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CHILE:

En Chile, ni aun en etapa de prosperidad pudo darse una ampliación de la base política
sin tormenta. La afirmación liberal había sido en 1871 el reflejo en el equilibrio político
de la complejidad nueva que alcanzaban los sectores dirigentes chilenos gracias al auge
minero y comercial. La guerra del Pacífico iba a confirmar y acentuar las
transformaciones que habían llevado al triunfo liberal; en el intercambio internacional
Chile era cada vez menos el país del trigo y los cueros; pasaba a ser cada vez más el del
salitre y luego el del cobre. Y a la vez era el protagonista de una victoria militar que
cambiaba en su favor todo el equilibrio sudamericano: ese éxito daba al liberalismo un
arraigo aún mayor. Bajo signo liberal el presidente Santa María, entre 1881 y 1886,
obtuvo para Chile los máximos provechos territoriales sobre Perú y Bolivia, comenzó
una política de ampliación de las funciones del Estado y de obras públicas (posible
gracias a la abundancia traída al fisco por las rentas del salitre), llevó adelante la
laicización de cementerios y estableció el Registro Civil. La sucesión de Santa María
provocó la quiebra de la unidad liberal; si los tres partidos -liberal, radical, nacional-
que formaban a la izquierda del conservadurismo aceptaron el candidato presidencial
Balmaceda, ministro y favorito de Santa María, dentro de cada uno de ellos las
disidencias se multiplicaron. La victoria de Balmaceda fue asegurada gracias a los
vastos recursos que la prosperidad chilena concedía al gobierno; el nuevo presidente
prosiguió la obra innovadora de su predecesor pero para poder continuarla debió recurrir
al crédito extranjero de modo cada vez más frecuente. En 1890 llegaba a Chile la crisis
y con ella la reacción contra la afirmación del poder presidencial que había sido posible
gracias a la prosperidad de la década anterior. La mayoría liberal se dividió en el
parlamento en torno al problema de la sucesión de Balmaceda; éste intentó gobernar sin
contar ya con ella y al comenzar 1891 promulgó por decreto el presupuesto nacional que
el Congreso se negaba a aprobar.

Era la guerra civil: la mayoría parlamentaria, con apoyo de la marina y una parte del
ejército, se hizo fuerte en el Norte y pasó a controlar así la fuente de las exportaciones
chilenas; a mediados del año sus fuerzas invadían el Chile central y tras dos sangrientas
batallas tomaban Santiago, donde Balmaceda se suicidaba. Esta peripecia ponía fin al
avance del poder presidencial en Chile. En la política de Balmaceda sólo algunas
iniciativas aisladas parecen adecuarse a los intereses de esa burguesía nacional; por
añadidura, el desarrollo mismo de la crisis no permite descubrir en ningún momento de
ella la presencia de ese sector- clave, cuya existencia misma es sólo postulada y no
demostrada. Tampoco la trayectoria posterior del grupo político adicto a Balmaceda -
que se adaptó muy bien al sistema parlamentario y se caracterizó tan sólo por su
extremo oportunismo hace adivinar tras de él la presencia de un sector social
importante, postergado por la solución dominante en Chile. En todo caso el
parlamentarismo, que provocó la fragmentación progresiva de los partidos chilenos, fue
acompañado de un inmovilismo político sólo quebrado frente a las agitaciones sociales,
reprimidas violentamente en Santiago y Valparaíso y aun más duramente en el norte
minero y salitrero. Las consecuencias de la paulatina ampliación del sufragio no eran ya
limitadas primordialmente por la acción del Gobierno, sino por la de una corrupción
electoral que requería movilizar sumas demasiado grandes para que fuera posible hacer
política sin contar con mucho dinero. Como en la Inglaterra anterior a 1832, los partidos
buscaban ante todo candidatos capaces de financiar su victoria.

Dos coaliciones inseguras dominaban la política chilena: la Unión Liberal y la Alianza


Liberal-Conservadora. En 1920, con motivo de la renovación presidencial, en un clima
social más agitado, la oposición entre ambas se cargó de un contenido más preciso. A la
unión conservadora se oponía la candidatura del liberal Arturo Alessandri. Defensor de
dirigentes obreros del norte salitrero, Alessandri supo presentarse como el candidato de
la renovación y de las clases populares; en algún momento iba a denunciar a la «chusma
dorada» que gobernaba a Chile e invitar a sus seguidores a atacar sus suntuosas
residencias. La victoria de Alessandri fue ajustada, pero tuvo consecuencias decisivas.
El movimiento obrero creció; mientras un sector, de extracción sindicalista, organizaba
el Partido Comunista, la clase obrera en su conjunto otorgaba adhesión al nuevo
presidente. Éste encontró frente a sí la resistencia parlamentaria, mal equilibrada por la
minoría que le era adicta, formada ella también en la escuela de un parlamentarismo
poco amigo de la disciplina. El conflicto entre los poderes transformó la elección de
renovación parlamentaria de 1924 en un plebiscito, que el presidente ganó
holgadamente (no sin volcar en su favor los recursos del Estado). La mayoría favorable
no se mostró, sin embargo, más eficaz. Ante el marasmo legislativo, el 8 de septiembre
Alessandri debía alejarse del país y dejar el poder a una Junta militar; ésta pareció
orientarse hacia una salida favorable a la Alianza conservadora; por esta razón fue
barrida por otro sector militar, que devolvió el poder a Alessandri e impulsó la reforma
constitucional.

La Constitución de 1925 separaba la Iglesia del Estado, establecía el régimen


presidencialista e incluía principios juzgados socialistas por algunos (función social de
la propiedad, protección al trabajador y a la salud popular). Resultado de la revolución
de enero que devolvió a Alessandri a la presidencia fue también la afirmación como
árbitro entre los poderes del Estado del ejército, que trataba ahora de imprimir un ritmo
acelerado al proceso renovador. Jefe de la tendencia militar que había dominado en
enero era el coronel Ibáñez, candidato a la sucesión presidencial a la vez que ministro de
Guerra de Alessandri. La renuncia del restaurado presidente, algo fatigado de soportar la
tutela de su dinámico ministro, obligó a éste a renunciar por el momento a sus
ambiciones presidenciales; en su lugar era elegido como candidato único Emiliano
Figueroa Larraín, político moderadísimo; a su lado seguiría gravitando como ministro
de Guerra el coronel Ibáñez, que en 1927, tras de la renuncia de Figueroa, era por fin
ungido presidente en una elección en que fue candidato único.

El gobierno de Ibáñez se caracterizó por una actividad febril: obras públicas (carreteras
y puertos, edificios escolares, reforma escolar y de la sanidad); al mismo tiempo se
transformó progresivamente en una dictadura legalizada gracias al apoyo del
amedrentado Parlamento. Esa dictadura progresista (y no necesariamente hostil a las
aspiraciones de los sectores populares) se apoyaba en la prosperidad de los años 1925-
29; a lo largo de ellos acudió sistemáticamente al crédito, en especial el norteamericano,
para financiar sus ambiciosos programas. La depresión la transformó en un régimen más
duro y represivo, a la vez que la privaba del apoyo popular; a mediados de 1931, tras de
unos días agitados en Santiago, el presidente Ibáñez cruzaba la frontera hacia el
destierro. Dejaba tras de sí un país arruinado -por él, según sus adversarios; sobre todo
por una crisis que golpeaba los mercados extranjeros y privaba a la moneda chilena de
casi todo su valor (el peso chileno parecía, en efecto, encontrarse en caída libre).

En Chile, entre las minorías tradicionalmente gobernantes y las aspiraciones


modernizadoras, el ejército había ocupado la escena como arbitro más capaz de
interpretar a estas últimas que los sectores de la clase política tradicional que se
proclamaban innovadores y populares. Pero las soluciones que aportaba no estaban
menos ligadas a la prosperidad que las de los partidos civiles de más allá de los Andes;
el militarismo progresista chileno, víctima también él del fin de los años buenos, fue tan
gravemente afectado por la crisis como aquéllos.

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