a esos
parajes. E n el momento deseado debía desencadenarse en Egipto
y Siria un movimiento auxiliar en dirección a la India, movi­
miento interrumpido ante San Juan de Acre en 1799.
Es interesante hacer notar que, bajo pretexto de una última
tentativa de salvar la paz, Napoleón envió de Dresden a V ilua/
junto a Alejandro, al mismo conde Narbonne a quien había he­
cho partícipe de sus ideas- de una expedición a la India después
de la victoria descontada sobre Rusia.
Narbonne estaba penetrado de las instrucciones recibidas:
demorar eon conferencias estériles un posible ataque de los rusos
contra Varsovia. Se sobreentiende que esta misión no llegó y
no podía llegar a nada. Napoleón había decidido la guerra irre­
vocablemente ; un ejército de 400.000 hombres avanzaba en Pru­
sia oriental hacia el Niemen y no esperaba más que una orden
para invadir Rusia.
De •Dresden Napoleón volvió a Posnan donde pasó algunos
días. La nobleza polaca lo acogió esta vez eon un entusiasmo
aún mayor que en 1807. Es que ante todo los polacos podían
esperar en realidad una restauración de su país dentro de sus
antiguos límites o, por lo menos, la separación de la Lituania
rusa y la Rusia Blanca. Además la cuestión del reparto de las
tierras entre los campesinos no les inquietaba ya en modo al­
guno. En 1812 Napoleón estaba aún más lejos del revolucionario
“ general Vendimiarlo” que en el año 1807. No se trataba ya de
la situación 1 de los campesinos de Lituania y de Rusia Blan-

1 Habían sido “emancipados” en 1807.


N A P O L E Ó N

ca, lo <2ue equivale a decir que el entusiasmo de los nobles pe


lacos por Napoleón podía manifestarse sin reservas.
El emperador abandonó Posnan y se dirigió a Dantzig des
pués de pasar por Tora. Permaneció 4 días en Dantzig, atravs
sada por innumerables tropas, y de allí se dirigió a Koenigsber^
donde permaneció 5 días (del 12 al 17 de junio) trabajand
sin descanso en la dirección del ejército y en la organización d
su- abastecimiento. El 20 de junio se hallaba ya en Gumbinnei
el 22 en Lituania, en Wllkovichki, donde firmó su proclama í
Oran Ejército: “ ¡Soldados! La segunda guerra de Polonia h
comenzado j la primera terminó en Friedland y Tilsit. E n Ti
sit, Rusia ha jurado eterna alianza a Francia y guerra a Ingh
térra. ¡Hoy viola sus juramentos! No quiere dar ninguna expl
cación de su extraña conducta y ya la' águilas francesas ha
pasado el Ein dejando por allí a nuestros aliados a su discreeiór
Rusia es arrastrada por la fatalidad; su destino debe cumplirsi
¿Nos creerá, pues, degenerados? ¿No seremos ya los soldados d
Austerlitz! Ella nos coloca entre el deshonor y la guerra: 1
elección no puede ser dudosa. Marchemos adelante, pues: pase
mos el Niemen, llevemos la guerra a su territorio. La segund
guerra de Polonia será para las armas francesas gloriosa com
la prim era; pero la paz que concluiremos llevará consigo su g¿
rantía y pondrá término a la funesta influencia que Rusia vien
ejerciendo sobre los asuntos de Europa desde ha.ee 50 años” .
Los regimientos que llegaban sin cesar, en «u camino ha.ci
el Niemen leían la proclama de Napoleón y saludaban eon grite
de entusiasmo esta declaración oficial de guerra.
Dos días más tarde, la noche del 23 al 24 de junio de 181.
(12 de junio según el antiguo calendario ruso) Napoleón dio l!
orden de comenzar el pasaje del Niemen. Los primeros en a-
canzar la otra orilla fueron trescientos polacos del 13$ regimier
to. Ese mismo día y los siguientes toda la vieja (Guardia, la j<
ven Guardia, la caballería de M urat y luego, uno tras otro, le
mariscales eon sus cuerpos de ejército, se trasladaron sin int<
rrupeión a la ribera oriental del Niemen. La. mañana del ;24 d
junio, después de haber perdido de vista algunos piquetes d
cosacos, los franceses no veían ya a nadie sobre el espacio si
límites.

* N apoleón: C w e sp o n á a n c e , Paría, 1 8 5 8 - 1 8 7 0 .
260 É . f A R, L É

Rara vez Napoleón había visto comenzar nna guerra en me.


dio de una alegría tan manifiesta y con tanto arrastre entre sus
soldados. Mientras en esos largos días de verano se terminaba
el pasaje del río y comenzaba el avance sobre Yilna, en las dos
riberas del Niemen resonaban músicas y canciones. Los regimien­
tos desfilaban ante el emperador y lo saludaban con gritos en­
tusiastas.
En cuanto a Napoleón, como siempre en tiempo de guerra,
estaba más vivo y más dispuesto. La más grandiosa de sus gue­
rras comenzaba: lo juzgaba por sus preparativos. Pudiera, ser
que aquella fuera la última de sus guerras europeas y la primera
de sus guerras asiáticas. E ra posible también qne fuera necesa­
rio detenerse en Smolensko y aplazar la continuación de la cam­
paña (Moscú y Petersburgo) hasta el año siguiente. Napoleón
pensaba en dos proyectos: con Narbonne hablaba del Ganges y
de la India; y con sus mariscales de una estada en Smolensko.
Rodeado por su estado mayor y por su séquito, entre las
incesantes aclamaciones de sus soldados y precedido por toda la
caballería, Napoleón marchó directamente sobre Vilna sin hallar
resistencia.
C a p ít u lo X III

INVASION DE RUSIA POR NAPOLEON

1812

Los generales enemigos y la organización del comando ad­


versario eran los primeros puntos en que se interesaba Napoleón
al organizar cualquiera de sus guerras. ¿Es fuerte el general
en jefe? ¿Es absolutamente independiente en el momento de la
acción? Cuestiones éstas de capital importancia que interesaban
sobremanera al emperador.
En este caso Napoleón creía posible dar a estas preguntas
la más satisfactoria de las respuestas. Los rusos sólo tenían un
buen general: Bagration, a quien no se confiaba más que pa­
peles secundarios. Bennigsen le era muy inferior, “ un incapaz”
según decía Napoleón. Fue vencido en Friedland, pero seguía
siendo tenaz y decidido y su firmeza quedó probada no sólo al
estrangular, poco antes, al zar Pablo, sino también por su ac­
titud estoica durante la sangrienta jornada de Eylau. Y sin
embargo Bennigsen desempeñaba también papeles secundarios.
¿Kutusov? No lo desdeñaba Napoleón, que le había vencido en
Austerlitz, sino que le consideraba como un jefe prudente y as­
tuto; pero Kutusov no tenía mando. E l general en jefe era el
ministro de Guerra, Barclay de Tolly; privado de elementos de
juicio, Napoleón 110 podía juzgar su valor, pero se inclinaba a no
colocarlo por sobre el nivel habitual de los generales rusos, nivel
que consideraba generalmente poco elevado.
La-respuesta a la segunda pregunta podía ser aún más op­
timista. Faltaba en el ejército ruso unidad de mando, y a este
respecto su organización se hallaba por debajo de toda crítica.-
No podía dejar de ser así; Alejandro estaba con el ejército e
intervenía en las órdenes de Barclay, cosa que Napoleón no ig-
262 E . T A R L É

noraba al marchar sobre Vilna. Y fue en Yilna que explicó iróni­


camente al general Balachov, ayudante de campo que Alejandro
enviara por prim era y últim a vez a proponer la paz-, “ ¿Qué
hacen todos ellos, pues? Mientras Pfull propone, Armfeld contra­
dice y Bennigsen examina, Barclay, sobre quien recae la ejecución
no sabe qué decidir y pierden su tiempo sin hacer n ad a” .
Este pasaje del relato de Balachov sobre su entrevista con
Napoleón es digno de toda confianza puesto que otros testimonios
lo confirman; pero las notas del general Balachov. ministro ruso
de Policía, notas que figuran insertas en el tomo X IV de la “ His­
toria del Consulado y del Im perio” de Thiers, y que casi palabra
por palabra son reproducidas en una escena famosa sumamente
artística de “ La guerra y la paz” , deben ser tomadas en gene­
ral con gran prudencia, particularmente en aquellos pasajes en
que Balachov habría evocado a España y recordado a Poltava
delante de Napoleón.
El ministro rusto de Policía no se destacó jamás por una ve­
racidad irreprochable y es más que posible que agregara más tarde
estas heroicas alusiones. Estas cosas deben ser siempre tenidas
en cuenta por los historiadores. H erstlett ha consagrado una obra
entera — Der trep-penwitz der Gesckichte— 1 a estas palabras' y
salidas “ históricas” posteriormente agregadas. Tales palabras no
se han pronunciado nunca, en realidad: surgieron en el espíritu
del personaje, que “ desciende la escalera” , después de haberse
despedido de su interlocutor, e imagina lo bien que hubiera que­
dado diciendo esto y aquello. De todos modos, al en trar en Vilna
el cuarto día después del pasaje del Niemen sin haber encontra­
do resistencia, acogido por la aristocracia polaca local con los más
grandes honores y testimonios de fidelidad, y conociendo la
aplastante superioridad de sus fuerzas, Napoleón contestó a Ba­
lachov con un rechazo absoluto. Y es muy probable, además, que
el tono fuera vivo e injurioso.
Napoleón pasó 18 días en Vilna, estada considerada posterior­
mente por los historiadores militares como uno de sus errores
fatales. Esperó allí «orno había esperado en Dresden las tropas
nuevas que llegaban incesantemente. De los 685.000 hombres de
que Napoleón disponía para la campaña de Rusia, 23 í\ 000 debían
quedar momentáneamente en Francia y en la Alemania vasalla

1 Eí ingenio de la escalera de la Historia.


N A P O L E Ó N 263

y sólo 420.000 habían cruzado la frontera. Y estos 420.000 sólo


podían avanzar y franquear el río gradualmente.
Ya en Yüna se percató Napoleón de los primeros inconve­
nientes serios. Muchos caballos morían por falta de alimento y
en Lituania y en Rusia Blanca los polacos no proporcionaban
fuerzas militares suficientes. Aquí comenzó a ver con más clari­
dad que en el momento de cruzar la frontera e incomparable­
mente mejor que en Dresden, las particularidades y dificultades
de la empresa que tenía entre manos. Los acontecimientos influ­
yeron inmediatamente en su política y eon gran desilusión de los
polacos no unió Lituania 1 a Polonia sino que le creó una admi­
nistración provisoria particular, lo que significaba que no quería
emprender nada que en un momento dado pudiera obstaculizar
la paz con Alejandro. Hubo así, desde el principio, una cierta
dualidad en el estado de ánimo y en los planes de Napoleón con­
cernientes al resultado de la campaña. Admitía que la guerra
terminaría por la sumisión completa del zar Alejandro y la trans­
formación de Rusia en vasallo obediente, transformación nece­
saria para continuar la lucha contra Inglaterra, en Europa, y
quizá también en Asia. Pero el desarrollo de los acontecimientos
lo.inclinó a ver transformarse esta guerra en una simple “ gue­
rra política” , según dijo poco más tarde, en una guerra de ga­
binetes (como se decía en el siglo X V III), algo así como una
discusión diplomática realizada mediante algunos gestos armados
y después de la cual ambas partes llegan a un arreglo general
cualquiera.
La primera concepción de Napoleón se esfumó a medida que
aparecieron las dificultades de la campaña y surgió entonces la
segunda. Disponía de 420.000 hombres y los rusos de menos de
1225.000; pero las diversas unidades del ejército Napoleónico es­
taban lejos de tener un valor uniforme. El emperador sabía que
no podía confiar completamente más que en los elementos fran ­
ceses 2 y aun no en todos1: no se podía comparar los nuevos reclu­
tas con aquellos viejos veteranos de todas sus campañas. Es lógico
que fuera escaso el entusiasmo con que combatían westfalianos,

1 Entonces se encendía por Lituania la Rusia Blanca y Lituania propia--


mente dicha.
2 El Gran'Ejército constaba de 355.000 franceses y 330.00 extranjeros
y comprendía las reservas no llevadas a Rusia.
264 E . T A R L É

sajones, bávaros, alemanes de las ciudades hanseáticas o ribere­


ñas del Rin, italianos, belgas y holandeses, sin hablar de los
íl’aliados” a la fuerza —austríacos y prusianos— arrastrados á
morir en Rusia por razones desconocidas y muchos de los cuales
no odiaban a los rusos sino al mismo Napoleón. Evocaba el em­
perador, que conocía tan bien la historia militar, los innumera­
bles representantes ele tribus sometidas por los antiguos empe­
radores persas que Jerjes envió contra los griegos y recordaba
su blandura en los combates. Sin embargo esperaba algo m ás de
los polacos puesto que defendían su propia causa.
El emperador estaba al corriente de las vacilaciones del es­
tado mayor ruso. En Yilna supo que la primitiva idea de defen­
derse en el Dvina, en el campo fortificado de Drissa, había sido
abandonada porque -Barclay temía el bloqueo del campo y la
inevitable capitulación. El ejército ruso se replegaba en dos co­
lumnas hacia el interior del país; la columna Barclay se batía
rápidamente en retirada hacia Vitebsk; la columna Bagration lo
hacía, con más lentitud, hacia Minsk.
Napoleón avanzaba contra Barclay con sus fuerzas princi­
pales; pero el generalísimo ruso apresuró su marcha y ordenó a
Osterman Tolstoi, jefe de su retaguardia, que contuviera el ata­
que francés tanto como fuera posible. En cumplimiento de esta
orden se combatió cerca de Ostrovno los días 25 y 26 dejulio,
de modo que al entrar Napoleón en Vitebsk no encontró allí a
Barclay, que se apresuraba a llegar a Smolensko.
Durante estas jornadas de julio, Dauvot marchó de Vilna a
Minsk con la misión de -cortar la retirada de Bagration y destruir
su ejército antes de que se reuniera con Barclay. Pero felizmente
para Bagration, Jerónimo, hermano de Napoleón, era tan incapaz
desde el punto de vista militar como desde cualquier otro. Al
perseguir a Bagration por el camino de Grodno a Minsk, no lo­
gró ejecutar ninguna de las órdenes recibidas, se retardó con
su cuerpo de ejército y cuando el 23 de julio al sur de Moguilev
tuvo lugar la batalla entre Davout y Bagration, el general raso
rechazó victoriosamente varios ataques y prosiguió so retirada
sobre Smolensko sin ser molestado por el adversario.
Al enterarse del combate cerca de Moguilev y clel pasaje
del Dnieper por Bagration en Novi Bíjov, Barclay resolvió re­
unirse con Bagration en Smolensko y pasando por Rudnia', hacia
allí se dirigió.
N A P O Lt E ó N 265

Napoleón había concluido los preparativos para la gran ba­


talla en que pensaba aniquilar a Barclay, cuando de pronto, el
28 de julio, después de inspeccionar las posiciones advirtió que
el ejército ruso había marchado en dirección al e^te. Sufrió una
gran desilusión; creía que un nuevo Austerlitz en Vitebsk hu­
biera podido terminar la guerra de un golpe y obligar a Alejandro
a hacer la paz.
Los soldados sufrían por el calor tórrido y las penosas mar­
chas; la temperatura era tan elevada que los viejos soldados de
Egipto y de Siria se esforzaban en consolar a los jóvenes diciéu-
doles que en Egipto era todavía peor. Escaseaba el forraje; al­
gunos escuadrones habían perdido la mitad de sus caballos desde
j.a salida de Vilna. Signos de descomposición aparecieron en el
ejército al mismo tiempo; el pillaje asumió proporciones ex­
traordinarias.
E ra necesario marchar siempre más lejos en persecución de
Barclay y Bagration que se dirigían hacia Smolensko por distin­
tos caminos; era preciso enviar dos cuerpos de ejército sobre el
Dvina mientras el ala izquierda (el ala norte) marchaba hacia
Smolensko en dirección a Petersburgo donde actuaba el cuerpo
de ejército de W ittgenstein; debíase distraer algunas divisiones
y enviarlas al sur, sobre el flanco derecho, para rechazar • a las
tropas rusas que, disponibles a raíz de la repentina paz turco-rusa,
volvían de Turquía a toda prisa. De todos modos, para la pró­
xima batalla de Smolensko, el ejército de Napoleón era mucho
más numeroso que el ejército ruso. Después del choque de Kras-
noe (14 de agosto) con la división de Nevero vski (que con no­
table firmeza contuvo un violento ataque de las fuerzas de Ney
y Murat, superiores en número, y perdió un tercio ele sus efec­
tivos) Napoleón marchó sobre Smolensko. Bagration confió al
general Baevski la misión de contener a los' franceses; Raevski
so desempeñó de tal manera, combatió con tal vigor y tenacidad,
que el mariscal Ney casi fue hecho prisionero.
Bagration se atuvo a la idea de que no se debía rendir
Smolensko sin una gran batalla, Pero no se llegó a “ una gran
batalla’ El grueso de las fuerzas rusas había llegado a Smo­
lensko para continuar su repliegue hacia el este; a pesar de que
juzgaba inútil esa batalla, Barclay no se decidió a entregar la
ciudad sin combate.
El 17 de agosto a las -10 de la mañana Napoleón ordenó el
266 E . T A R L É

bombardeo general y el"-ataque a Smolensko. La furiosa batalla


se prolongó hasta la seis de la tarde; los franceses ocuparon los
suburbios de Smolensko pero no el centro de la ciudad. El cuer­
po de Dojturov, las divisiones de Konovnitsin y del príncipe de
Wurtemberg, defendieron la ciudad con valentía y firmeza tales
que dejaron estupefacto a su adversario.
Por la tarde Napoleón llamó a Davout y le ordenó categó­
ricamente que, costara lo que costara, tomase Smolensko al día
siguiente. Se fortalecía en él la esperanza concebida anterior­
mente de que esta batalla de Smolensko en la que intervenía se-
gtín creía, todo el ejército ruso (conocía la unión de Barclay y
Bagration), sería por fin la batalla decisiva rehusada hasta en­
tonces por un enemigo que abandonara sin combatir una parte
considerable de su imperio.
Cayó la noche sobre el campo ensangrentado. El bombardeo
de la ciudad continuaba por orden de Napoleón cuando, de repen­
te, horribles explosiones que conmovieron la tierra, retumbaron
una tras otra en medio de la noche. El incedio. se extendió por
toda la ciudad; los rusos hacían sáltar los polvorines y destruían
a Smolensko por las llamas. Barclay ordenó a la guarnición que
se batiera en retirada, los reconocimientos franceses hechos al
alba informaron que no quedaban tropas en Smolensko y Davout
penetró allí s'in combatir.
Cadáveres de hombres y de caballos obstruían las calles. Las
quejas y los gemidos de millares de heridos llenaban la- ciudad,
parte de la cual ardía todavía. Los heridos fueron abandonados
a su suerte. Napoleón atravesó lentamente las calles de Smolensko,
seguido por su séquito, mirando todo lo que le rodeaba, dando
órdenes para la extinción de los incendios, para que se llevaran
los cadáveres que se descomponían ya y los heridos que gritaban
de dolor, y para el recuento de las provisiones encontradas.
Los testigos dicen que estaba sombrío y no hablaba eon los
que le rodeaban. Al en trar después de esta recorrida en la casa
'donde se le había preparado a toda prisa un departamento, el
emperador arrojó su sable sobre una mesa y dijo: ‘‘La campaña
de 1812 está term inada ” . 1 Pero fue en Smolensko mismo don­
de abandonó su idea de detenerse allí para asegurar bien la re­
taguardia en Polonia, en Lituania, en Rusia Blanca;, para hacer

2 Ségur: TJaide de camp de Napoleón ( 1 8 1 2 - 1 5 ) .


N A P O L E Ó N 267

venir refuerzos de Europa y aplazar hasta la primavera de 1813


h¡ movimiento sobre Moscú y Petersburgo; en una palabra, fue
CIi Smolensko donde renunció a dividir la guerra de Rusia en
¿os campañas.
Una vez más el enemigo se le escapaba de entre los dedos.
Napoleón ignoraba las dificultades crecientes con que Barclay
tropezaba a cada nueva orden de repliegue; ignoraba las vio­
lentas acusaciones de traición de que era objeto el generalísimo
ruso y no imaginaba ni el desorden ni la locura que reinaban en
la corte del zar. Sólo veía que no había batalla general y que
sería necesario avanzar simpre hacia el este, hacia Moscú/ Y
mientras más hacia el este se internara, más difícil se haría ter­
minar esta guerra por una paz, por un simple acuerdo diplo­
mático. E n Smolensko Napoleón no soñaba ya con una victoria
aplastante sobre Rusia; muchas cosas le parecían ahora muy di­
ferentes' de como las viera tres meses antes de cruzar el Niemen.
Su ejército se había reducido a la mitad por la necesidad de
asegurar la gigantesca línea de comunicaciones, a causa de las
guarniciones dejadas en el camino, de los combates —parciales
sin duda pero sangrientos—, a causa también del terrible calor,
de la fatiga y de las enfermedades. Napoleón descubrió, además,
que los soldados rusos no combatían peor que en E y la u ; los
generales rusos revelaron ser mucho menos incapaces de lo que
se había inclinado a creer, a raíz de su conversación con Balachov,
en Vilna. E n general, Napoleón apreciaba con mucha justeza las
capacidades de las personas y mejor aún su capacidad militar.
No podía dejar de reconocer que, por ejemplo, Raevski, Dojturov,
Tutchkov, Konovinitsin y Platov ejecutaban algunas operaciones
muy difíciles en forma digna de sus mejores mariscales. En f in :
el carácter general que revestía la guerra había comenzado hacía
ya tiempo a inquietar al emperador y a sus acompañantes.
Al replegarse el ejército ruso dejaba un país devastado a
sus espaldas'. En -Smolensko se había intentado incendiar no una
aldea o un pueblo sino toda una ciudad, todo un gran centro ad­
ministrativo y comercial, lo que testimoniaba la voluntad de sos­
tener contra el conquistador una guerra sin -cuartel. Napoleón
recordaba que en guerras anteriores el emperador de Austria hu­
yó de Viena y ordenó a las autoridades de las ciudades qué obe­
decieran sin discutir todas las órdenes de los franceses. Pen­
saba en el rey de Prusia que después de haber escapado de Berlín
270 E . T A R L É

algo podía perder a Napoleón era sólo alejarlo de su base, p0r.


que así se le impedía proseguir la guerra durante años y hasta
durante meses, a miles de kilómetros de Francia, en un inmenso
país desierto, pobre y hostil, en un clima extraño y eon insufi­
cientes abastecimientos. Pero sabía mejor aún que a pesar de
su nombre ruso, entregar Moscú sin una batalla general le sería
tan imposible como a Barclay. Decidió pues librar esta batalla
de cuya inutilidad estaba perfectamente convencido, repitiéndose
así la situación de Austerlitz, batalla que hubo de librar contra
sus opiniones y convicciones. Estratégicamente inútil, era políti­
camente necesaria. Napoleón interpretó el reemplazo de Barclay,
del que sus espías le informaron de inmediato, como la señal de
que los rusos se decidían por fin a la batalla.
El 4 de septiembre por la mañana hizo avanzar a Murat y
Ney de Chajts a Gridnevo. El ejército ruso retardó su repliegue
y se detuvo. Su retaguardia se apoyaba en algunas fortificacio­
nes, de las cuales la más próxima a los franceses era un reducto
establecido por los rusos cerca de la pequeña ciudad de Chevar-
dino. Llegado con su guardia al pequeño pueblo de Gridnevo,
Napoleón examinó en seguida la planicie que se extendía ante
él y en la que, por fin, el ejército ruso se había detenido. Se le
informó que numerosas tropas ocupaban el reducto de Chevar-
dino. Con el catalejo veía a lo lejos, del otro lado del Kolotcha
medio seco, la disposición del ejército enemigo. La tarde del 4
de septiembre los espías informaron al cuartel general del em­
perador que el ejército ruso se había detenido y ocupaba sus
posiciones hacía ya dos días, y que cerca del pueblo de Borodino
había también fortificaciones.
La batalla de Borodino —llamada del Moscova— ha intere­
sado sobremanera a historiadores, especialistas militares, gran­
des artistas de la palabra y grandes pintores. No es, sin embargo,
sobre ese único -campo de batalla que se quebró el destino de
Napoleón sino a lo largo de toda la campaña de Rusia. Borodino
fue solamente uno de los actos de la tragedia, no la tragedia
completa; la campaña no había hecho más que comenzar y estaba
todavía lejos de su fin.
Pero la imaginación de los contemporáneos y de la posteri­
dad se ha conmovido siempre ante el campo de Borodino con sus
57,000 cadáveres, insepultos durante largos meses.
Se acercaba el momento que Napoleón no había cesado de
Ñ A P Ó L E Ó N "

esperar y con el que soñó en Dresden, sobre el Niemen, en Vilna,


Vitebsk, Smolensko, Viazma y Chajst. Al llegar a este lugar don­
de debía desarrollarse una de las más terribles carnicerías de
la historia humana, las tropas que Napoleón tenía bago sus ór­
denes4 inmediatas eran alrededor de tres veces y media menos
numerosas que en el momento de su entrada en Eusia.
Las enfermedades, las dificultades de la expedición, las de­
serciones, el pillaje, la necesidad de consolidar los flancos y una
retaguardia lejana en las direcciones de Riga y Petersburgo, y
al sur contra el ejército ruso que volvía de Turquía; la necesi­
dad de asegurar por guarniciones cada vez más fuertes una co­
losal línea de comunicaciones que se extendía desde el Niemen
hasta Chevardino, todo esto había reducido enormemente el ¡Gran
Ejército. Cuando se presentó frente al reducto de Chevardino,
Napoleón disponía de 135.000 soldados y 587 cañones; las tropas
rusas regulares contaban con 103.000 hombres y 640 bocas de
fuego, 7.000 cosacos y unos 10.000 hombres de reserva. La a r­
tillería rusa valía tanto como la francesa, pero era numérica­
mente superior. Muchos caballos del ejército napoleónico habían
muerto y Napoleón no pudo llevar por el camino de Moscú todos
sus cañones de Moguilev, Vitebsk y Smolensko.
Durante la batalla de Borodino el cuartel general de Na­
poleón estuvo establecido en el pueblo de Valuiev.
El emperador estaba absolutamente seguro de la victoria y
el comienzo de la acción no hizo más que confirmarlo. El 5 de
septiembre ordenó atacar el reducto de Chevardino. M urat re­
chazó una parte de la caballería rusa; después de una prepara­
ción de artillería el general Compan, con 5 regimientos de infan­
tería, se lanzó al asalto del reducto y lo tomó tras un rudo combate
a la bayoneta. Por la tarde los franceses hablaban de los hechos
de la jo rn ad a: con gran asombro suyo los artilleros rusos no hu­
yeron a pesar de haber tenido posibilidades de hacerlo y se los
remató en el lugar. Napoleón estaba a caballo al amanecer y
no descendería de él en toda la jornada. Temía que los rusos,
estacionados a algunos kilómetros de Chevardino se batieran en
retirada después del ataque del reducto. Pero su temores fueron
vanos: Kutusov permaneció en sus posiciones.
Davout propuso rodear eon fuerzas muy considerables el
flanco izquierdo del ejército enemigo del lado de U titsa; pero
esta maniobra podía atemorizar y alejar a Kutusov, razón por
272 E . T A R L É

la que el emperador rechazó la propuesta: temía enormemente


un nuevo repliegue de los rusos antes' de la batalla general.
Desde Smolensko y su decisión definitiva de no prolongar
durante dos años la guerra, sino cíe term inarla en uno, el obje­
tivo principal e inmediato de Napoleón era llegar a Moscú y
proponer la paz al zar. Sin embargo, aunque deseaba ardiente­
mente apoderarse de Moscú, no quería obtenerla sin combate. Era
necesario exterminar, a cualquier precio al ejército ruso, o sea
librar una batalla general cerca de Moscú; pero Napoleón no
deseaba perseguir a Kutusov en caso de que huyera hacia el lado
opuesto a la capital, hacia Yladimir o Riazan o aún más lejos.
Kutusov y Barclay habían adivinado el pensamiento de Napo­
león y rehuían la batalla; pero Barclay, obligado después de
Tsar evo Zaimichtché a someterse totalmente a Kutusov, callaba
ahora y también callaba Kutusov que no era bastante fuerte pa­
ra tomar sobre sí la terrible responsabilidad de abadonar Moscú
al azar, sin lucha, a pesar de que éste era el medio de salvar el
ejército.
El 6 de septiembre, día que siguió a la toma de Chevardino,
Napoleón no entabló combate. Dio descanso a los soldados' y au­
mentó las raciones; planeó detalladamente la acción del día si­
guiente y precisó las órdenes individuales para mariscales, gene­
rales y la numerosa escolta que siempre le acompañaba. Todos,
desde el emperador hasta el último soldado, miraban continua­
mente hacia el lado de las posiciones rusas que se' divisaban á
lo lejos: ¿no habría partido Kutusov? Pero ahí estaban, inmó-'
viles, las tropas rusas.
Un enfriamiento aquejaba a Napoleón; pero en esta jor­
nada de preocupación no dio la menor señal ele fatiga.
Los soldados se acostaron al llegar la noche porque se sabía"
que el combate 'comenzaría al alba. A pesar de la tensión física e
intelectual de todo el día, Napoleón apenas descansó; trataba de
disimular su emoción y no lo conseguía. Los ayudas de campo
notaron que cuando conversaba eon ellos no prestaba atención'
y salía a cada rato de su carpa para ver si brillaban fuegos en
el campo enemigo.
La orden de m archar contra, los rusos fue dada antes del
alba. Eugenio dé Beauharnais, virrey de Italia, se lanzó con' su ;
cuerpo de ejército sobre la villa de Borodino, sobre el ala izquier­
da, según lo había dispuesto el emperador. Davout, Ney y M ürát
■!ge lanzaron por el centro, cerca uno del otro, contra el reducto
de Bagration, próximo al pueblo de Semenovskoe. El cañoneo era
tan estrepitoso que ni los soldados de Eylau y Wagram habían
:0ído jamás algo parecido.
D urante esta larga y cálida jornada de septiembre Napoleón
pasó, al decir de los testigos, por dos estados de ánimo muy di­
ferentes: a la mañana, apenas asomaba el sol en el horizonte,
el emperador, gritó jubilosamente: “ ¡ He ahí el sol d e . Auster-
Utz’\ 1 Este humor duró toda la mañana.
Parecía que poco a poco los rusos iban siendo desplazados
de sus posiciones. Sin embargo, en el momento del primer y po­
deroso ataqiie francés comenzaron a llegar al reducto de Che­
vardino, desde donde el emperador seguía la batalla, y mezcladas
con nuevas victorias, algunas noticias asaz inquietantes. Se infor­
mó al emperador que uno de sus mejores oficiales, el coronel
Plausonne, que mandaba el 106 de línea., había entrado con sus
.fuerzas en la villa de Borodino y expulsado a los rusos. Pero el
perseguidor tropezó con cazadores rusos que exterminaron parte
.de su regimiento, matando al mismo Plausonne y a numerosos
oficiales. Claro está que intervinieron refuerzos y los franceses
ocuparon Borodino, pero esta circunstancia de la pérdida de
Plausonne mostraba que el enemigo se batía furiosamente.
Un ayudante anunciaba el éxito con que se desarrollaba el
ataque del mariscal Davout, pero otro traía la grave noticia de
que su mejor división, la del general Compan, había sido toma­
da bajo un fuego violento, herido Compan y heridos o muertos
si3s oficiales. Al precipitarse Davout en auxilio de la, división
Compan, tomó las baterías rusas que la bombardeaban, y como
-dos días antes en Chevardino los artilleros rusos fueron de nuevo
muertos sobre sus piezas. Dispararon hasta el último minuto. Una
bala de cañón mató al caballo de Davout y el mariscal cayó al
suelo contuso, sin conocimiento.
Apenas oído esto y dadas nuevas órdenes, supo Napoleón dél
ataque de Ney con tres divisiones de las “ estrellas” 2 defendidas
por granaderos rusos; tomólas el mariscal, pero los rusos seguían
atacando eon ímpetu.

1 T h i e r s : Hístoüe du Comulat et de VEmpire. Bruselas ( 1 845


XIV, 210,
2 Fortificaciones; raductos. (N . del T .)
-274 É . f A E L É

Un nuevo ayuda de campo apareció: la división Neverovski


había rechazado a N ey; restablecióse la situación un poco más
tarde, pero el príncipe Bagration continuaba luchando encarni­
zadamente en ese sector. Los franceses del general Rezou tomaron
un reducto de los más importantes; pero fueron arrojados de
allí con enormes pérdidas por una furiosa carga a la bayoneta,
hasta que finalmente M urat retomó la posición con gran pérdi­
da de hombres.
De varios lados se informaba a Napoleón que las pérdidas
rusas eran muy superiores a las francesas; pero los rusos no se
rendían.
Para perm itir el despliegue de la caballería era necesario
apoderarse de los accidentes y las pequeñas elevaciones del te­
rreno que atravesaban el gigantesco campo de batalla. Se preci­
saron esfuerzos sobrehumanos y estos obstáculos naturales cos­
taron mucha sangre a los franceses.
A costa de gran pérdida de gente el cuei’po del ejército man­
dado por Raevski asestó tal golpe a Ney y Murat que los obligo
a concentrar a su alrededor todas las tropas posibles. La que­
brada de Semenovskoe y sus alrededores cambiaron de mano va­
rias veces. Los mariscales Ney y M urat terminaron por pedir
refuerzos a Napoleón, garantizando la victoria en caso de que
dicha quebrada y la ciudad del mismo nombre fueran tomadas
a tiempo.
Napoleón les envió una división negándoles un refuerzo más
fuerte. El inaudito furor de esta batalla le hacía ver que Ney
y M urat se equivocaban; los cuerpos del ejército ruso que creían
prestos a abandonar el campo de batalla, no lo dejarían y las
reservas francesas se gastarían antes de momento decisivo. Pero
el momento decisivo no se presentó.
La división del general Morand tomó por asalto una batería
de Raevski establecida entre los pueblos de Borodino y Seme­
novskoe, que los rusos retomaron inmediatamente 1 mediante una
carga a la bayoneta, y los franceses fueron rechazados. Sus pér­
didas fueron enormes, pero se arrebató la batería al adversario
y el mismo Morand quedó en el campo de batalla.
Casi junto eon esa noticia, Napoleón recibió otra, la de los
desesperados esfuerzos hechos por Bagration para retomar las
tres “ estrellas’’ que Ney y Murat habían conquistado a tan
alto precio.
N A P O L E Ó N 275

Era el mediodía: el humor de Napoleón se transformó rá­


pida y definitivamente, s:n que el enfriamiento, sobre el que
lian insistido tanto los antiguos biógrafos, tuviera relación al­
guna con este cambio. Recibió de Ney y Murat un pedido urgente
y reiterado: los dos mariscales querían refuerzos y que la Guardia
interviniera por fin. Napoleón sabía que tenían razón,, que si
las tropas frescas de la Guardia entraban en acción se arrojaría
a Bagration de Semenovskoe y la. batalla term inaría por el
aplastamiento de los rusos; más veía la imposibilidad de hacerlo,
no sólo porque no podía comprometer la Guardia a tantos kiló­
metros de Francia, sino también por otra razón: la caballería
enemiga y en particular los cosacos mandados por Uvarov y
Platov, habían improvisado un ataque de diversión contra los con­
voyes y contra la división que esa, mañana intervino en la toma
de Borodino; fue rechazado pero su tentativa imposibilitaba de­
finitivamente el lanzamiento de toda la ¡Guardia en la batalla.
Se sentía la inseguridad de la retaguardia francesa.
A las tres de la tarde Napoleón lanzó un nuevo ataque contra
Semenovskoe; después de un terrible asalto los franceses reto­
maron el reducto. Napoleón estaba en situación de apreciar mejor
que todos sus mariscales las espantosas pérdidas de que por todos
lados le informaban.
La batalla hacía estragos en las fortificaciones de Semenovs-
kc-c que tan pronto estaban en manos de unos como de otros. Más
de 700' cañones atronaban en este sector: 400 de Napoleón
y más de 300 de los.rusos. E n numerosas ocasiones los adversa­
rios llegaron a pelear cuerpo a cuerpo y la metralla caía sobre
ambos indistintamente.
Los mariscales que vivieron esta jornada hablaron hasta el
fin de sus días eon admiración de la conducta de los rusos en las
fortificaciones de Semenovskoe. Los franceses por su parte, no
cedían en nada a sus enemigos. Cuando bajo una lluvia de balas
los granaderos franceses se lanzaban al asalto con la bayoneta
en alto y sin disparar, Bagration les gritó: “ j Bravo, bravo!”
Algunos minutos después este príncipe, que Napoleón conside­
raba el mejor jefe del ejército ruso, cayó mortalmente herido y
'eon dificultad se le retiró ya moribundo del campo de batalla.
Caía la noche cuando el emperador recibió importantes no-
tieias: el príncipe Bagration herido de muerte, los dos Tutchkov
muertos, el cuerpo de ejército de Raevski casi aniquilado y los
¡276 , E . T A R L É

tusos que luchando con furor se retiraban, al fin, del pueblo de


Semenovskoe. Bagration había deseado en vano y largo tiempo
esta batalla general que al fin vio librar, y su pérdida impresio­
nó profundamente a todos los que lo supieron durante la batalla.
Napoleón se aproximaba a Semenovskoe. Los que le vieron
y hablaron afirman a una voz que estaba desconocido. Sombrío y
silencioso miraba las pilas de cadáveres y 'Callaba las respuestas y
las órdenes que sólo él podía dar. Por primera vez se observaba
en él algo así como una apatía melancólica y una cierta indecisión.
Loa rusos se replegaban lentamente y en perfecto orden;
había oscurecido ya completamente cuando cerca de 300 cañones
que habían sido llevados adelante comenzaron a disparar sobre
ellos. No se produjo el efecto previsto: los soldados caían pero
no huían. “ ¡Ya que lo quieren aún, duro con ellos ! ” . 1
Con estas palabras ordenó Napoleón intensificar el cañoneo;
los rusos respondían aunque se batían en retirada. Pronto la
noche envolvió a ambos bandos.
Durante la noche Kutusov hizo el balance de la jornada;
cuando vio, ese 7 de septiembre, que la mitad del ejército ruso
había sido exterminada, resolvió categóricamente abandonar Mos­
cú sin más combate y salvar la otra mitad, lo que no le impidió
proclamar, a pesar de su abatimiento, que Borodino era una vic­
toria, bien que de ningún modo creyera en un éxito.
Pero cuando Napoleón se enteró de que 47 de sus generales
estaban muertos o gravemente heridos, que muchas decenas de
millares de soldados franceses quedaban fuera de combate, cuan­
do se convenció personalmente de que ninguna de sus batallas
anteriores había sido tan sangrienta y encarnizada como esta de
Borodino, entonces el vencedor de Lodi, Rivoli, de las Pirámides,
de Marengo, Austerlitz, Jena y W agram comprendió —a pesar
de su afirmación de victoria— que esta palabra no convenía para
Borodino y era necesario inventar otra. Se esperaba una nueva
batalla bajo los mismos muros de Moscú, a favor de la cual ha­
blaba también una parte de los generales rusos'. Kutusov se atuvo,
no obstante, a su opinión. Napoleón ignoraba el consejo reunido
en Fili, pero dos días después de Borodino comprendió, por cier­
tos indicios, que la ciudad sería abandonada sin combate.

1 T h ie r s : HúíoíYlg da Considat ■et de YEmpire. Bruselas (1 8 4 5 ),


XXV, 227.
N A P O L E Ó N 277

Todos los contemporáneos que le rodearon y conocieron, in­


cluso Napoleón y Alejandro I, consideraban a Mijail Illariono-
vitch Kutusov un viejo zorro de corte. Pero más de sus cualidades
de cortesano poseía la rara capacidad de ejercer real influencia
sobre los siervos soldados. Había heredado este rasgo de su maestro
Suvorov, a pesar de no poder comparársele en cuanto a talento
y renombre militar. Con mucha fineza se las daba de viejo soldado
bonachón vestido de general, ele un buen hombre ruso simple e
insignificante como el que más, convencido de la justicia de su
causa y de la virtud maravillosa del icono de Smolensko traído a
su campamento'. Todo esto, artísticamente llevado a cabo de Tsa-
revo Zaimichtché a Borodino, y tanto durante como después de
esta última batalla, debía engañar a la masa de los soldados y
en parte a la posteridad. Pero sus enemigos no eran cándidos.
“ Estuve esta mañana con ese maldito Kutusov; su conver­
sación demostraba la bajeza, la inestabilidad y la cobardía del
jefe de nuestras fuerzas m ilitares ’ 1 —escribía a su m ujer Eostop-
tehin cuando 6 días después de Borodino la pérdida de Moscú no
ofrecía ya ninguna duda. En -esta carta el odio desfigura la verdad :
Kutusov no fue nunca cobarde. Su “ inestabilidad” le hizo librar
la batalla general de Borodino, pero no llegaba hasta la “ bajeza”
que hubiera consistido en exponerse —contra su conciencia y sus
convicciones— a exterminar definitivamente el ejército ruso en
este segundo encuentro que Rostoptchin deseaba por incompren­
sión y ligereza de espíritu.
Kutusov se batía en retirada y la caballería de M urat le iba
pisando los talones. Napoleón entró en Mojais'k el 9 de septiembre
y al día siguiente llegó a Buza el príncipe Eugenio, virrey de Ita ­
lia. Aclamado por las tropas alcanzó Napoleón el 23 de septiembre
las colinas de Poklonania. Era. una mañana de sol. El emperador
no pudo contener su admiración ante el espléndido espectáculo
que ofreció Moscú al aparecer repentinamente a su vista.
A su frente se extendía la inmensa ciudad centelleante. Su
ejército podría, al fin, reposar y rehacerse, y sobre todo ésa era
la prenda que obligaría a Alejandro a hacer la paz. Las terribles
escenas de Borodino se desvanecieron ante este panorama esplén­
dido y sus perspectivas.

E l ejército ruso atravesó Moscú entre el 14 y el 16 de sep­


tiembre y salió por el camino de Kolomenskoe (Biazan) seguido
278 E . T A R L É

de cerca por la caballería de Murat que prometió a Miloradovitch


comandante de la retaguardia, dejar a las tropas rusas atravesar
tranquilamente la ciudad. Por orden de Raevski la retaguardia
rusa se detuvo a la noche cerca del pueblo de Viazovka, a 6 verstas
de la barrera de Kolomenskoe. 1 Mientras tanto la caballería fran­
cesa atravesó la ciudad por. el Arbat y estableció sus avanzadas
en el pueblo de Karatcharovo.
El 16 de septiembre el ejército de Kutusov franqueó el río
Moskvá por el puente de Borovsk y pasó la noche cerca del pueblo
de Kulakovo. Al día siguiente dio una vuelta hacia la izquierda
y remontó la orilla derecha del P ajra sin que Napoleón lo notara;
el 19 ocupó una posición en' la orilla izquierda cercana al pueblo
de Irasnaia Pajra, sobre la antigua ru ta de Kaluga. La caballería
rus'a había cortado la ruta de Smolensko, única vía ele comunica­
ción de Napoleón.
Al entrar a Dorogomilov, rumores extraños provenientes de
la Guardia comenzaron a llegar hasta Napoleón: Moscú estaba
desierta, casi todos sus habitantes habían partido. El emperador
esperaba una diputación con las llaves de la ciudad, pero ninguna
se presentó. Ni la hubo ni la habría: los rumores se confirmaban.
Napoleón entró en el Kremlin el 16 de septiembre. Ya la
noche anterior habían comenzado los incendios sin que pudiera ni
remotamente presumirse sus proporciones futuras y su significado.
Los incendios se multiplicaron a partir de la mañana del
16, pero no se les notó tanto durante el día. Durante la noche
del 16 al 17 sopló un viento violento que había de durar más de
un día. Sobre el centro, cerca del Kremlin, de Zamoskvoretchi y
Solianka, comenzó a extenderse un mar de llamas. El fuego es­
tallaba en los lugares más distantes entre sí.
Napoleón no prestó mayor atención cuando se le informó
sobre los primeros incendios. Pero según cuentan, el conde de
Segur, el -doctor Méthivier y otros testigos, cuando en la maña­
na del 17 recorrió el Kremlin y vio el océano de fuego que se
había desencadenado, palideció y durante largo rato contempló
el desastre en silencio. Después dijo: “ ¡Qué terrible espectácu­
lo! Son ellos m ism os.., ¡Qué resolución extraordinaria! ¡Qué
hombres! ¡Son escitas ! ” . 3 El fuego llegaba parcialmente í-I

1 H o y de Abelm anoV .
x S íg x jr: TJaide d e cam p d e N apolécm (1812-1815).
N A P O L E Ó N 279

K re m lin : ya ardía la torre Troistkaia. Por algunas puertas no se


podía salir porque el viento empujaba las llamas de ese lado.
Los mariscales insistían en que el emperador se retirara sin
tardanza al palacio de Pedro el Grande, situado fuera de la ciu­
dad. Napoleón no consintió de inmediato y su negativa hubiera
podido costarle la vida. Cuando se retiró del Kremlin con su
comitiva, las chispas caían por todas partes y se respiraba con
dificultad. “ Marchamos sobre una tierra de fuego, bajo un
cielo de fuego y entre dos murallas de fuego' J, 1 dijo uno de los
que acompañaban al emperador. L a espantosa hoguera ardía aún
el 17 y el 18 ele septiembre; hacia la noche disminuyó. Llovía y el
viento se calmaba. Los incendios siguieron algunos días, pero ya
no se podían comparar a la g'gantesca catástrofe que arrasó gran
parte de Moscú del 15 al 17 de septiembre.
Napoleón no tuvo la menor duda, sobre las razones de este
funesto e inesperado acontecimiento: los rusos destruyeron su
ciudad para que no cayera en manos del -conquistador. Numero­
sos detalles robustecieron esta convicción: el hecho de que Ros-
topehin hubiera retirado de la ciudad las bombas de incendio y el
¡material de extinción, la multiplicidad de focos en los lugares más
distantes, el arresto de numerosas personas sorprendidas en el
acto de encender el fuego, el testimonio de algunos soldados que
vieron incendiarios con teas. Rostoptchin se jactó primero de
haber participado en el incendio de Moscú, lo negó después, se
vanaglorió luego presumiendo de su furioso patriotismo y aca­
bó negándolo en un folleto especial.
Dado el carácter de nuestro trabajo lo que nos interesa no
son seguramente las causas reales y objetivas del incendio —que
han sido ya materia de toda una serie de juicios y suposiciones—
sino exclusivamente sus consecuencias sobre el estado de ánimo
clel jefe del Gran Ejército y sobre el desarrollo ulterior de los
acontecimientos.
Testigos presenciales concuerdan en afirm ar que Napoleón
pasó momentos de penosa inquietud en el palacio de Pedro y en
el Kremlin, al que volvió cuando los incendios comenzaron a ex­
tinguirse. Tanto era presa del furor como de un mortal silencio
que duraba largas horas. No le abandonó su energía y desde

1 Ségur: Uaide de camp de Napoléon (1 8 1 2 -1 5 )


230- E * T A R L &

Moscú seguía administrando su desmesurado imperio: firmaba


decretos, órdenes, nombramientos, traslados, recompensas, revoca,
ciones de funcionarios y de dignatarios. Trataba ele escrutarlo
todo,como de costumbre, y se ocupaba no sólo de lo esencial sino
también de cos'as de segundo y tercer orden. Fue entonces qne
firmó el famoso decreto de Moscú qne hasta hoy sirve de estatuto
a la Comedie Frangaitse.
Oprimía al emperador una preocupación terrible y esencial:
¿qué hacer en adelante? El incendio de Moscú no le prr, 'ó de
todas sus reservas; quedaban los depósitos y almacenes que no
habían sido tocados, pero no había forraje fuera de la ciudad. Los
soldados merodeaban y desaparecían: era evidente que la dis-,
•ciplina.se relajaba. No se dudaba de la posibilidad ele pasar el
invierno en Moscú y no faltaron algunos mariscales y generales
que así lo aconsejaron; más el seguro instinto de Napoleón le
advertía que ni su gran imperio era tan sólido ni sus aliados tan,
fieles como para que él pudiera quedarse mucho tiempo fuera de'
Europa y sepultarse bajo las nieves de Rusia.
¿Perseguir a Kutusov que no daba ya signos de vida? Pero
Kutusov podía replegarse hasta Siberia o aún más lejos. Los
caballos no reventaban por millares sino por decenas de millares.
Los numerosos destacamentos que el emperador debió escalonar
a lo largo del camino protegían muy débilmente la formidable,
línea de comunicaciones, lo que socavaba el poderío del gran
imperio.
El incomprensible y enigmático éxodo de la población de la
vieja capital, la imagen de la batalla de Borodino, la más espan­
tosa que el emperador hubiera librado (como reconoció en el fin
ele sus días), v en especial, la catástrofe de Moscú que remataba
la larga serie de incendios con que desde el Niemen hasta Smo-
lensko y Borodino los pueblos y ciudades rusos habían acogido al
conquistador lanzado en persecución de Barclay y Bagration,
mostraban claramente que el enemigo estaba resuelto a continuar
una lucha a muerte.
Quedaban dos salidas: la primera era hacer comprender a
Alejandro que Napoleón consentía en otorgar la paz más indul­
gente, llevadera y honorable; la segunda, lanzar un manifiesto
de abolición de la servidumbre en la parte de Rusia ocupada pol­
los franceses, tratando así de provocar una insurrección popular
a espaldas del ejército de Kutusov y de desmoralizar a los sier­
Ñ A P O L E ó N 281

vos que constituían la masa del ejército ruso. Nos consta que Na­
poleón pensó en estas clos soluciones y habló de ellas pero que
sólo ensayó la primera.
. Todo lo que ahora podía esperar era concluir la paz; desde
Jíoseú, conservando aún su actitud de vencedor y retirarse
tranquilamente de Rusia con su ejército. Ya no se trataba de la
sumisión, del avasallamiento de Alejandro; estaba dispuesto a
hacer concesiones y a aceptar sus palabras y promesas. Pero:
¿como enterar de algo al zar con quien no mantenía ni podía
mantener ninguna relación después de su injuriosa respuesta a
Balachov, enviado a Yilna por A lejandro?' Tres veces intentó
Napoleón enterar al zar de sus pacíficas intenciones.
Vivía en Moscú el general Tutolmin, director del hospicio
de- niños abandonados. Había pedido al comando, francés que se
le permitiera conservar el hospicio y dejar sus pensionistas erí
Moscú. Napoleón le hizo llamar y le habló mucho y vivamente'
del monstruoso incendio de la ciudad, de la barbarie criminal de
Bostoptchin. Di jóle que él, emperador-, no hubiera hecho .ningún
daño a la ciudad ni a sus pacíficos habitantes. Y no sólo le au­
torizó a enviar a la emperatriz María un informe sobre su hos­
picio sino que, súbitamente, agregó: “ Os ruego qUe al mismo
tiempo escribáis al zar Alejandro, a quien respeto como en otras
épocas, que deseo la paz” .
No recibió contestación, pero decidió hacer una segunda in­
tentona sin esperarla. Por un hecho fortuito y muy contra su vo­
luntad, habíase quedado en Moscú y puesto bajo la protección
francesa Jakovlev, rico propietario, padre de Alejandro Ivano-
vitch Herzen. Lo supo el mariscal Mortier, que ie había encon­
trado anteriormente en París, y Napoleón hizo venir a Jakovlev.;.
Eerzen cuenta la entrevista de su padre eon el emperador en
Pasado y reflexiones: ‘ ‘ . . . Con motivo del incendio,' Napoleón se
ensañó eon Rostoptchin; dijo que eso era vandálico; como siem­
pre afirmó su gran amor, por la p az; habló de la guerra que hacía
no a Rusia sino a In g laterra; hizo valer la guardia puesta al hos­
picio de niños y a la catedral Uspienski; se quejó de Alejandro,
habló del mal círculo que lo rodeaba, de sus propias disposiciones
pacíficas que el zar ignoraba” . Y dice más adelante: “ Napoleón
reflexionó y preguntó súbitamente: “ ¿Aceptarías trasm itir aL
zar una carta mía ? Con esta condición os autorizaría a franquear
las líneas con todos los vuestros” . “ Aceptaría de buen grado
282 E . T A R L £

la proposición de Vuestra Majestad, pero me es difícil salir de


garante de lo que pueda p asar” .
Napoleón escribió a Alejandro una propuesta de paz y la con­
fió a Jakolev que le dio su palabra de honor de que haría
todo lo posible para que la carta llegara al zar. Este documento
escrito en el tono más conciliador tiene un pasaje curios’o y ea*
racterístico: “ Hago la guerra a Vuestra Majestad sin animosi­
dad ” . 1 A pesar de todo lo pasado Napoleón parecía no creer
que él mismo la hubiera suscitado: pensaba que sólo él podía
sentirla.
Napoleón no recibió respuesta a esta carta.
Hizo entonces una tercera y última experiencia. El 4 de
octubre envió al conde Lauriston, embajador en Rusia antes de
la guerra, al campamento de Kutusov, en el pueblo de Tarutino.
En el primer momento quiso encargar esta misión al general
Caulaincourt duque de Vicence embajador en Petersburgo an­
tes que L auriston; pero Caulaincourt aconsejó insistentemente
a Napoleón que 110 hiciera nada diciendo que tal paso sólo ser­
viría para mostrar a los rusos la inseguridad del ejército francés.
Napoleón que no tenía costumbre de hallar contradictores, se
había encolerizado como siempre que sentía lo bien fundado de
un argumento opuesto al suyo. Lauriston repitió las razones de
Caulaincourt, pero el emperador interrumpió ja conversación
con una orden directa: “ Necesito la paz: que el liono:? se salve.
Id inmediatamente al campo ruso” .
La llegada de Lauriston a los puestos rusos de avanzada
desencadenó inmediatamente una verdadera tormenta en el cuar­
tel general de Kutusov. El general ruso quiso trasladarse a las
avanzadas para entrevistarse con el general francés, cuando en
su estado mayor surgieron de repente patriotas rusos, mucho más
exaltados que él mismo e incomparablemente más humillados por
la pérdida de Moscú, que se lo impidieron. Eran, ante todo: Wil-
son, agente oficial del gobierno inglés ante el ejército ruso, el
conde Wintzingerode, que había huido de la Confederación del
Rin, los duques de .Wurtemberg y Oldenburgo y muchos otros
extranjeros -que no cedían un ápice a Kutusov. Hacía coro con
ellos -Bennigsen, el enemigo del generalísimo, el mismo que poco

1 Correspondence, X X IV , 2 5 6 .
N A P O L E Ó N 283

antes se esforzara en convencer al zar de lo innecesario que era


abandonar Moscú sin un nuevo combate.
En nombre del ejército y del pueblo rusos, representados en
este caso por los personajes ya nombrados, Wilson declaró viva­
mente a Kutusov que si osaba ir hasta las avanzadas y conversar
a solos- con Lauriston el ejército se rehusaría a obederU. Kutusov
escuchó tímidamente esta increíble declaración y se sometió.
'W'ílson hablaba como amo y señor y e'xigia que se cumpliera lo
pactado en proporción a las libras esterlinas pagadas.
Rodeado de su estado mayor Kutuzov recibió a Lauriston;
se negó a discutir con él la paz o un armisticio y prometió so­
lamente hacer llegar a Alejandro las proposiciones de Napoleón.
El zar no respondió.
Quedaba el segundo medio: provocar una revolución campe­
sina en Rusia.

El 17 de diciembre de 1806 cuando Napoleón se acercaba a


la frontera después de haber aplastado a Prusia, Rostoptchin no
había ocultado sus inquietudes al zar. Escribió a propósito del
proyecto de armar una milicia popular: “ Este armamento no
traerá nada bueno porque agitará en el pueblo la idea de una
supuesta liberación que se. traducirá por el exterminio de la no­
bleza, único fin de todos los levantamientos y sediciones del po­
pulacho ” , y hablaba de los “ siervos que esperaban ser liberados
por Napoleón” .
Antes de Tilsit, en 1897, época en que el sínodo presenta a
Napoleón al pueblo como precursor del Anticristo, los siervos de
Petersburgo 'contaban que “ Bonaparte había escrito al zar que
si qvería la paz era necesario emancipar los s’ervos, porque sino
habría siempre guerra” . Decían además “ que el francés quería
apoderarse de Rusia para libertar a todo el mundo” . El general
Raevski, valiente en cualquier o tr a ; circunstancia, confesaba a
fines de junio de 1812: “ Tengo miedo de una proclama de
Napoleón que dé libertad al pueblo: temo disturbios interiores en
nuestro país” .
Una extrema inquietud afligía a los grandes antes de la
toma de Moscú y diversos rumores llegaron a Alejandro. Entre
los campesinos se hablaba de libertad y los soldados se contaban
entre sí que el mismo Alejandro había pedido secretamente a
Napoleón que entrara en Rusia para emancipar a los campesinos,
E . T A R L É

porque, como era evidente, el zar personalmente temía a los “ p0.


mieszchiki” . 1 Y por Petersburgo corría el rumor (un tal Che.
balkin había sido enjuiciado por eso) de que Napoleón era hijo
de Catalina XI y venía a ceñirse la corona de Alejandro para
emancipar a los campesinos.
En 1812 se produjeron numerosos alzamientos campesinos
contra los pomiezehiki ; existen documentos que nos informan que
se trató de insurrecciones muy serias.
Napoleón dudó algún tiempo; hizo buscar en los archivos de
'Moscú datos sobre Pugatchev que no- se llegaron a encontrar. Los
que rodeaban al emperador proyectaban manifiestos al campe­
sinado; Napoleón mismo escribió a Eugenio de Beauharnais que
convendría provocar una revuelta en los campos. Pidió a mada-
me Aubert-Chalmey, francesa propietaria ele una tienda de
Moscú, su opinión sobre la emancipación de los siervos. Después
abandonó este tema por un tiempo y comenzó a hacer preguntas
sobre los tártaros y los cosacos.
Ordenó, no obstante, que se le hiciera un informe con la
historia del movimiento de Pugatchev, lo que demuestra que veía
muy claramente las posibles consecuencias de su intervención de­
cisiva como libertador de los campesinos. Lo que atemorizaba
instintiva y profundamente a los nobles rusos no era tanto el
bloqueo continental como una conmoción de la servidumbre en
caso de la victoria de Napoleón. De dos maneras concebían este
sacudimiento: según el ejemplo de Stein y Hardenberg (poste­
rior a Jena y al aplastamiento de la monarquía prusiana) es de­
cir, con el aspecto de reformas venidas “ de arrib a” después de
concluida la paz, lo que les resultaba absolutamente inaceptable;
o bajo la forma de una grandiosa aventura a lo Pugatchev sus­
citada por Napoleón en tiempo de guerra, de una insurrección
en masa de la población campesina que tendiera a la abolición
de la servidumbre por medio de la revolución abierta.
Este último plan no fue ni siquiera ensayado por Napoleón.'
Para el emperador de la nueva burguesía, europea esta revolu­
ción de los mujiks resultaba inaceptable aunque fuera en la lu­
cha contra lina monarquía absoluta y feudal y en el momento en;
que esta revolución constituía su única posibilidad de victoria.

1 Propietarios de tierras.
N A P O L E Ó N 285

Cuando estaba en el Kremlin llegó a pensar en una insu-


. rrección ucraniana y en la posibilidad de un movimiento de los
tártaros, aunque sin detenerse en estos planes.
En esta jornada de octubre fue violenta la lucha que man­
tuvo Napoleón consigo mismo cuando en el palacio de Pedro el
Grande de .Moscú vacilaba entre firm ar o no el decreto que eman­
ciparía a los siervos campesinos.
Para el joven general que acababa de castiga.r la contrarre­
volución de Tolón, para el amigo de Agustín Robespierre y par­
tidario de Maximiliano Robespierre y aún para el autor del
Código Napoleón, no podía haber duda sobre la cuestión de si
los campesinos seguirían o no siendo un mero conjunto para to­
dos los Saltikovi 1 de ambos sexos.
Mantenía en Rusia numerosos espías y recibía informes de
toda clase, muy completos ¿ sabía perfectamente que la servidumbre
se parecía más a la esclavitud de los negros que a la servidum­
bre en vigor en las potencias feudales europeas vencidas por él,
más el general revolucionario había desaparecido hacía ya tiempo.
Por las salas del palacio de Pedro, furtivamente observado
por los ayudas de campo de servicio, iba y venía pensativa Su
.Majestad Napoleón I, por la gracia de Dios emperador autócrata
de los franceses, rey de Italia, amo y soberano absoluto del con­
tinente europeo, yerno del emperador de Austria, hombre todo­
poderoso que había enviado a la muerte, arrojado a la prisión o
al exilio buen número de personas que fueron antes amigas de
Maximiliano y Agustín Robespierre y tuvieron el coraje de
guardar fidelidad a sus propias convicciones.
Si Napoleón hubiera puesto en vigor el decreto emancipador
de los campesinos en todas las gobernaciones ocupadas por las
tropas francesas, hubiera minado la disciplina de los ejércitos del
zar. enteramente compuestos por siervos conducidos a palos. Este
decreto hubiera arrastrado millones de campesinos a una, revuelta
análoga a la de Pugatchev. No era Rusia el único país donde, 35 ó
36 años antes de la venida de Napoleón, había estallado una. gran­
diosa revolución campesina, larga, con alternativas de victorias y
derrotas, con la toma de grandes ciudades, una revolución que
en algunos momentos mantuvo una artillería mejor que la de las

1 Saltikova era una gran propietaria rusa conocida por su muy extraordi-'
naria crueldad. (Nota del traductor.)
286 E . T A R L á

tropas imperiales y que se prolongó victoriosa durante muchos


meses consecutivos, estremeciendo todo el edificio del imperio
los zares.
Napoleón sólo pudo consultar documentos de tres siglos de
antigüedad sobre las insurrecciones de campesinos en Alemania.
Pero personas de alguna edad hubieran podido acumular sus re­
cuerdos personales y hablarle del levantamiento de Pugatchev.
Nada había cambiado en la situación de los' siervos rusos que seguía
siendo la misma en lo esencial y en los detalles. A los Sal-
tikovi que arrojaban los campesinos a las brasas ardientes, su-
cedieron los Ismailov y los Kamenski con sus cámaras de torturas
y sus harenes. Había en Rusia verdaderos mercados de esclavos
donde los siervos podían comprarse al por mayor y al por menor,
los niños de un lado, los padres de o tro : como en la época de Cata­
lina los había al norte en Nijni-Novgorod y al sur en Krementchug.
La única diferencia con el pasado es que la insurrección cam­
pesina podía apoyarle esta vez en el ejército francés, acampado en
el interior del país.
El clero ortodoxo de Smolensko comenzó a rezar por su muy
devota Majestad el emperador Napoleón I, y no era dudoso que
anunciarían desde el púlpito la abolición de la servidumbre ape­
nas lo ordenaran las autoridades francesas.
Después de todo esto se comprende que en 1812 la nobleza
rusa temiera tanto una insurrección campesina. Acabamos de re­
cordar los rumores que circulaban entonces en las ciudades, las
chispas que brillaban aquí y allá, la debilidad del poder, ante la
amenaza interior; sabemos eon qué silencio acogieron las turbas
a Alejandro cuando, pálido como un muerto, volvió a la catedral
de Kazán en Petersburgo, después de enterarse de la pérdida de
Borodino y de la entrada de Napoleón en Moscú.
¿Qué detenía, pues, a Napoleón? ¿Por qué no se decidía a
poner de su lado a esos millones de siervos? No hay mucho que
cavilar, él mismo lo ha explicado. Confesó después que no había
querido desencadenar las fuerzas de la sedición popular y crear
una situación en la que fuera imposible concluir la paz ‘‘ con na­
die7’. Dicho en una palabra: el emperador de la nueva monarquía
burguesa estaba mncho más cerca del amo de la Rusia semifeudal y
sierva que de los' campesinos sublevados. La experiencia de Tilsit
le había enseñado que con el primero podía llegar rápidamente a
un arreglo, si no de inmediato, por lo menos en un porvenir cer­
N a p o l e ó n

cano; pero con los segundos no quería, ni entablar negociaciones,


purante el verano y el otoño de 1789 los revolucionarios burgueses
temieron un movimiento de las campiñas francesas y encararon
c0n terror la posibilidad de su extensión. ¿ Qué hay, pues, de sor­
prendente en que el emperador burgués se negara a evocar la
sombra de Pugatchev en 1812?
Abandonada la idea de provocar un levantamiento popular
ruso y renunciando al mismo tiempo a pasar el invierno en Moscú,
Napoleón debió decidir inmediatamente adonde dirigirse. Después
del silencio con que Alejandro respondió a las proposiciones suce­
sivamente trasmitidas por Tutolmin, Jakovlev y Lauriston, era evi­
dente que no consentiría en ninguna negociación.
¿Ir a Petersburgo? Esta fue la primera idea de Napoleón. El
pánico ■reinaba en Petersburgo desde la rendición de Moscú, las
gentes comenzaban a abandonar la ciudad. María Feodorovna,
madre de Alejandro y enemiga jurada de Napoleón, era la más
apurada y espantada. Quería concluir la paz cuanto antes, lo
mismo que Constantino y Araktchéiev, atacados por el miedo.
Un movimiento de Napoleón hacia Petersburgo hubiera segura­
mente aumentado este pánico, mas este movimiento parecía im­
posible. Verdad es que los hombres habían reposado y renovado
sus provisiones en Moscú; con todo, los caballos eran tan pocos
que algunos mariscales aconsejaban abandonar una parte de los
cañones. Ni en Moscú había heno o avena ni podían darlos las
poblaciones de los alrededores; la moral del ejército francés no
permitía, por lo demás, emprender una nueva y lejana campaña
hacia el norte. Un repentino ataque llevado a cabo por el ejér­
cito de Kutusov contra la caballería de Murat, situada en ob­
servación sobre el rio Tehemichna, frente a. Tarutino (donde es­
taba Kutusov), oblig'ó a Napoleón a precipitar su decisión.
El ataque tuvo lugar el 17 de octubre; hubo una batalla y
Murat fue finalmente arrojado hacia el otro lado del pueblo de
Spass-Kuplía. No fue más que un encuentro de segundo orden
que dejó la impresión de que Kutusov se había fortalecido des­
pués de Borodino y debían esperarse nuevas iniciativas de su
parte. Kutusov no quiso, en realidad, el combate de Tarutino y
Bennigsen estaba muy irritado con el general en jefe que se negó
a darle las tropas necesarias.
Finalmente Napoleón se decidió; su resolución no.fue repen­
tina y parecía la más natural, desde el momento en que renun­
288 E . T A R L É

ciaba a marchar sobre Petersburgo. En Moscú quedaría el ma


riscal Mortier con una guardia de 10.000 hombres' y el emperador
perseguiría a Kutusov por el antiguo camino de Kaluga. Sabía
■que Kutusov había completado sus fuerzas, pero él también había
recibido algunos refuerzos; disponía de más de 100.000 hombres
entre los cuales debían contarse los 2¡2.000 soldados y oficiales
escogidos de la Guardia 'Imperial. E l 19 de octubre todo el ejér­
cito francés, con excepción del cuerpo de Mortier, salió de Moscú
por la ru ta cíe Kaluga..
Seguía al ejército una fila ininterrum pida de vehículos de
‘todas clases, cargados con víveres y con el botín proveniente del
saqueo de la ciudad. La disciplina estaba tan relajada que el ma­
riscal Davout ya no hacía fusilar a los soldados que, con diversos
pretextos y con toda clase de subterfugios (y aunque faltaran ca­
ballos hasta para la artillería), escondían bajo los furgones los
objetos de valor encontrados en la ■ciudad. Basta con recordar, una
observación que es frecuentemente hecha por los testigos oculares ¡
el ejército y sus' impedimentas avanzaban a lo largo de la ruta de
Kaluga por la que ocho vehículos podían marchar de frente a la
vez. El convoy era tan largo que en la noche del 19 de octubre
y después de un día de marcha, ininterrumpida, todavía no ha­
bía terminado de salir de la ciudad.
El ojo m ilitar de Napoleón apreció inmediatamente el pe­
ligro de tal tren y la dificultad de proteger esta linea intermi­
nable contra las sorpresivas incursiones de la caballería enemiga,
Desde el prim er momento pensó en dar las órdenes necesarias,
es decir, de destruir los equipajes superfluos; pero no se decidió
de inmediato. Ya no se trataba del mismo ejército; después de
lo pasado comprendía claramente su crítica situación, preveía.la
posibilidad de días muy difíciles y se sostenía menos por la dis­
ciplina que por el sentimiento de la propia conservación en país
enemigo. Si bien no se había debilitado el ascendiente personal
de Napoleón sobre los viejos veteranos franceses, el mal ejemplo
podía provenir de los soldados de las potencias sometidas a quie­
nes no retenía ningún sentido por Napoleón.
La prim era impresión fuerte clel emperador fue, pues, esta
línea desmesuradamente larga ele tropas y vehículos, aunque más
lo impresionara el relajamiento de la disciplina. Y bruscamente
cambió el plan con que pocas horas antes había salido de Moscú.
n a p o l e ó n 289

Se decidió a no atacar a Kutusov. Lo esencial de la cuestión


(o io que tal creía en ese momento en que abandonaba M oscú),
nq podía ser cambiado por un nuevo Borodino ni aun cuando lo
coronara la victoria. Preveía y temía la impresión que esta re­
tirada había de producir en Europa; pero decidido a evitar el
combate con Kutusov, comenzó inmediatamente a ejecutar su
nuevo plan que consistía en dar vuelta hacia la derecha, dejar
la vieja ru ta de Kaluga, rodear la formación del ejército ruso,
llegar, al camino de Borovsk, atravesar las regiones que la guerra
había respetado ai sudoeste, el gobierno de Kaluga y marchar
sobre Smolensko. Napoleón no renunciaba todavía a una guerra
ulterior. Llegando tranquilamente a Smolensko por Jaroslavetz
y Kaluga se podía pasar el invierno allí o en Vilna o emprender
cualquier otra cosa, pero lo que urgía era abandonar definitiva­
mente Moscú. El 20 de octubre Napoleón trasmitió al mariscal
portier, desde el pueblo ele Trqitskoe, la orden de reunir de in­
mediato el resto del ejército y hacer saltar el Kremlin antes de
abandonar la ciudad.
La última orden no fue más que parcialmente ejecutada. En
el zafarrancho propio de la precipitada partida Mortier no pudo
ocuparse en serio de este asunto. “ Jamás en mi vida he hecho
algo in ú til” , había dicho poco antes Napoleón a propósito de
las calumnias que le atribuían haber hecho estrangular a Piche­
gru en su prisión. Sin embargo, hacer saltar el Kremlin era un
acto indiscutiblemente inútil, aunque era una forma de responder
al silencio eon que Alejandro contestó sus tres propuestas de paz.
En ejecución de las órdenes del emperador el ejército tomó
de inmediato el nuevo camino de Kaluga y gran parte llegó a
Borovsk el 23 de octubre. La división del general Delzon retenía
Malo-Jaroslavetz. Kutusov adivinó el plan de Napoleón e hizo
obstruir el camino de Kaluga. El 24 de octubre al alba el ge­
neral Dokturov y detrás suyo Raevski, atacaron Malo-Jaroslavetz,
ocupado desde la víspera por Delzon, La sangrienta batalla duró
todo el día; los generales Delzon y Levier perecieron durante el
combate. Seis veces pasó la ciudad de los franceses a los rusos;
la séptima quedó en manos de los franceses. Las pérdidas fueron
enormes por ambos lados; el ejército de Napoleón tuvo alrededor
de 5.000 muertos. Malo-Jaroslavetz fue enteramente quemada;
el incendio comenzó durante la batalla y centenares de soldados
de ambos bandos y numerosos heridos fueron quemados vivos'..
290 E . T A R L É

Acompañado de algunos generales Napoleón salió al día si


guíente del pueblo de Gorodnia para observar las posiciones ene"
migas. De pronto surgieron los cosacos lanza en ristre y se lan'
zaron contra el pequeño grupo. Murat, Bessiéres, el general Raim
y algunos oficiales se estrecharon alrededor de Napoleón y CCu
menzaron a defenderse. La caballería ligera polaca y los cazadores
de la Guardia se precipitaron y consiguieron salvar al emperador
y al puñado de hombres que lo acompañaban.
Napoleón no perdió su calma durante el incidente; sonreía
pero el peligro de muerte o de ser capturado vivo había sido tari
grande que es poco verosímil la sinceridad de esa sonrisa obser­
vada por todos. El mismo día se hablaba de ello con exaltación
y debía hablarse aún después; es por eso que el emperador había
sonreído.
Esa noche ordenó al doctor Yván, médico de la Guardia
que le preparara una redoma de algún veneno violento por si
volvía a hallarse en peligro de caer prisionero.
Después de observar las posiciones' Napoleón reunió un con-
sejo de guerra en Gorodnia. El encuentro de Malo-Jaroslavetz
demostraba que si Napoleón no deseaba un nuevo Borodino los
rusos lo buscaban y que sin él sería imposible atravesar las go­
bernaciones del sur.
Todo el consejo fue de esta opinión y terminó Napoleón por
aceptarla. E ra necesario renunciar a la batalla general y no
quedaba más recurso que dirigirse a Smolensko por el camino
completamente asolado, marchando lo más pronto posible antes
de que los rusos ocuparan la indefensa Mojaisk y coparan la re­
tirada. Escuchados los mariscales y los generales Napoleón les
declaró que aplazaba su decisión y que le parecía preferible librar
la batalla general y em pujar las líneas enemigas hasta Kaluga.
Las vacilaciones de Napoleón terminaron el 26 de octubre cuando
supo que los rusos habían arrojado de Medina a ía caballería
de Poniatovski.
Pero Kutusov no deseaba ni buscaba la batalla. '
Después de Malo-Jaroslavetz estaba firmemente decidido
dejar a Napoleón batirse en retirada sin hacer mayor presión.
Cuando los ingleses y los alemanes que en el estado mayor vi­
gilaban al generalísimo por voluntad del zar, comenzaron a im­
portunarlo demasiado reprochándole su falta de energía, el viejo
feldmariscal mostró las garras' repentinamente y les contestó con
N A P O L E Ó N 291

virulencia que comprendía su juego y la razón de que temieran


tanto un fin “ prem aturo” de la guerra entre Rusia y Napoleón,
jjn octubre de 1812 le dijo a Wilson, comisario del gobierno in-
P’lés: “ Os repito lo que ya os dije: no estoy completamente
seguro de que el aniquilamiento del emperador Napoleón y de
todo su ejército sea tan beneficioso para el mundo. Su herencia
no recaería en Rusia ni en ninguna otra potencia continental,
sino que pasaría a la que desde ya es dueña de los mares y cuyo
dominio se haría entonces intolerable ’ \ 1

El emperador ordenó replegarse sobre Smolensko. La reti­


rada se inició el 27 de octubre siguiendo la línea Borovsk, Vereia,
jylojaisk, Dorogobuj, Smolensko. Por orden de Napoleón se in­
cendiaron esta vez las ciudades, las villas y las propiedades a
todo lo largo del camino seguido por las tropas. La devastación
había sido tan terrible antes de Borodino que a partir de Mojaisk
quedaba poco por quemar. La ciudad era un desierto calcinado.
Napoleón hizo apresurar la marcha lo más posible al atravesar
el campo de batalla de Borodino donde yacían 57.000 cadáveres
de ambos bandos en descomposición. La horrible visión fue par­
ticularmente impresionante para los soldados que ya sentían la
guerra perdida.
Cuando el 30 de octubre llegaron a Chajst, habían comen­
zado las primeras heladas' fuertes. E ran algo inesperadas porque
según los informes que se procuró Napoleón antes de la invasión,
las heladas de 1811 cayeron en esta región a fines de diciembre;
el invierno de 1812 fue más precoz y excepcionalmente crudo.
Kutusov perseguía al enemigo que se retiraba.; los cosacos
inquietaban a 1-os franceses con sus ataques y ante Viazma la ca­
ballería regular cayó sobre el ejército francés; aunque todos le
incitaron a librarla, Kutusov eludía manifiestamente la gran
batalla.
P ara él lo esencial era echar a Napoleón de Rusia. Pero para
el inglés Wilson, los alemanes y los emigrados franceses, la salida
de Napoleón del territorio ruso no era el fin sino simplemente el
comienzo. Querían librarse de Napoleón y eso sólo era posible
mediante una derrota total, su cautividad o su muerte. Parecíales

1 W ilso n : Narrative of events during the invasión of Russía, Londres


(1 8 6 0 ), 234.
292 E . T A R L É

que de otro modo Europa seguiría en igual situación y que ^


emperador francés dominaría hasta el Niemen; esta vez Kutusoy
no cedió. A medida que las heladas se intensificaban y que los
cosacos y los guerrilleros rusos (Figner, Seslavin, Davidov) asal­
taban los convoyes, el ejército francés disminuía rápida y catas­
tróficamente. El 6 de noviembre al llegar a Dorogobuj no que­
daban más que 50.000 hombres aptos para combatir.
Napoleón soportó como de costumbre las dificultades de la
marcha, esforzándose en reconfortar a los soldados con su ejem.
pío. Por la nieve y bajo los copos que caían caminaba horas en­
teras apoyado en un bastón, junto a los soldados y conversando
con ellos. Todavía ignoraba si pasaría el invierno o, en general,
si permanecería mucho tiempo en Smolensko.
Un correo de París con extrañas noticiáis llegó a Dorogobuj.
E l general Malet, viejo republicano preso desde hacía mucho
tiempo en París, se había escapado. Fabricó un falso decreto del
Senado que proclamaba la República y lo leyó ante una compa­
ñía a la que se presentó anunciando la muerte de Napoleón
acaecida en Rusia. Detuvo al ministro de Policía, Savary, e hirió
al de Guerra. La alarma había durado dos horas. Al reconocérsele,
se le detuvo; condenado por un consejo de guerra se le fusiló
junto eon once hombres a quienes sólo se podía reprochar haber
confiado en el falso decreto; solo, en la prisión, Malet lo había
preparado todo.
A pesar de su inocuidad este episodio impresionó mucho
a Napoleón' y le hizo sentir la necesidad de su presencia en París.
E n Dorogobuj y en Smolensko (adonde llegó el 9 de noviembre)
supo que Tchitchagov, que volvía de Turquía con el ejército del
sur, se lanzaba hacia el Beres'ina para cortar la retirada del ejér­
cito francés. Supo también de ingentes pérdidas causadas por
los cosacos a las tropas del virrey Eugenio y que la ciudad de
Vitebsk había sido ocupada por el ejército de W ittgenstein. La
estada en Smolensko no tenía ya razón de s e r; era necesario fran­
quear el Beresina antes de que los rusos impidieran el paso o se
corría el riesgo de que cayeran prisioneros Napoleón y los restos
de su ejército.
Las heladas eran cada vez más terribles. Ya antes de partir
de Smolensko los hombres estaban tan débiles que no podían le­
vantarse cuando caían y morían helados. Los cadáveres obstruían
el camino. Se cometió el error fatal de no llevar de Moscú ropas
N A P O L E Ó N 293

'de abrigo. Fue necesario abandonar muchos furgones y parte de


la artillería. Escuadrones enteros debían marchar a pie porque
los caballos morían cada vez en mayor número. Guerrilleros y
cosacos caían sobre la retaguardia y los rezagados, eon audacia
creciente. Al dejar Moscú Napoleón tenía alrededor de 100.000
hombres; al abandonar Smolensko, el 14 de noviembre, su ejér­
cito sólo tenía 36.000 soldados capaces y algunos miles de retra­
sados que poco a poco se les unían. Hizo entonces lo que no se
decidió ordenar al salir de Moscú: mandó quemar todos los ca­
rromatos para poder llevarse los cañones.
El 16 de noviembre, cerca de Krasnoe, los rusos se lanza­
ron sobre el cuerpo del ejército de Eugenio de Beauharnais y
le infligieron pérdidas elevadas. La batalla recomenzó al día
siguiente; los franceses fueron rechazados y perdieron en dos
días alrededor de 14.000 hombres, 5.000 entre muertos y heri­
dos y el resto prisioneros. Pero no por esto term inaron los com­
bates en este lugar. Aislado del resto del ejército, después de
sufrir terribles pérdidas —de 7.000 hombres sólo quedaban
4 .000— Ney fue acorralado -contra el río por casi todo el ejército
de Kutusov. A la noche trató de cruzar el Dnieper al norte de
Krasnoe y muchos hombres se ahogaron porque el hielo no era
aún bastante resistente; sólo 1.200 hombres llegaron a Orcha.
Napoleón hacía grandes esfuerzos para mantener la disci­
plina y proveer a la subsistencia de su ejército, pero no se preo^
cupo bastante de sus comunicaciones en dirección a Minsk. En
Lubrovka supo que los regimientos polacos, encargados desde el
comienzo de la campaña de cuidar Moguilev y Minsk, no habían
cumplido su cometido. El general Dombrovski, cuya misión era
marchar sobre Borissov, no socorrió de ningún modo al general
Bronikovski y Tchítehagov ocupó Minsk el 16 dé noviembre. Los
rasos encontraron en la ciudad cantidades considerables- de vi­
tuallas acumuladas por el duque de Bassano (Maret) y con las
cuales contaba Napoleón.
Se produjo un deshielo; la situación se hacía desesperada.
Los mariscales Víctor y Oudinot no podían detener a ‘Wittgens-
tein que venía del Dvina, del norte, y se aproximaba al Beresina
que N apoleóñ debía cruzar. Del sur llegaba Tchítehagov que ib a
hacia la ciudad del Borissov, sobre el Beresina, donde entró el 22
de noviembre después de expulsar a Dombrovski.
Napoleón palideció cuando lo supo. La vanguardia de Ku-
294 E . T A R L É

tuso y compuesta por ios destacamentos de Platov y Ermolov es


taba casi a una jornada de los franceses que corrían entonces e]
riesgo de ser cercados y obligados' a capitular. Napoleón hiz0
buscar inmediatamente otro punto en que fuera posible tender
un puente.
En Borissov existía un puente fijo; cuando el estado ma­
yor imperial supo su pérdida, se descorazonaron hasta los más
animosos. Napoleón se repuso de inmediato. Después de recibir
un informe del general Corbineau, resolvió cruzar el río por Stu-
denka, al norte de Borissov, lugar en que los ulanos polacos ha­
bían descubierto un vado. El Beresina no tenía en este lugar
más que ¡25 metros de ancho pero como sus orillas estaban cu­
biertas de limo y légamo fue necesario construir un puente tres
veces más largo.
Napoleón engañó a Tcliitchagov con una hábil maniobra,
Simuló querer cruzar por Borissov, hacia cuya ciudad el 23 de
noviembre Oudinot rechazó al conde Palen, jefe de la vanguar­
dia de Tchitchagov; y al perseguir a su adversario obligó a Tchit­
chagov a abandonar la ciudad. El general ruso permanecía en la
vecindad y W ittgenstein se precipitaba desde el norte; Napoleón
no quería ni podía atravesar por ahí. Mediante una s'erie de ma­
niobras hizo creer a Tchitchagov que el pasaje se efectuaría por
Borissov o más abajo, pero estaba en Studenka desde el alba del 26
de noviembre. Trabajando en medio de los témpanos y con el
agua hasta la cintura, los zapadores franceses tendieron con ra­
pidez un puente de barcas y el cuerpo del mariscal Oudinot em­
pezó a cruzar el río al mediodía. El pasaje se efectuó entre el
26 y el 27. Los rusos trataron de atacar, en la ribera derecha
cerca de los puentes, a los regimientos que ya habían pasado, pero
el general Tchaplitz fue rechazado por el contraataque de los
coraceros de la ¡Guardia.
W ittgenstein fue igualmente desorientado por las maniobras
napoleónicas y los restos se salvaron de caer prisioneros. Dice
el general A pujtin, historiador militar ruso: “ Es difícil acusar
a Tchitchagov y Wittgenstein, notorias nulidades militares, de
no haberse animado a trabar combate cuerpo a cuerpo con Na-
poleón” .
El pasaje se efectuaba en orden y casi todo el ejército había
pasado sin daño cuando repentinamente se precipitaron sin es­
cuchar órdenes unos 14.000 rezagados, aterrorizados por los co­
N A P O L E Ó N 295

sacos que los seguían. En ese momento atravesaban los puentes


los últimos regimientos del mariscal Víctor y el resultado fue
un combate a golpes de fusil entre dos partes del ejército fran­
cés.
Advertidos por los cosacos del cruce de los franceses por
Studenka, Kutusov informó a Tehitcha.gov. Se rompió entonces
el puente por el cual pasaba la artillería; lo repararon pronta­
mente pero volvió a romperse. Si Tchítehagov hubiera llegado
en ese momento, la catástrofe hubiera sido definitiva; involunta­
ria o premeditadamente se retardó y Napoleón pasó a la orilla
derecha. .Gran parte (de 10.000 a 14.000 hombres) de aquellos
retardados que el cuerpo del mariscal Víctor no dejó pasar, que­
dó en la orilla y fueron acuchillados o hechos prisioneros por los
cosacos.
Todos los soldados hubieran podido salvarse sí Napoleón no
hubiera ordenado quemar los puentes tan pronto como terminó
el pasaje; sin embargo era militarmente necesario que se impi­
diera pasar a los rusos y la pérdida de 10.000 hombres no detuvo
al emperador que sólo consideraba necesarios los soldados que
marchaban en formación. El que salía de fila por una razón
cualquiera —enfermedad, manos o pies helados—, perdía a sus
ojos todo valor combativo y su suerte dejaba de preocuparle. Na­
poleón sólo se ocupaba de los problemas que perjudicaban a los
soldados válidos. Como en este caso era urgentemente necesario
quemar los puentes, lo hizo sin la menor vacilación.
El pasaje del Beresina ha sido considerado como una hazaña
notable desde el punto de vista militar por el mismo Napoleón,
sus mariscales y numerosos historiadores militares de los siglos
X IX y XX. Otros creen que se trata de un éxito debido a los
prrores y la confusión de Tchitchagov y ."Wittgenstein y al desor­
den causado por Alejandro que envió a los generales, dejando de
lado la autoridad de Kutusov, un plan de cercamiento de Napo­
león que el generalísimo consideraba absurdo.
Jarkevitch, historiador militar ruso, hizo en 18-94 un estudio
especial —f‘Beresina” — que aún hoy es considerado como ejem­
plar. Afirma Jarkevitch que es imposible portarse peor que el
comando ruso en esa circunstancia, que Kutusov no quiso ejecu­
tar el plan de Alejandro y expresamente evitó lanzarse hacia el
Beresina aunque pudo llegar a tiempo. Coincide con Apujt-in en
que fue el terror pánico, inspirado por Napoleón, lo que paralizó
296 E . T A R L É

a W ittgenstein y Tchitchagov e impidió que procedieran como


era debido- En cnanto a los actos de Napoleón los juzga perfecta­
mente acordes con el fin perseguido.
Bien o mal se salvaron los restos del ejército francés y mar­
charon hacia Yilna. Pero un frío terrible sucedió repentinamente
a aquel deshielo momentáneo que hizo construir puentes sobre el
Be resina. La tem peratura bajó a —15°, luego a —20? —269
—289 Réaumur. 1 Los hombres caían por docenas y centenas sin
que nadie se preocupara por ellos. Sólo se abrían las filas para
no caminar sobre los muertos, los moribundos, o los soldados se-
mihelados; después volvían a estrecharse y se seguía avanzando.
Durante esta catastrófica retirada no hubo nada más horroroso.
H asta los últimos días no hubo jamás fríos tan intolerables. El
ejército de Kutusov —que perseguía de cerca a los franceses—
sufría horriblemente por el frío aunque estuviera muchísimo me­
jor vestido que su perseguido. Basta con decir, que de los 100.00C
¡hombres que Kutusov tenía después de Borodino, a mediados
de diciembre sólo le quedaban en Vilna 27.500. Había perdido
además 425 piezas de artillería de las 622 que poseía al salir de
Tarutino; tales eran las penosas y catastróficas condiciones de
estas marchas interminables durante el más riguroso de los in­
viernos.
Es necesario agregar que Napoleón sólo temía un ataque del
ejército principal de Kutusov. Verdad es que los cosacos com­
plicaban la situación al hostigar al ejército francés lanzándose
contra los convoyes y perturbando la retaguardia; mas se sobre­
entiende que ellos solos no podían trabar combate. Tuvieron gran
importancia en las luchas cerca de Krasnoe, aunque su función
no pasó de ser auxiliar. Los guerrilleros formaban numerosos
destacamentos: los de Davidov, Figner, Drojov, Seslavin, Vad-
bolski, Kudachev y dos o tres más. Los franceses los temían me­
tilos que a los cosacos y, como no los consideraban ejército regular,
era más corriente que los fusilaran en lugar de tomarlos prisio­
neros. Pero los guerrilleros tampoco daban cuartel; eran viejos
soldados y oficiales libertos que combatían como voluntarios. En
sus memorias los franceses apenas se refieren a los guerrilleros
que sólo atacaban grupos: aislados; se ocupan, en cambio, y mu­
cho, de los cosacos y reconocen unánimemente los considerables

x O sea — 18'75, — 25° y -—35'-’ centígrados.


N A P O L E Ó N 297

perjuicios causados por las repentinas y múltiples irrupciones de


_gU asaz móvil e inasible caballería.
He aquí una pintura del natural del célebre guerrillero De-
nis Davidov: “ Finalmente llegó la vieja Guardia en medio de
la cual estaba el mismo Napoleón. Saltamos a caballo y apareci­
mos cerca del camino real. Al ver nuestro estrepitoso tropel los
soldados enemigos pusieron el dedo sobre el gatillo de sus fusiles
v sin apurar el paso, prosiguieron altivamente su camino. Ardua­
mente tratamos de romper sus fila s: eran de gran ito ; desdeñaron
nuestros esfuerzos y pasaron sanos y salvos. Y jamás olvidaré
el libre paso y el terrible andar de aquellos guerreros llenos de
experiencia que habían afrontado ya mil muertes. Bajo sus altos
bonetes de piel de oso, en sus uniformes azul oscuro cruzados de
correas blancas, con sus plumeros y sus charreteras rojas, pare­
cían amapolas en medio de un campo de nieve. Nuestros ataques
asiáticos no produjeron ningún efecto en esta cerrada línea eu­
ropea. Las columnas se sucedían, rechazándonos a tilo de fusil
y desdeñando nuestras inútiles cargas de caballería. Ese día ha­
bíamos tomado casi 700 prisioneros, numerosos furgones y hasta
un general; pero la Guardia pasó con Napoleón en medio de
nuestros cosacos como un navio de 100 cañones por entre barcos
de pesca” .
Debemos hacer notar que en esta oportunidad los guerrille­
ros actuaron junto a los cosacos y sólo' así se explican los 700
prisioneros. Pero de todos modos eran excelentes observadores y
proporcionaban valiosos informes a Kutusov y sus generales.
La cólera del pueblo ruso contra el invasor crecía de mes
en mes. Al comienzo de lá guerra se rumoreó entre los campesi­
nos siervos que Napoleón había venido para emanciparlos* pasó
el tiempo sin que hubiera ningún cambio en el orden feudal y
hasta sin que se hablara de tal cosa. Entonces todo se les aclaró
perfectamente: había llegado a Rusia un enemigo cruel y feroz
que devastaba el país y saqueaba a la población. Y poco a poco
surgieron en el pueblo ruso el sentimiento del u ltraje infligido
a la patria desgarrada, la sed de venganza por las ciudades des­
truidas, los pueblos incendiados, la destrucción y el saqueo de
Moscú, todos los horrores de la invasión, y el deseo de defender
á .Rusia y castigar al cruel e imp ertinente conquistador. Peque­
ños grupos de campesinos atacaban a los rezagados franceses y los
masacraban sin piedad. Ocurría a veces que, armas en mano,
298 E . T A R L É

opusieron una indómita resistencia a las requisas de pan o forraje


del enemigo, y si el destacamento francés era demasiado fuerte
huían a los bosques después de incendiar los víveres y el heno'
Los campesinos rusos no formaban destacamentes numerosos
como los españoles que, sin la ayuda del ejército del país, rodea­
ban a los regimientos franceses y los obligaban a rendirse. La
lucha del pueblo ruso contra el invasor asumía otro aspecto, pero
de todos modos los habitantes de los pueblos guiaban a los destaca­
mentos de guerrilleros y de cosacos, abastecían a las tropas rusas
acechaban a los franceses e informaban al estado mayor.
Más importancia que todo esto revestía la firme voluntad de
defender la patria que se reveló en el pueblo y de la que dio idea
la valentía con que se peleó en los desesperados combates cerca
de Smolensko, Krasnoe, Borodino, Malo-Jar oslavetz y hasta en
los más pequeños encuentros.
Los franceses comprendían que la diferencia con la lucha en
España estribaba en el hecho de que en aquel país sólo comba­
tían campesinos voluntarios, porque Napoleón había exterminado
el ejército español hacía ya largos meses. En Rusia, era distinto,
porque el ejército no había sido aniquilado y en sus cuadros re­
gulares también se manifestaba el odio contra el conquistador y el
deseo de expulsarlo del territorio. Sabemos por algunos docu­
mentos que los campesinos de la gobernación de Tambov laila-
~ban de alegría cuando en 1812 se IoíS llamaba a filas, mientras
que en tiempos ordinarios consideraban el reclutamiento como la
más penosa de las obligaciones. Y estas gentes que saltaban de
alegría procedían en consecuencia y morían heroicamente en el
campo de batalla.
El ejército francés disminuyó después de pasar el Beresina
no sólo por los terribles fríos sino también porque el grueso de
las fuerzas de Kutusov atacó la división Partounot que por orden
de Napoleón había quedado en Borissov para derrotar a Tchit-
ehagov. Después de dos días de batalla, de 4.000' hombres que­
daba poco más de la mitad y cercados por todas partes hubieron
de capitular.
Tal era el frío que los soldados heridos o que caían de fatiga
en el camino de Beresina a Vilna (adonde llegaron el 9 de di­
ciembre) , no se levantaban más y morían helados. Así se perdían
decenas de hombres en cada alto y en todos los regimientos: los
que se adormecían no despertaban.
N A P O L E Ó N 299

En Vilna 1-os restos del ejército estaban en el umbral de la


salvación. Llegaron en un estado inimaginable, torturados por el
frío y por la fatiga, no obstante lo cual había unidades que con­
servaban su valor combativo como las de Ney y Maison que no
lejos de Vilna abrieron contra los agresores un violento fuego de
artillería que por varios días debilitó la persecución.
Desórdenes y basta choques .entre soldados de distintos re­
gimientos hubo en Vilna al buscar albergue y alimento- y saquear
los depósitos y almacenes. Marcharon hacia Kovno del 10 al 1 2
de diciembre, seguidos por los cosacos a quienes todavía podían
rechazar. Kutusov y el grueso de sus fuerzas estaban a varias
etapas de Vilna. Los restos del ejército atravesaron el Niemen
sobre el hielo sin detenerse en Kovno-: la horrorosa retirada de
Moscú había terminado.
De los 4,20.000 hombres que en junio de 1812 franquearon
la frontera, sólo quedaban en diciembre pequeños grupos disper­
sos -que atravesaban el Niemen sucesivamente. En Prusia y en
Polonia se consiguió organizar con ellos una tropa de unos 30.000
hombres, formada en su mayoría por elementos que no habían
llegado a Mos-eú: los demás habían muerto o estaban prisioneros,
aunque los más optimistas calculaban que los cautivos no debían
pasar de 100.000. Las batallas y sobre todo el hambre, el frío, la
fatiga y las enfermedades que se produjeron durante la retirada
habían hecho, pues, alrededor de 290.000 víctimas.
Napoleón delegó el mando en M urat la noche del 5 de di­
ciembre de 1812 en la aldea de Smorgon, y acompañado por Cau-
laincourt, Duroc, Lobau y el oficial polaco Wonsevitch, abando­
nó el ejército una semana antes de su salida, de territorio ruso.
Antes de p artir tuvo una explicación con los mariscales.
Protestaron respetuosamente al principio,' pero Napoleón les de­
claró que consideraba al ejército fuera de peligro y que, en su
opinión, podía muy bien ser conducido por ellos a la Prusia alia­
da, es decir, hasta el Niemen. Su presencia era necesaria en París
porque sólo él podía organizar, mediante un reclutamiento extra­
ordinario, el nuevo ejército de no menos de 300.000 hombres con
el que en la primavera enfrentaría posibles enemigos. Sólo la
presencia del emperador podía sostener ese ejército en retirada
que había atravesado tantos horrores; y el argumento opuesto a
su partida era el peligro de que se hundiera rápidamente en su
ausencia. i >, , !
300 E . T A R L É

Napoleón estaba completamente calmo mientras se explicaba


con sus mariscales. No abandonaba el ejército porque tuviera
m iedo: su vida ya no corría riesgo y, por lo demás, había demos­
trado mixy a menudo cuál era su comportamiento frente a un
peligro inmediato, cosa que todos sabían. Tampoco demostró ma­
yor emoción al hablar de esta terrible guerra, emprendida y
perdida por él y que había devorado al Gran Ejército. Desde
luego que lo sentía, pero más que error habla sido poca suerte-,
el clima desbarató todo. . . Reconocía de buen grado sus errores'
como el de la estada demasiado larga en Moscú, pero sin que sé
manifestara en él durante esta conversación ni sombra de tur­
bación o de confusión. Exigió de los mariscales el secreto absoluto
sobre su partida porque convenía evitar el abatimiento de los
soldados en los pocos días de marcha necesarios para alcanzar
el Niemen. Y era aún más importante atravesar Alemania antes
de que se supiera el pasaje del emperador sólo y sin guardia, y
la pérdida del Gran Ejército.
Los mariscales estaban persuadidos de una cosa: el empera­
dor se iba para crear un ejército nuevo, lo organizaría cierta­
mente muy pronto y con este ejército futuro los había de con­
ducir al combate aún muchas veces.
Al acompañarlo, observaron cómo se instalaba en el trineo,
cerca de Caulaincourt. Estaba tan calmo como en el momento en
que, cuatro meses más tarde, volvería a la cabeza de sus nuevos
'cuerpos de ejército para someter a Europa.
Muchos de sus mariscales habían tomado parte en todas las
batallas de Napoleón, desde la prim era de Italia hasta la última
de la campaña de Rusia, y no habían visto nada más horrible
?que la batalla de Borodino: no preveían Leipzig.
Un trineo solitario ‘desapareció en la bruma nevosa de esa
noche de diciembre, llevando a un hombre firmemente decidido
á no abandonar el dominio que ejercía sobre Europa sin una
lucha tenaz.
C a p ít u lo X IV

LEVANTAMIENTO DE LA EUROPA VASALLA CONTRA


NAPOLEON Y “ BATALLA DE LAS NACIONES” .
COMIENZO DEL HUNDIMIENTO DEL GRAN
IM PERIO. 1813.

En trineo primero y en coche después atravesó Napoleón


Polonia, Alemania y Francia en 12 días y llegó al Palacio de las
Tullerías en la mañana del 18 de diciembre de 1812. No-Abri­
gaba ninguna duda sobre los verdaderos sentimientos que ins­
piraba a los alemanes, y comprendiendo el peligro de estas críti­
cas jornadas, guardó en todas partes el más estricto incógnito.
Caulaincourt habla de la imperturbable calma que mantuvo
durante todo el viaje, de su vigor y energía, y cuenta que estaba
absolutamente decidido a proseguir la lucha. É l emperador ha­
blaba de esta guerra de 1812 que acababa de terminarse; su
conversación con Caulaincourt se deslizaba en el tono de la del
gran jugador de ajedrez que analiza su errores en el intervalo
entre una partida perdida y la próxima que tratará de ganar :
ni la menor, comprensión del horror de lo pasado ni de su
aplastante responsabilidad personal. Y ni huellas de ese mal­
humor tan corriente en 1810-1811 cuando estaba en el pináculo
del poder y del éxito.
La guerra era su todo, y de tal modo que cuando la prepa­
raba o la dirigía impresionaba siempre como hombre que vive
una vida completa y respira a pleno pulmón. Sentado junto a
Caulaincourt en el trineo sólo se preocupaba de la preparación
técnica y diplomática de la guerra futura. ¿Se pelearía con los
rusos solamente? ¿Se sublevaría Europa? ¿Qué país sería el pri-
jtnero en hacerlo? ¿Podría evitárselo y cómo? ¿Cuántos meses se
necesitarían para crear un nuevo ejército1?
En Varsovia, donde se detuvo, hizo venir a su enviado ante
302 E . T A R L É

el rey de Prusia, el arzobispo Pradt, y le maravilló por su se


renidad. Es a él a quien dijo aquello que “ de lo sublime a 10
ridículo no hay más que un paso” . Pero agregó que pronto volve.
ría al Vístula con 300.000 hombres y que los rusos habían de pao>ar
caro el éxito que debían más a la naturaleza que a sí mismos
¿Quién no ha sido “ jaqueado” alguna vez?
Al llegar a París notó el desaliento de la población. Los
siniestros rumores que corrían por la capital desde hacía ya
tiempo fueron confirmados dos días antes de su llegada por *el
famoso boletín29 en que Napoleón hablaba con mucha fran­
queza de la campaña de Rusia y de su terminación. Pesaba en
el ambiente el luto de cientos de miles de familias.
Napoleón recibió a sus ministros, al Consejo de Estado y al
Senado desde los primeros días. Habló con severidad y desprecio
de la confusión de las autoridades cuando la aventura del gene­
ral Malet (en octubre1) y exigió que se le rindieran cuentas de
tal actitud; pero pasó por- alto la campaña de Rusia y negó a
su auditorio el honor de darle explicaciones detalladas.
[ Los cortesanos y los altos dignatarios demostraron la adu­
lación y el servilismo acostumbrados. Con su celo más sumiso el
presidente del Senado, Lacépede, reclamó la ceremonia de coro­
nación del rey de Roma (que tenía entonces año y medio) como
símbolo de la perennidad del régimen. También en esta oportu­
nidad el Senado entero se postró a los pies del emperador.
Napoleón habló de la guerra contra Rusia en su respuesta.
Se vio entonces que conservaba la ilusión de concluir la guerra
eon Alejandro después de haberla empatado, ilusión de que se lo
$reyó libre el día que ordenó al general Mortier que hiciera saltar
el Kremlin. “ La guerra que sostengo es una guerra política. La
he emprendido sin animosidad y hubiera querido ahorrar a Ru­
sia el mal que ella misma se ha hecho. Hubiera podido levantar
contra ella parte de la población proclamando la libertad de los
campesinos... muchos pueblos me lo pidieron, pero me negué
0 tomar tima medida que hubiera enviado a la muerte a millares
1de familias”. Pasando por sobre sus senadores Napoleón se di­
rigía así a los grandes propietarios rusos y al “ primero” de
entre ellos, a Nicolás Pavlovitch, hermano de Alejandro I, lla­
mado a ser más tarde, zar de Rusia. Ahora exigía Napoleón la
gratitud del zar y de los pomiezchiki por no haber suscitado con­
tra ellos una revuelta a lo Pugatchev, como sin comprender que
N A P O L E Ó N 303
aunque quisiera no podía esgrimir desde el salón del trono de
las Tullerías el arma que los aterrorizó tanto cuando él estaba
en el Kremlin.
Esas recepciones de grandes personajes y toda la comedia
de mentiras, serviles por un lado y presuntuosos e impacientes
por el otro (las que descendían desde el trono imperial) eran
necesarias para engañar a Francia y a Europa. Dos eran las
tareas esenciales y urgentes para Napoleón: ante todo, levantar
un ejército, y luego asegurarse, si no la ayuda, por lo menos la
neutralidad de Austria y, hasta donde fuera posible, la de Prusia.
El primer problema se resolvió rápidamente. Napoleón or­
denó el llamado anticipado de la clase de 1813 cuando todavía
estaba en Rusia y en la primavera de ese año estaba casi termi­
nada la inscripción de los 145.000 nuevos reclutas. La guardia
nacional proporcionó otros 100.000 hombres; en 1812 Napoleón
ordenó formar cohortes con ellos y ahora se las incorporó al
ejército, bien que se las destinara a mantener, el orden en el
interior del país. En Francia y en la Alemania vasalla había
casi 235.000 hombres que el emperador dejó en junio de 1812!, y
se podía finalmente contar con algunos miles (alrededor, de
30.000) de los escapados con vida de la campaña de Rusia. (Los
cuerpos de ejército que quedaron en el norte, entre Riga y Pe­
tersburgo, y en el sur hasta Grovno, sufrieron mucho menos que
los que llegaron a Borodino y emprendieron de inmediato la
retirada de dos meses de Moscú al Niemen).
| Con todo esto el emperador* esperaba disponer para la p ri­
mavera de 1813 de un ejército no de 300.000 sino de 400.000 a
$50.000 hombres. Pensaba que estos proyectos podrían parecer
demasiado optimistas, pero no dudaba de la posibilidad de poner
rápidamente en pie un gran ejército. Desde la mañana hasta la
noche se ocupaba Napoleón de la instrucción de sus tropas y del
armamento; era necesario preparar, reforzar, restaurar y com­
pletar las municiones de guerra, la artillería, el material de inge­
niería y en general, toda la parte material. Napoleón estaba
convencido de que se reencontraría con los rusos en el Vístula
y los derrotaría en el caso de que Alejandro tratara las notas
pacíficas de su discurso al Senado con el mismo desdén con que
había despreciado las ofertas de paz, transmitidas por interme­
dio de Tutolmin, Jakovlev y Lauriston en la primavera de 181,2.
Sabía que el invierno de dicho año había sido duro para Kutusov,
304 £ . T A R L É

aunque ignoraba todavía que de Tarutin al Niemen perdió, en


.dos meses, dos tercios del ejército de 100.000 hombres y una pr0,
porción mayor de su artillería. Napoleón opinaba que Kutusov
no podría compensar rápidamente esas pérdidas de material hu­
mano ni restaurar la artillería, dado el estado de los caminos y
el desorden ruso; y qne sin repetir el error de la invasión, se
podría tranquilamente esperar a. los rusos en el Vístula y en el
Niemen y batirlos en esta región.
Pero se planteaba un problema amenazador: ¿estarían solos
los rusos? E n diciembre de 1812, siendo Prusia “ aliada” de
Napoleón, el general prusiano York, subordinado del mariscal
Macdonald, se pasó repentinamente al enemigo. Verdad es que
atemorizado Federico Guillermo se apresuró a desaprobarlo; pero
Napoleón sabía que la situación del rey era tal que los rusos po­
dían derrocarlo si no se pasaba de su lado y que lo mismo ha­
rían sus súbditos. Prusia trataría de sacudir el yugo napoleó­
nico si .el ejército ruso la invadía; el emperador comprendía que
era absurdo esperar otra cosa.
Kutusov se oponía a qué se continuara la guerra, no sólo
porque no veía motivo para que Rusia diera su sangre para ayu­
dar a liberar a Prusia y los países alemanes, sino también por
la sencilla razón de las espantosas dificultades que el escaso nú­
mero de hombres y el agotamiento del ejército ruso le hacían
prever, en caso de una nueva guerra con Napoleón. Pero Alejan­
dro no quería entender nada porque partía de la idea de que dar
un respiro a Napoleón equivalía a dejar a Europa en su poder
y una permanente amenaza sobre el Niemen. Y. si recibía refuer­
zos el ejército ruso que penetraba ya en territorio prusiano, el
rey de Prusia se vería seguramente obligado a empuñar las ar­
mas contra el emperador francés.
La actitud austríaca tampoco complacía ya a. Napoleón. Su
suegro el emperador Francisco y Metternich, convertido en el
principal director de la política austría.ca, habían concluido un
“ armisticio” con Rusia, con la que Austria, “ aliada” de Napo­
león, se encontraba en estado de guerra en 1812. Es evidente que
sin deferencia al nuevo parentesco, el emperador de Austria consi­
deraba la situación actual de su yerno como una. inesperada
sonrisa del destino, prenda del fin cercano del yugo terrible que
pesaba sobre A ustria desde Wagram y la paz de Schoenbrunn. *
i A P Ó L E ó i 193

n an te” . Es así como Denis Davidov y muchas otras personas del


séquito de Alejandro veían a Napoleón, y estos sentimientos se
mezclaban a su vergüenza y a su oculta cólera.
Los medios militares rusos consideraban la paz de Tilsit un
acontecimiento mucho más vergonzoso que Austerüta o Friedland.
Mas tarde los jóvenes nobles liberales tendrían sobre este punto
una opinión idéntica a la de los hombres que tomaron parte di­
recta en estas guerras.
Leemos en una poesía de Pushkin (1823) :

Así estaba en las llanuras de Austerlitz


Cuando su mano rechazaba a los soldados nórdicos
Y ante el desastre, por primera vez, el ruso huía.
Con su tratado vencedor de paz y deshonor
Así estaba en Tilsit ante el joven zar.

Sólo después de la revolución se pudo imprimir este texto


con su exactitud original. Las antiguas ediciones dulcificaban el
sentido (“ de paz o deshonor” ) y desfiguraban el pensamiento
de Pushkin.
Sea como fuere, el primer trago de cicuta no resultó a Ale­
jandro tan amargo como hubiera podido esperar. Ambos empe­
radores llegaron al mismo tiempo a la almadía. Napoleón abrazó
a Alejandro y los dos entraron en un pabellón donde entablaron
una conversación que debía prolongarse casi dos horas. Ninguno
de los dos dejó relación detallada de esta entrevista, de la que
se conocieron sin embargo más tarde algunas frases. Seguramente
el espíritu general de esta conversación se ha reflejado en el
tratado de paz que se firmó algunos días más ta.rde. “ ¿Por
qué combatimos ??*■, preguntó Napoleón. “ Odio a los ingleses
tanto como v o s ... os secundaré contra In g laterra” , dijo Ale­
jandro. “ En tal caso, la paz está hecha” , respondió Napoleón . 1
Los emperadores conferenciaron durante una hora y 50 mi­
nutos, tiempo que el rey Federico Guillermo III pasó en la m ar­
gen rusa del Niemen esperando que se lo llam ara; pero Napoleón
no consintió en recibirlo hasta el día siguiente y : lo trató con el
mayor desprecio posible. En el momento de separarse el empera-

1 Vandal: Napolécm et Alexandre 1.


194 É . T A R L É

clor francés invitó a cenar al zar Alejandro pero no al rey (je


[Prusia: apenas si le hizo una inclinación de cabeza y luego de
rla espalda. E l 26 de junio, por invitación de Napoleón, Alejandro
se instaló en Tilsit y desde entonces los emperadores se encon­
traban todos los días,
Al principio Napoleón no permitió a ninguno de sus minis.
tros que asistiera a estas conferencias: “ Seré vuestro secretario
y vos seréis el mío” 1, dijo a Alejandro.
Desde las primeras palabras de Napoleón la situación de
Prusia reveló ser verdaderamente desastrosa. Se proponía sim­
plemente repartirla: todo lo situado al este del Vístula correspon­
dería a Alejandro, y la parte oeste al emperador francés. No
deseaba hablar a Federico ¡Guillermo; en las raras circunstancias
en que lo admitía en su casa, o bien hablaba poco de negocios o
le hacía severas reprimendas e invectivas. “ Innoble rey, innoble
nación, innoble ejército, potencia que ha burlado a todo el mundo
y no merece existir” , decía Napoleón a Alejandro hablando de
este amigo a quien el zar había jurado, poco tiempo antes y de
tan emocionante manera, amor y alianza eternos sobre la tumba
de Federico el Grande. Cumplido y adulador, Alejandro sonreía
y pedía solamente al emperador francés que dejara, subsistir algo
de Prusia a pesar de s'us tan recriminables defectos.
Aterrorizado, el rey de Prusia estaba decidido a todo. Llamó
con urgencia a Tilsit a su esposa, la reina Luisa, que pasaba por
ser una notable belleza y a quien Napoleón, precisamente, había
considerado su enemigo al principio de la guerra con Prusia ,y
atacado brutalmente en sus diarios. Pero en la Córte de Prusia
se esperaba disipar la cólera del riguroso vencedor eon una vi­
sita personal y una conversación confidencial. Se sugirió a Luisa
lo que era preciso pedir, a pesar de que no se esperaba obtener
gran cosa pues se sabía que las mujeres no ejercían mucha in­
fluencia sobre Napoleón ni siquiera cuando estaba enamorado.
La entrevista se realizó en el palacio de Tilsit. La reina debía
tratar de obtener la devolución de Magdeburgo y algunos otros |
territorios. Napoleón se presentó a ella directamente de regreso
de un paseo a caballo, vestido con un simple uniforme de caza­
dor y con una fusta en la m ano; la reina lo esperaba ataviada con
sus más suntuosos adornos. El tSte á tete se prolongó mucho tiem-

1 V a n d a l: Napoleón et Alexandre I; I , 8 1 .
N A P O L E ó N 195

po y cuando finalmente el rey Federico Guillermo se animó a


entrar, interrumpiendo la conversación del emperador y la reina,
Luisa no había llegado aún a ningún resultado.. .
“ Si el rey de Prusia se hubiera demorado algo más en en­
trar, yo habría devuelto Magdeburgo ’?, dijo más tarde Napo­
león a sus mariscales, chanceándose.
Napoleón repetía con insistencia que si P rusia continuaba
en el mapa de Europa lo debía exclusivamente “ a la cortesía
y la estima” del vencedor para con Alejandro. Se le dejaba “ la
vieja P rusia” , Pomerania, Brandeburgo y Silesia, y se le arre­
bataba todo el resto, al oeste y al este. Sus territorios al oeste del
Elba pasaban a formar parte del nuevo reino de Westfalia creado
por Napoleón, integrado también por el gran ducado de Hesse y
que pronto comprendería el Hanóver. 'El emperador dio este
reino a. su hermano menor Jerónimo Bonaparte. Con los territo­
rios polacos quitados a Prusia, (distritos de Posnan y Varsovia)
se constiti^ó el gran ducado de Varsovia que Napoleón dio a su
nuevo aliado el rey de Sajonia, creado gran duque en esta opor­
tunidad. Napoleón insistió para que Alejandro I recibiera la pe­
queña región de Bielostock, ex posesión prusiana en Polonia.
Entre Napoleón y Alejandro se concluyó una alianza defensiva y
ofensiva por la que Rusia se comprometía a aceptar y poner en
vigor el decreto de Napoleón sobre el bloqueo continental; por
el momento esta alianza se mantuvo en secreto.
La paz de Tilsit, tan humillante para Alemania, fue firm a­
da el 8 de julio de 1807,
Las fiestas y desfiles se prolongaron en Tilsit hasta la no­
che. Ambos emperadores. eran inseparables y Napoleón trataba
por todos los medios de hacer resaltar su simpatía por el enemigo
de ayer, y aliado de hoy. El 9 de julio Napoleón y el zar revis­
taron juntos la Guardia francesa y la Guardia rusa, y antes de
separarse se abrazaron ante las tropas y la m ultitud de especta­
dores reunidos cerca del Niemen.
Todo el mundo, salvo los dos soberanos y los altos dignata­
rios, ignoraba la formidable transformación que acababa de ope­
rarse en la situación mundial durante estas cortas jornadas de
Tilsit.
C a p ítu lo X

DOMINACION DE NAPOLEON SOBRE EL


CONTINENTE EUROPEO '
De Tilsit a Wagram

1807-1809

Napoleón se trasladó de Tilsit a París y a su paso por Ale­


mania el país entero lo acogió eon signos de servil admiración;
alcanzaba entonces un grado de poder jamás igualado por nin-
gún otro potentado en el curso de la historia. Autócrata del gi,
gantesco imperio francés que comprendía Bélgica, Alemania del
oeste, el Piamonte y Genova, rey de Italia, protector (autócrata
de hecho) de gran cantidad de territorios alemanes de la Con­
federación clel Rin (en la que entraba en lo sucesivo Sajonia) y
amo de Suiza—, Napoleón mandaba también, tan autocrátíca-
mente como en su imperio, en Holanda y el reino de Nápoles
donde reinaban sus hermanos Luis y José; mandaba en toda
Alemania central y la pequeña parte de Alemania del norte que
con el nombre de reino de Westfalia había dado a su hermano
Jerónimo; en una parte importante de los antiguos territorios
austríacos, arrancados a los Habsburgo y traspasados a su va*
sallo el rey de Baviera; en la parte septentrional de la región
marítima de Europa, donde sus tropas ocupaban BTamburgo, Bre­
men, Lübeck, Dantzig y Koenigsberg, en Polonia, cuyo soberano
el rey de Sajonia no era sino un vasallo y un servidor de Napo­
león, que le había hecho gran duque, y donde se hallaba un
ejército, recién creado, bajo las órdenes de Davout.
Adeniás pertenecían a Napoleón las islas Jónicas y una par­
te de la costa adriáti-ea de la península balcánica. Reducida a un
menguado territorio, con derechos limitados para mantener un
ejército y aplastada por los diversos impuestos y contribuciones,
N A P O L E Ó N 197

prusia temblaba a cada palabra ele Napoleón. Austria, sumisa,


callaba y Rusia estaba estrechamente aliada al imperio francés.
Sólo Inglaterra continuaba la lucha.
El orden reinaba en el Estado francés; la administración
era puntual y las finanzas atravesaban por una brillante situa­
ción. A su regreso de Tilsit, ayudado por Gaudin, su ministro
¿le Finanzas', y por Mollien, administrador del tesoro, Napoleón
ordenó una serie de reformas para la reorganización de las fi­
nanzas, impuestos directos e indirectos, etc., cuyo resultado fue
que las rentas del imperio (de 750 a 770 millones) cubrieron
enteramente los gastos, aun cuando se incluyeran anticipadamen­
te los necesarios para el mantenimiento del ejército en tiempo de
guerra. Un rasgo característico de las finanzas napoleónicas era
que el emperador, consideraba la guerra una fuente de gastos
ordinarios'1’ y en modo alguno excepcionales. El crédito del Es­
tado era tan sólido que el Banco de Francia, instituido por Na­
poleón, pagaba por los depósitos no ya el 10' % como en 1804 y
1805, sino el 4 %.
Italia, considerada “ independiente” de Francia, le pagaba
por año 36,000.000 de francos oro. Napoleón, “ rey de Ita lia ” , do­
naba generosamente esta suma a Napoleón, emperador de los
franceses. En cuanto a los gastos administrativos de Italia eran
cubiertos exclusivamente con las rentas italianas. El gobernador,
que llevaba el título de virrey de Italia, era el hijastro de Na­
poleón, Eugenio de Beauharnais. Se sobreentiende que el ejército
francés estacionado en la península era mantenido a costa de
Italia. Y lo mismo ocurría en los demás países sometidos al po­
der de Napoleón y en los cuales habían tropas francesas. E x tra­
yendo implacablemente mediante contribuciones y toda clase de
tasas, el oro de los países sometidos, Napoleón instituyó en Francia
la acuñación regular de la moneda de oro y esta moneda fue
introducida en el comercio. La restauración de las finanzas que
¡emprendió en la época clel consulado fue terminada en 1807, a
su regreso de Tilsit.
Quería al mismo tiempo ocuparse de medidas apropiadas
para impulsar la industria francesa, pero el problema resultó
ser más complicado: las medidas que teñía en vista estaban es­
trecha e indisolublemente ligadas a la realización estricta del
bloqueo continental.
Poco después de su regreso a París, Napoleón concibió una
198 T A R L £

'grandiosa empresa política sin la cual, según él, hubiese sido


inútil realizar el bloqueo de Inglaterra. Y apenas se había con­
sagrado a ella, desplegó una actividad considerable en el domi­
nio económico. Es por eso que necesitamos estudiar ante todo
jel origen de este asunto, es decir, de la tentativa de conquistar la
(península ibérica. Pasaremos luego al análisis de las consecuen­
cias del bloqueo continental para las diferentes clases Sociales
del imperio y para el conjunto de la política napoleónica.
Es necesario hacer notar que durante los meses de otoño de
1807 y de invierno de 1808, algunas divergencias, todavía disi­
muladas y confusas para quien no pertenecía a la corte, se ma­
nifestaban entre el emperador, por una parte, y sus mariscales,
sus ministros y altos personajes próximos a- él, por otra.
La corte de Napoleón estaba ahogada en el lujo: la antigua
y la nueva nobleza, la antigua y la nueva, burguesía rica, rivali­
zaban en los bailes, banquetes y suntuosos festines. Un verdadero
Pactolo hacía correr torrentes de oro. Los príncipes extranje­
ros, los reyes vasallos, que venían a rendir sus homenajes, se de­
tenían en la capital del mundo y derrochaban sumas fabulosas.
E ra como una fiesta incesante y deslumbrante, un fantástico he­
chizo en las Tullerías, en Fontainebleau, en Saint-Cloud y en la
Malmaison. Jamás había habido bajo el antiguo régimen una
muchedumbre tan numerosa y tan pomposa de cortesanos de am­
bos sexos. Pero todos sabían que en palacio, en un gabinete al que
no llegaban los ruidos de los festejos, un hombre de levita gris
estaba inclinado sobre el mapa de España. Llegaría un día en
que estos apáticos bailarines se arrancarían por orden del em­
perador todo este lujo en que nadaban para dormir de nuevo
sobre paja, en depósitos fríos o granjas, para volver a encontra­
se bajo las balas, comer papas crudas y beber el agua nausea­
bunda de los pantanos. Y esto ¿en nombre de qué?
Inmediatamente después de Austerlitz, muchos compañeros
de armas de Napoleón creían que había llegado el momento de
poner punto final, que Francia había alcanzado un poderío sin
precedentes como no lo había podido soñar, Se sobreentiende que
toda la población del imperio obedecía sin m u rm u rar: por el mo­
mento los campesinos soportaban la conscripción, los comercian­
tes (salvo los de las ciudades costeras) y particularmente los in­
dustriales estaban satisfechos del ensanche de los mercados y de
las posibilidades comerciales. En resumen, los altos funcionarios
N A P O L E Ó N 199

y los mariscales que se tornaran pensativos después de Tilsit, no


t e m í a n una revolución susceptible de alterar el orden. Sabían
que los suburbios obreros estaban firmemente contenidos por el
puño napoleónico. E ra otra cosa lo que tem ían: los asustaban las
dimensiones monstruosas de las posesiones napoleónicas.
El poder del emperador, sin control y sin ningún límite, se
extendía sobre un conglomerado colosal de territorios y de pue­
blos, de Koenigsberg a los Pirineos (en realidad, de hecho, al
otro lado de los P irineos); de Varsovia y Dantzig a Nápoles y
Brindisi; de Anvers al noroeste de los Balcanes; de Hamburgo
a Corfú. Y ese poder comenzaba a turbar a los allegados cíe
Napoleón. U n simple conocimiento superficial de la historia y
hasta la voz del instinto que se hacía callar, les decía que tales
monarquías mundiales son no sólo extremadamente breves y ra ­
ras, sino que son también combinaciones por demás frágiles de
fuerzas históricas. Reconocían (como dirían más tarde) que toda
la carrera de Napoleón, desde el comienzo hasta Tilsit, parecía
más un cuento fantástico que realidad histórica. Pero muchos
de entre ellos, y no solamente Talleyrand, pensaban que persis­
tir en grabar nuevos cuentos en las Tablas de la Historia sería
en lo sucesivo más difícil y más peligroso.
Napoleón era de una generosidad inaudita con sus colabo­
radores militares y civiles. Después de Tilsit dio un millón de
francos de oro al mariscal Lannes; al mariscal Ney alrededor de
300.000 francos de renta vitalicia y al mariscal Berthier medio
millón, además de 406.000 francos de renta. Fue igualmente muy
liberal con los otros mariscales y eon numerosos generales y ofi­
ciales. Los ministros —Gaudin, Mollien, Fouehé, Talleyrand—
fueron generosamente colmados de regalos, aunque siempre me­
nos que los mariscales. Todos los oficiales y soldados que habían
sido antiguos combatientes efectivos recibieron indemnizaciones;
a muchos se les asignó buenas pensiones y los heridos recibieron
el triple que los demás.
En realidad esta generosidad no costó ni un centavo al tesoro
francés. El ducado de Varsovia pagó 20.000.000 de francos con­
tantes a cambio de la anulación de las deudas hipotecarias de
los propietarios polacos eon el tesoro prusiano. En Hanóver se
organizó una reserva territorial por valor de 20.000.000.
E n Westfalia (excepto el Hanóver-) se procuraron del mismo
modo una treintena de millones. Al interés anual de este capital,
200 E . T. A R L É

Westfalia debía agregar por orden de Napoleón una inversión


anual especial de 5.000.000 (independientemente del capital que
le había sido tomado) e Italia 1.250.000 francos.
De esta manera Napoleón disponía de una renta que se ele­
vaba a numerosos millones, renta de una naturaleza particular
que pagaban regularmente cada año los territorios ocupados. Era
muy liberal con ese dinero en beneficio de su ejercito y de sus
altos funcionarios. Esta renta no tenía nada de común con las
sumas enormes y los impuestos que los países sometidos derrama­
ban en el tesoro francés. “ No robéis —decía Napoleón a sus
g-enerales—, os daté más de lo que podríais tom ar” . 1 Lo que na
perdonaba y castigaba rigurosamente era que los jefes usaran en
forma deshonesta el dinero destinado al ejército. Cuando pasaba
revista no sólo observaba con atención el aspecto de los soldados
ciño que averiguaba si estaban bien nutridos y contentos. Se
mostraba muy severo con los culpables. Pero los mariscales y
generales no podían gozar apaciblemente de las desmesuradas
recompensas con que los abrumaba el emperador, porque la vida
se pasaba en guerras casi continuas.
Todos sabían que apenas regresado de Tilsit Napoleón em­
pezó a preparar un ejército destinado a una expedición que se
dirigiría a Portugal pasando por España. El objeto de esta cam­
paña era inexplicable para muchos sino para todos,' porque para
comprenderla hubiera sido preciso recordar una vez más el blo­
queo continental, noción sin la cual ningún acto medianamente
importante de Napoleón podía entenderse con claridad.
Napoleón obraba con perfecta lógica si se tiene en cuenta
que su intención era aplastar a Inglaterra por medio del bloqueo
continental. No se fiaba ni de la dinastía de Braganza en Por­
tugal, ni de los Borbones en España, porque no podía creer que
esas dos familias reinantes arruinaran conscientemente a sus pal-
ses impidiendo a los campesinos, a los agricultores y a los gran­
des propietarios vender a los ingleses la lana de los merinos y
obstaculizando en la península la importación de la manufactura
barata inglesa. E ra evidente que si habían aceptado sin réplica
el decreto de Berlín serían secretamente indulgentes con el eon-

1 T h ier s: Hístofae du Conmíate et de VEmpire. Bruselas (1845).,


VIII. 92. ' ’
n a p o l e ó n 201

trabando y con los mil otros medios de violar este decreto. Y si


se consideraba la enorme extensión de las costas ibéricas, el com­
pleto dominio que la flota británica tenía en el golfo ele Vizcaya,
en el océano Atlántico y en el Mediterráneo, y la existencia ele
la fortaleza inglesa de }Gribraltar enclavada en el territorio mismo
de la península, era claro que no habría ningún bloqueo serio
mientras Napoleón no fuese amo absoluto de Portugal y España.
Había zanjado ya sin tergiversaciones la cuestión de principios:
todas las cortas europeas del sur, del norte y del oeste debían
estar colocadas bajo la vigilancia directa de las aduanas fran­
cesas, eliminándose a todo el que se opusiera. Los Borbones de
España so humillaban ante él, pero le mentían; no podían ni
querían expulsar a los ingleses y estorbar de hecho su comercio.
Del mismo modo obraba la dinastía de Braganza que se arras­
traba ante Napoleón con total olvido de su dignidad, pero que
sin embargo trataba de no ver nada en lo que se refería al
bloqueo.
Inglaterra, que después de Tilsit quedara sin aliados, había
resuelto luchar aún con más energías,
A comienzos de septiembre de 1807 una escuadra inglesa
bombardeó Copenhague, porque había corrido el rumor de que
Dinamarca se adhería al bloqueo continental, noticia que enfu­
reció a Napoleón y precipitó su decisión de conquistar España
y P ortugal En octubre de 1807 penetró en España en dirección a
Portugal un ejército de 27,000 hombres, mandado por Junot al
Cjue siguió casi de inmediato otro de 24.000 bajo las órdenes'
clel general Dupon. Además Napoleón envió alrededor de 5.000
hombres a caballo: dragones, húsares y cazadores. El príncipe
regente de Portugal llamó en su ayuda a Inglaterra; temía a
Napoleón pero no menos a los ingleses que fácilmente podían
destruir Lisboa, del lado del mar, como acababan de destruir
Copenhague.
Napoleón pensaba que la hora ele España llegaría cuando
todo hubiera terminado con Portugal. Em prender entonces su
sometimiento sería tarea fácil pues se dispondría de dos bases:
una al sur de Francia y la otra en el mismo Portugal. El empe­
rador ni se tomó el trabajo de informar diplomáticamente a Es­
paña d e lp a so de los ejércitos franceses por su territorio; sólo
ordenó a Junot que advirtiera a Madrid en el momento de fran ­
quear la frontera. Madrid recibió la noticia con resignación,
202 E . T A R L É

En la corte de Napoleón, Cambacéres, gran canciller del


Imperio, se animó a protestar respetuosamente contra la empre­
sa que se iniciaba. Tayllerand, por el contrario, aprobaba sin
reservas al emperador. Confusiones y chantajes en los que Ta­
lleyrand estaba muy comprometido, sirvieron de pretexto a
Napoleón para alejarlo desde agosto de 1808, después de Tilsit,
Pero la verdadera razón de su alejamiento era que Talleyrand,
que olfateaba de lejos la catástrofe de la política mundial del
emperador, había resuelto retirarse poco a poco de un papd
activo, a pesar de lo cual continuó figurando en medio de hono­
res entre los grandes personajes de la corte. Ahora deseaba de
nuevo los favoi-es de Napoleón y aprobaba todas sus empresas
a pesar que desde esa época consideraba personalmente el asunto
de España como muy difícil y de peligrosas consecuencias.
El ejército francés mandado por Junot atravesó el territorio
español marchando directamente hacia Portugal. Para los sol­
dados el camino desierto era muy difícil. No se encontraba nada
que comer. Los franceses robaban a los campesinos, que so ven­
gaban como podían, masacrando a los rezagados- Después de una
marcha de más de seis semanas, Junot entró en Lisboa el 29 de
noviembre de 1807. Dos días antes la familia real abandonó su
capital y huyó a bordo de un navio inglés. La hora de España
había sonado.

La situación española era la siguiente. Carlos IV era un


hombre débil y estúpido, enteramente sometido a su m ujer y a!
favorito de ésta, Godoy. Los tres eran irreconciliablemente hos­
tiles a Fernando, presunto heredero, en quien la nobleza y la
burguesía española pusieron grandes esperanzas durante los años
1805, 1806 y 1807. La desorganización de las finanzas y de la
administración, el desorden en todos los dominios de la política
interior, estorbaban el comercio, la agricultura y la industria en
otros tiempos desarrollada y ahora muy débil. Esto hacía coinci­
dir a la burguesía y la nobleza en la creencia de que la desgracia
de Godoy, favorito de la vieja corte, permitiría “ hacer renacer’1
a España. E ra muy popular la idea del matrimonio de Fernando,
príncipe heredero, con una parienta cualquiera de Napoleón; se
pensaba que los lazos de parentesco con el todopoderoso empera­
dor facilitarían la introducción de reformas y representarían la
independencia y la tranquilidad en cuanto a la política exterior.
N A P O L E Ó N 203

Fernando había pedido formalmente la mano de nna. sobrina


de Napoleón y el emperador la había rehusado. Su intención era
otra: deseaba destronar la dinastía española y poner en su lugar
á uno de sus hermanos o de sus mariscales. Durante el invierno
y la primavera de 1808 nuevas tropas napoleónicas atravesaron
los Pirineos y entraron en España, y ya en el mes de marzo
Napoleón había .-concentrado allí 100.000 hombres. Seguro de sus
fuerzas decidió obrar. Con mucha destreza sacó partido de las
querellas intestinas de la familia real. M urat marchó sobre Ma­
drid con un ejército de 80.000 hombres.
El rey, su mujer y Godoy se apresuraron a huir de la ca­
pital, pero fueron detenidos en Aranjuez por la irritada, pobla­
ción que se apoderó de Godoy, lo golpeó y lo encarceló, obligando
luego al rey a abdicar en favor de Fernando, hechos todos ocurri­
dos el 17 de marzo de 1808; Seis días más tarde, el 23 de marzo,
Murat entraba en la -capital; Napoleón se negó a reconocer a
Fernand-o y exigió que el nuevo rey, el antiguo* y toda la familia
de los ¡Borbones de España se presentaran ante él en Bayona.
Se atribuyó el papel de árbitro supremo para juzgar definitiva­
mente y decidir quién tenía razón.
El 30 de abril de 1808 el rey de España, Carlos IY, su mujer,
el nuevo rey Fernando V II y Godoy se reunieron en Bayona.
Pero Napoleón exigió que concurrieran también los príncipes de
la casa real, oído lo cual el pueblo madrileño se sublevó nueva­
mente. El designio de Napoleón era claro: atraer pérfidamente
á Bayona a todos los Borbones de la dinastía española, declararla
caduca, arrestar a todos sus miembros y luego ligar España a
Francia 'dando al hecho una apariencia exterior cualquiera.
El 2 de mayo estalló la insurrección contra las tropas fran ­
cesas que -ocupaban la ciudad: M urat la ahogó en sangre, lo que
no fue más que el comienzo de una espantosa guerra contra el
pueblo español.
Napoleón llegó a Bayona al mismo tiempo que la familia
real y allí tuvo noticia de estos acontecimientos. Una escena tem­
pestuosa se desarrolló en su presencia: el rey Carlos IY llegó
hasta levantar su bastón contra Fernando. Entonces, súbitamen­
te, Napoleón hizo conocer su voluntad: exigía que Carlos IV y
Fernando abdicaran y le dejaran en libertad para disponer de
España a su antojo. Así ocurrió que Carlos IY, Fernando, la
reina y todos los demás se encontraban en manos de los gendar­
204 E . T A R L E

mes y las tropas francesas. Napoleón les declaró que, preocupado


por su felicidad personal y su tranquilidad, no les permitía re­
gresar a España: el rey y la reina irían a .Fontainebleau y
Fernando y los otros príncipes de la casa de Borbón a Valencay
al castillo del príncipe Talleyrand. Todas estas disposiciones fue­
ron inmediatamente ejecutadas.
Algunos días después, el 10 de mayo de 1808, Napoleón
ordenó a su hermano José, rey de Ñápeles, que se trasladara a
Madrid para ser desde entonces rey de España.
Murat, que mientras tanto había sido hecho gran duque de
Cléves y de Berg, recibió la orden de regresar a Nápoles donde
el emperador le nombró soberano.
La satisfacción de Napoleón era completa {todo había sido,
al parecer, tan sutil y fácilmente ejecutado! ¡Los Borbones de
España se habían arrojado ellos mismos con tanta inocencia en
la trampa y había sido tan fácil ganar la península ibérica!
Y de pronto estalló una guerra terrible, implacable y san­
grienta, una. guerra de campesinos guerrilleros contra los con­
quistadores franceses, que tomó desprevenidos no sólo a Napoleón
sino también a toda Europa, que seguía en silencio y angustiada
las nuevas exacciones del conquistador en España.
Napoleón tropezaba allí por primera vez con un enemigo
de una especie particular, como podría decirse que no había te­
nido oportunidad de observar sino rara vez en Egipto y Siria.
Ante él se levantaban irritados el campesino dé Asturias armado
con su cuchillo, el pastor de Sierra Morena, cubierto de andrajos
y provisto de un viejo fusil herrumbrado, y el artesano catalán
eon un venablo o un largo puñal en las manos. “ Esos mise­
rables” , decía con desprecio Napoleón. ¿Era posible que él, sobe­
rano de Europa, ante quien huyeran los ejércitos rusos, austría­
cos y prusianos con su artillería y su caballería, sus emperadores
y sus feldmariscales, él, a quien bastaba una sola palabra para
aplastar viejas potencias y hacer surgir nuevas, temiera, a esta
canalla española!
No sabía, y nadie sabía entonces, que esos “ miserables” eran
precisamente ios que comenzaban a cavar el abismo en el que
caería, pronto el gran imperio napoleónico.
Cuan do en 1808 Napoleón ' concibió y ejecutó su empresa
española, tuvo presente el ejemplo histórico que creía bastaba
para justificar su optimismo. Hacía justamente cien años, que
N A P O L E Ó N 205

uno de sus predecesores en el trono de Franela, el rey Luis XIV,


colocó a su nieto Felipe en el trono de España, instalando así
allende los Pirineos nna rama de la dinastía de los Borbones.
Felipe era, pues, el tronco de los “ Borbones de E spaña” . Los
españoles reconocieron al nuevo rey y a su dinastía y les de­
jaron el trono, pese a que la mitad de Europa estuvo en esa época
en guerra contra Luis XIV precisamente para derrocar a su nieto.
¿Por qué Napoleón, incomparablemente más poderoso que
el rey Sol, no había de 'conseguir una combinación parecida ? ¿ Bor
qué no introduciría en España la “ dinastía” de los Bonaparte?
j Tanto más fácil habría de resultarle la empresa cuanto que no
tenía, como Luis XIV, que combatir a Europa, entonces dócil y
destruida, y contaba además con Rusia por aliada!
Napoleón se dejaba seducir por una analogía puramente ex­
terna y no quería comprender la diferencia radical que existía
entre el advenimiento de Felipe de Borbón en 1700 y el adve­
nimiento de José Bonaparte en 1808. Cuando los aventureros de
la nobleza, los comerciantes y los armadores franceses saludaron
con entusiasmo el advenimiento de Felipe, contaban (como el
mismo Luís X IV ) con que de allí en adelante el formidable im­
perio colonial ele España se convertiría en una posesión francesa.
Se engañaron cruelmente: los plantadores y comerciantes espa­
ñoles se opusieron en forma unánime a la ingerencia del capital
francés en las colonias españolas'. Felipe V lamentó tener que
rehusar a sus compatriotas la igualdad de derechos con los espa­
ñoles. Económicamente España no era tributaria de Francia y
sólo a esto debió Felipe conservar su trono.
Bajo el manto suntuoso de rey de España, José Bonaparte
no era más que un simple agente del poder napoleónico, ejecutor
encargado de realizar el bloqueo continental en la península ibé­
rica. Debía transformar metódicamente el país para hacerlo objeto
de una explotación activa en beneficios exclusivo de la burguesía
francesa: ¿no se sabía acaso en España que después del golpe,
de Estado de brumario de 17&9 abrumaron a Napoleón- las que­
jas y peticiones de los fabricantes de géneros y paños y otros
industriales de Francia que concibieron un programa con el que
Napoleón estuvo enteramente de acuerdo?
Este programa se expresaba más o menos a s í:
1°: España debe convertirse en un mercado, un verdadero
monopolio para los productos franceses;
206 T A R L É

29: España no proveerá sino a los manufactureros franee,


ces la lana de los merinos (lana de gran valor, única en el mundo
por sus cualidades) ;
3°: España, (en particular Andalucía) debe ser utilizada pa­
ra el cultivo de las variedades de algodón necesarias a la indus­
tria francesa, variedades que Napoleón prohibió comprar a los
ingleses.
Este programa se completaba indefectiblemente eon el cese
completo del comercio entre España e Inglaterra, esa Inglaterra
a la que se exportaba lana en tan grandes cantidades y tan alto
precio, y de donde se recibían tantas mercaderías baratas para el
consumo español.
P ara los ganaderos, laneros, fabricantes de paños y en ge­
neral para los industriales de España, el campesinado y final­
mente para todos aquellos cuyos intereses estuvieran de algún
modo ligados a la producción de lana y paños, el sometimiento a
Napoleón significaba la ruina casi completa. Lo mismo ocurría
a la nobleza terrateniente ligada a Inglaterra y a la economía
colonial, en aquellas partes de España donde subsistían relaciones
feudales y particularmente allí donde estas relaciones se debili­
taban. En particular se hacía imposible comunicarse con las ricas
posesiones españolas de América y en general con las islas de
ultram ar (por ejemplo las islas Filipinas), puesto que Inglaterra
había declarado la guerra inmediatamente y se apoderaba de las
polonias de toda potencia europea que entrara, más o menos di­
rectamente, en la órbita napoleónica.
Sobre estos intereses económicos de las distintas clases del
país, violados brutalmente por la invasión francesa, se desarro­
llaría el movimiento de liberación nacional contra el conquistador
todopoderoso. Mientras esperaban el socorro inglés los campesi­
nos y artesanos sublevados habían de revelarse capaces de soste­
ner una lucha desigual sin disponer más que de hoces, puñales,
hachas, horquillas y viejos fusiles; y cuando Inglaterra acudiera
en su ayuda, Napoleón habría de apreciar lo terriblemente difícil
que era someter a España,
Pero por el momento parecía que todo marchaba muy bien.
Los Borbones de España estaban repartidos en sus residen­
cias forzadas de Pontainebleau y Valencay, donde permanecían
cautivos bajo vigilancia policial. José Bonaparte entró en Madrid.
El emperador había recibido ya algunas noticias desagra­
N A P O L E Ó N

dables: pequeños grupos de campesinos españoles osaban disparar


contra los vivaques franceses durante la no-che. Atrapados y con­
ducidos ante el pelotón de ejecución, guardaban silencio o gri­
taban su desprecio.
Se informó a Napoleón que el 2 de mayo, para reprim ir el
levantamiento de Madrid, Murat hizo disparar a boca de jarro
contra la multitud, que ni por esto se dispersó. Al huir se en­
cerró en las casas y continuó disparando a través de las ventanas ;
cuando los soldados franceses penetraron en los edificios para
apoderarse de los tiradores, los españoles —agotados sus cartu­
chos— se batieron a cuchilladas, puñetazos y mordiscones mien­
tras les quedó un soplo de vida. Los franceses los' arrojaban por
las ventanas desde donde caían a la calzada sobre las bayonetas
de sus camaradas.
Por el momento estos hechos no tuvieron ningún efecto sobre
Napoleón. .'(No comprendió con rapidez el carácter de esta gue­
rra). Desde su entrada en España, -casi todos los días chocaban
los franceses con las manifestaciones del odio más violento y fa­
nático hacia los invasores.
Un destacamento francés llegó a un pueblo desierto : los ha­
bitantes habían huido al bosque y sólo quedaban en una casa
una joven madre y su niño. Junto a ella se descubrieron provi­
siones, pero antes de que los soldados las probaran un oficial
desconfiado exigió que la mujer comiese primero, cosa que ésta
hizo sin vacilar. No satisfecho del todo el oficial exigió que se
diera de comer también al niño, y la madre ejecutó la orden de
inmediato; recién entonces comieron los soldados. Pero poco des­
pués la madre, el niño y los soldados se retorcían de dolor y
murieron. La astucia había dado buen resultado.
Aunque al principio estos episodios asombraron a los fran ­
ceses, más tarde se hicieron habituales y ya nadie se sorpi^endía
de nada en la guerra de España.
Hacia mediador del verano se vio que ciertas potencias eu­
ropeas vencidas empezaban a cifrar grandes esperanzas en la
extensión del incendio más allá de los Pirineos. Se habla.ba del
rearme de Austria, nación que se repuso y recobró fuerzas tres
años después de Austerlitz. En la corte de Viena, en la nobleza-
y entre los comerciantes, se encaraba cada vez más la posibilidad
de escapar a la opresión napoleónica. Hagamos notar que no sólo
en Austria sino también en Rusia, H ungría y Bohemia la nobleza
208 E . T A R L ¿

temía la consolidación clel dominio napoleónico y en especial la


introducción del Código Napoleón que aboliría la servidumbre.
Napoleón precisó evidenciar la fuerza de la alianza franco-
rusa para precaverse de toda sorpresa por parte de Austria
mientras trataba de someter a los “ rebeldes” españoles.
“ Pronto Su Majestad Imperial reducirá por la fuerza, al
salvaje populacho español” , decían con deferencia los diarios
europeos. “ Parece que por fin el bandido se ha arrojado él mismo
sobre el cuchillo” , cuchicheaban entre sí muchísimos lectores de
estas mismas gacetas en Prusia, Austria, Holanda e Italia, en
las ciudades hanseáticas, en el ducado de Westfalia y en los Es­
tados de la Confederación del Rin. Pero aún no os'aban creer
en la realización de sus propias esperanzas. Fue en medio de
esta atmósfera que se supo repentinamente que los emperadores
de Francia y Rusia se encontrarían en E rfu rt en otoño de 1808,

Napoleón había proyectado desde tiempo atrás esta demos­


tración de solidez de la alianza francorrusa; pero a mediados
de julio de 1808 un acontecimiento inesperado le hizo apresurar
su entrevista con Alejandro. El general Dupont, que conquista­
ba el sur de España, había invadido ya Andalucía, donde ocupó
Córdoba, y continuaba su avance. Se hallaba sin abastecimientos
en medio de una vasta planicie quemada por el sol, cuando los
innumerables guerrilleros que rodeaban su ejército atacaron por
todos lados y Dupont se vio obligado a rendirse el 17 de julio
cerca de Bailén. Aunque esto, desde luego, no significaba to­
davía que España se hubiera librado de los franceses, la capi­
tulación causó u n a impresión 'Considerable en Europa. Las tro­
pas invencibles del imperio francés habían sufrido una derrota
indiscutible, aunque fuese parcial. Napoleón se infureció al reci­
bir la noticia y condujo a Dupont ante un consejo de guerra.
Afectó hallarse en calma e insistió en el hecho de que las pér­
didas s'ufridas en Bailén eran absolutamente insignificantes en
comparación con los recursos del imperio. Pero comprendía per­
fectamente Ja influencia de este acontecimiento en Austria, donde
se e fe c tu a b a e l rearme: con ...redoblada energía. A ustria veía que,
contra tocio lo esperado, Napoleón debía combatir no en un
frente sino en dos, y que este nuevo frente al sur de E sp añ a.
debilitaría mucho de allí en adelante su actividad en el Danubio.
P ara detener a Austria en la pendiente de la guerra era preciso
N a p o l e ó n 321

Napoleón guerreaba en Alemania, la policía parisiense comenzó


a observar (y a anotar en sus informes) un fenómeno de que se
habló muy poco en 1 8 1 1 y en el que de todos modos casi no
había reparado: los obreros protestaban, se irritaban y comen­
zaban a emplear “ palabras subversivas’\
Los barrios suburbanos, agobiados por el opresivo despotis­
mo m ilitar y después de más de 18 años de silencio (desde ger­
minal y pradial de 1795), empezaron a agitarse a medida que
aumentaron las necesidades y la desocupación. Hacía ya tiempo
que el mercado exterior se había restringido catastróficamente y
no menos catastróficamente se restringía ahora el interior,. Los
testigos más diversos observaron el fenómeno de que había dinero
■pero “se lo ocultaba” . Los dueños de grandes fortunas no espe­
raban ya que cesaran las guerras bajo Napoleón, y después de
la catástrofe del gran ejército en Rusia y sobre todo desde el
fracaso de las conferencias de Praga, la idea de una derrota
inevitable del emperador, impedía soñar con un crédito estable,
combinaciones comerciales, importantes encargos y compras con­
siderables,
Pero en 1813 a pesar de la desocupación y el exacerba­
miento de las necesidades de los barrios obreros de la capital,
no hubo revueltas ni insurrecciones que recordaran germinal y
pradial, ni siquiera grandes demostraciones. Y ocurría así no
sólo porque el espionaje, más perfecto que en tiempos de Fouehé,
hubiera llegado a su apogeo eon Savary, duque de Rovigo, ni
porque la policía- montada patrullara noche y día la ciudad, en
particular los suburbios de Saint-Antoine y Saint-Marceau, la
calle .Mouffetard y el barrio del Temple; ni siquiera porque
faltaran razones que explicaran los sentimientos más amargos e
irritados de las masas obreras contra el gobierno. Existían talea
razones: Napoleón fue el innovador, de las cartillas obreras que
transformaban al trabajador en verdadero esclavo y le ponían
a la entera disposición del p atró n ; Napoleón exigía todos los años
un nuevo impuesto de sangre: hombres hechos primero y jóvenes
de 18 años después, y todos quedaban en los lejanos campos de
matanza; Napoleón había sofocado hasta la apariencia de la po­
sibilidad de que los obreros se defendieran contra la explotación
de sus patrones. Este emperador autócrata no tenía ningún de­
recho al amor o a los buenos sentimientos de la clase obrera.
Pero la ineertidumbre y ía confusión reinaba entre los tra ­
322 E , T A R L É

bajadores ahora que la invasión enemiga se aproximaba a la


frontera francesa, como en los primeros tiempos de la revolución
y amenazaba con reinstalar en el trono a los Borbones. La ima­
gen del déspota sangriento, del insaciable ambicioso, cedía re­
pentinamente su lugar a la del joven general revolucionario con
bufanda de lana que arrancó Tolón a los traidores contrarrevo­
lucionarios y rechazó la escuadra inglesa eon sus baterías; a la
imagen del amigo de Agustín Robespierre, al “ general. Vendi­
miarlo ” que en 1795 ametralló en las calles de París a los que
querían reponen a ios Borbones.
T he aquí que ahora, noviembre y diciembre de 1813, volvía
del extranjero en los furgones esa misma nobleza realista, mar­
chaban nuevamente contra Francia y contra París esos emigrados
traidores que soñaban con restablecer el antiguo régimen y re­
probaban todo lo hecho por la Revolución y lo poco —bueno o
malo— que conservara Napoleón de ella. T contra ellos se alzaba,
una vez más, el “ general V e n d im ia r lo e l “ pequeño caporal” ,
que sabía ser al mismo tiempo- camarada de sus soldados y jefe
adorado del ejército, aquel a quien los soldados amaban y en quien
'confiaban, pese a las catástrofes de los últimos 18 meses,
¿Qué hacer? ¿Sublevarse a espaldas de Napoleón y facilitar
así el avasallamiento de Francia por sus enemigos, ayudar a
restaurar a los Borbones?
La masa de trabajadores no se sublevó ni a fines de 1813 ni
a principios de 1814, a pesar de que jamás sufrió tanto como en
esa época y durante todo el reinado de Napoleón.
Otro era el estado de espíritu de la burguesía. La mayoría
de los industriales era partidaria de Napoleón porque sabía me­
jor que nadie lo que Inglaterra deseaba y esperaba, y lo difícil
que resultaría competir con los británicos en el mercado interior
y exterior si Napoleón era derrotado. E l comercio grande y chico,
los financistas y la Bolsa se quejaban desde hacía tiempo de la
imposibilidad de vivir y trab ajar en medio de guerras continuas
y bajo el reinado de lo arbitrario erigido en sistema. No se-pro­
nunciaban, generalmente, p-or un cambio de dinastía, pero se
acostumbraban a la idea de que una paz duradera era imposible
en Europa mientras reinara Napoleón. Impaciente, amargada,
deprimida e irritada, esta importante rama de la burguesía se
alejaba rápidamente de Napoleón.
n a p o l e ó n 323

E l espíritu opositar se abrió rápido camino entre la bur­


guesía culta, los profesionales, liberales, los trabajadores in­
telectuales. E ntre ellos era particularmente vivo el odio con­
tra el despotismo imperial que había suprimido toda prensa,
salvo cuatro órganos? oficiales, perseguido todo aquello que aún
de lejos evocara la filosofía humanista del siglo X V II f y des­
truido hasta la sombra de un orden 'constitucional. Esta parte
de la burguesía francesa alimentó sSempre la esperanza de que
el gobierno que Sucediera al de Napoleón, instaurara un régi­
men que permitiera la prensa política independiente y la libre
discusión; y cuando a fines de 1813 y comienzos de 1814 se vis­
lumbró la restauración de los Borbones, no demostró la repug­
nancia de los suburbios parisiensies y las masas campesinas to­
das, exceptuadas las de Vendée.
Los campesinos temían en particular los cambios políticos
que había de acarrear la invasión, ya que para la gran mayo­
ría los Borbones significaban la restauración del feudalismo y
el poderío señorial, y la privación de las tierras de la Iglesia
■que fueron compradas por- ellos y también de las confiscadas a
tas emigrados. Napoleón había despoblado las aldeas francesas con
í:us incesantes conscripciones, pero a pesar de eso lo preferían
al viejo orden feudal que los Borbones traerían consigo.
Quedaba el grupo pequeño pero influyente de la antigua
y nueva aristocracia. E ra indudable que hasta el sector de la
vieja aristocracia que servía a Napoleón estaba más próxima a
los Borbones que a él; y no todos los mariscales', condes, duques
y barones creados por el emperador y colmados de oro y de fa­
vores, no todos estos que constituían la nueva aristocracia, coin­
cidían en -sostener al déspota. Estaban simplemente cansados
■de la vida que debían llevar y deseaban gozar de sus inmen­
sos recursos como correspondía a auténticos aristócratas: vivir
cómodamente, rodeados de honores y relegar al pasado las ha­
zañas guerreras. “ Ya no queréis combatir sino pasearos por
P arís” , dijo irritado el emperador en 1813 a uno de sus ma­
riscales, que amargamente le respondió: “ Sí, Sire, i me he pa­
seado tan poco por París durante mi vida!” .
La vida de vivae bajo el fuego, en medio de perpetuos pe­
ligros y en azaroso y constante juego coa la muerte, les había
fatigado y agitado tanto que hasta los' más bravos y resisten-
■tes, como Ma-cdonald, Ney, Augereau, Sebastáani y Victur, has­
ta lo más fieles como Caulaincourt y Savary, comenzaban a
escuchar las insinuaciones de Talleyrand y Fouehé que desde
tiempo atrás preparaban la traición paciente, prudente y secre-
tamente.
Tales eran en Francia la situación y el estado de ánimo
cuando en noviembre de 1813 Napoleón volvió a París para
preparar las nuevas fuerzas que habían de contener la inva­
sión aliada, después que la campaña de primavera tan brillan­
temente iniciada terminó por el desastre de Leipzig' (días l(j
al 19 de octubre). “ Derrotaremos al abuelo F ran z” , decía el
pequeño rey de Roma, repitiendo con la seriedad de un niño
de tres años la frase que le enseñaba su padre que lo adoraba.
El emperador reía a carcajadas al oír las palabras que el niño
repetía como lorito .y sin comprender su significado; pero la
indecisión del abuelo Franz crecía a medida que los ejércitos
aliados se aproximaban a las orillas del Rin, y no sólo la sfuya
sino también la de su director espiritual e inspirador Metter-
nich.
Por cierto que no se trataba de los lazos familiares de Na­
poleón y del emperador Francisco sino de ciertas causas cuya
existencia forzaba a la diplomacia austríaca a no encarar el fin
querido de la guerra desde el mismo punto de vista de los in­
gleses, el zar y el rey de Prusia.
P ara Inglaterra, Napoleón era el enemigo más irreconci­
liable y peligroso que jamás tuviera en el curso de fíus 1.500
años de historia. Con Napoleón era imposible una paz estable
entre Francia e Inglaterra.
P ara Alejandro se trataba de quien le había insultado per­
sonalmente y del único monarca capaz dé restaurar Polonia en
la primera oportunidad. El zar no dudaba que de permanecer
Napoleón en el trono había de hallar medios militares y diplo­
máticos para asestar grandes golpes a sus adversarios.
Idénticos motivos inspiraban, aunque en mayor grado, al
rey de Prusia, Federico Guillermo I I I ; obligado por la fuer­
za a combatir contra Napoleón, estuvo muerto de miedo hasta
Leipzig. Hizo escenas a Alejandro, especialmente después de
las derrotas,; después de Liitzen, Bautzen y Dr esden I 1“ Ved­
me otra vez e n . el V ístu la!’ repetía desesperado. Ni Leipzig
le tranquilizó',.. Éste terror pánico y supersticioso que inspiraba
Napoleón era, ’entonces muy corriente. Parecía tan temible que
N A P O L E Ó N 325

aún después de Leipzig, perdidas todas su conquistas, con una


Francia extenuada y que empezaba a levantarse a sus espaldas,
aún entonces el rey de Prusia no podía imaginarse sin terror
que le tendría por vencido después de la guerra, cuando los alia­
dos hubieran partido.
Austria, por el contrario, no tenía tales motivos. Pero Ale­
jandro, Federico Guillermo e Inglaterra consideraban que si los
aliados dejaban a Napoleón en el trono, los sangrientos años
de 1812/13 habrían sido absolutamente inútiles. Metternich no
deseaba de ningún modo que Rusia quedara sin contrapeso en
Occidente; quería que Napoleón no fuera muy temible para
Austria en Europa, pero bastante molesto para Rusia como
aliado eventual de Viena. Y había otra razón: los espías de los
aliados' y de los Borbones que estudiaban la psicología de los
suburbios informaban que “ el vil populacho seguía a' Napo­
león” y que crecía el odio contra los intervencionistas y la idea de
restaurar a los Borbones. Parecíale a Metternich que Napoleón
era el único capaz de contener este amenazador movimiento re­
volucionario y desconfiaba de las ideas liberales y del movi­
miento nacional de aquellos elementos' alemanes que, como el
Tugeúbund, odiaban a Napoleón por sobre todas las cosas.
¿Qué ocurriría si los Borbones restaurados no contenían
al pueblo de los suburbios parisienses' y se extendía a Alema­
nia, terreno bien preparado, la revolución que estallara en P a­
rís? Metternich y Francisco I resolvieron tra ta r de nuevo con
Napoleón. Metternich podía presionar a los aliados con la ame­
naza de retirar a Austria de la coalición. Consiguió as'í que In ­
glaterra, Rusia y Prusia consintieran en hacer a Napoleón nue­
vas proposiciones de paz bajo las siguientes condiciones: re­
nunciaría a sus conquistas y term inaría la guerra; conserva­
ría a Francia casi con las mismas fronteras que en 1801, des­
pués de la paz de Lunéville.
Los monarcas aliados se encontraban en Francfort. Met­
ternich invitó a Sain-Aignan, el antiguo diplomático francés
que vivía entonces allí y, en presencia de lord Aberdeen, re­
presentante inglés, y de- su colega ruso Nesselrode, que decla­
ró hablar también en nombre del canciller prusiano Hárdeñ-
berg, se pidió al diplomático napoleónico que trasm itiera al em­
perador la oferta de paz de las potencias aliadas.
326 E . T A R L £

La paz de Lunéville coronó en 1801 una guerra victorio­


sa; quedaba pues a Napoleón la gran potencia de entonces
posterior a Marengo y Honhenlinden. Después de las terribles
catástrofes de 1812 y 1813 y ante la amenaza inmediata de una
invasión de Francia por los aliados, aquello resultaba una opor­
tunidad inesperada de salvarse al borde del abismo. E l empe­
rador seguiría siendo amo de una potencia de prim er orden.
Saint-Aignan llegó a París el 14 de noviembre de 1813,
Presa de latí más febril actividad: nuevo reclutamiento, pre­
paración de una nueva guerra, Napoleón no quiso decidirse de
inmediato. De mala gana y con reservas consintió, sin embar­
go, en entablar negociaciones mientras desplegaba mayores ener
gías en levantar un nuevo ejército.
“ Aguardad, aguardad —decía—, veréis dentro de poco
que mis «toldados y yo no hemos olvidado nuestro oficio. Nos
han vencido entre el Elba y el Rin, vencido al traicionarnos...
pero no habrá traidores entre el Rin y P a rís’’. Estas palabras
corrieron por Francia y Europa. Ninguno de los que conocían
a Napoleón creyó que resultarían las proposiciones de paz alia­
das. Diariamente revistaba nuevas' tropas y las dirigía hacia
el este, hacia el Rin. Se aproximaba el fin de la tragedia.
C a p ítu lo XV

CAMPAÑA DE FRANCIA Y PRIMERA ABDICACION


DE NAPOLEON
1814

Cuando en 1813 Napoleón luchaba contra Europa sólo se


apoyó en las armas; lo mismo hizo en 1814. Pero después de
Leipzig y en vísperas de la invasión de Francia, comprendió
la imposibilidad de conducirle como en julio y agosto de 1813,
cuando consciente y premeditadamente desbarató las negocia­
ciones de Praga. Se le dejaba entonces Francia y todas sus con­
quistas, salvo Iliria, las ciudades del Hans'a y algunos lugares
de Alemania; y excepción hecha del protectorado sobre la Con­
federación del Rin, conservaba todos sus títulos y derechos.
Las proposiciones actuales eran indudablemente peores.
Pero Napoleón sabía que los campesinos y los obreros, la bur­
guesía industrial y comercial, toda la numerosa burocracia
que él creara y —lo que era más importante— la flor y nata
del ejército, incluidos los mariscales: en una palabra, el pue­
blo entero, estaba, salvo raras excepciones, cansado de la gue­
rra y ávido de paz. Sin rechazar las condiciones que por inter­
medio de Saint-Aignan le llegaron de Francfort el 15 de' no­
viembre, Napoleón dilató dos meses el asunto por divers'os me­
dios, aunque parecía querer la paz. No sin razón esperaba que
los aliados violaran sus propias condiciones para que la respon­
sabilidad por la reanudación de la guerra recayera sobre ellos.
Comprendía que Austria era la única potencia antagónica que
deseaba ver perpetuarse su reinado y que Inglaterra en p arti­
cular no estaría satisfecha mientras Napoleón retuviera Am-
beres que, según el tratado de Francfort, continuaba forman­
do parte del imperio francés junto con toda Bélgica. No po­
día ignorar que si demoraba las cosas aumentaba las probabi-
328 E . T A R L É

lidades de que lord Castlereagh, ministro del Foreign Office,


renunciara a las condiciones aceptadas' en Francfort por el re­
presentante inglés lord Aberdeen, bajo la presión de Metteraich.
Pero mientras se esperaba era necesario aparentar que él,
Napoleón, no se oponía en absoluto a las negociaciones de paz
y que si activaba el reclutamiento era sólo para s'ostener sus
pacíficas intenciones. El 15 de noviembre de 1813 oyeron los
senadores el discurso del trono. “ Por mi parte, nada se opo­
ne al restablecimiento de la paz; conozco y comparto todos los
sentimientos' de los franceses, y digo de los franceses porque
no hay entre ellos ninguno que quisiera la paz a costa del ho­
nor. Me duele pedir al pueblo generoso nuevos sacrificios, pe­
ro lo ordenan así sus más caros y nobles intereses. He debido
reforzar mis ejércitos con numerosas levas: las naciones no ne­
gocian seguras si no despliegan todas sus fuerzas. ”
E ra evidente que no quería la paz. “ Que ellas (las ge­
neraciones futuras) no digan de nosotros: sacrificaron los ma­
yores intereses del país, aceptaron las leyes que durante cua­
tro siglos trató en vano Inglaterra de imponer a F ran cia” .
Así terminó este discurso del trono eon que contestó las
ofertas de las potencias.
110 .0 0 0 reclutas se llamaron en diciembre de 1813; un nue­
vo reclutamiento se organizaba. Napoleón despachó senadores
a todos los rincones de Francia con la misión de infundir más
energía a las autoridades locales encargadas del reclutamiento
y de percibir los impuestos ordinarios y extraordinarios que re­
quería el mantenimiento del ejército.
En enero de 1814 &*e supo que los ejércitos enemigos ha­
bían franqueado el Ein e invadían Alsacia y el Franco Con­
dado; que al sur, Wellington llegaba d e 1 España a través de
los Pirineos. “ No temo confesarlo: he guerreado demasiado
—dijo Napoleón a los senadores enviados a las provincias—•;
tenía inmensos proyectos, quería asegurar a Francia el im­
perio del mundo. Me he equivocado: esos proyectos no guarda­
ban proporción con la fuerza numérica de nuestra población.
Hubiera sido preciso llamarla toda bajo banderas y reconozco
que ni los progresos del estado social ni el endulzamiento de
las costumbres permiten convertir ima nación entera en un pue­
blo de soldados” ,
N A P O L E Ó N 329

Si durante el reinado de Napoleón no hubieran olvidado


el arte de hablar, los senadores habrían podido contestarle que
era demasiado modesto porque precisamente eso había ocurri­
do: que toda la nación, salvo los ancianos, mujeres y niños, ha­
bía sido transformada en soldados: “ Debo expiar la culpa de
haber confiado en mi suerte y la expiaré. . . soy yo quien
se ha equivocado —continuó el emperador—. Soy yo y no F ran ­
cia quien debe sufrir; ella no ha cometido errores, me ha
prodigado su sangre, no rae ha rehusado ningún sacr'ificxo,,.
Le parecía un ■sacrificio personal concluir la paz. “ En cuan­
to a mí, no me reservo más que el honor de mostrar el difícil
valor de renunci-ar a la mayor ambición que hubo jamás y sa­
crificar a la felicidad del pueblo miras de grandeza que sólo
podrían cumplirse mediante esfuerzos que ya no puedo pedir” .
Pocas veces habló Napoleón con tanta franqueza como en
esta circunstancia. Pero confiaba poco en los senadores a quie­
nes consideraba los esclavos de hoy y los traidores de mañana.
No dudaba de la felonía de Talleyrand y sin embargo no le hizo
fusilar como el viejo diplomático temía; hasta le propuso, en
enero de 1814, que acompañara a Caulaincourt para las negocia­
ciones y lo amenazó con el puño cuando se negó.
No confiaba más que en Fouché. En ese momento ya no
creía en nadie y guardaba su confianza para los soldados, no los
jóvenes conscriptos arrancados a sus familias los dos años ú lti­
mos, sino los pocos viejos veteranos que quedaban y a quienes
hizo venir urgentemente de España, Holanda e Italia. Quería
combates, no conversaciones diplomáticas.
Habían transcurrido dos meses desde la entrada de los
aliados en Francia y fueron dos meses de prórrogas en los que
pudieron convencerse de la inmensa fatiga del país y de la pro­
porción asumida por las deserciones; propusieron entonces a Na­
poleón las antiguas fronteras de 1790, es decir, F rancia-sin
Bélgica, Holanda, S aboya y la ribera derecha del Rin conquis­
tada en tiempos de la Revolución, menos aún que lo ofrecido en
noviembre de 1813. P ara esta nueva paz estaban todos de acuerdo,
hasta el mismo lord Castlereagh, personalmente llegado al cuar­
tel general aliado.
E l 5 de febrero de 1814 se reunió en Chatillon el Congreso
de la Paz mientras los combates arreciaban. Se sobreentiende qué
no dio ningún resultado, ‘ ‘Estoy tan afectado por el infame
330 E . T A R L S

proyecto que me enviáis que me creo deshonrado por haberme


puesto en situación de que se os propusiera —escribió Napoleón
a Caulaincourt, su representante en el Congreso, quien le anun­
ciaba que era la última esperanza de conservar el trono imperial
y evitar la restauración de los Borbones querida por los aliados—.
Habláis continuamente de los Borbones: preferiría verlos en
Francia eon condiciones razonables a aceptar las infames propo­
siciones que me enviáis’\
El Congreso se separó, visto su fracaso: la guerra decidiría.
Se estaba ya en medio de la desesperada lucha de Napoleón con­
tra los aliados.
■ El 25 de febrero de 1814, Napoleón se despidió de su mujer
y de su hijo, a quienes no debía volver a ver, y abandonó París
para unirse al ejército.
La instrucción de los nuevos reclutas no había terminado,
la conscripción continuaba. El emperador y sus mariscales sólo
disponían de 47.000 hombres listos para combatir, mientras que
los aliados poseían casi 230.000 hombres y un número igual co­
rría en su ayuda por distintos caminos; casi todos los mariscales,
incluso Ney, estaban abatidos; sólo el emperador conservaba el
ánimo y quería comunicarles su energía. Los testigos dicen que
estaba alegre y como rejuvenecido.
E l 26 de enero, día siguiente al de su llegada a Vitry, Na-
Doleón concentró todas sus fuerzas y expulsó a Blücher de Saint-
Dizier. Y de allí, mientras vigilaba el cuerpo de Blücher, lanzó
sus fuerzas contra este último y contra los rusos de Osten-Sacken.
El 31 de enero obtuvo en Brienne, después de tenaz lucha, una
nueva victoria que levantó extraordinariamente la moral de los
soldados.
Inmediatamente después de su derrota, Blücher se precipitó
hacia Bar-sur-Aube donde estaban concentradas las principales
fuerzas de Schwartzenberg. Entre Chaumont y Bar-sur-Aube dis­
ponían los aliados de 1 -22.000 hombres.
E n ese momento Napoleón no contaba con más de 30 mil
hombres; decidió, sin embargo, no retroceder y aceptar el com­
bate. La batalla de La Rothiére empezó el l 9 de febrero, muy tem­
prano y duró hasta las 10; terminada, Napoleón atravesó el Aube
sin ser perseguido y llegó a Troyes el 3 de febrero. ,
Tan grande fue la hazaña de Napoleón al defenderse contra
fuerzas tres o cuatro veces superiores a las suyas, que la batalla
N A P O L E Ó N 331

de La Rothiére pareció a los franceses casi una victoria. La si­


tuación seguía no obstante siendo extremadamente peligrosa: el
emperador recibía pocos refuerzos y le llegaban muy lentamente.
Ney, Macdonald, Berthier y Marmont creían que sólo las nego­
ciaciones de paz podían salvar el trono imperial, y los mariscales
se sintieron abatidos cuando pareció fracasar el Congreso de
Chatillon.
La energía de Napoleón aumentaba con el peligro. Desde
18.1,2 observaban sus mariscales una especia de fatiga, algo así
como el debilitamiento de su genio militar. Pero en febrero y en
marzo de 1814 no podían dar crédito a sus ojos: frente a ellos
estaba el general Bonaparte, el héroe juvenil de Italia y Egipto
como si no hubieran pasado por él quince años de reinado, de
guerras sangrientas y de autocrática administración de un im­
perio inmenso y de la Europa avasallada. Sostenía la moral de
jefes y soldados y tranquilizaba a los ministros que quedaron en
París.
El 10 de febrero, después de algunas marchas rápidas, Na­
poleón atacó y deshizo las tropas de Olsufiev estacionadas cerca
de Champaubert. Hubo más de 1.500 rusos muertos y casi 3.000
prisioneros, Olsufiev entre ellos; el resto huyó. Napoleón dijo esa
noche a los que le rodeaban: “ Si mañana soy tan afortunado
como hoy, en quince días habré llevado al enemigo al Rin, y del
Rin al Vístula no hay más que un paso ” . 1
Al día siguiente se reintegró a Montmirail donde se hallaban
rusos y prusianos; la batalla tuvo lugar el 1 1 de febrero y fue
una nueva y brillante victoria napoleónica. Las bajas de Napoleón
no llegaron al m illar; los aliados perdieron 8.000 de los 20.000
hombres que tenían y abandonaron el campo de batalla con pre­
cipitación. El emperador marchó de inmediato sobre Chateau-
Tierry donde se encontraban cerca de 18.000 prusianos y unos
diez mil rusos. “ Es preciso retomar las botas y la resolución del
93” . dijo Napoleón. 2
Desde el punto de vista del arte estratégico del emperador,
la campaña de 1814 es considerada por los críticos militares co­
mo una de las más notables de la epopeya napoleónica.
\
1 T h i e r s : Histoire du Consulat et de VEmpire. Bruselas ( 1 8 4 5 ),
XVII. 201.
2 SéGTJS.: Mémoires, III, 178.
332 E . T A R L É

Un triunfo francés coronó el 12 de febrero la batalla de


Cbateau-Tierry. Si el mariscal Macdonald no se hubiese retrasa-
do y ejecutado una falsa maniobra, el enemigo hubiera quedado
aniquilado por completo.
E l 13 de febrero, Blücher batió y rechazó a M armont; pero
al día siguiente corrió Napoleón en ayuda de su mariscal y de­
rrotó en Vauchamp a Blücher, que perdió casi 9.000 hombres. Na­
poleón había recibido refuerzos mientras los aliados sufrían una
serie de derrotas; su situación seguía, no obstante siendo crítica,
por la gran superioridad de las fuerzas aliadas. Pero estas diarias
e inesperadas victorias desorientaron de tal modo a los aliados
que Schwartzenberg envió su ayuda de campo a las líneas napo­
leónicas con un pedido de armisticio. Fueron las victorias fran­
cesas en Mormant y Villeneuve las que forzaron a los aliados a
dar este paso inesperado. Napoleón rechazó la entrevista personal
con el enviado de Schwartzenberg, conde P arr, y aceptó la carta
del generalísimo, pero difirió la respuesta. “ He tomado entre
30.000 y 40.000 prisioneros, 200 cañones y numerosos generales ” , 1
escribía Caulaincourt, declarándose dispuesto a hacer la paz
siempre que Francia conservara sus “ fronteras naturales” (Rin,
Alpes, Pirineos). Rechazó el armisticio.
En la nueva batalla librada el 11 de febrero cerca de Mon*
tereau los aliados fueron rechazados perdiendo 3.000 hombres,
entre muertos y heridos, y 4.000 más que le fueron tomados
prisioneros.
Los observadores y autores de memorias, aun enemigos, coin­
ciden en que Napoleón se excedió a sí mismo en esta desesperada
campaña de 1814. Pero le faltaban soldados y sus mariscales,
Víctor y Augereau entre ellos, cometieron una serie de errores
porque estaban ya en el límite de sus fuerzas e impidieron que
Napoleón explotara -completamente sus brillantes éxitos. Irritado
contra ellos, Napoleón les hacía reproches y los estimulaba:
“ ¡Qué pobre razón me dais, Augereau! He destruido 80.000
enemigos con batallones de conscriptos sin cartucheras y apenas
vestidos... Si os pesan vuestros sesenta años, abandonadlo (el
comando) ” . 2

i T h ie r s: Htstoire du Consuíat et de VEmpire. Bruselas ( 1 8 4 5 ) ,


XVIII, 226.
® S ¿ o v r : MémóiréSj"III, 178,
n a p o l e ó n 333

“ E l emperador se negaba a comprender que todos sus sub­


ordinados no eran Napoleones” , dijo más tarde uno de sus ge­
nerales.
Sehwartzenberg reunió un consejo de guerra; se requirió la
opinión del zar, del rey de Prusia, del emperador de Austria,
y se decidió volver a proponer un armisticio a Napoleón. Se le
envió esta vez al principe de Lichtenstein, uno de los mayores
y más influyentes aristócratas austríacos. E ra evidente que los
aliados estaban seriamente inquietos y que muchos de ellos de­
seaban term inar cuanto antes mediante una transacción.
Napoleón no se rehusó esta vez a recibir al mensajero.
E l tono de Lichtenstein era muy conciliador, al asegurar a
Napoleón que los aliados deseaban verdaderamente la paz y no
intentaban restaurar a los Borbones; pero la entrevista no re­
sultó. E n el apogeo de sus estrepitosos triunfos, con casi medio
ejército enemigo (80.000 sobre 200.000 hombres) destruido —se­
gún creía entonces—, contaba con la perfección de su arte para
seguir venciendo a los adversarios más poderosos.
Tiempo hacía que Talleyrand y los otros mantenían cons­
tantes y secretas relaciones con los aliados y preparaban el re­
torno de los Borbones. Los aliados observaron una cierta reserva
a este respecto y hasta los más irreconciliables, como Alejandro,
se hubieran conformado con el advenimiento del rey de Roma
(entonces de 3 años de edad) eon tal de que Napoleón abdicara.
Pero después de las inesperadas victorias de febrero dejó de ha­
blarse de una abdicación del emperador.
El barón de Gouhaux, viejo aristócrata francés, nativo de
Troyes, presentó al zar Alejandro I un petitorio en el que soli­
citaba se ayudara a los Borbones. Alejandro respondió que los
aliados nada habían decidido respecto al reemplazo de una di­
nastía por otra y desaconsejó gestiones tan peligrosas.
Pocos días después Napoleón entró en Troyes; detenido Gou-
haux, se le llevó ante un consejo de guerra y fue fusilado.
Alejandro manifestó entonces su estrañeza de que los cam­
pesinos no hubieran dado en ningún lugar muestras de querer
desembarazarse de Napoleón. Todo lo contrario: en los Vosgos,
en Lorena y en el Ju ra comenzaban hasta a atacar las retaguar­
dias aliadas y odiaban visiblemente al invasor,. Influía en tales
sentimientos la protesta contra el pillaje de rusos y prusianos (de
los austríacos había menos quejas) y el temor de que los aliados
334 E . T A R L É

restauraran los Borbones y el antiguo régimen, cosa que Napoleón


había comprendido rápidamente. “ Es necesario combatir eon la
decieión de 1793” , escribió a los mariscales.
Mientras tanto y a pesar de todas su* derrotas, los aliados no
se habían descorazonado: eran demasiados los intereses en juego.
Les inquietaban las extraordinarias 1 victorias napoleónicas (en lu­
gar de las derrotas que esperaban) y los llevaban a preguntarse
qué sucedería si este hombre, por¡ todos considerado como el primer
capitán de la historia universal, permanecía en el trono, descan­
saba y recobraba fuerzas. ¿Quién podría vencerlo dentro de uno
o dos años?
A comienzos de marzo el emperador contaba ya con 75.000
hombres; empleó 40.000 contra Schwartzenberg, que se replegó,
y el resto lo lanzó contra Blücher que escapó de un gran peligro
gracias al error del gobernador de Soissons, que rindió la ciudad.
A pesar de haberes librado por poco de caer prisionero, Blü­
cher no evitó la b atalla; Napoleón lo alcanzó el 7 de marzo cerca
de Craonne y lo venció. Después de su frir terribles pérdidas hu­
yó hacia Laón y fueron vanos los esfuerzos que hizo Napoleón
para arrojarlo de sus posiciones (9-10* de marzo). Si bien no logró
aniquilarlo como deseaba, por lo menos se desembarazó de él
por algún tiempo. Pero mientras esto ocurría, Oudinot y Mac"-
donald —encargados de vigilar a Schwartzenberg con 40.000 sol­
dados— fueron rechazados en los alrededores de Provins.
Los representantes de las potencias concluyeron en Chau-
mont (9 de marzo) un nuevo acuerdo por el que se comprometían;
1 *?) a exigir de. Napoleón que restableciera las fronteras france­
sas anteriores a 1792 y liberara completamente Holanda, Italia,
España, Suiza y todos los Estados alemanes; se obligaban tam­
bién a no deponer las armas hasta lograrlo; 2?) con ese fin Rusia,
Prusia y Austria proporcionarían 150.000 hombres cada una y
Gran Bretaña daría a los aliados, a p artir de ese momento, un
subsidio anual de 5.000.000 de libras esterlinas.
Los aliados no sabían ni aproximadamente cuándo y dónde
conseguirían quebrantar la formidable resistencia de Napoleón,
cuya actitud frente a las fronteras q;ue se le proponían seguía
siendo la misma.
Sus mariscales sufrían derrota tras derrota. Al sur, We-
llington y sus ingleses marchaban sobre Burdeos después de
N A P O L E Ó N 335

haber rechazado a Soult y a Suchet, éxitos que aprovechó


Sehwartzenberg contra Maedonald y Oudinot.
Sin descansar, ni dar un respiro a su ejército después de la
batalla de Laon, Napoleón cayó sobre una partida rusoprusiana
de unos 15.000 hombres que había entrado en Beims comandada
por el general ruso conde de Saint-Prix, emigrado francés de la
Revolución. La batalla de Reims terminó (13 de marzo) con el
exterminio de los tropas aliadas y la muerte de Saint-Prix.
Pero nada podían modificar esas victorias puesto- que los
aliados seguían resueltos a no ceder ni un punto en sus condicio­
nes y Napoleón se negaba con igual obstinación a aceptarlas:
era preferible, pensaba, perder todo, incluso el trono, antes de
reducir el imperio a sus antiguos límites.
Las negociaciones de Chatillon terminaron cuando por or­
den de Napoleón, Caulaincourt declaró a los representantes de
Inglaterra, Rusia, Prusia y Austria, que el emperador rechazaba
definitivamente sus proposiciones y exigía que el imperio com­
prendiera como antaño la orilla derecha del Rin, Colonia y Ma­
genta, Amberes y Flandes, Saboya y Niza.
El 17 de marzo Alejandro recibió al conde de Vitrolles, agente
de los Borbones y emisario de Talleyrand, que había conseguido
llegar desde Paras hasta las avanzadas rusas atravesando las lí­
neas napoleónicas.
La noticia que traía era que, según Talleyrand, los aliados
debían apresurarse no a buscar un encuentro con Napoleón sino
a marchar sobre París donde se les esperaba. Una vez allí podía
destronarse al emperador y restaurar a los Borbones en la per­
sona de Luis X V III.
P ara gran sorpresa de Vitrolles, Alejandro, a pesar de de­
sear la caída de Napoleón, creía que los aliados no debían ocu­
parse de la sucesión; y él, zar de Rusia, se hubiera ¡contentado,
por ejemplo, con una nueva república. “ ¡Adonde hemos lle­
gado, oh Dios!” , gritaba el agente de los Borbones al describir
la entrevista. ' 1 ; íiM ¡ i '
Todo hace creer que Alejandro estaba fuertemente impre­
sionado eon la noticia de que la guerra empezaba a transformarse
en una guerra de defensa de la Francia posrevolucionaria
contra los invasores extranjeros. Y como comprendía hasta qué
punto se afirmaba así la posición del siempre temible y victorioso
emperador, Alejandro quería poner a Francia en general y al
336 £ . T Á R h É

“ vil populachoJ} de París en particular, frente al dilema: “ Na­


poleón o la República” , en vez del otro: “ Napoleón o los Bor­
bones” . E ra un fino cálculo táctico que no cabía en la estrecha
cabeza del legitimista Vitrolles, lo que explica su estupor ante el
republicanismo francés del autócrata ruso.
Alejandro había estado siempre convencido de que los Bor­
bones con todos sus Vitrolles no comprendían nada absolutamente
de la psicología francesa; pero tomó nota del consejo de Talley­
rand traído por Vitrolles junto con un billete no firmado y lleno
de faltas de ortografía hechas de intento. Arriesgando la cabeza
—porque Vitrolles podía ser detenido en el camino por la policía
napoleónica, y también a causa de la nota que hubiera denun­
ciado al autor a pesar de la letra cambiada y las faltas grama­
ticales—, Talleyrand aconsejaba a Alejandro y a los aliados que
marcharan de inmediato sobre París aunque a sus flancos y a su
espalda quedara Napoleón aún no vencido. Traidor prudente,
Talleyrand no amaba el peligro, pero conocía muy bien la con­
fusión y la incertidumbre que reinaban en París, en las provin­
cias y en el ejército.
La batalla de Arcis-sur-Aube tuvo lugar el 20 de marzo en­
tre Napoleón, que tenía entonces casi 30.000 hombres, y Schwart­
zenberg, qiue mandaba 40.000 al principio y 90 mil al final. El
combate no fué decisivo aunque después de rechazar al enemigo
en muchos puntos Napoleón se consideraba vencedor; pero no
pudo aplastar a Schwartzenberg ni perseguirlo, y hubo de re­
cruzar el Aube y hacer saltar los puentes. Perdió cerca de 3.000
hombres y los aliados casi 9.000.
Los aliados temían la guerra que había de hacerles el pueblo,
el levantamiento en masa a estilo de los tiempos heroicos de la
Revolución que había salvado a Francia de la intervención y
la restauración.
Alejandro, Federico Guillermo, Francisco, Schwartzenberg y
Metternich se hubieran tranquilizado de haber conocido la con­
versación de Napoleón y el general Sebastiani la noche de la ba­
talla de Arcis-sur-Aube: “ Y bien, general: ¿qué decís de lo
que veis?” . “ Digo que V. M. tiene sin duda -recursos que no
conocemos ’\ “ Los que tenéis ante los ojos y nada más” . “ Pe­
ro, ¿cómo entonces no piensa V. M. en levantar la nación?”
“ Quimeras, quimeras surgidas del recuerdo de España y la
Revolución Francesa. ¡Levantar la nación en el país donde la
N A P O L E Ó N 33?

Revolución.ha destituido nobles y sacerdotes y yo mismo he des­


truido la Revolución!’ ’ 1
Napoleón lo entendía perfectamente bien. E l emperador que
había aniquilado todo recuerdo de la Revolución y hasta el menor
signo del espíritu revolucionario, no pudo ni quiso ayudarse en
Moscú con fuña revuelta a lo Pugatchev, a pesar de que compren­
día que era el único medio de salvar el Gran Ejército, y hoy que
luchaba desesperadamente par salvar a P arís tampoco hubiera
podido —de quererlo— llamar en su auxilio a la Revolución
Francesa que durante tanto tiempo y; con tanto éxito, pisoteó
y sofocó.
Esta conversación con Sebastian! fue tres días anterior a la
de Alejandro y Vitrolles. Napoleón consideraba quimérico un le­
vantamiento en masa análogo al que en 1792 fue seguido por
la proclamación de la República, y Alejandro, su enemigo irre­
conciliable, quería librarle de todo apoyo, lanzando precisamen­
te la idea de una nueva república.
Después de la batalla de Arcis-sur-Aube, Napoleón decidió
caer sobre la retaguardia enemiga y cortar sus comunicaciones
eon el R in ; pero ya los aliados habían resuelto marchar derecho
sobre París. Cartas de María Luisa y de Savary a Napoleón
interceptadas por los cosacos habían persuadido a Alejandro de
que el estado de ánimo de París era tal que no debía temerse una
resistencia popular, y que la entrada de los aliados en la capital
decidiría inmediatamente la guerra y precipitaría la caída de Na­
poleón.
Los aliados tomaron esta decisión definitiva influidos por
Pozzo di Borgo, corso de nacimiento, enemigo mortal de Napoleón
y por consiguiente amigo y consejero de Alejandro. Cuando des­
pués de la batalla de Arcis-sur-Aube se supo que Napoleón tra ­
taba de destruir las retaguardias aliadas, Pozzo di Borgo de­
claró: “ El fin que esta guerra persigue está en París. Mientras
se trate de combatir corréis el peligro de que os venzan porque
•Napoleón lo hará siempre mejor que vosotros, y porque su ejér­
cito, sostenido por el sentimiento del honor, se hará matar a su
lado hasta el último hombre, aunque esté descontento. Bu poder
'militar es aún muy grande, por arrumado que éste, y su genio

1 T h ie r s : Histoire du Consultó et de VEmpire, Bruselas ( 1 8 4 5 ),


XVIII, 99-100.
338 £ . T A R L É

abatido sobrepasa al vuestro; es su poderío político el que está


destruido. Los tiempos han cambiado y no se acepta hoy el des­
potismo m ilitar que pareció benéfico inmediatamete después de la
Revolución, antes de que sus resultados lo condenaran. . . Es po­
lítica y no militarmente que debe tratarse de term inar la guerra
'y por lo tanto, apresuraos a aprovechar la primera rendija que
se abra entre los ejércitos beligerantes, id a tocar a París con el
dedo, con el dedo solamente, y el -coloso caerá: Le habréis roto
la espada qne podéis arrancarle.” 2
Pozzo di Borg'o estaba ¡conven cido de que el país había olvi­
dado completamente a los Borbones y así se lo dijo a los aliados
que, por otra parte, ya lo sabían; estuvieron de acuerdo en con­
siderarlos como “ posibles” después de la caída de Napoleón. Ale­
jandro no creía necesario hablar de la República desde que veía
que podía terminarse eon Napoleón sin insistir en ese desagrada­
ble tema. Se decidió a aprovechar el alejamiento del emperador
para marchar, directamente hacia París, contando eon que la trai­
ción entregaría la capital antes de que pudiera reaparecer.
Sólo 25.000 hombres al mando de los mariscales Marmont y
Mortier y los generales Pactot y Ammé, defendían el camino; la
batalla de Fére-Champenoise (25 de marzo), victoria aliada, los
rechazó hacia París, en 'cuya dirección se aproximaba un ejército
aliado de 100.000 hombres.
E l 29 de marzo la emperatriz María Luisa abandonó la capi­
tal con el pequeño rey de Roma y se dirigió hacia Blois. Para
defender a P arís no había más que 40.000 hombres. Reinaba el
pánico en la capital, y perdido su valor por la ausencia de Na­
poleón, hasta las tropas estaban deprimidas. Alejandro no quería
derram ar sangre en París y desempeñaba generalmente el papel
de conquistador magnánimo. “ Estoy plenamente convencido de
que París no podrá resistir, privado como está de sus defensores y
de su gran jefe” , dijo a M. F. Orlov al autorizarle para hacer
cesar la batalla apenas pudiera esperarse la rendición de la capital.
El combate fue encarnizado y duró muchas horas; los alia­
dos perdieron 9.000 hombres, 6.000 de los cuales eran rusos. Pero
Marmont capituló a las 5 de la tarde del 30 de marzo, influido
por Talleyrand y temeroso de la derrota.

i T h íe r s : H istoire du C onsulat et de VEm pire. Bruselas (1845),


XVIII, 108.
N A P O L E Ó N 339

Bn medio de las batallas que libraba entre Saint-Dizier y


Bar-sur-Au.be se enteró Napoleón (27 de marzo) de este inespe­
rado movimiento aliado hacia París. “ Es una jugada perfecta
y jamás hubiera creído a un general de los aliados capaz de ha­
cerla” , dijo cuando lo supo, con elogio que revelaba ante todo
al estratega.
De inmediato se dirigió con su ejército ha.eia París, cuya ca­
pitulación supo la noche del 30 de marzo, en Fontainebleau.
Rebosaba como siempre energía y firmeza; pero después de
este golpe quedó un cuarto de hora silencioso, antes de comenzar
a comunicar su nuevo plan a Caulaincourt y a los generales.
Caulaincourt irla a París y en nombre de Napoleón ofrecería la
.paz a los aliados bajo las condiciones de Chatillon. Con distintos
pretextos emplearla tres días en hacer el viaje de ida y vuelta, y
Napoleón los aprovecharía para hacer venir sus tropas desde
Saint-Dizier. Entonces los aliados serían arrojados de París.
Caulaincourt sugirió a Napoleón que transform ara esa es­
tratagema en una verdadera oferta de paz en las condiciones de
Chatillón, idea que el emperador rechazó. “ No, no” , gritó,
agregando que se había vacilado demasiado tiempo, que todo lo
terminaría la espada, y que debía cesarse de humillarlo.
Caulaincourt se trasladó entonces a París y Napoleón se en­
tregó de lleno a preparar febrilmente la batalla a librarse. Con­
sideraba de importancia que durante esos tres o cuatro días los
aliados no tomaran ninguna medida política capaz de turbar los
espíritus vacilantes y a ese fin había imaginado la comedia de
las negociaciones.
Pero el peligro no podía ya conjurarse; los realistas acogían
con manifestaciones de alegría la entrada de los monarcas alia­
dos en París, la burguesía permanecía apática y sumisa, y la po­
blación obrera de los suburbios, bien que sordamente irritada, se
abstenía de demostraciones, todo lo cual indicaba que 1a. capital
aceptaría el gobierno que se le impusiera.
En los críticos momentos de 1814, Napoleón prohibió dar a r­
mas a los obreros: ¿ qué podían hacer entonces aun cuando hubie­
ran querido resistir?
Los soberanos aliados lanzaron una proclama en la que decla­
raban que no entrarían en tratos con Napoleón, pero reconocerían
el gobierno y la constitución social que la nación francesa se diera,
lo que hacía fracasar las negociaciones de Caulaincourt. Alejandro
le declaró directamente que Francia estaba cansada de Napoleón
y ya no le quería, y Schwartzenberg recordó con amargura q^e
durante 18 años había conmovido el mundo y que con él no era
posible la tranquilidad. Continuamente le habían ofrecido la paz
dejándole un imperio, pero no quiso hacer ninguna concesión y
ahora ya era demasiado tarde.
Al hablar así Schwartzenberg ignoraba que Napoleón tampo.
co entonces intentaba ceder y que sólo había enviado a Caulain,
court para ganar los tres días que precisaba el ejército para lle­
gar a Fontainebleau.
Cuando Caulaincourt regresó de París a Fontainebleau la
situación era ésta: el ejército se 'concentraba alrededor del em­
perador, que contaba tener 70.000 hombres el 5 de abril y mar­
char eon ellos hacia la capital.
La mañana del 4, Napoleón revistó el ejército. “ Soldados
—dijo— ; el enemigo se nos ha adelantado tres días y se ha apo­
derada de P a rís ; es preciso arrojarlo de allí. Franceses indignos,
emigrados que en otra época tuvimos la debilidad de perdonar,
han hecho causa común eon Inglaterra y lucen la escarapela blan­
ca. j Cobardes! Recibirán su merecido por, este nuevo atentado.
Juremos vencer o morir, y vengar el ultraje hecho a la patria y
a nuestras arm as” . “ ¡Lo juram os ! ” , 1 gritaron todos. Pero
otro fue el estado de ánimo que halló en el palacio de Fontaine-
bleau al en trar después de la revista. Afligidos y silenciosos esta­
ban ante él sus mariscales: Oudinot, Ney, Macdonald, Berthier,
el duque de Bassano, y ninguno osaba decir una palabra. Cuando
Napoleón les invitó a explicarse, dijeron que no esperaban ya la
victoria y que todo P arís temblaba ante la sola idea de un ataque
del emperador que entrañaría la pérdida de la población y de la
capital ya que los aliados habrían de incendiar P arís para vengar
Moscú y peleas entre las m inas sería difícil para los soldados.
“ Retiraos —dijo Napoleón—, os llamaré y os comunicaré mi
decisión” . Quedó con Caulaincourt, Berthier y el duque de Bas­
sano, a quienes se quejó encolerizado de las vacilaciones y el terror
de los mariscales y de su falta de abnegación p ara eon él. Trans­
currieron algunos minutos y después declaró a los mariscales que
renunciaba, al tronó en beneficio de su hijo, el pequeño rey de

1 B o u r r ie n n e : Mémotres sur N a p o l é o n . París, L a v o c a t, 3* ed.


( 1 9 3 1 ) , X . 64.
N A P O L E Ó N 341

goma, ba.jo la regencia de María Luisa: si los aliados aceptaban


estas condiciones la guerra había terminado. Con estas proposi­
tes envió a Caulaincourt a París, e inmediatamente después de
haber hablado leyó un documento que acababa de redactar y de­
cía así: “ Puesto que las potencias aliadas han declarado que
el emperador Napoleón es el único obstáculo que se opone al
restablecimiento de la paz europea, fiel a sus juramentos declara
el emperador Napoleón que está listo para descender del trono,
abandonar Francia y hasta la vida por el bien de la patria, in­
separable de los derechos de su hijo, de los de la regencia de la
emperatriz y del mantenimiento de las leyes del imperio ” . 1
Los mariscales lo aprobaron calurosamente. Antes de firmar,
con la pluma en la mano, dijo repentinamente el emperador:
(‘¡A h ! creedme: ¡marchemos mañana de mañana y aún los ven­
ceremos!” Pero los mariscales guardaron silencio: ninguno apoyó
esas palabras. Napoleón firmó y entregó el documento a una di­
putación compuesta por Caulaincourt, Ney y Macdonald, que
partió hacia París.
Numerosos acontecimientos hubo mientras tanto en dicha
ciudad. Talleyrand reunió lo más rápidamente posible a aquellos
senadores de que estaba seguro y les hizo votar la caducidad de
los Bonaparte y el llamado a los Borbones. Particularm ente gra­
ve fue la traición de Marmont; se replegó hacia Versalles con el
euerpo de ejército bajo su mando, pasándose así a Talleyrand
que de acuerdo con el deseo de los aliados le nombró “ gobierno
provisional” .
Alejandro, que, como el emperador de Austria, no hubiera
protestado mucho por el advenimiento del “ Napoleón I I ” de tres
años, vaciló al principio; pero los realistas que rodeaban a los
monarcas aliados insistieron para que se rechazara la proposición
de Napoleón y fue precisamente en este momento de las vacila­
ciones que se produjo la traición de Marmont.
E l ataqnie de Napoleón contra París era imposible ahora que
le faltaban sus fuerzas principales y en consecuencia los aliados
decidieron no aceptar la combinación propuesta y devolver el
trono a los Borbones. “ Persuadid a vuestro soberano de la ne­
cesidad de someterse al destino” , dijo Alejandro a Caulaincourt

* Correspondance, X X V II, 4 1 8 ,
342 E. T A R L É

al separarse. “ Se hará todo lo que sea posible por su honor”


agregó. Y una vez más le llamó “ gran hombre” . ’
Antes de la partida de Caulaincourt, los aliados le pidieron
que insistiera con el emperador para decidirlo a renunciar al
trono sin poner condiciones. Se prometió conservarle su título v
se le daba la isla de Elba en entera propiedad, insistiéndose en
que la abdicación fuera firmada sin tardanza. Los aliados, los
realistas y el príncipe Talleyrand —ya abiertamente de su par.
te— temían una guerra civil y a 1a. masa de los soldados que
seguía fiel a Napoleón.
Sólo la abdicación oficial del emperador podía conjurar los
inconvenientes. La decisión del Senado no tenía entonces ningún
valor moral porque se consideraba a los senadores como lacayos
de Napoleón, traidores a su amo y al servicio de uno nuevo.
“ Ese miserable Senado —había gritado el mariscal Ney en
su conversación con Alejandro— que podría habernos ahorrado
todo mal oponiendo alguna resistencia a la pasión, de Napoleón
por la conquista, ese miserable Senado siempre dispuesto a aca­
tar la voluntad del hombre a quien hoy llama tirano, ¿-eon qué
derecho levanta la voz en este momento 1 Se calló cuando hubiera
debido hablar. ¿ Cómo se permite hablar ahora que todo le or­
dena callarse ? ” 1
Los franceses de todos los partidos y los aliados pensaban
que sólo una palabra del mismo Napoleón podría poner fin a
esta incertidumbre penosa y liberar de su antiguo juramento
a los soldados, oficiales, generales y funcionarios.
Caulaincourt, Ney y Macdonald regresaron a Fontainebleau
la noche del 5 de abril. Cuando Napoleón hubo escuchado el relato
de sus conversaciones con Alejandro y los aliados y su con­
sejo de someterse a lo inevitable, recontó sus tropas y enumeró
los soldados que le permanecían fieles. “ ¡Lo demás, ya vere­
m os!......... H asta mañana!, los despidió, y llamó luego a Cau-
Inincourt. “ ¡Ah Caulaincourt, los hombres, los hombres! —di­
jo durante esa larga conversación nocturna—. La conducta de
Marmont avergonzaría a mis mariscales, puesto que no hablan
de él sino con indignación, pero mucho les fastidia que se les
haya adelantado tanto en el camino de la fo rtu n a ; ¡ bien que-

1 T h ie r s : H istoire du C om ulat et de FEm bire. Bruselas (1 8 4 5 ),


X V III, 2 2 6 .
N A P O L E Ó N 343

rrian adquirir los mismos títulos al favor de los Borbones sin


deshonrarse a s í ! 7’ Habló largo rato de Marmont que le había
traicionado en esta hora decisiva. “ El desdichado no sabe lo
que le espera; su nombre será deshonrado. Ya no pienso en mí,
creedme, mi carrera está terminada o muy cerca de estarlo. Por
otra parte, ¿qué gusto puedo hallar en reinar hoy sobre almas
cansadas de mí y apuradas por entregarse a otros? Pienso en
Francia. . . j Ah 1 si esos imbéciles no me hubiesen abandonado,
en cuatro horas reharía su grandeza porque, podéis creerlo,
mientras los aliados conserven su. posición actual, con París a la
espalda y yo al frente, están perdidos. Si hubiesen salido, de Pa­
rís para escapar a ese peligro, no hubiesen, vuelto a entrar en
ella. Ese desdichado Marmont lo ha hecho imposible, pero habrá
sin duda medio de reponernos y prolongar la guerra. Los campe­
sinos de Lorena, Champaña y Borgoña degüellan a los destaca­
mentos aliados en todas partes. Además los Borbones vuelven y
¡sabe Dios lo que les sigue! Son la paz exterior pero la guerra
interior: de aquí a un año veréis lo que han hecho del país. Por
lo demás no soy yo lo que se necesita en este momento; mi
nombre, mi imagen, mi espada imponen miedo. Es preciso ren­
dirse. Llamaré a los mariscales y veréis su alegría cuando les
libre de cuidados y los autorice a proceder como Marmont sin
que les cueste el honor ” . 1
Esa noche explicó a Caulaincourt lo que seguramente había
pensado ■hacía tiempo. Por sobre todo se evidenciaba ese san­
grante reinado, esa incesante danza macabra, las hecatombes y
el holocausto de generaciones enteras sacrificadas a un fin ma­
nifiestamente inaccesible. ‘ 4Quería asegurar a Francia el im­
perio del mundo ” , 2 confesó francamente Napoleón en 1814. Ig­
noraba entonces que en un lejano porvenir se constituiría cierta
escuela de historiadores fraceses, empeñada en demostrar que
durante toda su vida Napoleón no atacó a nadie y sólo se limitó
a defenderse. Según esta escuela, al entrar en Yiena, Milán,
Madrid, Berlín y Moscú, sólo quiso defender “ sus fronteras na­
turales” : a orillas del río Moskova “ defendía el R in ” . Tal ex-

1 T h ie r s : H istoire du C onsulat et de VEm pire. Bruselas (1845).


X V III, 2 2 6 .
2 Ibtd.
344 E • T A R L É

pli-cación no se le ocurrió al mismo Napoleón, que era mucho


más sincero.
M. Albert Meynier ha utilizado muy recientemente los ar­
chivos oficiales y otros datos para rectificar el recuento de ciu­
dadanos franceses muertos o desaparecidos en las batallas y
expediciones del tiempo del poder napoleónico. Según su nuevo
balance, tal número sobrepasa el millón (471.000 muertos, ofi­
cialmente registrados, y 530.000 desaparecidos) sobreentendién­
dose que no están incluidos los heridos graves y los mutilados
que no murieron en el campo de batalla sino después en los hos­
pitales militares.
Estos cálculos de A. Meynier no conciernen al conjunto
del imperio napoleónico sino solamente a “ la vieja F ran cia” , a
“ los antiguos departamentos” ; es decir, ni siquiera la totalidad
del país sobre el que reinó Napoleón a p artir del 18 brumario
(porque no se cuentan Bélgica, el Piamonte y otras conquistas de
la Revolución y del mismo Napoleón antes de su golpe de Esta­
do) sino exclusivamente la Francia encerrada entre las fronteras
anteriores a la Revolución. No se consideran tampoco todas las
guerras napoleónicas sino sólo aquellas hechas a p artir de 1800,
es decir, ni la prim era campaña de Italia (1796-1797) ni la con­
quista de Egipto, ni la expedición de Siria. Napoleón podía no
saber exactamente que sus guerras habían exterminado más de
un millón de hombres sobre una población de 26.000.000, pero
veía los pueblos despoblados por la conscripción y los campos de
sus innumerables batallas. Trataba a veces de tranquilizar; a los
demás —él mismo se inquietaba muy poco— mostrando que los
soldados de los países vasallos o “ aliados” , todos los alemanes,
suizos, italianos, belgas, holandeses, polacos, ilirios, etc., sufrían
pérdidas mucho mayores que los franceses.
Pero la pérdida de 3 ó 4 millones de extranjeros que comba­
tían en las filas del ejéneito napoleónico era un mezquino con­
suelo por el exterminio de un millón de verdaderos franceses.
Nunca preocuparon a Napoleón los millones de enemigos muer­
tos, desaparecidos o mutilados.
Durante la larga noche que pasó caminando a través de las
salas del lujoso y triste palacio de Fontainebleau, echó cuentas
ante Caulaincourt y no dedujo más que un heeho esencial: ha­
bía abrumado a Francia y el país estaba en el límite de sus fuerzas.
Tal vez los Borbones fueran poco deseables y no consiguieran
N A P O L E Ó N 345

mantenerse mucho tiempo en el trono; pero en ese momento no


se precisaba a Napoleón sino a algún otro. Supo en esas jo m a­
das de abril que el comercio parisiense y la gran burguesía, si
bien no habían acogido a los aliados con el entusiasmo de los
nobles realistas, expresaban sin embargo en alta voz que no po­
dían más y que estaban arruinados por las guerras.
La burguesía, por la que tanto había hecho, estaba exte­
nuada y tan sin aliento como los mariscales colmados de favores;
para disfrutarlos precisaban ambos una paz sólida, inconcebible
bajo Napoleón.
Puede decirse que aquella noche Napoleón no se acostó.
La mañana clel 6 de abril de 1814 llamó a sus mariscales y les
declaró: “ Señores, tranquilizaos: ni vosotros ni el ejército
tendréis que verter más sangre. Consiento en abdicar pura y sim­
plemente. Hubiera querido, por vosotros tanto como por mi
familia, asegurar la sucesión del trono a mi hijo. Creo que esta
solución os hubiera beneficiado más que a mí, puesto que hu­
bierais vivido bajo un gobierno conforme a vuestro origen, a vues­
tros sentimientos y a vuestros intereses. E ra posible, pero un
indigno abandono os ha privado de una situación que esperaba
arreglaros; sin la defección del 69 cuerpo (Marmont) nos habría
sido posible eso y aún más, habríamos podido reponer a Francia.
Ha sido de otro m odo... Me someto a mi suerte; ¡someteos a la
vuestra! Resignaos a vivir bajo los Borbones y a servirlos fiel­
mente. . . Deseasteis descanso, lo tendréis. Pero, ¡ quiera Dios que
mis presentimientos me engañen!, no somos una generación he­
cha para el descanso. La paz que deseáis os diezmará más en
vuestros lechos de plumas que la guerra y los vivacs”. 1 /
Tomó luego una hoja de papel y leyó a los mariscales lo
q¡ue sigue: ‘‘Puesto que las potencias aliadas han declarado que
el emperador Napoleón era el único obstáculo que se oponía al
restablecimiento de la paz europea, el emperador Napoleón, fiel
a su juramento, declara que renuncia, por él y sus herederos, a
los tronos de Francia e Italia, y que no hay sacrificio personal,
ni aun el de la vida, que no esté dispuesto a hacer en interés de
Francia ’ \ 2

1 T h ie rs : H istoire du C c n m h t et de VEm pire. Bruselas (1845),


XVIII, p. 2 7 4 .
2 Correspondance, X X V II , p. 4 2 1 .
346 E T A R L É

Se sentó ante una mesa y firmó.


Los mariscales estaban trastornados. Le besaban las ma­
nos: lo abrumaban eon las habituales alabanzas.
Acompañado por dos mariscales, Caulaincourt llevó innig.
diatsmente el documento a París.
Alejandro y los aliados aguardaban inquietos el desenlace.
Inmensa fué su alegría cuando el acta de abdicación estuvo en
sus' manos. Alejandro aseguró que la isla de Elba sería inmedia­
tamente cedida en propiedad a Napoleón y que el rey de Roma
y la emperatriz María Luisa recibirían un territorio indepen­
diente en Italia.
Todo había terminado.
El anuncio de la abdicación abatió a los soldados y a los
suboficiales. En la noche del 6 al 7 de abril los cazadores y los
granaderos de la Guardia recorrieron las calles de Fontaine-
bleau a los gritos de “ ¡Viva el emperador! ¡Abajo los traido­
res!” y se reunieron cerca del palacio. Se escucharon amenazas
de muertes dir\gidas contra los mariscales traidores a Napoleón..
E l emperador hizo decir a los, soldados que desaprobaba sús
manifestaciones y les pedía que volvieran a sus cuarteles.
En ese momento insistió Napoleón en una idea con que in­
dudablemente le familiarizó la campaña de 1-814, de una estra­
tegia tan brillante pero sin esperanza desde el punto de vista
político por la naturaleza misma de las circunstancias. Los m a­
riscales, generales, oficiales y hasta los soldados de la ¡Guardia
habían notado ya en 1813 que el emperador se exponía y arries­
gaba su vida, no por razones militares como en el puente de A r­
cóle en 1796 o en el cementerio de Eylau en 1807, sino s;n nin­
guna necesidad.
Recordemos por ejemplo que después1 de la muerte de Du-
roe el emperador se sentó sobre un tronco y quedó inmóvil como
blanco viviente ofrecido a las balas que llovían a su alrededor.
Estos actos extraños se hicieron más frecuentes 1 en 1814 y era
imposible equivocarse, sobre su significado. Cuando en la bata­
lla de A re:s-sur-Aube, el 20 de marzo, Napoleón sJe dirigió —
también innecesariamente— hacia un sector de donde había or­
denado retirar, todos los soldados porque era imposible mante­
nerse allí, el general Exelmans se precipitó a detenerlo. Pero el
mariscal Sebasítiani dijo a Exelmans lo que todos sabían desde
N A P O L E Ó N 347

tiempo atrás; “ ¡Dejadlo, bien veis que lo hace a propósito,


quiere term inar!” Pero ni las balas ni la metralla le quisieron.
Napoleón vió siempre en el suicidio una manifestación ele
debilidad y cobardía, y es evidente que en Arcis-sur-Aube y
numerosas circunstancias análogas de 1813 y 1814, trataba de
engallarse a sí mismo buscando la muerte con disimulo.
Sin embargo el 11 de agosto de 1814, cinco días después de
la abdicación y mientras en el palacio de Fontainebleau comen­
zaban los preparativos para la partida a la isla de Elba, Ñapo-,
león s'e despidió de Caulaincourt, con quien durante esas jorna­
das había pasado mucho tiempo, y se retiró a su departamento.
Se descubrió más tarde que de un neceser, de viaje, clel que jamás
se separaba, había tomado una redomita con una preparación
de opio. Recuérdese que en 1812, después de la batalla de Malo-
Jaros'lavetz donde estuvo a punto de caer prisionero, ordenó al
■al doctor Y van. que le diera un veneno activo. Así llegó a sus
manos esta redomita que conservó en su estuche durante un año
y medio.
En Fontainebleau acababa de beberse tocio el contenido.
Comenzaron terr'bles dolores. Presintiendo alguna desgra­
cia, Caulaincourt entró. Creyó que se trataba de una enferme­
dad repentina y quiso correr en busca del médico de palacio,
pero Napoleón le pidió que no llamara a nadie y hasta se lo
prohibió encolerizado. Sin embargo los esparcios eran tan violen-
ton que .Caulaincourt huyó de la habitac/ón y despertó al doc­
tor Yvan, el mismo que había proporcionado el opio en Malo-
Jaroslavetz, quien al ver el frasco sobre la mesa ¡comprendió lo
sucedido. Napoleón se quejó de la debilidad e inocuidad del ve­
neno y exigió al médico una nueva dosis. El doctor se retiró, di­
ciendo que no cometería tal crimen por segunda vez.
Los sufrimientos de Napoleón se prolongaron algunas ho­
ras porque rehusó tomar un contraveneno. Exigió categórica­
mente que se ocultara a tocios lo sucedido. “ Qué difícil es mo­
rir, cuando en el campo de batalla es tan fácil! ¡ Ah ■ ¡No haber
muerto en Arcis-sur-Aube!” , dejaba escapar entre horribles
convulsiones. La droga no fue mortal porque era demasiado
vieja.
En adelante jamás evocó Napoleón esta tentativa de suici­
dio ni trató de repetirla,
348 E. T A R L £

Los preparativos de la partida estaban casi concluidos. Se­


gún convención hecha con los aliados el emperador podía lle­
var consigo a la isla de Elba, un batallón de su Guardia, que fue
muy envidiado por las demás tropas y en particular por los sol­
dados* y los oficiales.
El 20 de abril de 1814 los preparativos estaban terminados:'
en palacio esperaban ya los equipajes que iba a llevarse Ñapo-
león,, su pequeña comitiva y los .comisarios de las potencias que
debían seguirlo ha^ta la isla de Elba.
Napoleón quiso despedirse de la Guardia. Estaba alineada
en el gran patio del palacio, que recibió después el nombre de
“ patio de los adioses” . Delante, 'con los oficiales y los generales,
estaba la vieja Guardia, detrás la joven Guardia. Cuanto el em­
perador apareció, los soldados presentaron armas; el abande­
rado inclinó el estandarte de la vieja Guardia a sus pies.
“ Soldados de mi vieja Guardia, me despido de vosotros.
Durante veinte años os he hallado siempre en el camino del ho­
nor y de la gloria. E n estos últimos tiempos, como en los de
nuestra prosperidad, no habéis cesado de ser modelo de bravura
y de fidelidad. Con hombres como vosotros nuestra causa no esta­
ba perdida. . . pero ha habido guerra civil. He sacrificado, pues,
todos nuestros intereses a los de la patria: parto. Vosotros, ami­
gos míotí, continuad sirviendo a Francia. Adiós, hijos míos. Que­
rría estrecharos a todos sobre mi corazón; dejadme al menos que
abrace vuestra bandera ” . 1
Napoleón no pudo decir más. Su voz se quebró. Estrechó
entre sus brazos al abanderado, abrazó el emblema, se deparó
rápidamente y subió a un carruaje. Dicen los testigos que los
soldados de la Guardia lloraban como niños. Los coches se aleja­
ron en medio de gritos ininterrumpidos de “ ¡Viva el empe­
ra d o r!” .
“ La más grandiosa epopeya de la historia universal ha
terminado: se ha despedido de su G uaría” , dijeron las gace­
tas inglesas al hablar de este día.
Sin embargo, esa epopeya de veinte años que comenzara en
Tolón en diciembre de 1793, no había en realidad terminado
del todo en abril de 1814 en Fontainebleau.

1 Correspóndanse, X V I I . p. 4 2 3 ,
i
C a pítu lo X V I

LOS CIEN DIAS


1815

Antes de embarcarnos en el relato del acontecimiento más


extraordinario de esta vida excepcional es necesario destacar el
hecho indiscutible de que el emperador llegó a la isla de Elba
desprovisto de todo plan de acción. Consideraba terminada su
vida política e intentaba realmente cumplir lo que había prome­
tido a su Guardia: escribir la historia de su reinado. Tal fué,
por lo menos, la impresión que, tranquilo y de humor inaltera­
ble, produjo durante el primer semestre de su estada en la isla
de Elba..
Napoleón llegó a la isla el 3 de mayo de 1814 después de
atravesar los departamentos del mediodía rodeado de la hos­
tilidad de . los realistas, hostilidad tal que en ciertos momentos
puso en peligro &*u vida. Se encontró desde entonces .aislado en
medio de una población extranjera que testimoniaba, el mayor res­
peto a su nuevo soberano.
En la primavera de 1811, tres años exactos antes de su j
desembarco en la isla de Elba, Napoleón había recibido en las ;
Tullerías al general bávaro W rede; y ante su insistencia res­
petuosa para que renunciara a la invasión de Rusia, que en­
tonces se preparaba abiertamente, Napoleón le interrumpió con
brusquedad diciéndole que dentro de tres años sería el amo del
mundo.
Tres años después! de esta entrevista el gran imperio se ha­
bía desplomado y Napoleón reinaba sobre una isla de 233 ki­
lómetros cuadrados, tres pequeñas ciudades y algunos miles de
habitantes.
E l destino le había conducido muy ¡cerca de su país n a ta l:
la - isla de Elba está situada aproximadamente a 'unos eincuen-
350 E. T A R L t

ta kilómetros de Córcega. Hasta abril de 1814 liabía perteneci­


do al duque de Toscana, uno de los vasallos italianos del empe­
rador que a la caída del imperio se la cedió en entera propiedad.
Napoleón visitaba su territorio, recibía a sms personajes,
tomaba disposiciones y parecía organizarse para largo tiempo.
De vez en cuando llegaba algún pariente a acompañarle por
corto tiem po: su madre, Leticia, su hermana la princesa Pau­
lina Borghese. También estuvo la condesa Walevska, que en Po­
lonia trabó relaciones1 muy íntimas con el emperador, a quien amó
toda su vida. M aría Luisa y su hijo no llegaron: ni lo permitió
su padre el emperador de Austria ni puso ella mucho empeño
en ver a Napoleón. Los biógrafos franceses del emperador con­
denan ordinariamente la indiferencia de la emperatriz, lo que
consideran una traición al esposo. Olvidan manifiestamente que
cuando en 1810 Napoleón pidió a María Luisa en matrimonio,
nadie, ni él mismo, tuvo la curiosidad de preguntar si ella con­
sentía. Bastaría con recordar la carta que en enero de 1811 di­
rigió María Luisa desde Offen a una íntima amiga: “ Desde el
divorcio de Napoleón abro siempre la Gaceta de Francfort con
la esperanza de encontrar allí el nombre de su nueva esiposa,
y confieso que el aplazamiento me inquieta. Confía mi suerte
a la davina providencia.. Pero si mi desdichado destino lo exi­
ge, estoy pronta a inmolar mi dicha personal en nombre del Es­
tado” . Así es como la fu tu ra novia y esposa del emperador con­
sideraba el matrimonio que la amenazaba; la destrucción del
imperio le resultó algo así como una liberación.
Tampoco recibió el emperador la visita de su primera mu­
jer, a quien había amado apasionadamente antes de repudiar:
Joséfina murió en la Malmaison el 29 de mayo de 1814, algunas
semanas después de la llegada de Napoleón a la isla de Elba, y
el emperador permaneció varios" días sombrío y silencioso cuan­
do lo supo.
; Los primeros meses en la isla de Elba transcurrieron, pues,
tranquilos y monótonos; Napoleón no exteriorizaba en ninguna
forma sus tormentos interiores y permanecía largas horas' sumi­
do en profundas meditaciones. Parece ser que recién a p artir
del otoño de 1814 y particularmente de los meses de noviembre
y diciembre de ese año, Napoleón comenzó a prestar atento oído
a los informes' que le llegaban sobre los acontecimientos france­
M A P o L E Ó K 351

ses y sobre el Congreso de Viena que entonces había comenza­


do a sesionar. No le faltaron informantes: de Italia, cuyo pun­
to más próximo —la ciudad de Piombino— estaba sólo a doce
kilómetros de la isla de Elba, y de Francia directamente lle­
gaban noticias que demostraban a las claras que los Borbones
y sus satélites se conducían más desconsiderada y estúpida­
mente aun de lo que hubiera podido esperarse.
Desde los primeros patíos de los Borbones, Talleyrand, el
más inteligente de los que habían contribuido a su restauración
en 1814 y traicionado a Napoleón, dijo de ellos “ que no ha­
bían olvidado ni aprendido n ad a” . En una conversación con
Caulaincourt, Alejandro I expresó la misma opinión al decir
que los Borbones no se habían corregido y que eran incorre­
gibles).
Luis X V III, viejo monarca enfermo de gota, era un hom­
bre prudente; pero su hermano el conde de Arto'??, la jauría de
emigrados que regresó con los Borbones y los hijos de Carlos de
Artois —los duques de Angulema y de Berry—■se comportaban
como si nunca hubiera habido Revolución ni imperio. Consen­
tían muy graciosamente en olvidar y perdonar los pecados de
Francia, con lu condición 'de que el país se arrepintiera y vol­
viera a la piedad y al orden anteriores; pero a pesar de toda su
estupidez se persuadieron pronto de la imposibilidad absoluta
de romper las instituciones creadas por Napoleón.
Y todas estas instituciones p e r m a n e c ie r o n inviolables:
los prefectos de provincia, la organización ministerial, la policía,
las bases del sistema fiscal, el Códigvo Napoleón, la magistratu­
ra; en una palabra: toda la obra napoleónica, incluso la orden
de la LegVSn de Honor, el aparato burocrático, la estructura
del ejército, de la Universidad y de las escuelas superiores y
secundarias, el Concordato con el papa; en una palabra, lo esen­
cial del Estado napoleónico. Sólo que en lo alto reinaba un rey
constitucional en lugar del emperador.
Se obligó al rey a otorgar una constitución, Alejandro I
había insistido particularmente sobre este punto convencido de
que lo® Borbones no se mantendrían en el poder sin constitu­
ción. Esta carta confería derechos! electorales sólo a un peque­
ño número de personas adineradas (100.000 sobre 28 ó 29 millo­
352 t , f A R L É

nes de franceses) y proclamaba, basta, cierto punto, una rela­


tiva libertad de prensa y la seguridad individual.
Esta constitución enfureció a los ultras, partidarios de la
restauración total del antiguo orden de cosas. ¿Por qué se limi­
taban las atribuciones del rey de derecho divino- si el usurpa­
dor habla gobernado como dictador durante tan largo tiempo?
Su descontento tenía otras muchas razones. Desde los pri­
meros días de la restauración clamaban incesantemente para
que les devolvieran las tierras confiscadas durante la Bevolu-
ción y vendidas luego públicamente a los campesinos y a los
burgueses. Se sobreentiende que nadie se hubiera atrevido a
hacerlo, pero estos mismos propósitos inquietaban a los cam­
pesinos y agitaban peligrosamente la campaña.
E l clero se puso completamente de parte de los nobles emi­
grados y comenzó a fulm inar desde el púlpito a los campesinos
adquirentes de tierras confiscadas, los cuales: “ provocaban —
decía— la cólera divina y serían devorados por los perros eomo
la Jezabel de la E scritu ra” .
La impertinencia de los nobles era extrema; se citaban ca­
sos de campesinos apaleadlos que no habían podido obtener re­
paración ante el tribunal. Los más inteligentes de la corte de
Luis X V III se desesperaban al ver lo que ocurría en los pue­
blos y hasta qué punto inquietaban a los campesinos los; rumo­
res sobre devolución de las tierras. Pero nada podían hacer.
La mayoría de la burguesía experimentó gran alivio con la
.e-aída del imperio: esperaba que term inaran las guerras, se acti­
vara el comercio y cesaran las conscripciones. (Como faltaban
hombres durante los últimos años del imperio, ni siquiera pudo
comprar reemplazantes a sus hijos como -al principio.) Se en­
treveía también el fin de la arbitrariedad que tanto había per­
judicado a los negocios!. En 1813-1814 habían dejado de ver en
el imperio la condición necesaria a su prosperidad.
Pero muchos meses habían pasado desde el hundimiento del
imperio y la presión del bloqueo continental, y si bien la bur­
guesía ¡comercial no protestaba, los manufactureros en cambio
comenzaban a lamentarse. Las mercaderías inglesas inundaban
Europa, invadían Francia y desplazaban los productos fran­
ceses; y el gobierno de los Borbones no osaba ni pensar en una
N A P O L E Ó N 353

lucha aduanera contra los ingleses que tanto habían contribui­


do -a, la caída de Napoleón.
Algunos círculos de la burguesía Acogieron a loa Borbo­
lles ■con una cierta simpatía y se la conservaron un tiempo re­
lativamente largo: eran los médicos, los abogados, los perio­
distas, et.ci., es decir aquellos que tenían una profesión liberal.
Comparada con el férreo despotismo napoleónico, la constituí .
. ción más moderada acordada por Luis X V III les pareció un
beneficio extraordinario. Crecía el número de diarios, folletos
y libros de que ni hubiera podido tratarle bajo el imperio. Pe-
*ro pronto invadió el clero la corte de los Borbones, la adminis­
tración y la. vida social, lo que irritó sobremanera a la pobla­
ción. Se perseguía todo lo que encerraba un átomo de espíritu
volteriano. Los fanáticos tenían rienda suelta en las provin­
cias donde los nuevos funcionarios* eran nombrados a voluntad
y por recomendación de la Iglesia.
Los desaciertos de los Borbones y sus partidarios socava­
ban cada vez más su ¿situación. Incapaces de restaurar el an­
tiguo régimen, sin fuerzas para destruir las leyes civiles da­
das por la Revolución y por el imperio, impotentes hasta para
tocar el edificio napoleónieo, provocaban con sus palabras, sua
artículos, su huraña agitación y su insolente actitud frente a los
campesinos y a los burgueses. Sus amenazas y sus provocaciones
privaban a la vida política de su indispensable estabilidad. El
campo estaba particularmente agitado,
Había además otro factor de gran importancia. Casi to­
dos los soldados y numerosos oficiales soportaban a los Borbones
como un mal necesario, impuesto ¡desde el exterior y que debía i
sobrellevarse con silenciosa paciencia. Las heridas y las espanto­
sas mutilaciones, las guerras incesantes y los horrores de la re­
tirada de Rusia se esfumaban en el pasado a medida que el tiem­
po transcurría, palidecían y poco a poco caían en el olvido. Los
viejos soldados se acordaban de El, de Napoleón, que los había
conducido a victorias inauditas y los había 'Cubierto de gloria
para los siglos venideros. A sus ojos no era -slólo el héroe ilustre,
el gran jefe de guerra soberano de la mitad del mundo, sino que
seguía siendo el compañero de armas, el Pequeño Caporal que
los llamaba por su nombre, les pellizcaba las orejas y les tiro­
neaba los bigotes en señal de afecto. Siempre creyeron que Na-

\
354 £ . T A R L É

poleón los amaba ,como ellos lo amaban, ilusión que el empera­


dor fomentó eon mucha habilidad.
El estado de ánimo de los oficiales con respecto a los Bor­
bones era algo menos hostil que el de los soldados. Parte de
ellos estaban terriblemente cansados de la guerra y buscaban
tranquilidad. Pero los Borbones no tenían ninguna confianza
política en el .cuerpo de oficiales; y como tampoco era necesario
mantener cuadros tan importantes, retiraron repentinamente
gran número de oficiales dejándolos eon medio sueldo, lo que
equivale a decir en una situación muy mezquina.
Los qne quedaban en actividad odiaban y despreciaban a
ios jóvenes oficiales de la nobleza realista que les imponían co­
mo jefes. La bandera blanca con que los Borbones reemplaza­
ron la bandera tricolor de la Revolución y del imperio, irritaba
también a soldados y oficiales. Para los antiguos combatientes
napoleónicos! la bandera blanca era* el emblema de los traidores
emigrados que encontraron y vencieron cuando fué necesario
rechazar el ataque de los intervencionistas. Y ahora, bajo esa
misma bandera, vuelta y restablecida gracias a las bayonetas
rusas, austríacas y prusianas, esos mismos traidores contrarre­
volucionarios querían tomar la tierra de los campesinos...
“ ¡¿Dónde está? ¿Cuándo volverá?” Es¡ta pregunta resonaba
en pueblos y cuarteles antes de oírse en otras? partes de la po­
blación.
Napoleón lo sabía; noticias y periódicos llegados de Ita ­
lia le mantenían al tanto de lo que ocurría en el Congreso de
Viena. Observaba el inútil esfuerzo de soberanos y diplomáticos
para repartirse su gigantesca herencia, el apetito y las querellas
de los antiguos aliados ante sus conquistas arrancadas a F ra n ­
cia.; veía a Inglaterra y - Austria, intervenir resueltamente con­
tra Rusia y Prusia con motivo de Sajonia y Polonia: no había
ya que contar con aquella unidad de acción de las potencias'
europeas que en 1814 puso fin al imperio de N apoleón...
En diciembre de 1814, mientras se paseaba cerca de su pa­
lacio de Porto Ferrajo (principal ciudad de lá isla de Elba),'
Napoleón se detuvo frente a un granadero de facción, soldado'
de la vieja Guardia que los aliados permitieron que acompaña­
A P O L E Ó N 355

ra el emperador. “ Y bien, vieux grognard1'. ¿te aburres aquí?’'.


“ No, Sire, pero, tampoco me divierto mucho” . Napoleón le des­
lizó en la mano una moneda de oro y se alejó después de decir
a media voz: “ Esto no durará siempre” .
Ignoramos si estas palabras llegaron a oídos de alguien o
si Napoleón dejó escapar dos o tres frases parecidas; sólo sabe­
mos que Metternich, Luis X V III y el gabinete de Londres esta­
ban muy inquietos con la presencia de Napoleón a tan corta
distancia de las costas francesas y que se habló de transportar­
lo a cualquier otra parte, a algún lugar más lejano. Atemorizaba
aun relegado a su minúscula isla: se habló de la tentativa de
enviar asesinos. La inquietud de soberanos y diplomáticos cre­
cía en Viena a medida que aumentaba en Francia la estupi­
dez de los Borbones y sus partidarios. Comenzaron entre tan­
to a llegar de la isla de Elba algunas noticias tranquilizadoras
que contradecían los rumores alarmantes: el emperador casi no
salía de sus departamentos, estaba tranquilo, se conformaba con
su suerte, conversaba muy graciosamente con Camphell, repre­
sentante inglés, y le decía que de allí en adelante nada le inte­
resaba fuera de su is la ...
La noche del cinco de marzo la corte austríaca ofreció un
baile en el palacio imperial de Viena en honor de los soberanos
y enviados de las potencias. En medio de la fiesta los invita­
dos observaron de repente una cierta confusión en torno al em­
perador Francisco. Se dijo que acababa de estallar un incen­
dio-. En un abrir y cerrar de ojos corrió por el palacio una in­
creíble noticia y en medio del pánico se abandonó el baile: un
correo acababa de anunciar que Napoleón, escapado de la isla
de Elba, había desembarcado en Francia v desarmado marchaba
directamente hacia París.
Hacia mediados de febrero de 1815, Napoleón comenzó a
encarar la posibilidad de regresar a Francia y restablecer el
íimperio. Jamás contó cómo había llegado a esta decisión. Posi­
blemente entre fines de 1814 y comienzos de 1815 se conven­
ció de que no sólo su Guardia sino todo el ejército le era fiel
como antaño; y que junto a los mariscales que en 1814 le per­
suadieron de la necesidad de abdicar, había otros como Davout,

1 Expresión francesa que significa a la vez "'viejo gruñón5’ y “veterano”.

\
356 E . T A R L É

generales como Bxelmans, oficiales retirados o en ejercicio que


despreciaban y odiaban a los Borbones y estaban animados de
los mismos sentimientos! que la gran masa de los soldados. ■ge
convenció también de que muchos de los mariscales que ávidos
de tranquilidad y hartos de guerras se apresuraron a servir a
los Borbones3, estaban ahora irritados con Luis X V III, su her­
mano y sus sobrinos.
Contaba también con el estado de ánimo de los campesi­
nos, con esa inquietud que crecía en las campañas. Una infor­
mación vino a precipitar las cosas.
A mediados* de febrero se decidió definitivamente después
de conversar con Fleury de Chaboulon, joven funcionario del
imperio que llegó a la isla de Elba -eon informes de Maret, du­
que de Bassano, antiguo ministro de Relaciones Exteriores de
Napoleón, y con encargo de detallar al emperador el aumento
del descontento general, las infamias de los emigrados regre­
sados a su-si pueblos y el hecho de que casi todo el ejército le
consideraba -eomo a su único jefe legal mientras ignoraba y se
negaba a reconocer a Luis X V III y demás miembros de la fami­
lia de los Borbones. E l informe fue hecho seriamente* Napo­
león sabía ya muchas cosías antes de la llegada del emisario de
Bassano pero, sea como fuere, la verdad es que se decidió des­
pués de esta conversación.
ÍEn este momento se encontraba junto a él su madre Leti­
cia, m ujer inteligente, firm e y valerosa, que Napoleón estimaba
mucho más que a cualquier otro miembro de su familia y a
quien primero participó su decisión: “ No puedo morir en es­
ta isla y term inar mi carrera en un descanso que sería poco
digno de mí —le dijo—. E l ejército me desea; todo hace espe­
ra r que al verme volverá hacia mí. Puedo sin duda encontrar
en mi camino un obstáculo imprevisto, puedo encontrar un ofi­
cial fiel a los Borbones que detenga el ímpetu de las tropas y
«en ese caso sucumbiré en pocas horas. Ese fin vale más que una
larga estada en esta isla y el porvenir que en ella me aguarda.
Quiero pues p a rtir y tentar fortuna una vez más. ¿Cuál
vuestro consejo, madre m ía?” 1

1 T hxers : Histoire dn Conmlat et de VEmpire. Bruselas (1 8 4 5 ),


XX, p. 43"44.
N A P O L E Ó N 357

La inesperada noticia turbó tanto a Leticia que no pudo


responder de inmediato. “ Dejadme ser madre un minuto y
os diré de inmediato mis sentimientos. . . ’ Y luego de un lar­
go silencio dijo: “ Partid, hijo mío, partid y seguid vuestro
destino. Tal vez fracasaréis y vuestra muerte seguirá a una ten­
tativa fracasada; pero veo con dolor que aquí no podéis per­
manecer. Por lo demás esperemos que Dios, que os ha protegi­
do en medio de tantas batallas, os protegerá una vez más 1
Después abrazó con fuerza a su hijo.
Inmediatamente después de esta ■conversación Napoleón
llamó a sus generales Bertrand, Cambronne y Drouot. Los p ri­
meros escucharon la noticia «con entusiasmo y como Drouot ex­
presara algunas dudas sobre el éxito final, Napoleón respon­
dió que no tenía intenciones de guerrear ni de gobernar auto-
oráticamente porque sólo deseaba liberar al pueblo francés.
Esta era una característica del nuevo programa político con que
Napoleón iniciaba su empresa y que se proponía si no realizar
por lo menos utilizar desde el punto de vista táctico.
A continuación ¡dió sus órdenes y susJ instrucciones a los
generales. No partía para conquistar a Francia por las armas
sino que proyectaba algo más simple: aparecer en Francia,
declarar sus propósitos y reclamar para -sí el trono imperial.
Tenía tal fe en el prestigio de su nombre que le parecía que
el país haíbía de echarse a sus pies al prim er golpe, sin luchar
ni esbozar resistencia, lo que quitaba importancia a la falta de
fuerzas! armadas. Napoleón disponía de 724 hombres que bas- j
taban para asegurar la guardia personal que habría de necesitar ;
sólo en los primeros momentos y eran suficientes para impedir
que lo arrestaran y terminaran eon él antes de que su llegada
fuera conocida y un verdadero soldado lo viera. Componían
la tropa seiscientos* granaderos y cazadores de a pie de la vieja
Guardia y un centenar de caballeros. Es ¡conveniente agregar
a ese número más de trescientos soldados del regimiento treinta
jy cinco enviados hacía ya largo tiempo por Napoleón mismo pa­
ira la guardia de la isla, lo que hace un total de más o menos

1 T hieks : obra cit.

\
358 T A ?. L É

rail cien hombres que Napoleón llevó consigo. P ara la trave­


sía disponía de algunos barcos pequeños.
Los preparativos se hicieron en el mayor secreto. Napo­
león había ordenado a sus tres generales que todo estuviera
terminado para el 26 de febrero y en la tarde de ese día los
mil cien soldados am ados fueron repentinamente encaminados
al puerto de Porto Ferrajo y embarcados. Ignoraban totalmen­
te los motivos de su embarco y el lugar de destino porque na­
da se les había dicho; pero es indudable que lo comprendieron
aún antes de subir a bordo, y cuando el emperador apareció
en el puerto acompañado por tres' generales y algunos oficia-
les de la vieja Guardia, lo saludaron con entusiastas aclama­
ciones.
La madre de Napoleón no podía contener sus sollozos a]
despedirse de este hijo que no volvería a ver.
A las siete de la noche la pequeña flotilla a‘e alejó hacia
el norte.
Las fragatas francesas e inglesas que cruzaban continua­
mente alrededor de la isla de Elba en cumplimiento de su mi­
sión de vigilancia representaban el prim er peligro. Un barco
de guerra francés pasó tan cerca que con ayuda de un porta­
voz un oficial cambió algunas palabras con el ¡capitán del brik
de Napoleón. “ ¿Cómo anda el emperador?” , preguntó el ofi­
cial. “ Muy bien” , contestó el capitán. Los soldados estaban
ocultos y en el barco real no notaron nada.
Tuvieron la suerte de no tropezar con ingleses y la trave­
sía duró tres días porque amainó el viento de popa.
La flotilla tocó tierra en el golfo de San Juan, cerca del
cabo de Antibes, a ias tres? de la tarde del primero de marzo
de 1S15. El emperador descendió a tierra y ordenó el inmedia­
to desembarco. Los aduaneros que le habían reconocido se des­
cubrieron y gritaron con todas sus fuerzas: “ \ Viva el empe­
rador ¡ ’
Cambronne fue enviado a Cannes con algunos soldados en
bu^ca de víveres que trajo de inmediato.
Después de abandonar en la costa cuatro canoas traídas de
^Porto Perrajo, Napoleón se dirigió hacia el Delfinado, resuel­
to a seguir los caminos de la montaña. En Grasse hizo impri­
mir su proclama al ejército francés y al pueblo. Cannes y Gra-
N A P O L E Ó N 359

sse estaban ya en su poder sin haber hecho la menor tentativa


de resistencia; sin detenerse marchó hac:a Grenoble, por Digne
y Gap.
El .comando de las tropas estacionadas en Grenoble deci­
dió -resistir pero los soldados declararon en alta voz y sin vaci­
lar que bajo ningún pretexto- combatirían contra el empera­
dor. La burguesía de Grenoble parecía inquieta y tu rb ad a;
una parte de la nobleza había huido de la ciudad y la otra ase­
diaba a las autoridades y les suplicaba que -resistieran.
Tres regimientos y medio ele infantería con artillería y
un regimiento de húsares llegaron a Grenoble el 7 de marzo,
precipitadamente enviados contra Napoleón.
El emperador se aproximaba a la ciudad y con él el'm o­
mento más crítico. No se trataba de combatir ¡contra todo-sí esos
regimientos provistos de artillería. Napoleón no tenía un solo
cañón y las tropas reales hubieran podido destruirlo- desde
lejos.
En la mañana del 7 de marzo Napoleón arribó a La Mure.
A lo lejos se veían las tropas! que en formación de combate le
'cerraban el camino; Napoleón las observó largo rato con el ca­
talejo y luego ordenó a sus soldados que llevaran el fusil ba­
jo el brazo derecho con el caño hacia el suelo. “ ¡A delante!” ,
ordenó; y marchó el primero, directamente hacia los fusiles de
las tropas reales.
El jefe del batallón delantero observó a sus soldados y
volviéndose hacia el comandante de la guarnición, se los señaló
con estas palabras: £‘ %Qué queréis que haga ? Están pálidos
como la muerte y tiemblan ante la idea de hacer fuego contra
ese hombre. . . Dio al batallón orden de replegarse, pero los
soldados no tuvieron tiempo de cumplirla porque Napoleón
había ordenado a cincuenta caballeros que les cerraran el paso.
“ Amigos, no tiréis’: he ahí al emperador que avanza” , grita­
ron los caballeros. Los infantes se detuvieron y Napoleón avan­
zó bien leerea de los soldados que se quedaron inmóviles, los fu ­
siles hacia adelante, sin despegar los ojos de ese hombre de le­
vita gris, con el sombrero legendario, que con paso firme avan­
zaba hacia ellos. “ Soldados del quinto —se oyó en medio de
un profundo silencio— : soy vuesto emperador: reconocedme” .
Abrió la levita y descubrió su pecho. “ Si hay entre vosotros?
360 E . T A R, L> B

algún soldado que quiera m atar a su emperador, heme aquí ” . 1


Un trueno de exclamaciones le respondió.
Todas las unidíades enviadas para la defensa de Grenoble
se pasaron sucesivamente al emperador. E l 'coronel Labédoyére,
que mandaba el regimiento acantonado desde el 7 de marzo en
el mismo Grenoble, no quiso esperar la llegada de Napoleón;
reunió slu tropa en la plaza principal de la ¿ciudad, gritó ante
e lla : “ iViva el em perador!” y la encaminó al encuentro del
ídolo, ignorando aún lo acurrido en La Mure,
Napoleón entró en Grenoble acompañado por los dos reg í
mientas que se habían pasado a su lado* y una m ultitud de cam­
pesinos armados con palos y fusiles viejos.
Se le presentaron las ¡autoridades y los jefes de todos los
servicios municipales, excepción hecha de algunos que huye­
ron, y al recibirlos Napoleón repitió qíue había decidido defi­
nitivamente dar la libertad y la paz al pueblo. E n otros tiem­
pos, decía, había amado demasiado la grandeza y las conquistas;
pero ahora quería hacer otra política. Subrayó que en el pasado
había tenido la tentación de dar a Francia el dominio sobre
todos los otros pueblos y que era necesario perdonárselo.
Más característica todavía era la afirmación hecha con no
menos insistencia de que había venido para librar a los cam­
pesinos de la amenaza del restablecimiento del régimen feudal
que los Borbones representaban para ellos, y para proteger
las tierras de los compesinos contra los ataques de los emigrados.
Declaró firmemente que quería revisar la organización del Es­
tado establecido por él mismo y hacer del imperio una monar­
q u ía constitucional, ;una verdadera monarquía con represen­
tación popular. A este respecto reconocía francamente que el
Querpo legislativo existente ba¡j o el imperio había sido cual­
quier cosa menos "una verdadera institución representativa.
Prometió el perdón a todos los que le siguieran. Al renunciar
al trono liberó de su juram ento a los que le rodeaban aconse­
jándoles servir a los Borbones; pero los Borbones habían demotí-
írado qítie eran *¿incompatibles ,con la nueva F ran cia” .
Disponía ya de seis regimientos y de una artillería bas­
tante im portante; revistó las unidades que estaban en Grenoble

1 Correspondance, XXXI. p. 60.


N A P O L E Ó N 361

y sus alrededores, les dió algunas órdenes y marchó directa­


mente hacia Lyon. De todas partes acudían delegaciones de
campesinos. Al frente marchaban 7.000' hombres <?on 30 caño­
nes'. Con el resto de las tropas Napoleón permaneció un día más
en Grenoble desde donde envió una serie de órdenes e instruc­
ciones. Volvía a s’entirse fver¡dad$ro amo de F rancia; podía
ahora aceptar la batalla con las armas del rey si era necesario
aunque seguía firmemente persuadido de que no se necesita­
ría ni un tiro de fusil: en Francia no había tropas reales ni
las había habido jamás, sólo existían sus tropas, los ejércitos
imperiales que un azar desgraciado obligó a permanecer once
Ineses bajo la bandera blanca del extranjero.
Una considerable m ultitud de campesinos', estimada por
los testigos en tres o cuatro mil hombres, seguía a Napoleón
y a su ejército, afluyendo hacía él a todo lo largo del camino,
trayendo víveres y ofreciendo toda telase de servicios. Ni el
mismo Napoleón, con toda la confianza que tenía en su estre­
lla se había imaginado algo parecido. No dudaba ya de que
dentro de pocas horas estaría en París*, ¿qué podía detenerlo?
¿Las puertas cerradas de las ciudades? Pero también en Gre­
noble los realistas habían tratado de cerrarlas? antes de huir.
“ No he tenido más trabajo qlue golpear la puerta con mi ta ­
baquera para que se abriese ’\ 1 decía Napoleón al hablar de
esto y exagerando sus esfuerzos: no precisó golpear' con su ta ­
baquera porque la puerta se abrió de par en par cuando él se
aproximó. Napoleón avanzó hacia Lyon como un triunfador
en medio de campesinos que lo aclamaban y rodeado por regi- j
ir/entos que marchaban en orden; en el camino dio órdenes,
despachó correos, recibió informes ,y nombró jefes y nuevos
dignatarios.
La noche del 5 de marzo el telégrafo Chappe dio a Luis
X V III la increíble noticia del desembarco de Napoleón, noticia
que París ignoraba todavía. El rey ordenó que el telegrama se
mantuviera en secreto y recién el 7 de marzo pudieron los dia­
rios relatar el suceso. La impresión fue extraordinaria; en el
primer momento no se comprendía la estratagema que le había

1 T h ie r s : Histoíre du Consulat et de VEmpire. Bruselas (1845),,


XX, P. 152.
362 E . T A -R L á

permitido atravesar esa parte del Mediterráneo por donde cru­


zaban las dos flotas' que vigilaban la isla de Elba ni se expli­
caba tampoco que no le hubieran arrestado en el momento de
desembarcar cuando sólo le acompañaba un pequeño número
de hombres.
El gobierno estaba convencido de que ese desagradable
asunto debía liquidarse sin tardanza. “ El bandido de Napo­
león” había enloquecido sin duda, porque un hombre sano de
espíritu no se hubiera animado jamás a hacer algo parecido.
La policía parisiense notó, sin embargo, xm síntoma in­
quietante : los revolucionarios, los jacobinos, los sin-Dios, todos
los epígonos de la gran Revolución señalados por la policía
desde tiempo atrás, manifestaban su júbilo por el aconteci­
miento y se alegraban del regreso del déspota que oprimió
a la Revolución en sus ¡comienzos y a sus partidarios' durante
largo tiempo después. En París se ignoraba aún la nueva con­
cepción política con que volvía Napoleón y se desconocían
sus discursos de Grenoble sobre la “ libertad” prometida.
No obstante en ese prim er momento hubo una cierta con­
fusión en la capital, particularmente entre la burguesía pu­
diente que nada temía tanto como una nueva guerra que arrui­
nara los negocios. La posible victoria de Napoleón representa­
ba para los liberales ¡constitucionales el despotismo militar v
el fin de esa forma de participación en el gobierno que habían
esperado llevar a cabo bajo los Borbones.
Presa del pánico los realistas', y en particular los emigrados
regresados en 1814 eon los Borbones, perdieron por completo la
cabeza en el sentido figurado de la expresión y temían perderla
de verdad en el sentido físico. ¿Qué haría con ellos el ogro cor­
so? La sombra sangrienta del duque de Enghien se dibujaba
sin cesar ante los ojos de los: Borbones y de su corte.
Las noticias que llegaban anunciaban el avance de Napo­
león a través de las montañas y que el emperador se acercaba-
a Grenoble, no obstante lo cual el rey se negaba a creer por el
momento en un peligro serio. Se desconocían aún los aconteci­
mientos: de La Mure, pero la i*icertidumbre de las tropas era
evidente: mariscales y generales permanecían firmes y toda­
vía tal vez los oficiales no se pasaran al emperador; pero los
N A P O L E Ó N 363

soldados de la guarnición de .París no disimulaban ya su


alegría.
Se decidió oponer al emperador al mariscal Ney, el hom­
bre más* popular en el ejército después del mismo Napoleón.
Ney parecía estar completa y sinceramente unido a los Bor­
bones y era el que más había insistido en 1814 para que Napo­
león abdicara. Además Napoleón mismo le había dado el bas­
tón de mariscal, el título de duque y finalmente el de prin­
cipe; y, lo que era más honroso a los ojos de los* soldados, le
había llamado ‘‘el más valiente de los valientes” . ¡Si tal hom­
bre consentía en tomar el mando, los soldados le seguirían qui­
zás contra el mismo Napoleón!
El rey llamó a Ney que era resueltamente hostil a la em­
presa- de Napoleón y no esperaba de ella más que desgracias
para Francia. Fogoso militarote, soldado presto a encolerizarse,
colocado bajo la influencia de la adulación, servil del rey y
toda, la corte, gritó haciéndose garante de todos sus soldados:
“ [Lo traeré prisionero en una jaula de hierro!” Pero antes
de que partiera llegaron noticias aterradoras: las tropas se
pasaban, al emperador sin combatir, una tras otra, provincias
y ciudades" caían a sus pies sin asomo de resistencia, sucedían
cosas nunca vistas.
Costase lo que costa.se era necesario conservar I/yon, se­
gunda ciudad de Francia por su riqueza, el número de sus
habitantes y sti importancia política. El conde de Artois, el
más odiado de los Borbones, se trasladó allí con la cándida
esperanza de enardecer la devoción de los obreros lyoneses por
,a caus'a real. Llegó también el mariscal Macdonald, con quien
los Borbones contaban como con N ey; levantó barricadas en
los puentes, hizo ejecutar apresuradamente otras obras de de­
fensa y organizar una revista de tropas para presentarlas al
hermano del rey, el conde de Artois'. Eeunidos tres regimien­
tos de la guarnición, pronunció ante ellos una arenga evocando
los peligros de una nueva guerra contra Europa si Napoleón
triunfaba y propuso a los soldados taludar al conde de Artois,
enviado del soberano, con el grito de: ‘‘{Viva el re y !” para
afirmar así siu confianza en los Borbones. La res'puesta fue un
profundo silencio; el conde de Artois, presa de pánico, huyó
de la revista y de Lyon lo más rápido que pudo y Macdonald
364 E . T A R L É

quedó para dirigir los trabajos de defensa. Las tropas esta­


ban tristes y trabajaban a disgusto; un zapador se acercó al
mariscal y le dijo en tono de reproche: “ H aríais mejor en
conducimos hacia nuestro soberano el emperador Napoleón”
E l mariscal no contestó. “ ¡Viva el em perador!” , “ ¡Abajo la
nobleza!” . Este grito de los campesinos que entraban por los
suburbios de la Guillotiére anunció a la ciudad que la vanguar­
dia imperial s'e aproximaba.
Los húsares de Napoleón penetraban ya en la ciudad y
Ma\cdonaM fu-é a su encuentro - para librarles b atalla; pero
apenas sus regimientos, a cuyo frente se encontraban los dra­
gones, hubieron visto a los húsares, se lanzaron hacia ellos gri­
tando: “ iViva el em perador!” . En un instante las tropas de
Napoleón se mezclaron con las del mariscal, que huyó al galope
para no ser hecho prisionero por sug propios hombres.
Media hora más tarde Napoleón llego a Lyon q u e ,. como
las otras ¡ciudades, se entregó sin disparar un solo tiro. Era
el 10 de marzo; hacía nueve días que Napoleón pisara tierra
francesa en el golfo de San Juan.
1 A l recibir a las autoridades lyonesas, repitió lo que tan­
tas veces dijera en Grenoble y antes y después de Grenoble:
daría a Francia la libertad interior y la paz exterior, habla
venido para conservar'y afirm ar los principios de la gran Re­
volución. Comprendía q.ue los tiempos no eran los mismos y de
allí en adelante se contentaría con Francia ¡sfin pensar en
conquistas.
En Lyon firmó un acto que declaraba disueltas la Cámara
de los Pares y la de Diputados, es decir, las instituciones que
funcionaban según la constitución dada por lo s . Borbones.;
anuló todos los nombramientos hechos por la casa. real en la
m agistratura y nombró nuevos jueces, pero dejó en su puesto
a la mayoría de los prefectos', que casi sin excepción eran sus
propios prefectos que los Borbones no se animaron a reempla­
zar en 1814.
E n Lyon restableció oficialmente su imperio, destronó a
los Borbones y abrogó la constitución y a la cabeza de 15.000
hombres prosiguió luego su camino hacia París. “ E l águila
con los colores nacionales volará de campanario en campanario
N A P O L E Ó N 365

hasta las torres de Notre Dame ” , 1 decía, repitiendo el pen­


samiento que había expresado a sus soldados en una proclama
hecha antes' de desembarcar.
Napoleón avanzaba sin encontrar resistencia y atravesó en
■triunfo >!acon; Chalon-jsux-Saone y otras localidades; pero
antes de alcanzar Chalón hubo un encuentro decisivo eon el
mariscal Ney a quien Napoleón conocía perfectamente bien.
Amaba su corazón pero no estimaba mucho su cabeza; lo había
visto en los combates, recordaba el reducto de Semenov el día
de Borodino y no olvidaba lo que Ney habla hecho mandan­
do la retaguardia del .Gran Ejército durante la retirada de Ru­
sia. Cuando al abandonar Macón le informaron que el mariscal
Ney estaba en Lons-le-Saunier con su ejército y cerraba el ca­
mino, Napoleón ya no temía una batalla: cosas mucho más in­
portantes había emprendido en el curso de su vida con quince
mil hombres. No quería derramamiento de sangre; le importa­
ba mucho apoderarse del país sin que hubiera habido ni una
¡sola víctima porque no podía concebir una demostración polí­
tica más persuasiva a favor del imperio.
Ney llegó a Lons-le-Saunier el 12 de marzo; tenía consi­
go cuatro regimientos y esperaba refuerzos. En ese momento
estaba -convencido de que obraba legítimamente: se le había
dicho que la abdicación del emperador en 1814 había sido la
salvación de Francia y que al abdicar el emperador autorizó
a los mariscales a pasar al servicio de los Borbones. Ahora era
él quien violaba su acuerdo eon las potencias, abandonaba la
isla de Elba e intentaba recuperar su. trono, lo que inevitable­
mente provocaría una guerra con Europa. Ney era sincero cuan­
do creía que en la lucha contra el emperador la razón estaba
de su lado; sabía que todas las esperanzas de Luis X V III des­
cansaban en su persona y que el rey confiaba enteramente en él.
Pero los soldados guardaron un triste silencio cuando su
amado jefe trató de hablar eon ellos. Los reunió con los ofi­
ciales y pronunció un discurso recordando cómo toda su vida
había servido, al emperador sin escatimar esfuerzos; ahora, de­
claró, el regreso del emperador entrañaba innumerables desdi­
chas para F ran cia: la guerra inmediata con Europa que bajo

¿ F l e u r y d e C h a b a u iíO n : Les cent jours, II, p. 166.


366 E . T A R L É

ningún pretexto se reconciliaría con él. Aquel que rehusara com­


batir, agregó, podía retirarse de inmediato del ejército: segui­
ría adelante con los demás. Soldados y oficiales guardaron si­
lencio; irritado e inquieto Ney volvió a su cuartel general.
En la noche del .13 al 14 de marzo se despertó al mariscal
para informarle que las unidades de artillería enviadas en re­
fuerzo de Chalón s’e habían amotinado y pasado a Napoleón
con su escolta (un escuadrón de caballería). Al alba y a la ma­
ñana se supo ininterrumpidamente de ciudades que echaban a
las autoridades reales y se sumaban al emperador y del avance
del mismo hacia Lons-le-Saunier. Rodeado de soldados som­
bríos que no querían ni hablarle, ni responderle, y de oficiales
que rehuían su mirada, Ney recibió en el momento de estas
crueles dudas un mensaje traído por un correo del emperador:
“ .Dígale que siempre le quiero y que mañana lo abrazaré ” , 1
hacía saber Napoleón al mariscal.
Sus vacilaciones term inaron: ordenó a los coroneles que
reunieran a los regimientos y pasando al frente de sus tropas,
desenvainó la espada y gritó con fuerza: “ Soldados: la cau­
sa de los Borbones está perdida para siempre. La dinastía le­
gítima que Francia ha adoptado vuelve a subir al trono. .,
Es al emperador Napoleón, nuestro soberano, a quien corres­
ponde de ahora en adelante reinar £obre nuestro hermoso
país 7’. 2 Los gritos de “ ¡Viva el em perador!” , “ ¡Viva* el ma­
riscal N ey!” cubrieron su voz. Algunos oficiales realistas de­
saparecieron de inmediato sin que Ney los retuviera. Uno de
ellos rompió su espada y le hizo amargos reproches: “ Y según
vos: ¿qué se podría hacer? ¿Puedo detener el movimiento del
mar con mis manos?” , respondió el mariscal.
Hay que hacer notar que, al pasarse tan repentinamente del
lado de Napoleón, Ney comenzó de inmediato a ejecutar las Ór­
denes precisas del emperador referentes a los movimientos de
las tropas estacionadas en Lons-le-Saunier. Napoleón había en­
viado esta orden de antemano sin saber aún cuál sería la actitud
de Ney, pero firmemente convencido de que el mariscal no esgri­
miría las armas contra él.

1 M o n t h o l o n : R é c íts d e la c a p tivité, I I , p . 3 2 5 .
2 T h i e r s : H isto ir s d u C ón su l ai ei d e lE m p ir e , Bruselas, 1 8 4 5 , XX,
N A P O L E Ó N 367

En París se supo casi simultáneamente la entrada de Napo­


león en Lyon, su marcha hacia el Norte y el cambio de frente de
Ney. El prim er pensamiento de la Corte fue huir sin m irar ha­
cia atrás del peligro mortal y la fosa en que se pudría el cadáver
del duque de Enghien. El desorden de los espíritus había lle­
gado a un grado inimaginable cuando, de pronto, Luis X V III
se opuso a la partida, porque en la huida veía el deshonor y la
pérdida del trono. P e ro : ¿ qué intentar ? Se discutió seriamente
este plan estratégico: el rey, sus ministros y toda la familia r.eal
y el alto clero, partirían en coches y abandonarían 1a. ciudad; el
cortejo Se detendría en los suburbios para esperar al usurpador
en su; marcha hacia París. Avergonzado de ¡su conducta se vol­
vería el emperador al ver al monarca legítimo de cabellos blancos
que orgulloso de su derecho cerraría personalmente y sin temor
la entrada a la capital.
No hubo estupidez que en estos días de pánico no inventaran
cabezas ya de por sí tan poco astutas en períodos tranquilos.
La prensa parisiense gubernamental o próxima a los dirigen­
tes pasaba del extremo aplomo al completo desaliento y luego a
un terror no disimulado. Caracterizan su actitud de esos días los
epítetos sucesivamente empleados a medida que Napoleón avan­
zaba hacia el norte.
Prim era noticia*. “ El monstruo corso lia desembarcado en el
golfo de San J u a n ” ■
Segunda noticia: “ El ogro marcha hacia Grase” .
Tercera noticia: “ El usurpador ha entrado en Grenoble” .
Cuarta noticia: “ Bonaparte ha ocupado Lyon” .
Quinta noticia: “ Napoleón se acerca a Fontainebleau” .
Sexta noticia: “ Su Majestad Imperial es esperada mañana
en su fiel P a rís?\ Toda esta gama literaria encontró lugar en los
mismos diarios y bajo la misma redacción en el curso de algunos
días.
En la noche del 19 al 20 .de marzo Napoleón llegó icón su ejér­
cito a Fontainebleau; a las once de esa misma noche el rey y su
familia habían salido de París en dirección a la frontera belga.
El 20 de marzo a las nueve de la noche el emperador entró en la
capital rodeado por su caballería.
En las Tullerías lo esperaba una enorme m ultitud que, al
decir de los testigos, se precipitó como loca a su encuentro, lo se-
368 £ . T A R L É

paró de su comitiva, abrió la carroza y entre exclamaciones lo llevó


hasta los departamentos del primer piso del palacio.
Jamás, ni después de las más grandes victorias, de las cam­
pañas más brillantes, después de las más ricas y gigantescas con­
quistas se le había acogido en París como esa noche del 20 de
marzo de 1815. Un viejo realista dijo más tarde que aquello ha­
bía sido verdadera idolatría.
Apenas se consiguió evacuar el palacio, Napoleón se instaló
en su antiguo gabinete (qne Luis X V III abandonara veinticua­
tro horas antes) y se ocupó de los asuntos urgentes que por to­
das partes es presentaban.
Lo increíble había ocurrido: sin un disparo de fusil, sin lu-
cha, atravesó Francia desde el Mediterráneo hasta París en die­
cinueve días, echó a los Borbones y volvió a reinar. Pero Ñapo-
león sabía mejor que nadie que no llevaba consigo la paz sino
la espada; conmovida por su aparición, Europa haría esta vez
todo lo posible para impedirle reunir sus fuerzas.
Al comenzar su nuevo reinado, Napoleón prometió solemne­
mente dar a Francia la paz y la libertad, después de reconocer así
francamente y repetir en Grenoble, Lyon y París que su primer
reinado no había aportado ni una ni otra cosa al país. Este amor
de Napoleón por la libertad y la paz sonaba en los oídos de Europa
•y Francia casi como si hablara de fuego frío o de hielo caliente.
La inteligencia rápida y prodiciosa de Napoleón que todo
lo pesalba, comprendió muy bien que si en pocos días y sin lucha
había reconquistado el trono no era porque todos hubieran sido
seducidos por la libertad y la solidez de esa paz prometida a sus
súbditos. Los Borbonesi dieron a Francia una libertad con la que
ni hubiera osado soñar en épocas del imperio y por el momento
ni violaban ni se aprestaban a violar la paz; no era esto lo que
los había apartado de ellos. Napoleón comprendió que debía gran
parte de su éxito a las promesas hechas a los campesinos, es decir,
a la aplastante mayoría de la nación. “ ¡Viva el emperador!”.
Los campesinos repitieron este grito agregándole: “ ¡Abajo los
nobles, ahajo los sacendotes!’’ “ Me han seguido de ciudad en
'riudad'yw axrdcrrro podían iinná^i^os^ttejtíterra^tros-eLeuídade-----
ile escoltarme hasta París. Después de los provenzales, los delfi-
neses; después de los delfineses, los lyoneses, y después de los í
lyoneses, los borgoñeses, han formado mi cortejo; y los verdaderos
Conspiradores que me han preparado todos estos amigos, son los j
N A P O L E Ó N 369

Borbones mismosJ 1 Así hablaba Napoleón de ese cortejo triu n ­


fal en los primeros días de su regreso a las Tullerías.
E ra fácil satisfacer, por lo menos parcialmente, a los cam­
pesinos : Napoleón, símbolo de la destrucción total del feudalismo,
les aseguraba la propiedad de las tierras. Es verdad que hubieran
querido que además se term inaran las guerras y las conscripciones
y escucharon muy atentamente cuando Napoleón habló de su fu­
tura política de paz. Otra y no ésta de la paz era la cuestión más
Importante-. Napoleón comprendía que después de once meses de
monarquía constitucional y una cierta libertad de prensa, lo menos
que la burguesía urbana esperaba de él era el mínimum de “ li­
bertad” acordado por los Borbones. Urgía ilustrar cuanto antes
el programa desarrollado mientras marchaba hacia París en su
papel de general revolucionario, “ He venido a limpiar a F ran ­
cia de emigrados” , dijo en Grenoble. “ Soy hijo de la Revolu­
ción” , declaró en Lyon, agregando que los sacerdotes y los nobles
que soñaban con reducir a los franceses a la esclavitud, debían
precaverse. “ Los colgaré de los faroles” , había amenazado.2
Recibió toda una serie de peticiones de viejos jacobinos
escapados, no se sabe cómo, a las persecuciones de su primer
reinado, y que ahora le acogían como al representante del movi­
miento revolucionario .contra los Borbones, los frailes, los nobles
y los sacerdotes. E n Tolosa se paseó un día entero un busto del
emperador Napoleón rodeado por una m ultitud que cantaba la
Marseüesa y gritaba: “ ¡Los aristócratas sobre las picas!” .
De provincias llegaban pedidos al mariscal Davout (nom­
brado ministro de Guerra apenas regresado) para que el empera­
dor reviviera el terror de 1793, estado de ánimo que Napoleón
no ignoraba. En la noche del 20 de marzo, cuando acababan de
llevarle en triunfo a palacio, dijo al conde Mole que por todas
partes había encontrado el mismo odio contra el clero y la nebleza,
odio tan fuerte como el de los primeros tiempos. Pero así como
en 1812 temió en el Kremlin aliarse a la revolución' agraria rusa,
así también en 1815 en las Tullerías retrocedió ante la ayuda
posible de la ‘‘jacqwerie” y el terror revolucionario, y no llamó

1 T h ie r s : Histoire du Consultó et de l’Etn-ptre, Bruselas, 1845, XXI,


p. 155.
2 Expresión francesa típica de la época, que equivale a ahorcar.
370 E . T A R L É

en su ayuda ni a un movimiento estilo Pugatchev ni a “ M arat7’.


Y no por azar: la clase de la sociedad francesa que triunfó en
la Revolución y cuyo representante principal era Napoleón, el
hombre que la, había fortalecido con sus victorias, esta gran bur­
guesía se sentía más próxima al enemigo, más cerca de Alejandro
I que de Pugatchev, de Luis X V II que de Marat. “ Pero yo no
quiero ser el rey de una jacquerie”, decía Napoleón a Bejam'ín
Constant, representante típico de las esperanzas de la burguesía
del momento. E l emperador le había llamado a palacio apenas
volvió, precisamente a causa de las reformas liberales que hu­
bieran satisfecho a la burguesía, probado el reciente liberalismo
de Napoleón y apaciguado al mismo tiempo a los jacobinos que
levantaban cabeza. Es interesante observar que Napoleón com­
prendió claramente que en ese momento sólo podía servirle un
brote revolucionario y no las reformas liberales moderadas o los
gorjeos constitucionales. “ Mi sistema de defensa no tenía va­
lor alguno porque los medios no estaban a la altura del peligro,
hubiera sido necesario recomenzar la Revolución para obtener
todas las posibilidades que ella crea y excitar todas las pasiones
para aprovecharse de su ceguera” ; “ sin esto no se podía salvar
ya a Francia ” , dijo más tarde, evocando 1815. Y el general
Jomini, famoso historiador militar, concuerda eon él. Renunció,
pues, hasta a tra ta r de resucitar 1793 y los fuertes poderes que
reconocía a la Revolución y ordenó buscar dondequiera que se
ocultara y llevar, a palacio, al publicista y teorizante Benjamín
Constant que se ocultaba por la sencilla razón de que un día
antes de la llegada de Napoleón a París, había calificado este re­
greso de calamidad pública y a Napoleón de Atila y ,Gengis Khan.
No sin temblar se presentó Benjamín Constant ante “ Ati­
l a ” y con alegría vio que no sólo no se le fusilaba sino que se
le proponía la elaboración inmediata de una -constitución del im­
perio francés. Esta presentación tuvo lugar el 6 de abril y el 23
del mismo mes la constitución estaba lista. Fue bizarramente
bautizada: “ Acta adicional a las-constituciones del Im perio” con
lo que Napoleón quería dejar establecidas las filiaciones de su
primer y de su segundo reinado.
Benjamín Constant se había limitado a tomar la carta acor­
dada por Luis X V III en 1814 y a hacerla un poco más “ lib e ra r’.
Se rebajaba considerablemente el censo electoral para electores
y elegibles, pero aún era necesario ser bastante rico para llegar
N A P O L E Ó N 371

a diputado. [Gracias al artículo 64 del “ Acta adicional” la li­


bertad de prensa estaba un poco más asegurada que bajo los
Borbones; en adelante sólo los tribunales entenderían en los de­
litos de prensa y se abolía la censura previa. Además de la Cá­
mara de Diputados que constaba de trescientos miembros, se ins­
tituía una “ Cámara A lta” cuyos integrantes, nombrados por el
emperador, serían hereditarios; ambas cámaras examinarían las
leyes que el emperador promulgara.
Napoleón aceptó este proyecto y el 23 de abril se promulgó
la nueva constitución. El emperador no se opuso mucho- a la
creación liberal de Benjamín Constant y sólo quiso postergar
las elecciones y la convocatoria de las cámaras hasta que se re­
solviera la cuestión de la guerra: ya se vería en caso de victoria
qué se hacía con los diputados, la prensa, y el mismo Benjamín
Constant. Esta constitución debió tranquilizar los ánimos por
un tiempo; pero la burguesía liberal confiaba poco en el libera­
lismo del emperador y le pidió que convocara al Parlamento
cuanto antes. Después de algunas de objeciones, Napoleón con­
sintió y fijó como lecha el 26 de mayo, día en que serían conocidos
los resultados del plebiscito a que el emperador había sometido
su constitución y se devolverían las banderas a. la guardia na­
cional.
El plebiscito dio 1.55,2.450 votos por la constitución y 4.800
en contra. La ceremonia de la entrega de las banderas (que en
realidad se . realizó no el 26 de mayo sino el l 9 de junio) fue
solemne y emocionante porque todos sabían dónde debía colocarse
esta guardia nacional y cómo debía afrontar la muerte. El 1?
de junio se inauguraron las sesiones de la nueva cámara, llamada
como antes Cuerpo Legislativo.
Los representantes del pueblo no habían sesionado más de
semana y media cuando ya Napoleón, descontento de ellos, ma­
nifestaba su cólera; era absolutamente incapaz de acomodarse a
una limitación 'cualquiera de su autoridad y de soportar el me­
nor signo de actividad independíente.
El Parlamento eligió para presidente a Lanjuinais, liberal
moderado y antiguo girondino que no gozaba de la simpatía del
emperador, elección en la que no debe verse ninguna oposición:
Lanjuinais prefería seguramente Napoleón a los Borbones, pero
irritó al emperador y le hizo decir al recibir una petición muy
sumisa y respetuosa del Cuerpo Legislativo: “ No nos parez­
372 E . T A R L É

camos a los griegos del Bajo Imperio que se entretenían en dis­


cutir entre ellos cuando el ariete golpeaba las murallas de la
ciudad” , aludiendo así a la coalición europea cuyas tropas
avanzaban hacia las fronteras francesas por todos lados. El XX
de junio recibió la petición de los representantes del pueblo y
el 12 reunió al ejército: iba a librarse una gigantesca batalla
contra Europa, la última de su vida.
Napoleón comprendía que al partir, dejaba una retaguardia
muy poco segura; no se trataba tanto de los liberales reunidos
en asamblea parlam entaria el 11 de junio sino ante todo del hom­
bre que Napoleón, a su regreso de la isla de Elba, hizo una vez
más, su ministro de Policía. La víspera de la llegada de Napo­
león a París, José Fouehé consiguió provocar la cólera de los
Borbones y sul propia desgracia, hábil maniobra que le valió el
puesto de ministro apenas entró el emperador en la capital. Na­
poleón no ignoraba su capacidad en materia de intrigas y trai­
ciones,- pero la Vendée seguía agitada y Fouehé que conocía como
nadie la insurrección vandeana sabría también mejor que nadie
combatirla. Napoleón, contaba, además, con su querella con los
Borbones; pero al mismo tiempo y como durante su prim er rei­
nado, hizo vigilar especial y completamente en secreto al ministro
cuyos talentos policíacos y genio provocador utilizaba. Encargó
la vigilancia a Fleury de Chaboulon, el mismo que había hecho
el viaje secreto a la isla de Elba.
Fleury de Chaboulon reveló ciertas maquinaciones existen­
tes entre Fouehé y Metternich, y aunque en realidad Fouehé
consiguió ponerse a salvo, Napoleón (era en el mes de mayo)
terminó la conversación con él con esta opinión expresada en
alta voz; “ ¡Sois un traidor, Fouehé! jSólo de mí depende
haceros d e t e n e r 1 a lo que el ministro, cuyo largo servicio
junto al emperador había acostumbrado a tales vuelcos de la con­
versación, parece que respondió: “ No comparto esa opinión de
Vuestra M ajestad” .
Per O; ¿-qué hacer? Si se conseguía vencer a los aliados se
domaría al Parlamento y Fouehé se tom aría inofensivo; y si
tal victoria no se lograba, poca importancia tendría entonces que
am ortajaran al imperio los diputados liberales o lo s ministros

1 L a v a l e t t e : Mémoíres et Souvenirs, pág. 3 5 8 .


n a p o l e ó n 373

felones. Napoleón descansaba en Davout, gobernador militar de


París y ministro de ,Guerra, y en el viejo republicano Carnot,
que antaño se rehusara tenazmente a servir al déspota, pero que
en 1815, considerando a los Borbones como al peor de los males,
había venido a ofrecer sus servicios al emperador.
Si los obreros de los suburbios no se habían sublevado en
1813 y 1814 tampoco lo harían ahora a sus espaldas aunque es­
tuvieran más hambrientos que en la prim avera de 1814. Napoleón
estaba seguro, por la misma razón que hacía de Carnot su actual
servidor y había llenado de alegría a los jacobinos ante la noticia de
su desembarco en el golfo de San J u a n : comprendía que los obre­
ros, Carnot y los jacobinos de provincias veían en él en ese momen­
to, no al emperador sino al jefe de los ejércitos de la Francia post-
revolucionaria que se aprestaba a defender el territorio contra
los intervencionistas y los Borbones que querían restaurar el an­
tiguo régimen. A los ojos del mundo entero, amigos o enemigos,
este jefe m ilitar era un jefe sin igual, artista en el arte de la
guerra, el más genial de los grandes -capitanes de todos los tiem­
pos, virtuoso sin rival de la estrategia y la táctica. E l país y
Europa, levantados -contra él, esperaban angustiados.

Esta última guerra de Napoleón, objeto de debates apasio­


nados, ha sido copiosamente utilizada por historiadores y literatos.
Casi todos han visto en ella una serie de contingencias fatales
que se habrían arrebatado a Napoleón una victoria que ya le
sonreía.
Si se analiza la batalla desde el punto de vista científico y
realista las tales contingencias sólo pueden interesar al técnico
militar. Si se abandonan el propósito de profundizar, y el ánimo
de erótica y se acepta sin reservas la tesis de que ciertos azares
han impedido a Napoleón ganor la batalla de Waterloo, aun
entonces es necesario reconocer que el resultado esencial de toda
la guerra no hubiera dejado de ser el mismo. E l imperio se des­
moronó porque Europa recién empezaba a desarrollar sus fuerzas,
mientras que Napoleón había ya agotado definitivamente las
suyas y sus reservas militares.
De 198.000 hombres de que disponía el emperador el 10 de
julio de 1815, más de un tercio estaba disperso a través del país
(sólo en la Vendée era necesario mantener cerca de 8.500 hom­
bres). En el lugar de la campaña Napoleón podía -contar inme­
374 E . T A R L É

diatamente con unos 128.000 hombres y 344 bocas de fuego, es


decir con los efectivos de la Guardia, cinco cuerpos de ejército
y las reservas de caballería. Existía además un ejército extraor­
dinario (guardia nacional, etc.) de 200.000 hombres, de los
cuales la mitad -carecía de uniformes y la tercera parte de armas.
Si la campaña duraba, Napoleón podría aprovechando la acción
organizadora de Davout y desplegando los más grandes esfuerzos,
levantar todavía de 230.000 a 240.000 soldados. Y ¿cómo no ha­
bría de durar la campaña, aun cuando fueran suyas las primeras
victorias, si los ingleses, prusianos, austríacos y rusos alineaban
de una sola vez 700.000 hombres y todavía podían traer 300.000
hacia el fin del verano, sin contar con los refuerzos previstos
para el otoño? Los aliados contaban, con un millón de hombres.
La coalición estaba irrevocablemente decidida a terminar con
Napoleón. Pasados el prim er temor y una cierta depresión, todos
los gobiernos de las potencias que sesionaban en el Congreso de
Viena manifestaron una energía desusada; rechazaron todas las
intentonas de Napoleón para entablar negociaciones por separado
y le decretaron fuera de la ley como “ enemigo de la humanidad” .
Más aún que el odio por el usurpador y el conquistador,
más aún que el temor ante el terrible jefe de guerra eternamente
vencedor, lo que influyó esta vez sobre Alejandro, Francisco, Fe­
derico Guillermo, Metternich y Lord Castlereagh ¡(en ese enton­
ces muy preocupado por el estado de ánimo de los obreros y las
corrientes reformistas burguesas de su p aís), lo que influyó sobre
toda esta alta clase dirigente y reaccionaria de Europa, fueron
la nuevas maneras “ jacobinas” , “ liberales” de Napoleón. Más
qu.e la corona de oro del emperador asustaba a los gobernantes
europeos el pañuelo rojo que adornaba la cabeza de Marat y en
1815 les parecía que Napoleón se preparaba precisamente a “ re­
sucitar” a Ma-rat para la lucha general. Napoleón, no se decidió;
pero en Viena, Londres, B erlín y Petersburgo creyeron que así
lo haría y se exasperó una irreconciliable hostilidad contra el
conquistador.
Al reunirse el ejército, Napoleón fue acogido con un entu­
siasmo extraordinario; los espías ingleses no volvían en sí de su
asombro e informaron a Wellington, jefe del ejército inglés, que
la adoración por Napoleón rayaba en la locura, testimonio eon
que concuer.dan las indicaciones que sobre el estado de ánimo
francés proporcionaron otros agentes extranjeros. Pero ni We-
N A P O L E Ó N 375

llington ni sus espías repararon en el hecho, nuevo en los ejércitos


napoleónicos, de que los soldados desconfiaran de los generales
y de los mariscales. Ya en 1814 las tropas abrigaron serias
sospechas de que los mariscales traicionaban al emperador; su
confianza ciega en él les hacía desear que procediera con los
“ traidores” como la Convención había procedido antes con los
generales sospechosos. ¡La guillotina para los traidores de uni­
forme! Pero Napoleón no se decidió y generales y mariscales
conservaron sus puestos. A pesar de que reconocía que el terror
revolucionario hubiera doblado sus fuerzas el emperador no se
decidió a implantarlo ni en el frente ni en la retaguardia.
La presencia de Napoleón ejercía gran influencia entre los
soldados y levantaba su ánimo; se persuadían entonces de que
genérales y mariscales estaban bien vigilados y que no era de
temer la traición repentina de que la masa de los soldados creía
capaces muchos de ellos.
Frente a Napoleón estaban los ingleses y los prusianos, los
primeros aliados llegados al campo de batalla; los austríacos
marchaban apresuradamente hacia el Rin. En marzo de 1815,
apenas comenzado el nuevo reinado napoleónico, M urat —hecho
rey de Nápoles por el emperador en 1814 y reconocido como tal
por el Congreso de Viena—, se pasó repentinamente de su lado
y declaró la guerra a los austríacos; pero fue vencido antes de
que el mismo Napoleón interviniera contra la coalición. De modo,
que ahora, a mediados de junio, el ejército francés no contaba
ya ni siquiera con este elementó que hubiera servido para dis­
traer parte del ejército austríaco.
Peros los austríacos .aún estaban lejos y lo que se debía ha­
cer ante todo era rechazar a ingleses y prusianos. Wellington
estaba en Bruselas y sus alrededores; Blücher había colocado sus
prusianos a orillas del Sambre y el Mosa, entre Lie ja y Charleroi.
El 14 de junio Napoleón inició la campaña invadiendo Bél­
gica; se introdujo rápidamente en el espacio que separaba a We­
llington de Blücher y se precipitó sobre este último. Los franceses
ocuparon Charleroi y cruzaron el Sambre durante la batalla,
pero la maniobra napoleónica se retardó algo en el flanco derecho
porque el general Bourmont, realista desde mucho tiempo atrás,
sospechoso a los soldados, huyó hacia los prusianos, hecho que
'aumentó aún más la desconfianza con que los soldados rodeaba.n
al comando. A pesar de ver en este incidente un presagio feliz,
376 E . T A R L É

Blüclier se negó a recibir al general traidor y hasta le hizo decir


que lo consideraba como “ excremento de perro” (Blücher fne
aún más enérgico en sus expresiones).
“ Los blancos son siempre blancos” , 1 dijo Napoleón cuan-
do se enteró de la traición de Bourmont, realista y vandeano.
E l 15 de junio el emperador ordenó a Ney que ocupara el
caserío de Quatre-Bras, en el camino a Bruselas, a fin de inmo­
vilizar a los ingleses; pero la floja maniobra de Ney fue tardía.
'El 16 de jumo tuvo lugar entre Napoleon y Blücher la gran ba­
talla de Ligny que dió por resultado una victoria del emperador;
Blücher perdió más de 20.000 hombres y Napoleón alrededor de
11.000. Pero esta victoria no le satisfizo porque hubiera destrui­
do todo el ejército prusiano a no mediar el error de Ney que re­
tuvo sin necesidad el prim er cuerpo obligándolo a pasearse
entre Quatre-Bras y Ligny, Blücher fue batido y rechazado (en
dirección desconocida) pero no en derrota.
Napoleón dejó descansar al ejército el 17, día preciso que
los críticos militares le reprochan haber perdido permitiéndole
a Blücher reorganizar sus tropas.
Hacia la mitad de la jornada Napoleón dió 36.000 hombres
al mariscal Grouchy y le ordenó que continuara la persecución
de Blücher.. P arte de la caballería francesa perseguía a los in­
gleses que el día anterior habían intentado paralizar a los fran­
ceses en el caserío de Quatre-Bras; pero un verdadero diluvio
empapó los caminos y la persecución fue interrumpida.
Con el grueso de sus fuerzas Napoleón se reunió a Ney y
marchó hacia el norte en dirección a Bruselas.
Wellington ocupó con todo su ejército la posición del monte
San Juan situada al sur del pueblo de "Waterloo a 22 kilómetros
de Bruselas; el bosque de Soignes, al norte de "Waterloo, le qui­
taba la probabilidad de replegarse hacia Bruselas.
Wellington se fortificó en este terraplén del monte San Juan
eon la idea de esperar a Napoleón en esta fuerte posición y rete­
nerla, costara, lo que costara, hasta que Blücher pudiera reunir
sus tropas, recibir refuerzos y venir en su ayuda.
Uno tras otro llegaban los espías al cuartel general inglés
informando que Napoleón marchaba sin detenerse hacia el monte

1 T h ie r s : Hisioire du Consultó et de VEmpire. Bruselas (1 8 4 5 ).


XXI, p. 52. ...
N A P O L E Ó N 377

San Juan, a despecho de la lluvia que inundaba los caminos.


Mantener la posición hasta la llegada de Blücher significaba la
victoria, y perderla, el aniquilamiento del ejército británico. Este
era, pues, el problema de Wellington el mediodía del 17 de junio
cuando el general Gneisenau, jefe del estado mayor de Blücher,
le hizo saber que los prusianos iban a acudir precipitadamente en
su ayuda.
i Al term inar el día Napoleón se aproximó al terraplén y'des­
de lejos diviso el ejército inglés a través de la bruma.
Cuando en la mañana del 18 de junio se encontraron frente
a frente, Napoleón tenía casi 72.000 hombres y Wellington 70.000.
Ambos esperaban refuerzos; Napoleón contaba con Grouchy que
rno tenía más de 33.000 hombres y los ingleses con Blücher, a
quien quedaron alrededor de 80.000 y que podía enviar a com­
batir entre 40.000 y 50.000.
Al term inar la noche ya ocupaba Napoleón sus posiciones,
pero no podía atacar porque la lluvia había empapado de tal
modo el suelo que era difícil desplegar la caballería. A la ma­
ñana siguiente inspeccionó su ejército y quedó encantado con la
acogida que se le hizo: fue aquel un entusiasmo impetuoso, com­
pletamente excepcional y como no se había visto desde Austerlitz.
Esta revista que debía ser la última que hiciera Napoleón. en su
vida, dejó en él y en todos los asistentes una impresión imborrable.
E n un principio el cuartel general del emperador se encon­
traba en la granja de Caillou. A las once y media halló Napoleón
que el suelo estaba ya bastante seco y dio la señal de ataq u e; el
fuego violento de 84 cañones cayó sobre el ala izquierda de los
ingleses y el ataque comenzó dirigido por Ney. Al mismo tiempo
y ¡como para hacer una demostración, se inició un ataque más
débil contra el ala derecha inglesa y el castillo de Hougoumont,
¡donde los asaltantes se estrellaron contra la más enérgica de las
^resistencias ofrecida por un adversario establecido en una posi­
ción fortificada.
Continuó el ataque al ala derecha inglesa. H ora y media de
lucha despiadada iba ya corrida cuando repentinamente descu­
brió Napoleón a los lejos, del lado del noroeste, cerca de Chapelle
Saint Lambert, el contorno indeciso de tropas en marcha. Pensó
primero que se trataba de Grouchy, a quien durante la noche y
repetidas veces en el transcurso del día se había transmitido la
orden de marchar a toda prisa hacia el campo de batalla. No era-
378 E . T A R L É

Grouchy sino Blücher, que, chasqueando al mariscal francés con


hábiles movimientos, escapó a su persecución y acudía ahora en
socorro de Wellington. Napoleón no se turbó cuando lo supo;
estaba convencido de que ,Grouchy seguía muy de cerca al general
prusiano y de que a pesar de la superioridad numérica de los
refuerzos aportados por Blücher, las fuerzas que se enfrentaban
se equilibrarían o poco menos al llegar ambos al campo de ba­
talla. Y si lograba asestar un golpe decisivo a los ingleses antes
de la llegada de Blücher., luego, con ayuda de Grouchy la par­
tida podía ser ganada definitivamente.
Napoleón envió parte de su .caballería contra Blücher y or­
denó a Ney que continuara el ataque contra el centro y el ala
izquierda de los ingleses, tropas que desde el comienzo de la
batalla habían sufrido ya muchos terribles asaltos. Se lanzaron
cuatro divisiones completas del cuerpo de Erlon. La batalla arre­
ciaba en todo el frente; los ingleses disparaban sin descanso,
contra las columnas cerradas y contraatacaron en numerosas
oportunidades. Las divisiones francesas entraban en acción unas
tras otras y soportaban espantosas pérdidas. L a -caballería esco­
cesa arrolló sus filas y acuchilló a un tercio de sus efectivos.
Napoleón, que observaba la -confusión y veía la derrota de sus
divisiones, subió al galope a la altura cercana a la granja de la
Belle Alliance y lanzó a la batalla algunos miles de coraceros
del general Milhau, con lo que los escoceses fueron rechazados
después de haber perdido todo un regimiento. Este ataque costó
casi todo el cuerpo de E rle n ; el ala derecha inglesa no pudo ser
arrollada.
Napoleón modificó entonces su plan y dirigió el peso del
ataque contra el centro y el ala derecha del enemigo. Á las tres
y media la granja de La Haie-Sainte fue conquistada por la di­
visión del ala izquierda del cuerpo de Erlon, que no tenía la
fuerza necesaria para explotar su triunfo, por lo que Napoleón
hizo enviar a Ney cuarenta escuadrones de la caballería de Milhau
y de Lefébre-Desnouettes con el encargo de asestar un golpe
violento al ala enemiga, entre el castillo de Hougoumont y La
Haie-Sainte. E l castillo fue finalmente tomado; sin embargo los
ingleses tropezaban, caían por. miles, pero no abandonaban las
posiciones esenciales.
N A P O L E Ó N 373

Durante este famoso ataque la caballería francesa fue to­


mada bajo el fuego de la infantería y la artillería inglesas, sin
que tal cosa desconcertara a los que quedaron vivos. Hubo un
momento en que Wellington pensó que todo estaba perdido; y
no sólo lo pensó sino que también lo dijo a su estado mayor. La
respuesta del generalísimo inglés a la información de que los
ejércitos ingleses estaban en la imposibilidad de retener ciertos
puntos revela su estado de ánimo: “ Que mueran todos: no tengo
refuerzos que enviarles” . “ ¿Qué órdenes dejáis?” “ La de mo­
rir hasta el último hombre si tal cosa es necesaria para dar a los
prusianos el tiempo de llegar” . Así respondió Wellington a las
inquietas comunicaciones de sus generales, arrojando a la ho­
guera sus últimas reservas.
Napoleón no esperó las reservas de infantería y envió al
fuego más caballería, 37 escuadrones de Kellerman. Caía la no­
che. Finalmente el emperador empleó la Guardia contra los in­
gleses y él mismo la condujo al asalto. En ese momento resonaron
gritos y crepitaron los fusiles en el flanco derecho del ejército
francés. Blücher llegaba al campo de batalla con 30.000 soldados.
Pero los ataques de la Guardia continuaron porque Napoleón
estaba convencido de que Grouchy se aproximaba sobre las huellas
de Blücher. Pronto, sin embargo, cundió el pánico: la caballería
prusiana se lanzaba contra 1a. Guardia Imperial tomada así en­
tre dos fuegos. Blücher mismo se arrojó con el resto de sus fuerzas
contra la granja de la Belle Alliance abandonada por, Napoleón
y su Guardia, para cortar la retirada al emperador con esta
maniobra.
E ran ya las ocho de la noche, pero aún estaba bastante cla­
ro. Después de sufrir durante todo el día los mortíferos ataques
de los franceses, llegó para Wellington el momento de pasar al
ataque general. ¡Y Grouchy no llegaba! El emperador le esperó
en vano hasta último momento.
Todo había terminado. Formada en cuadro retrocedía la
^Guardia lentamente defendiéndose con desesperación .a través de
las sombrías filas enemigas. Montado a caballo Napoleón mar­
chaba al paso en medio de un batallón de granaderos de la Guar­
dia que le protegía.
La resistencia encarnizada de la vieja Guardia detenía a
los vencedores. “ ¡Rendios, valientes franceses!” , gritó el coronel
inglés H alkett al aproximarse al cuadrado rodeado por todas
380 E , T A R L É

partes. Pero los soldados de la ¡Guardia y el general Cambronne


qne lo mandaba prefirieron la muerte a la rendición y no cedie­
ron. También resistían las otras partes del ejército francés, es­
pecialmente aquellas en qne combatían las reservas del cuerpo
de Lobau. Pero abrumadas por las tropas frescas del ejército
prusiano, hubieron finalmente de dispersarse en todas direccio­
nes, buscando la salvación en la fuga; recién al día siguiente y
sola en parte se les pudo reunir. Durante toda la noche los pru­
sianos persiguieron al enemigo por largo trecho.
En el campo de batalla yacían 25.000 franceses y 22.000 in­
gleses y aliados, heridos o muertos. Debido a la derrota del ejér­
cito francés, cuya artillería se perdió casi integramente, a los miles
de austríacos que se dirigían hacia las fronteras francesas, a la
cercana perspectiva de ver aparecer también muchos miles de ru ­
sos, la situación de Napoleón era desesperada; pero mientras se
alejaba de este campo de Waterloo en que había terminado su
carrera, el emperador aún no se daba cuenta de ello. ¿Es que
Grouchy le había traicionado y perdido al ejército francés con su
retraso, o es que sólo por azar equivocó el camino? En el'm o­
mento en que la caballería atacó a los ingleses: ¿había procedido
como un héroe (opinión de Thiers) o como un insensato (opinión
de Madelin) ? ¿Valió la pena esperar hasta el mediodía o debió
desencadenarse al alba el ataque para term inar con los ingleses
antes de la llegada de B lü ch er?... Todas estas preguntas y mi­
llares de otras referentes a la batalla de Waterloo, han ocupado
a los historiadores durante más de cien años y apasionado a los
contemporáneos de la batalla. Sin embargo es necesario destacar
aquí el hecho de que el mismo Napoleón se preocupara poco por
ello en el prim er momento. D urante el regreso a París aparenta­
ba una extrema calma y meditaba profundamente: sin embargo
su semblante no estaba sombrío, como después de Leipzig, a pesar
de que eii adelante' todo estaba irremediablemente perdido.
U na semana después de Waterloo dio esta curiosa muestra
de sus secretos pensamientos sobre esta batalla: “ Las poten-^
cias no pelean contra mí sino contra la Revolución; en mí han
visto siempre a su representante, al hombre de la Revolución” ,
con lo que coincidía con todas las generaciones de librepensadores
europeos. Basta recordar la emoción de Herzen ante la imagen
que representa el encuentro y las felicitaciones recíprocas de Blü­
cher y Welliñgton la noche de la batalla en el campo de Waterloo:
N A P O L E Ó N 381

“ Había (Napoleón) exasperado a los demás pueblos hasta pro­


vocar en ellos un furor salvaje por devolver sus golpes, y
comenzaron entonces a batirse encarnizadamente por su esclavi­
tud y por sus amos —escribe Herzen—. Esta vez el despotis­
mo m ilitar fue vencido por el despotismo feudal. No puedo'per­
manecer indiferente frente al grabado que representa el encuentro
de Wellington y Blücher en el minuto de la victoria de Waterloo.
Lo contemplo siempre detenidamente y cada vez siento en el fon­
do del pecho una sensación de frío y de horror. Wellington y
Blücher se saludaban alegremente: ¡Y cómo no han de estar
contentos! Acaban de desviar a la Historia del camino real y de
hundirla hasta el eje en el fango, un fango tal que medio siglo
no bastará para lim p iarlo ... Es el a lb a ... Europa duerme aún
e ignora que su destino ha cambiado” . Herzen, sin embargo,
acusa al mismo Napoleón de haber exasperado hasta el furor a
los pueblos europeos eon su arbitrariedad y el desprecio de sus
intereses y su dignidad. Sobre este punto de la cuestión, Napo­
león guardó siempre silencio porque no le interesaba absoluta­
mente nada.
Pero fue del todo evidente para el emperador que la aris­
tocracia absolutista y feudal, tan frecuentemente derrotada por
él, se tomó el desquite, bien que provisorio, en Waterloo,* y no
dudó jamás que el 18 de junio de 1815 la Revolución Francesa
se batió en retirada junto con la vieja Guardia.
Inmediatamente después de Waterloo hablaba de su epopeya
y de lo que acaba de term inarla como de algo lejano: no se hu­
biera dicho que él había sido el más activo de los personajes cen­
trales. Una transformación brusca se operó en él: después de
Waterloo fue a París, no a combatir por su trono, sino a aban­
donar todas sus posiciones. . . No es que le hubiera abandonado
su sobrehumana energía, pero parece que comprendió y sintió
eon todas su fibras que —bien o mal— había acabado su carrera
y que en el momento ya no había lugar para él.
Guando quince meses antes, al ir a firm ar su abdicación en
Fontainebleau, irguió repentinamente la cabeza y pidió a sus
mariscales: “ Marchemos mañana temprano y aún los vence­
remos” , creía que su papel no había acabado. Tres meses antes.
de Waterloo, lleno de confianza en sí mismo y en su predestina­
ción, acometió la empresa que nadie en toda la H istoria del mundo
osara acometer. E n adelante todo estaba hundido de un golpe y
382 E . T A R L É

para siempre. Después de Waterloo no tuvo ni una sola vez una


crisis de desesperación como aquella del 1 1 de abril de 1814 en
que quiso envenenarse; perdió el gusto por la actividad y n 0
halló nada que le interesara. Sólo esperaba lo que con él habrían
de hacer los acontecimientos futuros, en cuya preparación y des­
envolvimiento estaba ya decidido a no intervenir.
Llegó a París el 21 de junio y reunió a sus m inistros: Carnot
propuso pedir al Parlamento que proclamara la dictadura de
Napoleón. Davout aconsejó declarar simplemente disueltas las
sesiones y despedir al Parlamento. Napoleón rehusó.
Al mismo tiempo se reunió también el Parlamento y a pro­
puesta de Lafayette, reaparecido en la escena histórica, se declaró
inamovible. Napoleón declaró luego que una palabra suya hubiera
bastado entonces para que el populacho estrangulara a todo el
Parlamento, dicho que confirman muchos diputados que vivieron
esas jornadas. Pero hubiera sido preciso oponer- M arat a La­
fayette, 1793 a los liberales que resucitaban 1789, la masa ple­
beya que salvó la Revolución, un cuarto de siglo antes, a la
burguesía. Ni antes ni después de Waterloo pudo Napoleón, hijo
de su clase, resolverse a hacer tal cosa.
Los días 21, 22 y 23 de junio llegaron de los barrios obreros
las noticias más curiosas: grupos numerosos hablaban en alta voz
contra la abdicación de Napoleón y en favor de la -continuación
de la lucha m ilitar contra la invasión.
Durante todo el día 21, casi toda la noche del 21 al 22 y todo
el 22 , desfilaron por los barrios de San Antonio y San Marcelo
cortejos que gritaban: “ ¡E l emperador o la muerte! ¡Abajo
los traidores!” “ ¡Que no haya abdicación! ¡Viva el emperador!”
‘‘¡Abajo el Parlam ento!” Pero Napoleón ya no quería ni luchar
ni reinar. En P arís se reunían inquietos los financistas, los ban­
queros, los negociantes; el pánico de la Bolsa era indescriptible.
Napoleón veía claro que lo abandonaba la burguesía, que ya no
le precisaba y ahora lo creía un peligro. No se decidió a apoyarse
en las m asas; falto del sostén de la clase en la que descansara du­
rante todo su reinado, renunciaba irrevocablemente a proseguir
la lucha.
El 22 de junio renunció por segunda vez al trono en bene­
ficio del pequeño rey de Roma, que desde la primavera de 1814
estaba con su madre junto al emperador Francisco, su abuelo.
Los “ Cien D ías” habían terminado; pero esta vez Napoleón no
N A P O L E Ó N 383
podía esperar que las potencias consintieran en sacrificar los
Borbones a su hijo.
Alrededor del palacio del Elíseo, residencia del emperador
desde su regreso del ejército, se agrupaba una inmensa muche­
dumbre que gritaba: “ ¡Que no haya abdicación! (Tto? d ’abdi-
catión!)”. Aquello tomó tales proporciones que la burguesía de
los barrios céntricos de la capital comenzó a alarmarse seriamente
y a temer una explosión revolucionaria. La Bolsa se encontraba
aterrada ante la perspectiva de una dictadura revolucionaria de
Napoleón. Apenas comenzaron a difundirse los rumores de la
abdicación del emperador, las rentas del Estado experimentaron
un fuerte repunte: la burguesía hallaba mucho más aceptable la
perspectiva de una invasión inglesa, prusiana, austríaca o rusa,
que la menor intervención en los asuntos políticos de los barrios
obreros, que querían resistir a los aliados. La muchedumbre co­
menzó a dispersarse lentamente la noche del 22 cuando supo que
Napoleón se habla retirado a la Malmaison y que su abdicación
estaba irrevocablemente decidida.
Las* manifestaciones de las masas en el curso de estas jor­
nadas se explican por el hecho de que durante el verano, a más
de la población obrera sedentaria, llegaban a París muchos mi­
les de obreros de los departamentos, que venían a trabajar en
la construcción de edificios y en la pavimentación de las ca­
lles': albañiles, carpinteros de obra, cerrajeros, pintores de ca­
sas, plomeros, tapiceros, cavadores, etc. Iban de los pueblos a la
capital durante el verano, estaban mucho más ligados al campo
que los obreros parisienses y es por eso sin duda que odiaban
a los Borbones con el doble odio de obreros y campesinos, y que
consideraban a Napoleón prenda segura de su derrota. Esta masa
.¡ele obreros no quería calmarse ni conformarse con la abdicación
de Napoleón. Algunas personas bien vestidas de quienes se sos­
pechó que fueran realistas, “ aristócratas” , fueron molidas a gol­
pes en las ■call.es y semidescalabradas por haberse negado a gritar
con la m ultitud: “ ¡Que no haya abdicación!”
“ Jamás el pueblo, que paga y que combate, testimonió
mayor adhesión al emperador” , dice un testigo de los acon­
tecimientos que se produjeron no s'ólo antes de la abdicación
sino también después, durante los días 23, 24 y 25 de junio,
cuando miles de personas se negaban a aceptar el hecho con­
sumado.
384 E . T A R L É

El 28 de junio el emperador dejó la Malmaison para di­


rigirse hacia la costa atlántica. Quería embarcarle para Amé-
traca en una de las fragatas del puerto de Rochefort. Dos vapo­
res destinados a este viaje fueron puestos a disposición del
emperador por orden del ministro de Marina, y cuando el em­
perador llegó a Eochefort, a las ocho de la mañana del 3 de ju­
lio, los navios estaban listos pero era imposible p artir porque
la escuadra inglesa bloqueaba el puerto. Comenzó la espera de
Napoleón.

Las generaciones románticas de los años 20, 30' y 40 ima­


ginaron “ que a la gloria del emperador sólo faltaba el marti­
rio ” , que la leyenda napoleónica no sería completa ni suficien­
temente grandiosa si en la memoria de los hombres no se hu­
biera grabado para siempre la imagen de un nuevo Prometeo
encadenado a su roca, y difundieron la idea de que Napoleón,
conscientemente, había elegido este fin.
; E l mismo Napoleón no explicó jamás su conducta de una
manera satisfactoria. Se lo propuso llevarlo secretamente no en
una fragata sino en un pequeño barco y no aceptó.
Se supo en Rochefort la presencia del emperador y todos
los días una muchedumbre de 15.000 a. 20.000 personas gritaba
durante varias horas al pie de sus ventanas’: “ ¡Viva el empe­
rad o r!” E l 8 de julio se embarcó finalmente en una de las fra­
gatas que abandonó el puerto. La fragata se detuvo en la isla
de Aix, al noroeste de Rochefort. Durante esta parada de va­
rias horas' Napoleón descendió a tierra y fue inmediatamente
reconocido; soldados, marineros, pescadores y toda la pobla­
ción de los alrededores se precipitó hacia el barco. Los soldados
de la guarnición pidieron que el emperador los revistara y
para su gran alegría Napoleón lo hizo. Pero cuando volvió a su­
bir a bordo se le informó que órdenes de París mandaban
no abandonar el puerto si la escuadra inglesa estaba en sus
alrededores. Dicha escuadra controlaba todas las salidas' al
océano.
Napoleón se decidió de inmediato. Le rodeaban Savary, el
general Montholon, el mariscal Bertrand, Las Casas y oficia­
les del Gran Ejército, personas todas que le eran fanáticamen­
te devotas. Envió a Savary y a Las Casas a parlam entar con
la escuadra inglesa. ¿Dejarían pasar las fragatas francesas que
N A P O L E Ó N 385
llevaban a Napoleón a América? ¿Tenían alguna instrucción al
respectos? Recibidos a bordo del Béllerophon por el capitán Mai-
tland, chocaron con un rechazo cortés pero definitivo. " 4 Quién
asegura que si Napoleón llega ahora a América — dijo Mai-
ttland —no ha de volver otra vez y obligar a Inglaterra y a
toda Europa a hacer nuevos sacrificios de sangre y materia­
les ? 77 Savary respondió que había una enorme diferencia en­
tre la abdicación de 1814 y la actual; que la actual renuncia
de Napoleón al trono era completamente voluntaria, puesto
que hubiera podido conservarlo y seguir la guerra aun después
de "Waterloo; que el emperador se retiraba definitivamente y
para siempre a la vida privada. “ Si es así; ¿por qué no se
dirige a Inglaterra y busca en ella un asilo?” , sugirió Mi-
tland. Durante el resto de la conversación los enviados napo­
leónicos no pudieron conseguir ninguna promesa, ni siquiera
sobre el punto principal: ¿Inglaterra consideraba a Napoleón
como un prisionero?
De regreso a su fragata hicieron s'aber a marineros y ofi­
ciales que el emperador ¡corría el peligro de caer en manos de
los ingleses, lo que provocó viva emoción. El capitán- de la
otra fragata decl-aró al general Montholon: “ Vengo en este
momento de conferenciar eon mis oficiales y. toda la tripula­
ción y en consecuencia hablo en nombre de todos” . Después
de este preámbulo expuso su plan: durante 1a. noche su fraga­
ta “ Medusa” atacaría al “ Bellerophon” y entablaría ¡combate,
lo que ocuparía a los ingleses durante dos horas. Desde luego
que la “ Medusa” term inarla por perderse, pero durante estas
dos horas la “ Saale” —a cuyo bordo se hallaba Napoleón—
podría escapar y ganar el mar. Las otras unidades de la escua­
dra inglesa —decía— están alejadas del “ Bellerophon” y los
navios más cercanos son demasiados pequeños para una fraga­
ta como la “ Saale” .
Conocida esta propuesta por Napoleón, dijo a Montho­
lon que no consentía en aceptar tal sacrificio. “ Ya no s'oy más
emperador —dijo— y no se puede sacrificar una fragata fran­
cesa con toda su tripulación para salvar un simple particular” .
Abandonó la “ Saale” y retornó a la isla de Aix; algunos ofi­
ciales jóvenes se éncargaron de eondueirlo furtivamente en un
barco pequeño.
386 E . T A R L É

Pero el emperador va tenía decidido sti destino. Las' Casas


volvió a entrevistarse con el capitán Maitland y le informó que
Napoleón estaba resuelto a confiar su suerte a Inglaterra. Sin
comprometerse a nada, Maitland afirmó, sin embargo, que se
haría al emperador un recibimiento digno y conveniente.
El 15 de julio de 1815 Napoleón se embarcó en el brick
“ V autour” que debía conducirlo hasta el “ Bellerophon” . Yes-
tía su uniforme habitual de cazadores de la Guardia y su cé­
lebre sombrero. A bordo del “ V autour” los marineros estaban
alineados; el capitán del brick hizo su informe a Napoleón; la
tripulación gritó: “ ¡Viva el em perador!”
Al pie de la escala del “ Bellerophon” el capitán Maitland
acogió a Napoleón con un profundo saludo. Toda la tripula­
ción del barco de guerra: británico estaba alineada sobre el
puente y Maitland presentó a su estado mayor.
Inmediatamente después' el emperador se retiró al mejor
camarote del navio, que el capitán le mandó preparar.
De ahora en adelante Inglaterra tenía en sus manos al más
poderoso, tenaz y terrible de los enemigos que jamás tuviese
en toda su historia.
C a p ítu lo X V II

LA ISLA DE SANTA ELENA


1815-1821

A comienzos del siglo XVI (1501) uno de los primeros'


■viajeros portugueses que exploraron la parte sur, del Océano
Atlántico descubrió hacia los lo 1^ de latitud sur una peque­
ña isla completamente desierta a la que se llamó Santa Ele­
na por haber sido descubierta el 2 1 de mayo, día consagrado
a dicha santa. Hasta el siglo X V II la isla perteneció a los holan­
deses, a quienes los ingleses se la arrebataron en 1673. La com­
pañía inglesa de las Indias Orientales organizó allí una escala
para los navios que iban de Inglaterra a la India.
Cuando el gobierno inglés supo que Napoleón estaba a
■ bordo del “ Bellerophon” , decidió enviarlo a esta isla que que-
j daba a 2,000 kilómetros de la costa africana más próxim a; con la
| ''navegación a vela de la época se precisaban de dos meses y mc-
1 dio a tres para trasladarse hasta Inglaterra, situación geográfica
esta que influyó más que cualquiera otra circunstancia en la
decisión del gabinete británieo. Después de los cien días Napo­
león parecía aún más temible que antes de este último acto de
: su epopeya; su posible reaparición en Francia hubiera provo-
. eado la restauración del imperio y una nueva guerra europea,
pero gracias a su situación en medio del océano, Santa Elena
garantizaba la imposibilidad del regreso de Napoleón. .
La poesía romántica y la historiografía patriótica fran­
cesa han hablado luego de esta isla como de un lugar especial-
i mente elegido por los ingleses para hacer morir más pronto a
¡ su prisionero. Pero no es verdad: el clima de Santa Elena es
| muy sano. La tem peratura diaria media durante el mes .máá
j caluroso es, más o menos, de 24° y durante el mes más frío, de
189; la media anual es de 219. En la actualidad los grandes
383 E . T A R L É

bosques escasean, pero ha-ce un siglo aún abundaban. El agUa


potable es excelente y llueve con frecuencia, par lo que la -vege­
tación es rica en hierbas y matorrales espesos donde pulula la
caza. La isla tiene 122 kilómetros cuadrados y sus' rocas de ba­
salto verde surgen abruptas del océano.
Napoleón protestó cuando supo que lo llevarían a Santa
Elena y dijo que legalmente no podía tratárselo como a prí.
sionero de guerra. Del “ Bellerophon” pasó a la fragata “ Ñor.
thum berland” , que el 15 de octubre de 1815, después de dos
meses y medio de viaje, arribó a la isla en que Napoleón debía
term inar sus días.
El gobierno inglés rehusó su autorización a la mayoría de
las personas que quisieron seguir al emperador, razón por la
eual fue escaso el número de sus acompañantes; Entre ellos se
contaban el mariscal Bertrand, con su m ujer; el general conde
de Mbntholon, con la su y a; el general Gourgaud y Las Casas,
con su hijo; también estaban Marc'hand y algunos otros servi­
dores como el corso Santini.
Napoleón tuvo al principio un alojamiento incómodo, pe
ro después se le dio una casa más grande en la parte de la
isla llamada Longwood.
H asta abril de 1816 la isla estuvo bajo el mando del ah
mirante Cockburn y desde entonces hasta la muerte del em­
perador fue confiada al gobernador Hndson Lowe, hombre
obtuso y de espíritu estrecho, incapaz de apearse de sus fun­
ciones, temeroso de todo y en particular de su prisionero, y que
vivía aplastado por su responsabilidad y el temor de que Ñapo-
león se escapara. Según las instrucciones dadas al gobernador,
Napoleón disponía por entero de su libertad, iba^a-donde que­
ría a pie o a caballo, y recibía o no a quien le placía.
Desde el principio Napoleón abrigó una irreconciliable
hostilidad contra Lowe; se negaba a recibirlo y no contestaba
sus invitaciones a ie.omer porque iban dirigidas al “ general Bo­
naparte” (la lucha entre Inglaterra y Napoleón comenzó en
,1803', época en que todavía no era emperador).
\ Tres potencias: Francia, Rusia y Austria, tenían también
sus representantes en la isla.
Napoleón solía recibir viajeros ingleses o de otras naciona-
flidades1 que en viaje a la India o al Africa hacían escala en
Santa Elena.
Se envió un destacamento de soldados para guardar la
js]a por el lado de Jamestown, única pequeña ciudad de San-
: ta Elena situada lejos de Longwood; e interesa hacer notat
■que los oficiales y los soldados de esta guarnición testimonia­
ban al enemigo mortal de Inglaterra no sólo respeto sino tam­
bién en ocas'on.es cierta simpatía. Le enviaban flores y supli-
. eaban a las personas que rodeaban al emperador que Ies permi­
tieran verlo a escondidas. Mucho tiempo después estos oficia­
les expresaban su simpatía por el prisionero por cuya causa
pasaron tantos años en una isla desierta, ' con una vivacidad
rara en el temperamento inglés.
El hecho terminó naturalmente por llamar la atención de
los comisarios de las potencias que vivían -en Santa Elena. —
“Lo más sorprendente — declaraba el iconde de Balmain, re­
presentante de Alejandro I — es la influencia que ese hombre
prisionero, privado del trono y rodeado de guardianes, ejercía
sobre todos los que se le aproxim aban... Los franceses tiem­
blan al verlo y consideran una verdadera dicha servirle. . . Los
ingleses se le aproximan con veneración. Hasta sus guardia­
nes mendigan sus miradas, ambicionan una sola pequeña pa­
labra suya. Nadie osa tratarlo de igual a igual
La paqueña corte que había acompañado a Napoleón a
Santa Elena y vivía cerca de él en Longwood, peleaba e in­
trigaba como si estuviera en París, en las Tullerías. Las Casas,
fíourgand, Montholon y Bertrand adoraban a Napoleón, de­
claraban que lo consideraban un “ dios” y se celaban mutua­
mente. Gourgaud llegó a desafiar a Montholon a duelo y sólo la
intervención colérica del emperador puso fin a la querella. Tres
anos más. tarde Napoleón envió a Gourgaud a Europa con dis­
tintos pretextos, pero en realidad porque estaba cansado de
su adoración y de su insufrible carácter. En 1818 Se (separó
también de Las Casas, a quien Huclson Lowe hacía la vida impo­
sible. Las Casas escribió sus conversaciones con Napoleón; el
emperador le dictó además muchas otras cosas, y de toda la li­
teratura que se refiere a la isla de Santa Elena, estas notas
constituyen sin duda el documento más curioso.-' Cuando Las
Casas deb:ó marcharse, le faltó a Napoleón su secretario más
culto y es por eso que estamos mucho menos informados sobre
sus últimos años.
390 E . T A R I, É

No fueron los enredos de Iíudson Lowe, fastidiosos y n j


mios, pero incapaces sin embargo de humillar seriamente a
Napoleón (sobre todo porque no admitía en su casa al gober­
nador de la isla), ni el clima de la isla — moderado y sano_
ni las condiciones de vida •—no peores que en casa del goberna
dor—, los que provocaron esa tristeza sombría que Napoleón
no reveló jamás a su pequeña, corte, pero que, todos observa­
ron perfectamente.
Lo más posible se que le abrumara la falta de ocupaciones
Leía mucho, se paseaba a pie y a caballo, dictaba a Las Casas-'
pero le era insoportable estar reducido a tal existencia después
de una vida de incesante labor y jornadas de trabajo de 15 y
a veces 18 horas de trabajo.
Soportaba estoicamente su situación; disimulaba su esta*
do de ánimo, esforzándose por parecer conversador y jovial
y a menudo él misino conseguía distraerse.
Durante la larga travesía a bordo del “ Northumberland”
{comenzó a dictar a Las Casas sus memorias, tarea que continuó
en Santa Elena hasta la partida de su secretario. Las con­
versaciones con Las Casas1, Montholon y Gourgaud, dictadas
y revisadas por él, las “ Cartas del Cabo” (Lettres du Cap)
que por recomendación suya pero sin su firm a hizo imprimir
Las Casas más tarde, todas estas fuentes representan si no
la verdad histórica de los hechos de que tratan, por lo menos lo
que Napoleón deseaba que la posteridad pensara de ellos.
De todas estas conversaciones escritas eon Napoleón, de
todas las memorias que merecen algún crédito (es decir, las de
Las Casas, Montholon y Gourgaud, porque Antomarchi y
O'Meara no inspiran ninguna confianza), se puede sacar ma­
cho para la historia de la leyenda napoleónica, pero en cam­
bio hay muy poco material serio y persuasivo que pueda ser­
vir para caracterizar a Napoleón mismo o escribir- la historia
de su remado.
La leyenda napoleónica que desempeñara más tarde un
papel histórico tan activo comenzó a ¡construirle ya en Santa
Elena, mucho tiempo antes de Víctor Hugo y Heine, Goethe
y Sedlitz, Puchkin y Lermontov, Balzac y Béranger, Mitzké-
vitch y Tovianski, antes de toda la legión ele poetas, publicistas,
escritores, historiadores y hombres políticos cuya razón y sen­
timientos, y sobre todo cu3ra imaginación, se adhirieron pro­
N A P O L E Ó N 39

fundamente a esta personalidad gigantesca que después d


Jena pareció a Hegel símbolo del espíritu mundial y animado
de la historia humana.
En esta obi’a se trata exclusivamente de Napoleón, per
en ningún modo de la historia de su leyenda.
Los materiales dedicados a la estada del emperador e:
Santa Elena no nos proporcionan, pues, gran cosa. El dic
pronunciaba palabras infalibles y los creyentes las registraban
la adoración, el amor y la veneración religiosa no son sentimier
tos que favorezcan el análisis crítico. A los que le rodeabar
Napoleón no les hablaba para el presente sino para la post<
.ridad, para la historia. Puede ser que creyera firmemente qu
su dinastía estaba llamada a reinar todavía otra vez en Francia
no lo sabemos, pero hablaba como si lo hubiera previsto.
i Las páginas más interesantes son las que se refieren a si]
guerras, al arte m ilitar ele otros jefes famosos y en general
los asuntos militares. Todas las palabras revelan al gran maestr
verdadero conocedor del tema. —“ Es un arte extraño el de i
guerra. He combatido en sesenta batallas y os aseguro que n
he aprendido nada que no supiera ya desde las. prim eras” -
dijo una vez. Entre los grandes capitanes colocaba en primer
línea a Federico el Grande, Turena y Condé, aunque no <
de dudar que a pesar de no haberlo dicho nunca explícitament
se consideraba a sí mismo el más grande de todos en la hist¡
xia universal.
Hablaba con un orgullo particular de Austerlitz, de Be
m im o y de Wagram, de su primera campaña de Italia (179(
1797) y de la de 1814. La derrota del ejército austríaco é.
Wagram le parecía lino de sus mayores éxitos tácticos. Si Tf
rena o Condé hubieran estado allí, se hubieran dado cuenl
inmediatamente como Napoleón, del quid de la cuestión, “ peí
César o Aníbal no lo hubieran visto” , agregaba Napoleó:
“ Si Turena hubiera estado a mi lado para ayudarme en m.
guerras, yo sería el soberano del mundo entero” , afirmab
En su opinión, el mejor ejército es aquel en que todo oficii
Sabe qué debe hacerse en circunstancias determinadas.
Lamentaba no haber muerto en Borodino o en el Kremlii
a veees nombraba no Borodino sino Dresden y, con más gus:
aún, Waterloo. Evocaba eon orgullo los “ Cien D ías” y “
392 E . T A R L É

amor del pueblo” por él, después de su desembarco en Cannes


y después de Waterloo.
Lamentaba también sin ces'ar el abandono de Egipto, que
él había (conquistado, y su regreso ele Siria después del levan­
tamiento del sitio, de Acre en 1799. Según él, hubiera debido
quedarse en Oriente, conquistar Arabia y la India, y conver­
tirse en emperador de Oriente, no de Occidente. “ Si me hu­
biera apoderado de> San Ju an de A c re ... hubiera alcanzado
las Indias” . Quien posea Egipto poseerá también la India,
repetía (obsérvemete! que el imperialismo británico» coincide
frecuentemente con él en ésta afirm ación). Al hablar de la do­
minación inglesa en la India, calificaba de bribones a los in­
gleses y agregaba que si hubiera conseguido llegar hasta allí,
aunque fuera con un ejécito poco numeroso, los hubiera expul­
sado. Evocaba con frecuencia Waterloo y consideraba que el re­
sultado de la batalla hubiera mclo otro de no haber mediado
contingencias imprevisibles y si hubiera tenido a su lado a
Bessiéres y Lannes, muertos en el curso de guerras precedentes,
y a Murat. Le era particularmente penoso pencar que esta úl­
tima batalla había sido ganada por los ingleses, “ ¡Pobre Francia!
¡Ser vencida por esos piilos!”
Reconocía ahora que la invasión de España (“ la úlcera
española”-) había sido su prim er error, y la campaña de Rusia
en 1812 el segundo, más' fatal aun. No negaba su responsabili­
dad, pero indulgente consigo mismo hablaba de un “ malenten­
dido” que lo habría arrastrado a la campaña contra Moscú.
Cuando llegó a Dresden en 1812 y supo que Bernadotte, con­
vertido en príncipe heredero de Suaeia, no le ayudaría con­
tra Rusia, y que el sultán había concertado la paz con el zar,
entonces — decía — hubiera debido renunciar a la invasión.
Una vez en Moscú hubiera sido necesario salir de allí inme­
diatamente y después de encontrarse con Kutusov^-aniquilar
al ejército ra s o ... “ Esta funesta guerra de Rusia a que fui lle­
vado por un malentendido, este terrible rigor de los elementos
que devoró todo un ejército. . . Y luego el universo entero
contra m í. . . ¿No es aun maravilloso que haya podido resis­
tir allí tanto tiempo y haber estado más de una vez a punto de
superarlo todo y salir de es caos más poderoso que nunca ? ” 1

1 Guill-oxs : N apoléon, Vhome, ¡e p o lkiq u e et l’orateur. París ( 1 8 9 9 ) . %.


N A P O L E Ó N 393

■ Citaba también como uno de sus errores,' haber renunciado


en Tilsit a borrar a Prusia como Estado independiente de la
I superficie de la tierra. Confesaba ahora que en 1809 deseó des-
| : tiíuir a A ustria; pero su fracaso de Essling se lo impidió y des-
; * pués de Wagram, Austria continuó existiendo a pesar de sus
| enormes pérdidas.
I. Muy a menudo su pensamiento se detenía en la muerte
i del duque de Enghien. No manifestaba ningún pesar y decía
■que si fuera necesario recomenzar, recomenzaría. La terrible
carnicería de 20 años en la que como figura central desempe­
ñó un papel tan decisivo, no le pareció jamás algo abrumador,
triste, capaz de ensombrecer el espíritu, aunque fuera un solo
instante. Verdad es que se había esforzado en conquistar mu­
cho, pero esa era su inclinación-, amaba demasiado la guerra. .
Napoleón sentía viva simpatía por Betsy Balcomb, hija de
I un comerciante inglés esathlecido en Santa Elena y deseaba
■ enseñarle el francés. La criatura iba a su casa y parloteaba.
! Familiarizada con el emperador, preguntóle un día junto con
otra niña, Leggy, si era verdad que &’e comía a las personas:
las dos niñas lo habían oído decir en Inglaterra. Entonces,
riéndose, Napoleón les aseguró que en verdad lo hacía y que
, áempre se había alimentado de esa manera. Hacía mucho tiem-
¡ po que sabía que le llamaban “ el Ogro” y por eso le divertía
que las dos niñas hubieran interpretado al pie de la letra las pa-
; labras de las personas mayores.
Después del repudio de Josefina, la muerte de Lannes en
Essling y la de Duroc en Gerlitz, quedaba todavía en el mundo
una persona a quien Napoleón amaba: el rey de Roma, que en
I 1814 vivia con su madre en la corte de Austria. E n 1816, en los
primeros tiempos de su estada en Santa Elena, Napoleón había
asegurado que su hijo reinaría, puesto que en Franeia ya no se­
ría posible apoyarse más que “ en las masas” . Se precisaría
pues una república o una monarquía “ popular” y la dinastía
i “ popular” sólo podía ser la de los Bonaparte, proclamada por
, la voluntad del pueblo.
* Con la misma aparente inconsecuencia que en 1815 le im­
pidió ponerse a la cabeza de un gran movimiento de las masas
1 contra los Borbones, los nobles y los sacerdotes, continuaba apro-
I bando en Santa Elena su actitud de entonces.
La inconsecuencia no era más que aparente y se debía a una
394 -E T A R L S

comprensión inexacta de las cosas: la monarquía de Napoleón


no era “ popular” sino burguesa. Y para su hijo soñaba también
con un gobierno sostenido no por la voluntad y los intereses de
las grandes masas trabajadoras, sino por los de la burguesía.
“ ¿Qué me deben! Los he hallado y los he dejado pobres ” , 1
dijo después de Waterloo cuando la m ultitud de obreros de la
construcción rodeó su palacio y exigió que el emperador siguiera
en el trono.
Napoleón repitió al conde Monfholon en París y luego en
Santa Elena que si hubiera deseado aprovechar el odio revo­
lucionario que había encontrado en Francia contra los nobles
y el clero al desembarcar en 1815, hubiera llegado a París
acompañado por “ 2.000.000 de campesinos” . Pero no quería
ponerse a la cabeza del “ populacho” porque “ el sólo pensa­
miento lo sublevaba” .
Es evidente que aún encaraba el asunto desde el mismo
punto de vista que hemos destacado ya muchas veces. Pero de
pronto, hacia el fin, bajo la influencia manifiesta de novedades
que los diarios y las comunicaciones orales traían de Europa
sobre la agitación revolucionaria en Alemania, sobre las mani­
festaciones de los estudiantes, sobre las corrientes liberadoras
del otro laclo del R ;n, etc., el emperador cambió repentinamen­
te de frente e hizo a Montholon (en 1819) declaraciones
diametralmente opuestas: “ Debía haber apoyado mi imperio
en los jacobinos” , porque la revolución jacobina era el vol­
cán gracias al cual s'e podía fácilmente hacer explotar Prusia,
y le parecía que si la revolución hubiera triunfado allí, toda
Prusia hubiera estado en su poder y toda Europa hubiera caí­
do en sus manos (“ por mis ejércitos y la fuerza del jacobinis­
m o” ). E n realidad, cuando hablaba de una revolución futura
o posible, su pensamiento no iba más allá del “ jacobinismo”
pequeño-burgnés y no preveía un golpe de Estado social. La re­
volución jacobina empezaba a parecerle una aliada que había
rechazado erróneamente.
Esta conversación con Montholon sobre la revolución tuvo
lugar el 10 de marzo de 1819 y fue una de las más largas de
las últimas: que tuvo con los que le rodeaban.

1 H o u ssa * e ( 1 8 1 5 ) , 223.
N A P O L E Ó N 395

Las noticias clel emperador se hacían en esta época cada


vez más raras, más vagas y 2nás fragmentarias.
Ni Las Casas, ni Gourgaud estaban ya con él. Durante
un cierto tiempo estuvo cerca de Napoleón el doctor irlandas
O ’Meara, que hacía las veces de espía e informaba al goberna­
dor de lo que sucedía en Longwood. E ntre los demás se encon­
traba el doctor Antomarchi, enviado por la familia de Napoleón,
médico ignorante y hombre poco seguro que el emperador, ter­
minó por no admitir en su presencia.
Las personas que más vieron a Napoleón durante los dos
últimos años de su vida son Bertrand, Montholon y algunos
sirvientes.
Desde 1819 sus sufrimientos lo atacaban cada vez con más
frecuencia. En 1820 el mal empeoró, y a comienzos de 1821 el
médico inglés Arnold, admitido por Napoleón, encontró la si­
tuación bastante seria, no obstante lo cual solía haber grandes
intervalos de mejoría durante los cuales el emperador salía de
paseo.
Hacia fines de 1820 la fatig-a se hizo más visible: comen­
zaba una frase, se interrumpía y caía en profunda meditación.
Se hacía taciturno, lo que contrastaba con su actitud anterior;
sus dictados y memorias sobre su reinado, comunicadas enton­
ces a personas de confianza (Las Casas hasta 1818 y el condc
de Montholon de 1818 a 1820 inclusive) ocuparon dos enormes
infolios para los escritos de Las Casas (en las últimas edicio­
nes) y ocho tomos para los escritos de Montholon (edición ele
1847), y; esto sin contar los dos tomos de memorias especialmen­
te dedicados a la residencia del emperador en Santa Elena. )
Desde fines de 1820 salía rara vez en coche y hacía ya mu­
cho tiempo que no montaba a caballo.
E n marzo de 1821 los terribles dolores se repetían con
mucha frecuencia. Es de presumir que el emperador había adi­
vinado desde hacía largo tiempo que se trataba de un cáncer,
enfermedad de la que murió su padre, Carlos Bonaparte, a la
edad de >40 años.
E l 5 de abril el doctor Arnold advirtió al mariscal Ber­
trand y al conde de Montholon que el estado del enfermo era;
extremadamente grave. Guando los dolores se atenuaron; Na­
poleón trató de sostener el valor de los que le rodeaban y dijo
396 S . T A R L É

algunas agudezas sobre su mal: “ El cáncer es "Waterloo que se


ha metido adentro” .
El 13 de abril pidió al conde de Montholon que escribie­
ra un testamento que le dictó y que luego recopió con su pro­
pia mano y firmó el día 15. Es en ese documento que se en­
cuentran estas palabras, hoy grabadas sobre mármol en los In­
válidos: “ Deseo que mis cenizas reposen al borde del Sena, en
medio del pueblo francés que tanto he amado ” . 1
'En ese testamento calificó de traidores a Marmont, Auge-
reau, Talleyrand y Lafayette, que por dos veces ayudaron a
los enemigos de Francia a obtener la victoria. Es .probable
que la mención de Augereau se deba a la violenta disputa sos­
tenida por ambos en abril de 1814, y la de Lafayette a su opo­
sición en el Parlamento en junio de 1815. Estos dos juicios seve­
ros no han sido sancionados más tarde ni aun por los más ca­
lurosos partidarios del emperador, pero el epíteto ha sido con­
firmado en lo que a Talleyrand y Marmont se refiere.
La mayor parte de los otros puntos del testamento con­
cierne a sumas de dinero distribuidas a diversas personas: a
Montholon, dos millones; a Bertrand, medio millón; al ser­
vidor Marchancl, cuatrocientos mil francos; cien mil a cada
uno de sus otros servidores1 que vivieron con él en l a . isla, así
como a Las Casas y a numerosos generales y dignatarios que
quedaron en Francia, pero a quienes Napoleón distinguía por su
fidelidad, etc. La mayor parte ele sus propiedades; por un valor
general de dos millones de francos, es legada: una mitad “ a
los oficiales y soldados” que combatieron bajo sus banderas,
la otra mitad a las localidades de Francia que sfufrieron la in­
vasión de 1814 y 1815.
H ay también un párrafo dedicado a los ingleses y a Húd-
son Lowe: “ Muero prematuramente asesinado por la oligar­
quía inglesa y su sicario”'. “ E l pueblo inglés no tardará en
vengarme ” . 2 Recomienda a su> hijo que no intervenga jamás
contra Francia y que recuerde “ que ha nacido príncipe
francés” .
Napoleón dictó absolutamente calmo y luego recopió él

1 Correspondance, l , 2 9 -3 2 .
,¿ Las C a sas : M em orias, IV , 640.
N A P O L E Ó N

mismo el documento. Tres días después dictó a Montholon uní


carta que el general debía enviar al gobernador inmediata
mente después de su muerte, carta en la que exigía a los ingle1
ses que repatriaran todo su acompañamiento y sus hervidores
El 21 de abril a las 4 de la mañana llamó a Montholon 3
le dictó un proyecto de reorganización de la guardia nació-
nal a fin de utilizarla más racionalmente para la defensa de
territorio.
El 2 de mayo los doctores Arnold, Short y Michels anun­
ciaron que la muerte se aproximaba. Los sufrimientos del em­
perador se habían hecho tan violentos que en la noche del
de mayo se lanzó de la cama en un semidelirio, abrazó convul­
sivamente a Montholon, oprimiéndolo con fuerza extraordina­
ria, y cayó con él sobre el piso. Se le volvió a acostar y ya nc
recobré el conocimiento. Durante muchas horas 'permaneció
sin movimiento, con los ojos abiertos y sin quejarse; durante
los más' terribles accesos de sufrimiento casi no se le habían
escuchado quejas: sólo se agitaba mucho.
En la cámara del moribundo estaban reunidos sus com­
pañeros y sus servidores. Hudson Lowe y los3 oficiales de la
guarnición acudieron .‘apenas fueron informados del comien­
zo de la agonía y permanecían en las habitaciones vecinas. Las
últimas palabras que consiguieron escuchar los que se encon­
traban cerca fueron: “ F ra n c ia ... cabeza de ejército ... 1
A las seis de la tarde del 5 de mayo de 1821 Napoleón
exhaló el último suspiro. ^
Marchand, que lloraba, trajo la vieja capa que Napoleón
llevaba el 14 de junio de 1800‘ en Marengo y la extendió sobre
el cuerpo. Después entraron el gobernador y los oficiales y
se inclinaron profundamente. B ertránd y Montholon dejaron
pasar a los4 emisarios de las potencias que por primera vez des-'
de su llegada a la isla veían al emperador: Napoleón no los:
había admitido jamás en su presencia.
Cuatro días más tarde se llevó el ataúd de Longwood. In ­
tegraban el cortejo fúnebre, además del séquito de Napoleón,:

1 M ontholon: Recits de ¡a captivité, II, 543.


398 T A R L E

la guarnición en pleno, todos los marinos y oficiales' de los na­


vios, todos los funcionarios civiles con el gobernador a la ca­
beza y casi toda la población de la isla. Cuando el ataúd des­
cendió a la tumba resonaron salvas de artillería: los ingles'es
rendían los últimos honores al emperador muerto.
CONCLUSION

La historiografía burguesa antigua o contemporánea afir­


ma que Napoleón ha dado el toque final a la Revolución.
La realidad es ciertamente otra. Napoleón comprendió bien
lo que la Revolución había hecho por el “ libre” desenvolvimien­
to de la actividad económica de la burguesía francesa; pero ter­
minó eon la tempestad revolucionaria que durante 10 años había
hecho estragos y no fue tanto el hombre que perfeccionó la re­
volución -como su liquidador.
La Revolución burguesa en Francia, al cumplir su misión
histórica propia (derrumbamiento del régimen feudal y orga­
nización del orden burgués), hubiera podido llegar al mismo fin
mediante el establecimiento de nna república democrática, des­
pués de utilizar. —durante los primeros años de la Revolución—
el movimiento de las masas populares para abatir el feudalismo.
Y esto atemorizaba a la gran burguesía urbana.
La dictadura napoleónica, al poner punto final a la Revo-
; lución marcó ante todo una victoria de los elementos de la alta
i burguesía sobre el proletariado de artesanos, sobre las masas pe-
: queñoburguesas pobres, .sobre los plebeyos que habían desem­
peñado tan gran papel revolucionario desde 1789-1794 hasta el 9
de termidor. Los campesinos pudientes, cuyos intereses Napoleón
defendía contra las tentativas de restauración, sostenían su dic­
tadura sin vacilar..
Pero en realidad se puede decir de los campesinos franceses
lo que Marx escribió en su< 18 dé Brumario sobre los campesi­
nos de la época posterior que hicieron surgir y sostuvieron a Na­
poleón I I I : bajo Napoleón I vemos así “ campesinos no revolu­
cionarios sino conservadores, no un campesino que se esfuerza
■por salir de los límites sociales de su estado, de los límites de su
terreno, sino un hombre que quiere por el contrario consolidar
estas condiciones sociales; no una población rural que, con su
400 E . T A R L É

propia energía y después de haberse reunido a las ciudades


quiere abatir el viejo orden, sino que por el contrario se encie­
rra obstinada en su parcela, en los >euadros de ese viejo orden y
espera salvación y protección del fantasma del imperio. La di­
nastía de los Bonaparte representa no la instrucción de los cam­
pesinos sino su superstición, no su razón sino sus prejuicios, no
su porvenir sino su pasado” .
Al recordarlo se comprende en qué parece Napoleón haber
perfeccionado la revolución y en qué fue realmente su liquida­
dor. Napoleón, que hizo disparar sobre los obreros y jacobinos,
monarca autócrata que transformó en reinos las repúblicas veci­
nas a Francia y las distribuyó entre sus hermanos, -cuñados y
mariscales, es una figura histórica que no se eoncilia con la tesis
que lo hace coronar el edificio revolucionario.
Sobre los fundamentos establecidos por la revolución y con
los materiales por ella reunidos, construyó para la burguesía
francesa un edificio bien ordenado y sólido. Los dones más ex­
traordinarios y diversos, su genio de organizador, su compren­
sión instintiva del orden, de la claridad, su espíritu de continui­
dad, su inteligencia política inmensa y flexible, su sutileza y su
perspicacia, su lógica y su precisión, su energía infatigable y
sobrehumana, todo esto sumado a una voluntad de hierro le per­
mitió crear el mecanismo del Estado, las leyes civiles y penales
y las reglas de procedimiento y comercio con que la burguesía
francesa ha vivido hasta el presente. Comparada con la herencia
de la revolución su legislación representa sin embargo muy a
menudo un paso atrás, y sólo pueden ponerlo en duda los his­
toriadores consagrados más a la apología y al culto de Napoleón
que al análisis de su actividad.
E n el campo de la política exterior las tendencias imperia­
listas hacia las ‘Conquistas, dictadas por los intereses de la bur­
guesía francesa, empujaron a Napoleón contía la Europa semi-
feudal, que se descomponía rápidamente y era incapaz de defen­
derse) con éxito contra los primeros ataques del gran capitán que
fue Napoleón desde sus primeras campañas. Las golpes dirigidos
contra la economía británica por la política de Napoleón influ­
yeron en el desenvolvimiento del pensamiento revolucionario entre
los trabajadores ingleses y contribuyeron a reforzarlo.
La importancia de Napoleon en el terreno de la guerra, de
la teoría y de la práctica militares, que tan considerable papel
N A P O L E Ó N 401

¿desempeñaran en el exterminio del feudalismo y del absolutismo


• en una Europa estragada por la servidumbre, puede definirse
%así: la revolución burguesa creó posibilidades que Napoleón supo
•aprovechar genialmente. No es él sino la revolución quien hizo
£ posibles e inevitables los movimientos de las masas, la táctica de
■^utilizar las tropas en formación dispersa y en columnas cerradas
iral mismo tiempo, las proporciones grandiosas del ejército, la con-s
ciencia del soldado y los nuevos principios de la conscripción;
pero es Napoleón y sólo él quien mostró cómo todo esto puede ser
' ¡utilizado y qué resultados pueden obtenerse de ello.
■£ Engels, que ha estudiado profundamente sus campañas, afir­
ma que Napoleón fue el primero que enseñó a captar y compren­
d er bien todos los cambios traídos por la revolución.
Donde el genio de Napoleón se revela incomparable, el más
■alte*de todos y mucho mayor aún que en las otras esferas de su
■actividad, es en materia militar. Pero en este terreno, como en
todos los otros, ese genio sólo aprovechaba los legados de la re ­
volución, no construía más que utilizando cimientos y materiales
.revolucionarios.
Engels opina que Napoleón superó infinitamente no sólo a
sus predecesores sino también a aquellos que después de él tra ­
taron de estudiarlo e imitarlo en este difícil arte: “ El mérito
inmortal de Napoleón consiste en haber encontrado la única ex­
plicación justa, táctica y estratégicamente hablando, de esas gi­
gantescas masas armadas cuya aparición sólo fue posible gracias a
la revolución. Llevó esta estrategia y esta táctica a tal grado de
perfección que a los generales contemporáneos les es absoluta­
mente imposible sobrepujarla y sólo se esfuerzan en im itar sus
operaciones más brillantes y afortunadas” .
Al considerar el sistema de Napoleón como lo más perfecto a
que se ha llegado en el arte militar., Engels indica como sus dos
“ ejes” las dimensiones compactas de los medios de ataque y la
movilidad de todo ese aparato ofensivo.
Engels ve en Napoleón al más grande capitán, grande aun en
las batallas terminadas por reveses. “ E ntre las operaciones ofen­
sivas y los ataques directos realizados durante campañas estricta­
mente defensivas, los dos ejemplos más notables deben ser toma­
dos de dos campañas asombrosas : la de 1814, term inada por su
exilio en la isla de Elba, y la de 18-15 que terminó eon la derrota
de Waterloo y la rendición de París. D urante estas dos campañas
402 E . T A R I . É

extraordinarias el jefe de ejér.cito que obraba exclusivamente con


un propósito defensivo atacaba a sus adversarios en todos los
puntos y en toda ocasión propicia; siempre en sensible inferio­
ridad numérica, se ingeniaba sin embargo para parecer el
fuerte en toda ocasión y habitualmente vencía cuando asaltaba”.
Estos dos campañas de 1814 y 1815 fueron perdidas por Napo­
león por razones “ absolutamente independientes de sus planes o
de su ejecución, y sobre todo a causa de la enorme superioridad
de fuerzas de la Europa aliada y de la imposibilidad, para una
nación agotada por guerras de un cuarto de siglo de duración,
de defenderse del mundo armado contra ella” . Al referirse a
Austerlitz, Bngels dice que “ el incomparable genio militar de
Napoleón” , manifestado en esta batalla, “ está por sobre todo
elogio” , y que su “ clarividencia y la rapidez fulminante con que
precipitó el desenlace. . . son dignas de admiración. Austerlitz
representa una maravilla de estrategia que no se olvidará mien­
tras haya guerra” .
“'Abundan en Europa los buenos generales —decía Napo­
león— per,o quieren m irar demasiadas cosas a la vez. Yo no miro
más que una: las masas (enemigas) y me esfuerzo en exterminar­
la s” . Napoleón era también inimitable en la explotación de la
victoria, en el arte de consumar la derrota del adversario con las
persecuciones ulteriores. El historiador militar prusiano conde
York von Wartenburg, autor de “ Napoleón ais Fe'Mherr”, dice
que la orden dada por Napoleón al mariscal Soult después de
Austerlitz, el 3 de diciembre de 1805, contiene “ en palabras bre­
ves toda la ciencia de la persecución expresada por la más alta
autoridad ’
Napoleón era un maestro inigualable en el arte de manejar y
hacer maniobrar, masas -considerables a las que hacía ejecutar
evoluciones repentinas y completamente imprevistas no sólo antes
del combate sino también en el mismo campo de batalla.
Los sabios historiadores y estrategas que han dedicado estu­
dios especiales a Napoleón o que han hablado de él en alguna
ocasión, se han visto obligados a reconocer (y no han podido refu­
tar aquí las definiciones de los fundadores del marxismo revolu­
cionario) que utilizó y comprendió perfectamente las nuevas po­
sibilidades surgidas a raíz de la revolución francesa, y que des­
pués de haber explotado esta herencia se convirtió en el más
N A P O L E O N 403

grande práctico y teórico de los métodos de guerra post-revolu-


cionarios.
La guerra con grandes masas, numerosas reservas que sólo
el poderlo de un gran Estado burgués era capaz de dar, la guerra
en que se utilizan eficazmente medios materiales y humanos con­
siderables formados a retaguardia, data de la época de Napoleón.
Las masas compactas del Gran Ejército, dirigidas por el primer
genio militar de toda la historia humana, se han revelado, según
su propia expresión, más fuertes que el adversario en el momento
y en el lugar deseados.
Napoleón conocía el mapa y sabía utilizarlo como nadie, con
una habilidad que excedía a la de su jefe de estado mayor, el sabio
cartógrafo mariscal Berthier, y a la de tdos los jefes de ejército
famosos anteriores a él en 1 a. historia, sin que jamás el mapa le
estorbara. Cuando después de haberlo plegado se hallaba sobre el
terreno, inflamando a sus tropas con su palabra, distribuyendo
órdenes y moviendo formidables columnas, allí también se halla­
ba, en su lugar, es decir, en el primero. Sus órdenes y sus cartas
a los mariscales tienen aun hoy el valor de tratados fundamen­
tales en materia de fortalezas, artillería, organización de la re­
taguardia, movimientos de los flancos o envolventes y asuntos
militares de la más diversa índole.
Debe recordarse que, salvo Alejandro de Macedonia, nunca
tal vez ni uno solo de entre los jefes de ejército más eminentes se
ha hallado durante tanto tiempo en condiciones tan favorables.
No sólo reunía en su persona la autoridad absoluta del monarca
y la del general en jefe, sino que reinaba además sobre los países
más ricos del mundo.
César combatió largo tiempo en calidad de general en jefe
a quien el Senado daba la posibilidad de conquistar una nueva
provincia. En los últimos años de su vida hizo una guerra larga
y tenaz persiguiendo a las tropas del partido enemigo. Jamás
dispuso en sus combates de todas las fuerzas de Roma ni estuvo
investido de poderes ilimitados.
Aníbal fue un jefe de ejército sometido al Senado hábil e
intrigante de una república de mercaderes.
Turena y Condé dependían del capricho de la corte france­
sa. Suvorov debía complacer ante todo a Catalina I I que no tenía
ninguna simpatía por él, luego al medio loco Pablo. I y después
al consejo de guerra de la corte de Austria.
404 E . T A R L É

Gustavo Adolfo, Carlos X II y Federico II, fueron en verdad


monarcas absolutos, pero las reservas de hombres y el poderío
material de los pequeños países pobres sobre los cuales reinaban,
eran muy restringidos. Y, por ejemplo, al final de la guerra de
los siete años durante la cual Federico I I sufrió derrotas terribles
alternadas con algunas victorias, no fue sino gracias a la aparición
repentina de una nueva situación internacional que pudo escapar
a la ruina total.
Napoleón sólo durante sus primeras hazañas y conquistas
tuvo por sobre él un gobierno al que, por lo demás, no obedecía ;
y desde 1709 fué él mismo soberano absoluto de Francia y de
todos los países que le estaban directa o indirectamente someti­
dos, países entre los cuales algunos eran económicamente de p ri­
mer orden: Francia misma, Holanda y la Alemania Renana.
Después del 18 de brumario, Napoleón reinó quince años
como autócrata absoluto, mientras que Julio César después del
pasaje del Rubicón, no reinó más que cuatro años, y de estos cua­
tro los dos primeros se pasaron en la guerra civil que dividía
las fuerzas del Estado.
Y para el libre juego de su genio militar, las fuerzas ma­
teriales, el dinero, el tiempo y posibilidades de toda especie se
dieron a Napoleón en mucha mayor escala que a cualquiera de
sus predecesores en el arte m ilitar; pero es también indiscutible
que su genio fue mucho más potente que el de cualquiera de ellos.
Con su manera original de expresarse, Napoleón comparaba
el conjunto de cualidades de un buen jefe guerrero con un cua­
drado cuya base y altura son siempre iguales. Tomaba como base
el carácter, el valor y la decisión, y como altura la inteligen­
cia y las cualidades intelectuales: si el carácter es más fuerte
que la inteligencia el jefe se 1engañará e irá más allá de donde
debe ir; si la inteligencia sobrepuja al carácter, entonces, por
el contrario, le faltará valor para realizar su plan.
\ Consideraba absolutamente indispensable la unidad de man­
do en el ejército a menos de resignarse de antemano a la derrota.
Es preferible un mal general a dos buenos, escribía en 1798 a los
Directores. La guerra es como el gobierno: es cuestión de tacto.
Si se exceptúa el sitio y la toma de Tolón, en 1793, en nin­
guna de sus guerras tuvo a su lado colega alguno investido de
'derechos equivalentes a los suyos ni, con mayor razón-, de supe­
rior jerarquía.
N A P O L E Ó N 405

Examinemos solamente algunas particularidades.


Napoleón destruyó la creencia de que los combates a ba­
yoneta decidían todo, creencia muy difundida por Suvorov. “ Es
el fuego y no el choque quien decide hoy las batallas ” , declaró
categóricamente el emperador en su obra sobre las fortificaciones
de campaña. Durante sus primeras -campañas siguió con la tác-
tidá- del ejército revolucionario francés; enviaba entonces ade­
lante líneas, móviles de tiradores que preparaban el choque p rin­
cipal, sostenidos por la artillería y limpiaban el camino para las
columnas de asalto* Repetía insistentemente a sus mariscales y
al virrey de Italia —Eugenio de Beauharnais— que no bastaba
;con enseñar el tiro a los soldados sino que era necesario conseguir
que viesen con toda la precisión posible.
Pon otra parte, según Napoleón, no debe jamás dejarse mu­
cho tiempo a los tiradores sin el apoyo de la artillería, porque
si la artillería enemiga entra en acción contra ellos pueden fá­
cilmente descorazonarse y ser exterminados. Recomendaba con­
centrar la artillería con toda la energía posible porque sólo la
intensidad y lo -compacto de su fuego puede tener verdadera­
mente importancia. En las batallas napoleónicas la artillería
desempeña un papel considerable y a veces decisivo; en Friedland,
por ejemplo, las 40 piezas de grueso calibre de Senarmont que
sostenían el cuerpo- de Víctor, enloquecieron desde el -comienzo
del combate a las líneas rusas y obligaron al ejército del zar a
recomenzar una retirada desordenada y fatal a través de la ciu­
dad de Friedland y del Alie.
Débese observar que a p artir de 1807, Napoleón adoptó -cada
vez eon mayor frecuencia una nueva táctica, disposiciones de
combate; actuaba eon formaciones asaz compactas y en consecuen­
cia demasiado vulnerables, cosa que no había hecho en la primera
parte de su -carrera: no recurrió a este aumento exagerado de
las masas combatientes mientras en las filas de los viejos solda­
dos de los ejércitos revolucionarios y de los veteranos de Egipto,
de Marengo y de Austerlitz no hubo demasiados claros.
Con frecuencia se cree que Napoleón no daba importancia
a las fortalezas del enemigo; tal opinión es equivocada. Se limi­
taba a -convencer a sus mariscales y generales de que lo que
decide el resultado de una guerra no e¡s el hecho de tomar las
fortalezas del adversario, sino la destrucción de sus tropas vivas
406 E T A R L É

y de sus fuerzas de campaña. Pero también en ese caso demos­


traba una flexibilidad y una inteligencia notables para apreciar
la originalidad de cada situación: cuando en 1805 se dio cuenta
de que la toma de Ulm equivaldría a la destrucción de la parte
esencial del ejército austríaco, dirigió el golpe principal de todas
sus fuerzas contra esa fortaleza y la sitió.
La importancia secundaria que atribuía a las plazas fuertes
armonizaba lógicamente con su opinión tan característica .sobre
la iniciativa: emprender una campaña después de haber ¡refle­
xionado maduramente todo, pero una vez iniciada, luchar hasta
el fin para conservar la iniciativa de la acción.
La terrible jom ada del 8 de febrero de 1807 en Eylau ha­
bía term inado; el ejército napoleónico y el ruso habían sufrido
pérdidas tan terribles que ciertos regimientos se veían reducidos
al efectivo de un batallón y algunos a menos todavía. Durante
la noche Napoleón se retiró a su tienda y escribió a su amigo Du-
roe una nota en la cual, por alusiones vagas, reconocía su fracaso.
Pero he aquí que apareció el alba pálida y se vio que Ben-
nigsen no sólo se había batido en retirada sino también que había
retrocedido mucho, lo que quiere decir que Napoleón conservaba
la iniciativa, o dicho de otro modo que había vencido la víspera.
Y el emperador comienza a llamar a Eylau su victoria, a pesar
de que sabe perfectamente que los rusos están lejos de estar ven­
cidos. Bennigsen carece de resistencia y tenacidad; perdió la
serenidad y se replegó el primero dejando la iniciativa a Napo­
león, a pesar de que en el campo de batalla cada tres cadáveres
rusos costaron de dos a tres cadáveres franceses.
E n el curso general de la guerra la iniciativa en la elección
de un emplazamiento y del momento de una batalla., en las p ri­
meras operaciones tácticas antes del combate y en el comienzo
de la acción, debe quedar al comando en jefe. No abstante, al
dar a sus mariscales esas órdenes que aun hoy provocan admi­
ración, jamás los empequeñeció con indicaciones de detalles a
las que eran entonces propensos los generales de la vieja escuela,
austríacos, prusianos, ingleses y bastante menos los rusos.
Daba la orden de ejecutar una tarea determinada en tal
sector y mostraba el propósito estratégico general a que su reali­
zación debía servir; cómo alcanzar tal fin, era cuestión del ma­
riscal. Durante la batalla Napoleón no cesaba de ser el centro,
el cerebro del ejército; al cumplir su misión los mariscales es­
N A P O L E Ó N 407

taban en comunicación constante con el emperador, le informaban


de la marcha de las operaciones, le pedían refuerzos .y lo tenían
al corriente de los cambios incesantes de la situación.
Casi cinco meses después de Austerlitz, al hacer la crítica
de los informes de Kutusov a Alejandro sobre estt? batalla, Na­
poleón escribía que el gigantesco ejército francés era entera­
mente dirigido por el emperador* y estaba pronto a ejecutar
cualesquiera de sus órdenes como si fuera un batallón aislado
dirigido por su comandante.
Para los contemporáneos de Napoleón y para la posteridad
nada es más difícil de comprender que cómo conservaba ese poder
director sin sofocar la iniciativa personal de sus mariscales y de
sus principales generales. Desde luego que se trataba de una
iniciativa parcial, una. iniciativa de ejecución enteramente subor­
dinada a la autoridad general y suprema del emperador y que,
en definitiva, los acostumbraba a renunciar a las decisiones
independientes ante un riesgo demasiado grande, cuando .Napo­
león no se hallaba cerca de ellos. Los grandes jefes completamente
independientes no eran muchos: Davout, Massena y en parte
Augereau. La mayoría de los otros eran ejecutantes de primer
orden y de gran talento y su independencia era sólo relativa y
condicionada, precisamente porque se trataba de ejecutantes.
Napoleón lo reconoció eon amargura cuando dejó escapar: “ Es
que yo no podía estar siempre en todas p artes” .
Cuando en 1814 combatía cerca de París le faltaban no sólo
los 300.000 soldados escogidos, en parte destruidos después de
1808 e inmovilizados en España, no sólo las tropas francesas
que continuaban ocupando algunas ciudades de Alemania y al­
gunas partes de Italia, sino que también se hacía sentir cruel­
mente la ausencia de Massena que se había debilitado en vano
.durante tanto tiempo en la interminable guerra de España. Da­
vout estaba sitiado en Hamburgo y M urat no llegaba de Nápo­
les. Sus mejores soldados y sus auxiliares experimentados esta­
ban dispersos en los cuatro extremos del inmenso imperio y en
la hora fatal muchos de ellos no se encontraban cerca de él.
No es solamente ésta sino también ésta una de las causas de
la derrota final de 1814-1815.
Mientras estuvieron a su lado y mientras el Gran Ejército
no fue, a causa de una demora excesivamente larga, dividido en
dos partes, una de las cuales combatía y se agotaba en España,
408 E . T A R L É

se sintió y por largo tiempo el vencedor y el autócrata inque­


brantable de Europa.
La selección de excelentes ejecutantes se hizo notar parti­
cularmente en la nueva práctica de los movimientos envolventes
profundos cuyo teorizador es Jomini, que ha estudiado muy de
cerca las guerras de Napoleón. Napoleón ha demostrado que ro­
dear las posiciones del enemigo sólo tiene sentido: l 9 cuando se
alcanza así la retaguardia del adversario y se pueden cortar sus
comunicaciones: 2 <? cuando este movimiento envolvente termina
en un combate en el que toman parte las columnas que operan
el ceceamiento.
Von Bülov, otro teorizador de la época napoleónica, pensa­
ba que bastaba con amenazar las comunicaciones. Pero, apoyán­
dose en el arte militar de Napoleón, Jomini insistía en el 'Com­
bate que debía term inar con un cercamiento lógico. Napoleón
estimaba que el ejército que ejecutaba un movimiento envolvente
¡corría el peligro de sufrir una contramaniobra y un ataque del
adversario si no se apresuraba. Los mariscales instruidos en las
batallas de Napoleón ejecutaban las operaciones de cercamiento
a veces eon una precisión y una rapidez ideales y casi siempre
con éxito.
. Si el enemigo se encerraba con el grueso de sus fuerzas en
una plaza fuerte o en un campo fortificado, Napoleón iniciaba
el sitio de éste y, en caso de que el enemigo rehusara rendirse,
desencadenaba el asalto. Si en tal ■circunstancia el asalto le daba
la victoria Napoleón se mostraba implacable. En 1806, Blücher
trató de defenderse en las calles de Lübeck; después de la vic­
toria de los franceses la ciudad fue completamente saqueada y
de acuerdo .con una vieja tradición muchos de los habitantes ma­
sacrados. Las guerras napoleónicas ofrecen numerosos ejemplos
de dureza semejante: Ja ffa en 1799 y Zaragoza en 1809 fueron
tomadas por asalto y en ambos casos la población casi totalmente
exterminada.
Un ejército turco de 12.000 hombres bien armados desem­
barcó en julio de 1799 en Egipto y se encerró en la plaza fuerte
de Abukir donde se le reunieron todavía 3,000 hombres más.
Napoleón veía levantarse ante él un obstáculo tem ible: un gran
ejército amenazaba la conquista casi terminada de Egipto. Los
turcos construyeron rápidamente excelentes fortificaciones; no se
podía esperar tomar la plaza por un sitio porque por el lado del
n a p o l e ó n 409
m ar los ingleses podían traerle socorro. Napoleón se decidió por
el ataque frontal, el asalto derecho, costase lo que costase. E l 25
de julio de 1799 a las dos de la mañana dio la orden; Lannes y
M urat penetraron los primeros en la fortaleza seguidos por el
grueso de las fuerzas. No se hicieron prisioneros: todo el ejér­
cito turco fue acuchillado en el lugar o descuartizado, y sólo
escaparon a la muerte, no los que se rindieron, sino los que se
escondieron: “ Esta batalla es una de las más notables que he
visto; de todo el ejército sitiado no ha escapado un solo hom­
b re ” , escribía Napoleón dos días después del asalto y todavía
bajo la impresión fresca de esta “ victoriosa” carnicería. Pero
los ataques de frente costaban caro también a los franceses y
Napoleón se decidía a ellos sólo cuando no veía otra salida,
i Aun cuando tenía en mucho el valor individual, la habilidad
y el arte militar, Napoleón creía que ni aun los ■caballeros audaces
como los mamelucos y los cosacos podían, en formación dispersa,
resistir a las grandes masas compactas y disciplinadas de un
ejército europeo. Pero admitía que en los encuentros de pequeños
grupos la superioridad individual de semejantes caballerías las
hiciera las más fuertes. Napoleón repetía siempre que a fin de
cuentas las masas decidían todo y que la victoria volvía siempre
a los grandes batallones. El arte del jefe de ejército reside:
Primero, en saber reclutar, arm ar e instruir rápidamente
esos batallones, en crear ejércitos compactos.
Segundo, en hacer aparecer el total del ejército en el pun­
to deseado para asestar el golpe decisivo.
Tercero, en no escatimar esos gruesos batallones al comienzo
de la batalla si tal cosa es necesaria para el éxito final.
Cuarto, después de haber reunido esta masa, no huir nunca
y no diferir jamás el combate sino buscar un dese'rñace decisivo
rápido, siempre que haya probabilidades de vep.cer.
Quinto (y esto es lo más difícil), encontrar en la disposición
del adversario el punto sobre el cual asestar el golpe principal.
Napoleón decía que el azar y la suerte desempeñan su pa­
pel en la guerra, pero que las cosas verdaderamente importantes
dependen de las cualidades del jefe, del trabajo mental, de la
ciencia, de la, aptitud de obrar metódicamente, de las facultades
de combinación y del ingenio. “ No es. un genio el que me revela
de pronto, en secreto, lo que debo hacer o decir en una eircuns-
410 E . T A R L É

tancia inesperada para los otros; es mi reflexión, es la medita­


ción ” , 1 dijo una vez Napoleón.
Hacia el fin de su vida, Napoleón decía que Alejandro de
Macedonia, César, Aníbal y; Gustavo Adolfo no habían sido gran­
des porque la suerte les hubiera ayudado sino que la suerte los
había ayudado porque eran grandes hombres y sabían aprove­
char la fortuna.
A pesar de algunos errores ocasionales y algunos signos de
fatiga, es opinión unánime de los estrategas y de los tácticos
que han estudiado su historia, que el genio militar de Napoleón,
que consistía en utilizar todos los medios para alcanzar sus obje­
tivos, no era de ningún modo más débil en 1813-1814 que en los
mejores años de su carrera. En 1815, cuando sus ejércitos eran
menos numerosos que los de sus enemigos, cuando la situación
política parecía desesperada y él mismo sufría grandes malesta­
res físicos, Napoleón concibió, para exterminar al ejército ene­
migo por partes, un plan estratégico tan notable como aquel gra­
cias al cual su primera campaña de Italia había sido tan mag­
nífica. La brillante ejecución de ese plan, la derrota de Blücher
en Ligny y como consecuencia de la misma batalla de Waterloo,
donde sólo la tenacidad de Blücher salvó a Wellington de un
inevitable y terrible desastre, todo esto mostró que el maestro
incomparable del arte m ilitar seguía siendo siempre igual a sí
mismo.
Sin embargo le faltaba ya algo que, según Napoleón, es lo
más importante para un jefe de guerra, más importante aún que
el mismo genio: no tenía ya la certeza del éxito final, sentía
que su momento había pasado. “ No era aquella mi primera con­
fianza” , decía- a Las Casas hablando de Waterloo.
Son sus errores (que eran ante todo errores políticos) los
que provocaron esta pérdida de confianza en sí mismo. Las gran­
diosas tareas políticas y la irrealizable conquista del mundo
arrastraban a Napoleón cada vez más lejos de sus propias reglas
estratégicas. ; : : .J y

Consideremos solamente la técnica de la conquista. ¿ Cómo


conciliar la ocupación militar del colosal imperio europeo ya eon-

1 G u illo is : NapoMon, Vhomme, h poli ti que et l’orateur. París ( 1 8 8 9 ) ,


I, 4 2 4 .
N A P O L E Ó N 411

quistado, con la ocupación de los territorios rusos y la vigilancia


de las vías de comunicación con Moscú? ¿De dónde sacar, en
tales condiciones, las fuerzas necesarias para las batalles futuras,
para la conquista de Rusia? ¿Cómo seguir esta regla: se siempre
más fuerte que el enemigo en el momento y en el lugar deseados?
¿Cómo arreglárselas para ser simultáneamente vencedor en Ma­
drid y en Smolensko o Moscú?
Durante sus gradiosas empresas Napoleón se esforzaba por
no apartarse de su principio fundam ental: asegurar firmemente
sus comunicaciones. Es por esta razón que durante la campaña
de Rusia sus fuerzas disminuyeron tanto, aún antes de la reti­
rada. De 4*20.000 hombres que tenía en junio de 1812: junto al
Niemen y con los cuales franqueó la frontera y comenzó la in­
vasión, sólo 363.000 se internaron en Rusia; los otros debían
proteger los flancos al norte y al sur del itinerario seguido por
el invasor. Napoleón llegó a Vitebsk no con 363.000 sino con
229.000 soldados; en Smolensko tenía 185.000. Después de la ba­
talla de Smolensko y de dejar una guarnición en esa ciudad
marchó sobre Gjatsk con 156.000 hombres y llegó a Borodino
con 134.000. Cuando entró en Moscú 95.000 hombres le seguían,
no sólo por las pérdidas debidas al fuego enemigo', a las enfer­
medades y al clima que devoraban al ,G-ran Ejército, sino tam­
bién por la colosal línea de comunicaciones. No se trataba ya de
los 2¡2 0.000 hombres que el emperador, no había ni siquiera con­
ducido hasta el Niemen y que hubo de dispersar a través del
imperio, sino de los 200.000 que combatían en España.
Y hubo momentos, decía a Las Casas, en que fue necesario
quemar las naves, concentrar todas las fuerzas para el choque
decisivo y para exterminar al enemigo con una victoria aplas­
tante, para lo cual era hasta necesario arriesgarse a debilitar
momentáneamente las líneas de comunicación. “ Durante la cam­
paña de 1805, cuando combatía en Mor avia, Prusia estaba lista
para atacarme y la retirada hacia Alemania era imposible; pero
vencí en Austerlitz. En 1806... vi que Austria se preparaba a
arrojarse sobre mis comunicaciones y que España amenazaba in­
vadir Francia atravesando los Pirineos; pero vencí en Je n a ” .
“ Más peligrosas todavía eran las circunstancias en la época de
la guerra de 1809; pero vencí en W agram ” . Napoleón decía que
toda guerra debe ser “ metódica” , es decir profundamente me­
ditada y que sólo entonces ofrece probabilidades de éxito. Dese-
412 E . T A R L

chaba por -completo la idea de que las invasiones de Gengis Kan


y Tamerlán hubiesen sido movimientos espontáneos y desorde­
nados: “ Las guerras de Tamerlán y Gengis Kan eran metódicas
porque se conformaban a reglas, y razonadas, porque sus em pre­
sas eran proporcionadas a la fuerza de su* ejército ” . 1
! Observemos a este respecto que los historiadores orientalis­
tas de épocas posteriores a Napoleón confirman enteramente su
opinión sobre las conquistas de los mongoles.
Muchas veces y a propósito de diversos asuntos, Napoleón
dijo que todo el arte m ilitar consistía en la capacidad de con­
centrar en el lugar querido y en el momento oportuno más fuer­
zas de las que posee el adversario en ese momento. Cuando al
hablar de la guerra de 1796-1797 .Gohier, miembro del Directorio,
dijo a Napoleón que frecuentemente había vencido a un enemi­
go más fuerte con fuerzas menores, Napoleón negó diciendo que
sólo había tratado de arrojarse con rapidez fulminante sobre las
fuerzas divididas del enemigo para vencerlas por separado. Y
sólo por esta razón había parecido más fuerte que el adversario
en cada caso particular, a pesar de que en total su ejército hu­
biera sido el menos numeroso.
Se preocupaba mucho de la “ m oral” de los soldados. Con­
firmó resueltamente la supresión, debida a la Revolución, de los
castigos corporales en el ejército y cuando hablaba eon ingle­
ses no llegaba a comprender cómo podían admitir el empleo del
látigo sin reparos. “ Cuando un soldado es envilecido y des­
honrado por el látigo poco le interesa la gloria. ¿ Qué sentimiento
de honor puede quedarle a un hombre que ha sido fustigado en
presencia de sus camaradas ?. . . Prefiero manejarlos no con el
látigo sino con el puntillo del honor. . . Después de una acción
yo reunía a los oficiales y a los soldados y les preguntaba:
¿quiénes son los que se han distinguido?” Recompensaba con
grados a los que sabían leer y escribir y ordenaba a los analfa­
betos que se instruyeran (cinco horas por día), después de lo
cual los hacía suboficiales y, más tarde, oficiales.
Napoleón hacía fusilar sin piedad y por faltas graves, pero
en general contaba mucho más eon las recompensas que con los
castigos. Sabía recompensar como ninguno y distribuía con una
largueza increíble dinero, grados, condecoraciones y citaciones.

1 N apoleón: M-émotres.
N A P O L E Ó N 413

‘‘¿ Creéis que haríais batirse a los hombres por el análisis ? ’


exclamaba el 14 de floreal de 1801 en la sesión del Consejo de
Estado en que se discutió la institución de la Legión de Honor.
“ Nunca: (el análisis) sólo es bueno para el sabio en su ga­
binete,- los soldados necesitan gloria, distinciones, recompensas.
Los ejércitos de la República han hecha grandes cosas porque es­
taban compuestos de hijos de labradores y de buenos granjeros y
:no de la canalla, y porque los oficiales tomaron el lugar de los del
antiguo régimenj pero también por el sentimiento del honor ” . 1
Napoleón decía — y lo confirman unánimente todos sus con­
temporáneos— que la sed de condecoraciones se había transfor­
mado bajo su reinado en una verdadera manía de los oficiales y
soldados, manía que —según la expresión usada por el mismo
Napoleón en una conversación con Las Casas— llegaba al furor.
Por una palabra bondadosa o para recibir un abrazo del empe­
rador delante de las tropas, estaban dispuestos a cualquier cosa.
Be sobreentiende que las grandes recompensas en dinero que
llovían después de cada campaña sobre generales, oficiales y
soldados, no eran menos apreciadas que las distinciones hono­
ríficas.
E l historiador inglés Macaulay ha dicho que en toda la his­
toria universal sólo hay dos casos en q u e.el amor y la devoción
de los soldados* por el jefe supremo no tuvieron límites: el caso
de la décima legión de Julio César y el de la vieja ^Guardia de
Napoleón.
Tal afirmación es inexacta: es relativamente poco lo que sa­
bemos sobre la décima legión de Julio César, y por otra parte,
los sentimientos de la vieja {Guardia de Napoleón por su empe­
rador sé distinguían bien poco de los del resto del ejército.
En los cuarteles la personalidad del emperador, había pasa­
do a los relatos y las leyendas, largo tiempo antes de las visiones
poéticas, como las de la Revue Nocturne y el Vaisseau fantome
de Zedlitz y las poesías de Heine, Zedlitz, Lermontov, .Jukovski,
Pushkin, Hugo, Beranguer, Mitzktevich y Slovatzki.
Con los materiales creados por la Revolución, Napoleón se
preparaba así conscientemente, después de m adura reflexión y
con brillante éxito, un ejército poderoso que debía producir asom­
brosos resultados en la Historia militar..

1 T h i e r s : O b . c it.
414 E . T A R L É

Apreciaba en sí mismo nna cualidad qne declaraba esencial


la más importante de todas e irremplazáble. Además de una vo­
luntad de hierro, la firmeza de espíritu y un valor particular
qne consistía en precipitarse sobre el puente de Arcóle empuñan­
do una bandera, o en permanecer varias horas bajo las balas rusas
en el cementerio de Eylau, hay una cualidad superior, un valor
de una naturaleza especial que consiste en tomar enteramente
sobre sí la más grave, la más pesada de las responsabilidades: la
de la decisión. El vencedor de la batalla no es aquél que ha con­
cebido y meditado el plan y encontrado la solución necesaria, sino
aquel que ha tomado sobre sí la responsabilidad de su ejecución.
Las autoridades militares que han estudiado a Napoleón es­
tán contestes en afirm ar que su grandeza como táctico, es decir
en el arte de ganar las batallas, era igual a su grandeza como
estratega, es decir en el arte de ganar las guerras, y como
diplomático, en el arte de imponer enteramente su voluntad
al enemigo vencido, es decir que no sólo acababa definitivamente
con su valor y su capacidad de resistencia, sino que también lo
obligaba a aceptar el tratado deseado por el vencedor. Estas tres
cualidades formaban en Napoleón un conjunto indivisible y ar­
monioso.- cuando la batalla general estaba ganada, era necesario
enviar a. M urat y su caballería en persecución del adversario
para destruirlo por completo; cumplida la misión de M urat era
necesario prolongar y acabar la persecusión del enemigo frente
a un tapete verde, con fórmulas y exigencias diplomáticas para
transformar así la victoria obtenida en una batalla local en una
victoria final.
Apenas comenzada la guerra, Napoleón trataba habitualmen­
te de lanzar un ataque fulminante y de asestar uno o dos golpes
decisivos para vencer lo más rápido posible al enemigo y obli­
garlo a pedir la paz.
Esto ha servido de pretexto al idealista Clausewitz para defi­
nir la manera napoleónica de dirigir la guerra, como un fenóme­
no completamente nuevo en la historia, como la aproximación de
la guerra a £csu perfección absoluta” . Clausewitz escribe que “ a
partir de la época de Bonaparte, primero en un lado y luego en
otro, la guerra ha vuelto a ser cosa del pueblo entero. Su na­
turaleza se ha modificado enteramente, o, dicho con más preci­
sión, la guerra se ha aproximado mucho a su esencia real, a su
perfección absoluta. La guerra se dirige con mucha más energía
N A P O L E Ó N 415

como consecuencia clel aumento de los medios, de la vasta pers­


pectiva de éxitos posibles y de la. poderosa excitación de los
espíritus. El exterminio del adversario se ha convertido en el
objeto mismo de las operaciones militares; detenerse y emprender
negociaciones sólo es posible cuando el adversario está vencido y
sin fuerzas” fVom Kriege).
Sin embargo esta apreciación profunda hecha por Clause­
witz sobre el método napoleónico y su estudio sobre “ las dimen­
siones de los objetivos políticos ele la guerra” , deben ser com­
pletados por la indicación de qne Napoleón mismo distinguía dos
clases de guerra: ofensiva y defensiva (pero sin trazar entre
ellas un límite m uy definido) según el carácter, de tal o cual
guerra concreta, la situación política y la relación de las fuerzas.
En sus comentarios al trabajo del general Rogniat, editado
en 1816, Napoleón escribía:
“ Toda ofensiva es una guerra de invasión. . . ”
“ Toda guerra dirigida de acuerdo con las reglas del arte es
una guerra metódica. . . La guerra defensiva 110 excluye el ata­
que, así como la guerra ofensiva tampoco excluye la defensa a
pesar de que su objeto sea forzar, 1a. frontera e invadir el país
enemigo ” . 1
Después de echar una breve ojeada a las campañas de los
más grandes capitanes, Napoleón consideraba superfino agregar
observaciones referentes a los pretendidos sistemas m ilitares; sin
embargo él, como tocios los grandes jefes de ejército, trataba
también de vencer y de aniquilar al enemigo.
He citado la opinión muy exclusiva de Clausewitz, pero Jo-
mini, por ejemplo, no expresa nada semejante.
Es necesario notar al pasar que Engels, a pesar de reco­
nocer grandes cualidades a las obras de Clausewitz, prefiere a
Jomini precisamente por el estudio de Napoleón. He aquí lo que
escribía a Joseph Weidemeyer (12 de abril de 1853) : “ En defi­
nitiva Jomini es el mejor historiador (de las campañas napo­
leónicas) y, a pesar de algunas cosas excelentes, el genio innato
que es Clausewitz no me agrada” .

1 N a p o le ó n : Mémoirej.
416 E . T A R L, É

Napoleón era despiadado eon los “ jacobinos7’ a quienes exe­


craba y que hubieran querido que las masas plebeyas disfrutaran
de los beneficios de las conquistas revolucionarias.
La pr,oteción de la propiedad y, en particular, de la media
y la pequeña propiedad campesinas tan desarrolladas durante
la revolución, se había (Convertido en una de las bases esenciales
de la política interna de Napoleón; pero sin embargo, como ob­
serva Marx en “La Sagraida Familia”, cuando Napoleón lo creía
necesario, subordinaba los intereses de diversos grxipos de la
burguesía a los intereses del imperio, el cual servía los intereses
de toda la clase burguesa. Los que nada poseían, los obreros de
París, de Lyon, de Amiens y de Ruán, por ejemplo, le resultaban
un elemento inquietante; pero era demasiado inteligente para
creer que sólo era posible defenderse de ellos mediante las pa­
trullas y los piquetes, la gendarmería y el espionaje de Fouehé,
ideal por su habilidad y su eficacia. El obrero debe estar satis­
fecho, y todas las mañanas el prefecto de París entraba tem­
blando en el gabinete del emperador eon el informe cotidiano
sobre los precios en los mercados.
Los obreros deben tener trab ajo ; en realidad no se conseguía
simpre asegurárselo, pero aquél era uno de los justificativos no
sólo del bloqueo .continental sino también de la cruel explotación
económica y del monopolio implantado en todos los países con­
quistados para servir de mercados a la explotación francesa y
proporcionar a bajo precio materias primas a la industria nacional.
Los principales motivos de la política económica napoleóni­
ca eran el deseo de dar a la industria francesa la supremacía en
el mundo, e indisolublemente ligado a este deseo, la voluntad te­
naz de suplantar a Inglaterra en todos los mercados europeos.
Pero en el dominio de las relaciones entre obreros y patro­
nos, Napoleón no sólo conservaba inalterable la ley Le Chapellier,
que prohibía hasta la apariencia de una huelga parcial, y la in­
troducía en su legislación sistematizada, sino que dio un paso
más en el camino de la opresión y la explotación del trabajo al
crear las ¡cartillas obreras.
¿Cómo ha sido posible que en 1814-1815 los obreros fueran
favorables al emperador vencido? ¿Cómo1 se explica que de 1816
a 1821 los tribunales de la monarquía restaurada hayan tan a
menudo condenado a largos meses de prisión en París y en pro­
N A P O L E Ó N 417

vincias a obreros culpables de haber proferido el grito sedicioso


de ‘£i Viva el em perador'” ?
E n este libro he tratado de responder a esta pregunta. La
explicación de estos hechos es la siguiente: los trabajadores com­
prendían intuitivamente que el orden burgués postrevoluciona­
rio representado por el emperador era para ellos, a pesar de todo,
más ventajoso que las anticuadas ideas feudales que los aliados
volvían a traer, en sus furgones.
Las masas sedentarias de la capital que poblaban los subur­
bios de San Antonio y San Marcelo, los barrios del Temple y de
Mouffetard no habían olvidado todavía las jornadas gloriosas de
la Revolución. T aún durante los Cien Días veían en Napoleón
el menor de los males, puesto que a sus ojos el mayor era la
restauración feudal. En este momento hubo también obreros que
testimoniaron al emperador una simpatía particular y un vivo
deseo de ayudarlo, tanto antes como después de W aterloo; pero
ssos eran los trabajadores temporarios de la construcción y de
Sos terraplenes, más estrechamente ligados al campo.
Napoleón se desligó de la masa plebeya pronta a sostenerlo;
después de haber sido tanto tiempo dictador no quería convertir­
se en un dictador revolucionario y rehusó hasta intentarlo.
Si en Francia, en la lucha contra la restauración amena­
zadora del antiguo régimen, Napoleón representaba indiscutible­
mente la nueva era industrial, económica y progresista, con ma­
yor razón es indudable su papel revolucionario en la destrucción
de los fundamentos de la Europa feudal. Trastornó el régimen
Üeudal y la servidumbre aun en el interior de los Estados europeos
en que no reinó personalmente y donde no consiguió instalar a
sus vasallos. Destruyó las relaciones feudales en los países que no
pudieron escapar a su ascendiente directo. Y en las generaciones
siguientes los elementos revolucionarios de la democracia europea
no cesaron de lamentar que esta forma de su actividad no se
hubiera manifestado por todas partes en un grado suficiente.
Marx y Engels, por. ejemplo, deploran el desastre final del “ po­
tentado engendrado por la revolución” . “ Si Napoleón hubiera
resultado vencedor en Alemania, su enérgica fórmula hubiera su­
plantado por lo menos a tres docenas de padres del pueblo bien
amados. La administración y la legislación francesas hubieran
constituido una base sólida para la unidad alemana y nos hubie­
ran ahorrado treinta y tres años de vergüenzas y la tiranía do
418 E . T A R L. É

la Dieta. Dos o tres decretos de Napoleón Imbieran hecho desapa­


recer por completo el fango medieval de la prestación vecinal y
del diezmo, de las excepciones y de los privilegios, toda la eco­
nomía feudal y patriarcal que pesa todavía sobre nosotros en
algunos puntos de nuestra p a tria ” .
En un discurso en el mitin polaco, pronunciado el 22 de
febrero de 1S48, Marx repetía con otras palabras: ‘ ‘ . . . en su
lucha contra los extranjeros, los alemanes han cambiado un Na­
poleón por treinta y seis M etternich”
Marx y Engels subrayan siempre la importancia del pode­
roso y progresista impulso dado por Napoleón. “ Napoleón ha
destruido el Santo Imperio Romano y disminuido el número de
pequeños Estados alemanes, organizando en su lugar Estados más
grandes. Introdujo su -código, que era infinitamente superior, a
todos los códigos existentes, en los países conquistados y, en p rin ­
cipio, reconoció la igualdad” .
Engels opina que Napoleón no fue comprendido ni por los
campesinos alemanes ni por los burgueses, a quienes irritaba la
carestía del café, del azúcar, del tabaco, etc., a pesar, de que el
bloqueo continental “ era la causa del nacimiento de su propia
industria” . “ Además no eran personas capaces de comprender la
altura de los planes de Napoleón; le maldecían porque tomaba a
sus hijos para la guerra que financiaban la aristocracia y las
clases medias inglesas, y por otra parte celebraban como amigos
precisamente a estas clases medias inglesas que eran la verda­
dera causa de las guerras. . . ”
Las dimensiones colosales de la personalidad histórica de
Napoleón son indudables para Marx y para Engels; en vísperas
de la revolución de 1848, Engels solía escribir sobre Napoleón de
un modo que recuerda al joven Engels de 1840, que compuso
una oda sobre el traslado de las cenizas del emperador a los
Inválidos. “ Cuando el enérgico Napoleón tomó la causa' de la
Revolución en sus propias manos, cuando identificó la Revolu­
ción consigo mismo, la misma Revolución que había sido sofocada
después del 9 de termidor por las clases medias ávidas de dinero;
cuando —democracia de una sola cabeza, como fuera llamada por
un autor francés— envió sus ejércitos uno tras otro a Alemania,
entonces la muy cristiana sociedad alemana fue definitivamente
destruida. . . E n Alemania Napoleón fue el representante de la
N A P O L E Ó N 419

Revolución, el propagandista de sus principios, el demoledor de


la antigua sociedad feudal” .
‘ ‘ . . . El régimen del terror que había desempeñado su papel
en Francia fue empleado por Napoleón en los otros países bajo la
forma de guerra, y este “ régimen de te rro r” era completamente
necesario en Alemania.”
Marx y Engels insisten en que las violencias de Napoleón
eran inevitables y necesarias. E n un articulo contra Bakunin es­
crito el 14 de febrera de 1849 leemos: ‘ ‘Pero sin violencia y sin
una firmeza de hierro no se hace nada en la Historia y si Ale­
jandro de Macedonia, César y Napoleón se hubieran distinguido
por la sensibilidad que los paneslavistas piden en favor de sus
clientes debilitados, ¿qué hubiera sido la H isto ria l”
Marx y Engels pensaban también, a propósito de la conduc­
ta poco talentosa de los dos partidos que intervinieron en la
guerra de Oriente de 1853-1855, que la decisión de Napoleón
era “ más humana” que la actividad de los epígonos sin valor.
He aquí lo que escribían eon respecta al sitio de Sebastopol:
“ A decir verdad, Napoleón el grande, el matador, de tantos mi­
llones de hombres, con su método rápida, decidido y destructor
de hacer la guerra, era un ejemplo de humanidad comparado
con los gobernantes irresolutos y lentos que dirigen esta guerra
de Rusia” .
Sin disminuir la importancia revolucionaria de Napoleón
para Europa, Engels no cierra los ojos al hecho de que, al final
de su reinada, Napoleón se transformaba cada vez más en un
monarca de “ derecho divino” , o por lo menos trataba de olvidar
el origen revolucionario de su imperio: “ Sólo debo agregar a mi
opinión sobre este hombre extraordinario que, cuanto más rei­
naba, más merecía su destino. No quiera reprocharle su adveni­
miento al trono ; en Francia, el poder de las clases medias que
nunca se preocuparon de los intereses generales mientras sus
asuntos particulares marchaban bien, la apatía del pueblo que
no vela ningún beneficio para él en la Revolución y estaba pe­
netrado de un entusiasmo guerrero, no hubiera hecho posible
otra revolución. E l mayor error de Napoleón fue aliarse a las
viejas dinastías contrarrevolucionarias, casarse con la hija del
emperador de Austria, y al mismo tiempo, a fin de hacer desapa­
recer todo trazo de la vieja Europa, tra ta r de comprometerse con
ella y esforzarse en' ser el primero de los monarcas europeos. Por
420 E . T A R la É

eso hizo todo lo posible para que su corte se pareciera a la de


"ellos” . Lo que finalmente le perdió, según la opinión de Engels,
fue haber comenzado a inclinarse “ ante el principio de la le­
gitimidad” .
La presente obra ilustrará al lector sobre el hecho de que
Napoleón, al fin de su carrera, no quiso llamar en su ayuda a la
masa plebeya y también de que trataba de olvidar susrelacio­
nes pasadas con ella, lo que precipitó su p é rd id a ...
La derrota de las monarquías continentales provocada por
Napoleón resultó de la lucha titánica que agotó finalmente sus
fuerzas porque al lado de Europa, económicamente atrasada en
relación a la Francia napoleónica, se había colocado Inglaterra,
mucho más evolucionada en este sentido que la Francia de enton­
ces y al mismo tiempo estratégicamente fuera del alcance de los
golpes directos de Napoleón a causa de su predominio en el mar.
Napoleón reconoció de inmediato que este enemigo era el más
terrible; quiso vencerlo al este, partiendo de Egipto y Siria; se
pr.eparó a vencerlo en Londres y p ara eso se hizo el campo de
Boulogne. Al no resultar ninguna de sus tentativas trató de rom­
per la economía por la política, desplazar las mercaderías in­
glesas no por la abundancia, la calidad y la baratura de los pro­
ductos franceses, lo que era imposible, sino por medio de las
bayonetas y los cañones, los soldados y los aduaneros. Y quiso
echarlos de Europa entera. P ara arruinar, a Inglaterra no bas­
taba desde luego con destruir solamente su industria; era nece­
sario perjudicar también su comercio y su navegación comercial y
reducir a la nada la importación de las colonias británicas. E n ­
tendiéndolo así Napoleón prohibió la importación de azúcar, de
algodón y de índigo.
La realización del bloqueo continental exigía la subordina­
ción indiscutida de toda Europa y de Rusia a la voluntad de
Napoleón, es decir, la monarquía universal a la cual tendía ya
manifiestamente después de Austerlitz, recubriendo su ambición
con el término bastante transparente de “ emperador de Occiden­
te ” . Sus exigencias se hicieron más claras después de Tilsit. Lan­
zado por esta vía no podía sino perecer y pereció. Y lo más sor­
prendente no fue su pérdida sino su larga resistencia y el hecho
de que, ya abrumado, haya podido asestar tan terribles golpes a
sus enemigos* ..
Napoleón amó bien poco y respetó menos aún. No era cruel­
dad sino indiferencia completa con respecto a las personas en las
que no veía más que instrumentos y medios. Sin embargo, -cuando
la crueldad, la perfidia y el engaño astuto le parecían necesarios
se mostraba capaz de adoptarlos sin vacilar. Su inteligencia fría
demostraba que en las mismas condiciones es preferible, siempre
que sea posible, evitar la crueldad.
i Bespetaba esta regla pero solamente cuando las circunstan­
cias lo permitían. Los objetivos más esenciales que se propuso
después de Tilsit y sobre todo después de Wagrarn., eran a me­
nudo fantásticos e inaccesibles; pero en sus esfuerzos para al­
canzarlos su espíritu le proporcionaba las indicaciones más di­
versas, descubría medios inesperados, controlaba infatigablemente
lo esencial y, sin perderse en ellos, hasta los detalles.
Tenía la pasión del poder y de la gloria, pero sobre todo la
del poder. Le eran propios una preocupación continua, un traba­
jo considerable e ininterrumpido, sin reposo, una exigencia siem­
pre atenta, una propensión habitual a la desconfianza y a la
irritación. Un culto cercano a la superstición le rodeó durante
tanto tiempo que se acostumbró a él y lo aceptaba como algo de­
bido. Pero apreciaba esta adoración sobre todo desde el punto
de vista del beneficio real que podía procurarle. Estaba profun­
damente convencido de que las principales palancas que mueven
a los hombres son el temor y el interés, no el amor.
Hacía una excepción parcial eon sus soldados. D urante los
años de su dominación sobre Europa, preguntó un día cómo se
comportarían las personas ante la noticia de su m uerte; de in­
mediato los cortesanos se apresuraron a describir la fu tu ra aflic­
ción general, pero el emperador los interrumpió diciendo- que
ante'esta noticia Europa lanzaría un “ ¡U f!” de alivio.
Conocía muy bien la adoración de sus soldados por él y con­
fió siempre en ellos y tal vez sólo en ellos. No sabía gustar la
dicha y no parecía jamás dichoso; hasta era raro verlo simple­
mente contento y tranquilo.
No temía a la muerte. Cuando se lavó su cadáver se reve­
laron vestigios de heridas de las que nadie hasta entonces había
sabido nunca nada (además de un golpe de bayoneta recibido
en Tolón en 1793 y una bala en el pie que le alcanzó en Bogens-
burg en 1809). Había evidentemente ocultado sus otras heridas
para no preocupar, a. los soldados durante los combates y todos
los que le rodeaban le hicieron llegar entonces un socorro que por
422 E . T A R L É

orden suya quedó en silencio. Su gloria postuma no ofrecía nin­


guna duda para él. Explicaba su vida extraordinaria sobre todo
por circunstancias excepcionales que pueden encontrarse quizás
nna vez en mil años, “ i Y sin embargo, qué novela es mi v id a!” ,
dijo a Las Casas en Santa Elena.
Su desaparición del tablado histórico causó en sus contempo^
ráneos el efecto que puede producir la cesación repentina de un
huracán inaudito que hubiera estado desencadenado durante mu­
cho tiempo. Ya antes de Napoleón la evolución económica y social
aflojó en la Europa de entonces muchas clavijas que habían re­
sistido siglos, destruyó la base de muchas superestructuras ju ­
rídicas que continuaban existiendo por inercia y arruinó muchos
edificios de fachadas antiguas y solemnes. El huracán que sopló
durante muchos años sobre Europa y en cuyo centro se en­
contraba Napoleón hizo desaparecer gran número de estas a r q u i­
tecturas anticuadas. Seguramente todo esto se habría desplomado
sin Napoleón, pero él precipitó su caída ineludible. E l arte militar
en que era maestro e inimitable especialista le facilitó esta tarea
histórica.
Después de Napoleón en Europa occidental han podido exis­
tir todavía un cierto tiempo supervivencias feudales que ya eran,
salvo pocas excepciones, cadáveres galvanizados. La revolución
de 1830 en Francia y la revolución de 1848 en Alemania y en Aus­
tria dieron un impulso considerable a la limpieza de detritos
históricos. El prim er paso dado en Rusia (la abolición de la ser­
vidumbre) no data sino de 1861 y fue dado de mala gana, rechi­
nando los dientes y con la esperanza secreta —de la mayoría de
los nobles— de poder retirar o aminorar esta concesión a que las
circunstancias los habían obligado. Los excesos de la servidumbre,
la flagelación hasta la muerte en las “ colonias m ilitares’’ y las
múltiples crueldades de Araktcheiev, fueron el pago que Ale­
jandro I, jefe de “ la familia de los nobles de todas las Rusias”
dio a las masas campesinas por la “ expulsión de los galos’' y por
su lucha sangrienta con esos galos y su jefe durante los años
siguientes.
Es necesario convenir en que Napoleón hizo bastante para
facilitar a la Europa feudal su lucha y su victoria. A medida que
el emperador francés se alejaba del ex general revolucionario,
cedía también lugar al monarca universal y Napoleón dudaba
más en libertar a los pueblos de sus cadenas feudales (en Polo-
N A P O L E Ó N 423

nía, 1807-1812, donde emancipaba a los campesinos sin darles la


tierra, con lo qne de hecho subsistía la servidum bre; en Rusia en
1812), y se hacía más categórico y porfiado para someter a su
árbitrio personal pueblos y gobiernos; y por consiguiente, a la
primera ocasión, tanto más resuelta estuvo Europa en su lucha
contra la opresión universal.
En 1813-1814, los despojos de la nobleza feudal no veían
más que un medio de salvación: desembazarse de Napoleón. La
burguesía de los países vencidos aspiraba apasionadamente a li­
brarse de la opresión que Napoleón hacía pesar sobre ella y que
le impedía desarrollarse. La burguesía de las tierras conquistadas
por Napoleón comprendía y sentía con dolor que el conquistador
explotaba sistemática y despiadadamente esas tierras en provecho
exclusivo de la burguesía francesa. Cuando el levantamiento de
liberación nacional termina con la caída del yugo napoleónico,
tal victoria no aprovecha en verdad a la burguesía sino a la reac­
ción absolutista y feudal; y tal cosa sólo es debida a la debilidad
relativa y a la desorganización de la clase burguesa de la, E u­
ropa de entonces. De modo que durante los años 1813, 1814 y
1815 combatió contra Napoleón la clase de la sociedad europea
otrora entusiasta del “ ciudadano prim er cónsul'’ portador de
las ideas liberadoras de la Revolución, según creyeron muchos en
el intervalo que media entre el 18 de brumario y la proclama­
ción del imperio.
Su política económica en los países sometidos no podía ter­
minar de otro modo. Hacia el final de su vida se negaba a com­
prenderlo porque su misma naturaleza se lo impedía. El empe­
drador de bronce coronado de laureles, con el cetro en una mano
y el globo imperial en la otra, que se yergue en el centro de París
en la cima de la columna Vendóme, rodeado por los cañones to­
mados al enemigo, nos recuerda hasta qué punto se aferraba
Napoleón a la insensata idea de tener en su mano a Europa y,
si fuera posible, también a Asia; y de retenerlas con la misma
firmeza con que en su monumento estrecha el globo simbólico,
emblema heráldico de la monarquía universal.
El imperio mundial se había hundido. Sólo hubiera podido
esperar una larga existencia de las realizaciones de Napoleón, con­
dicionadas y preparadas antes de su advenimiento por causas
económico-sociales profundas y determinantes.
424 E . T A R L É

Queda en la memoria de la humanidad la gigantesca figura


que evoca en algunos las sombras de Atila, Tamerlán y Gengis
Kan y en otros las de Alejandro de Macedonia y Julio César.
Pero a medida que se multiplican las investigaciones históricas
aparece cada vez más clara en toda su originalidad y su asombro­
sa complejidad individual.
SOBRE LA HISTORIOGRAFIA NAPOLEONICA

La historiografía napoleónica, cuyas proporciones son ver­


daderamente -colosales, supera todo lo que se ha escrito sobre
cualquier otro personaje. de la historia mundial.
Si algún lector deseara continuar el estudio de tal o cual
aspecto de la actividad napoleónica se le puede recomendar,
como más reciente y completa, la bibliografía de Kircheise-n que
contiene el repertorio de varios miles de libros y artículos.
La mayor parte de los trabajos dedicados a Napoleón en
las primeras décadas de su muerte entonan patrióticamente su
alabanza. Esta literatura surgió como reacción contra la nube
de panfletos, folletos y narraciones apócrifas dirigidas contra
Napoleón por los que se distinguieron durante los primeros
años de la restauración, realistas que odiaban al “ usurpador” .
Como contrapeso a esos panfletos comenzaron a aparecer me­
morias como las de la duquesa de Abrantes (en 13 tomos), los
recuerdos de Chaptal sobre- Napoleón, el libro de Las Casas, etc.;
y junto a esta literatura de autores de memorias aparecieron
también los primeros ensayos serios de estudios sistematizados
sobre el reinado de Napoleón.
E ntre estos primero# trabajos el que más ruido hizo y dió
en realidad material abundante y hábilmente presentado, es
la célebre Historia del Consulado y del Imperio, en 20 tomos,
de Thiers. Algunas de sus partes, como por ejemplo la descrip­
ción detallada de todas las victorias napoleónicas, conservan
aún hoy su interés, pero la obra está escrita desde un punto de
vista evidentemente “ patriótico” : en todas las guerras en que
triunfa, Napoleón tiene razón. Se ha llamado Thiers “ el his­
toriador del éxito” . Sólo recrimina a Napoleón, por lo demás
con dulzura y excepcionalmente, por sus guerras desgraciadas.
E l tono general de la obra; es exaltado; es una historia exclu­
sivamente política, diplomática y militar. Thiers ignora la eco-
428 E . T A R L É

nomía y ni siquiera supone que sean necesarias para compren­


der la historia. Su obra ha ejercido considerable influencia y
,-se la lee ávidamente gracias a la claridad de su estilo.
La obra en muchos tomos que W alter Scott consagró a
Napoleón, fue ana de las primeras en aparecer y su estilo es
también brillante; el célebre novelista la ha escrito para el gran
público. El espíritu, que es el patriotismo inglés, es hostil a
Napoleón, la documentación bastante débil y superficial y, a
pesar del número de sus volúmenes, la obra no puede conside­
rarse científica. Tuvo un éxito excepcional en Inglaterra y en
los otros países, se la tradujo a todos los idiomas europeos. A
mediados del siglo X IX la leyenda napoleónica había invadido
de tal modo la historiografía francesa, que este libro parecía
blasfemo.
En cierto modo el autor había querido replicar a Byron
que, dos años antes de su muerte, en 1822, celebró las victo­
rias de Napoleón: c‘ Sin nacer emperador, ató a su carro empe­
radores” . W alter Scott, conservador romántico, no perdonaba a
Napoleón los golpes asestados al mundo feudal.
Anotemos al pasar el curioso juicio de Hegel.
El 13 de octubre de 1806, en vísperas de la batalla de Jena,
Hegel escribió a Nithammer cuando Napoleón ocupaba ya la
ciudad: “ He visto al emperador, esa alma del mundo (diese
Weltseele), atravesar la ciudad durante un reconocimiento” .
Más adelante el célebre filósofo ya no hablaba así de Napo­
león y se inclinaba más bien a considerarlo un “ castigo divino” ;
pero le sublevaba el libro de W alter Scott con sus apreciacio­
nes piadosas y mezquinas sobre la revolución frances'a y el
imperio. A la afirmación de W alter Scott de que “ el cielo”
había enviado la revolución y a Napoleón a causa de los pe­
cados de Francia y Europa, Hegel replicó que si el justo cielo
lo había decidido así, eso significaba que la revolución misma
era justa y necesaria y no podía considerársela como un cri­
men. “ Cabeza superficial” (Seichter Kopf ), son las palabras
con que concluye sus observaciones* sobre W alter Scott.
La documentación se acrecentaba entre tanto irresistible­
mente; de continuo aparecían nuevas memorias sobre Napo­
león y su época. E l gobierno francés había hecho editar dos
gruesos volúmenes in-quarto de cartas, órdenes y decretos dic-
N A P O L E Ó N 427

'taclos personalmente por Napoleón, que fueron seguidos des­


pués por algunos complementos. Las monografías sobre sus
campañas, sus batallas *aisladas, s'u legislación, su diplomacia
y su administración aumentaban en Francia, Alemania, Italia
e Inglaterra.
La escuela romántica asignaba al “ héroe 75 el papel prin­
cipal en la historia de la humanidad. El libro de Tomás Car-
ly le : Los héroes y el culto de los héroes en la historia, ejer­
ció una gran influencia que se reflejó muy viva y per judicial­
mente en la literatura consagrada a Napoleón. En realidad,
si alguien podía seducir a los historiadores de tendencia heroi­
ca, ese alguien era precisamente Napoleón.
La prim era protesta seria contra esta actitud nada cien­
tífica fue el libro del coronel Charras sobre la campaña de 1815,
editado en Bruselas bajo el segundo imperio, en 1858. Charras,
emigrado francés, era enemigo del bonapartismo. Marx dijo en
1869 que era él “ quien había comenzado el ataque contra el
culto napoleónico” .
Edgar Quinet luchó también contra la “ leyenda napoleó­
nica77. Trató de demostrar que la idea del “ gran imperio” era
extraña a Francia y de origen italiano y que estaba escondida
en el fondo del pensamiento de todos los grandes personajes de
Italia.
En 1867 comenzó a aparecer el libro en cinco volúmenes
de Fierre Lanfrey: Sistoire de Napoléon ler,, obra de la que
se publicaron once ediciones. Es un libro sumamente hostil a
Napoleón que no sólo representa una protesta contra la escue­
la “ heroica” , sino también una expresión de la lucha contra
el eulto oficial y sofocante de la tradición napoleónica (fue es­
crito bajo el segundo imperio, época en que aparecieron sus
primeros volúmenes). Lanfrey odiaba a los dos Napoleones: al
tío, 'Cuya historia escribió, y al sobrino, bajo cuyo reinado vi­
vía y actuaba. Para Lanfrey, Napoleón 1° era un déspota egoís­
ta, opres'or de pueblos, estrangulador de la libertad, tirano se-
idiento de sangre humana. Arrastrado por el deseo, justo en
¿sí, de combatir las glorificaciones entusiastas que dominaban
entonces en la historiografía napoleónica, Lanfrey terminó por
caer en el mismo error que sus adversarios: exageró conside­
rablemente el papel histórico de Napoleón, papel que según él
428 E . T A R L É

no habla sido positivo sino negativo. Cayó en la ingenuidad y


en exageraciones no científicas como sus numerosos adversa­
rios' de la “ escuela heroica” .
A la caída del segundo imperio apareció una segunda co­
rriente en el campo que nos interesa de la historiografía. Por
una parte, durante todos los primeros años de la tercera repú­
blica, cuando amenazaba todavía el peligro de una restaura­
ción de los' Bonaparte, los historiadores republicanos prosiguie­
ron la lucha contra la leyenda napoleónica. El libro de Young:
Bonaparte et son temps es uno de los productos de esa lucha.
Por otra parte, Les origines de la France coníemporaine
de Taine, produjeron gran impresión a todos los profesores de
historia de la Universidad. Bajo la influencia directa del te­
mor y del odio de la Comuna en 1871, el historiador reaccio­
nario de la Revolución Francesa desfigura la historia de los
¡hombres y los' hechos de la prim era revolución y trata a Napo­
león como al sucesor y continuador de los condoiiieri italianos
de los siglos XIV, XV y X V I que vivían de la guerra y para
la guerra. No censura a Napoleón por haber sofocado la Revo­
lución y destruido la República sino, todo lo contrario: si hay
en Napoleón algo que desagrada a Taine es precisamente el
origen revolucionario de su imperio, la imitación de los méto­
dos de la dictadura revolucionaria y los recuerdos revolucio­
narios que rodean a Napoleón. No lo elogia más que por la crea­
ción de una organización estática, durable y eficaz.
D urante los años 1870 y 1880 comenzó la publicación,
acabada en 1900, de los ocho volúmenes de Alberto Sorel:
L ’Europe et la Révoluiion FrancoÁse, cuyos cuatro últimos to­
mos están consagrados a Napoleón. Sorel es'cribió después de
la guerra franco-alemana de 1870-1871 y su celo patriótico
lanzó la tesis que ha dominado hasta hoy en la historiografía
francesa: Francia no habría atacado a nadie sino que s'e ha­
bría limitado a protegerse defendiendo sus “ fronteras natu­
rales” , es decir, los Alpes y el Rin. Las guerras* de Napoleón
'no han sido ofensivas más que en apariencia puesto que en
realidad eran defensivas'.
Alberto Sorel, diplomático de carrera, ha gastado un ta ­
lento literario, hecho investigaciones numerosas y usado de to­
da la casuística del abogado y del diplomático para tra ta r de
N A P O L E Ó N 429

justificar su insostenible tesis. Su trabajo trata de numero­


sos acontecimientos de la historia napoleónica y puede ser muy
interesante desde el punto de vista de la exposición de los' he­
chos. E l tono empleado al hablar de Napoleón es bastante en­
tusiasta y elevado.
E n 1894 A rturo Levy hizo aparecer un libro curioso:
Napoléon intime, especialmente consagrado a los rasgos per­
sonales del héroe. Esta obra trataba de revivir la leyenda na­
poleónica y deificar al emperador. Napoleón aparecía dotado
de todas las cualidades morales, y si alguna debilidad había
tenido, consistía ella en una bondad superflua por los hombres
y en una excesiva generosidad. Las bellezas morales de este dul­
ce amigo de la humanidad, de este buen hombre, de este filán­
tropo bonachón y pacífico, no tenían más que las 650 páginas
del libro extasiado del biógrafo para ser iluminadas.
■ Las exageraciones ridiculas y caricaturescas del libro de
A rturo Levy y todas sus mentirosas necedades no le impidie­
ron tener entre el público instruido y semiculto el mismo éxitc
que entre los lectores más ignorantes.
Antes, pero sobre todo después de A rturo Levy y esti­
mulado por su éxito, Federico Masson publicó numerosos vo­
lúmenes sobre Napoleón, su coronación, Su familia, su ejécito,
su corte, etc. (entre 1890 y 1900). Estas investigaciones en
los archivos, escritas luego eon espíritu de adoración, han acla­
rado numerosas cuestiones de hecho; pero no se debe esperar
de Federico Masson una visión de conjunto, ni siquiera p ar­
cial e inexacta.
Mucho más serio que Masson es Alberto Vandal, el con­
tinuador más talentoso de Sorel. D urante los años 1890-1897,
en plena reconciliación diplomática franco-rusia, aparecieron
sucesivamente sus tres volúmenes de investigaciones bajo el
título de Napoléon et Mexandre, en las que exponía la histo-
toria de las guerras franco-rusas y la alianza franco-rusa en la
época de Napoleón I 9. E l punto de vista es el mismo de Sorel;
en realidad Napoleón no sería responsable de las guerras con
Rusia y en general de ninguna guerra. P or otra parte ¿puede
culparse de algo a Napoleón? Según las apariencias esto no
es evidente p araA lb erto Vandal. Al menos en sus dos gruesos
tomos s o “ I ’Avénem ent de Bonaparte”, aparecidos en 1902
—cineo años después de terminada la prim era obra— y escritos
430 E . T A R L É

con gran talento (desde el punto de vista literario era supe­


rior a Sorel y al mismo Taine) Vandal encuentra, al estudiar
el 18 de brumario, que Napoleón no es responsable del esta­
blecimiento del despotismo y de todo lo que ha hecho antes' y
después del golpe de Estado. E l tono es el de una glorificación
'entusiasta que no se encuentra en ‘los antiguos historiadores y ni
siquiera en Thiers. De todos modos este libro merece ser estu­
diado por la abundancia de hechos que encierra y que trazan
un cuadro vasto y preciso del Directorio y de su agonía. Estos
dos grandes volúmenes (540-600 páginas) tuvieron 18 edicio­
nes en los diez primeros años* que siguieron a su publicación.
La guerra de 1914-1918 y el período siguiente se han re ­
flejado en la historiografía napoleónica; exacerbóse su espíritu
patriotero y batióse el tambor belicoso. Uno tras otro apare­
cieron volúmenes grandes} y pequeños, especializados o popu­
lares, sobre las guerras de Napoleón y sobre sus actos.
(Entre los más reservados pueden contarle los libros de
Eduardo Driault, director de la Bevue ,des Etudes M a p o leo -
niennes. En estas grandes monografías D riault aporta nume­
rosas correcciones' parciales de hechos y complementos a los
materiales anteriores.
Por otra parte, la reacción burguesa que siguió a la paz
de Versalles se ha expresado de una manera correspondiente
en libros consagrados' a la acción interna de Napoleón y a su
significado histórico general. E n ese sentido (menciono sólo
los trabajos más recientes que pueden presentar algún interés
por s'u documentación) son característicos los libros como el
NapoUon de Luis Madelin (dos tomos, 1934) y sus dos grue­
sos volúmenes Le Consulat et Vempire (1933), así como tam­
bién el Napoléon de Jacques Bainville (1933). E l libro de
Aubry, Saint e-Rélene, aparecido en 1935 es precioso para la
historia de los últimos años de Napoleón.
Los tres volúmenes de Eduardo D riault: N'-mpoléon le Grand
(1930) resumen sus numerosas monografías? y superan las obras
de Bainville y de Madelin por la abundancia de su documen­
tación.
A fines de 1934 el historiador francés Alberto Meynier,
conocido ya desde 1928 por un trabajo sobre el 18 de brumario,
público Po'vr et conire Napoléon. E n esta última obra eo-
N A P O L E Ó N 431

niienza por exponer lo que pueden decir y han dicho los ene­
migos? de Napoleón; y luego pasa revista a los méritos del em­
perador ante Francia: la conclusión es enteramente favorable
a Napoleón. Este libro está dirigido contra el de Bainville que,
en opinión de Meynier, no hizo bastante favor al emperador. La
aparición del libro de Meynier es un hecho característico de
la tendencia apologética de la historiografía napoleónica con­
temporánea, pues es difícil comprender que los más caluro­
sos' partidarios de Napoleón puedan exigir algo más que el
libro de Bainville.
Infinitivamente más objetivo y científico es el Napoléon
de Lefébvre, aparecido en 1932 en la colección Peuples ei civi-
lisations.
Tales son las principales corrientes de la historiografía
napoleónica france&'a de un siglo. He ¡citado solamente algu­
nas obras generales particularmente notables y que ejercieron
influencia.
La historiografía napoleónica en los otros países ha sido
guiada por la ciencia francesa. No nombraré sino dos' obras de
contenido general, escritas en alemán, que representan inves­
tigaciones completamente independientes. Una es de Augusto
Fournier: Napoléon I : Eine Biographie (3 tomos - Viena y
Leipzig-1906). E l otro Napoléon und seine Zeil, es un trabajo
considerable en nueve volúmenes terminado en 1934. Es debi­
do a Kireheisen, el sabio alemán ya citado.
Las- propor/eiones de las dos biografías son incompara­
bles*. A lo largo de sus nueve tomos enormes Kireheisen hace
una exposición detallada, y cada uno de sus volúmenes repre­
senta el doble de cada uno de los de Fournier.
Estas dos obras alemanas de investigación (el segundo de
los nombrados se apoya sobre una cantidad considerable de
datos publicados' e inéditos) se distinguen por una exposición
exenta de pasión, su carácter científico y la interpretación de
los materiales.
Los ingleses proporcionaron muchos trabajos que se re­
fieren a diversos problemas de la historia de Napoleón. E n­
tre estas revistas generales' la mejor es la obra de Holland
Rose: The Ufe of Napoléon l (Cambridge, 1904). E l noveno
432 E . T A R L É

volumen de Cambridge Modern History, editado por la Univer­


sidad de Cambridge, está consagrado a la historia de Napoleón
y es la revista más completa sobre su época.
La historia económica de los tiempos napoleónicos ha si­
do en general muy poco estudiada hasta estos últimos años, a
pesar 'de la abundancia de materiales conservados1 en los archi­
vos nacionales concernientes a esta parte de la historia del p ri­
mer imperio.
E n el dominio- de la historia económica del imperio na­
poleónico no se ha hecho nada, ni siquiera poco sistemático, ex­
cepto los Studien zur Napoleonischen Wvrschaftspolitik de
Paul Darmstatter, mis trabajos Sobre el bloqueo continental
en Francia y en Europa y sobre la vida económica de Italia
bajo el reinado de Napoleón, la obra de Gustav Roloüf Die
Kolonialpolitih Napoleons, el libro reciente de J. Saintoyant
La coloni&ation francaise pendaní le période napoléonienne,
la obra del sabio sueco Eli Heckscher The contmental System
(fundada en los* materiales* de mi monografía, como lo indica
el mismo Heckscher.) y alguna investigaciones parciales poco
numerosas.
E n lo que se refiere a Prusia la obra de F ranz Mehring
(Z u r preussischen, Geschichie. 1. Yon MittelaUer bis Jena; II
Yon Tilsiit bis Reichsgriindung), aparece como un relato, de con­
tenido marxista, de la época napoleónica. Las páginas 292 a
380 del prim er volumen y 1 a 218 del segundo están consa­
gradas a la historia de Prusia bajo Napoleón y escritas en un
estilo muy seductor. E l libro de Franz Mehring es una 'obra
de polémica dirigida contra los inventos patrióticos y las sim­
plezas de la historiagrafía patriotera prusiana y la de los partida­
rios de los Hohenzollern. Mehring cree, como Engels, que la ocu­
pación de Alemania por Napoleón representa para ella un “ pro­
greso histórico” . E l libro de Mehring es el más brillante de
los trabajos marxistas, hasta hoy raros, consagrados a la época
napoleónica.
Se puede mencionar también B lut und Bisen, de Schulz,
la obra marxista de Lauffenberg (sobre la situación de Ham-
burgo bajo la ocupación francesa). Sobre Hamburgo y sobre
la situación económica general de Alemania bajo Napoleón se
N A P O L E Ó N 433

puede consultar mi estudio Deutsch-franzosische EandeUbe-


stehungen zur Ñapóleonischen Z e it , Berlín 1914, basado en do-
eumemos desconocidos por los autores de trabajos precedentes.
La economía italiana bajo el reinado de Napoleón, con el
estudio de documentos enteramente inéditos de loa archivos
de Milán y de otras ciudades', ha sido el objeto de mi libro
especial, editado en París en 1928: Le blocus continental en
lialie,
Este libro se terminó
de Imprimir en
Industrias Gráficas
ROSSO S . A . I . C . I .
el día 9 de junio de 1961
en la calle Doblas 955, Bs. Aires

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