Está en la página 1de 4

Domingo XXXII Tiempo Ordinario

7 noviembre 2010

Evangelio de Lucas 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la


resurrección y le preguntaron:
― Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su
hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé
descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos: el primero se
casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los
siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado
casados con ella.
Jesús les contestó:
― En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean
juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos,
no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios
porque participan de la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo
Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de
Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos sino de
vivos: porque para él todos están vivos.

******

En esta controversia encontramos a uno de los grupos más


influyentes y poderosos de la sociedad judía: los saduceos, elite
económica y social, compuesta por los sumos sacerdotes y la nobleza
laica, que controlaba las finanzas del templo. No es extraño que
apenas aparezcan en el relato evangélico: se hallaban en un “mundo”
totalmente alejado del que habitaba Jesús.
Los saduceos, aunque “colaboracionistas” con el Imperio –
como suele ocurrir con las elites económicas de los países ocupados-,
eran muy conservadores en lo religioso, hasta el punto de que
únicamente reconocían la autoridad de los “cinco libros” de la Ley o
Torá (el llamado Pentateuco). Sobre esa base, negaban la creencia en
la resurrección –que fue de aparición mucho más tardía en la historia
de Israel-, de modo que éste constituía uno de los puntos de fricción
más fuertes con los fariseos. (El libro de los Hechos de los Apóstoles
[23,6-8] mencionará el acalorado enfrentamiento que se produjo
entre ambos grupos en el Sanedrín, apenas Pablo mentó el tema de la
resurrección de los muertos).
En esta narración, proponen a Jesús un caso con el que,
llevando la situación hasta el absurdo, buscan abiertamente
ridiculizar aquella doctrina. Hacen alusión a la conocida “ley del

1
levirato” (de “levir”: cuñado), tal como aparece regulada en el libro
del Deuteronomio (25,5-6).
En la respuesta de Jesús quedará al descubierto el presupuesto
engañoso del que parten, que les impide entender las Escrituras y
abrirse realmente al poder de Dios. Tal como era habitual en las
discusiones rabínicas, alude él también a un texto de la Torá, en
concreto al episodio de Moisés ante la zarza que ardía sin consumirse
(Libro del Éxodo 3,2-6). De ese modo, apelando incluso a aquella
parte de la Escritura que ellos reconocían –y que nombra a Dios como
“Dios de vivos”-, los desautoriza.

También el yo religioso ha entendido la resurrección como una


afirmación de su propia supervivencia. Eso puso en marcha una
imaginería en torno a la vida del “más allá”, que terminó finalmente
desacreditándola.
No parece que haya cielos ni paraísos a la medida del yo. Así
imaginados, no son sino proyección de un yo que busca
autoafirmarse y espera su satisfacción en un futuro que nunca llega.
El “cielo” así planteado no sería sino la última estratagema del yo
para creerse existente. Lo que se oculta a sí mismo es que, donde
hay yo, es imposible que haya “cielo”, porque de nuevo todo seguiría
girando en torno a sus intereses egoicos.
El “cielo” no será el calco idealizado donde el yo logre
resarcirse de las frustraciones acumuladas, sino, más bien, la
trascendencia del mismo yo. Allí seremos, dice Jesús, “como ángeles”.
Más allá de esta imagen, que tampoco resulta “adecuada” para la
gran mayoría de nuestros contemporáneos porque, del mismo modo
que el cielo imaginado, fue también devaluada y deformada, las
palabras de Jesús apuntan a algo mucho más sabio.
No hay un “parecido” con esta realidad que nos resulta habitual
pero que, en último término, no es sino un “sueño”. Del mismo modo
que, mientras estamos dormidos, somos incapaces de comprender lo
que es la vida de vigilia, así nos ocurre con la realidad que emerge
tras la muerte. Al despertar del sueño, se pierde la “identidad” y el
“mundo” oníricos…, porque ésa no era la verdadera identidad.
“Ahora estamos dormidos; cuando morimos, despertamos”.
Esta frase, característica de la tradición de los sufíes, parece ir en la
buena dirección. El “yo particular” es sólo una forma pasajera;
nuestra identidad última es el “Yo universal”, pero no es algo que
podamos entender desde la mente, porque la trasciende. Visto así, ¿a
quién le da “pena” perder el “yo particular”, sino al propio yo
particular?
Lo que desaparece, por tanto, es la forma, no la Vida que
somos. La ola que emergió en un momento determinado se reintegra
en el océano de donde surgió.
Sin duda, para quien se halle identificado con su yo, la muerte
es el fracaso absoluto. Pero cuando se ha ido aprendiendo a tomar
distancia del propio yo, en cierto modo la muerte ya ido ocurriendo, al
tiempo que emergía a la consciencia la “identidad” que no conoce la
muerte; la realidad que no morirá, porque tampoco nació.

2
Con todo ello, parece que la pregunta crucial no es: ¿qué ocurre
después de la muerte?, sino: ¿quiénes somos? El soñador se identifica
con el mundo que aparece en sus sueños; mundo que se deshace al
despertar, cuando se diluye la identidad onírica. Pero no pierde nada
valioso; aquello era sólo un sueño, ahora emerge a una identidad
mayor. De manera similar, lo que llamamos “nuestra vida” es un
sueño que nos tomamos como real y, como le ocurre al soñador,
únicamente podremos percatarnos de ello cuando “despertemos”.
Porque, del mismo modo que el soñador es incapaz de pensar la
vigilia, la mente tampoco puede ir más allá de la mente.
Por eso, tiene razón también el “maestro” que encarna Nick
Nolte en la película “El guerreo pacífico” cuando le dice al muchacho:
“La muerte es algo más radical que la pubertad; pero no es algo por
lo que debas preocuparte”. Desde otra perspectiva, Marie-Louise von
Franz, psicoterapeuta, colega y confidente de Carl Jung, y de quien se
ha dicho que interpretó más de 65.000 sueños, constató algo
parecido: “Los sueños de los moribundos no se refieren a un final,
sino a un paso”.

En cualquier caso, la sabiduría de Jesús radica en la frase con


que culmina el relato: “Para Dios todos están vivos”. “Dios” –la
Realidad inefable, que trasciende absolutamente nuestra mente- es la
palabra que apunta a la Vida misma que constituye y sostiene a todo
lo que es. Dios, Realidad, Vida… son expresiones equivalentes. Y en
tanto en cuanto nos reconocemos como la Vida que es, cesa la
ignorancia y desaparecen nuestros miedos. Era sólo el “yo separado”
el que se sentía atemorizado. Si tomas distancia de él y vienes al
presente, ¿dónde queda el miedo?
Al venir al presente, que no es un “lapso” de tiempo entre el
pasado y el futuro –no es el “presente pensado”-, sino justamente el
no-tiempo, la atemporalidad o eternidad, sólo hay Vida, que se
despliega y manifiesta en el tiempo en infinidad de formas.
Esa misma Vida es lo que realmente somos. Pero, mientras
estamos identificados con nuestro yo particular, lo desconocemos:
tomamos como “real” lo que no es sino una “expresión” particular y
transitoria. De un modo similar a como el soñador toma como real el
mundo de sus sueños.
“Despertar” significa salir de los límites del yo –de la mente-
para acceder a la Realidad que es y somos, que desborda las
estrechas fronteras del pensamiento, y se revela plena de Vida.
Por otro lado, que el yo se pregunte por el más allá de la muerte
no tiene más sentido que si quien duerme se preguntara por el
mundo de la vigilia. Lo que cabe hacer es salir de nuestra
identificación con la mente, aprender a venir al momento presente y
empezar a percibir la realidad desde él.
En este campo, que trasciende lo mental, es muy importante el
realismo del que hacía gala aquel maestro de la siguiente anécdota.
Cuando uno de sus discípulos le preguntó qué pasaba después de la
muerte, él respondió: «No lo sé». «Pero, ¿cómo? –volvió a preguntar

3
el discípulo-, ¿no se supone que es usted un maestro espiritual?». «Sí
–contestó el maestro-; pero no soy un maestro espiritual muerto».
En cualquier caso, lo que importa no son las “ideas” sobre el
más allá de la muerte; a la postre, son únicamente eso: ideas. Lo
realmente importante es ir abriéndonos a experimentar la Presencia
que trasciende cualquier barrera temporal y, por ende, la misma
muerte. El ego muere; la Presencia permanece.

www.enriquemartinezlozano.com

También podría gustarte