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EL MALVADO MILISFORO

Autor.. Pedro Pablo Sacristan

Hubo una vez un villano tan malvado, llamado Milisforo, que ideó un
plan para acabar con todas las cosas importantes del mundo. Ayudado
por sus grandes máquinas e inventos, consiguió arruinar a todos, pues
inventó una poción que quitaba las ganas de trabajar. También hizo
que la gente no quisiera estar junta, pues a todos infectó con un gas
tan maloliente que cualquiera prefería quedarse en casa antes que
encontrarse con nadie.

Cuando el mundo entero estuvo completamente patas arriba,


comprobó que sólo le quedaba una cosa por destruir para dominarlo
completamente: las familias. Y es que a pesar de todos sus inventos
malvados, de sus gases y sus pociones, las familias seguían estando
juntas. Y lo que más le fastidiaba era que todas resistían, sin importar
cuántas personas había en cada una, dónde vivían, o a qué se
dedicaban.

Lo intentó haciendo las casas más pequeñas, pero las familias se


apretaban en menos sitio. También destruyó la comida, pero
igualmente las familias compartían lo poco que tenían. Y así, continuó
con sus maldades contra lo último que se le resistía en la tierra, pero
nada dio resultado.

Hasta que finalmente descubrió cuál era la fuerza de todas las


familias: todos se querían, y no había forma de cambiar eso. Y aunque
trató de inventar algo para destruir el amor, Milisforo no lo consiguió, y
triste y contrariado por no haber podido dominar el mundo, se rindió y
dejó que todo volviera a la normalidad.

Acabó tan deprimido el malvado Milisforo, que sólo se le ocurrió ir a


llorar a casa de sus padres y contarles lo ocurrido. Y a pesar de todas
las maldades que había hecho, corrieron a abrazarle, le perdonaron, y
le animaron a ser más bueno. Y es que, ¡hasta en la propia familia del
malo más malo, todos se quieren y perdonan todo! ¿No es una suerte
tener una familia?
LA MEJOR ELECCIÒN

Rod y Tod. Así se llamaban los 2 afortunados niños que fueron


elegidos para ir a ver al mismísimo Santa Claus en el Polo Norte. Un
mágico trineo fue a recogerlos a las puertas de sus casas, y volaron
por las nubes entre música y piruetas. Todo lo que encontraron era
magnífico, ni en sus mejores sueños lo habrían imaginado, y
esperaban con ilusión ver al adorable señor de rojo que llevaba años
repartiéndoles regalos cada Navidad.

Cuando llegó el momento, les hicieron pasar a una grandísima sala,


donde quedaron solos. El salón se encontraba oscuro y vacío: sólo
una gran mesa a su espalda, y un gran sillón al frente. Los duendes
les avisaron:

- Santa Claus está muy ocupado. Sólo podréis verlo unos segunditos,
así que aprovechadlo bien.

Esperaron largo rato, en silencio, pensando qué decir. Pero todo se les
olvidó cuando la sala se llenó de luces y colores. Santa Claus apareció
sobre el gran sillón, y al tiempo que aparecía, la gran mesa se llenaba
con todos los juguetes que siempre habían deseado. ¡Qué
emocionante! Mientras Tod corría a abrazar a Santa Claus, Rod se giró
hacia aquella bicicleta con la que tanto había soñado. Sólo fueron
unos segundos, los justos para que Tod dijera "gracias", y llegara a
sentirse el niño más feliz del mundo, y para que Santa Claus
desapareciera antes de que Rod llegara siquiera a mirarle. Entonces
sintió que había desperdiciado su gran suerte, y lo había hecho
mirando los juguetes que había visto en la tienda una y otra vez. Lloró
y protestó pidiendo que volviera, pero al igual que Tod, en unas pocas
horas ya estaba de regreso en casa.

Desde aquel día, cada vez que veía un juguete, sentía primero la
ilusión del regalo, pero al momento se daba la vuelta para ver qué otra
cosa importante estaba dejando de ver. Y así, descubrió las ojos tristes
de quienes estaban solos, la pobreza de niños cuyo mejor regalo sería
un trozo de pan, o las prisas de muchos otros que llevaban años sin
recibir un abrazo u oír un "te quiero". Y al contrario que aquel día en el
Polo Norte, en que no había sabido elegir, aprendió a caminar en la
dirección correcta, ayudando a los que no tenían nada, dando amor a
los que casi nunca lo tuvieron, y poniendo sonrisas en las vidas más
desdichadas.

Él solo llegó a cambiar el ambiente de su ciudad, y no había nadie que


no lo conociera ni le estuviera agradecido. Y una Navidad, mientras
dormía, sintió que alguien le rozaba la pierna y abrió los ojos. Al
momento reconoció las barbas blancas y el traje rojo, y lo rodeó con
un gran abrazo. Así estuvieron un ratito, hasta que Tod dijo con un
hilillo de voz acompañado por lágrimas.

- Perdóname. No supe escoger lo más importante.

Pero Santa Claus, con una sonrisa, respondió:

- Olvida eso. Hoy era yo quien tenía que elegir, y he preferido pasar un
rato con el niño más bueno del mundo, antes que dejarte en la
chimenea la montaña de regalos que te habías ganado. ¡Gracias!

A la mañana siguiente, no hubo ningún regalo en la chimenea de Rod.


Aquella Navidad, el regalo había sido tan grande, que sólo cabía en su
gran corazón.
BULA EL VIAJERO

Hace muchos, muchos años, un gran señor llamado Bulá reconoció en


el cielo signos nunca vistos. Anunciaban la llegada del más grande de
los reyes que el mundo hubiera conocido. Asombrado por tanto poder,
el rico señor decidió salir en su búsqueda con la intención de ponerse
al servicio de aquel poderoso rey y así ganar un puesto de importancia
en el futuro imperio.

Juntando todas sus riquezas, preparó una gran caravana y se dirigió


hacia el lugar que indicaban sus signos. Pero no contaba aquel
poderoso señor con que el camino era largo y duro.

Muchos de sus sirvientes cayeron enfermos, y él, señor bondadoso, se


ocupó de ellos, gastando grandes riquezas en sabios y doctores.
Cruzaron también zonas tan secas, que sus habitantes morían de
hambre por decenas, y les permitió unirse a su viaje,
proporcionándoles vestido y alimento. Encontró grupos de esclavos
tan horriblemente maltratados que decidió comprar su libertad,
constándole grandes sumas de oro y joyas. Los esclavos,
agradecidos, también se unieron a Bulá.

Tan largo fue el viaje, y tantos los que terminaron formando aquella
caravana, que cuando por fin llegaron a su destino, apenas guardaba
ya algunas joyas, una pequeñísima parte de las que inicialmente había
reservado como regalo para el gran rey. Bulá descubrió el último de los
signos, una gran estrella brillante tras unas colinas, y se dirigió allí
cargando sus últimas riquezas.

Camino hacia el palacio del gran rey se cruzó con muchos caminantes
pero, al contrario de lo que esperaba, pocos eran gente noble y
poderosa; la mayoría eran pastores, hortelanos y gente humilde.
Viendo sus pies descalzos, y pensando que de poco servirían sus
escasas riquezas a un rey tan poderoso, terminó por repartir entre
aquellas gentes las últimas joyas que había guardado.
Definitivamente, sus planes se habían torcido del todo. Ya no podría
siquiera pedir un puesto en el nuevo reino. Y pensó en dar media
vuelta, pero había pasado por tantas dificultades para llegar hasta allí,
que no quiso marcharse sin conocer al nuevo rey del mundo.

Así, continuó andando, sólo para comprobar que tras una curva el
camino terminaba. No había rastro de palacios, soldados o caballos.
Tan sólo podía verse, a un lado del camino, un pequeño establo donde
una humilde familia trataba de protegerse del frío. Bulá, desanimado
por haberse perdido de nuevo, se acercó al establo con la intención de
preguntar a aquellas gentes si conocían la ruta hacia el palacio del
nuevo rey.

- Traigo un mensaje para él- explicó mostrando un pergamino -. Me


gustaría ponerme a su servicio y tener un puesto importante en su
reino.

Todos sonrieron al oír aquello, especialmente un bebé recién nacido


que reposaba en un pesebre. La mujer dijo, extendiendo la mano y
tomando el mensaje:

- Deme el mensaje, yo lo conozco y se lo daré en persona.

Y acto seguido se lo dio al niño, que entre las risas de todos lo aplastó
con sus manitas y se lo llevó a la boca, dejándolo inservible.

Bulá no sonrió ante aquella broma. Destrozado al ver que apenas


tenía ya nada de cuanto un día llegó a poseer, cayó al suelo, llorando
amargamente. Mientras lloraba, la mano del bebé tocó su pelo. El
hombre levantó la cabeza y miró al niño. Estaba tranquilo y sonriente,
y era en verdad un bebé tan precioso y alegre, que pronto olvidó sus
penas y comenzó a juguetear con él.

Allí permaneció casi toda la noche el noble señor, acompañando a


aquella humilde familia, contándoles las aventuras y peripecias de su
viaje, y compartiendo con ellos lo poco que le quedaba. Cuando ya
amanecía, se dispuso a marchar, saludando a todos y besando al
niño. Este, sonriente como toda la noche, agarró el babeado
pergamino y se lo pegó en la cara, haciendo reír a los presentes. Bulá
tomó el pergamino y lo guardó como recuerdo de aquella agradable
familia.

Al día siguiente inició el viaje de vuelta a su tierra. Y no fue hasta


varios días después cuando, recordando la noche en el establo,
encontró el pergamino entre sus ropas y volvió a abrirlo. Las babas del
bebé no habían dejado rastro del mensaje original. Pero justo en aquel
momento, mientras miraba el vacío papiro, finísimas gotas de agua y
de oro llenaron el aire y se fueron posando lentamente en él. Y con
lágrimas de felicidad rodando por las mejillas, Bulá pudo leer:

Recibí tu mensaje. Gracias por tu visita y por los regalos que trajiste
de tus tierras para todos los amigos míos que fuiste encontrando por el
camino. Te aseguro que ya tienes un Gran Puesto en mi Reino.

Fdo.: Jesús, Rey de Rey

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