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Tanto Sigmund Freud como psicoanalistas posteriores dejaron una serie de preceptos técnicos a ser tenidos en cuenta en la
conducción de un tratamiento psicoanalítico. Freud dedicó varios artículos a la temática, entre los que caben mencionarse El
uso de la interpretación de los sueños en el psicoanálisis (1911), Sobre la dinámica de la trasferencia (1912), Consejos al médico
sobre el tratamiento psicoanalítico (1912), Sobre la iniciación del tratamiento (1913), Recordar, repetir y reelaborar (1914) y
Puntualizaciones sobre el amor de transferencia (1915 [1914]). También el sexto de los nueve apartados de Esquema del
psicoanálisis (1940 [1938]), obra póstuma que presenta una síntesis de los principales ejes del pensamiento del autor, está
consagrado a la técnica psicoanalítica. Por su parte, el primero de los seminarios dictados por Jacques Lacan lleva el nombre de
Los escritos técnicos de Freud (1953-1954).
Índice
El pacto entre paciente y analista
Asociación libre y transferencia
La transferencia como motor de la cura
La transferencia como obstáculo
La ampliación del autoconocimiento del yo
El vencimiento de las resistencias
El yo neurótico y los factores intervinientes en el desenlace de la cura
Referencias
Bibliografía
El abrumado yo requiere auxilio y a él debe coaligarse el analista para, apoyándose tanto el uno como el otro en la realidad
objetiva, entre ambos hacer frente a reclamos pulsionales y de la conciencia moral. A cambio de la más absoluta franqueza que ha
de ofrecer el paciente, de la promesa de no guardarse para sí nada de lo que la percepción de sí mismo ponga a su disposición, el
analista garantiza discreción y se entrega a la labor de interpretar los contenidos que brotan del relato del enfermo: “Nuestro saber
debe remediar su no saber, debe devolver al yo del paciente el imperio sobre jurisdicciones perdidas de la vida anímica.” La
situación analítica consistiría, para Freud, en un pacto de tales características2
Freud no deja de advertir, sin embargo, que, para que el yo del enfermo pueda comprometerse a trabajar de consuno con el
analista, debe haber retenido cierto ordenamiento interno que le permita no permanecer ajeno a los reclamos que a él le dirija el
mundo exterior. Tal requisito no se verificaría en yo psicótico, que el autor considera incapaz de sostener su palabra respecto del
pacto celebrado y a veces incluso de concertarlo. El psicótico relegaría al analista y a la ayuda que este le promete a aquella parte
de la realidad que ha perdido significatividad para él. Sentencia Freud entonces muy sumariamente que frente a la psicosis “se
nos impone la renuncia a ensayar nuestro plan curativo”, de lo que podría extraerse la inferencia de que habría que resignar la
intención de emprender con tales individuos todo empeño terapéutico que comparta las características que él ha delineado para el
tratamiento de las neurosis.
Curiosamente ―y como si se estuviera adelantando al trabajo que innumerables psicoanalistas después de él desarrollarían con la
psicosis―, concluye que tal renuncia bien puede ser definitiva, pero también transitoria y durar solo hasta que se encuentre un
método curativo que se adecue a las particularidades de los psicóticos. Para Freud, no muy lejos de ellos se sitúan los neuróticos
graves, de quienes llega a decir que las condiciones de la enfermedad y los mecanismos patógenos son muy similares a los de
aquellos otros pacientes, si acaso no idénticos. Lo que diferenciaría a unos y a otros sería la mayor resistencia a la
desorganización por parte del yo neurótico, el cual, en muchos casos y a pesar de la multiplicidad de sus síntomas, lograría hacer
pie en la realidad objetiva, contribuyendo esto quizá a que el individuo esté mejor predispuesto a recibir tratamiento.3
Por otro lado, el yo del analizado dista mucho de situarse en una posición de pasiva aquiescencia frente a lo que le impone la
situación analítica y no siempre entrega el material que le es solicitado. El paciente va mucho más allá de concebir como un
simple auxiliador al analista, quien se convierte en una figura propicia para que le sean transferidos sentimientos y reacciones que
corresponden en realidad al vínculo que aquel sostenía con alguna persona significativa de su niñez, de la cual se vuelve, pues,
una suerte de subrogado. Tal transferencia de sentimientos asume un rol de inestimable importancia: del mismo modo que
constituye un recurso indispensable para la labor analítica, manan de ella graves amenazas para el éxito de la misma. Manifiesta
una naturaleza ambivalente en tanto supone actitudes positivas y negativas ―es decir, tiernas y hostiles― hacia el analista, que
regularmente toma para el analizado el papel de la madre o del padre.
La transferencia positiva es la que más fructífera resulta a los fines del empeño terapéutico, llegando a provocar que el paciente
tase en poco el designio de curarse y de desligarse de su sufrimiento para, en lugar de ello, abrazar la aspiración de ganarse el
favor del analista, convertirse en objeto de su estima. En tales condiciones, la transferencia fomenta la cooperación del paciente y
el pasaje de la endeblez yoica propia del neurótico a una constitución de mayor fortaleza. La simpatía por el analista incluso lo
mueve a resignar sus síntomas hasta el punto de aparentar encontrarse en perfecto estado de salud psíquica,6 pero Freud advierte
que “los resultados curativos producidos bajo el imperio de la transferencia positiva están bajo sospecha de ser de naturaleza
sugestiva.”7
La transferencia como motor de la cura
Freud sostiene que, en caso de ubicar el paciente al analista en el lugar de alguna de sus figuras parentales, le estaría concediendo
al mismo tiempo la autoridad que el superyó hace valer frente al yo, y esto en razón de que el superyó se ha originado a partir de
la introyección de los valores de los padres. Tal instancia podría entonces ejercer lo que el autor denomina “una suerte de
poseducación del neurótico”. Freud se apresura, sin embargo, a dejar claro que no es legítimo abusar de tal ascendiente sobre el
paciente. El analista debe abstenerse de obrar como maestro o de configurar según su propio modelo a quienes a él confían su
tratamiento. Ceder a tal tentación supondría traicionar su deber, dado que estaría reeditando una falta de los progenitores, quienes,
haciendo uso de su poder en el marco de una relación asimétrica, sofocaron la autonomía de su hijo. Se le impone al analista la
necesidad de admitir las particularidades de sus pacientes. La extensión de las inhibiciones en el desarrollo de estos habrán de
indicar hasta qué punto será lícito ejercer influencia sobre ellos.8
La transferencia comporta otra ventaja para la cura analítica en tanto mueve al paciente a la reescenificación de alguna parte
especialmente relevante de su historia de vida, la cual difícilmente podría haber relatado con el suficiente detalle para que uno
pudiera formarse una acertada representación de ella prescindiendo de las reacciones transferenciales. En lugar narrar sus
vivencias, las actúa frente a los ojos del analista.8
El origen sugestivo de la resignación de los síntomas por causa de la transferencia positiva tiene por consecuencia que tales
restablecimientos se desvanezcan tan pronto como gane terreno la transferencia negativa. No sólo se echa por tierra la remisión
sintomática, sino que también queda cancelada la convicción que el paciente pudo haber desarrollado acerca de la eficacia del
método psicoanalítico. El riesgo contenido en tales vicisitudes transferenciales radica en que el enfermo las tome como
reacciones cuyas condiciones de causación se ubican en circunstancias objetivas presentes. Corresponde al analista hacerle ver su
error, dado que solo así podrá reanudarse la labor que en conjunto habían emprendido. Deberá impedir que devengan demasiado
acusados tanto el enamoramiento, derivado de una intensa erotización de la transferencia positiva, como la hostilidad, provocada
por la negativización de esta y presta a hacer que el paciente se crea menospreciado y decida abandonar su análisis. Ilustrándolo
sobre el verdadero carácter de los fenómenos transferenciales, la resistencia se verá desprovista de uno de sus principales recursos
y aquello mismo que prometía amenazas ahora deparará beneficios al tratamiento, por cuanto el paciente, lejos de tener en menos
lo que ha experimentado en el vínculo transferencial, lo recordará bien e incluso prestará la más sólida confianza a los
esclarecimientos que por esa vía haya ganado. Freud sostiene que no resulta conveniente que, fuera de la situación analítica, el
paciente actúe en vez de evocar conscientemente ―lo cual, cabe señalarse, sin embargo, sucede― y que más propicio sería que
en su vida cotidiana se condujera con la mayor normalidad de la que fuere capaz, reservando el despliegue de sus actitudes
anómalas para cuando se encontrase frente a su analista.10
Freud desaconseja precipitarse a hacer al paciente consabedor de lo que uno ha vislumbrado: ceder a ello antes del momento
apropiado puede resultar perjudicial y sería conveniente aguardar hasta que el propio individuo se encuentre lo suficientemente
cerca de la intelección que uno pretende brindarle, de suerte que solo un paso lo separe de ella. Si se prescindiera de tal recaudo y
se lo atosigara con interpretaciones para las que aún no está listo, la arremetida del analista probará ser infructífera, cuando no lisa
y llanamente la ocasión de la exteriorización de una resistencia que hasta podría poner al tratamiento en riesgo de interrupción.
No pasando por alto los tiempos del paciente con frecuencia se conseguiría, por el contrario, que él ratifique lo que ha escuchado
y recupere el recuerdo del suceso que había sucumbido a la represión.11
La tarea que más tiempo y dedicación consume es precisamente el vencimiento de las resistencias, pero recibirá su recompensa
dado que habrá de originar una provechosa alteración del yo, que no se resignará sea uno u otro el desenlace de la transferencia y
se afianzará en la vida del paciente. A su vez, se elimina otra alteración del yo ―la que había sobrevenido por injerencia de lo
inconsciente―, lo cual se consigue indicándole al yo la extranjería de los retoños de lo reprimido que en su interior brotan y
alentándolo a rechazarlos. Vuelve Freud entonces sobre el punto de que dicha alteración yoica debe mantenerse dentro de ciertos
límites para que pueda celebrarse un pacto con el paciente y conducir exitosamente el tratamiento.13
Acompasadas con el progreso de la labor terapéutica y con la profundización de nuestro entendimiento sobre el íntimo acontecer
psíquico del neurótico, otras dos formas de resistencia irán saliendo a la luz con creciente robustez. Siendo ambas ignoradas por
el paciente, no pudieron entrar en consideración en el momento del pacto; estas resistencias, a diferencia de la resistencia de la
represión, ni siquiera parten del yo. Freud las nuclea bajo la rúbrica de necesidad de estar enfermo o de padecer, si bien destaca
que no tienen el mismo origen. Llama a una sentimiento de culpa o conciencia de culpa, de la cual, sin embargo, el paciente es
todo menos consciente. Ha de buscarse su procedencia en la severidad del superyó, el cual establece que el individuo no es digno
de ser librado de sus padecimientos. Aunque el influjo de tal resistencia no afecte el trabajo intelectual, lo tornará estéril en
cuanto a resultados concretos en el estado del paciente. Incluso puede admitir que se lo dispense de cierto síntoma siempre que
sea inmediatamente relevado por otro o bien hasta por una enfermedad orgánica, y esclarece los casos de remisión o
restablecimiento que tienen lugar de manera más bien espontánea en ocasión de desgracias reales: brega por retener alguna forma
de sufrimiento, aunque ninguna en particular. Quienes la padecen de manera particularmente acusada se denuncian a través de la
indolente resignación con la que acogen sus infortunios. También esta resistencia debe ser llevada a la conciencia para así
emprender el trabajoso empeño que requerirá el desmontaje del riguroso superyó.14
La otra especie de resistencia es aún menos evidente que el sentimiento de culpa y, sin embargo, se delata con particular nitidez
en aquellos neuróticos en los que el afán autoconservatorio parece haberse alterado, de suerte que dan la impresión de tener por
propósito perjudicarse a sí mismos. Freud adelanta la hipótesis de que tal vez los suicidas también correspondan a esta clase de
personas. Se habrían producido en ellas importantes desmezclas pulsionales, que tuvieron por resultado el desligamiento de buena
parte de la pulsión de destrucción, ahora vuelta hacia el propio individuo. Esos pacientes no soportarían alivio alguno que el
tratamiento pudiera brindarles y se mostrarían prestos a obstaculizarlo haciendo uso para ello de todos sus recursos.15
El analista se procura para sí la potencia del superyó del enfermo y se incita al yo librar batalla frente a cada reclamo pulsional,
aniquilando las resistencias, hasta llegar a que lo que había sido reprimido trueque su condición por la de lo preconsciente y sea
restituido al yo. Si bien Freud identifica en el afán por curarse e incluso en el interés intelectual por el psicoanálisis factores que
contribuyen a la concreción de los propósitos del analista, mejores servicios para ello prestará siempre la transferencia positiva.
En sentido contrario se esfuerzan la transferencia negativa, la resistencia de la represión ―es decir, la renuencia del yo a encarar
la ardua tarea que se le plantea―, el sentimiento inconsciente de culpa procedente del superyó y la desmezcla pulsional. La
mayor o menor seriedad del caso quedará determinada por la fuerza de esos dos últimos poderes. Otros elementos desfavorables
son la inercia psíquica o pesantez en el movimiento libidinal, mientras que entre los coadyuvantes se cuentan “la aptitud de la
persona para la sublimación pulsional […], […] su capacidad para elevarse sobre la vida pulsional grosera, y el poder relativo de
sus funciones intelectuales.” El resultado al que se llegue en el tratamiento estará supeditado a relaciones cuantitativas, es decir, a
la magnitud de la energía del paciente que se preste a servir a los objetivos del análisis en comparación con la potencia combinada
de cada uno de los factores desventajosos, pero, incluso en la mayoría de los casos en los que no se tiene éxito, logra colegirse, al
menos, la razón por la que nos fue deparado el fracaso.16
Referencias
7. Freud, 2013, p. 177.
1. Freud, 2013, p. 173.
8. Freud, 2013, p. 176.
2. Freud, 2013, pp. 173-174.
9. Freud, 2013, pp. 176-177.
3. Freud, 2013, p. 174.
10. Freud, 2013, pp. 177-178.
4. Freud, 2013, p. 175.
11. Freud, 2013, p. 178.
5. Freud, 2013, p. 163 y 167.
12. Freud, 2013, pp. 178-179.
6. Freud, 2013, pp. 175-176.
13. Freud, 2013, pp. 179-180. 16. Freud, 2013, pp. 181-182.
14. Freud, 2013, p. 180.
15. Freud, 2013, pp. 180-181.
Bibliografía
Freud, Sigmund (2013). «Esquema del psicoanálisis». Obras completas (José Luis Etcheverry, trad.). XXIII -
Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis y otras obras (1937-1939). Buenos Aires: Amorrortu
Editores. pp. 133-209. ISBN 978-950-518-599-3.
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