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LOS 8 MALES DEL PROFESOR UNIVERSITARIO

“es uno de los trabajos más tóxicos que existen”

Fuente: El confidencial.com
Frey Alfonso Santamaría Buitrago (Docente UPTC)

Hasta hace relativamente poco, la de profesor universitario era una ocupación privilegiada.
No sólo gozaba de una buena reputación entre todos los estamentos de la sociedad, sino
que esta se correspondía con una gran influencia social y una remuneración acorde con el
puesto. John Edward Masefield, poeta inglés, escribió que “hay pocas cosas terrenas más
hermosas que la universidad: un lugar donde los que odian la ignorancia pueden luchar
por el conocimiento, y donde quienes perciben la verdad pueden luchar para que otros la
vean”.

No obstante, y de manera paralela al crecimiento de la población universitaria durante la


segunda mitad del siglo XX, el profesor universitario parece estar sometido a más
estresantes que nunca. No sólo ha perdido su categoría social, sino que también ha visto
cómo su sueldo ha disminuido de manera inversamente proporcional al del estrés que ha de
afrontar. Todo ello formando parte de una institución cuyas estructuras apenas han
evolucionado en siglos.

“El trabajo del profesor universitario es uno de los más tóxicos”, recuerda con contundencia
el psicólogo y profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá Iñaki Piñuel. “Se
valora poco porque se cree que el trabajo del sector educativo es de guante blanco, pero
contrariamente a ello, el entorno del profesor universitario produce niveles de estrés
superior a otros y quiebra la capacidad laboral de muchos profesores a una edad más
temprana”.

Hace ya ocho años que un estudio de la Universidad de Murcia puso de manifiesto que el
83,6% del profesorado sufría de estrés crónico, y aunque su autor, el profesor ya retirado
de Psicopatología de la Universidad de Murcia José Buendía reconoce que “los datos son
perecederos”, la situación parece haber empeorado tras la implantación del Plan Bolonia. Es
una situación que se repite en otros países vecinos, como el Reino Unido, donde
recientemente una investigación publicada por el UCU (Universitary and College Union)
ponía de manifiesto que las enfermedades mentales habían aumentado sensiblemente entre
la población académica. ............................
El estudio sintetizaba algunos de los principales escollos para la felicidad del profesor, entre
los que se encuentran el constante escrutinio externo, la imposibilidad de conciliar la vida
personal con la laboral y la necesidad de proporcionar constantemente resultados
positivos. Como recuerda la profesora titular de sociología de la Universidad de La
Coruña Rosa Caramés, “se desprecia el valor del conocimiento por la eficiencia”. Estos son
los principales “jinetes del Apocalipsis” a los que tiene que enfrentarse el profesor
contemporáneo.

1. Es una institución del siglo XXI que sigue funcionando de manera medieval

Quizá la comparación más reveladora para definir la universidad sea la que utiliza Piñuel: las
universidades siguen reflejando con gran fidelidad las características de la sociedad feudal
en la que nacieron. “El feudalismo genera sus cabecillas y sus súbditos, que están
obligados a respetar ciertos códigos ajenos al siglo XXI, como cuando te dicen ‘no te
presentes a esta plaza porque ya está adjudicada’ o ‘tú no puedes publicar en esta revista
hasta que yo lo haga”, explica el autor de La dimisión interior (Ed. Pirámide).

Como dejó escrito el administrador de la Universidad de Harvard Henry Rosovsky en The


University: an Owner’s Manual, “las universidades aman los rangos jerárquicos tanto o más
que el ejército”. El psicólogo añade que, a diferencia de la educación primaria o secundaria,
la universidad está formada por alumnos ya adultos, “que son gente más exigente”, y el
profesor está obligado a actualizarse continuamente. Ello da lugar a factores de riesgo
psicosocial como “la rivalidad, la competitividad, las camarillas de poder o las guerras
intestinas”, frecuentes en el ámbito universitario y que minan poco a poco la resistencia del
profesor.

2. El día que el profesor pasó a ser un burócrata

El Plan Bolonia ha traído consigo, entre muchas otras cosas, una burocratización de la
enseñanza que ha provocado que los profesores pasen más tiempo rellenando formularios,
pruebas y revisiones que dedicados a la preparación de sus clases y a sus proyectos de
investigación. “Bolonia se ha implantado de manera desastrosa”, sintetiza Rosa
Caramés. “Sólo se ha conseguido consumir el tiempo dedicado a la preparación de las clases
y dedicar más tiempo a labores puramente administrativas”.

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Piñuel se muestra de acuerdo: “Son un montón de horas de trabajo que sobrecargan a un
profesor que ya está suficientemente sobrecargado de por sí. Para conseguir nada estamos
incrementando una carga que no tiene mucho valor añadido. No por rellenar más papeles
es mejor, al contrario, el tiempo disponible para preparar clases e investigar se emplea en
reuniones y consignar papeles”. También disminuyen las horas de descanso y
esparcimiento, vitales para el bienestar de cualquier trabajador.

Esta “maquinaria”, como la define el psicólogo, conlleva otro problema: el aumento de las
pruebas sobre el control del profesorado. Algo que en principio tendría como objetivo
garantizar la calidad de la enseñanza, se añade a las montañas de burocracia ya existentes
y someten al profesor a un continuo escrutinio. “Es la paradoja tras la ilusión del control”,
explica Piñuel. “Es un efecto de la centralización de las políticas que necesita sistemas de
control. La idea de consignar papeles, documentos o comisiones da la sensación de que las
cosas se están gestionando mejor. Es pura entelequia”.

Pablo, profesor durante quince años, cree que ello ha provocado, no obstante, que haya un
mayor control sobre el acceso a los puestos docentes. “Antes, cualquier catedrático o
profesor con influencia podía enchufar a quien le diese la gana (te sorprendería saber en
cuántos departamentos de la universidad pública hay padres e hijos o maridos y mujeres)”,
explica. “Ahora, al menos, el enchufado ha de pasar un filtro, aunque sea un filtro de
mínimos, no del todo exigente, discutible, etc.”

3. Acoso por parte de los alumnos… y por parte de los compañeros

Aunque el acoso por parte de los estudiantes no es tan frecuente como en la educación
secundaria, los profesores también manifiestan ser víctimas de amenazas por parte de sus
alumnos. El desprestigio reciente de la educación no ha ayudado precisamente: “En los
últimos años ha entrado una corriente que desprestigia la labor del docente. En
ocasiones parece haber un afán reduccionista, un tanto persecutorio, de la labor de las
personas que se dedican a la docencia”, explica Rosa Caramés, que sugiere que muchas
veces el profesor es acusado de una serie de cosas –“que no corrige bien, que tiene manía
a los alumnos, que no sabe dar clase”– que tan sólo son ciertas en un número limitado de
casos, pero que suele hacerse extensible a todo el cuerpo docente.

A este hay que añadirle el mobbing ocasionado por los propios compañeros: según el
estudio anteriormente citado, realizado en la Universidad de Murcia en el año 2004, hasta el
44% del personal manifestaba sufrir acoso laboral. Algo que, como señaló en aquella ocasión
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el profesor José Buendía, “tiene como objetivo que se abandone el centro, puesto que, al ser
funcionarios, no se les puede despedir”. Piñuel añade que la creciente competencia provoca
que las zancadillas sean frecuentes: “Quien no acata las reglas, se convierte en un chivo
expiatorio y es perseguido”.

4. Hay que luchar mucho para ascender

El del acceso a la docencia universitaria es un camino lleno de palos y piedras y, sobre


todo, sacrificios obligados. Pasan años hasta que se pueda impartir clase, mucho más
hasta que alguien se convierte en profesor titular y ya no digamos convertirse en catedrático.
Abundan las horas extras, las asignaturas impartidas a cambio de nada o el “tráfico” de
artículos que permite a algunos profesores seguir un año más aferrados a su puesto gracias
a trabajos realizados por sus estudiantes.

“El motivo de conflicto más grande que puede haber en un departamento es casi siempre las
plazas”, explica Pablo, que matiza que, al no haber plazas nuevas durante los últimos años,
los conflictos han desaparecido. “En el pasado, cuando no existía el método de las
acreditaciones, las plazas las decidía el catedrático de turno, y siempre terminaba
favoreciendo a sus preferidos, mientras que los otros se jodían y tenían que esperar años
hasta conseguir sacar su plaza. Aún hoy se ven rencillas entre profesores que vivieron ese
sistema y que se enfrentaron unos a otros por plazas”.

Algo que, no obstante, no siempre es percibido de forma necesariamente negativa,


especialmente como una solución al piloto automático que provoca la falta de ilusión entre
los docentes de mayor edad. Luna Paredes goza de una beca FPU (Formación del
Profesorado Universitario) e imparte clases de «Análisis y comentario de textos literarios» en
la Universidad de Alcalá. “El hecho de que un becario imparta una asignatura completa me
parecía a priori una irresponsabilidad”, explica. “Sin embargo, un becario también va a
afrontar las clases con un entusiasmo que algunos profesores (no todos, no siempre) han
perdido”.

El esfuerzo exigido a los primerizos, frente al de los funcionarios, “sólo puede traer cosas
buenas”, señala, aunque “implica que las horas de preparación de una sola clase sean
ingentes”. Como recuerda Pablo, que imparte ocho horas de clase a la semana, “preparar
bien una hora de clase que impartes por primera vez puede llevarte entre ocho y diez
horas”. “El becario debe hacerlo bien porque, en primer lugar, está inseguro y se esfuerza

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ante los alumnos y en segundo lugar, porque no quiere cagarla ante el director de tesis ni el
departamento”, concluye Paredes.

5. Se cobra menos de lo que se piensa

El de los sueldos de los profesores universitarios es un tema complicado, en cuanto que


estos varían sensiblemente dependiendo del centro, de la categoría del docente o de los
diferentes incentivos autonómicos. Las categorías inferiores son las principales perjudicadas
de un sistema que se complementa con los célebres quinquenios y sexenios –períodos
dedicados a la investigación–, pero a los que no todo el mundo tiene acceso. Rosa Caramés
recuerda que, aunque ella no pertenezca a dicho grupo, los más jóvenes sufren una mayor
precariedad, “con contratos de muy pocas horas por las que se paga muy poco, a pesar
de que el tiempo de preparación de las clases sigue siendo el mismo. La docencia se
concentra en poco tiempo para ahorrar presupuesto”.

6. Sistema educativo “marketinizado”: el estudiante siempre tiene la razón

Existe cierto consenso entre los profesores en señalar que el alumno ha pasado de ser un
estudiante a convertirse en un cliente, algo en consonancia con la tendencia privatizadora
del sistema universitario. Ello obliga a que el docente redefina sus tareas y se vea obligado
a reinterpretar su labor, lo que en opinión de Rosa Caramés, da lugar a una relación “un
tanto viciada”. “Todas las cosas materiales e inmateriales tienen un precio y un valor, que no
tienen por qué coincidir”, explica la socióloga. “No se entiende que los conocimientos y su
proceso de adquisición es un proceso mutuo. Como todo se ha mercantilizado, lo único que
parece sustentar la relación entre profesor y alumno es el precio de la matrícula”.

Como señalaba el filósofo José Luis Pardo en 2008, “todo comenzó con la sustitución de
las “asignaturas” por “créditos”. Piñuel lo interpreta como una liberación del estudiante de las
cadenas que el sistema feudal le había impuesto. “Uno de los factores novedosos es que el
profesor se tiene que poner al servicio del alumno, algo que antes no se entendía así, sino
que se ponía énfasis en el profesorado. El alumno ha evolucionado a ser alguien que tiene
derechos, que puede exigir, que puede pensar y reclamar”. Algo a priori positivo, pero de lo
que, sin embargo, el profesor no parece haberse beneficiado: “Precisamente, el burnout en
el profesor genera situaciones de maltrato hacia los alumnos impropia de este tiempo,
como arrogancia, prepotencia…”

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7. La investigación, ¿sirve para algo?

A finales del año pasado, la comunidad científica se vio sacudida después de que el Premio
Nobel Randy Schekman denunciase que el factor de impacto de las revistas –es decir, la
puntuación recibida por cada publicación sobre el número de veces que sus artículos son
citados– vicia la investigación, y crea burbujas en torno a determinados temas. Algo
semejante ocurre con el funcionamiento de los diferentes departamentos de investigación,
que se centran exclusivamente en aquellos temas que les pueden dar una mayor visibilidad,
despreciando aquello que no está de moda.

La máquina de la producción científica no puede pararse. Como recuerda Pablo, en países


como Inglaterra, “una parte importante de los ingresos de los departamentos se los juegan
con la productividad de los miembros. Es decir, si un profesor se pasa tres años sin publicar
un artículo de prestigio o sin conseguir un proyecto de investigación, baja los promedios del
departamento y este pierde dinero”. No obstante, se trata de una situación que afecta más
en el extranjero que en nuestro país. “Un profesor titular (y conozco no a uno o a dos, sino a
muchos) puede tirarse, no tres años, sino toda una vida sin dar un palo al agua,
excepto prepararse sus horas de clase semanales, corregir exámenes y punto”, explica
el profesor.

8. Sentimiento de inutilidad

En una reciente investigación llamada It’s a Bittersweet Symphony, This Life: Fragile
Academic Selves, el profesor de gestión de las organizaciones de la Universidad de
Lancaster David Knights, tras analizar los problemas de identidad entre el cuerpo lectivo
inglés, llegó a la conclusión de que la mayor parte de sentimientos de los profesores hacia
sus centros estaban marcados por la ambivalencia. Por una parte, porque su idea del mundo
académico estaba marcada por la pasión, por el entusiasmo y por unas elevadas
expectativas. Pero, al mismo tiempo, estas se encontraban matizadas por una agria
sensación de que muchas de sus aspiraciones parecían “irrealizables, si no irreales”.

“Los que tenemos más vocaciones de hacer cosas nos vamos desgastando”, afirma Pablo.
“Muchos de estos profesores que sólo hacen docencia en realidad no tienen interés en nada
y por eso no investigan, lo único que les apetece es leerse el periódico, hablar por teléfono
y tomar cafés”. Es la última etapa de un proceso que erosiona poco a poco las ilusiones
privilegiadas y que, como recuerda Piñuel, aparece mucho antes que en otras profesiones.
“Si bien la respuesta a nivel institucional a sus esfuerzos no alcanzaba el reconocimiento
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jerárquico, social o por parte de los compañeros, la dulzura de una carrera
potencialmente estimada y una identidad reconocida de manera pública disparó sus
esfuerzos”, concluía el estudio sobre esos frustrados, pero ilusionados, profesores.

“Así como periódicamente hacemos una revisión de nuestro vehículo, deberíamos hacer la
ITV psicológica de los profesores”, concluye Piñuel. “Tenemos entre nuestras manos el
mejor capital simbólico del país”. No se trata únicamente de preservar la calidad de vida
de los docentes, sino también, de evitar que el alumnado sea la última víctima de un sistema
desencantado y cada vez más oprimido.

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