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El nacimiento del campo literario

Hubo una vez un poeta menor en fama que cuidaba a otro poeta menos conocido que él pero
mayor en edad y este poeta menor pero mayor cuidaba a otro bastante menor en prestigio y en
producción pero más viejo. Al primero lo cuidaba y lo alentaba otro, también poeta, más joven
pero muy conocido, a quien, a su vez, alentaba otro, también poeta, de fama nacional, quien
apenas había cumplido dieciocho años, estimulado, empujado y felicitado por aquel otro, un
púber, quien cursaba el último grado de la primaria, que había publicado numerosos volúmenes
de sonetos y había alcanzado fama internacional.

Yendo hacia el otro extremo de la línea sucesoria, el poeta viejo pero poco conocido, ponía fichas
en uno que vivía a la vuelta de su casa a quien una vez le había escuchado recitar unas décimas y,
en otra ocasión, susurrar unos cantitos para la cancha. Este señor, ya jubilado, y con serios
problemas de memoria, estaba siempre atento a otro muy anciano, quien ya había cruzado
holgadamente la línea de los cien y jamás había escrito una línea pero se instalaba diariamente en
la puerta de su casa viendo pasar a los caminantes.

Y practicando nuevamente un salto olímpico hacia el otro lado nos reencontramos con aquel
poeta de doce años de fama universal, a quien su hermanito, de apenas dos años, conocido en
todo el sistema solar a raíz de sus frases sorprendentes y sorpresivas, incentivaba a seguir
produciendo y produciendo sin bajar jamás la guardia.

Un día, ocasionalmente, el más anciano vio pasar al más niño. El enfant terrible le clavó los ojos
tendiendo un puente poético indestructible. Se reconocieron, apenas movieron los labios y
siguieron con sus hábitos sembrando nuevas palabras y silencios aliviadores.

II

Un poeta joven hacía germinar en una maceta a otro poeta menor de tamaño, esperando, que con
el tiempo, crezca en prestigio, fama y calidad y, por supuesto, que alcance una merecida
consagración gloriosa. El poeta sembrador no olvidaba que ambos, él y el sembradío, inmersos en
los cauces del tiempo, estaban destinados a envejecer a la par. De todos modos como no sentía
inquietud por detener el devenir de los acontecimientos, regaba al poeta vegetal todos los días en
verano y algunas veces en invierno, le arrojaba abono en forma de décimas, endecasílabos y
hemistiquios y, cada tanto, para favorecer su crecimiento, le podaba algún brote que consideraba
incorrecto.

Por las noches el poeta enmacetado, cuando ya lucía unas cuantas ramitas, se balanceaba con el
viento y ensayaba una danza solitaria. Todavía no había soltado palabra alguna, pero, a la espera
del primer verso, el poeta sembrador, pegaba su oreja derecha a la persiana que daba al patio y
esperaba el pronto florecimiento.
Hasta que, a mediados de enero, pasadas las dos de la mañana, estando el poeta agente en pleno
ejercicio de su ansiedad responsable, pudo escuchar un “cri cri cri” agudo y continuo. Pensó
maravillado –¡Mi vástago está dejando salir sus primeros pies quebrados!- Prefirió dejarlo
tranquilo, no interrumpirlo en su alumbramiento y así permitir que esos sencillos versos de poeta
novel asomaran y se expandieran libremente por el espacio urbano.

Por la mañana, con la ilusión a cuestas, abrió las persianas, esperando escuchar aquellos versos
recién nacidos, alzarlos y acunarlos amorosamente, pero ¡Oh negra sorpresa! Se encontró con las
tiernas hojas de su protegido, brutalmente mordisqueadas por las salvajes hormigas negras.

Maldijo y remaldijo a los insectos culpables y, una vez pronunciadas todas esas maldiciones y
habiendo preguntado al supremo patrono de la lírica por qué le tenía que pasar justamente a él,
quien tanta fe había tenido en su retoño y tantos cuidados jardineriles había practicado,
emprendió la sanación de cada una de las hojas dañadas con leches naturales preventivas,
teniendo la certeza, por supuesto, de que nada es irreparable y para prevenir nuevos ataques.

Cuando estaba concluyendo su meritoria tarea escuchó nuevamente el cri cri de la noche anterior
pero ahora proveniente de un zócalo cercano a la maceta. Dirigiendo la mirada y con ayuda de sus
lentes de aumento, pudo ver una fila de hormigas trasladando sílabas descuartizadas de las
palabras desolladas de los versos carcomidos del bello poema compuesto la noche anterior. La
provisión para pasar el invierno era abundante pero no suficiente. El bicherío mantenía la
esperanza de nuevas elegías, cantigas e himnos en honor a alguien.

El nacimiento del campo literario

Hubo una vez un poeta menor en fama que cuidaba a otro poeta menos conocido que él pero
mayor en edad y este poeta menor pero mayor cuidaba a otro bastante menor en prestigio y en
producción pero más viejo. Al primero lo cuidaba y lo alentaba otro, también poeta, más joven
pero muy conocido, a quien, a su vez, alentaba otro, también poeta, de fama nacional, quien
apenas había cumplido dieciocho años, estimulado, empujado y felicitado por aquel otro, un
púber, quien cursaba el último grado de la primaria, que había publicado numerosos volúmenes
de sonetos y había alcanzado fama internacional.

Yendo hacia el otro extremo de la línea sucesoria, el poeta viejo pero poco conocido, ponía fichas
en uno que vivía a la vuelta de su casa a quien una vez le había escuchado recitar unas décimas y,
en otra ocasión, susurrar unos cantitos para la cancha. Este señor, ya jubilado, y con serios
problemas de memoria, estaba siempre atento a otro muy anciano, quien ya había cruzado
holgadamente la línea de los cien y jamás había escrito una línea pero se instalaba diariamente en
la puerta de su casa viendo pasar a los caminantes.
Y practicando nuevamente un salto olímpico hacia el otro lado nos reencontramos con aquel
poeta de doce años de fama universal, a quien su hermanito, de apenas dos años, conocido en
todo el sistema solar a raíz de sus frases sorprendentes y sorpresivas, incentivaba a seguir
produciendo y produciendo sin bajar jamás la guardia.

Un día, ocasionalmente, el más anciano vio pasar al más niño. El enfant terrible le clavó los ojos
tendiendo un puente poético indestructible. Se reconocieron, apenas movieron los labios y
siguieron con sus hábitos sembrando nuevas palabras y silencios aliviadores.

II

Un poeta joven hacía germinar en una maceta a otro poeta menor de tamaño, esperando, que con
el tiempo, crezca en prestigio, fama y calidad y, por supuesto, que alcance una merecida
consagración gloriosa. El poeta sembrador no olvidaba que ambos, él y el sembradío, inmersos en
los cauces del tiempo, estaban destinados a envejecer a la par. De todos modos como no sentía
inquietud por detener el devenir de los acontecimientos, regaba al poeta vegetal todos los días en
verano y algunas veces en invierno, le arrojaba abono en forma de décimas, endecasílabos y
hemistiquios y, cada tanto, para favorecer su crecimiento, le podaba algún brote que consideraba
incorrecto.

Por las noches el poeta enmacetado, cuando ya lucía unas cuantas ramitas, se balanceaba con el
viento y ensayaba una danza solitaria. Todavía no había soltado palabra alguna, pero, a la espera
del primer verso, el poeta sembrador, pegaba su oreja derecha a la persiana que daba al patio y
esperaba el pronto florecimiento.

Hasta que, a mediados de enero, pasadas las dos de la mañana, estando el poeta agente en pleno
ejercicio de su ansiedad responsable, pudo escuchar un “cri cri cri” agudo y continuo. Pensó
maravillado –¡Mi vástago está dejando salir sus primeros pies quebrados!- Prefirió dejarlo
tranquilo, no interrumpirlo en su alumbramiento y así permitir que esos sencillos versos de poeta
novel asomaran y se expandieran libremente por el espacio urbano.

Por la mañana, con la ilusión a cuestas, abrió las persianas, esperando escuchar aquellos versos
recién nacidos, alzarlos y acunarlos amorosamente, pero ¡Oh negra sorpresa! Se encontró con las
tiernas hojas de su protegido, brutalmente mordisqueadas por las salvajes hormigas negras.

Maldijo y remaldijo a los insectos culpables y, una vez pronunciadas todas esas maldiciones y
habiendo preguntado al supremo patrono de la lírica por qué le tenía que pasar justamente a él,
quien tanta fe había tenido en su retoño y tantos cuidados jardineriles había practicado,
emprendió la sanación de cada una de las hojas dañadas con leches naturales preventivas,
teniendo la certeza, por supuesto, de que nada es irreparable y para prevenir nuevos ataques.

Cuando estaba concluyendo su meritoria tarea escuchó nuevamente el cri cri de la noche anterior
pero ahora proveniente de un zócalo cercano a la maceta. Dirigiendo la mirada y con ayuda de sus
lentes de aumento, pudo ver una fila de hormigas trasladando sílabas descuartizadas de las
palabras desolladas de los versos carcomidos del bello poema compuesto la noche anterior. La
provisión para pasar el invierno era abundante pero no suficiente. El bicherío mantenía la
esperanza de nuevas elegías, cantigas e himnos en honor a alguien.

III

Un anciano, poeta en potencia, que nunca en su vida había pasado al acto, arrojó por casualidad,
sin darse cuenta, unas semillas poéticas al cantero de su casa. Al percatarse de su acción
involuntaria pero deseosa, acercó un banquito al lugar del voleo y decidió pasar el resto de sus
días allí a la espera de la germinación y crecimiento de posibles versos.

Durante las primeras horas inmediatas a la siembra no registró ningún movimiento ni verbal ni
sonoro proveniente de la parcela fecundada. Su enorme ansiedad crecía y crecía, pero nada de
nada de nada: Ni una sílaba, ni siquiera una letra suelta por el aire. Nada de nada. Sólo un enorme
silencio, que como un dios contenedor pero severo trató de tranquilizarlo. Todos sabemos que
cuando el silencio interpela a un individuo mortal no suele utilizar el lenguaje sonoro, pero en esta
ocasión, el anciano poeta, impaciente por pasar al acto, pudo acoger en su fuero interno, las
sugerencias mudas y reconvertirlas en consejos y admoniciones –Mantén la calma viejito mío. Las
décimas que no largaste en tu juventud, no saldrán disparadas como corcho de una botella de año
nuevo. La germinación poética necesita un tiempo de arraigo, mejor vete a dormir, entregado a
brazos de Morfeo, quizás, si las musas lo permiten, podrás obtener algún resultado.- El anciano
testarudo insistía en no abandonar el banquito, pero, al cabo de algunas horas de permanencia al
pie del cañón, como el sueño lo vencía y cabeceaba peligrosamente, decidió rumbear para su
dormitorio e iniciar la danza de las sábanas blancas.

Sin embargo, una vez encatrerado, se le hizo difícil conciliar el sueño. Rodaba de un lado al otro de
la cama, inventando un ritmo de desplazamiento que bien podía sugerir cierto movimiento
ditirámbico o una cadencia poético-corporal a punto nieve. Después de este sucesivo ir y venir de
un lado al otro se fue relajando, los párpados cayeron y se entregó a un entre sueño forzado
propicio para el surgimiento de la inspiración. Pasado un tiempo indefinido, le pareció escuchar
algunos sonidos emergiendo de la entraña del cantero. En un brote de escepticismo concluyó que
aquella cadena de jadeos y chirridos era sólo una trampa que le tendía su imaginación y,
desechando cualquier esperanza de un poema naciente decidió zambullirse en el sueño.

Pero ¿Cuál era la verdad? Lo que había creído escuchar ¿había brotado de la tierra o eran
murmullos producidos a la sombra de su corteza cerebral sin ningún arraigo externo?

Allí, lejos de la vigilia se dejo arrastrar por senderos sonoros y rítmicos, por donde transitaban los
fantasmas de aquello, todavía sin forma, que él suponía haber dado a luz. Pero a medida que se
adentraba por esos laberintos oníricos y se repetía a sí mismo –Soy un grande, merezco premios y
palmadas en la espalda, aplausos y musicalizaciones- también se le reiteraba con fuerza
descomunal la picadura del silencio que lo invitaba a prestar oídos en otra dirección.

¿Cuál era ese camino señalado por el coartador de bullicios? ¿hacia adentro? ¿hacia afuera?
¿abajo? ¿arriba? ¿este/oeste, norte/sur? Un torbellino de risas lo asaltaba de a ratos pero no pudo
precisar de dónde venían. Un público amenazador, oculto, tras los telones de su fantasía, se
burlaba de su indecisión. Esperaba de su talento sin límites un argumento, un estilo pero nuestro
poeta se plantaba en una confusión verborrágica y barroca sin ninguna orientación visible. El
público ensayaba, ante este bodrio evidente distintas formas de abucheo. De a ratos, desde las
trincheras oníricas le arrojaban tomates podridos y objetos punzantes como signo de desprecio y,
alternativamente, emitían estruendosos chiflidos, acompañados de taconeos, que alteraban el
espacio del sueño llevando a nuestro hombre al límite con la vigilia. El bardo inconsistente,
experimentando las laceraciones de la recepción negativa, buscaba una salida de ese negro
laberinto pero se enrollaba cada vez más en la mezcla de los géneros, quería hilvanar una manera
de decir y le salía un híbrido sin esperanzas.

La cosa era que no sabía para donde encaminar su criterio de realidad. Se preguntaba si era mejor
persistir en esta búsqueda o mejor dejarse embaucar por su mundo interior que crecía y crecía
como una selva desenfrenada. El público reaccionaba ante su actitud timorata y amenazaba con
retirarle los galardones otorgados minutos antes. Un jurado de pesadilla se constituyó en algún
lugar de su universo onírico y se dispuso someterlo a un juicio sumario.

El primer juez lo interpeló con severidad -¡Ehh! ¿Usted se considera un gran literato por haber
enterrado de casualidad unas semillas de mandarina en el cantero del patio de su casa?- El poeta,
desde su lecho de acusado, manteniendo su postura horizontal pero levantando un poco la cabeza
a fin de responder respetuosamente, se dio por aludido -¿Yo señor?- -Sí señor, a Usted le hablo-
Siempre tuve una gran vocación poética, inspiraciones súbitas, percepciones mágicas ante la
mágica realidad. Nunca había podido, hasta el día de hoy, lanzar nada para afuera. Hoy, hace unas
pocas horas, un impulso profundo me permitió escupir estos tesoros. Ahora ya tienen entidad
propia y, Yo, Yo solo, artista en vía de consagración, me enorgullezco por mi producción reciente. –
El segundo juez, golpeando con su martillo en la mesa, comentó –Se agrandó Chacarita…- El tercer
juez meneó la cabeza en señal de desaprobación e invocó la clásica fórmula –Que comparezcan los
testigos- fue entonces cuando el Silencio, acompañado de su séquito de sordinas, ingreso a la sala
de audiencias oníricas y trepó al estrado. El primer juez y presidente del tribunal, quien había
emprendido el interrogatorio al individuo con aspiraciones poéticas, tomó la iniciativa con otra
clásica fórmula -¿Jura Usted, Sr. Silencio, decir la verdad y toda la verdad?- Como señal de
aceptación de las condiciones cundió en la sala un silencio de varios minutos. Luego del cual el
segundo juez disparó una pregunta clave tendiente a conocer el pasado intelectual del acusado

-¿Por lo que Usted conoce al acusado, Sr. Silencio, podría afirmar que durante los ochenta años
transitados jamás dejó salir ninguna oración que trascendiera o que intentara trascender el uso
pragmático del lenguaje?- El Silencio se abstuvo de responder y en la sala circuló un murmullo que
rápidamente fue acallado por las cualidades del testigo. El juez continuó con su interrogatorio -
¿Puede una expresión cotidiana adquirir el rango de poesía?- Entre sueños irrumpió la protesta del
acusado –Por supuesto. Desde chiquito yo he poetizado con mínimas acciones. Al dar mis
primeros pasos, al abrir y cerrar una ventana, al entrar en una verdulería con mi mamá y aspirar el
aroma de la albahaca. Siempre acompañado por este testigo de oro, este gran compareciente que
para mí vale un perú, el Señor Silencio, que Dios lo tenga en la gloria y que permita que haga callar
a tantos charlatanes inútiles y permita la irrupción de sonidos que de otra manera serían difíciles
de escuchar.- No ha lugar- Proclamó el tercer juez-El acusado no tiene la palabra. Lanzada esta
interdicción se vio entrar por la boca del poeta contestatario una mordaza calladora que le
suspendió el habla. Quedó gesticulando y haciendo ademanes pero sin emitir sonido alguno.

El primer juez blandiendo el martillo del arte judicial tomó la palabra –Ante la mala conducta de
este aspirante a poeta no sólo se levanta la sesión sino que también se lo condena a no desear
jamás pertenecer al campo literario, a olvidar para siempre sus pretensiones líricas y a perder
subrepticiamente, cualquier facilidad para el ritmo y la rima- Un aplauso cerrado festejó la
resolución del tribunal. El público, que hasta el momento había permanecido agazapado entre las
butacas salió a recorrer la sala con ambiciones murgueras arrojando al aire los últimos restos de
verduras podridas que atesoraban.

Nuestro anciano hombre de letras en potencia efectiva se despertó lamentando el final de su


aventura onírica. El criterio de irrealidad lo había conducido al fracaso ¿Y el criterio de realidad en
el cual el tanto confiaba? Si se abocara fervientemente a la literatura realista, utilizando para su
poesía giros y expresiones cotidianas, desde frases hechas hasta chistes chabacanos o si intentara
por todos los medios de indagar meticulosamente todos los sucesos de ahí afuera ¿podría, por lo
menos, apoyar la puntita del pie en aquel campo que le había sido vedado en sueños?

Mientras tanto las semillas acolchonadas en la tierra húmeda del cantero, orgullosas de su vida
latente comenzaban a desperezarse. Sin una dirección prevista ni hora señalada para la
germinación rompieron sus cáscaras y asomaron. Desentendidas absolutamente de quién las
había plantado, empezaron a elongarse y a emitir algunos sonidos, todo esto encuadrado dentro
de la producción anónima. Siendo parte de la realidad no se preocupaban en lo más mínimo por la
voluntad que las había incrustado allí, por lo tanto se dedicaron a crecer y a ensayar, con
diferentes ritmos, variados juegos de palabras. Rápidamente se extendieron en forma de yuyal a
todo el espacio del jardín, provocando la extinción de otras especies delicadas y exóticas. Era
evidente que los plantines recién nacidos carecían de la vocación poética que les había querido
infundir su sembrador. Lo único que les interesaba era diseminarse y hacerse plaga, sometiendo a
su paso a cualquier otro vegetal que se interpusiera.

En pocos días se enredaron en los troncos de jazmineros y rosales ocasionándoles la muerte por
asfixia. Parasitaron a cuanto malvón encontraron dando vueltas arrancándoles sus colores y su
gracia y ni perdonaron a las alegrías del hogar a las cuales fagocitaron en forma de ensalada
durante almuerzos y cenas. Luego, en alianza con un ejército de hormigas negras y de chinches
verdes comenzaron a exportar la revolución y una vez logrado este objetivo mostraron sus
inclinaciones carnívoras devorando a cuanto insecto se les cruzaba por su camino. Fue tristemente
célebre la deglución de las vaquitas de San Antonio, acaecida un 5 de febrero. En un santiamén
fueron atrapadas, descuartizadas y deglutidas.

La capacidad de acción de esta vanguardia vegetal excedió en breve tiempo los límites del patio de
la casa, la fronda malévola y enardecida ingresó a las habitaciones, penetró por debajo del piso de
pinotea tomando el control de la situación. A esa altura de los acontecimientos y habiendo
alcanzado un estado de madurez absoluto la avanzada vegetal del patio del viejo poeta en
potencia emitió su primer comunicado revolucionario: No nos interesa ningún impulso lírico. Sólo
reconocemos como marco teórico para nuestro proyecto La historia del zapallo que se hizo
cosmos de Macedonio Fernández.

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