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Reseña
A los niños les enseñan en la escuela que los números primos sólo pueden dividirse
por sí mismos y por la unidad. Lo que no les enseñan es que los números primos
representan el misterio más fascinante al que nos enfrentamos en nuestra
búsqueda del conocimiento. ¿Cómo predecir cuál va a ser el siguiente número primo
de una serie? ¿Existe alguna fórmula para generar números primos?
En 1859, el matemático alemán Bernhard Riemann planteó una hipótesis que
apuntaba a la solución del antiguo enigma. Pero no consiguió demostrarla y el
misterio no hizo más que aumentar. En este libro asombroso, Marcus du Sautoy nos
cuenta la historia de los hombres excéntricos y brillantes que han buscado una
solución para revolucionar ámbitos tan distintos como el comercio digital, la
mecánica cuántica y la informática. El relato de Du Sautoy constituye una evocación
maravillosa y emocionante del mundo de las matemáticas, de su belleza y sus
secretos.
Índice
Capítulo 1
¿Quién quiere ser millonario?
equipo formaron parte Einstein y Gödel. Habla muy pausadamente, pero los
matemáticos escuchan con atención todo lo que tenga que decir.
Bombieri creció en Italia, donde los viñedos de su acaudalada familia le hicieron
adquirir el gusto por la belleza de la vida. Los colegas lo llaman afectuosamente «el
aristócrata de las matemáticas». Cuando era joven, su elegancia llamaba siempre la
atención en las reuniones europeas, donde llegaba a menudo a bordo de costosos
automóviles deportivos. Por otra parte, a él le encantaba alimentar los rumores que
contaban que alguna vez había llegado sexto en un rallye de veinticuatro horas
celebrado en Italia. Con el tiempo, sus éxitos en el circuito de las matemáticas
fueron más tangibles, de modo que en los años setenta le valieron una invitación a
Princeton, donde se encuentra todavía. Ha sustituido el entusiasmo por las carreras
por la pasión de pintar, sobre todo retratos.
Pero lo que procura a Bombieri la mayor emoción es el arte creativo de las
matemáticas, y en particular el reto de la hipótesis de Riemann, que lo tiene
obsesionado desde la tierna edad de quince años, cuando oyó hablar de la cuestión
por vez primera. Las propiedades de los números lo fascinaron desde que comenzó
a ojear los libros de matemáticas que su padre, economista, tenía en su inmensa
biblioteca. Descubrió que la hipótesis de Riemann era considerada el problema más
profundo y fundamental de la teoría de los números. Su pasión por el problema se
vio acrecentada cuando su padre le prometió un Ferrari si lo resolvía, en un
desesperado intento de evitar que condujera su Ferrari.
Volviendo al mensaje electrónico de Bombieri, alguien se le había adelantado
haciéndole perder el premio. «Se han producido fantásticos acontecimientos tras la
conferencia que Alain Connes pronunció el pasado miércoles en el Institute for
Advanced Study», empezaba Bombieri. Muchos años atrás, la noticia de que Connes
fijaba su atención en la hipótesis de Riemann con intención de resolverla había
puesto en tensión al mundo matemático. Connes es uno de los revolucionarios de la
disciplina, un benigno Robespierre de las matemáticas respecto del Luis XVI que
encarnaría Bombieri. Se trata de un personaje dotado de un extraordinario carisma,
cuyo estilo fogoso dista mucho de la imagen tradicional del matemático serio y
circunspecto. Está dotado de la pasión de un fanático profundamente convencido de
su propia visión del mundo, y deja hipnotizados a cuantos asisten a sus clases. Para
sus seguidores es casi una figura de culto; les encantaría unirse a él en las
barricadas matemáticas para defender a su héroe de cualquier contraofensiva que
fuera lanzada desde las posiciones del Antiguo Régimen.
El lugar de trabajo de Connes es la respuesta francesa al Instituto de Princeton: el
Instituí des Hautes Etudes Scientifiques de París. Desde su llegada, en el año 1979,
Connes ha creado un lenguaje totalmente nuevo para la comprensión de la
geometría. La idea de llevar esta disciplina hasta el extremo de la abstracción no le
espanta en absoluto. Incluso entre los matemáticos, que están habituados a las
aproximaciones fuertemente conceptuales de su disciplina con relación a la realidad,
en muchos casos existen dudas sobre la revolución abstracta que propone Connes.
Sin embargo, según ha demostrado a los que dudan de la necesidad de una teoría
tan árida, su nuevo lenguaje geométrico contiene muchos elementos útiles para
comprender el mundo real de la física cuántica. Si resulta que provoca el terror de
las masas matemáticas, paciencia.
La audaz convicción de Connes de que su nueva geometría no sólo podría descorrer
el velo de la física cuántica, sino también explicar la hipótesis de Riemann —el
mayor misterio numérico— produjo sorpresa e incluso turbación. El simple hecho de
osar aventurarse en el corazón de la teoría de los números y enfrentarse
directamente con el más difícil de los problemas irresueltos de las matemáticas
reflejaba su desprecio por los límites convencionales. Desde su aparición en escena,
a finales de los noventa, flotaba en el aire la sensación de que, si alguna vez había
existido alguien con recursos suficientes para enfrentarse a un problema de tamaña
dificultad, ése era Alain Connes.
Pero, según parecía, no había sido Connes quien había hallado la última pieza del
complicado rompecabezas. En su correo, Bombieri narraba que un joven físico que
asistía a la conferencia había percibido «como un relámpago» un modo de utilizar su
extraño mundo de «sistemas supersimétricos fermiónico-bosónicos» para atacar la
hipótesis de Riemann. Pocos eran los matemáticos que conocían el significado de
aquel cóctel de tecnicismos, pero Bombieri explicaba que describían «la física
correspondiente a un conjunto muy próximo al cero absoluto de una mezcla de
aniones y morones con spins opuestos». La cuestión seguía sonando un tanto
oscura, pero ya que se trataba de la solución del problema más difícil de la historia
de las matemáticas, nadie esperaba que se tratara de una cosa simple. Volviendo a
Bombieri, afirmaba que, después de seis días de trabajo ininterrumpido y, gracias a
un nuevo lenguaje de programación llamado MISPAR, el joven físico había
desentrañado por fin el problema más arduo de las matemáticas.
Bombieri terminaba su correo con las palabras: « ¡Guau! Por favor, den la máxima
difusión a esta noticia». Aunque parezca extraordinario que un joven físico hubiera
acabado demostrando la hipótesis de Riemann, después de todo la noticia no era
tan sorprendente: en los últimos decenios había sucedido con frecuencia que las
matemáticas y la física se entretejieran. Por más que se trataba de un problema
central de la teoría de los números, desde hacía algunos años la hipótesis de
Riemann mostraba relaciones inesperadas con algunos problemas de la física de
partículas.
Los matemáticos se prepararon para cambiar sus planes de viaje y volar a Princeton
para compartir el momento. Todavía se mantenía fresco el recuerdo de la emoción
de pocos años atrás, cuando Andrew Wiles, matemático inglés, anunció la
demostración del último teorema de Fermat durante una conferencia celebrada en
Cambridge en junio de 1993. Wiles demostró que la afirmación de Fermat, según la
cual la ecuación xn+ yn =zn no tiene soluciones para cualquier valor de n mayor que
2, era correcta. Apenas soltó Wiles la tiza al final de la conferencia, saltaron los
tapones de las botellas de champán y empezaron a dispararse los flashes de las
cámaras.
Los matemáticos eran conscientes de que la demostración de la hipótesis de
Riemann tendría una importancia enormemente mayor para el futuro de las
matemáticas de la que tuvo saber que la ecuación de Fermat no admite soluciones.
Tal y como Bombieri había descubierto a la tierna edad de quince años, con la
hipótesis de Riemann se intentaba comprender los objetos más fundamentales de
las matemáticas: los números primos.
Los números primos son los auténticos átomos de la aritmética. Se definen como
primos los números enteros indivisibles, es decir, los que no pueden expresarse
como producto de dos enteros menores. Los números 13 y 17 son primos, mientras
que el número 15 no lo es, ya que puede expresarse como producto de 3 y 5. Los
números primos son joyas engarzadas en la inmensa extensión de los números, el
universo infinito que los matemáticos exploran desde la antigüedad. Los números
primos producen en los matemáticos una sensación maravillosa: 2, 3, 5, 7, 11, 13,
17, 19, 23…, números sin tiempo que existen en un mundo independiente de
nuestra realidad física. Son un don que la naturaleza ha entregado al matemático.
Su importancia para las matemáticas descansa en el hecho de que tienen la
capacidad de construir todos los demás números. Cualquier otro número entero que
no sea primo puede construirse multiplicando estos números de base primitiva.
Cualquier molécula existente en el mundo físico puede construirse utilizando los
átomos de la tabla periódica de los elementos químicos. La lista de los números
primos es la tabla periódica del matemático. Los números 2, 3 y 5 son el hidrógeno,
el helio y el litio de su laboratorio. Dominar esos elementos básicos ofrece al
matemático la esperanza de poder descubrir nuevos métodos para trazar un
recorrido a través de la desmesurada complejidad del mundo matemático.
Sin embargo, a pesar de su aparente simplicidad y de su carácter fundamental, los
números primos siguen siendo los objetos más misteriosos que estudian los
matemáticos. En una disciplina que se dedica a investigar patrones y orden, los
números primos suponen el supremo reto. Probemos a examinar una lista de
números primos y descubriremos que es imposible prever cuándo aparecerá el
siguiente. La lista parece caótica, y no nos proporciona ninguna pista sobre cómo
determinar el siguiente elemento. La lista de los números primos es el ritmo
cardíaco de las matemáticas, pero sus pulsaciones parecen estimuladas por un
potente cóctel de cafeína:
Los números primos comprendidos entre 1 y 100: el ritmo cardíaco irregular de las
matemáticas.
¿Y si intentamos hallar una fórmula que genere los números primos de esta lista,
una regla mágica que nos diga cuál es el centésimo número primo? Este es un
problema que obsesiona a los matemáticos desde hace muchos siglos. Tras más de
dos mil años de esfuerzos, los números primos se resisten a cualquier intento de
Sin embargo, observemos qué pocos son los números primos comprendidos entre
10.000.000 y 10.000.100:
10.000.019, 10.000.079
Es difícil pensar en una fórmula capaz de generar una secuencia de este tipo. En
efecto, esta serie de números primos recuerda mucho más a una sucesión aleatoria
de números que a una estructura bien ordenada. Así como noventa y nueve
lanzamientos de una moneda son de muy poca utilidad para establecer el resultado
del centésimo lanzamiento, del mismo modo los números primos parecen hacer
inútil cualquier intento de previsión.
Los números primos presentan a los matemáticos una de las contraposiciones más
extrañas que existen en su disciplina. Por un lado, un número o es primo o no lo es.
No es lanzando al aire una moneda como sabremos si un número es divisible por
otro menor. Por otra parte, es imposible negar que la sucesión de los números
primos aparece de manera indudable como una secuencia de números al azar. Es
cierto que los físicos están cada vez más habituados a la idea de que un dado
cuántico puede decidir el futuro del universo y de que cada lanzamiento de ese dado
determina el lugar donde los científicos encontrarán materia. Pero provoca una
cierta incomodidad el hecho de tener que admitir que los números fundamentales,
los números sobre los que se basan las matemáticas, hayan sido elegidos por la
naturaleza lanzando una moneda, decidiendo en cada lanzamiento el destino de un
número. Azar y caos son anatema para un matemático.
Si dejamos de lado su aleatoriedad, los números primos poseen —más que
cualquier otra parte de nuestro acervo matemático— un carácter inmutable,
universal. Los números primos existirían aunque nosotros no hubiéramos
evolucionado lo suficiente como para reconocerlos. Como afirmó el matemático de
Cambridge G. H. Hardy en su famoso libro Apología de un matemático:
«317 es un número primo no porque nosotros pensemos que lo es o
porque nuestra mente esté conformada de un modo o de otro, sino
porque es así, porque la realidad matemática está hecha así».
Es probable que algunos filósofos estén en desacuerdo con esta visión platónica del
mundo —la convicción de que se trata de una realidad absoluta y eterna más allá de
la existencia humana— pero, en mi opinión, es precisamente eso lo que los hace
filósofos y no matemáticos. En Materia de reflexión hay un diálogo fascinante entre
Alain Connes, el matemático al que se citaba en el correo electrónico de Bombieri, y
A los treinta y siete años, antes de que alguien pudiera descubrir cómo lo
conseguían, los gemelos fueron separados por los médicos, convencidos de que su
lenguaje numerológico privado estaba obstaculizando su desarrollo. Si esos médicos
hubieran oído las conversaciones habituales de las salas de profesores en los
electrónica, pero pocos esperarían que el esotérico mundo de los números primos
tenga un impacto directo en sus vidas. En realidad, todavía en los años cuarenta del
pasado siglo, G. H. Hardy opinaba igual: «Tanto un Gauss como otros matemáticos
menos importantes pueden alegrarse con razón del hecho de que, de todos modos,
hay una ciencia [la teoría de los números] cuya propia lejanía de las actividades
humanas ordinarias debería mantenerla amable y pura».
Sin embargo, más recientemente, los acontecimientos han tomado un nuevo cariz
que ha permitido a los números primos conquistar el centro del escenario del
mundo sucio y despiadado del comercio. Los números primos ya no están
encerrados en la ciudadela matemática. En los años setenta tres científicos —Ron
Rivest, Adi Shamir y Leonard Adleman— transformaron la investigación sobre los
números primos de un juego desinteresado que se practicaba en las torres de marfil
del mundo académico en una aplicación comercial seria: explotando un
descubrimiento de Pierre de Fermat en el siglo XVII, los tres idearon un modo de
utilizar los números primos para proteger los números de nuestras tarjetas de
crédito mientras viajan por los centros comerciales electrónicos del mercado global.
Cuando se propuso la idea por primera vez en los años setenta nadie podía ni
remotamente imaginar las dimensiones que alcanzaría el comercio electrónico, pero
hoy ese comercio no podría existir sin el poder de los números primos. Cada vez
que usted compra algo en una página de Internet, su ordenador usa la seguridad
que proporciona la existencia de números primos de cien cifras. El sistema se llama
RSA, a partir de las iniciales de sus tres inventores. Actualmente se han usado ya
más de un millón de números primos para proteger el mundo del comercio
electrónico.
Cualquier actividad comercial en Internet depende de los números primos de cien
cifras para mantener la seguridad de la transacción. Finalmente, la expansión del
comercio en Internet llevará a identificar a cada uno de nosotros mediante un
número primo personal. El hecho de saber cómo una demostración de la hipótesis
de Riemann puede contribuir a conocer la distribución de los números primos en el
universo de los números ha adquirido de pronto un interés comercial.
Lo extraordinario es que, si bien la construcción de ese código de seguridad
depende de los descubrimientos sobre números primos que Fermat realizó hace más
1
Moron en inglés «idiota». (Nota del T., como todas las que siguen).
placer de reenviar un correo electrónico tan singular hizo que, mientras éste se
difundía rápidamente, la fecha del 1 de abril desapareciera del texto. Todo lo
anterior, en combinación con el hecho de que el correo se difundió en países en los
que no se celebra el April Fool’s Day 2 provocó que la burla tuviera un éxito mucho
mayor de lo que su autor podía prever. Finalmente, Bombieri tuvo que confesar que
su mensaje era una broma. Mientras se aproximaba el siglo XXI, los números más
fundamentales de las matemáticas se mantenían en la más profunda oscuridad:
quien reía el último eran los números primos.
¿Cómo es posible que los matemáticos fuesen tan ingenuos como para creer a
Bombieri? Desde luego, no se trata de personas dispuestas a conceder trofeos
fácilmente. Antes de declarar que se ha demostrado un resultado, los matemáticos
exigen severísimas verificaciones, mucho más severas que cualquier otra disciplina.
Wiles lo comprendió cuando apareció la laguna en su primera demostración del
último teorema de Fermat: completar el noventa y nueve por ciento del
rompecabezas no es suficiente; la historia sólo recordará a quien coloque la última
pieza. Y muy a menudo la última pieza permanece oculta durante años.
La búsqueda del manantial secreto de donde brotaban los números primos estaba
en marcha desde hacía más de dos milenios; el aroma de aquel elixir había vuelto a
los matemáticos demasiado vulnerables al engaño de Bombieri. Durante años, la
simple idea de enfrentarse de algún modo a aquel problema tan difícil había
aterrorizado a muchos de ellos; sin embargo, con el fin de siglo ocurrió un hecho
singular: cada vez eran más numerosos los matemáticos dispuestos a hablar de la
posibilidad de abordarlo, y la demostración del último teorema de Fermat alimentó
todavía más la esperanza de resolver los grandes problemas.
Los matemáticos habían disfrutado de la atención que la solución de Wiles al
problema de Fermat había atraído sobre su gremio, y no cabe duda de que esa
sensación contribuyó a su deseo de creer a Bombieri. Un buen día, le propusieron a
Andrew Wiles que posase para un anuncio de pantalones. Ser matemático casi te
hacía sentir sexy. Los matemáticos pasan mucho tiempo en un mundo que los
colma de emoción y de placer y, sin embargo, se trata de un placer que raramente
pueden compartir con el resto del mundo; ahora se presentaba la ocasión de
2
1 de abril, equivalente en los países anglosajones a nuestro 28 de diciembre, festividad de los Santos Inocentes.
levantar un trofeo, de mostrar los tesoros que habían descubierto en sus largos y
solitarios viajes.
La demostración de la hipótesis de Riemann hubiera sido un digno colofón
matemático al siglo XX, un siglo que se había iniciado con el reto de Hilbert a los
matemáticos de todo el mundo para que resolvieran aquel enigma. De los veintitrés
problemas de la lista de Hilbert, la hipótesis de Riemann era el único que alcanzaba
invicto el siglo XXI.
El 24 de mayo de 2000, con motivo del centenario del reto de Hilbert, matemáticos
y periodistas se reunieron en el Collège de France de París para escuchar el anuncio
de una nueva colección de siete problemas con los que se retaba a la comunidad
matemática ante el tercer milenio. Los proponía un pequeño grupo de matemáticos
de fama mundial formado, entre otros, por Andrew Wiles y Alain Connes. Se trataba
de problemas inéditos en todos los casos excepto uno, que ya había formado parte
de la lista de Hilbert: la hipótesis de Riemann. En homenaje a los ideales capitalistas
que caracterizaron el siglo XX, estos retos aumentaban su interés con el añadido de
un premio de un millón de dólares para cada uno: un incentivo seguro para el joven
físico inventado por Bombieri, en caso de que no se conformara con la gloria.
La idea de los Problemas del Milenio se le ocurrió a Landon T. Clay, un hombre de
negocios de Boston que hizo fortuna con la compraventa de fondos de inversión en
un momento en que la bolsa iba viento en popa. A pesar de haber abandonado sus
estudios de matemáticas en Harvard, Clay siente una auténtica pasión por esta
disciplina, y quiere compartirla. Sabe que la fuerza que motiva a los matemáticos no
es el dinero: «Lo que espolea a los matemáticos es el deseo de verdad, la
sensibilidad ante la belleza, el poder y la elegancia de las matemáticas». Pero Clay
no es ingenuo, y como hombre de negocios sabe bien que un millón de dólares
podrían inducir a un nuevo Andrew Wiles a incorporarse a la cacería de soluciones
de los grandes problemas irresueltos. Y así ha sido: la página de Internet del
Instituto Clay de Matemáticas, donde se exponen al público los Problemas del
Milenio, quedó bloqueado por la gran cantidad de visitas que recibió.
Los siete Problemas del Milenio tienen un espíritu distinto de los veintitrés
problemas que Hilbert eligió un siglo antes: Hilbert había señalado el camino para
los matemáticos de su siglo; muchos de sus problemas eran inéditos, y alentaban
premio que ofrecieron Faber & Faber y Bloomsbury por la solución de la conjetura
de Goldbach, en este caso cualquiera puede aspirar a ganar el premio, con
independencia de su edad o nacionalidad, y sin más límite de tiempo para hallar la
solución que el inexorable tic-tac de la inflación.
De todas maneras, la recompensa económica no es el principal motivo que empuja
a los matemáticos a la caza de uno de los Problemas del Milenio, sino más bien la
embriagadora perspectiva de alcanzar la inmortalidad que las matemáticas pueden
conferir. Ciertamente, resolviendo uno de los problemas de Clay ganaría un millón
de dólares, pero eso no es nada en comparación con el hecho de inscribir el propio
nombre en el mapa intelectual de la civilización. La hipótesis de Riemann, el último
teorema de Fermat, la conjetura de Goldbach, el espacio de Hilbert, la función tau
de Ramanujan, el algoritmo de Euclides, el método del círculo de Hardy-Littlewood,
la serie de Fourier, la numeración de Gödel, un cero de Siegel, la fórmula de la traza
de Selberg, la criba de Eratóstenes, los números primos de Mersenne, el producto
de Euler, los enteros de Gauss: todos ellos son descubrimientos que han llevado a la
inmortalidad a los matemáticos que han desenterrado esos tesoros en el curso de
sus exploraciones sobre los números primos. Sus nombres sobrevivirán mucho
después de que nos hayamos olvidado de Esquilo, de Goethe o de Shakespeare.
Como explicaba G. H. Hardy,
«las lenguas mueren, pero las ideas matemáticas no. Inmortalidad
quizá sea una palabra ingenua, pero un matemático tiene más
probabilidades que cualquier otro ser humano de alcanzar lo que
aquella palabra designa».
Los matemáticos que han luchado larga y fatigosamente en esta aventura épica
para comprender que los números primos son algo más que simples nombres
inscritos en el firmamento matemático. El tortuoso camino que ha seguido la
historia de los números primos es el resultado de vidas concretas, de un conjunto
rico y variado de dramatis personae. Figuras históricas de la Revolución francesa y
amigos de Napoleón dan paso a modernos magos y a empresarios de Internet. Las
historias de un contable indio, de un espía francés que se libró de ser ejecutado y
de un judío húngaro fugitivo de la persecución de la Alemania nazi, tienen como
denominador común la obsesión por los números primos. Cada uno de estos
personajes ofrece una perspectiva única en su intento de añadir el propio nombre al
cuadro de honor matemático. Los números primos han unido a los matemáticos a
través de muchas fronteras nacionales: China, Francia, Grecia, América, Noruega,
Australia, Rusia, India y Alemania son sólo algunos de los países que han aportado
miembros prominentes a la tribu nómada de los matemáticos que cada cuatro años
se reúne en un congreso internacional para narrar las historias de sus viajes.
No sólo es el deseo de dejar una impronta en el pasado lo que motiva a los
matemáticos. Igual que ocurrió cuando Hilbert osó posar su mirada sobre lo
desconocido, la demostración de la hipótesis de Riemann supondría el comienzo de
una nueva aventura. Cuando Wiles tomó la palabra en la conferencia de prensa
convocada para anunciar los premios Clay, insistió en subrayar que los problemas
no son la meta final:
Allá afuera hay todo un mundo de matemáticas esperando a que lo
descubran. Piensen, por favor, en los europeos de 1600. Sabían que
al otro lado del Atlántico había un Nuevo Mundo; ¿qué clase de
premio habrían otorgado para contribuir al descubrimiento y al
desarrollo de los Estados Unidos? No un premio a la invención del
aeroplano, no un premio a la invención del ordenador, no un premio
a la fundación de Chicago, no un premio a la construcción de
máquinas capaces de trillar campos de trigo; todas estas cosas han
pasado a formar parte de Estados Unidos, pero en 1600 no podían
ni imaginárselas: no, habrían dado un premio a la solución de
problemas como el de la longitud.
Capítulo 2
Los átomos de la aritmética
Contenido:
1. La búsqueda de modelos
2. La demostración, guía de viaje del matemático
3. Las fábulas de Euclides
4. A la caza de los números primos
5. Euler, el águila matemática
6. La estimación de Gauss
habían perdido, y parecía que no existía ningún modo de prever dónde haría su
siguiente aparición.
Sin embargo, casi un año después de desvanecerse el planeta de Pazzi, un alemán
de veinticuatro años, natural de Brunswick, anunció que sabía dónde debían buscar
los astrónomos el objeto perdido. A falta de previsiones alternativas a su
disposición, los astrónomos dirigieron sus telescopios hacia la región del cielo que
indicaba el jovencito. Como por milagro, Ceres se encontraba precisamente allí. Esa
previsión astronómica sin precedentes no procedía, sin embargo, de la misteriosa
magia de un astrólogo: la trayectoria de Ceres había sido calculada por un
matemático que había identificado un orden allí donde los demás habían visto
simplemente un minúsculo e imprevisible planeta. Carl Friederich Gauss había
tomado los escasísimos datos que se habían registrado sobre la trayectoria del
planeta y había aplicado un nuevo método de cálculo desarrollado recientemente
por él mismo para determinar dónde se encontraría Ceres en cualquier fecha futura.
Gracias al descubrimiento de la trayectoria de Ceres, Gauss se convirtió de
inmediato en una estrella de primera magnitud en la comunidad científica. Su gesta
fue un símbolo del poder de predicción de las matemáticas en un período, la
primera mitad del siglo XIX, en que la ciencia estaba en plena eclosión. Si bien los
astrónomos habían descubierto el planeta por casualidad, un matemático había
puesto en juego la capacidad analítica necesaria para explicar qué ocurriría a
continuación.
A pesar de que el nombre de Gauss todavía era desconocido en la comunidad
astronómica, su joven voz ya había dejado una impronta formidable en el mundo
matemático. Gauss había conseguido trazar la trayectoria de Ceres, pero su
auténtica pasión era la de identificar estructuras regulares en el mundo de los
números. Para él, el universo de los números suponía un reto más importante:
hallar estructura y orden donde los demás sólo veían caos. Con excesiva frecuencia
se usan epítetos como niño prodigio y genio de las matemáticas, pero pocos
matemáticos tendrían nada que objetar al hecho de que tales calificativos se
atribuyan a Gauss. El simple número de ideas nuevas y descubrimientos que
produjo incluso antes de cumplir los veinticinco años parece inexplicable.
sobrepasaban sus propias capacidades de cálculo. Incluso sin tener ni idea del valor
de 799, su calculadora de reloj le decía que ese número dividido entre 12 daría 7
como resto.
Gauss se dio cuenta de que en los relojes de 12 horas no había nada de especial.
Por ello introdujo la idea de una aritmética del reloj —o aritmética modular, como se
llama a veces— basada en relojes con cualquier número de horas. Por ejemplo, si
insertamos el número 11 en una calculadora de reloj de 4 horas, obtendremos 3
como respuesta ya que al dividir 11 entre 4 el resto que se obtiene es 3. Los
estudios de Gauss sobre este nuevo tipo de aritmética revolucionaron las
matemáticas de principios del siglo XIX. Así como el telescopio había permitido a los
astrónomos vislumbrar nuevos mundos, la invención de la calculadora de reloj
ayudó a los matemáticos a descubrir en el universo de los números estructuras que
habían estado ocultas durante generaciones. Todavía hoy la aritmética modular de
Gauss es fundamental para la seguridad en Internet, donde se utilizan relojes con
cuadrantes divididos en más horas que átomos existen en el universo observable.
Gauss, hijo de padres pobres, tuvo la suerte de poder sacar provecho de su talento
matemático. Había nacido en una época en que las matemáticas eran todavía una
actividad privilegiada, financiada por cortesanos y mecenas, o practicada a ratos
libres por aficionados como Pierre de Fermat. El protector de Gauss era Carl Wilhelm
Ferdinand, duque de Brunswick. La familia de Ferdinand siempre había apoyado la
cultura y la economía del ducado. Su padre había sido el fundador del Collegium
Carolinum, una de las universidades técnicas más antiguas de Alemania. Ferdinand,
imbuido del ethos paterno según el cual la instrucción era la base de los éxitos
comerciales de Brunswick, estaba siempre al acecho de talentos dignos de apoyo.
Coincidió por primera vez con Gauss en 1791, y quedó tan impresionado por sus
capacidades que se ofreció a financiar los estudios de aquel joven en el Collegium
Carolinum para que pudiera así desarrollar su indiscutible potencial.
Lleno de gratitud, Gauss dedicó su primer libro al duque en 1801. Aquel libro,
titulado Disquisitiones arithmeticae, recogía muchos de los descubrimientos sobre
las propiedades de los números que Gauss había anotado en sus diarios. Todo el
mundo reconoce que no se trata de un simple compendio de observaciones sobre
los números, sino que supone el anuncio del nacimiento de la teoría de los números
1. La búsqueda de modelos
La aventura de la búsqueda de los números primos por parte de los matemáticos
está perfectamente expresada en uno de los problemas que todos hemos resuelto
en la escuela: dada una sucesión de números, determinar el siguiente elemento.
Veamos, a título de ejemplo, tres de estos problemas:
1, 3, 6, 10, 15,…
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13,…
1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30,…
Muchas preguntas asaltan la mente matemática ante listas así: ¿cuál es la regla que
está detrás de la creación de cada sucesión? ¿Es posible predecir el siguiente
elemento? ¿Se puede determinar una fórmula que nos permita calcular el centésimo
término de la sucesión sin que sea necesario calcular los 99 anteriores?
La primera de las tres sucesiones anteriores está formada por los llamados números
triangulares. El décimo número de la lista es el número de alubias necesarias para
construir un triángulo de diez filas que comience con una fila de una única alubia y
que termine con una fila de diez alubias. Por esta razón, el enésimo número
triangular se obtiene simplemente sumando los primeros N números:
1 + 2 + 3 +… + N.
1/2 × (N + 1) × N
para obtener el centésimo término de la sucesión sin tener que calcular ningún otro
término.
Gauss no había atacado el problema directamente, sino que se había aproximado a
él lateralmente. El mejor modo de descubrir cuántas alubias hay en un triángulo de
100 filas, razonó, era tomar otro triángulo igual, darle la vuelta y ponerlo al lado del
primero. Ahora Gauss tenía un rectángulo de 100 filas, de 100 alubias cada una, y
calcular el número total de alubias de este rectángulo formado por dos triángulos
era muy fácil: el total de alubias es 101 × 100 = 10.100. Por tanto, un único
triángulo contenía la mitad de ese número de alubias, es decir,
Una ilustración del método usado por Gauss para demostrar su fórmula para el
cálculo de los números triangulares.
matemático y supone una de las razones por las que las personas capaces de
razonar como el joven Gauss son buenos matemáticos.
La segunda de las sucesiones que hemos propuesto, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13,…, es la de
los llamados números de Fibonacci. Para construirla basta calcular cada número
sumando los dos inmediatamente anteriores. Por ejemplo, 13 = 5 + 8. Leonardo
Fibonacci, matemático pisano del siglo XIII, dio con ella al estudiar los hábitos
reproductores de los conejos. Fibonacci intentó divulgar los descubrimientos de los
matemáticos árabes en un intento fracasado de sacar las matemáticas europeas de
los oscuros siglos de la Alta Edad Media.
Sin embargo, fueron los conejos los que le confirieron la inmortalidad en el mundo
matemático. Según su modelo de reproducción, cada nueva estación tendremos un
número de parejas de conejos que siguen una pauta regular. Este esquema está
basado en dos reglas: cada pareja madura de conejos producirá una nueva pareja
de conejos por estación, y cada nueva pareja necesitará una estación para llegar a
la madurez sexual.
Pero los números de Fibonacci no sólo gobiernan el mundo de los conejos. Esta
sucesión aparece en la Naturaleza de mil maneras distintas. El número de pétalos
de una flor es siempre un número de Fibonacci, y también el número de espirales
de una piña de abeto. Y el crecimiento de una concha marina a lo largo del tiempo
sigue la progresión de los números de Fibonacci.
¿Existe una fórmula rápida que, como la de Gauss para los números triangulares,
permita determinar el centésimo número de Fibonacci? También en este caso, la
primera impresión es que tendremos que calcular los 99 términos anteriores, ya que
para determinar el centésimo término necesitamos conocer el nonagésimo octavo y
el nonagésimo noveno. ¿Puede ser que exista una fórmula que nos determine este
centésimo término insertando simplemente el número 100? Tal fórmula existe, pero
su determinación es mucho más complicada que la regla que nos permite
determinar esos otros números.
La fórmula para generar los números de Fibonacci se basa en un número especial
llamado número de oro o proporción áurea, un número que empieza por 1,61803…
Igual que π, la proporción áurea es un número cuya expresión decimal no tiene fin,
no manifiesta ninguna regularidad y, sin embargo, encierra las que a lo largo de los
siglos han sido consideradas como las proporciones perfectas. Si examinamos los
lienzos que se exponen en el Louvre o en la Tate Gallery, descubriremos que con
mucha frecuencia el artista ha elegido un rectángulo cuyos lados están en la
proporción de 1 a 1,61803. Además, los experimentos revelan que entre la altura
de una persona y la distancia que separa sus pies del ombligo se conserva esa
misma proporción numérica. La aparición de la proporción áurea en la naturaleza
tiene algo de misterioso. El enésimo número de Fibonacci puede expresarse
mediante una fórmula construida a partir de la enésima potencia de la proporción
áurea.
Dejaremos la tercera sucesión numérica —1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30,…— como un
reto estimulante sobre el cual volveremos más adelante. Sus propiedades
contribuyeron a consolidar la fama de uno de los personajes más fascinantes de las
matemáticas del siglo XX: Srinivasa Ramanujan, que poseía una extraordinaria
habilidad para descubrir nuevas estructuras y fórmulas en zonas de las matemáticas
en las que otros se habían encallado.
En la Naturaleza no sólo se encuentran los números de Fibonacci: el reino animal
también conoce los números primos. Existen dos especies de cigarras llamadas
Magicicada septendecim y Magicicada tredecim que viven a menudo en el mismo
medio. Tienen ciclos de vida de 17 y 13 años respectivamente. Durante todos esos
años se alimentan de la savia de las raíces de los árboles. Luego, en el último año
del ciclo, se metamorfosean de crisálidas en adultos completamente formados y
salen del suelo en masa. Asistimos a un acontecimiento extraordinario cuando, cada
17 años, los ejemplares de Magicicada septendecim se apoderan del bosque en una
sola noche. Entonan su potente canto, se aparean, se alimentan, ponen sus huevos,
y al cabo de seis semanas, mueren. El bosque vuelve al silencio durante otros 17
años. Pero ¿por qué esas dos especies han elegido como duración de su vida un
número primo de años?
Hay diversas explicaciones posibles; como las dos especies han desarrollado ciclos
de vida que duran un número primo de años, es raro que aparezcan el mismo año.
En efecto, ambas especies deberán compartir el bosque solamente una vez cada 13
x 17 = 221 años. Imaginemos lo que sucedería en el caso de elegir ciclos de años
no primos, por ejemplo 18 y 12. En el mismo período de 221 años se habrían
encontrado en sincronía seis veces, exactamente en los años 36, 72, 108, 144, 180
y 216, es decir, en los años compuestos de los números primos que son divisores
de 18 y de 12. Los números primos 13 y 17, por tanto, evitaban a las dos especies
de cigarra una competencia excesiva.
La aparición de un hongo que se presentaba simultáneamente con las cigarras nos
ofrece otra posible explicación. Para las cigarras aquel hongo era letal, y por esa
razón desarrollaron un ciclo de vida que les permitiera evitarlo. Al pasar a un ciclo
de 17 o 13 años, las cigarras se han asegurado de aparecer en el mismo año que el
hongo con mucha menor frecuencia de la que se daría si sus ciclos de vida durasen
un número no primo de años. Para las cigarras, los números primos no eran una
simple curiosidad abstracta, sino la clave de la supervivencia.
Por más que la evolución hubiere descubierto algunos números primos a las
cigarras, los matemáticos necesitaban un método más sistemático para obtenerlos.
Entre todos los enigmas numéricos, la lista de los números primos era el lugar
donde, más que en ningún otro, los matemáticos buscaban una fórmula secreta. Sin
embargo, debemos ser cautos al pensar que en el mundo matemático hay
estructura y orden en todos los rincones. A lo largo de la historia han sido muchos
los que se han perdido en el vano intento de determinar una estructura escondida
en la expresión decimal de π, uno de los números más importantes de las
matemáticas. Precisamente ha sido su importancia la que ha alimentado intentos
desesperados por descubrir mensajes bajo su caótica expresión decimal. Si una vida
alienígena utilizaba los números primos para atraer la atención de Ellie Arroway al
principio de la novela de Carl Sagan Contacto, el mensaje último del libro está
escondido en las profundidades de la sucesión decimal de π, en la que
repentinamente aparece una serie de ceros y de unos definiendo unas pautas que
revelarían «la existencia de una inteligencia anterior al Universo». En la película π,
Darren Aronofsky también juega con este célebre icono cultural.
A modo de advertencia para aquellos que se sientan fascinados ante la idea de
descubrir mensajes escondidos en números como π, los matemáticos han
conseguido demostrar que la mayoría de los números decimales esconden, en
alguna parte de sus expresiones decimales infinitas, cualquier secuencia de
números que deseemos. Por ello, existe una elevada probabilidad de que π
tierra; y quizá las futuras generaciones contemplarán la lista de 109 átomos de los
que consta la tabla periódica de los elementos de Mendeleyev con el mismo
desprecio con que nosotros consideramos el modelo del mundo químico que
elaboraron los griegos. En cambio, todo matemático empieza su formación
aprendiendo lo que los antiguos griegos demostraron sobre los números primos.
Los miembros de otros departamentos universitarios envidian la certeza que la
demostración da al matemático al menos tanto como se burlan de ella. La
estabilidad que crea la demostración matemática conduce a la auténtica
inmortalidad citada por Hardy; a menudo es ésa la razón por la cual personas que
están rodeadas de un mundo de inseguridades se sienten atraídas por esta
disciplina. En muchos casos el mundo matemático ha ofrecido refugio a jóvenes
mentes deseosas de evadirse de un mundo real que no conseguían afrontar.
Nuestra fe en la indestructibilidad de una demostración se refleja en las reglas que
gobiernan la asignación de los premios para quien resuelva los Problemas del
Milenio de Clay: el premio monetario se ingresa al cabo de dos años de la
publicación de la demostración, y una vez que ésta ha recibido la aceptación general
de la comunidad matemática. Naturalmente, ello no garantiza completamente que
la demostración esté libre de errores, pero reconoce un hecho que todos
aceptamos: es posible determinar la existencia de errores en una demostración sin
tener que esperar durante años a que aparezcan nuevas pruebas. Si hay un error
deberá estar ahí, en la página que tenemos delante.
¿Son arrogantes los matemáticos por opinar que tienen acceso a demostraciones
absolutas? ¿Puede sostenerse que la demostración de que cualquier número puede
expresarse como producto de números primos tiene la misma probabilidad de ser
refutada que la física newtoniana o la teoría de la indivisibilidad del átomo? La
mayoría de los matemáticos creen que las investigaciones futuras nunca supondrán
la destrucción de los axiomas relativos a los números, que se consideran verdades
incontestables. Según ellos, si se aplican correctamente las leyes de la lógica para
edificar sobre aquellas bases, se producirán demostraciones de los asertos sobre
números que nunca serán invalidadas por nuevas intuiciones. Es posible que se
trate de una idea ingenua desde el punto de vista filosófico, pero ciertamente se
trata del principio fundamental de la secta de los matemáticos.
Graham Greene colocó junto a los diarios de Henry James como los mejores
ejemplos de lo que significa ser un artista creativo.
Por más que los números primos, junto con otros elementos de las matemáticas,
sobrepasen las barreras culturales, mucha matemática es creativa y producto de la
psique humana. Ocurre a menudo que las demostraciones, las historias que cuentan
los matemáticos sobre su disciplina, pueden ser narradas de diversas maneras:
probablemente la demostración de Wiles del último teorema de Fermat resultará a
oídos extraños tan misteriosa como el ciclo del Anillo de Wagner. Las matemáticas
son un arte creativo sujeto a reglas rígidas, como escribir poesía o tocar blues: los
matemáticos están limitados por los pasos lógicos que tienen que seguir para dar
forma a sus demostraciones; pero a pesar de todo, en el interior de esas rígidas
reglas aún existe una gran libertad. De hecho, la belleza de crear obedeciendo a un
sistema de reglas está en que nos vemos empujados hacia nuevas direcciones y
hallamos cosas que nunca esperaríamos descubrir si no nos hubiéramos dejado
llevar. Los números primos son como las notas de una escala musical, y cada
cultura ha elegido tocar esas notas de una determinada manera, revelando más de
lo que era de esperar sobre influencias sociales e históricas. La historia de los
números primos es un espejo social como lo es el descubrimiento de verdades
eternas. El floreciente amor por las máquinas en los siglos XVII y XVIII se reflejó en
un enfoque muy práctico, experimental, del estudio de los números primos; en
contraste, la Europa de las revoluciones produjo una atmósfera que favoreció la
aplicación de ideas abstractas, nuevas y audaces, en su análisis. La elección sobre
cómo narrar el viaje es específica de cada cultura particular.
verdad simple, pero fundamental, sobre los números primos: que hay infinitos.
Parte del supuesto de que cualquier número puede construirse multiplicando entre
sí números primos. Sobre esto edifica la demostración. Si los números primos son
los elementos básicos de todos los demás números, se pregunta: ¿es posible que
sólo exista un número finito de tales elementos básicos? La tabla periódica de los
elementos químicos fue obra de Mendeleiev, y en su forma actual clasifica 109
átomos distintos con los que se puede construir toda la materia. ¿No podría suceder
lo mismo con los números primos? ¿Y si un Mendeleiev de las matemáticas hubiera
presentado a Euclides una lista de 109 números primos y lo hubiera retado a
demostrar que faltaba alguno en la lista?
¿Por qué, por ejemplo, no es posible construir todos los números simplemente
multiplicando diversas combinaciones de los números primos 2, 3, 5 y 7? Euclides
reflexionó sobre cómo se podrían buscar números que no fueran producto de esos
cuatro primos. «Bueno, es fácil», podríamos decir. «Basta con tomar el siguiente
primo, que es 11»; ciertamente no se puede obtener 11 utilizando 2, 3, 5 y 7. Pero
antes o después esa estrategia está condenada al fracaso ya que, todavía hoy, no
tenemos una idea nítida sobre cómo establecer con certeza dónde se encontrará el
siguiente número primo. Y precisamente por esa impredecibilidad fue por lo que
Euclides tuvo que intentar un camino distinto en su búsqueda de un método que
funcionase con independencia de lo larga que fuera la lista de los primos.
No tenemos forma de saber si la idea fue realmente de Euclides o si él se limitó a
poner por escrito las ideas que otros habían tenido en Alejandría. En cualquier caso,
Euclides consiguió mostrar cómo podía construirse un número imposible de calcular
utilizando cualquier lista de números primos dada. Tomemos, por ejemplo, los
primos 2, 3, 5 y 7; Euclides calculó su producto, con lo que obtuvo 2 × 3 × 5 × 7 =
210 y a continuación —y aquí está el golpe genial— sumó 1 al producto para
obtener 211, que no era divisible por ninguno de los primos de la lista, es decir, 2,
3, 5 y 7. Al añadir 1 al producto garantizaba que la división entre un número primo
de la lista daría siempre 1 de resto.
Ahora bien, dado que Euclides sabía que todos los números se construyen
multiplicando números primos entre sí, esto también tenía que ser cierto para 211.
Y como 211 no es divisible por 2, 3, 5 ni 7, tenía que haber forzosamente otros
números primos tales que al multiplicarlos entre sí dieran 211 como resultado. En
este ejemplo en particular, 211 es en sí mismo un número primo. Euclides no
afirmaba que el número así obtenido sería siempre primo, sino que tenía que estar
formado por un producto de números primos que no estaban en la lista
proporcionada por nuestro Mendeleiev de las matemáticas.
Por ejemplo, supongamos que alguien afirme que todos los números se pueden
construir utilizando la lista finita de números primos 2, 3, 5, 7, 11 y 13. En este
caso, el número que se obtiene con el método pensado por Euclides es 2 × 3 × 5 ×
7 × 11 × 13 + 1 = 30.031, que no es primo. Todo lo que Euclides afirmaba es que,
dada una lista finita cualquiera de números primos, él siempre podía construir un
número que fuese el producto de números primos no comprendidos en esa lista. En
el caso particular de 30.031, los números primos necesarios para construirlo son 59
y 509. Sin embargo, en general Euclides no tenía manera de conocer el valor exacto
de esos nuevos números primos: sólo sabía que tenían que existir.
Era una argumentación maravillosa: Euclides no sabía cómo producir explícitamente
números primos, pero podía demostrar que los primos no se terminarían jamás. Un
hecho sorprendente es que todavía hoy no sabemos si los números de Euclides
contienen infinitos números primos, pero en cambio son suficientes para demostrar
que tienen que existir infinitos números primos. Con la demostración de Euclides se
desvanecía la posibilidad de construir una tabla periódica que comprendiera todos
los números primos o de descubrir un genoma de los números primos capaz de
codificarlos por millones. Si nos limitamos a coleccionar ejemplares no llegaremos
jamás a comprender estos números. He ahí, pues, el reto final: el matemático,
dotado de armamento limitado, se lanza sobre la extensión infinita de los números
primos. ¿Cómo podremos algún día conseguir trazar un recorrido a través de este
caos infinito de números y determinar una estructura que nos permita prever su
comportamiento?
Cambridge, «cualquier bobo puede plantear preguntas sobre los números primos a
las cuales el más inteligente de los hombres no puede responder». Con la conjetura
de los primos gemelos, por ejemplo, se nos pregunta si existen infinitos números
primos p tales que p + 2 sea también un número primo. Un par de números primos
gemelos está formado por 1.000.037 y 1.000.039 (observemos que esa es la
mínima distancia entre dos números primos, ya que N y N + 1 no pueden ser
ambos primos —excepto en el caso N = 2— ya que al menos uno de ellos es
divisible por 2), ¿es posible que los hermanos gemelos de Sacks, los sabios autistas,
poseyeran una especial capacidad para determinar esos primos gemelos? Euclides
demostró hace dos mil años que hay infinitos números primos, pero nadie sabe si
existe un número más allá del cual no hay más de esas parejas de primos vecinos.
Pero si las suposiciones son una cosa, el objetivo final sigue siendo la demostración.
Con diferentes grados de éxito, los matemáticos buscaron inventar fórmulas que,
aunque no generaran todos los números primos, al menos produjeran una lista de
primos. Fermat creyó haber hallado una: su hipótesis era que elevando 2 a la
potencia 2N y sumándole 1, el número resultante sería un número primo; este
número recibe el nombre de enésimo número de Fermat. Por ejemplo, si tomamos
N = 2 y lo elevamos a la potencia 22 = 4, obtenemos 16 y, al añadirle 1, obtenemos
17, que es el segundo número primo de Fermat. Fermat creía que su fórmula
siempre le proporcionaría un número primo, pero ésta resultó una de las pocas
ocasiones en que se equivocó. Los números de Fermat se hacen enormes muy
rápidamente: el quinto número de Fermat tiene ya diez cifras, y estaba fuera del
alcance de sus cálculos. Se trata además del menor número de Fermat que no es
primo, ya que es divisible entre 641.
Los números de Fermat eran muy estimados por Gauss. El hecho de que 17 sea uno
de los primeros números de Fermat es la clave gracias a la cual Gauss consiguió
construir su figura geométrica perfecta de 17 lados. En su gran tratado
Disquisitiones arithmeticae, Gauss demuestra por qué, si el enésimo número de
Fermat es un número primo, se puede realizar una construcción geométrica de N
lados utilizando sólo la regla y el compás. El cuarto número de Fermat, 65.537, es
primo, y ello significa que con estos instrumentos realmente elementales es posible
construir una figura geométrica perfecta con 65.537 lados.
Hasta la fecha los números de Fermat apenas nos han dado más de cuatro números
primos, pero Fermat tuvo mayor éxito en determinar algunas de las propiedades
muy especiales que poseen. Descubrió un hecho curioso relativo a los números
primos que, como 5, 13, 17 o 29, al dividirlos entre 4 dan 1 de resto: tales números
se pueden escribir como la suma de dos cuadrados, por ejemplo: 29 = 2 2 + 52. Esta
es otra de las bromas de Fermat: aunque afirmó poseer la demostración, le faltó
poner por escrito la mayoría de sus pormenores.
El día de Navidad de 1640 Fermat escribió sobre su descubrimiento —que ciertos
números primos podían expresarse como suma de dos cuadrados— en una carta
que envió a un monje francés llamado Marín Mersenne. Los intereses de Mersenne
no se limitaban a las cuestiones litúrgicas, amaba la música y fue el primero en
elaborar una teoría de los armónicos coherente. También amaba los números.
Mersenne y Fermat mantenían correspondencia regular sobre sus descubrimientos
matemáticos: Mersenne se hizo famoso por su papel de intermediario en la
comunidad científica internacional: los matemáticos de la época difundieron sus
ideas a través de él.
Tal como ha sucedido a generaciones enteras de matemáticos, también Mersenne
fue poseído por la obsesión de descubrir un orden en los números primos. Y, a
pesar de no conseguir una fórmula que produjera todos los primos, ideó una que a
la larga se ha demostrado mucho más eficaz para descubrir números primos que la
fórmula de Fermat. También él, como Fermat, empezó por considerar las potencias
de 2. Pero en lugar de sumar 1 al resultado, como había hecho Fermat, Mersenne
decidió restar 1, por ejemplo: 23 − 1 = 8 − 1 = 7, que es un número primo. Es
posible que Mersenne se apoyara en su intuición musical: doblando la frecuencia de
una nota se la aumenta una octava y, por tanto, las potencias de 2 producen notas
armónicas; por otra parte, es natural esperar que un desplazamiento de frecuencias
de 1 dé lugar a una nota disonante, incompatible con todas las frecuencias
anteriores, una «nota prima».
Mersenne descubrió enseguida que su fórmula no siempre daba un número primo,
por ejemplo: 24 − 1 = 15. Entendió que si n no era primo, entonces tampoco lo era
2n − 1, pero afirmó con osadía que, para valores de n no superiores a 257, 2n − 1
sería primo si y sólo si n era uno de los siguientes números: 2, 3, 5, 7, 13, 19, 31,
67, 127, 257. Había descubierto un hecho engorroso: aunque n fuera un número
primo, ello no garantizaba que lo fuera 2n − 1. Mersenne podía calcular a mano 211
− 1 obteniendo 2.047, que es 23 × 89. Generaciones de matemáticos se han
quedado estupefactas ante la capacidad de Mersenne de afirmar que un número
grande como 2257 − 1 era primo. Se trata de un número de setenta y siete cifras.
¿Podría ser que el monje hubiera accedido a una fórmula mística aritmética que le
dijera por qué aquel número, absolutamente fuera de las capacidades humanas, era
primo?
Los matemáticos opinan que si continuáramos con la lista de Mersenne, hallaríamos
infinitos valores de n tales que sus correspondientes números de Mersenne 2 n − 1
serían primos, pero todavía falta una demostración de la veracidad de tal
suposición. Todavía estamos a la espera de un Euclides de nuestros días que
demuestre que los primos de Mersenne no se terminarán nunca. O quizás esa
cumbre remota es sólo un espejismo.
Muchos matemáticos de la generación de Fermat y Mersenne se recrearon en las
interesantes propiedades numerológicas de los números primos, pero sus métodos
no estaban a la altura del ideal de demostración de los antiguos griegos. Ello explica
en parte por qué Fermat no proporcionó los detalles de muchas demostraciones que
decía haber descubierto: en su época había una manifiesta falta de interés en
proporcionar tales explicaciones lógicas. Los matemáticos quedaban satisfechos
plenamente con una aproximación más empírica a su disciplina, una disciplina en la
que, de manera cada vez más mecánica, los resultados se justificaban a partir de
sus aplicaciones prácticas. Sin embargo, en el siglo XVIII apareció en escena un
personaje que habría de recuperar el sentido de la demostración en matemáticas: el
matemático suizo Leonard Euler, nacido en 1707, encontró explicación a muchas de
las regularidades que Fermat y Mersenne habían descubierto pero no habían
conseguido justificar. Los métodos de Euler habrían de tener más adelante un papel
fundamental en la apertura de nuevas ventanas teóricas a nuestra comprensión de
los números primos.
Los años centrales del siglo XVIII fueron un período de mecenazgo cortesano. Se
trata de la Europa pre revolucionaria, cuando los países estaban regidos por
déspotas ilustrados: Federico el Grande en Berlín, Pedro el Grande y Catalina la
Grande en San Petersburgo, Luis XV y Luis XVI en París. Bajo su mecenazgo se
financiaron las academias que dieron impulso intelectual a la Ilustración. Para
aquellos soberanos, el rodearse de intelectuales en sus cortes era un signo de
distinción y eran conscientes de la potencialidad de las ciencias y de las
matemáticas para aumentar las capacidades militares e industriales de los países
que regían.
El padre de Euler era pastor, y esperaba que su hijo lo siguiese en su carrera
eclesiástica; sin embargo, los precoces talentos matemáticos de Euler habían
reclamado la atención de los poderosos: bien pronto las academias de toda Europa
empezaron a hacerle ofertas. Estuvo tentado de inscribirse en la Academia de París,
que en aquella época se había convertido en el centro mundial de la actividad
matemática, pero eligió aceptar la oferta que recibió en 1726 de la Academia de
Ciencias de San Petersburgo, piedra angular de la campaña que Pedro el Grande
promovió para la mejora de la instrucción en Rusia. Allí, Euler se reencontraría con
distintos amigos de Basilea que habían estimulado su interés por las matemáticas
cuando era niño. Le escribieron desde San Petersburgo pidiéndole que trajera de
Suiza quince libras de café, una libra del mejor té verde, seis botellas de brandy,
doce docenas de pipas de buen tabaco y algunas docenas de paquetes de naipes.
Cargado de regalos, el joven Euler necesitó siete semanas para completar su largo
viaje en barco, a pie y en diligencia; finalmente, llegó a San Petersburgo en mayo
de 1727 para continuar sus sueños matemáticos. La producción posterior de Euler
fue tan vasta que, cincuenta años después de su muerte, acaecida en 1783, la
Academia de San Petersburgo estaba todavía publicando los materiales que se
guardaban en sus archivos.
El papel del matemático cortesano queda reflejado a la perfección en una anécdota
que habría tenido lugar mientras Euler se encontraba en San Petersburgo: Catalina
la Grande tenía como huésped al famoso filósofo ateo francés Denis Diderot;
Diderot tuvo siempre una actitud más bien despreciativa hacia las matemáticas,
manteniendo que éstas no añadían nada a la experiencia y que únicamente servían
para interponer un velo entre los hombres y la naturaleza; Catalina se cansó pronto
de su huésped, pero no por sus ideas denigratorias hacia las matemáticas sino por
sus irritantes intentos de hacer tambalear la fe religiosa de los cortesanos. Euler fue
llamado a la corte para que contribuyera a silenciar a aquel ateo insoportable; por
gratitud al mecenazgo de Catalina, Euler aceptó rápidamente y, ante la corte
reunida, se dirigió a Diderot en tono solemne: «Señor, (a + bn)/n = x; por tanto,
Dios existe: responda». Se dice que, ante un asalto matemático tan impetuoso,
Diderot se batió en retirada.
Es probable que esta anécdota, que fue narrada por el famoso matemático inglés
Augustus De Morgan en 1872, haya sido adornada para hacerla más ocurrente, y
refleja sobre todo el hecho de que muchísimos matemáticos gozan humillando a los
filósofos; pero demuestra que las cortes reales europeas no se consideraban
completas sin un ramillete de matemáticos junto a los astrónomos, los artistas y los
compositores.
Catalina la Grande estaba menos interesada en las demostraciones matemáticas de
la existencia de Dios que en la obra de Euler en el campo de la hidráulica, de las
construcciones navales y de la balística. Los intereses del matemático suizo se
dirigían a todos los rincones de las matemáticas de su tiempo: además de dedicarse
a las matemáticas militares, Euler escribió sobre teoría de la música, aunque se da
la paradoja de que su tratado fue considerado demasiado matemático por los
músicos y demasiado musical por los matemáticos.
Uno de sus triunfos más populares fue la solución del problema de los puentes de
Königsberg. El río Pregel, hoy conocido con el nombre de Pregolya, cruza la ciudad
prusiana de Königsberg (hoy se encuentra en Rusia, y se llama Kaliningrado).
Como, al dividirse, el río crea dos islas en el centro de la ciudad, los habitantes de
Königsberg habían construido siete puentes para cruzarlo (véase figura).
Para sus ciudadanos se había convertido en un reto saber si era posible pasear por
la ciudad cruzando por cada puente una y sólo una vez y volver al punto de partida.
Finalmente, en 1735, Euler demostró que se trataba de una empresa imposible. A
menudo se cita su demostración como el origen de la topología, en la que las
dimensiones físicas reales son irrelevantes para el problema: lo que contaba para la
solución de Euler era la red de conexiones entre las diversas partes de la ciudad, y
no sus localizaciones reales ni las distancias respectivas. El mapa del metro de
Londres nos muestra un ejemplo de este principio.
Pero lo que cautivaba por encima de todo el corazón de Euler eran los números.
Como escribiría Gauss:
Las particulares bellezas de estos campos han atraído a todos los
que se han dedicado activamente a su cultivo; pero ninguno ha
expresado este hecho tan a menudo como Euler quien, en casi todos
sus numerosos escritos dedicados a la teoría de los números, cita
continuamente el placer que obtiene de esas investigaciones, y el
grato cambio que haya respecto a las labores más directamente
ligadas a aplicaciones prácticas.
La pasión de Euler por la teoría de los números había sido estimulada por su
correspondencia con Christian Goldbach, un matemático aficionado alemán que
vivía en Moscú con el empleo no oficial de secretario de la Academia de Ciencias de
San Petersburgo. Igual que el matemático aficionado Mersenne antes que él,
Goldbach encontraba fascinante jugar con los números y ejecutar experimentos
numéricos. Fue a Euler a quien Goldbach comunicó su propia conjetura: según él,
era posible escribir cualquier número par como producto de dos números primos.
Como respuesta, Euler escribiría a Goldbach para pedirle que verificara muchas de
las demostraciones que él había formulado con el objeto de validar el misterioso
catálogo de los descubrimientos de Fermat. En contraste con la reticencia de Fermat
para informar al mundo de sus presuntas demostraciones, Euler estuvo encantado
de mostrar a Goldbach su demostración del hecho de que ciertos números primos
se pueden expresar como la suma de dos cuadrados, como había afirmado Fermat.
Euler consiguió incluso demostrar un caso particular del último teorema de Fermat.
A pesar de su pasión por las demostraciones, en lo más profundo Euler seguía
siendo, por encima de todo, un matemático experimental: muchas de sus
argumentaciones contenían pasos que no eran totalmente rigurosos; que andaban,
a fin de cuentas, sobre el filo de la navaja. Ello no le preocupaba, a condición de
que condujeran a nuevos descubrimientos interesantes. Como matemático, poseía
excepcionales capacidades de cálculo y era extraordinariamente hábil manipulando
fórmulas hasta conseguir que aparecieran extrañas conexiones. Como hizo notar el
académico francés François Arago: «Euler calculaba sin esfuerzo aparente, como los
hombres respiran o las águilas se sostienen en el viento».
Más que cualquier otra cosa, a Euler le gustaba calcular números primos.
Confeccionó tablas de todos los primos menores de 100.000, y de algunos mayores.
En 1732 fue también el primero en demostrar que la fórmula de Fermat para
calcular números primos, 22N, dejaba de ser válida cuando N = 5. Empleando
nuevas ideas teóricas consiguió mostrar que es posible descomponer aquel número
de diez cifras como producto de dos primos menores. Uno de sus descubrimientos
más curiosos fue una fórmula que parecía generar una inexplicable cantidad de
números primos. En 1772 calculó todos los resultados que se obtienen cuando se
sustituyen todos los números comprendidos entre 0 y 39 en la fórmula
x2 − 1 − x + 41
41 43 47 53 61 71
83 97 113 131 151 173
197 223 251 281 313 347
383 421 461 503 547 593
641 691 743 797 853 911
971 1.033 1.097 1.163 1.231 1.301
1.373 1.447 1.523 1.601.
A Euler le pareció extraño que fuera posible generar tantos números primos
utilizando aquella fórmula. Comprendió que el proceso estaba destinado a
interrumpirse en un cierto punto. Es probable que el lector ya haya notado que,
cuando se sustituye x por 41 en la fórmula, obtenemos un resultado que es divisible
entre 41. También cuando x = 40 la fórmula produce un número que no es primo.
De todas formas, Euler se sorprendió de la capacidad de su fórmula para generar
tantos números primos. Empezó a preguntarse con qué números distintos de 41
podría obtener un resultado similar. Descubrió que, además de 41, podía elegir
también q = 2, 3, 5, 11, 17 para que la fórmula
x2 + x + q
los objetos fundamentales sobre los que construimos el mundo lleno de orden de las
matemáticas se comporten de un modo tan salvaje e impredecible.
Más adelante se descubrió que Euler estaba prácticamente sentado sobre una
ecuación que terminaría por sacar a los números primos del punto muerto. Pero
tendrían que pasar otros cien años, y se necesitaría otra gran mente para hacer
evidente lo que Euler no consiguió mostrar: esa mente era la de Bernhard Riemann.
Sin embargo, fue Gauss quien en uno de sus clásicos movimientos laterales,
terminó por sugerir a Riemann la nueva perspectiva.
6. La estimación de Gauss
Si muchos siglos de investigaciones no habían servido para alumbrar una fórmula
mágica que generara la lista de los números primos, quizá había llegado ya el
momento de adoptar una estrategia distinta. Esto es lo que pensaba Gauss a los
quince años, en 1792. El año anterior le habían regalado un libro de logaritmos.
Hasta hace pocas décadas, las tablas de logaritmos les resultaban familiares a todos
los adolescentes que efectuaban cálculos escolares. Después, con la aparición de las
calculadoras de bolsillo, estas tablas han perdido su papel como instrumentos
fundamentales en la vida cotidiana, sin embargo, desde hace centenares de años
los navegantes, banqueros y mercaderes venían utilizándolas para convertir difíciles
multiplicaciones en simples sumas. Al final del nuevo libro de Gauss había también
una tabla de números primos. Para Gauss, el hecho de que los números primos y
los logaritmos aparecieran juntos tenía algo de misterioso. De hecho, tras muchos
cálculos, había llegado a tener la sensación de que había alguna conexión entre
estos dos objetos aparentemente independientes.
La primera tabla de logaritmos se concibió en 1614, en una época en que magia y
ciencia eran compañeras inseparables. Su creador, el barón escocés John Napier,
era considerado por sus vecinos como un brujo que practicaba las ciencias ocultas.
Vestido de negro, con un gallo negro como el carbón sobre el hombro, rondaba con
aires furtivos por los alrededores de su castillo farfullando lo que predecía su
álgebra apocalíptica: que entre 1688 y 1700 tendría lugar el Juicio Universal. Pero
además de aplicar sus habilidades matemáticas a la práctica del ocultismo, Napier
descubrió la magia de la función logarítmica.
10 4 2,5
100 25 4,0
1.000 168 6,0
10.000 1.229 8,1
100.000 9.592 10,4
1.000.000 78.498 12,7
10.000.000 664.579 15,0
100.000.000 5.761.455 17,4
Esta tabla, que contiene mucha más información de la que tenía Gauss a su
disposición, nos muestra claramente la regularidad que descubrió. Esta se
manifiesta sobre todo en la última columna, que representa la proporción de
números primos sobre la totalidad de los números considerados. Por ejemplo,
cuando se cuenta hasta 100, uno de cada cuatro números es primo, es decir, en
este intervalo deberemos contar 4, en promedio, para pasar de un número primo al
siguiente. Entre los números menores a 10 millones, 1 de cada 15 es primo. (Es
decir, por ejemplo, que hay una probabilidad sobre 15 de que un número telefónico
de siete cifras sea primo). Para N mayor que 10.000, el incremento de valores de
esta última columna es siempre aproximadamente igual a 2,3.
O sea que, cada vez que Gauss multiplicaba N por 10, tenía que añadir 2,3 a la
relación entre los números primos y N; este nexo entre multiplicación y suma es
precisamente la relación subyacente en un logaritmo. Gauss, con su libro de
logaritmos, debió tropezar con esta conexión que lo miraba directamente a la cara.
La razón por la que las fracciones de números primos aumentaban en 2,3 en lugar
de hacerlo en 1 cada vez que Gauss multiplicaba N por 10 está en el hecho de que
los números primos prefieren los logaritmos basados en potencias de un número
distinto de 10. Cuando tecleamos el número 100 en nuestra calculadora y pulsamos
a continuación la tecla «log», el resultado que obtenemos es 2, es decir, la solución
de la ecuación. Pero nada nos impide elegir un número distinto de 10 para elevarlo
a la potencia x: lo que hace al número 10 tan atrayente es nuestra obsesión por los
diez dedos. El número que se eleva a la potencia x recibe el nombre de base del
logaritmo. Podemos calcular el logaritmo de un número en una base distinta de 10;
si, por ejemplo, queremos calcular el logaritmo de 128 en base 2 en lugar de la
base 10, tendremos que resolver un problema distinto: hallar un número x tal que
2x = 128. Si nuestra calculadora tuviera una tecla «log en base 2», la pulsaríamos y
obtendríamos 7 como respuesta, ya que tenemos que elevar 2 a la séptima potencia
para obtener 128: 27 = 128.
Lo que Gauss descubrió es que para contar los números primos se pueden usar los
logaritmos en base e, un número especial que, hasta la duodécima cifra decimal,
vale 2,718 281 828 459… (Igual que π, este número tiene una expresión decimal
infinita y no periódica). En matemáticas e resulta ser tan importante como π, y hace
su aparición en cualquier rincón del mundo matemático. Por esta razón, los
logaritmos en base e reciben el nombre de logaritmos «naturales».
La tabla que Gauss había construido a los quince años lo llevó a formular la
siguiente hipótesis: para los números comprendidos entre 1 y N, cada log(N)
números se dará en promedio uno que será primo (donde log(N) indica el logaritmo
de N en base e). En consecuencia, podía estimar que la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N es aproximadamente N/log(N). Gauss no afirmaba que
ello le diera por arte de magia una fórmula exacta para calcular cuántos números
primos hay entre 1 y N; sólo que parecía proporcionar una óptima estimación
aproximada.
Su filosofía era similar a la que había aplicado para calcular el reencuentro con
Ceres: aquel método astronómico proporcionaba una buena previsión para la
observación de una pequeña región del espacio, sobre la base de los datos
disponibles, de modo que Gauss adoptó la misma actitud al analizar los números
primos. Para generaciones de matemáticos, el hecho de intentar prever la posición
exacta de un número primo respecto del anterior e idear fórmulas que generen
números primos se había convertido en una obsesión. Al evitar fijar su atención en
el detalle insignificante de establecer qué números eran o no primos, Gauss había
identificado una especie de orden. Si en lugar de preguntarnos qué números son
primos, damos un paso atrás y nos planteamos la cuestión más amplia de cuántos
números primos hay menores que un millón aparece una notable regularidad.
Gauss había introducido una importante modificación psicológica en la observación
de los números primos. Era como si las generaciones anteriores hubieran escuchado
una nota de la música de los números primos cada vez, sin conseguir oír la
composición completa. Al concentrarse en la cantidad de números primos que se
localizan cada vez que contamos cifras más altas, Gauss descubrió una nueva forma
de escuchar el tema principal.
+ 28. Sin embargo otras de sus notas permanecen en un absoluto misterio: nadie
ha conseguido entender lo que se esconde tras el escrito de Gauss del 11 de
octubre de 1796: «Vicimus GEGAN». En opinión de algunos, la falta de difusión de
los descubrimientos de Gauss ha provocado un retraso de medio siglo en el
desarrollo de las matemáticas: si Gauss se hubiera preocupado de explicar la mitad
de lo que había descubierto y no hubiera sido tan críptico en sus explicaciones,
quizá las matemáticas habrían avanzado más rápidamente.
Algunos mantienen que Gauss se reservó sus resultados porque la Academia de
París había rechazado su gran tratado de la teoría de los números: las Disquisitiones
arithmeticae, juzgándolo oscuro y denso. Ofendido por el rechazo, para protegerse
de más humillaciones decidió no considerar siquiera la posibilidad de publicar algo
antes de que todas las piezas del rompecabezas matemático encajaran a la
perfección. Una de las causas de que las Disquisitiones arithmeticae no recibieran el
aplauso inmediato es que Gauss se mantuvo críptico incluso en las obras a las que
dio publicidad. Sostuvo siempre que las matemáticas eran como una obra
arquitectónica: un arquitecto jamás dejará los andamios para que la gente vea
cómo se construyó el edificio. Desde luego, esta filosofía no ayudó a los
matemáticos en su comprensión de la obra de Gauss.
Pero había otras razones por las que París no fuese tan receptiva como podía
esperarse con las ideas de Gauss. A finales del siglo XVIII, en París más que en
cualquier otro sitio, las matemáticas estaban consagradas a satisfacer las demandas
de un Estado cada vez más industrializado. La revolución de 1789 y sus
consecuencias confirmaron a Napoleón la necesidad de una enseñanza centralizada
de la ingeniería militar. Respondió a tal necesidad con la militarización de la École
Polytechnique. «El progreso y el perfeccionamiento de las matemáticas están
íntimamente vinculados con la prosperidad del Estado», declaró Napoleón. De esta
forma, las matemáticas francesas quedaron, a partir de 1805, consagradas a la
resolución de problemas de balística e hidráulica. Pero a pesar del énfasis que ponía
en las necesidades prácticas del Estado, París ensalzaba aún a algunos de los
matemáticos puros más eminentes de Europa.
Una de las mayores autoridades parisienses era Adrien-Marie Legendre, veinticinco
años mayor que Gauss. Los retratos de Legendre nos muestran el rostro redondo y
Esta gráfica revela que, aunque ciertamente Gauss había descubierto algo, todavía
quedaba espacio para la mejora.
Legendre sustituyó la aproximación dada de N/log(N) por la fórmula:
introduciendo así una pequeña corrección que conseguía elevar la curva de Gauss,
acercándola a la de la distribución real de los números primos. Con los valores de
estas funciones susceptibles de ser calculados en aquella época, era imposible
distinguir la gráfica de π(N) de la correspondiente a la estimación de Legendre.
Éste, centrado en su preocupación principal de hallar aplicaciones prácticas de las
matemáticas, era mucho menos reacio a arriesgarse y a aventurar alguna hipótesis
sobre la relación entre números primos y logaritmos. No era persona que temiera
poner en circulación ideas no demostradas, incluso demostraciones con lagunas. En
1808 publicó su hipótesis sobre los números primos en un libro titulado Théorie des
nombres.
La controversia sobre quién había sido el primero en descubrir la conexión entre los
números primos y los logaritmos provocó una agria disputa entre Legendre y Gauss.
No se limitaba a la cuestión de los números primos: Legendre afirmaba que también
había sido él el primero en descubrir el método de Gauss para determinar el
movimiento de Ceres. Ocurría con gran frecuencia que, si Legendre afirmaba haber
descubierto una nueva verdad matemática, Gauss lo rebatía afirmando que ya había
saqueado tal tesoro. En una carta escrita el 30 de julio de 1806 a una colega
astrónomo llamado Schumacher, Gauss comentaba: «Parece como si yo estuviese
destinado a coincidir con Legendre en casi todos mis trabajos teóricos».
Durante toda su vida, Gauss fue demasiado orgulloso como para meterse en
guerras abiertas sobre la precedencia de sus descubrimientos. Cuando, tras su
muerte, se estudiaron sus notas y su correspondencia, quedó claro que la razón
estaba invariablemente de su parte. Sólo en 1849 el mundo supo que Gauss había
ganado a Legendre en el descubrimiento de la relación entre números primos y
logaritmos, un descubrimiento que él reveló a su colega, el matemático y
astrónomo Johann Encke, en una carta escrita la Nochebuena de aquel año.
Teniendo en cuenta los datos disponibles al principio del siglo XIX, la función de
Legendre proporcionaba, respecto de la fórmula de Gauss, una aproximación mucho
mejor del número de primos menores o iguales que N. Pero la presencia de un
término de corrección tan feo como 1,08366 indujo a los matemáticos a pensar que
tenía que existir un método mejor, más natural, para describir el comportamiento
de los números primos.
Desde luego, números feos como éste seguramente son muy comunes en otras
ciencias, pero es extraordinaria la frecuencia con la cual el mundo matemático opta
por la formulación más elegante posible. Como veremos, la hipótesis de Riemann
puede tomarse como ejemplo de una filosofía muy difundida entre los matemáticos:
ante la alternativa de un mundo feo y otro bello, la naturaleza elige siempre el
segundo. Es motivo de asombro para la mayoría de los matemáticos que las
matemáticas deban ser así, y explica por qué a menudo les entusiasma la belleza de
su disciplina.
Por este motivo, no nos sorprende que, en los últimos años de su vida, Gauss
perfeccionara su estimación del número de primos, llegando a una fórmula todavía
más precisa, que además era mucho más bella. En la misma carta que escribió a
Encke en Nochebuena, Gauss explica cómo había encontrado una forma de hacerlo
mejor que Legendre: había vuelto a sus primeras investigaciones sobre los números
primos, las que había hecho de joven. Había calculado que la cuarta parte de los
números comprendidos entre 1 y 100 eran primos, pero cuando consideraba los
números comprendidos entre 1 y 1.000, la probabilidad de que uno de ellos fuera
primo descendía a 1 entre 6: Gauss comprendió que a medida que ascendía en la
cuenta disminuía la probabilidad de que un número fuera primo.
De esta forma, Gauss formó en su mente una imagen de cómo la naturaleza podía
haber decidido qué números estaban destinados a ser primos y cuáles no. Ya que su
distribución parecía tan aleatoria, ¿no podría ser que lanzar una moneda al aire
fuera un buen modelo para la elección de números primos? ¿Y si realmente la
naturaleza hubiera lanzado una moneda (cara, número primo, cruz no)? Podríamos
ahora, pensó Gauss, trucar la moneda de forma que el resultado no fuera «cara» en
la mitad de los casos, sino con una probabilidad parecida a 1/log(N). Así, la
probabilidad de que el número 1.000.000 fuera primo debería ser 1/log(1.000.000),
que es próximo a 1/15. Las posibilidades de que un número N sea primo
disminuyen al crecer N, ya que disminuye el valor de 1/log(N), es decir, la
probabilidad de que el resultado del lanzamiento sea «cara».
Se trata de una pura especulación, ya que 1.000.000, igual que cualquier otro
número, o es primo o no lo es, y el lanzamiento de una moneda no podrá nunca
modificar este hecho. Aunque su modelo conceptual no servía para predecir si un
número era primo, Gauss descubrió que era muy eficaz para hacer previsiones
sobre la cuestión mucho menos específica de cuántos números primos se espera
encontrar a medida que los contamos. Lo utilizó pues para estimar la cantidad de
números primos que deberíamos encontrar tras lanzar la moneda de los números
primos N veces. Con una moneda normal, que cae en cara con probabilidad y, el
número de caras debería ser 1/2 N. Pero con la moneda de los números primos la
probabilidad disminuye a cada lanzamiento. El modelo de Gauss prevé que la
cantidad de números primos menores o iguales que N sea
En realidad, Gauss fue un paso más allá para crear una función que llamó logaritmo
integral y que se indica como Li(N). La formulación de esta nueva función se basaba
en una ligera variación de la anterior suma de probabilidades y resultó
increíblemente precisa.
Cuando Gauss, ya con más de setenta años, escribió a Encke, había construido
tablas de números primos hasta 3.000.000: «Con mucha frecuencia yo utilizaba un
cuarto de hora de inactividad para revisar otra chilíada [intervalo de mil números] a
la búsqueda de números primos». La estimación de los números primos inferiores a
3.000.000 que hizo mediante su logaritmo integral Li(N) se desviaba apenas siete
centésimas del uno por ciento de la realidad. Legendre había logrado manipular su
fea fórmula de forma que igualara a π(N) para valores relativamente pequeños de
N; por esta razón, con los datos disponibles en la época, parecía que su fórmula
fuera superior. Cuando se empezaron a confeccionar tablas más extensas, se
descubrió que la estimación de Legendre resultaba mucho menos precisa para los
números primos mayores que 10.000.000. Un profesor de la Universidad de Praga,
Jakub Kulik, dedicó veinte años de su vida exclusivamente a la confección de tablas
de números primos hasta 100.000.000. Los ocho volúmenes de esta obra faraónica,
Capítulo 3
El espejo matemático imaginario de Riemann
Contenido:
1. Los números imaginarios: un nuevo panorama matemático
2. Un mundo más allá del espejo
3. La función zeta: el diálogo entre música y matemática
4. Una reescritura de la historia griega de los números primos
modernas». Instalada en lo que antes había sido el palacio del príncipe Enrique de
Prusia, en la gran avenida Unter den Linden, la Universidad promovió por vez
primera la investigación a la vez que la enseñanza: «La enseñanza universitaria no
sólo hace posible una comprensión de la unidad de la ciencia sino también su
avance», declaró Humbold. Pese a su pasión por el mundo antiguo, fue bajo su guía
que la universidad se abrió a nuevas disciplinas junto a las clásicas facultades de
leyes, medicina, filosofía y teología.
El estudio de las matemáticas constituyó por vez primera una parte importante del
currículum de los nuevos Gymnasien y universidades: se animaba a los estudiantes
a estudiar las matemáticas por sí mismas, y no simplemente como una disciplina al
servicio de las demás ciencias. Todo ello contrastaba fuertemente con las reformas
educativas que Napoleón había introducido, consistentes en la explotación de las
matemáticas para la expansión de los horizontes militares franceses. En 1830, Carl
Jacobi, uno de los profesores de Berlín, escribió a Legendre en París sobre el
matemático francés Joseph Fourier, que había reprochado a la escuela alemana de
pensamiento su ignorancia de los problemas más prácticos:
Ciertamente, Fourier opinaba que el objetivo principal de las
matemáticas es la utilidad pública y la explicación de los fenómenos
naturales; pero un filósofo como él debería haber sabido que el
único objetivo de la ciencia es honrar el espíritu humano, y que
desde este punto de vista un problema de teoría de los números es
tan digno como un problema sobre el sistema del mundo.
Para Napoleón, la educación destruiría finalmente las arcanas reglas del Antiguo
Régimen. Su reconocimiento de la educación como la espina dorsal sobre la que
había que construir la nueva Francia llevó a la creación de algunos de los institutos
parisienses que todavía hoy mantienen su fama. Tales institutos no sólo eran
meritocráticos, es decir, podían seguir sus cursos estudiantes de cualquier clase
social, sino que su filosofía didáctica ponía gran énfasis en una educación y una
ciencia al servicio de la sociedad. En 1794, uno de los representantes regionales del
gobierno revolucionario escribió a un profesor de matemáticas para recomendarle
que impartiera un curso de «aritmética republicana»: «Ciudadano: la revolución no
sólo mejora nuestros principios morales y allana el camino para nuestra felicidad y
para la de las generaciones futuras, sino que desata las cadenas que frenan el
progreso científico».
La actitud de Humboldt respecto de las matemáticas era muy distinta de la filosofía
utilitaria que prevalecía al otro lado de la frontera. El efecto emancipador de la
revolución didáctica en Alemania estaba destinado a tener un gran impacto sobre la
comprensión por parte de los matemáticos de muchos aspectos de su campo. Les
permitiría desarrollar un nuevo lenguaje matemático, más abstracto. En particular,
revolucionaría el estudio de los números primos.
Una ciudad que se benefició de las iniciativas de Humboldt fue Luneburgo, en
Hannover. Luneburgo, que había sido un importante centro comercial, estaba en
decadencia; sus amplias avenidas adoquinadas ya no vibraban con la actividad de la
que habían sido testigos en los siglos anteriores. Pero en 1829 se erigió un nuevo
edificio entre los altos campanarios de las tres iglesias góticas de Luneburgo: el
Gymnasium Johanneum.
Pocos años más tarde, hacia 1840, la nueva escuela había prosperado. Su director,
Schmalfuss, era un defensor entusiasta de los ideales humanísticos propugnados
por Humboldt. Su biblioteca reflejaba sus ideas ilustradas: no sólo albergaba los
clásicos y las obras de los escritores alemanes modernos, sino también volúmenes
provenientes de lugares lejanos. En concreto, Schmalfuss consiguió algunos libros
procedentes de París, motor de la actividad intelectual europea en la primera mitad
del siglo.
Schmalfuss acababa de admitir un nuevo alumno en el Gymnasium Johanneum:
Bernhard Riemann. Riemann era un joven muy tímido y tenía grandes dificultades
para hacer amigos. Había estudiado en el Gymnasium de la ciudad de Hannover,
donde se alojaba en casa de su abuela, pero al morir ésta había tenido que
trasladarse a Luneburgo, donde estaba a pensión en casa de uno de los profesores.
Ingresar en la escuela cuando todos los demás habían ya establecido sus lazos de
amistad no le facilitó la vida a Riemann: sufría una desesperada añoranza de su
casa y los demás estudiantes le tomaban el pelo. Habría preferido volver a pie a la
lejana casa de su padre en Quickborn antes que quedarse jugando con sus
compañeros.
Uno de los libros que había en las estanterías de la biblioteca de Schmalfuss era un
volumen de matemáticas contemporáneas que el maestro había comprado en
Francia. Publicado en 1808, la Théorie des nombres de Adrien-Marie Legendre era el
primer texto en registrar la observación de un extraño nexo entre la función que
permitía contar los números primos en un intervalo dado y la función logarítmica.
Tal nexo, descubierto por Gauss y Legendre, se basaba únicamente en indicios
experimentales: no estaba en absoluto claro si, suponiendo que continuáramos
contando, la función de Gauss o la de Legendre continuarían aproximándose al
verdadero número de primos.
A pesar del grosor del volumen —859 páginas de gran formato—, Riemann lo
devoró, y apenas seis días más tarde, lo devolvió al profesor diciendo: «Es un libro
maravilloso: me lo sé de memoria». Schmalfuss no lo creyó pero, cuando dos años
más tarde, durante los exámenes finales, preguntó a Riemann sobre el contenido
del libro, el estudiante respondió impecablemente. Aquel episodio supuso el
principio de la carrera de uno de los gigantes de las matemáticas modernas. Gracias
a Legendre, en la mente del joven Riemann se plantó una semilla que años más
tarde terminaría por dar frutos espectaculares.
Una vez superados los exámenes finales, Riemann estaba ansioso por inscribirse en
una de las nuevas universidades que, con gran energía, estaban pilotando la
revolución didáctica en Alemania. Sin embargo, su padre tenía otras ideas: la
familia de Riemann era pobre y su padre esperaba que Bernhard siguiera sus pasos
y entrara a formar parte de la Iglesia. Una vida eclesiástica le habría supuesto unos
ingresos regulares con los que mantener a sus hermanas. La única universidad del
reino de Hannover donde se enseñaba teología no era una de aquellas nuevas
instituciones, sino la Universidad de Gotinga, fundada más de un siglo antes, en
1734. Por esa razón, para satisfacer los deseos de su padre, Riemann tomó el
camino de la húmeda y fría ciudad de Gotinga.
Gotinga reposa plácidamente entre las suaves colinas de la Baja Sajonia. Su núcleo
central es una ciudadela medieval circundada de antiguas murallas: esa es la
Gotinga que Riemann conoció y que todavía hoy conserva mucho de su carácter
original, las callejuelas serpenteaban entre casas de madera y tejados rojos. Los
hermanos Grimm escribieron muchos de sus cuentos en Gotinga, y no es difícil
diecisiete años». En su lugar sugirió estimular las capacidades literarias del joven,
para que cuando volviera a las matemáticas estuviera en condiciones de expresarse
por escrito con su propia voz y con la que hubiera adquirido en los libros de la
época.
Se demostró que se trataba de un consejo certero: Cauchy desarrolló una voz
nueva que, una vez abiertas las compuertas que lo protegían del mundo exterior,
fue imposible frenar. La producción de Cauchy creció hasta hacerse tan importante
que la revista Comptes rendus tuvo que imponer un límite de páginas para los
artículos publicados, un límite al que todavía hoy se ciñe estrictamente. El nuevo
lenguaje matemático de Cauchy era demasiado difícil para algunos de sus
contemporáneos; en 1826 el matemático noruego Niels Henrik Abel escribió:
«Cauchy está loco… Lo que hace es excelente, pero confuso. Al principio no
entendía prácticamente nada; ahora consigo discernir una parte con mayor
claridad». Abel continuaba haciendo notar que, de todos los matemáticos de París,
Cauchy era el único que hacía «matemáticas puras» mientras que los demás «se
dedicaban exclusivamente al magnetismo y a otros temas físicos… Él es el único que
sabe cómo se debería hacer matemática».
Cauchy tuvo problemas con las autoridades parisienses por haber alejado a los
estudiantes de las aplicaciones prácticas de las matemáticas. El director de la Ecole
Polytechnique, donde Cauchy enseñaba, le escribió criticando su obsesión por la
matemática abstracta: «Es opinión de muchas personas que se está exagerando
claramente con la enseñanza de las matemáticas puras en la Ecole y que una tan
inmotivada extravagancia es dañina para las demás disciplinas». No hay, por tanto,
motivos para extrañarse de que la obra de Cauchy fuera tan apreciada por el joven
Riemann.
Aquellas nuevas ideas eran tan emocionantes que Riemann se convirtió casi en un
recluso. Durante el tiempo que dedicó a estudiar la producción matemática de
Cauchy desapareció completamente de la vista de sus colegas. Reapareció unas
semanas más tarde declarando: «Esta es una nueva matemática». Lo que había
captado la imaginación de Cauchy y de Riemann era el poder emergente de los
números imaginarios.
calcular un número cada vez mayor de estos decimales. Su récord fue de treinta y
ocho decimales, una empresa no precisamente fácil sin un calculador, pero quizá
también un buen indicio de lo aburrida que debía ser la vida nocturna en Gotinga y
lo esquivo de la personalidad de Riemann, que se entregaba a esa extraña
distracción. En todo caso, Riemann sabía que por más que avanzara en sus cálculos
nunca podría escribir el número completo o descubrir un patrón repetitivo.
Para describir la imposibilidad de expresar aquellos números de otra forma que
como la solución de ecuaciones del tipo x2 = 2, los matemáticos los bautizaron
como números irracionales. El nombre reflejaba la incapacidad de los matemáticos
de escribirlos de forma exacta. A pesar de todo, los números irracionales
conservaban un significado real, ya que se podían ver como puntos marcados sobre
una regla, o sobre lo que los matemáticos llaman recta numérica. La raíz cuadrada
de 2, por ejemplo, es un punto que se encuentra en alguna parte entre 1,4 y 1,5. Si
se construyese un triángulo rectángulo pitagórico con sus dos catetos de una unidad
de longitud, entonces podríamos determinar la posición exacta de este número
irracional apoyando la hipotenusa del triángulo sobre la regla y marcando el punto
correspondiente a su longitud.
Los números irracionales y los números negativos nos permiten resolver diversos
tipos de ecuaciones. La ecuación de Fermat
x3 + y3 = z3
matemáticos del siglo XIX tuvieron la valentía de creer en nuevas formas de pensar
que ponían en cuestión las ideas comúnmente aceptadas sobre lo que constituía el
canon matemático oficial.
Francamente, la raíz cuadrada de −1 es tan abstracta como la raíz cuadrada de 2.
Ambas se definen como soluciones de ecuaciones. ¿Significa esto que los
matemáticos deberían empezar a crear nuevos números para cada nueva ecuación
que aparezca? ¿Y si quisiéramos las soluciones de una ecuación como x4 = −1?
¿Tendríamos que usar cada vez más letras para intentar dar un nombre a todas
esas nuevas ecuaciones? Hubo un cierto alivio cuando Gauss demostró en 1799 que
no hacían falta más números nuevos: usando el número i, la raíz cuadrada de −1,
los matemáticos podían resolver cualquier ecuación que se les pusiera por delante.
Cada ecuación tenía una solución que consistía en una combinación de los
habituales números reales —es decir, las fracciones y los números irracionales— y
de este nuevo número, i.
La clave de la demostración de Gauss era la extensión de la imagen que ya
teníamos de los números habituales como puntos situados sobre la recta numérica:
una línea recta que va de este a oeste en la que cada uno de sus puntos representa
un número. Estos números eran los números reales, que eran familiares a los
matemáticos desde los tiempos de los antiguos griegos. Pero en la recta no había
sitio para aquel nuevo número imaginario, la raíz cuadrada de −1. Por esta razón,
Gauss se preguntó qué sucedería si se introdujera una nueva dirección, si para
representar i se usara un punto situado por encima de la recta numérica, a una
unidad de distancia. Todos los nuevos números necesarios para resolver ecuaciones
eran combinaciones de i y de números habituales, por ejemplo, 1 + 2i. Gauss
comprendió que cada punto situado sobre este mapa bidimensional correspondía a
cualquier número posible. Los números imaginarios se convertían, simplemente, en
coordenadas sobre el mapa. El número 1 + 2i se representaba por el punto que se
alcanzaba recorriendo una unidad hacia el este y dos unidades hacia el norte.
Gauss interpretaba estos números como coordenadas para moverse en su mapa del
mundo imaginario. Sumar dos números imaginarios: A + Bi y C + Di, significaba
seguir dos pares de coordenadas, uno tras otro. Por ejemplo, si sumamos 6 + 3i y 1
+ 2i, eso nos llevará a la posición 7 + 5i (véase la siguiente gráfica).
A pesar de tratarse de una representación muy eficaz, Gauss tuvo que mantener
escondido su mapa del mundo imaginario. Una vez construida la demostración,
retiró los andamios gráficos de manera que no quedara ningún rastro de su visión.
Era consciente de que, en aquella época, en matemáticas se miraban las gráficas
con cierta sospecha. El predominio de la tradición francesa durante la juventud de
Gauss implicaba que el camino preferido para ingresar en el mundo matemático era
el lenguaje de las fórmulas y de las ecuaciones, lenguaje que encajaba a la
perfección con el enfoque utilitario de la disciplina. Había también otras razones
para tal aversión hacia los números imaginarios.
Durante muchos siglos, los matemáticos habían creído que las representaciones
gráficas tenían el poder de provocar errores. Al fin y al cabo, el lenguaje de las
matemáticas había sido introducido para domesticar el mundo físico. En el siglo
XVII, Descartes había intentado reducir el estudio de la geometría a simples
aserciones sobre números y ecuaciones: «Las percepciones sensoriales son engaños
mismo para entrar en conflicto con la vieja jerarquía intelectual. Había menos
estudiantes en Gotinga con quienes pudiera relacionarse; era sospechoso para los
demás y nunca se encontraba realmente a gusto en ese ambiente social. «Ha hecho
aquí las cosas más extrañas sólo porque está convencido de que nadie lo soporta»,
escribió su contemporáneo Richard Dedekind. Riemann era hipocondríaco y una
persona propensa a sufrir crisis depresivas. Escondía su rostro tras la seguridad de
una barba negra cada vez más tupida. Estaba muy preocupado por su situación
económica, ya que su supervivencia dependía de los inciertos honorarios de media
docena de alumnos particulares. La sobrecarga de trabajo que ello suponía, junto a
la presión de la indigencia, le produjo una breve crisis nerviosa en 1854. Pero su
humor se iluminaba cada vez que Dirichlet, el campeón de la tradición matemática,
se presentaba de visita en Gotinga.
Un profesor de esta universidad con quien Riemann consiguió trabar amistad fue el
eminente físico Wilhelm Weber. Weber había colaborado con Gauss en numerosos
proyectos durante el tiempo que pasaron juntos en Gotinga. Se convirtieron en un
Sherlock Holmes y un doctor Watson de la ciencia, con Gauss proporcionando las
bases teóricas y Weber poniéndolas en práctica. Uno de sus inventos más famosos
fue la aplicación del electromagnetismo para la comunicación a distancia.
Consiguieron establecer una línea telegráfica entre el observatorio de Gauss y el
laboratorio de Weber a través de la cual se intercambiaban mensajes.
Mientras que para Gauss aquel invento era una simple curiosidad, Weber se dio
cuenta claramente del alcance de aquel descubrimiento: «Cuando el globo
terráqueo esté cubierto de una red de caminos de hierro y de hilos telegráficos»,
escribió, «esa red prestará servicios comparables a los del sistema nervioso en el
cuerpo humano, en parte como medio de transporte, en parte como medio para la
propagación de ideas y sensaciones a la velocidad del rayo». La rápida difusión del
telégrafo, además de la posterior aplicación a la seguridad informática de la
calculadora de reloj inventada por Gauss, hacen de Gauss y Weber los abuelos del
comercio electrónico y de Internet. La ciudad de Gotinga ha inmortalizado su
colaboración con una estatua que los representa juntos.
Un huésped de Weber en Gotinga nos lo representa con la típica imagen del
científico un poco loco: «Un tipo curioso que habla con voz estridente, desagradable
y vacilante. Tartamudea sin parar; no se puede hacer otra cosa que escucharle. A
veces ríe sin ninguna razón, y uno lamenta no poder unirse a él». Weber era algo
más rebelde que Gauss: había sido uno de los «siete de Gotinga», profesores
expulsados temporalmente de la universidad por haber protestado contra el
gobierno arbitrario del rey de Hannover. Tras haber terminado su tesis, Riemann
fue asistente de Weber durante algún tiempo. Durante este aprendizaje cortejó a la
hija de Weber, pero sus avances no fueron correspondidos.
En 1854 Riemann escribió a su padre: «Gauss está seriamente enfermo y los
médicos temen su muerte inminente». Temía que Gauss muriera antes de que
superara su examen de habilitación, que era indispensable para convertirse en
docente de una universidad alemana. Afortunadamente Gauss vivió lo suficiente
como para escuchar las ideas de Riemann sobre la geometría y sus relaciones con la
física que habían germinado durante la etapa de trabajo con Weber. Riemann
estaba convencido de que se podían contestar todas las preguntas fundamentales
de la física usando únicamente las matemáticas. Muchos consideran la teoría de la
geometría de Riemann como una de sus más significativas contribuciones
científicas, y llegaría a ser uno de los ejes fundamentales de la plataforma sobre la
que Einstein lanzó su revolución científica a principios del siglo XX.
Gauss murió un año más tarde. Pero si el hombre se había marchado, sus ideas
tendrían ocupados a los matemáticos durante las siguientes generaciones. La
hipótesis que dejó tras de sí sobre el nexo entre los números primos y la función
logarítmica, daría mucho que pensar a las generaciones posteriores. Los astrónomos
lo inmortalizaron en el firmamento bautizando un asteroide con el nombre de
Gaussia, y en la colección de anatomía de la Universidad de Gotinga todavía se
puede observar el cerebro de Gauss conservado para la eternidad, del que se afirma
que es más rico en circunvoluciones que cualquier otro cerebro diseccionado con
anterioridad.
Dirichlet, a cuyas clases había asistido Riemann en Berlín, fue nombrado titular de
la cátedra que Gauss dejó vacante. Llevó a Gotinga una parte de la vivaz actividad
intelectual que Riemann había añorado tanto desde su estancia berlinesa. Un
matemático inglés describió la impresión que tuvo de Dirichlet al visitarlo en
Gotinga por aquella época: «Es un hombre más bien alto, de aspecto enjuto, con
bigote y barba que empiezan a volverse grises… su voz es algo estridente y está
más bien sordo: todavía era temprano, no se había lavado ni afeitado, llevaba su
schlafrock [bata], las zapatillas, una taza de café y un cigarro». A pesar de esta
apariencia bohemia, en su interior ardía un deseo de rigor y un amor por las
demostraciones sin igual en su época. Carl Jacobi, coetáneo suyo y colega en Berlín,
escribió al primer protector de Dirichlet, Alexander von Humboldt, que «sólo
Dirichlet, ni yo ni Cauchy ni Gauss, sabe qué es una demostración perfectamente
rigurosa, mientras que nosotros sólo lo aprendemos de él. Cuando Gauss dice haber
demostrado algo, pienso que muy probablemente sea cierto; cuando lo dice Cauchy,
está al cincuenta por ciento; cuando lo dice Dirichlet, se trata de una certeza».
La llegada de Dirichlet a Gotinga sacudió el tejido social de la ciudad. Su mujer
Rebecka era hermana del compositor Félix Mendelssohn. Rebecka detestaba el
soporífero ambiente social de Gotinga y organizó muchas recepciones para intentar
recrear la atmósfera de los salones berlineses que había tenido que abandonar.
La actitud menos formal de Dirichlet hacia la jerarquía académica supuso para
Riemann la posibilidad de discutir abiertamente de matemáticas con el nuevo
profesor. Desde su vuelta a Gotinga desde Berlín, Riemann estaba más bien aislado.
A causa de la personalidad austera del anciano Gauss y de su propia timidez, había
discutido poco con el gran maestro. En cambio, las formas relajadas de Dirichlet
fueron perfectas para Riemann quien, en una atmósfera más favorable a la
discusión, empezó a abrirse. Riemann escribió a su padre sobre su nuevo mentor:
«A la mañana siguiente Dirichlet estuvo conmigo durante dos horas. Leyó toda mi
tesis y estuvo muy amable conmigo, cosa que no me esperaba, dada la gran
diferencia de rango entre nosotros».
Por su parte, Dirichlet apreciaba la modestia de Riemann y reconocía la originalidad
de su trabajo. En alguna ocasión incluso consiguió sacarlo de la biblioteca y salir con
él a pasear por la campiña de los alrededores de Gotinga. Casi en tono de excusa,
Riemann escribió a su padre que aquellas fugas de las matemáticas le eran más
útiles desde el punto de vista científico que si se hubiese quedado en casa
consultando sus libros. Fue durante una de las discusiones mantenidas caminando
por los bosques de la Baja Sajonia cuando Dirichlet inspiró el paso siguiente de
Riemann, que vendría a inaugurar una perspectiva completamente nueva sobre los
números primos.
Para continuar su cálculo, Dirichlet tenía que efectuar tres pasos matemáticos.
Primero, calcular los valores de las potencias 1x, 2x, 3x, …, nx,… A continuación,
tomar los inversos de todos los números obtenidos en el primer paso (el inverso de
2x = 1/2x).
Para terminar, sumar todos los resultados obtenidos en el segundo paso.
Se trata de una receta complicada. El hecho de que cada número 1, 2, 3, El origen
del interés de los matemáticos por esta suma infinita procedía de la música, y se
remontaba a un descubrimiento realizado por los antiguos griegos. En realidad,
Pitágoras había sido el primero en determinar el nexo fundamental que liga
matemáticas y música. Había llenado de agua un recipiente y lo había percutido con
un pequeño martillo para producir una nota. Al retirar la mitad del agua y percutir
de nuevo el recipiente la nota había subido una octava. Cada vez que retiraba agua
de manera que quedara un tercio, un cuarto, y así sucesivamente, las notas que se
producían sonaban en su oído en armonía con la primera nota que había obtenido.
Cualquier otra nota que se obtuviera retirando del recipiente una cantidad distinta
de agua resultaba disonante con respecto a la nota original. Estas fracciones
contenían una belleza que podía ser escuchada. La armonía que Pitágoras había
descubierto en los números 1, 1/2, 1/3, 1/4,… lo indujo a creer que el universo
entero estaba controlado por la música, y por esta razón acuñó la expresión «la
música de las esferas».
A partir del descubrimiento pitagórico de un nexo aritmético entre matemática y
música, las características estéticas y físicas de las dos disciplinas siempre han
estado próximas. En 1722, el compositor barroco francés Jean-Philippe Rameau
escribió: «A pesar de toda la experiencia que yo pueda haber adquirido en la música
por el hecho de haberme asociado a ella desde hace mucho tiempo, debo confesar
que sólo con la ayuda de las matemáticas se han clarificado mis ideas». Euler
intentó hacer de la teoría musical «una parte de las matemáticas y de deducir de
forma ordenada, a partir de principios correctos, todo lo que pueda hacer placentera
una unión y una mezcla de tonos». Euler opinaba que tras la belleza de ciertas
combinaciones de notas se escondían los números primos.
Muchos matemáticos sienten una atracción natural por la música: tras una dura
jornada de cálculos, a Euler le gustaba relajarse tocando su clavicémbalo. Los
departamentos de matemáticas nunca tienen grandes problemas en organizar una
orquesta reclutada entre sus propias filas. Existe un nexo numérico obvio entre los
dos campos, ya que ambos se basan en el hecho de contar. Por citar la definición de
Leibniz: «la música es el placer que siente la mente humana cuando cuenta sin ser
consciente de contar». Pero las resonancias entre música y matemática son aún
más profundas.
Las matemáticas son una disciplina estética, en la que continuamente se habla de
demostraciones magníficas y de soluciones elegantes. Sólo quien posee una
sensibilidad estética especial dispone de los medios para llegar a descubrimientos
matemáticos. El relámpago de iluminación que anhelan los matemáticos se parece
al acto de pulsar las teclas de un piano hasta que, de pronto, aparece una
combinación de notas que contiene una armonía interna que la hace diferente.
G. H. Hardy escribió que se interesaba por las matemáticas «sólo como arte
creativo». Incluso para los matemáticos franceses de las academias napoleónicas, la
emoción de hacer matemáticas no procedía de sus aplicaciones prácticas, sino de su
íntima belleza. Las experiencias estéticas que se viven haciendo matemáticas o
escuchando música tienen mucho en común. Igual que podemos escuchar muchas
veces una pieza musical para descubrir nuevas sonoridades que antes nos habían
pasado desapercibidas, a menudo también los matemáticos obtienen placer de la
relectura de una demostración en la que se descubren cada vez más los sutiles
matices que le confieren coherencia lógica. Hardy pensaba que la auténtica
verificación de una buena demostración matemática consistía en que «las ideas
deben combinarse de manera armónica. La belleza es la primera verificación: no
hay espacio para las matemáticas feas». Para Hardy, «una demostración
matemática debería parecerse a una constelación simple y de contornos
delimitados, no a una Vía Láctea dispersa».
Tanto las matemáticas como la música utilizan un lenguaje técnico de símbolos que
nos permite expresar con claridad lo que creamos o descubrimos. La música es
mucho más que las notas blancas o las corcheas que bailan por los pentagramas.
Análogamente, los símbolos matemáticos cobran vida sólo cuando la mente los
interpreta matemáticamente.
Como descubrió Pitágoras, matemática y música no sólo se superponen en el
domino estético. La propia física de la música tiene sus raíces en los fundamentos
de las matemáticas. Si soplamos sobre un cuello de botella, podemos oír una nota.
Si soplamos más fuerte, y con un poco de pericia, empezaremos a oír notas más
agudas: los armónicos superiores. Cuando un músico toca una nota con su
instrumento, produce también una infinidad de armónicos, igual que nosotros
cuando soplamos en el cuello de una botella. Estos armónicos suplementarios
contribuyen a dar a cada instrumento su timbre distintivo. Son las características
físicas de cada instrumento particular las que hacen oír diversas combinaciones de
armónicos. Más allá de la nota fundamental, el clarinete produce sólo los armónicos
correspondientes a fracciones impares: 1/3, 1/5, 1/7, … Por otra parte la cuerda de
un violín, al vibrar, crea todos los armónicos que Pitágoras produjo con su
recipiente: los correspondientes a las fracciones 1/2, 1/3, 1/4,…
Teniendo en cuenta que el sonido de una cuerda de violín que vibra es la suma
infinita de la nota fundamental y de todos los armónicos posibles, los matemáticos
empezaron a interesarse por la analogía matemática. La suma infinita 1 + 1/2 +
1/3 + 1/4 + … recibió el nombre de serie armónica. Esta suma era, además, el
resultado que obtenía Euler cuando insertaba el valor x = 1 en su función zeta.
Aunque el valor de la suma crece muy lentamente a medida que vamos añadiendo
nuevos términos, desde finales del siglo XIV los matemáticos sabían que al final
tendería al infinito de forma inexorable.
Por tanto, la función zeta debe dar un resultado infinito cuando se introduce el
número x = 1. Pero si, en lugar de tomar x = 1, Euler insertaba en la función un
número mayor, la suma ya no tendía al infinito. Por ejemplo, tomando x = 2 habrá
que sumar todos los cuadrados de la serie armónica:
… contribuya a la definición de zeta es un indicio de la utilidad de la función zeta
para el estudioso de la teoría de los números. La cruz de la moneda es que nos las
tenemos que ver con una suma infinita de números. Pocos matemáticos habrían
podido prever hasta qué punto tal función resultaría potente como instrumento para
el estudio de los números primos. El descubrimiento tuvo lugar casi por casualidad.
Éste es un número menor, ya que no comprende todas las fracciones posibles que
forman la serie armónica cuando x vale 1. Ahora estamos sumando sólo algunas de
las fracciones, y Euler sabía que en este caso la suma no tendería al infinito sino
que volvería a un número concreto. En aquella época, identificar el valor numérico
preciso al que tendía la serie armónica para x = 2 se había convertido en un reto
formidable. La mejor estimación rondaba 8/5. En 1735 Euler escribió: «Es tanto el
trabajo hecho sobre la serie que parece poco probable que pueda aparecer nada
nuevo… También yo, a pesar de mis repetidos esfuerzos, sólo he conseguido
obtener valores aproximados de sus sumas».
No obstante, Euler, animado por sus descubrimientos anteriores, empezó a
juguetear con esta suma infinita. Haciéndola girar en todas las direcciones posibles
como si se tratara de un cubo de Rubik, de repente se encontró con la serie
transformada. Como los colores del cubo, los números tomaron forma para
componer un motivo completamente distinto del original. Continuaba Euler: «Ahora,
sin embargo, de forma totalmente inesperada, he hallado una fórmula elegante que
depende de la cuadratura del círculo». Dicho en términos modernos: había
encontrado una fórmula que dependía del número π = 3,1415…
Con un análisis más bien temerario, Euler había descubierto que aquella suma
infinita tendía al cuadrado de π dividido entre 6:
escondido en el interior del número π2/6 sigue suponiendo uno de los cálculos más
fascinantes de todas las matemáticas; en su época impacto en la comunidad
científica como un huracán. Nadie había previsto la existencia de un nexo entre la
inocente suma 1 + 1/4 + 1/9 + 1/16 +… y el caótico número π.
El éxito obtenido indujo a Euler a indagar, más tarde, sobre los poderes de la
función zeta. Sabía que si insertaba en la función cualquier número mayor que 1, el
resultado siempre sería un número finito. Tras varios años de solitarios estudios
consiguió identificar los valores producidos por la función zeta para todos los
números pares. Sin embargo había algo insatisfactorio en la función zeta. Siempre
que Euler insertaba un número menor que 1, fuera el que fuera, en la fórmula que
define la función, el resultado que obtenía era infinito. Por ejemplo, para x = −1 la
fórmula nos da la suma infinita 1 + 2 + 3 + 4 + … La función sólo se comportaba
bien para los números mayores que 1.
El descubrimiento por parte de Euler de la expresión de π2/6 en términos de simples
fracciones fue la primera señal de que la función zeta podría desvelar nexos
inesperados entre partes aparentemente desemejantes del canon matemático. El
segundo nexo extraño que Euler descubrió tenía que ver con una sucesión de
números aún más imprevisible.
En lugar de expresar la serie armónica como suma infinita de todas las fracciones,
Euler podía tomar sólo las fracciones que contenían números primos, como 1/2,
1/3, 1/5, 1/7,…, y multiplicarlas entre sí. La expresión que obtuvo, actualmente
llamada producto de Euler, ligaba los mundos de la suma y de la multiplicación. En
un lado de la nueva ecuación aparecía la función zeta y en el otro lado aparecían los
números primos:
Capítulo 4
La hipótesis de Riemann: de los números primos aleatorios a los ceros
ordenados
Contenido:
1. Números primos y ceros
2. La música de los números primos
3. La hipótesis de Riemann: orden a partir del caos
Riemann había encontrado un pasadizo que conducía del mundo familiar de los
números a una matemática que habría parecido absolutamente extraña a los
griegos que habían estudiado los números primos dos mil años antes que él. Había
mezclado inocentemente los números imaginarios con su función zeta descubriendo,
como un alquimista de las matemáticas, el tesoro que emergía de aquella mezcla de
elementos, un tesoro matemático que generaciones enteras habían buscado en
vano. Riemann había planteado sus ideas en un estudio de diez páginas, pero era
totalmente consciente de que aquellas ideas abrirían puntos de vista radicalmente
nuevos sobre los números primos.
La capacidad de Riemann para liberar toda la potencia de la función zeta tiene su
origen en los cruciales descubrimientos que hizo durante sus años de estancia en
Berlín y durante sus estudios de doctorado en Gotinga. Lo que más había
impresionado a Gauss cuando examinaba la tesis de Riemann era la fuerte intuición
geométrica que demostraba poseer el joven matemático cuando insertaba números
Cuando Riemann comenzó a explorar este paisaje se topó con algunos aspectos
fundamentales de su geografía. Colocándose dentro del espacio zeta y mirando
hacia el este el paisaje era una llanura uniforme que se elevaba una unidad sobre el
nivel del mar. Si se giraba y miraba hacia el oeste, veía una cresta de alturas
onduladas que iba de norte a sur. Las cimas de estas montañas estaban todas ellas
situadas por encima de la línea que cruzaba el eje este-oeste hasta el número 1.
Por encima de este punto de intersección había un pico en forma de torre que subía
al cielo. Era, en efecto, infinitamente alto: tal y como había descubierto Euler,
cuando se inserta el número 1 en la función zeta se obtiene un resultado que tiende
al infinito. Si se dirigía hacia el norte o hacia el sur de esta cumbre de altura infinita,
Riemann encontraba otros picos; ninguno de ellos, sin embargo, era de altura
infinita. El primer pico aparecía a poco menos de diez pasos hacia el norte,
correspondiente al número imaginario 1 + (9,986…)i, y alcanzaba una altura de
apenas 1,4 unidades aproximadamente.
Si Riemann hubiera hecho girar el espacio y hubiera representado en un diagrama
la sección transversal de las colinas correspondientes a la línea de división norte-sur
que pasa por 1, habría obtenido algo así:
Había un aspecto crucial del paisaje que no dejó de atraer la atención de Riemann.
Parecía que fuera imposible utilizar la fórmula que define la función zeta para
construir el paisaje al oeste más allá de la cadena montañosa. Riemann tenía el
mismo problema que Euler había sufrido al insertar números reales en la función
zeta. Cada vez que insertaba un número situado al oeste de 1, las demás montañas
de la cadena norte-sur parecían transitables.
¿Por qué entonces no continuaban onduladas, con independencia de los resultados
de la función zeta? Con toda seguridad, el paisaje no terminaba allí, en la línea
norte-sur. ¿Es posible que no hubiera nada al oeste de esa frontera? Si tenía que
hacer caso sólo de las ecuaciones, se diría que no se podía construir otro paisaje
que el que se encuentra al este del 1. Las ecuaciones carecían de sentido cuando se
insertaban números situados al oeste del 1. ¿Conseguiría Riemann completar el
paisaje? Y, en caso afirmativo, ¿cómo?
Afortunadamente, Riemann no se dejó desorientar por la apariencia intratable de la
función zeta. Su formación lo había provisto de una perspectiva de la que carecían
los matemáticos franceses. Para él, la ecuación sobre la que se basaba un paisaje
imaginario debía considerarse como un aspecto secundario. La importancia
mundo real no podría reconstruir los Alpes sabiendo la posición de todos los puntos
del mundo que se hallan al nivel del mar. Sin embargo, en los espacios imaginarios,
la posición de todos los números imaginarios que tienen imagen cero lo describe
todo. Estos puntos reciben el nombre de ceros de la función zeta.
Los astrónomos están muy acostumbrados a deducir la composición química de
astros lejanos sin necesidad de visitarlos. La luz que proviene de un astro puede
analizarse gracias a la espectroscopia y contiene información suficiente para que
conozcamos su química. Estos ceros se comportan de la misma manera que el
espectro de luz emitido por un compuesto químico. Riemann sabía que lo único que
tenía que hacer era marcar todos los puntos del mapa en los cuales la altura del
paisaje zeta fuera igual a cero. Las coordenadas de todos estos puntos situados al
nivel del mar darían información suficiente para reconstruir todas las alturas y valles
sobre el nivel del mar.
Riemann no olvidaba cuál había sido el punto de partida de su exploración: el big
bang que había creado el paisaje zeta era la fórmula con la que Euler había definido
la función zeta, una fórmula que, gracias al producto de Euler, podía construirse
utilizando sólo números primos. Y si ambas cosas —los números primos y los ceros
de la función zeta— daban lugar al mismo espacio, Riemann sabía que tenía que
existir algún nexo que los ligara: un único objeto construido de dos maneras
distintas. Fue el genio de Riemann el que desveló cómo aquellas dos entidades eran
dos caras de la misma ecuación.
determinaron que tales errores eran notablemente menores que los que contenía la
fórmula de Gauss. Para poner un ejemplo, el logaritmo integral de Gauss predecía la
existencia de 754 números primos más de los que realmente hay en el intervalo
comprendido entre 1 y cien millones. La función perfeccionada que Riemann
introdujo predecía sólo 97 de más, con un error aproximado de la milésima parte
del uno por ciento.
La siguiente tabla evidencia la precisión de la nueva función de Riemann en la
estimación de la cantidad de primos no mayores que N desde 102 hasta 1016.
Sobreestimación Sobreestimación
Número de primos p(N) de la función de de la función de
N comprendidos entre 1 y N Riemann R(N) Gauss Li(N)
102 25 1 5
103 168 0 10
104 1,229 −2 17
105 9.592 −5 38
106 78.498 29 130
107 664.579 88 339
108 5.761.455 97 754
109 50.84.7534 −79 1.701
1010 455.052.511 −1.828 3.104
1011 4.118.054.813 −2.318 11.588
1012 37.607.912.018 −1.476 38.263
1013 346.065.536.839 −5.773 108.971
1014 3.204.941.750.802 −19.200 314.890
1015 29.844.570.422.669 73.218 1.052.619
1016 279.238.341.033.925 327.052 3.214.632
comprendió que, usando los puntos del mapa de los números imaginarios que
señalaban los lugares en los que el espacio zeta estaba al nivel del mar, podía
deshacerse de los errores y obtener una fórmula exacta para contar los números
primos. Ese fue el segundo ingrediente clave de su fórmula.
Euler había hecho un descubrimiento sorprendente: si se insertaba un número
imaginario en la función exponencial se obtenía una onda sinusoidal. La curva en
rápido ascenso que se asocia normalmente a la función exponencial se
transformaba, con la introducción de estos números imaginarios, en una curva de
marcha sinuosa de las que habitualmente se asocian con las ondas sonoras. Su
descubrimiento abrió una vía para la exploración de los extraños nexos que sacaban
a la luz los números imaginarios: Riemann comprendió que era posible extender el
descubrimiento de Euler usando su mapa de puntos correspondientes a los ceros del
paisaje imaginario. En aquel mundo del otro lado del espejo consiguió ver cómo,
usando la función zeta, cada uno de aquellos puntos se podía transformar en una
onda específica. Cada onda tendría el aspecto de una variación en el diagrama de
una función seno.
Las características de cada onda venían determinadas por la posición del
correspondiente cero. Cuanto más al norte se situaba un punto al nivel del mar,
más rápidamente oscilaba la onda correspondiente. Si imaginamos esta onda como
una onda sonora, la nota asociada a un cero resulta tanto más aguda cuanto más al
norte se sitúa el correspondiente cero en el paisaje zeta.
¿Por qué tales ondas —estas notas musicales— eran útiles para contar los números
primos? Riemann hizo un descubrimiento espectacular: en las alturas variables de
aquellas ondas estaba codificado el modo de corregir los errores que aparecían en
su estimación de la cantidad de números primos. La función R(N) proporcionaba una
estimación razonablemente buena de la cantidad de primos menores o iguales que
N, pero si a esta estimación le añadía la altura de cada onda por encima del número
N, podía obtener el número exacto de primos: había eliminado completamente el
error. Había conseguido desenterrar el Santo Grial que Gauss había buscado en
vano: una fórmula exacta para calcular el número de primos menores o iguales que
N.
Basta con tener en cuenta los errores previstos por las treinta ondas creadas por los
treinta primeros ceros que encontramos cuando miramos al norte en el paisaje zeta,
para que se produzca un efecto más que evidente: la gráfica de Riemann se
transforma respecto a la curva de R(N) y se parece mucho más a la escalinata que
describe el verdadero número de números primos:
Efecto que se obtiene al añadir las treinta primeras ondas a la gráfica uniforme de
Riemann.
Cada nueva onda retuerce un poco más la curva perfectamente uniforme de partida.
Riemann comprendió que cuando añadiera las infinitas ondas, una por cada punto a
nivel del mar, que encontraba a medida que avanzaba hacia el norte en el paisaje
zeta, la curva se superpondría exactamente con la escalinata de los números
primos.
Una generación antes, Gauss había descubierto la que consideró como la moneda
que la naturaleza lanzaba al aire para elegir los números primos. Las ondas que
Riemann descubrió eran los verdaderos resultados de los lanzamientos que la
naturaleza había hecho: las alturas de cada una de aquellas ondas para el número N
predecían para cada lanzamiento si la moneda de los números primos daría cara o
cruz. Si el descubrimiento de la relación entre números primos y logaritmos que
había conseguido Gauss permitió prever el comportamiento medio de los números
primos, Riemann identificó lo que controlaba tal comportamiento hasta los más
mínimos detalles: había hallado la lista completa de los billetes ganadores de la
lotería de los números primos.
Un matemático comprendió mejor que todos los demás hasta qué punto la fórmula
de Riemann captaba la música que se escondía tras los números primos: Joseph
Fourier. Huérfano, Fourier se educó en una escuela militar dirigida por monjes
benedictinos. Hasta los trece años, cuando descubrió el encanto de las
matemáticas, fue un chico indisciplinado. Fourier estaba destinado a ser monje,
pero los sucesos de 1789 lo liberaron de las perspectivas que para él tenía
preparadas el período pre revolucionario. Ahora podía ya dedicarse a su pasión por
las matemáticas y por la vida militar.
Fourier fue un entusiasta defensor de la Revolución, y enseguida atrajo la atención
de Napoleón. El futuro emperador estaba instituyendo las academias de las que
deberían salir los maestros e ingenieros que habrían de dinamizar la revolución
cultural y militar. Cuando comprobó la capacidad excepcional de Fourier no sólo
como matemático sino también como maestro, Napoleón lo nombró profesor de
matemáticas en la Ecole Polytechnique.
Napoleón quedó tan impresionado por los logros de su protegido que lo reclutó para
la legión de científicos y artistas que acompañaron a las tropas que invadieron
Egipto en 1798 con el objetivo de «civilizarlo». Lo que empujaba a Napoleón a
aquella expedición era en realidad el deseo de poner fin a la creciente supremacía
colonial inglesa, pero en su programa también se preveía la oportunidad de estudiar
el mundo antiguo. Su ejército de intelectuales se puso manos a la obra en cuanto
embarcaron en el Orient, el buque insignia de Napoleón, camino de las costas
septentrionales de África. Cada mañana, Napoleón anunciaba el tema con el que sus
embajadores académicos lo entretendrían por la noche: mientras la marinería se
afanaba con jarcias y velamen, bajo cubierta Fourier y sus compañeros se
aventuraban en los temas preferidos por Napoleón, desde la edad de la Tierra hasta
la posibilidad de la existencia de otros mundos habitados.
Al llegar a Egipto no todo sucedió según lo previsto: tras conquistar El Cairo por la
fuerza en la batalla de las Pirámides en julio de 1798, Napoleón sufrió la desilusión
de descubrir que los egipcios no parecían apreciar la alimentación cultural forzosa
que les suministraba gente del calibre de Joseph Fourier. Cuando trescientos de sus
hombres fueron degollados en una escaramuza nocturna, Napoleón decidió
minimizar pérdidas y regresar a ocuparse de los disturbios que se estaban urdiendo
trata de una onda sinusoidal perfecta, pura. Fourier empezó a estudiar la manera de
construir ondas más complejas combinando estas ondas sinusoidales puras. Si un
violín toca la misma nota que un diapasón, el sonido que produce es muy distinto.
Como hemos visto (pág. 128), la cuerda de un violín no sólo vibra en la frecuencia
fundamental, que viene determinada por su longitud: junto a aquella nota hay
otras, los armónicos, que corresponden a fracciones simples de la longitud de la
cuerda. Las gráficas de cada una de estas notas son también ondas sinusoidales,
pero de frecuencias más altas; se trata de una combinación de todas estas notas
puras, dominada por la nota fundamental, la más baja, que crea el sonido emitido
por una cuerda de violín. La gráfica de este sonido compuesto se parece a los
dientes de una sierra.
¿Por qué un clarinete emite un sonido tan característicamente distinto de un violín
que toca la misma nota? La gráfica de la onda sonora creada por el clarinete no se
parece en nada a la onda erizada del violín: se trata de una función de onda
escuadrada, como un perfil de almenas sobre los muros de un castillo. La causa de
la diferencia está en que el clarinete está abierto por uno de sus extremos, mientras
que la cuerda de un violín está fija por ambos lados. Ello implica que los armónicos
producidos por el clarinete varíen con respecto de los del violín, y por esta razón la
gráfica producida por el sonido del clarinete está formada por ondas sinusoidales
que oscilan frecuencias diferentes.
Fourier comprendió que incluso la complicada gráfica que representa el sonido de
una orquesta completa podía descomponerse en simples curvas sinusoidales de las
notas fundamentales y de los armónicos de cada particular instrumento. Como cada
una de las ondas sonoras puras puede reproducirse con un diapasón, Fourier había
demostrado que tocando un enorme número de diapasones simultáneamente se
puede crear el sonido de una orquesta completa: alguien con los ojos vendados no
podría decir si está escuchando una auténtica orquesta o millares de diapasones.
Sobre este principio se basa el sonido codificado en un CD: éste envía instrucciones
a nuestros altavoces sobre cómo vibrar para crear todas las ondas sinusoidales que
componen la música. Esta combinación de ondas sinusoidales nos da la sensación
milagrosa de tener una orquesta o un conjunto tocando en vivo en nuestro salón.
Sin embargo, no era sólo el sonido de los instrumentos musicales lo que podía
reproducirse sumando entre sí ondas sinusoidales puras de frecuencias distintas.
Por ejemplo, el ruido blanco que emite una radio no sintonizada o un grifo abierto
puede representarse como una suma infinita de ondas sinusoidales. Al contrario de
lo que ocurre con las distintas frecuencias necesarias para reproducir el sonido de
una orquesta, el ruido aleatorio de una radio se compone de una gama continua de
frecuencias.
Las intuiciones revolucionarias de Fourier no se limitaron a la reproducción de los
sonidos: empezó a comprender que era posible usar las ondas sinusoidales para
trazar gráficas que proporcionaban una representación de otros fenómenos físicos y
matemáticos. Entre los contemporáneos de Fourier eran muchos los que tenían
dudas sobre la posibilidad de que una simple curva como la onda sinusoidal pudiera
utilizarse como elemento de base para construir gráficas complicadas del sonido de
una orquesta o de un grifo abierto. En efecto, muchos matemáticos franceses
autorizados expresaron su vigorosa oposición a las ideas de Fourier. Sin embargo,
alentado por su relación prestigiosa con Napoleón, Fourier no evitó el reto planteado
por tales autoridades. Mostró cómo, con una elección apropiada de ondas
sinusoidales oscilantes a distintas frecuencias, se podía crear una gama completa de
gráficas complejas. Sumando las alturas de las ondas sinusoidales se podían
reproducir las formas de estas gráficas, de la misma forma en que un CD combina
las notas puras que emite el diapasón para recrear sonidos musicales complejos.
Esto es lo que Riemann consiguió hacer en su ensayo de diez páginas. Reprodujo la
gráfica escalonada que indicaba la cantidad de números primos utilizando idéntica
técnica: sumó las alturas de las funciones de onda que había obtenido de los ceros
del espacio zeta. Por esta razón, Fourier reconoció en la fórmula de Riemann para el
cálculo de la cantidad de primos el descubrimiento de las notas básicas que
componen el sonido de los números primos. Este complicado sonido se representa
con la gráfica escalonada. Las ondas que Riemann había creado a partir de los
ceros, de los puntos situados al nivel del mar en el paisaje, eran como sonidos
emitidos por el diapasón, simples notas nítidas, sin armónicos. Al tocarlas
simultáneamente estas notas reproducían el sonido de los números primos. Pero
¿cómo es la música de los números primos que compuso Riemann? ¿Se trata del
sonido de una orquesta o más bien se parece al ruido blanco de un grifo abierto? Si
las frecuencias de las notas de Riemann cubren una gama continua, entonces los
números primos producen ruido blanco; pero si las frecuencias son notas aisladas,
el sonido de los números primos se parece a la música de una orquesta.
Dado el carácter aleatorio de los números primos, es muy lícito esperar que la
combinación de las notas que tocan los ceros del paisaje de Riemann no sea más
que ruido. La coordenada norte-sur de cada cero determina la altura de la nota
correspondiente: si el sonido de los números primos fuera efectivamente ruido
blanco, en el espacio zeta debería darse una concentración de ceros. Y Riemann
sabía, a partir de la tesis que había escrito para Gauss, que tal concentración de
puntos a nivel del mar comportaría necesariamente que todo el paisaje estuviera al
nivel del mar. Evidentemente no era así. El sonido de los números primos no era,
por tanto, un ruido blanco: los puntos situados al nivel del mar tenían que ser
puntos aislados y, en consecuencia, debían producir una colección de notas
aisladas. La naturaleza había escondido en los números primos la música de una
orquesta matemática.
El mapa del tesoro de los números primos que descubrió Riemann. Las cruces
indican las posiciones de los puntos que se encuentran al nivel del mar en el espacio
zeta.
El primer cero que Riemann calculó tenía coordenadas (1/2, 14,134 725…): medio
paso al este y aproximadamente 14,134 725 pasos al norte. El siguiente cero tenía
coordenadas (1/2, 21,022 040…). (Durante años fue un misterio cómo consiguió
calcular las posiciones de estos ceros). Calculó el tercer cero en la posición (1/2,
25,010 856…). Estos ceros no parecían distribuirse de forma aleatoria en absoluto:
los cálculos de Riemann indicaban que estaban alineados, como si se encontraran a
lo largo de una recta mágica que cruzaba el espacio. Riemann pensó que el
comportamiento uniforme de los pocos ceros que consiguió calcular no era una
coincidencia. La idea de que cada punto situado al nivel del mar en el espacio se
encuentra sobre aquella recta tomó el nombre de hipótesis de Riemann.
Riemann miró la imagen de los números primos en el espejo que separaba el
mundo de los números del paisaje matemático zeta. Mientras observaba, vio cómo
la disposición caótica de los números primos en un lado del espejo se transformaba
en el orden absolutamente rígido de los ceros del otro lado del espejo. Por fin,
Riemann había identificado la misteriosa estructura que durante siglos y siglos los
matemáticos habían deseado ardientemente captar cuando observaban los números
primos.
El descubrimiento de este patrón fue totalmente inesperado: Riemann tuvo la suerte
de ser la persona adecuada en el lugar y en el momento adecuados; no podía
prever lo que hallaría al otro lado del espejo, pero lo que allí encontró transformó
completamente la empresa de comprender los misterios de los números primos.
Ahora los matemáticos tenían un nuevo espacio para explorar: si conseguían
orientarse en el territorio de la función zeta y construir un diagrama de los lugares
situados al nivel del mar, los números primos podrían revelar sus secretos. Riemann
también descubrió el rastro de la existencia de una recta mágica que cruzaba este
espacio y cuyo alcance conducía directamente al corazón de las matemáticas. La
importancia de la recta mágica de Riemann puede juzgarse por el nombre que hoy
día le dan los matemáticos: la línea crítica. En un instante, el enigma de la
distribución aleatoria de los números primos en el mundo real quedó sustituido por
el intento de comprender la armonía del paisaje imaginario que se encontraba al
otro lado del espejo.
Dado que hay infinitos números primos, los pocos fragmentos que Riemann había
descubierto parecían elementos de prueba más bien precarios como base para la
construcción de una teoría. A pesar de ello, Riemann sabía que la recta mágica tenía
un importante significado. Sabía ya que el eje este-oeste indicaba un eje de
simetría en el paisaje zeta: todo lo que sucedía al norte del eje se reflejaba de
forma idéntica en el sur. Pero Riemann hizo un descubrimiento de mucho mayor
alcance: la recta mágica —la línea norte-sur que pasa por el punto 1/2— también
era un importante eje de simetría. Plausiblemente, este hecho le proporcionó a
Riemann una razón para creer que la naturaleza también había utilizado esta línea
de simetría para ordenar los ceros.
Lo más extraordinario que sucedía en relación con este importantísimo
descubrimiento de Riemann es que sus cálculos de las posiciones de los pocos ceros
iniciales no aparecía por ninguna parte en el ensayo sobre los números primos que
escribió para la Academia de Berlín. De hecho, en la versión del ensayo que se
pleuresía: a partir de aquel momento su mala salud ya no le dio tregua nunca más.
En muchas ocasiones buscó refugio en la campiña italiana. Se sintió especialmente
atraído por Pisa, la ciudad en que nació su único hijo, una niña a la que llamaron
Ida. Riemann disfrutaba con aquellos viajes a Italia no sólo por el buen clima, sino
también por la vivacidad intelectual que encontraba: durante aquella época la
comunidad matemática italiana fue la más abierta a sus ideas revolucionarias.
Su última visita a Italia no fue para huir del clima húmedo de Alemania, sino de un
ejército invasor: en 1866 los ejércitos de Hannover y de Prusia se enfrentaron en
Gotinga. Riemann se quedó aislado en los locales donde se alojaba, en el viejo
observatorio de Gauss, fuera de las murallas de la ciudad. A juzgar por el estado en
que los dejó, Riemann debió de marcharse a Italia a toda prisa. Aquel golpe fue
excesivo para su frágil constitución: siete años después de la publicación de su
ensayo sobre los números primos, Riemann moría a la temprana edad de treinta y
nueve años.
Ante el desorden que Riemann había dejado, su gobernanta destruyó muchos de
sus apuntes inéditos antes de que algunos miembros de la Facultad de Gotinga
pudieran detenerla. Las cartas que sobrevivieron fueron entregadas a su viuda y
desaparecieron durante años. Es difícil resistir la tentación de especular sobre lo que
se habría encontrado si la gobernanta de Riemann no hubiera estado tan ansiosa de
poner orden en su estudio: una afirmación de Riemann en su ensayo de diez
páginas indica que se creía capaz de demostrar que la mayor parte de los ceros se
hallaban sobre la recta mágica; su perfeccionismo le impidió desarrollar el tema, y
se limitó a escribir que la demostración todavía no estaba preparada para su
publicación. Entre sus cartas inéditas nunca se halló tal demostración, y hasta hoy
los matemáticos no han conseguido reconstruirla. Aquellas páginas desaparecidas
de Riemann intrigan tanto como la anotación en la que Fermat afirmaba poseer una
demostración de su último teorema.
Algunos apuntes inéditos que sobrevivieron al fuego de la gobernanta reaparecieron
al cabo de cincuenta años. Lo más frustrante es que de ellos se deduce que
Riemann realmente había demostrado mucho más de lo que publicó. Pero, por
desgracia, muchas de las cartas en las que se describían con todo detalle los
resultados que Riemann dejaba entender que había comprendido al menos en parte
Capítulo 5
La carrera de relevos matemática: comienza la revolución riemaniana
Contenido:
1. Hilbert, el Flautista de Hamelin de las matemáticas
2. Landau, el más difícil de los hombres
3. Hardy, el esteta de las matemáticas
4. Littlewood, el matón de las matemáticas
encontraban sobre la recta mágica de Riemann que pasa por y Stieltjes era un
ganador poco fiable: en su época de estudiante había suspendido tres veces los
exámenes universitarios para desesperación de su padre, que era miembro del
parlamento holandés y eminente ingeniero encargado de la construcción de los
muelles portuarios de Rotterdam. Pero los fracasos de Stieltjes no se debían a la
pereza: lo único que le distraía era el simple placer de leer auténticas matemáticas
en la biblioteca de Delft, en lugar de dedicarse intensamente a los ejercicios
técnicos que debería de haber preparado para sus exámenes.
Uno de sus autores preferidos fue Gauss, a quien pretendía emular. Y como Gauss
había trabajado en el observatorio de Gotinga, Stieltjes se empleó en el
observatorio de Leiden. Aquella plaza apareció como por ensalmo gracias a una
sugerencia de su influyente padre al director del observatorio, aunque Stieltjes
nunca fue consciente de tal ayuda. Cada vez que apuntaba al cielo con su
telescopio, su imaginación no estaba pendiente de la posibilidad de medir las
posiciones de nuevas estrellas, sino de las matemáticas del movimiento celeste.
Cuando germinaron sus ideas, decidió escribir a uno de los eminentes matemáticos
de las famosas academias francesas, Charles Hermite.
Hermite había nacido en 1822, cuatro años antes que Riemann. Ahora, con más de
sesenta años, era uno de los abanderados de la obra de Cauchy y de Riemann sobre
las funciones de números imaginarios. La influencia de Cauchy no se limitaba a las
matemáticas: en su juventud Hermite había sido agnóstico, pero Cauchy, que era
devoto católico, aprovechó un momento suyo de debilidad durante una grave
enfermedad para convertirlo al catolicismo. El resultado fue una extraña mezcla de
misticismo matemático semejante al culto pitagórico. Hermite creía que la
existencia matemática era una especie de estado sobrenatural al que los
matemáticos mortales sólo fugazmente podían echar algún vistazo.
Quizá fue esta la razón por la cual respondió con tanto entusiasmo a la carta que le
mandaba un oscuro asistente del observatorio de Leiden: se debió convencer de
que, mirando las estrellas, aquel astrónomo había recibido el don de una visión
matemática especialmente intensa. Muy pronto ambos se vieron envueltos en una
impetuosa correspondencia matemática que, en un período de doce años, supuso el
intercambio de 432 cartas. Hermite estaba impresionado por las ideas matemáticas
del joven holandés y, aunque Stieltjes no era licenciado, le dio su apoyo y consiguió
que lo recompensaran con una cátedra en la Universidad de Toulouse. En una carta
a Stieltjes a propósito de su trabajo, Hermite escribió: «Vous avez toujours raison
et jai toujours tort» [Usted siempre tiene razón y yo siempre me equivoco].
Durante el período en que mantenía esta correspondencia, Stieltjes hizo la
extraordinaria afirmación de haber demostrado la hipótesis de Riemann. Dada la
confianza de Hermite en su joven protegido, no se planteó la posibilidad de dudar
de que Stieltjes hubiera efectivamente conseguido concebir una demostración; al fin
y al cabo, había hecho ya aportaciones en otras ramas de las matemáticas.
Puesto que la conjetura de Riemann todavía no había tenido tiempo de adquirir el
carácter de duro reto que tiene en la actualidad, el anuncio de Stieltjes se recibió
con menos entusiasmo del que hoy suscitaría. Riemann no había pregonado su
intuición sobre los ceros, sino más bien la había enterrado cuidadosamente en su
ensayo de diez páginas sin dar apenas indicios que la apoyaran. Haría falta una
nueva generación para que la importancia de la hipótesis de Riemann se
comprendiera en toda su magnitud. En todo caso, el anuncio de Stieltjes era
excitante, ya que demostrar la hipótesis de Riemann significaría demostrar también
la conjetura de Gauss sobre los números primos, que en aquella época era el Santo
Grial de la teoría de los números. Para N = 1.000.000, la estimación de la cantidad
de números primos que da el logaritmo integral Li(N) de Gauss produce un error del
0,17 por ciento. Cuando se consiguió contar la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y 1.000.000.000 se descubrió que el error descendía al 0,003
por ciento. Gauss había creído que el error porcentual se reduciría cada vez más a
medida que se consideraran valores de N cada vez mayores. Hacia finales del siglo
XIX la conjetura de Gauss llevaba en circulación tiempo suficiente como para que
con su potencial conquistara grandes honores. Los indicios que apoyaban la
intuición de Gauss eran ciertamente convincentes.
En los tiempos en que Stieltjes escribía a Hermite sobre su demostración, el mayor
progreso en la dirección de una confirmación de la conjetura de Gauss se había
producido alrededor de 1850, en el viejo y amado refugio de Euler: San
Petersburgo. El matemático ruso Pafnuty Chebyshev, a pesar de no poder
demostrar que la diferencia porcentual entre la estimación de Gauss y la verdadera
cantidad de números primos se hace cada vez menor, había demostrado que el
error sobre el número de primos menores o iguales que N nunca sería mayor del
once por ciento, por grande que sea el valor de N. El once por ciento puede parecer
muy lejano del 0,003 por ciento que Gauss había obtenido para la cantidad de
números primos comprendidos entre uno y mil millones, pero la importancia del
resultado de Chebyshev radica en el hecho de garantizar con certeza absoluta que,
por más que continuemos contando números primos, el error nunca se volverá
enorme. Antes de los resultados de Chebyshev, la conjetura de Gauss se había
basado exclusivamente en una pequeña cantidad de indicios experimentales. El
análisis teórico de Chebyshev proporcionó la primera base auténtica a la hipótesis
de la existencia de una relación entre logaritmos y números primos. En todo caso,
quedaba todavía mucho camino por recorrer para demostrar que aquella relación se
mantendría tan estrecha como conjeturaba Gauss.
Chebyshev consiguió mantener este control sobre los errores usando métodos
absolutamente elementales. Riemann, que trabajaba en Gotinga con su sofisticado
espacio imaginario, tuvo conocimiento del trabajo de Chebyshev: hay evidencias de
que se disponía a enviarle una carta en la que subrayaba sus propios avances: entre
las páginas de notas de Riemann que sobrevivieron se encuentran borradores en los
que prueba diversas grafías para el nombre de su colega ruso. No sabemos si
finalmente Riemann mandó la carta a Chebyshev pero, enviada o no, Chebyshev no
consiguió mejorar su estimación del error en la cuenta de los números primos.
Por todo ello, el anuncio de Stieltjes suscitó, a pesar de todo, un entusiasmo notable
entre los matemáticos de su época: nadie sospechaba todavía hasta qué punto
resultaría difícil demostrar la hipótesis de Riemann, pero una demostración de la
conjetura de Gauss era un acontecimiento digno de reconocimiento. Hermite estaba
ansioso por conocer los detalles de la demostración de Stieltjes, pero el joven
matemático se mostró reticente: la demostración no estaba a punto. A pesar de las
continuas presiones, en los siguientes cinco años Stieltjes no dio a conocer nada
que apoyara su afirmación. Para superar la frustración cada vez mayor en que vivía
ante la resistencia de Stieltjes a exponerle sus ideas, Hermite ideó lo que creyó que
sería un procedimiento ingenioso para obligarlo a salir a la luz: propuso que la
Academia de París dedicara el Grand Prix des Sciences Mathématiques de 1890 a la
límites extremos del universo de los números, Hadamard demostró que un intrépido
viajero nunca encontraría sorpresas, por más lejos que fuera. Los primeros indicios
experimentales que Gauss había descubierto no eran un engañoso truco de la
naturaleza.
Hadamard nunca habría podido obtener su resultado sin el trabajo que había
realizado Riemann: sus ideas estaban empapadas por el análisis del paisaje zeta
que éste había realizado, pero estaba todavía muy lejos de demostrar la hipótesis
de Riemann. En el ensayo que contenía la demostración, Hadamard reconocía que
su trabajo no igualaba los resultados de Stieltjes, que continuó afirmando poseer
una demostración de la hipótesis de Riemann hasta su muerte, ocurrida en 1894.
Stieltjes fue el primero de una larga lista de reputados matemáticos que han
anunciado demostraciones que luego no han sido capaces de mostrar.
Hadamard supo pronto que tendría que compartir la gloria de haber demostrado el
teorema de los números primos: al mismo tiempo que él, un matemático belga,
Charles de la Vallée-Poussin, había hallado una demostración. El gran éxito de
Hadamard y de la Vallée-Poussin supuso el principio de un viaje que continuaría
durante el siglo XX, con matemáticos que ahora estaban impacientes por lanzarse a
la exploración del paisaje de Riemann. Hadamard y de la Vallée-Poussin habían
establecido el campamento base desde el que habría que partir para el ascenso
principal hacia la recta crítica de Riemann. Durante este período el problema
empezó a jugar el papel de monte Everest de la exploración matemática, a pesar de
que, paradójicamente, para su demostración hacía falta pasar por los puntos más
bajos del paisaje zeta. Ahora que la solución de la conjetura de Gauss sobre los
números primos estaba por fin completa, era el momento oportuno para que el gran
problema de Riemann emergiera de las oscuras profundidades del denso ensayo
berlinés.
Quien llamó la atención del mundo sobre la extraordinaria intuición de Riemann fue
otro matemático residente en Gotinga: David Hilbert. La carismática figura de este
matemático contribuyó más que ninguna otra cosa a lanzar al siglo XX en
persecución del más importante trofeo: la hipótesis de Riemann.
Muchos años más tarde, mientras efectuaba tareas de inspección para el estado de
Hannover, Gauss utilizó algunas de las mediciones que efectuaba en los alrededores
de Gotinga para verificar si un triángulo de haces de luz proyectado desde las cimas
de tres colinas contradecía la geometría euclidiana produciendo una suma de sus
ángulos distinta de 180 grados. Gauss se preguntaba si era posible que la
trayectoria rectilínea de un rayo de luz se curvara en el espacio: quizás el espacio
tridimensional fuera curvado, de la misma manera que el espacio bidimensional del
globo. Gauss pensaba en los llamados círculos máximos, como las líneas de longitud
a lo largo de las cuales se mide el recorrido más corto entre dos puntos sobre la
superficie de la Tierra. En esta geometría bidimensional no existen líneas paralelas
de longitud ya que todas ellas se encuentran en los polos. Nadie había considerado
la posibilidad de que el espacio tridimensional pudiera curvarse.
Hoy sabemos que Gauss operaba en una escala demasiado pequeña para observar
una curvatura significativa del espacio y así contradecir la concepción euclidiana del
mundo. Su intuición se confirmó cuando, durante el eclipse solar de 1919, Arthur
Eddington consiguió la prueba de que la luz procedente de las estrellas sufría una
desviación. Gauss nunca hizo públicas sus ideas, quizá porque sus nuevas
geometrías parecían entrar en conflicto con el deber de las matemáticas, que
consistía en dar una representación de la realidad física. A los amigos a quienes
confió sus dudas les pidió que guardaran el secreto.
La idea de estas nuevas geometrías fue hecha pública hacia 1830 por el ruso Nikolai
Lobachevsky y por el húngaro Janos Bolyai. El descubrimiento de las geometrías no
euclidianas, como Gauss las bautizó, no removió las aguas del estanque matemático
tanto como él había temido: simplemente se descartó por demasiado abstracta. La
consecuencia fue que las geometrías no euclidianas quedaron descartadas durante
muchos años. En la época de Hilbert, sin embargo, empezaron a emerger como
expresión perfecta de su propia aproximación, más abstracta, al mundo
matemático.
En opinión de algunos matemáticos, toda geometría que no verificara el axioma de
Euclides sobre las rectas paralelas contendría alguna contradicción interna que
provocaría su derrumbe. Cuando Hilbert empezó a explorar esta posibilidad
comprendió que había un fuerte nexo lógico entre geometría no euclidiana y
que consideraban verdades evidentes sobre los números: nadie había considerado
la eventualidad de que aquellos supuestos pudieran llevar a contradicciones.
Hilbert había ido retrocediendo cada vez más, hasta poner en duda la base misma
sobre la que se construía las matemáticas; ahora que se había planteado la
cuestión, se hacía imposible ignorar aquellos problemas fundamentales. El mismo
Hilbert estaba convencido de que nunca se descubriría ninguna contradicción y que
los matemáticos disponían de los medios necesarios para disipar cualquier duda al
respecto y demostrar que la disciplina estaba edificada sobre pilares más que
sólidos. Su pregunta anunció la llegada de una nueva era de las matemáticas: el
siglo XIX había contemplado la transición desde un útil auxilio práctico para la
ciencia hasta investigación teórica de verdades fundamentales, más parecida a la
filosofía de un antiguo ciudadano de Königsberg, Emmanuel Kant. Las
consideraciones de Hilbert sobre los fundamentos mismos de la disciplina le
proporcionaron la plataforma para lanzar esta nueva práctica de una matemática
abstracta. Su enfoque inédito caracterizaría las matemáticas del siglo XX.
A finales de 1899, Hilbert se encontró ante una oportunidad ideal para reunir los
extraordinarios cambios que sus nuevas ideas estaban produciendo en los campos
de la geometría, de la teoría de los números y de los fundamentos lógicos de las
matemáticas. Fue invitado a pronunciar uno de los discursos más importantes del
Congreso Internacional de Matemáticos que debía celebrarse en París al año
siguiente. Se trataba de un gran honor para un matemático que aún no había
cumplido los cuarenta años.
El encargo de hablar ante toda la comunidad matemática en los albores del nuevo
siglo intimidaba a Hilbert. Con toda seguridad pensó en preparar un discurso
trascendental, que estuviera a la altura de la ocasión. Hilbert empezó a consultar a
sus amigos sobre la conveniencia de utilizar el discurso para avanzar hipótesis sobre
el futuro de las matemáticas. Se trataba de una propuesta claramente no
convencional, que conculcaba la regla no escrita de que únicamente las ideas
completas, plenamente formadas, debían hacerse públicas. Hacía falta una fuerte
dosis de audacia para renunciar a la seguridad que garantiza el hecho de presentar
demostraciones de teoremas conocidos y, en cambio, especular sobre las
incertidumbres del futuro, pero Hilbert nunca fue una persona proclive a retroceder
Buscamos la solución. Puede ser hallada por la pura razón, porque en matemáticas
no existe ignorabimus».
Los problemas que Hilbert planteó a los matemáticos del nuevo siglo recogían el
espíritu revolucionario de Bernhard Riemann. Los dos primeros de la lista de Hilbert
se referían a cuestiones sobre los fundamentos de las matemáticas que habían
empezado a obsesionarlo, pero los demás se repartían por todos los rincones del
paisaje matemático. Algunos de ellos eran más bien proyectos abiertos que
cuestiones sobre las que conviniera obtener respuestas claras. Entre ellos, uno
estaba ligado al sueño de Riemann sobre la posibilidad de responder a las
cuestiones fundamentales de la física usando sólo las matemáticas.
El quinto problema nacía del enfoque de Riemann según el cual los diversos campos
de las matemáticas, como el álgebra, el análisis y la geometría, están íntimamente
relacionados, de modo que se hace imposible comprenderlos si los mantenemos
aislados. Riemann había demostrado que era posible deducir las propiedades
algebraicas de las ecuaciones a partir de la geometría de los grafos definidos por
estas ecuaciones. Hizo falta bastante coraje para oponerse al dogma que obligaba al
álgebra y al análisis a mantenerse lejos del poder potencialmente engañoso de la
geometría. Por este motivo matemáticos como Euler o Cauchy eran tan contrarios a
la representación gráfica de los números imaginarios: para ellos, los números
imaginarios eran soluciones de ecuaciones como x2 = −1 y no debían confundirse
con imágenes. Pero para Riemann era evidente la relación entre las disciplinas.
Hilbert mencionó el último teorema de Fermat en los preparativos del anuncio de
sus veintitrés problemas, pero, curiosamente, a pesar de la percepción pública de
este problema como una de las grandes cuestiones irresueltas de las matemáticas
ya en tiempos de Hilbert, nunca pasó a formar parte de su selección: Hilbert
opinaba que se trataba de «un notable ejemplo del efecto inspirador que un
problema tan particular y aparentemente sin importancia puede tener sobre la
ciencia». Gauss había expresado la misma opinión al declarar que se podrían haber
elegido muchas otras ecuaciones y preguntarse si tenían o no soluciones: no había
nada de especial en la elección de Fermat.
Hilbert tomó la crítica de Gauss al último teorema de Fermat como punto de
inspiración para su décimo problema: ¿existe un algoritmo —un procedimiento
que tener a Landau. El suyo nunca sería un departamento de gente dócil: Hilbert
quería colegas que retaran las convenciones sociales y matemáticas.
Landau era severo con sus estudiantes y era considerado el individuo más difícil del
departamento. Los estudiantes estaban aterrorizados con la posibilidad de que les
invitara a su casa los fines de semana, donde tendrían que soportar su pasión por
los juegos matemáticos. Uno de ellos, recién casado, partía de luna de miel; el tren
estaba a punto de salir de la estación de Gotinga cuando Landau llegó furioso al
andén, metió por la ventanilla el borrador de su último libro y ordenó: «¡Lo quiero
corregido a su regreso!».
Muy pronto Landau asumió el papel de continuador de la tradición de Riemann y
Gauss, y se convirtió en la figura más importante de Europa por su desarrollo de la
obra de la Vallée-Poussin y de Hadamard. Su temperamento se adaptaba
perfectamente al objetivo de abandonar el campo base que aquellos habían
establecido y dirigirse con decisión hacia las pendientes del monte Riemann. Para
demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos, Hadamard y la Vallée-
Poussin habían mostrado la inexistencia de ceros sobre la línea de frontera norte-
sur que pasa por el número 1. El reto que ahora se planteaba era demostrar que
tampoco se hallarían ceros antes de alcanzar la línea crítica de Riemann que pasa
por 1/2.
El matemático danés Harald Bohr se unió a la expedición de Landau. A pesar de
trabajar en Copenhague, era uno de los muchos peregrinos que atravesaban Europa
regularmente para visitar Gotinga. Su hermano Niels alcanzaría fama mundial como
uno de los creadores de la teoría de la mecánica cuántica. Harald se había labrado
un nombre en el fútbol: había sido uno de los jugadores más importantes del equipo
nacional danés que obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de 1908.
Juntos, Landau y Bohr completaron el primer intento exitoso de navegar por los
puntos a nivel del mar en el paisaje de Riemann. Consiguieron demostrar que a la
mayoría de los ceros les gustaba estar pegados a la recta mágica de Riemann.
Consideraron el número de ceros comprendidos entre 0,50 y 0,51 y lo compararon
con el número de ceros que aparecían fuera de esta estrecha banda de tierra; así
pudieron demostrar que los ceros contenidos en la banda representan al menos una
gran proporción del total de ceros. Riemann había previsto que todos los ceros
estarían sobre la recta que pasa por 1/2. Landau y Bohr no consiguieron
demostrarlo con tanta precisión, pero dieron un primer paso en esa dirección.
Para que su argumentación funcionara no era imprescindible que la banda tuviera
una anchura de 0,01. Aunque su anchura fuera de sólo 1/1030, por ejemplo, Landau
y Bohr estaban en condiciones de demostrar que la mayoría de los ceros están
dentro de esta franja vertical de territorio. Pero lo frustrante era que ni Landau ni
Bohr estaban en condiciones de deducir que la mayoría de los ceros tenía que
encontrarse efectivamente sobre la recta de Riemann que pasa por 1/2, una verdad
que Riemann afirmaba haber demostrado pero que nunca publicó. Este hecho puede
parecer absurdo: si todos los ceros se encuentran en una banda cuya anchura
puede reducirse más y más, ¿por qué no podemos concluir que la mayoría de ellos
tiene que estar sobre la recta crítica? Estos son los misterios de las matemáticas.
Supongamos, por ejemplo, que para cada número N haya 10N ceros en la estrecha
banda comprendida entre 1/2 + 1/10N+1 y 1/2 + 10N. Tal resultado hipotético
satisfaría el resultado de Bohr y Landau sin implicar que ni siquiera uno de los ceros
esté sobre la recta crítica que pasa por 1/2.
En aquella época, Gotinga empezaba a estar a la altura del lema que, grabado en el
blasón de la fachada del ayuntamiento de la ciudad, proclamaba que no había vida
fuera de sus murallas medievales. A principios del siglo XX, la tranquila ciudad
universitaria de Riemann se había transformado, debido a la influencia de Hilbert,
en una potencia de las matemáticas europea. En tiempos de Riemann era Berlín la
que vibraba de energía intelectual, pero algunos decenios más tarde, cuando
ofrecieron a Hilbert una cátedra universitaria en Berlín, la rechazó: ahora era la
ciudad medieval impregnada por la herencia que Gauss había legado la que
constituía un ambiente perfecto para desarrollar la actividad matemática.
Hilbert consiguió llevar a Gotinga a los mejores matemáticos del mundo gracias a
una donación de Paul Wolfskehl, un profesor de matemáticas que había muerto en
1908: en su testamento, había expresado el deseo de legar cien mil marcos como
premio para la primera persona que concibiera una demostración del último
teorema de Fermat. Se trata del premio sobre el cual Andrew Wiles leyó de
pequeño, y que encendió su interés por la búsqueda de una solución al enigma de
Fermat. (El incentivo económico que finalmente recibió Wiles por su demostración
sufrió una fuerte devaluación a causa de la enorme inflación que golpeó Alemania
en el período de entreguerras). El testamento de Wolfskehl establecía que cada año
transcurrido sin que se resolviera el problema, los intereses generados por el capital
inicial asignado como premio se utilizarían como fondo para los matemáticos que
visitaran Gotinga.
Landau se encargó de revisar las soluciones que se enviaban a Gotinga. Finalmente,
la carga de trabajo resultó tan pesada que decidió enviar los manuscritos a sus
estudiantes junto con una carta de rechazo pre impresa. El texto de la carta era:
«Le agradecemos su solución del último teorema de Fermat. El primer error tiene
lugar en la página… línea…». Hilbert asumió el encargo mucho más placentero de
invertir los intereses que generaba el premio en metálico. Esos intereses le dieron
los medios para invitar a muchos matemáticos a visitar Gotinga, hasta el punto de
hacerle desear que nunca se resolviera el último teorema de Fermat: «¿Por qué
tendríamos que matar a la gallina de los huevos de oro?», se preguntaba.
Era opinión general que todo joven matemático que quisiera abrirse camino en el
mundo académico antes que nada tenía que pasar por Gotinga: un estudiante
comparó la influencia de Hilbert sobre las matemáticas con la «dulce música del
flautista de Hamelin… que seduce un gran número de ratas induciéndolas a seguirlo
en el profundo río de las matemáticas». No sorprende que muchas de tales ratas
matemáticas procedieran de las academias que florecieron en la Europa continental
durante las revoluciones políticas e intelectuales que habían tenido lugar a lo largo
de todo el siglo XIX.
En cambio, Gran Bretaña sufría su tradicional incapacidad de absorber las buenas
ideas procedentes del continente: igual que las costas de Inglaterra habían
supuesto un baluarte inexpugnable contra los tumultos políticos de la Revolución
francesa, los matemáticos ingleses dejaron escapar la revolución de Riemann. Los
números imaginarios continuaron siendo considerados un peligroso concepto
continental. De hecho, la Inglaterra matemática no había hecho grandes avances
desde los tiempos de la disputa entre Leibniz y Newton, en el siglo XVII, sobre a
cuál de los dos tenía que atribuirse el mérito del descubrimiento del cálculo
infinitesimal. A pesar de que Newton había sido el primero, durante muchos años el
desarrollo matemático de su país estuvo obstaculizado por el rechazo del
quedarían por comprobar todas las de número par. En el caso de Hardy, el control
de las habitaciones para ver si están o no ocupadas se sustituye por el de
comprobar si los ceros se encuentran sobre la recta crítica. Desgraciadamente,
Hardy ni siquiera fue capaz de demostrar que al menos la mitad de los ceros están
sobre la recta. Aun habiendo comprobado un número infinito de habitaciones, éstas
representan el cero por ciento del total de habitaciones que quedan por comprobar.
El resultado que obtuvo Hardy era extraordinario, pero el camino que quedaba por
recorrer era aún muy largo: había hincado el diente al conjunto de los ceros, pero lo
que quedaba por delante seguía siendo tan enorme y oscuro como antes.
Aquel primer ensayo tan excitante tuvo sobre Hardy el efecto de una droga. Si
exceptuamos quizá su pasión por el cricket y una incesante lucha personal con Dios,
nada lo obsesionaba tanto como el deseo de demostrar que todos los ceros se
encontraban sobre la recta de Riemann. Igual que para Hilbert, la hipótesis de
Riemann estaba en la cima de la lista de los deseos de Hardy, lo que aparece con
claridad en los propósitos para el Nuevo Año que escribió en una de las muchas
tarjetas postales que mandaba a sus colegas y amigos:
1. Demostrar la hipótesis de Riemann;
2. Conseguir una puntuación de 211 [el primer número primo mayor que
200] en el cuarto inning del último Campeonato Internacional en el Oval;3
3. Hallar un argumento sobre la no existencia de Dios que convenza al gran
público;
4. Ser el primer hombre que alcance la cima del Everest.
5. Ser proclamado primer presidente de la URSS, de Gran Bretaña y de
Alemania;
6. Asesinar a Mussolini.
3
Referencias al juego del cricket.
estaba convencido de que cualquiera que gozara con las crónicas de los partidos de
fútbol apreciaría las joyas de los números primos: «Una peculiaridad de la teoría de
los números es que una buena parte se podría publicar en los diarios, y haría ganar
nuevos lectores al Daily Mail». Opinaba que los números primos guardaban misterio
suficiente para intrigar al lector y que además eran lo bastante sencillos como para
que cualquiera pudiera empezar a explorar su magia. Más que cualquier otro
matemático de su época, Hardy trabajó arduamente para comunicar una parte de
esta pasión por su disciplina, y no creía que su placer secreto debiera reservarse
para los que están en las torres de marfil de los ambientes académicos.
Tal como indica el tercero de sus propósitos para el nuevo año, la iglesia en la que
de pequeño descomponía los números de los himnos en producto de números
primos tuvo un efecto profundo en él. Muy pronto se convirtió en un despiadado
adversario de la idea de la existencia de Dios y de los signos externos de la religión.
Durante toda su vida mantuvo una batalla permanente con Dios, intentando
demostrar la imposibilidad de su existencia. Su lucha acabó siendo tan personal
que, paradójicamente, terminó por evocar a aquella figura cuya existencia tan
vehementemente deseaba negar. Cuando iba a ver los partidos de cricket llevaba
consigo una batería de armas anti-Dios para conjurar cualquier posibilidad de lluvia.
Aunque no hubiera ni una nube en el cielo, llegaba al estadio con cuatro chaquetas,
un paraguas y un fardo de trabajo pendiente bajo el brazo. Explicaba a sus vecinos
de localidad que estaba intentando inducir a Dios a pensar que él esperaba que
lloviera para tener la posibilidad de avanzar un poco de trabajo. Su idea era que
Dios, su enemigo jurado, haría resplandecer el sol con el único objetivo de destruir
cualquier posibilidad de utilizar aquel tiempo para hacer matemáticas.
Un día de verano, Hardy quedó decepcionado al ver que bruscamente se
interrumpía el partido de cricket que presenciaba porque el bateador se había
quejado de un rayo de luz que lo deslumbraba y que procedía de la tribuna en la
que él se sentaba. Pero su irritación se transformó en alegría cuando pidieron a un
voluminoso sacerdote que se sacara una gigantesca cruz plateada que llevaba
colgada del cuello, ya que reflejaba la luz del sol. Hardy no pudo contenerse y
durante toda la pausa estuvo mandando postales a sus amigos para darles cuenta
de la aplastante victoria del cricket sobre el clero.
tenían la menor noción de la estupenda música matemática que habrían podido oír
una vez dominadas las escalas.
Hardy atribuía su propia iluminación matemática al libro del matemático francés
Camille Jordán: Course d’Analyse, que le abrió los ojos sobre las matemáticas que
estaban floreciendo en el continente: «Nunca olvidaré el asombro con el que leí
aquella obra extraordinaria… y mientras la leía comprendí por primera vez lo que
realmente significaban las matemáticas».
La elección de Hardy como profesor del Trinity en 1900 lo liberó del peso de los
exámenes y le concedió la libertad para explorar el auténtico mundo matemático.
matemático. Era fuerte y ágil de cuerpo y mente. Igual que Hardy, era aficionado al
cricket y buen bateador. Su otra pasión era la música, por la que Hardy no sentía la
menor atracción. Ya mayor, aprendió por su cuenta a tocar el piano. Encontraba un
profundo placer con la música de Bach, Beethoven y Mozart. Opinaba que la vida
era demasiado breve para malgastarla con compositores de segundo orden.
También los separaba la sexualidad: se sabe que, muy probablemente, Hardy era
homosexual. Sin embargo él mantenía una gran discreción al respecto, aunque en
Cambridge la homosexualidad era casi más aceptable que el matrimonio: en aquella
época, los profesores de Oxford y Cambridge tenían que renunciar a su puesto en
caso de casarse. Littlewood afirmó que Hardy era un «homosexual no practicante».
A los ojos de todos, en cambio, Littlewood era un mujeriego. Aunque en este
terreno no llegó al nivel de Hilbert, mantuvo relaciones íntimas con la esposa de un
médico del lugar, con quien pasaba las vacaciones de verano en Cornualles. Años
más tarde, al mirarse en el espejo, uno de los hijos de la mujer comentó su
extraordinario parecido con el tío John: «No hay nada sorprendente», respondió
ella. «Es tu padre».
Tal y como corresponde a dos matemáticos, la colaboración de Hardy y Littlewood
se basaba en axiomas muy claros:
Bohr resumió así su relación: «Nunca hubo una colaboración tan importante y
cordial que se fundara sobre axiomas aparentemente tan negativos». Todavía hoy
los matemáticos hablan de «jugar con las reglas de Hardy-Littlewood» cuando
desarrollan un trabajo conjunto. Bohr comprobó que Hardy respetaba el segundo
axioma cuando colaboraba con él en Copenhague. Recordaba las voluminosas cartas
de temas matemáticos de Littlewood que llegaban a diario, y cómo Hardy,
imperturbable, las tiraba en un rincón de la habitación comentando con desdén:
«Supongo que un día u otro tendré que leerlas». Mientras estaba en Copenhague,
sólo una cosa ocupaba la mente de Hardy: la hipótesis de Riemann. A menos que
Littlewood le enviara una demostración de la hipótesis, sus cartas estaban
destinadas a terminar en un rincón.
Según narra Harold Davenport, un estudiante de Littlewood, faltó poco para que la
hipótesis de Riemann provocara una fractura entre Hardy y Littlewood. Hardy
escribió una novela de misterio en la que un matemático demostraba la hipótesis de
Riemann para ser asesinado por otro matemático que luego se atribuía la
paternidad de la demostración. Littlewood montó en cólera. El problema no era que
Hardy hubiera violado el axioma 4 sobre la obligación de citarlo como coautor de la
historia; Littlewood estaba convencido de que el personaje del asesino se inspiraba
en él, y exigió que el manuscrito nunca llegara a ver la luz. Hardy cedió y las
matemáticas quedó privada de esta pequeña joya literaria.
Littlewood había ido ascendiendo entre los estudiantes de matemáticas de
Cambridge utilizando todas las estratagemas que el sistema de exámenes requería.
Consiguió alcanzar la cumbre al obtener el ambicionado título de sénior wrangler,
que compartió con otro estudiante llamado Mercer. En Cambridge los sénior
wranglers eran celebridades, hasta el extremo de que al final del curso académico
se ponía en venta su fotografía. Probablemente los compañeros de estudios de
Littlewood ya intuyeron que aquello era el inicio de una extraordinaria carrera.
Cuando un amigo fue a comprar una de sus fotografías le respondieron: «Me temo
que el señor Littlewood está agotado, pero todavía nos quedan bastantes del señor
Mercer».
Littlewood era consciente de que los exámenes universitarios tenían muy poco que
ver con la verdadera esencia de las matemáticas, que eran simples juegos técnicos
que había que superar antes de pasar a la siguiente fase: «Los juegos que
practicábamos me resultaban fáciles, y conseguía una cierta satisfacción poniendo
en práctica estas habilidades». Ansiaba poner en práctica aquel arte que había
aprendido para alcanzar objetivos más creativos. Su entrada a la investigación
matemática seria resultó una especie de bautismo de fuego.
Ya libre de exámenes, Littlewood estaba impaciente por gozar de unas largas
vacaciones estivales para sumergirse en cuerpo y alma en la investigación. Pidió a
su tutor, Ernest Barnes, un problema apropiado para roer. Barnes, que más
adelante sería nombrado obispo de Birmingham, reflexionó por un momento, y
entonces recordó una interesante función que todavía no había sido abordada por
nadie: quizá Littlewood podría determinar los ceros de esa función. Barnes escribió
la definición de la función para que Littlewood pudiera llevársela a veranear: «Se
llama función zeta», dijo Barnes, con aire inocente. Littlewood salió del despacho
con el folio en la mano, inconsciente de que lo que Barnes le había sugerido era que
pasara el verano intentando demostrar la hipótesis de Riemann.
Barnes no había explicado a Littlewood el marco histórico en que se encuadraba el
problema, lo que le habría revelado su dificultad. Es probable que el tutor de
Littlewood no conociera la existencia de un nexo entre los ceros de la función zeta y
los números primos y, simplemente, considerara interesante la pregunta: ¿dónde
produce esta función un valor igual a cero? Peter Sarnak, uno de los autores de
referencia en los intentos modernos de demostración de la hipótesis de Riemann,
explica: «En realidad se trataba de la única función analítica que, ya entrados en el
siglo XX, los matemáticos todavía no comprendían». Tal como observó sir Peter
Swinnerton-Dyer, que había sido uno de sus alumnos, en las exequias de
Littlewood, el hecho de que «Barnes creyera que [la hipótesis de Riemann] era
idónea para un estudiante de investigación, aunque fuera el más brillante, y que
Littlewood debiera de afrontarla sin vacilar» da una idea clara de hasta qué punto
era desastroso el estado en que languidecía las matemáticas inglesa antes de que
Hardy y Littlewood ejercitaran su influjo positivo.
Littlewood luchó todo el verano, enfrentándose con el problema de aspecto inocente
que Barnes le había propuesto. A pesar de que sus intentos de determinar los ceros
no tuvieron ningún éxito, lo que encontró lo llenó de satisfacción. Como había
Gauss: las ciencias que no sufren de una adicción tal a la demostración, y muestran
un mayor respeto por los resultados experimentales, habrían estado absolutamente
satisfechas de aceptar la conjetura de Gauss como una piedra fundacional sobre la
que podían empezar a construirse nuevas teorías. En la época de Littlewood, unos
cien años más tarde, era plausible que el edificio matemático se elevara sobre tales
fundamentos. Pero en 1912 Littlewood descubrió que, en contra de todas las
previsiones, la hipótesis de Gauss era un espejismo. La piedra angular se desintegró
en polvo bajo su ojo indagador. Demostró que, cuando seguimos contando, antes o
después se llega a una región numérica en la que el logaritmo integral de Gauss
pasa de una sobreestimación a una subestimación de la verdadera cantidad de
números primos.
Littlewood consiguió también demoler otra idea que se estaba convirtiendo en una
referencia: muchos opinaban que el perfeccionamiento que Riemann había aportado
a la estimación de la cantidad de números primos propuesta por Gauss
proporcionaría estimaciones cada vez más precisas; Littlewood demostró que,
aunque el perfeccionamiento de Riemann resultaba más preciso cuando nos
movemos en el ámbito de los primeros millones de números, cuando nos
trasladamos a distancias mayores en el universo de los números la estimación de
Gauss resultaba más precisa.
El descubrimiento de Littlewood era especialmente notable por el hecho de que el
logaritmo integral de Gauss empieza a proporcionar una subestimación de la
cantidad de números primos sólo en regiones numéricas que probablemente nunca
alcanzaremos. Littlewood ni siquiera podía prever hasta dónde deberíamos llegar
para observar alguno de estos fenómenos. De hecho, hasta hoy nadie ha
conseguido avanzar lo suficiente como para llegar a una región numérica en la que
el logaritmo integral de Gauss dé una subestimación de la cantidad de primos. Si
estamos en condiciones de afirmar que en un cierto punto la predicción original de
Gauss resultará falsa, es sólo gracias al análisis teórico de Littlewood y al poder de
la demostración matemática.
Algunos años más tarde, en 1933, un estudiante de Littlewood llamado Stanley
Skewes estimó que sólo cuando se contaran los números primos hasta
hallaríamos una subestimación del número de primos por parte del logaritmo
integral de Gauss. Se trata de un número absurdamente grande: números tan
grandes a menudo producen comparaciones con la cantidad de átomos que existen
en el universo visible, que según las mejores estimaciones está en torno a los 10 78;
pero el número que sugirió Skewes hace imposible incluso esta comparación. Se
trata de un número que empieza por 1 y continúa con tantos ceros que, si
escribiéramos un cero sobre cada átomo del universo, no llegaríamos a ninguna
parte. Hardy señaló que el número de Skewes, que así pasó a llamarse, era sin
ninguna duda el mayor número que jamás se había considerado en una
demostración matemática.
La demostración de la estimación de Skewes era interesante por otro motivo: se
trata de uno de los millares de demostraciones que comienzan con la frase:
«supongamos que es cierta la hipótesis de Riemann». Skewes podía dar valor a su
demostración sólo presuponiendo que la hipótesis de Riemann es correcta, es decir,
que todos los puntos al nivel del mar en el espacio zeta se encuentran
efectivamente sobre la recta que pasa por y. Sin este supuesto, los matemáticos de
los años treinta del siglo pasado no podían afirmar con certeza hasta dónde había
que ir contando hasta descubrir que el logaritmo integral de Gauss proporcionaba
una subestimación de la cantidad de números primos. Sin embargo, en este caso
específico los matemáticos hallaron por fin un modo de evitar la ascensión al monte
Riemann. El mismo Skewes determinó un número todavía más grande, que sería
válido aunque la hipótesis de Riemann resultara falsa.
Lo más curioso es que, en contraste con su resistencia a aceptar la segunda
conjetura de Gauss, la confianza de los matemáticos en la validez de la hipótesis de
Riemann empezaba a ser lo bastante firme como para atreverse a edificar sobre ella
aunque no estuviera demostrada. La hipótesis de Riemann se estaba convirtiendo
ya en un componente estructural del edificio matemático. También es posible que se
tratara tanto de una cuestión de pragmatismo como de confianza: un número de
matemáticos cada vez mayor se topaba con la hipótesis de Riemann obstaculizando
Capítulo 6
Ramanujan, el místico matemático
Contenido:
1. Choque cultural en Cambridge
cuando era estudiante: aquel libro depositó la semilla que habría de germinar en
una fase posterior de su vida. Para Hardy y Littlewood, el libro de Landau tuvo una
influencia muy fuerte. En 1903, a los quince años, Ramanujan descubrió una copia
de A synopsis of Elementary Results in Puré and Applied Mathematics de George
Carr. Excepto por su relación con Ramanujan, el libro de Carr y la vida de su autor
tienen escasa importancia, pero para Ramanujan fue importante la estructura del
libro: era una lista de unos 4.400 resultados clásicos de las matemáticas; sólo
resultados, sin demostraciones. Ramanujan aceptó el reto y dedicó los años
siguientes a estudiar a fondo el libro y a explicar cada una de las afirmaciones que
describía. Como tenía poca familiaridad con el estilo occidental de demostración,
Ramanujan tuvo que crear sus propias matemáticas. El hecho de no estar atado por
la camisa de fuerza de las formas convencionales de pensamiento le dio la libertad
de moverse a placer, y no pasó mucho tiempo antes de que su libreta se llenara de
ideas y resultados que no aparecían en el libro de Carr.
Euler se había devanado los sesos con muchas de las afirmaciones no demostradas
de Fermat. En las aproximaciones de Ramanujan a los problemas matemáticos
podemos reconocer el mismo espíritu de Euler: poseía una capacidad fantástica de
intuir la manera de dar vueltas y más vueltas a las fórmulas hasta hacer emerger
nuevas perspectivas. Sintió una gran emoción cuando descubrió por su cuenta la
relación que los números imaginarios proporcionan entre la función exponencial y
las ecuaciones que describen las ondas sonoras. Pero su alegría se transformó en
desesperación cuando, pocos días después, el joven empleado indio descubrió que
Euler se le había adelantado unos ciento cincuenta años. Humillado y desanimado,
Ramanujan escondió sus cálculos en el desván de su casa.
La comprensión del significado de la creatividad matemática es, en el mejor de los
casos, difícil, pero la forma de proceder de Ramanujan siempre tuvo algo de
misterioso: afirmaba que la diosa Namagiri, protectora de su familia y consorte de
Narashima, el dios león, cuarta encarnación de Vishnu, le aportaba sus ideas en
sueños. En la aldea de Ramanujan algunos creían que la diosa tenía el poder de
exorcizar los demonios; para Ramanujan, Namagiri era la explicación de los
relámpagos de iluminación que desencadenaban su flujo ininterrumpido de
descubrimientos matemáticos.
1 + 2 + 3 + 4 +… + ∞ = −1/12
liquidó buena parte de ellas por tratarse de un sin sentido. Una fórmula así se
presenta como ridícula incluso a un ojo no calificado: ¡sumar todos los números
enteros y obtener como resultado una fracción negativa es claramente la obra de un
loco! «El señor Ramanujan ha caído en las trampas del tema más bien difícil de las
series divergentes», escribió el profesor a Griffith.
A pesar de todo, el juicio de Hill no fue totalmente negativo. Animado por esos
comentarios, Ramanujan decidió tentar a la suerte y escribir directamente a algunos
matemáticos de Cambridge. Dos de los destinatarios no consiguieron penetrar en el
mensaje que se escondía detrás de la extraña matemática de Ramanujan y
rechazaron su petición de ayuda. Pero luego la carta de Ramanujan fue a parar al
escritorio de Hardy.
Las matemáticas parecen tener el poder de atraer a los excéntricos, y quizás una
parte de la responsabilidad ha de atribuirse a Fermat. El modelo de carta de rechazo
de Landau da testimonio de la cantidad de respuestas absurdas que se reciben
procedentes de individuos que reivindican su derecho a recibir el premio Wolfskehl
por haber resuelto el último teorema de Fermat. Los matemáticos están
acostumbrados a recibir cartas no solicitadas llenas de locas teorías numerológicas;
Hardy, por ejemplo, estaba acostumbrado a quedar sumergido en un diluvio de
manuscritos cuyos autores, como recordaba su amigo C. P. Snow, afirmaban haber
resuelto los misterios proféticos de la Gran Pirámide o descifrado los criptogramas
que Francis Bacon había escondido en los dramas de Shakespeare.
Hacía poco que Ramanujan había recibido un ejemplar del libro de Hardy: Orders of
Infinity, de parte de Ganapathy Iyer, un profesor de matemáticas de Madrás con
quien pasaba veladas enteras en la playa discutiendo de matemáticas. Mientras leía
a Hardy, Ramanujan debió de comprender que finalmente había encontrado a
alguien capaz de apreciar sus ideas, pero más tarde reconoció haber temido que sus
sumas infinitas indujeran a Hardy «a hacerme notar que mi destino era el
manicomio». Había una afirmación de Hardy que interesaba particularmente a
Ramanujan: «Hasta hoy no se ha encontrado una expresión definida que
Lo que tenían delante era la solución de Riemann para el cálculo de la función zeta
cuando se le introducía el número −1. Sin una instrucción formal, Ramanujan había
recorrido todo el camino solo y había reconstruido el descubrimiento que Riemann
había hecho del paisaje zeta.
La carta de Ramanujan no podía haber llegado en mejor momento: gracias al libro
de Landau, Littlewood y Hardy estaban fascinados por las maravillas de la función
zeta de Riemann y por sus conexiones con los números primos. Y he aquí que
Ramanujan afirmaba tener una fórmula increíblemente precisa para calcular la
cantidad de números primos que se hallan en un intervalo numérico dado. Aquella
misma mañana, Hardy había descartado esta afirmación, convencido de que
Ramanujan era uno de tantos desequilibrados que se dedican a las matemáticas.
Pero su trabajo de la tarde había colocado aquel sobre procedente de la India bajo
una luz completamente distinta.
Hardy y Littlewood debieron de quedar atónitos ante la afirmación de Ramanujan
según la cual su fórmula permitía calcular la cantidad de números primos hasta
100.000.000, «en general sin ningún error y en algunos casos con un error de 1 o
de 2». El problema radicaba en que no daba ninguna fórmula. En efecto, toda la
carta era profundamente frustrante para los dos matemáticos, ya que para ellos era
absolutamente fundamental disponer de una demostración. Las fórmulas y las
afirmaciones que llenaban la carta, en cambio, nunca se justificaban ni se explicaba
de dónde venían.
Hardy respondió a Ramanujan en términos muy positivos, pidiéndole que mandara
las demostraciones y mayores detalles sobre las fórmulas relativas a los números
primos. Littlewood añadió una nota pidiendo que les mandara la fórmula para los
números primos y «todas las demostraciones posibles, rápidamente». Los dos
matemáticos estaban en ascuas ante la respuesta de Ramanujan. Pasaron muchas
cenas intentando descifrar otras partes de su primera carta. Bertrand Russell
escribió a un amigo que había encontrado «durante la cena a Hardy y Littlewood en
Hardy descubrió que dar una educación matemática a Ramanujan era una auténtica
obra de equilibrismo: temía que, si insistía demasiado en obligarlo a consumir
energías en la demostración de sus resultados, podría «destruir su confianza en sí
mismo o romper el sortilegio de su inspiración». Confió a Littlewood el trabajo de
familiarizarlo con el rigor de las matemáticas occidental. Littlewood descubrió que
se trataba de un trabajo virtualmente imposible: ante cualquier cosa que intentara
presentar a Ramanujan, obtenía como respuesta una catarata de ideas originales
que lo dejaban clavado en su silla.
Si bien los intentos de Ramanujan por producir fórmulas exactas para contar los
números primos contribuyeron a llevar su barco hasta Inglaterra, sería en ámbitos
relacionados donde terminaría dejando su marca. La lectura de los comentarios
pesimistas de Hardy y Littlewood sobre la malignidad de los números primos lo
disuadió de atacarlos directamente. Sólo podemos especular sobre lo que
Ramanujan habría podido descubrir si no le hubieran transmitido el miedo de
Occidente a los números primos. Junto a Hardy, sin embargo, Ramanujan continuó
su exploración de las propiedades relacionadas con ellos. Las ideas que él y Hardy
elaboraron contribuirían al primer paso adelante en el camino de una demostración
de la conjetura de Goldbach, que afirma que todo número par se puede escribir
como suma de dos números primos. Tal progreso llegó por vía indirecta, pero el
punto de partida fue la ingenua confianza de Ramanujan en la existencia de
fórmulas exactas para expresar sucesiones numéricas importantes, como la de los
números primos. En la misma carta en que afirmaba haber encontrado una fórmula
para los números primos, decía haber comprendido la manera de generar otra
sucesión hasta entonces indomable: la partición de números.
¿De cuántas maneras distintas se puede dividir cinco piedras en montones
diferentes? El número de montones varía de un máximo de cinco montones
compuestos por una única piedra a un único montón de cinco piedras, con un cierto
número de posibilidades intermedias:
Número 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15
aprendido a comprimir sus pies dentro de los zapatos occidentales y a llevar toga y
birrete, su corazón seguía estando en la India meridional.
Cambridge se había convertido en una prisión: Ramanujan estaba habituado a la
libertad que ofrecía la vida en la India, cuyo clima cálido permitía que la gente
pasara mucho tiempo al aire libre. En Cambridge tenía que refugiarse tras los
gruesos muros del College para protegerse del viento gélido del mar del Norte. Las
divisiones sociales le impedían tener relaciones más allá de las interacciones
formales de la vida académica. Además, estaba empezando a descubrir que la
insistencia de Hardy en el rigor matemático impedía que su mente pudiera vagar
libremente por el espacio matemático.
Al declive de su estado psicológico se unía el deterioro físico: el Trinity College no
comprendía las rígidas reglas de alimentación que le imponía su religión. En la India
estaba acostumbrado a recibir la comida directamente de manos de su esposa
mientras él llenaba sus libretas; aunque las cocinas del College le ofrecían un
servicio idéntico al que se reservaba para profesores como Hardy y Littlewood, para
Ramanujan lo que se servía en el comedor era absolutamente imposible de digerir.
Simplemente no era capaz de sobrevivir por sí mismo y se sentía terriblemente
solo, ya que había dejado a su esposa y a su familia en la India. Su malnutrición
llevó a la sospecha de que había contraído tuberculosis, lo que lo obligó a pasar por
una serie de clínicas de reposo.
Ramanujan intentó salir adelante concentrándose en las matemáticas, pero sin
mucho éxito. Sus sueños estaban plagados de imágenes matemáticas delirantes.
Creía que sus dolores abdominales estaban causados por el clavo sin fin que se
elevaba sobre el paisaje de Riemann cuando la función zeta tendía al infinito. ¿Se
trataba quizá de un castigo terrible por haber incumplido la ley brahmánica que le
prohibía atravesar los mares? ¿Había interpretado mal el mensaje de Namagiri?
Desde su llegada a Cambridge su esposa no le había escrito. La presión que tenía
que soportar resultaba demasiado fuerte.
Tras un restablecimiento parcial, aún bajo la depresión, Ramanujan intentó
suicidarse lanzándose ante un convoy del metro londinense. Falló gracias a la
intervención de un guardia que consiguió hacer parar el tren a pocos metros del
cuerpo de Ramanujan. En 1917 el intento de suicidio era un delito, pero gracias a la
¿Podría ser que Ramanujan hubiera accedido a una fórmula secreta para calcular la
distribución de los números primos, una fórmula tan precisa como la relativa a la
función de partición? ¿Podría ser que los cuadernos de Ramanujan escondan aún
indicios a la espera de ser descubiertos? En 1976 la comunidad matemática se
estremeció ante la noticia del descubrimiento de un cuaderno de Ramanujan que se
creía perdido, y que resultó estar repleto de matemáticas inéditas; este
descubrimiento está destinado inevitablemente a alimentar hipótesis sobre la
posibilidad de que, escondidos en los archivos del Trinity College o en cualquier
cajón de Madrás, haya tesoros que todavía no han visto la luz y que explicarían la
capacidad de Ramanujan de contar los números primos con tanta precisión.
La muerte de Ramanujan supuso una gran conmoción para Hardy, quien sólo dos
meses antes había recibido de su amigo una carta «más bien alegre y llena de
matemáticas». La pérdida de tan maravilloso compañero de viaje en sus
excursiones a través del territorio matemático le produjo una gran desolación:
«Para mí, su originalidad ha sido fuente constante de inspiración desde que lo
conocí, y su muerte es uno de los peores golpes que jamás haya recibido».
Cuando envejeció, Hardy cayó víctima de la depresión. Siempre había pensado en sí
mismo como si fuera joven; ahora, la imagen de su cara cruzada de arrugas le
repugnaba tanto que cogió la costumbre de pedir insistentemente que dieran la
vuelta a todos los espejos cuando entraba en una habitación. Odiaba los efectos de
la edad sobre su capacidad de hacer matemáticas. Su Apología de un matemático
es la descripción memorable de un matemático al final de su carrera: para hacer
matemáticas, un matemático «no ha de ser demasiado viejo, las matemáticas son
un ejercicio creativo y no contemplativo, y nadie puede consolarse cuando pierde el
poder o el deseo de crear; y tal cosa es fácil que le ocurra muy pronto a un
matemático».
Como antes había hecho Ramanujan, Hardy intentó quitarse la vida, aunque escogió
tomar pastillas en lugar de saltar ante un tren. Sin embargo vomitó las pastillas y
quedó tuerto. C. P. Snow recuerda una visita que hizo a Hardy tras su intento de
suicidio: «Se burlaba de sí mismo. Se las arreglaba muy mal. ¿Había existido
alguien que se las arreglara peor que él?». El único consuelo para Hardy, como
escribió en la Apología, había sido Ramanujan: «Todavía hoy, en los momentos de
Capítulo 7
Éxodo matemático: de Gotinga a Princeton
Contenido:
1. Repensar a Riemann
2. Selberg, el escandinavo solitario
3. Erdös, el mago de Budapest
4. Ceros ordenados significan primos aleatorios
5. Polémica matemática
El padre de Landau, Leopold, descubrió que en la misma calle de Berlín donde vivía
habitaba también un joven portento de las matemáticas. Lleno de curiosidad, lo
invitó a tomar el té en su casa; a pesar de su timidez, Carl Ludwig Siegel aceptó la
cita con el padre del gran matemático de Gotinga. El viejo Landau tomó de su
biblioteca los dos volúmenes del libro sobre los números primos que había escrito su
hijo y se los entregó a Siegel; probablemente aún eran demasiado difíciles para él,
explicó, pero quizá más adelante estaría preparado para leerlos. Siegel debió
guardar como un tesoro el libro de Edmund Landau, que tendría un impacto
duradero sobre su desarrollo matemático.
La mayoría de edad de Siegel coincidió con el estallido de la Primera Guerra
Mundial. Aquel muchacho joven y reservado se asustaba con la idea de prestar
servicio en el ejército: empezó a desarrollar una profunda aversión a todo lo que
tuviera que ver con las fuerzas armadas. A pesar del interés que el padre de Landau
había mostrado por sus progresos matemáticos, inicialmente Siegel había elegido
estudiar astronomía, pensando que se trataba de una disciplina que nunca tendría
nada que ver con la guerra. Pero los cursos de astronomía empezaban tarde y, para
aquel hombre formidable. Sabía que la respuesta a uno solo de los veintitrés
problemas de Hilbert supondría el pasaporte al éxito.
Al principio, ante gigantes del calibre de Hilbert, era absolutamente incapaz de
expresar sus propias ideas; finalmente consiguió el coraje necesario cuando algunos
de los miembros veteranos de la facultad lo invitaron a nadar en el río Leine: en
traje de baño el aspecto de Hilbert intimidaba mucho menos, y Siegel se sintió lo
bastante audaz como para hacerlo partícipe de su opinión sobre la hipótesis de
Riemann. La reacción de Hilbert fue entusiasta y su apoyo aseguró al tímido colega
un empleo en la Universidad de Francfort en 1922.
Durante su vida, Siegel contribuyó con éxito a la solución de muchos de los
problemas de Hilbert, pero lo que consiguió imprimir su nombre en letras de oro en
el mapa matemático fue su poco convencional contribución al octavo problema: la
hipótesis de Riemann.
1. Repensar a Riemann
Cuando decidió dedicarse a la solución del octavo problema de Hilbert, Siegel estaba
empezando a notar que algunos matemáticos estaban cada vez más desilusionados
con la contribución de Riemann a este problema: Landau, el mentor de Siegel, era
probablemente la voz más abiertamente crítica sobre lo que realmente había
conseguido Riemann en su ensayo de diez páginas publicado en 1859. Incluso
reconociendo que se trataba de un «ensayo extremadamente brillante y útil»,
Landau continuaba poniendo sordina a sus alabanzas: «La fórmula de Riemann no
es en realidad lo más importante de la teoría de los números. Riemann sólo ha
creado los instrumentos que, una vez perfeccionados, han permitido más tarde
demostrar muchas otras cosas».
Mientras tanto, en Cambridge, Hardy y Littlewood asumían una actitud igualmente
desdeñosa: hacia finales de los años veinte, la incapacidad de resolver la hipótesis
de Riemann empezaba a resultar frustrante para Hardy; también Littlewood empezó
a preguntarse si el hecho de no conseguir demostrarla podía significar que en
realidad la hipótesis fuera equivocada:
4
Nachlass: deducciones. (N. del T.)
Resulta muy extraño que los matemáticos necesitaran tanto tiempo para
comprender que los apuntes de Riemann podían contener joyas como ésta: en su
ensayo de diez páginas, y en algunas cartas que escribió en aquella época a otros
matemáticos, hay claros indicios de que Riemann estaba trabajando en algo
realmente importante. En efecto, en su ensayo cita una nueva fórmula, pero añade
que no la ha «simplificado lo suficiente para anunciarla». Los matemáticos de
Gotinga estudiaban desde hacía setenta años aquel documento publicado, ignorando
que aquella fórmula mágica se encontraba a pocas manzanas de distancia. Klein,
Hilbert y Landau no se lo habían pensado dos veces para emitir su sentencia sobre
Riemann, aunque ninguno de ellos había ni siquiera echado un vistazo a sus inéditas
Nachlass.
Para ser honestos, basta una ojeada a los apuntes desordenados de Riemann para
darse cuenta del alcance de la labor. Como escribió Siegel: «ninguna parte de los
escritos de Riemann relativos a la función zeta está preparada para ser publicada; a
veces encontramos fórmulas inconexas en una misma página, con frecuencia sólo
tenemos escritas la mitad de las ecuaciones». Era como estudiar los primeros
compases de una sinfonía inacabada. La composición final debe mucho al
virtuosismo con que Siegel extrajo la fórmula de entre el caos de las notas de
Riemann. El nombre con el que hoy se la conoce —fórmula de Riemann-Siegel—
está plenamente justificado.
Gracias a la perseverancia de Siegel se había revelado un aspecto inédito de la
personalidad de Riemann: ciertamente, Riemann había defendido con ardor la
importancia del pensamiento abstracto y de los conceptos generales, pero sabía
bien que también era importante no olvidar el cálculo y la experimentación
numérica: no había olvidado la tradición del siglo XVIII de la que había emergido su
matemática.
El Nachlass conservado en la biblioteca de Gotinga representaba sólo una parte de
lo que se recuperó de manos de la gobernanta de Riemann. El primero de mayo de
1875 Elise Riemann escribió a Dedekind para pedirle otra vez una parte del material
personal que deseaba que volviera a posesión de la familia. Entre este material
había «un librito negro que contiene anotaciones sobre la estancia de Riemann en
París durante la primavera de 1860». Apenas unos meses antes de aquel viaje,
Riemann había publicado su fundamental ensayo de diez páginas sobre los números
primos, dándose prisa para mandarlo a la imprenta coincidiendo con su
nombramiento en la Academia de Berlín. En París, tras la actividad frenética de la
publicación, tuvo tiempo de añadir detalles a sus propias ideas. El clima en París era
horrible: la nieve y el granizo impidieron a Riemann visitar la ciudad. Tuvo que
permanecer tranquilamente en su habitación poniendo sus pensamientos por
escrito. No es irracional pensar que, junto con sus impresiones personales de París,
en aquel «librito negro» Riemann anotara sus propios razonamientos sobre los
puntos a nivel del mar en el paisaje zeta. El libro nunca se ha recuperado, aunque
hay muchos indicios sobre cuál fue su destino.
El 22 de julio de 1892, el yerno de Riemann escribió a Heinrich Weber: «Al principio
mamá no podía aceptar que las cartas de Riemann no estuvieran en manos
privadas; para ella son sagradas y no le gusta la idea de que estén al alcance de
cualquier estudiante, que también podría leer las notas al margen, algunas de las
cuales son puramente personales». A diferencia de lo que ocurrió con Fermat, cuyo
sobrino había estado incluso ansioso por publicar las notas al margen de su tío, la
familia de Riemann era reacia a hacer públicas las notas que Riemann nunca había
previsto publicar. Parece que en aquel momento el librito negro aún estaba en
poder de la familia.
Abundan las hipótesis sobre el destino del cuaderno: hay indicios que hacen creer
que más adelante Bessel-Hagen compró una parte del material inédito que estaba
en manos de la familia. No está claro si compró el material en una subasta o si lo
consiguió a través de algún contacto personal. Una parte de las cartas terminó en
los archivos de la Universidad de Berlín, pero parece ser que Bessel-Hagen decidió
quedarse con el resto. Murió de inanición en invierno de 1946, en el caos que siguió
al final de la Segunda Guerra Mundial. Sus efectos personales no se hallaron nunca.
Según otra versión, el librito negro terminó en manos de Landau. Se dice que, en
medio de las incertidumbres del período de entreguerras, se lo confió a su yerno, el
matemático I. J. Schoenberg, que en 1930 huyó a los Estados Unidos, pero esta
pista también se pierde en la nada. Como actualmente hay un premio de un millón
de dólares, la búsqueda del librito negro se ha convertido en la caza del tesoro.
alegría al hallarse de nuevo ante una pizarra y su pena de que aquella oportunidad
llegara a su término», recordó Hardy. Incapaz de plantearse la posibilidad de
abandonar su país, Landau volvió a Alemania, donde murió en 1938.
Aquel año Siegel, que no tenía parientes judíos, se trasladó de Francfort a Gotinga
para intentar recuperar la reputación del departamento de Matemáticas. En 1940 se
exilió voluntariamente en los Estados Unidos como protesta por los horrores de la
guerra. Tras las terribles experiencias que había vivido de joven durante la Primera
Guerra Mundial, había jurado que no permanecería en Alemania si su país entraba
de nuevo en guerra. Pasó los años de la guerra en el Institute for Advanced Study
de Princeton. De los matemáticos que habían forjado la reputación de Gotinga, sólo
Hilbert permaneció en Alemania: para él siempre había sido una obsesión la
supremacía matemática de Gotinga. Ya anciano, no conseguía comprender los
motivos de la devastación que ahora lo rodeaba. Siegel intentó explicarle por qué se
habían ido muchos miembros de la facultad: «Tenía la impresión, me pareció, de
que estábamos intentando hacerle una broma de mal gusto», recordó más adelante
Siegel.
En pocas semanas, Hitler destruyó las grandes tradiciones de Gotinga que Gauss,
Riemann, Dirichlet y Hilbert habían creado: «Fue una de las peores tragedias que ha
sufrido la cultura humana desde los tiempos del Renacimiento», escribió un
comentarista. Gotinga (y, podría quizás añadirse, la matemática alemana), nunca se
recuperó del todo de la purga que los nazis perpetraron durante los años treinta del
siglo XX. Hilbert murió el día de San Valentín de 1943, tras una caída sufrida en las
calles medievales de Gotinga: su muerte marcó el fin de la ciudad como meca de las
matemáticas.
Las matemáticas habían entrado en crisis en toda Europa. Mientras las naciones se
preparaban para la inevitable confrontación, se hacía muy difícil justificar la
investigación de ideas abstractas por sí mismas. Una vez más, la ciencia europea
recibió el encargo de proporcionar la supremacía militar a las naciones. Muchos
matemáticos siguieron el ejemplo de Siegel y emigraron a los Estados Unidos. Para
la mayor parte de ellos, la prosperidad y el apoyo que recibieron del otro lado del
Atlántico resultó el ambiente perfecto para reemprender la investigación pura.
Mientras que los Estados Unidos se benefició de esta inmigración académica, Europa
nunca ha reconquistado su papel de potencia mundial de las matemáticas.
Algunos matemáticos volvieron del exilio: una vez terminada la guerra, Siegel volvió
a Alemania. Durante su exilio en Princeton había permanecido completamente al
margen de los desarrollos matemáticos de Europa y creía que durante su ausencia
no se habían producido grandes cambios. Le esperaba una sorpresa: aunque
muchísimos matemáticos se marcharon o dejaron de ocuparse de su disciplina,
resultó que había novedades. Siegel encontró a su amigo Harald Bohr, el
matemático danés que desde Copenhague había colaborado con Hardy en sus
intentos de demostrar la hipótesis de Riemann: «¿O sea que ha sucedido algo
durante mi exilio en Princeton?», preguntó Siegel a su viejo colega; «¡Selberg!», le
respondió Bohr.
Estados Unidos desde su Alemania natal en 1934, cuando los nazis lo obligaron a
dejar su trabajo en Breslavia por sus ideas pacifistas: «Entonces fue un golpe para
mí, pero luego me he habituado a este tipo de cosas». El hecho de que Selberg no
tuviera información sobre la contribución de Rademacher ilustra hasta qué punto
Noruega estaba aislada en aquella época de los desarrollos matemáticos que tenían
lugar allende sus fronteras.
Según Selberg, había algo sorprendente en el hecho de que Hardy y Ramanujan no
hubieran hallado la fórmula exacta: «Creo firmemente que la responsabilidad recae
en Hardy… Hardy no confió completamente en la intuición de Ramanujan… Creo que
si Hardy hubiera confiado más en Ramanujan, habrían terminado llegando
inevitablemente en las sucesiones de Rademacher. Hay pocas dudas sobre ello». Tal
vez, sin embargo, fue la ruta que tomaron Ramanujan y Hardy lo que derivó en la
contribución Hardy-Littlewood a la conjetura de Goldbach, algo que, de otro modo,
no habría sucedido.
Selberg empezó a leer todo lo que encontró sobre el trío de Cambridge: Ramanujan,
Hardy y Littlewood. Le interesó sobre todo su trabajo sobre los números primos en
relación con la función zeta. En uno de los artículos de Hardy y Littlewood había una
afirmación que despertó particularmente su curiosidad: sus métodos de entonces,
decían, no parecían ofrecer ninguna esperanza de demostrar que la mayor parte de
los ceros, los puntos a nivel del mar del paisaje de Riemann, se encontraran sobre
la recta mágica de Riemann. Hardy había completado el importantísimo paso de
demostrar que un número infinito de ceros estaba sobre la recta, pero no había
conseguido demostrar que aquel número infinito abarcara siquiera una porción del
número total de ceros.
A pesar de algunos progresos debidos a Littlewood, el número de ceros cuya
presencia sobre la recta habían conseguido demostrar los dos matemáticos quedaba
aplastado por los ceros que no habían sido capaces de determinar. Hardy y
Littlewood afirmaban sin titubeos que era imposible mejorar sus resultados
utilizando los métodos que ellos mismos habían desarrollado.
Pero Selberg no fue tan pesimista. Pensaba que aún era posible obtener algo de sus
ideas: «Estaba mirando la parte del artículo original de Hardy y Littlewood en la que
explican por qué su método no podía dar más de lo que ellos habían conseguido
demostrar. Lo leí y razoné sobre ello. Y después me di cuenta que aquello era
totalmente absurdo». La intuición de Selberg —la sensación de poder ir más allá de
los resultados de Hardy y Littlewood— resultó certera. A pesar de que aún no podía
demostrar que todos los ceros están sobre la recta, consiguió probar que el
porcentaje de ceros capturados con su método no se reducía a cero cuando se
utilizaba para calcular la posición de los ceros colocados más al norte. Selberg no
estaba muy seguro de qué proporción de ceros podría determinar así, pero el suyo
fue el primer intento exitoso de abrir una brecha de una cierta entidad en el
problema. Mirado retrospectivamente, parece que Selberg consiguió demostrar que
un cinco o diez por ciento de los ceros caían sobre la recta, lo que significa que, si
continuamos contando ceros hacia el norte, al menos esta parte responderá a la
hipótesis de Riemann.
A pesar de no tratarse de una demostración de la hipótesis de Riemann, la brecha
abierta por Selberg representó un importante avance psicológico, aunque nadie fue
consciente de ello. El mismo no estaba seguro de que ningún otro lo hubiera
precedido en el descubrimiento. Una vez acabada la guerra, en el verano de 1946,
Selberg fue invitado a hablar en el Congreso Escandinavo de Matemáticas, en
Copenhague. Ya escarmentado por su experiencia anterior con la fórmula exacta
para el cálculo del número de particiones, decidió que lo mejor sería verificar si sus
resultados sobre los ceros de la función de Riemann eran ya conocidos o no. Pero la
Universidad de Oslo todavía no había recibido las revistas de matemáticas que no
habían llegado durante la guerra. «Había oído que en la biblioteca del Instituto de
Trondheim habían recibido los ejemplares. Por tanto, fui a Trondheim especialmente
para ello. Estuve casi una semana en la biblioteca».
Su preocupación era infundada: descubrió que estaba muy por delante de cualquier
otro en la comprensión de los ceros del paisaje zeta de Riemann. La conferencia que
dictó en Copenhague constituyó la confirmación de lo que afirmaba Bohr a los que
venían de visita desde los Estados Unidos: en Europa las novedades matemáticas se
reducían a un nombre: «¡Selberg!». En la conferencia éste habló de sus ideas sobre
la hipótesis de Riemann. A pesar de su importante contribución al camino que
conducía a su demostración, Selberg subrayó que los elementos de apoyo a la
veracidad de la hipótesis de Riemann todavía eran muy escasos: «Pienso que la
El Institute for Advanced Study había sido fundado en 1932, con la ayuda de una
donación de cinco millones de dólares por parte de Louis Bamberger y de su
hermana Caroline Bamberger Fuld. Su objetivo era atraer a los mejores estudiosos
del mundo ofreciéndoles un refugio tranquilo y un salario generoso: no es por
casualidad que el instituto recibe el sobrenombre de Institute for Advanced Salaries.
El lugar se esforzaba por emular la atmósfera típica de los College de Oxford y
Cambridge, donde estudiosos de todas las disciplinas podían interactuar
fructíferamente.
Pero, en contraste con la rancia atmósfera de aquellas antiguas instituciones
europeas, en Princeton se respiraba un aire joven y fresco, desbordante de vida y
de ideas. Si en Oxford o en Cambridge se consideraba de mala educación hablar de
trabajo en la mesa, Princeton ignoraba tales finuras: los miembros del instituto
hablaban abiertamente de su trabajo tantas veces como hiciera falta. Einstein lo
comparó con una pipa aún no ennegrecida por el humo. «Princeton es un lugar
maravilloso, un pueblecito pintoresco y ceremonioso de gráciles semidioses
zancudos. Así, ignorando ciertas convenciones sociales he conseguido crearme una
atmósfera favorable al estudio y libre de distracciones. En esta ciudad universitaria
las voces caóticas del conflicto humano casi no penetran».
A pesar de que se fundó para servir a todas las disciplinas, el instituto nació en el
antiguo edificio de matemáticas de la Universidad de Princeton. Más tarde, el
Departamento de Matemática se trasladó al único rascacielos de Princeton, y tomó
su nombre: Fine Hall. Es probable que la primera sede del instituto contribuyera a
hacer de las matemáticas y de la física sus principales líneas de fuerza. Sobre la
chimenea de la sala de profesores del Fine Hall están escritas algunas palabras que
a Einstein le gustaba repetir: «Raffiniert ist der Herr Gott, aber boshaft ist Er nicht»
[Dios es sutil, pero no es malicioso]. En cambio, los matemáticos eran bastante más
escépticos sobre la veracidad de tal afirmación: como Hardy había explicado a
Ramanujan, hay «una diabólica malignidad inherente a los números primos».
El instituto se trasladó a su nueva sede en 1940. Situado en las afueras de
Princeton y rodeado de bosques, estaba completamente aislado de los horrores que
azotaban al mundo. Einstein lo definió como su exilio paradisíaco: «He deseado este
aislamiento durante toda la vida, y ahora, finalmente, lo he obtenido en Princeton».
no son primos. De esta manera hemos obtenido una sucesión de 100 números
enteros consecutivos ninguno de los cuales es primo.
Esta conclusión suscitó el interés de Erdös. ¿Cuánto hay que contar a partir de 101!
o de cualquier otro número antes de tener la garantía de obtener un número primo?
Euclides había demostrado que tarde o temprano tendría que haber un número
primo, ¿pero habría que esperar un tiempo arbitrariamente largo antes de
encontrarlo? Al fin y al cabo, si la naturaleza ha elegido los números primos
lanzando una moneda al aire, no hay forma de saber cuántos lanzamientos separan
una «cara» de la siguiente. Naturalmente, obtener «cruz» mil veces seguidas es
muy improbable, pero no imposible. Al proseguir su exploración, Erdös se dio
cuenta de que desde este punto de vista la distribución de los números primos no
se podía comparar con los resultados del lanzamiento de una moneda: aunque es
cierto que los primos pueden parecer una masa caótica de números, su
comportamiento no es totalmente aleatorio.
En 1845, el matemático francés Joseph Bertrand había planteado una hipótesis
sobre cuánto habría que contar para tener la certeza de hallar un número primo.
Según Bertrand, si tomamos un número cualquiera, por ejemplo 1.009, y
continuamos contando hasta llegar al doble de este número, tendríamos la certeza
de hallar un número primo en nuestro recorrido. Efectivamente, entre 1.009 y
2.018 hay algunos números primos, empezando por 1.013. Pero ¿sería igualmente
cierto si hubiéramos elegido cualquier otro número N? A pesar de que Bertrand no
consiguió demostrar que entre un número N cualquiera y su doble 2N siempre
hallaremos al menos un número primo, esta sensacional predicción, que fue hecha
cuando contaba apenas veintitrés años, fue conocida a partir de entonces con el
nombre de postulado de Bertrand.
A diferencia de la hipótesis de Riemann, el postulado de Bertrand no tardó en ser
resuelto: pasados sólo siete años desde su formulación, el matemático ruso Pafnuty
Chebyshev consiguió demostrarlo. Chebyshev utilizó ideas parecidas a las que había
empleado en sus primeras incursiones al interior del teorema de los números
primos, cuando había demostrado que la estimación de Gauss nunca se apartaría
más del once por ciento de la verdadera cantidad de números primos. Sus métodos
no eran tan sofisticados como los elaborados por Riemann, pero eran eficaces. De
esta forma, Chebyshev consiguió demostrar que, a diferencia de lo que sucede al
lanzar una moneda, donde nunca sabemos cuándo el resultado volverá a ser
«cruz», los números primos contienen siempre un pequeño componente de
predictibilidad.
Uno de los primeros resultados que Erdös publicó, en 1931, con sólo dieciocho años,
fue una demostración inédita del postulado de Bertrand; pero se decepcionó mucho
cuando alguien le hizo ver la obra de Ramanujan y descubrió que su demostración
no era tan nueva como había supuesto: uno de los últimos trabajos matemáticos de
Ramanujan era una argumentación que simplificaba mucho la demostración del
postulado de Bertrand que había ideado Chebyshev. A pesar de la turbación del
joven Erdös, la alegría de descubrir a Ramanujan compensó ampliamente su
desilusión.
Erdös decidió intentar si podía hacerlo mejor que Ramanujan y que Chebyshev.
Empezó por observar hasta qué punto podía ser grande la distancia que separa dos
números primos: el problema de la diferencia entre dos números primos
consecutivos continuaría fascinándolo durante toda su vida. Era famoso por ofrecer
recompensas monetarias por la demostración de sus conjeturas; la segunda
cantidad más importante que puso en juego, diez mil dólares, estaba destinada a
quien demostrara su conjetura sobre la distancia que separa dos números primos
consecutivos. Todavía hoy no se ha resuelto el problema y puede reclamarse el
premio, aunque Erdös ya murió y no podría apreciar la demostración; pero, como a
él le gustaba decir bromeando: el trabajo necesario para conquistar uno de sus
premios probablemente violaba la ley del salario mínimo. Una vez, en un momento
de precipitación, ofreció el factorial de diez mil millones de dólares por la
demostración de una conjetura que generalizaba el teorema de los números primos
de Gauss (el factorial de diez mil millones es el producto de todos los números
comprendidos entre 1 y diez mil millones). 100 factorial es ya un número mayor
que el número de átomos del universo, y Erdös dio un gran suspiro de alivio
cuando, en los años sesenta, el matemático que halló una demostración de la
conjetura renunció a reclamar el premio.
Al cabo de poco tiempo de llegar al Institute for Advanced Study, a finales de los
años treinta, Erdös dio pruebas de sus propias dotes. Mark Kac era un exiliado
polaco huido de las tempestades que asolaban Europa. Aunque su área de interés
fuera la teoría de la probabilidad, Kac anunció una conferencia que despertó el
interés de Erdös: hablaría de una función que permitiría calcular cuántos números
primos distintos son divisores de un número entero dado. Por poner un ejemplo,
15 = 3 × 5
16 = 2 × 2 × 2 × 2
sólo es divisible por un número primo. Por esta razón, a cada número se le puede
asignar una puntuación en base a la cantidad de números primos por los cuales es
divisible.
Erdös recordaba que Hardy y Ramanujan se habían interesado por la manera de
variar de estas puntuaciones, pero hacía falta un estadístico como Kac para
comprender que éstas siguen un comportamiento completamente aleatorio: Kac se
dio cuenta de que, si ponemos en una gráfica todos los puntos de la sucesión, la
gráfica tendría la forma de campana tan bien conocida por los estadísticos, que
corresponde a la firma inconfundible de una distribución aleatoria. A pesar de
reconocer aquel comportamiento peculiar de la función contando la cantidad de
números primos distintos con los que se podía construir cada número, Kac no
disponía de los instrumentos propios de la teoría de los números necesarios para
demostrar su intuición sobre aquel comportamiento aleatorio: «Enuncié la conjetura
por primera vez durante una conferencia que pronuncié en Princeton en marzo de
1939. Para mi suerte, entre el público estaba Erdös, que inmediatamente se animó.
Antes de terminar la conferencia ya tenía hecha la demostración».
Para Erdös, aquel éxito significó el comienzo de una pasión que lo acompañó
durante toda su vida: combinar la teoría de los números con la teoría de la
probabilidad. A primera vista, ambas disciplinas se parecen tanto como el día y la
noche: «La probabilidad no es un concepto propio de las matemáticas pura, sino de
la filosofía o de la física», declaró alguna vez Hardy con desprecio. Los objetos que
estudian los teóricos de los números están esculpidos en piedra desde el principio
de los tiempos, inmóviles e inmutables. Como decía Hardy: 317 es un número
primo tanto si nos gusta como si no. La teoría de la probabilidad, por su parte, es la
5. Polémica matemática
A pesar de la fascinación principal de Selberg por el paisaje zeta de Riemann, en
Princeton su interés empezó a alejarse de la función zeta para centrarse más
estas crónicas prevalezca el punto de vista de Erdös. Sin embargo, merece la pena
dedicar un poco de espacio a la posición de Selberg sobre la cuestión.
Fue Dirichlet quien explotó primero el sofisticado instrumento de la función zeta y lo
utilizó para confirmar una de las intuiciones de Fermat: Dirichlet demostró que, si
tomamos una calculadora de reloj con un cuadrante de N horas y le introducimos
los números primos, entonces la calculadora indicará la una un número infinito de
veces. En otras palabras, existen infinitos números primos que al dividirlos por N
dan resto 1. La demostración de Dirichlet se basaba en un uso complicado de la
función zeta. Su demostración jugó un papel de catalizador para los grandes
descubrimientos de Riemann.
Pero en 1946, casi ciento diez años más tarde del descubrimiento de Dirichlet,
Selberg concibió una demostración elemental del teorema de Dirichlet, una
demostración más cercana en su espíritu a aquella con la que Euclides había
demostrado la existencia de infinitos números primos. La demostración de Selberg,
evitando la función zeta, supuso una importante inflexión psicológica en una época
en la que muchos creían que era imposible realizar ningún progreso en la teoría de
los números primos sin recurrir a las ideas de Riemann. A pesar de su sutileza, la
demostración no requería ninguno de los sofisticados instrumentos de las
matemáticas del siglo XIX, y es verosímil creer que los propios griegos de la
antigüedad la habrían comprendido.
Paul Turán, un matemático húngaro que estaba invitado a Princeton, trabó amistad
con Selberg durante la época que pasaron juntos. También era un buen amigo de
Erdös: un artículo suyo escrito en colaboración con Erdös fue el único documento de
identificación que pudo exhibir cuando una patrulla de militares soviéticos lo detuvo
en las calles de la Budapest liberada, en 1945; los miembros de la patrulla
quedaron comprensiblemente impresionados y Turán se ahorró una temporada en el
Gulag. «Fue una aplicación inesperada de la teoría de los números», bromeó más
tarde.
Turán quería saber algo sobre las ideas en que se basaba la demostración de
Selberg del resultado de Dirichlet, pero tuvo que abandonar el instituto tras pasar
allí una primavera. Selberg estuvo encantado de mostrarle algunos de los detalles,
e incluso propuso a Turán que diera una conferencia sobre la demostración mientras
Ahora bien, había algunas cosa que Selberg no había revelado a Turán. En concreto,
el motivo por el que también él había pensado en aquella generalización del
postulado de Bertrand: había comprendido la manera de introducirla en un
rompecabezas para obtener el cuadro completo de una demostración elemental del
teorema de los números primos. Gracias al resultado de Erdös, ahora Selberg había
entrado en posesión de la última pieza del rompecabezas.
Explicó a Erdös cómo había utilizado su resultado para completar una demostración
elemental del teorema de los números primos. Erdös sugirió que presentaran juntos
el trabajo al reducido grupo de colegas que había asistido a la conferencia de Turán,
pero no consiguió frenar su propio entusiasmo y se puso a repartir invitaciones a
diestro y siniestro para la que prometía ser una conferencia muy interesante.
Selberg no esperaba en absoluto un público tan amplio.
Cuando llegué allí a última hora de la tarde, hacia las cuatro o las
cinco, la sala estaba repleta. Subí a la tribuna y expuse la
argumentación, pidiendo después a Erdös que expusiera su parte.
Después volví a tomar la palabra para exponer el resto, es decir, lo
necesario para completar la demostración. Por tanto, la primera
demostración se obtuvo utilizando el resultado intermedio que él
había obtenido.
Truman para que se concediera a los dos matemáticos la autorización para entrar
en los Estados Unidos, pocos días antes del congreso.
Más adelante, otros matemáticos, añadiendo sus propias ingeniosas variaciones,
han extendido las argumentaciones de Selberg para aumentar el porcentaje de
ceros de los cuales se puede demostrar su ubicación efectiva sobre la recta mágica
de Riemann. Algunas demostraciones de teoremas matemáticos se desarrollan de
manera muy natural una vez conseguida una idea general de la dirección que debe
tomarse: lo difícil es encontrar el origen del recorrido. Mejorar la estimación de
Selberg, sin embargo, es muy distinto. Las demostraciones necesitan un análisis
muy delicado. No son el resultado de una única idea grandiosa, pero llevarlas a
buen fin requiere mucha perseverancia. El recorrido está sembrado de trampas. Un
movimiento en falso y el número que se creía mayor que cero puede transformarse
de golpe en negativo. Cada paso debe realizarse con mucho cuidado y es fácil que
se deslicen errores.
En los años setenta, Norman Levinson mejoró la estimación de Selberg y, en un
momento dado, creyó que había conseguido capturar un 98,6 por ciento de los
ceros. Levinson dio una copia del manuscrito con la demostración a Giancarlo Rota,
del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), y le comentó bromeando que
había demostrado que todos los ceros se encontraban sobre la recta: el manuscrito
se refería al 98,6 por ciento, mientras que el otro 1,4 por ciento se dejaba para el
lector. Rota creyó que hablaba en serio y empezó a hacer correr la voz de que
Levinson había demostrado la hipótesis de Riemann. Naturalmente, aunque hubiera
realmente llegado al 100 por ciento, no se deducía necesariamente que todos los
ceros se hallaban sobre la recta ya que estamos habiéndonoslas con el infinito. Pero
ello no bastó para acallar los rumores.
Finalmente, se descubrió un error en el manuscrito que redujo la proporción de los
ceros determinados sobre la recta al treinta y cuatro por ciento. Fue un récord que
se mantuvo durante algún tiempo, resultado aún más sorprendente si se tiene en
cuenta que Levinson pasaba ya de los sesenta años cuando lo logró. Como dice
Selberg: «tuvo que tener una gran valentía para seguir adelante con tal cantidad de
cálculos numéricos, teniendo en cuenta que era imposible saber anticipadamente si
lo llevarían a alguna parte». Se afirmaba también que Levinson tenía grandes ideas
sobre cómo generalizar sus propios métodos, pero murió de un tumor cerebral
antes de poder ponerlas en práctica. Actualmente el récord está en poder de Brian
Conrey, de la Universidad de Oklahoma, que en 1987 demostró que el cuarenta por
ciento de los ceros tiene que estar sobre la recta. Conrey tiene algunas ideas sobre
cómo perfeccionar su propia estimación, pero pocos puntos porcentuales más no
parecen valer la enorme cantidad de trabajo que requerirían: «Valdría la pena si
pudiera llevar la estimación más allá del cincuenta por ciento, porque en tal caso al
menos podría decir que la mayoría de los ceros se encuentra sobre la recta».
La polémica sobre la atribución del mérito por la demostración elemental dejó a
Erdös profundamente dolido, pero continuó siendo prolífico durante toda su vida,
desafiando los mitos sobre el envejecimiento y la capacidad de producción
matemática. Como no consiguió obtener una plaza permanente en el Institute for
Advanced Study, eligió la vida del matemático itinerante. Sin domicilio ni puesto de
trabajo, prefería aparecer de repente en casa de alguno de sus muchos amigos
diseminados por el mundo para permitirse su colaboración, quedándose a menudo
durante varias semanas antes de volver a marcharse de repente. Murió en 1996, en
el centenario de la primera demostración del teorema de los números primos. A los
ochenta y tres años todavía estaba colaborando en publicaciones con sus colegas.
Poco antes de morir dijo: «Pasará al menos otro millón de años antes de que
consigamos comprender los números primos».
Hoy, cuando ya es un anciano de más de noventa años, con el cabello blanco,
Selberg sigue leyendo las últimas novedades sobre la hipótesis de Riemann y dando
conferencias en las que ofrece perlas de sabiduría a los jóvenes asistentes. En 1996
su discurso en el congreso que tuvo lugar en Seattle para celebrar el centenario de
la demostración del teorema de los números primos se cerró con la ovación de más
de seiscientos matemáticos.
Selberg opina que, a pesar de los importantes progresos que se han alcanzado, aún
no tenemos ninguna idea concreta sobre cómo demostrar la hipótesis de Riemann:
No creo que nadie sepa con certeza si estamos o no cerca de una
solución. Algunos creen que nos estamos acercando. Si hay una
solución, es obvio que con el transcurso del tiempo nos estamos
acercando a ella. Pero algunos opinan que poseemos los elementos
Capítulo 8
Máquinas de la mente
Propongo considerar la cuestión: « ¿Pueden pensar las máquinas?»
ALAN TURING
Computing Machinery and Intelligence
Contenido:
1. Gödel y las limitaciones del método matemático
2. La milagrosa maquina mental de Turing
3. Engranajes, poleas y aceite
4. Del caos de la incertidumbre a una ecuación para los números primos
por las matemáticas, nunca podrían ser usados para demostrar la inexistencia de
contradicciones.
Los matemáticos definen un sistema de axiomas como consistente cuando tales
axiomas no conducen a contradicciones. Puede ser que los axiomas elegidos no
conduzcan nunca a contradicciones, pero ello nunca podrá ser demostrado
utilizando tales axiomas. Podría ser que se consiguiera demostrar la consistencia de
un sistema de axiomas tomando un sistema alternativo, pero se trataría de una
victoria parcial ya que, en tal caso, la consistencia del nuevo sistema de axiomas
sería igualmente discutible. Es lo mismo que el intento de Hilbert de demostrar que
la geometría era consistente transformándola en una teoría de los números: el
único resultado fue trasladar la cuestión a la consistencia de la aritmética.
La toma de conciencia de Gödel recuerda la descripción del universo que da una
señora anciana y menuda con la que se abre el libro de Stephen Hawking Breve
historia del tiempo. Al terminar una conferencia de divulgación sobre astronomía,
una anciana se levanta y, dirigiéndose al orador, declara: «Todo lo que nos ha
contado son tonterías. En realidad, el mundo es un disco plano que se apoya sobre
la espalda de una inmensa tortuga». La respuesta de la señora a la pregunta del
conferenciante sobre cuál sería entonces el apoyo de la tortuga habría provocado
una sonrisa en el rostro de Gödel: «Usted es muy inteligente, jovencito,
verdaderamente muy inteligente. ¡Pero es evidente que cada tortuga se apoya
sobre otra tortuga!».
Gödel había proporcionado a las matemáticas una demostración de que el universo
matemático se apoya en una torre de tortugas: se puede conseguir una teoría libre
de contradicciones pero no se puede demostrar que en el interior de dicha teoría no
hay contradicciones. Todo lo que podemos hacer es demostrar la consistencia
interior de otro sistema cuya consistencia, sin embargo, no podemos demostrar.
Había una cierta ironía en todo esto: las matemáticas podía ser utilizada para
demostrar las limitaciones de las propias demostraciones. El matemático francés
André Weil sintetizó la situación que se producía después de Gödel con una frase
memorable: «Dios existe porque las matemáticas son consistentes, y el demonio
existe porque no podemos demostrar que lo es».
En 1900 Hilbert había declarado que en matemáticas no hay nada que sea imposible
conocer; treinta años más tarde, Gödel demostró que la ignorancia es parte
integrante de las matemáticas. Hilbert se enteró de la noticia bomba de Gödel
algunos meses después de su discurso en Königsberg. Parece que reaccionó «con
cierta irritación». Su declaración «Wir müssen wissen. Wir werden wissen»
[Debemos saber. Sabremos], hecha el día después del anuncio de Gödel, encontró
un destino apropiado: se grabó en la lápida de la tumba de Hilbert; un sueño
idealista del cual, finalmente, las matemáticas se había despertado.
Mientras los físicos empezaban a comprender, a partir del principio de
indeterminación de Heisenberg, que existían limitaciones al conocimiento dentro de
su disciplina, la demostración de Gödel significaba que también los matemáticos
tendrían que resignarse a convivir para siempre con su propia y peculiar
incertidumbre: la posibilidad de descubrir de repente que todo el edificio de las
matemáticas era un espejismo. Está claro que, para gran parte de los matemáticos,
el hecho de que esto no haya sucedido hasta ahora es la mejor confirmación de que
nunca sucederá: tenemos un modelo que funciona, y ello parece suficiente para
justificar la consistencia de las matemáticas. Sin embargo, dado que el modelo es
infinito, no podemos tener la seguridad de que en un momento determinado no
termine contradiciendo nuestros axiomas. Y, como ya hemos podido comprobar,
cuando se profundiza en las áreas más remotas del universo numérico, incluso
entidades aparentemente inocentes como los números primos pueden esconder
sorpresas, de las que nunca habríamos sido conscientes si hubiéramos procedido
sólo por experimentación y observación.
Gödel no se detuvo ahí. Su tesis doctoral contenía una segunda noticia bomba: si
los axiomas de las matemáticas son consistentes, entonces siempre habrá
enunciados verdaderos sobre los números que no pueden demostrarse formalmente
a partir de aquellos axiomas. Esto conculcaba las bases de lo que las matemáticas
habían significado desde la Grecia Antigua. La demostración siempre había sido
considerada como el camino que conducía a la verdad matemática. Ahora Gödel
había hecho saltar en pedazos esta fe en el poder de la demostración. Algunos
esperaban que, añadiendo nuevos axiomas, sería posible remendar el edificio
matemático: ahora Gödel demostraba que tales esfuerzos serían vanos. Por más
Hardy no tenía la menor duda de que nunca podría existir una máquina así; el
simple pensamiento de que pudiera haber una ponía en peligro su propia existencia:
Naturalmente, no existe un teorema así, y ello es una gran suerte,
porque si existiera tendríamos un conjunto de reglas mecánicas
para la resolución de todos los problemas matemáticos, y se habría
terminado nuestra actividad de matemáticos. Sólo un observador
externo muy ingenuo puede imaginarse que los matemáticos
alcancen sus descubrimientos girando la manivela de cualquier
máquina milagrosa.
por la tortuosidad de las demostraciones de Gödel. Newman terminó el ciclo con una
pregunta que serviría para catalizar tanto la imaginación de Hilbert como la de
Turing: ¿sería posible distinguir de alguna manera los enunciados demostrables de
los enunciados indemostrables? Hilbert bautizó la cuestión como «el problema de la
decidibilidad».
Al escuchar las clases de Newman sobre la obra de Gödel, Turing se convenció de la
imposibilidad de construir una máquina milagrosa capaz de conseguir aquella
distinción. Sin embargo, era difícil demostrar que una máquina así no podía existir:
al fin y al cabo, ¿cómo se sabe cuáles serán los límites futuros del ingenio humano?
Se podía probar que una máquina en particular no daría respuestas, pero proyectar
esta prueba a todas las máquinas posibles era negar la imposibilidad del futuro. Y a
pesar de todo, Turing lo hizo.
Fue el primer gran logro de Turing: concibió la idea de máquinas especiales que
pudieran ser efectivamente hechas para comportarse como una persona o una
máquina que hiciera cálculos aritméticos. Más tarde estas máquinas se harían
famosas con el nombre de máquinas de Turing. Hilbert había sido más bien
impreciso sobre lo que entendía por una máquina capaz de establecer si un
enunciado es demostrable o no; ahora, gracias a Turing, la cuestión planteada por
Hilbert quedaba precisada: si una de las máquinas de Turing no podía discriminar lo
demostrable de lo indemostrable, entonces ninguna máquina podría hacerlo.
¿Significaba esto que sus máquinas eran todo lo potentes que era necesario para
afrontar el reto del problema de la decidibilidad de Hilbert?
Un día, mientras corría junto al río Cam, Turing tuvo su segundo relámpago de
inspiración y comprendió que ninguna de sus máquinas imaginarias podía ser capaz
de distinguir entre los enunciados que tenían demostraciones y los que no las
tenían. Mientras tomaba aliento, yaciendo de espaldas en un prado de los
alrededores de Granchester, Turing comprendió que una idea ya utilizada con éxito
para responder a una pregunta sobre los números racionales se podría aplicar a la
cuestión de la existencia de una máquina capaz de verificar la demostrabilidad.
La idea de Turing se basaba en un descubrimiento asombroso que había hecho en
1873 Georg Cantor, un matemático alemán de Halle: Cantor había descubierto que
existen diversos tipos de infinito. Aunque parezca una proposición extraña, es
realmente posible comparar dos conjuntos infinitos y decir que uno es mayor que el
otro. Cuando Cantor anunció sus conclusiones, hacia 1870, fueron consideradas casi
como heréticas o, en el mejor de los casos, como las divagaciones de un loco. Para
comprender cómo pueden compararse dos infinitos, imaginemos una tribu cuyo
sistema de contar se reduce a «uno, dos, tres, muchos». Los miembros de la tribu
son capaces de decidir quién es el más rico de ellos aunque no puedan indicar el
valor numérico exacto de sus riquezas. Por ejemplo, si los pollos son el signo de
riqueza de un individuo, basta que dos personas emparejen sus pollos: el que agote
antes sus pollos es obviamente el más pobre de los dos. No hace falta ser capaz de
contar los pollos para saber que un grupo es más numeroso que otro.
Explotando esta idea, Cantor demostró que si emparejamos todos los números
enteros con todas las fracciones (como 1/3, 1/4, 1/101) se puede hacer
corresponder a cada fracción un número entero y sólo uno. Parece paradójico, ya
que en apariencia las fracciones son mucho más numerosas que los números
enteros. Y sin embargo Cantor encontró la forma de establecer una correspondencia
exacta entre ambos conjuntos de manera que ninguna de las fracciones quede falta
de compañero. Cantor formuló también una argumentación ingeniosa para
demostrar que, al contrario que en el caso anterior, no hay forma de emparejar
todas las fracciones con todos los números reales, que comprenden, además de los
números enteros y de las fracciones, también los números irracionales como π, y
todos los demás números con una expresión decimal infinita y no periódica. Cantor
demostró que cualquier intento de emparejar las fracciones con los números reales
dejaría fuera de forma inevitable una parte de los números irracionales: había
demostrado la existencia de dos conjuntos infinitos de dimensiones distintas.
Hilbert comprendió que Cantor estaba creando unas matemáticas auténticamente
nuevas. Declaró que las ideas de Cantor sobre los infinitos eran «el producto más
extraordinario del pensamiento matemático, una de las realizaciones más hermosas
de la actividad humana en el dominio de lo puramente inteligible… Nadie nos
expulsará del paraíso que Cantor ha creado para nosotros». Como reconocimiento a
esas ideas pioneras, Hilbert dedicó a una cuestión planteada por Cantor el primero
de su lista de veintitrés problemas: ¿existe un conjunto infinito de números que sea
mayor que el conjunto de las fracciones pero menor que el conjunto de los números
reales?
Fue la demostración de Cantor sobre el hecho de que el conjunto de los números
irracionales es más numeroso que el de las fracciones lo que cruzó como un rayo la
mente de Turing mientras se encontraba tumbado al sol de Cambridge: comprendió
de repente que aquel hecho podía ser utilizado para demostrar que el sueño que
Hilbert había cultivado sobre una máquina capaz de verificar si un enunciado es
demostrable era pura fantasía.
Turing empezó planteando la hipótesis de que una de sus máquinas fuera capaz de
decidir si un enunciado verdadero cualquiera es demostrable. Mediante un elegante
procedimiento, Cantor había demostrado que, de cualquier manera que se
agruparan las fracciones y los números reales, el emparejamiento siempre excluiría
algún número irracional. Turing adoptó esta técnica y la adaptó para producir un
enunciado verdadero «excluido», es decir, un enunciado para el cual su máquina
nunca podría establecer la existencia de una demostración. La belleza del
razonamiento de Cantor venía dada por el hecho de que, si se intentaba modificar la
máquina de manera que incluyera el enunciado faltante, siempre habría otro
enunciado excluido, siempre habría otro enunciado que escaparía al análisis, de la
misma manera que el teorema de incompletitud de Gödel demostraba que la adición
de un nuevo axioma sólo serviría para producir algún nuevo enunciado
indemostrable.
Turing era consciente de lo escurridizo de su argumentación: mientras volvía
corriendo a su apartamento del King’s College, la reexaminó con detalle buscando
los posibles puntos débiles. Había un aspecto que lo preocupaba particularmente:
había demostrado que ninguna de sus máquinas de Turing podía responder al
problema de la decidibilidad de Hilbert. Pero ¿cómo podía tener la certeza de la
inexistencia de otra máquina capaz de dar una respuesta a aquel problema? Ahí
realizó su tercer avance: la idea de una máquina universal. Turing elaboró el
proyecto de una máquina a la que se le proporcionarían las instrucciones necesarias
para que operara como todas las máquinas de Turing o como cualquier otra
máquina potencialmente capaz de responder a la pregunta de Hilbert. Incluso el
cerebro es una máquina que quizá podía discriminar lo demostrable de lo
El propio Babbage se dio cuenta de los inconvenientes de una máquina que sólo
sirviera para el cálculo de los logaritmos: hacia 1830 soñaba con una máquina aún
más ambiciosa, capaz de ejecutar diversas tareas. Se había inspirado en los telares
mecánicos inventados por el francés Jacquard, que se usaban en las fábricas de
tejidos de toda Europa: los obreros especializados habían sido sustituidos por
tarjetas perforadas que, una vez puestas en el telar, controlaban su funcionamiento.
(Algunos han definido aquellas tarjetas como el primer software). Babbage quedó
tan impresionado por el invento de Jacquard que compró el retrato del inventor
francés en seda tejida gracias a una de aquellas tarjetas perforadas. «El telar es
capaz de tejer cualquier dibujo que la imaginación humana sea capaz de concebir»,
afirmó con admiración. Si aquella máquina podía producir cualquier figura, ¿por qué
no podría él construir una máquina en la que insertar una tarjeta para indicarle
cómo efectuar cualquier cálculo matemático? El proyecto de una «máquina
analítica», como Babbage la bautizó, era el precursor de la máquina universal que
concibió Turing.
Fue la hija del poeta lord Byron, Ada Lovelace, quien comprendió el increíble
potencial de programación que suponía la máquina de Babbage. Mientras traducía al
francés un ejemplar del ensayo en el que Babbage había descrito su máquina
analítica, Ada no resistió la tentación de añadir algunas notas personales para
destacar sus virtudes: «Podemos afirmar de manera totalmente apropiada que la
máquina analítica teje motivos algebraicos, de la misma manera en que el telar de
Jacquard teje flores y hojas». Sus anotaciones indicaban muchos programas que la
nueva máquina de Babbage, aunque fuera totalmente teórica y nunca hubiera sido
construida, habría podido ejecutar. Una vez terminada la traducción, sus
anotaciones resultaron tan copiosas que la versión francesa del ensayo resultó tres
veces más extensa que el original inglés. Hoy, Ada Lovelace está considerada
unánimemente como la primera programadora de ordenadores del mundo. En 1852
murió víctima de un cáncer, entre atroces sufrimientos, con sólo treinta y seis años.
Mientras Babbage trabajaba intensamente en sus propios proyectos de máquinas
calculadoras, en Alemania Riemann estaba elaborando sus conceptos matemáticos
abstractos. Ochenta años más tarde, Turing acariciaba esperanzas de poder unificar
ambos temas. Había alcanzado ya gran experiencia estudiando la computabilidad
teórica del teorema de incompletitud de Gödel, que había sido la base de su tesis
doctoral. Ahora tenía que empezar la labor mucho más concreta de construir
físicamente las ruedas dentadas de su máquina zeta. Gracias al apoyo de Hardy y
de Titchmarsh, la Royal Society aprobó su petición de financiación de 40 libras
esterlinas como contribución a la fabricación del invento.
Durante el verano de 1939 la habitación de Turing estuvo repleta de «engranajes
diseminados por el suelo como las piezas de un rompecabezas», escribió su biógrafo
Andrew Hodges. Pero el sueño de Turing de construir una máquina zeta, que uniría
la pasión de los ingleses del siglo XIX por las máquinas con la pasión alemana por la
teoría, estaba destinado a ser bruscamente interrumpido: con el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, la floreciente unidad intelectual entre los dos países fue
sustituida por un conflicto armado. Las fuerzas intelectuales británicas se reunieron
en Bletchley Park, y sus mentes pasaron de la búsqueda de los ceros al descifrado
de códigos secretos. El éxito de Turing en la concepción de máquinas para descifrar
el código Enigma debe algo a su aprendizaje en el cálculo de los ceros de la función
zeta de Riemann. Su compleja red de ruedas dentadas superpuestas no desvelaría
el secreto de los números primos, pero los nuevos artilugios que ideó resultaron
increíblemente eficaces para descubrir los movimientos secretos de la maquinaria
militar alemana.
Bletchley Park era una extraña mezcla entre la tradicional torre de marfil del
ambiente académico y el mundo real. Recordaba a un college de Cambridge, con
partidos de cricket jugándose en el prado de delante del edificio. Para Turing y los
demás matemáticos, los mensajes cifrados que llegaban cada día ocuparon el lugar
de los crucigramas del Times que resolvían en la sala de descanso de los colleges:
rompecabezas teóricos, aunque en este caso había vidas que dependían de su
solución. Vista la atmósfera que se respiraba en Bletchley Park, no es extraño que
Turing continuara pensando en matemáticas mientras ofrecía su contribución a la
victoria aliada.
Fue precisamente mientras trabajaba en Bletchley Park que Turing comprendió,
como hizo Babbage un centenar de años antes, que era mucho mejor construir una
única máquina a la que dar las instrucciones necesarias para ejecutar menesteres
diversos que construir una nueva máquina apropiada para cada nuevo problema
que fuera necesario resolver. Aun conociendo este hecho en teoría, todavía tuvo
que aprender en carne propia hasta qué punto era difícil e importante llevarlo a la
práctica. Cuando los alemanes cambiaron los modelos de las máquinas Enigma que
utilizaban, Bletchley Park se sumió en el silencio durante semanas; Turing
comprendió entonces que los descifradores necesitaban una máquina que pudiera
adaptarse de manera que se adecuara a cualquier modificación que los alemanes
decidieran introducir en las suyas.
Tras el fin de la guerra, Turing empezó a examinar la posibilidad de construir una
máquina calculadora universal que pudiera programarse para ejecutar gran
variedad de operaciones. Tras varios años en el Laboratorio Nacional de Física
británico empezó a trabajar con Max Newman en Manchester, en el recién
constituido Laboratorio de Cálculo de la Royal Society. Newman había estado con
Turing en Cambridge durante el desarrollo de la máquina teórica que había hecho
saltar en pedazos la esperanza de Hilbert de idear un algoritmo capaz de decidir si
un enunciado verdadero era demostrable. Ahora Newman y Turing trabajarían
juntos en el proyecto y la construcción de una máquina real.
En Manchester, Turing tuvo la oportunidad de aprovechar las capacidades que había
madurado descifrando códigos en Bletchley, aunque las actividades que había
desplegado durante el período bélico estuvieron cubiertos por el secreto de Estado
durante decenios. Volvió a la idea que lo había obsesionado en los años anteriores a
la guerra: utilizar máquinas para explorar el espacio de Riemann en búsqueda de
contraejemplos de la hipótesis de Riemann, o bien de ceros que estuvieran fuera de
la recta crítica. Pero esta vez, en lugar de construir una máquina cuyas
características físicas reflejaran los aspectos del problema que intentaba resolver,
Turing buscó la manera de crear un programa que pudiera ser ejecutado con la
calculadora universal que él y Newman estaban construyendo con tubos de rayos
catódicos y bobinas magnéticas.
Naturalmente, una máquina teórica funciona suavemente y sin esfuerzo: las
máquinas reales, como Turing había descubierto en Bletchley Park, son mucho más
temperamentales. Pero en 1950 su nuevo artilugio estuvo terminado, funcionando y
a punto para empezar las exploraciones del paisaje zeta. El récord del número de
ceros determinados sobre la recta de Riemann se remontaba a antes de la guerra, y
Segunda Guerra Mundial, con las mismas máquinas que habían descifrado el código
Enigma, los servicios secretos ingleses se oponían a que se hiciera público.
Finalmente el rumor resultó ser eso, nada más que un rumor, y se descubrió que
había sido puesto en circulación por uno de los amigos de Bombieri, que compartía
con él la tendencia italiana a las inocentadas de mal gusto.
A pesar de haberse roto justo después de batir el récord de ceros establecido antes
de la guerra, la máquina de Turing supuso el primer paso de una era en la que el
ordenador tomaría el lugar de la mente humana en la exploración del espacio de
Riemann. Faltaba aún bastante para desarrollar los «vehículos teledirigidos»
adaptados para su exploración eficiente, pero pronto estos vehículos sin conductor
serían enviados cada vez más al norte a lo largo de la recta mágica de Riemann, y
nos darían un número cada vez mayor de pruebas —aunque no una demostración
definitiva— de que, a diferencia de lo que creía Turing, Riemann había acertado.
Pero, aunque las máquinas reales de Turing tuvieron efectos concretos sobre la
hipótesis de Riemann, sus ideas abstractas terminarían contribuyendo a un giro
inesperado en la historia de los números primos: el descubrimiento de una ecuación
capaz de generarlos todos. Turing no habría podido imaginar jamás que esta
ecuación emergería de la devastación a la que Gödel y él mismo habían reducido el
programa con el que Hilbert pretendía dotar a las matemáticas de sólidas bases.
estaba impresionado por las cartas que recibía de un tal Monsieur le Blanc y quedó
maravillado al enterarse, tras larga correspondencia, que el monsieur era en
realidad una mademoiselle. Le escribió:
El gusto por los misterios de los números es raro… La fascinación de
esta ciencia sublime se revela en toda su belleza sólo a aquellos que
tienen el valor de desentrañarla. Pero cuando una mujer, que a
causa de su sexo es víctima de nuestras costumbres y prejuicios,…
supera estos impedimentos y penetra en lo más profundo, es
indudable que está dotada de un coraje notabilísimo, de un talento
extraordinario y de un genio superior.
por los números naturales. Para mí son la única cosa real». A los nueve años, Julia
contrajo unas fiebres reumáticas y tuvo que guardar cama durante un par de años.
Un aislamiento como éste puede ser fuente de inspiración para jóvenes científicos
en ciernes: Cauchy y Riemann buscaron refugio en el mundo matemático ante los
problemas físicos y emotivos de su mundo real; aunque Robinson no dedicó sus
horas de confinamiento en el lecho a inventar teoremas, adquirió unas habilidades
que la colocaron en las mejores condiciones para afrontar las batallas matemáticas
que la esperaban: «Tiendo a creer que lo que aprendí durante los años en que tuve
que guardar cama fue la paciencia. Mi madre decía que era la niña más testaruda
que jamás había conocido. Yo diría que mi testarudez ha estado en el origen de
todos los éxitos matemáticos que he alcanzado».
Una vez recuperada de la enfermedad, Robinson había perdido ya dos años de
escuela. Sin embargo, tras un año de clases particulares descubrió que iba por
delante de sus compañeros. En una ocasión, su profesor le explicó que hacía más de
dos mil años que los griegos sabían que la raíz cuadrada de 2 no podía escribirse
como una fracción exacta: a diferencia de la expresión decimal de una fracción, la
de la raíz cuadrada no se repetía periódicamente. A Robinson le pareció
extraordinario que una cosa así pudiera demostrarse: ¿cómo era posible tener la
certeza de que tras millones de cifras decimales no aparecería una pauta regular?
«Volví a casa y utilicé las nociones que acababa de aprender sobre la extracción de
raíces cuadradas para verificarlo pero, al anochecer, renuncié a ello». A pesar del
fracaso comenzó a apreciar el poder del razonamiento matemático para mostrar de
forma convincente que, por más que continuáramos el cálculo de la expresión
decimal de la raíz cuadrada de 2, nunca aparecería una pauta regular.
Lo que fascina a muchos de los que se dedican a las matemáticas es el poder de
estas argumentaciones simples: en el caso de la raíz cuadrada de 2, por ejemplo,
nos encontramos con un problema que nunca podría resolverse por medio de la
fuerza bruta de los cálculos, ni siquiera con la ayuda del ordenador más potente,
pero basta con alinear unas pocas simples ideas matemáticas elegidas con
inteligencia para desvelar el misterio de aquella expresión decimal infinita. El
trabajo imposible de calcular un número infinito de cifras decimales se reduce así a
un pequeño e ingenioso razonamiento.
Podría ser que la falta de interés reflejara el hecho de que en realidad este número
es divisible por 47, como el periódico habría podido descubrir si lo hubiera
verificado. Robinson conservó aquel recorte durante toda su vida, junto con la
de Turing capaz de reproducir la lista completa de los números primos. Por ello,
gracias al trabajo de Robinson y Matijasevitch, en teoría debería de existir una
fórmula capaz de generar todos los números primos.
¿Serían capaces los matemáticos de hallar esa fórmula? En 1971, Matijasevitch
elaboró un método explícito para llegar a una fórmula, pero no lo siguió hasta
obtener el resultado final. La primera fórmula explícita que se escribió con detalle
fue descubierta en 1976 y utilizaba 26 variables, de la A a la Z:
5
Si observamos la fórmula con atención veremos que se trata de un producto de dos factores: el primero de
ellos, k + 2, es siempre positivo. El segundo consiste en restar de 1 un total de catorce términos estrictamente
positivos, ya que son cuadrados. En consecuencia, la única forma de que la fórmula dé un número positivo, y por lo
tanto primo, es que todos y cada uno de los términos citados sea cero; ello nos lleva a la conclusión de que
conseguir un número primo utilizando la fórmula equivale a hallar las soluciones de un sistema no lineal de catorce
ecuaciones con veintiséis incógnitas.
inicial de Linio se enfrió: «Es una pena. Con toda probabilidad no aprenderemos
nada nuevo sobre los números primos».
Si la existencia de una ecuación de este tipo es universalmente válida para toda
sucesión de números, entonces no nos dice nada específico sobre los números
primos. Ello hace especialmente interesante la interpretación de Riemann: la
existencia del paisaje de Riemann y sus notas sobre los puntos a nivel del mar
forman una música que sólo corresponde a los números primos. Esta estructura
armónica no se halla en la base de ninguna otra sucesión de números.
Mientras Julia Robinson jubilaba definitivamente el décimo problema de Hilbert, un
amigo suyo de Stanford estaba terminando con la fe de Hilbert en el hecho de que
en matemáticas no hay nada incognoscible. Paul Cohen había preguntado con cierta
arrogancia a sus profesores de Stanford cuál de los problemas de Hilbert le haría
famoso si conseguía resolverlo. Sus profesores lo meditaron un poco y le indicaron
que el primer problema era uno de los más importantes. Dicho de forma algo tosca,
el problema preguntaba cuántos números hay. Para comenzar su lista, Hilbert había
puesto la pregunta de Cantor sobre los distintos infinitos: ¿existe un conjunto
infinito de números de dimensiones mayores que el conjunto de todos los números
fraccionarios, pero que al mismo tiempo no sea tan grande como el conjunto de los
números reales, incluidos los números irracionales como π, y cualquier otro número
cuya expresión decimal sea infinita y no periódica?
Probablemente Hilbert se retorcería en su tumba cuando Cohen volvió un año
después con la solución: ¡ambas respuestas eran posibles! Cohen demostró que la
primera de las cuestiones de Hilbert era uno de los enunciados indemostrables de
Gödel. Se desvanecía, por tanto, cualquier esperanza de que únicamente fueran
indecidibles los problemas más abstrusos. Cohen había demostrado lo siguiente: es
imposible demostrar, en base a los axiomas que actualmente usamos en
matemáticas, que exista un conjunto de números cuya dimensión sea estrictamente
mayor que la del conjunto de todos los números fraccionarios y estrictamente
inferior que la del conjunto de todos los números reales; de la misma forma, es
imposible demostrar que no existe tal conjunto. De hecho, Cohen había conseguido
construir dos mundos matemáticos distintos que satisfacían los axiomas utilizados
confirmación tan extraña de la hipótesis de Riemann, pero pocos creen que una
artimaña lógica así termine por llevar a una solución del octavo problema de Hilbert.
Gracias a la máquina universal de Turing, los ordenadores de la mente han jugado
un papel fundamental en nuestra comprensión del mundo matemático, pero serían
las máquinas reales que había intentado construir las que tomarían la iniciativa en
la segunda mitad del siglo XX, cuando la tendencia cambió a favor de los
ordenadores hechos con válvulas, hilos eléctricos y, posteriormente, de silicio. En
todo el mundo se estaban construyendo máquinas que permitirían a los
matemáticos escrutar en profundidad el universo de los números.
Capítulo 9
La era de la informática: de la mente al pc
Contenido:
1. ¿Supone el ordenador la muerte de las matemáticas?
2. Zagier, el mosquetero de las matemáticas
3. Odlyzko, el maestro de cálculo de nueva jersey
Una vez abandonada la escuela, para la mayoría de la gente su única relación con
los números primos tiene lugar, si es que alguna vez sucede, a través de las
noticias recurrentes de grandes ordenadores que calculan el mayor número
conocido. El recorte de diario que Julia Robinson conservó como una reliquia ilustra
cómo, desde los años treinta del siglo pasado, incluso los falsos descubrimientos
sobre la cuestión eran noticia. Gracias a la demostración de Euclides sobre la
existencia de infinitos números primos, este tipo de noticias nunca dejará de
aparecer en los diarios. A finales de la Segunda Guerra Mundial el mayor número
primo conocido tenía treinta y nueve cifras, y detentaba el récord desde su
descubrimiento en el año 1876: hoy, el mayor número primo conocido tiene más de
un millón de cifras: harían falta más páginas que las de este libro para imprimirlo, y
varios meses para leerlo. Lo que nos ha permitido alcanzar estas alturas
vertiginosas ha sido el ordenador; pero, en Bletchley Park, Turing estaba ya
pensando en cómo utilizar su máquina para determinar números primos cada vez
mayores.
Aunque la máquina universal teórica de Turing tuviera la suerte de disponer de una
cantidad infinita de memoria en la que almacenar información, las máquinas reales
serían los únicos valores de n no mayores que 257 para los que 2n − 1 es primo.
Un número de la magnitud de 2257 − 1 es tan enorme que la mente humana nunca
podría verificar el fundamento de la afirmación de Mersenne. Quizá fue ésa la razón
por la cual hizo tranquilamente una afirmación tan audaz: creía que «la eternidad
no bastaría para establecer si esos números son primos». Le guió en la elección de
esos números la demostración de Euclides sobre la existencia de infinitos números
primos: se trata de tomar un número como 2n, que es divisible por muchos
números, y añadirle o quitarle una unidad con la esperanza de que resulte
indivisible.
Aunque no tuviera la certeza de generar números primos, la intuición de Mersenne
era correcta en un aspecto: dado que los números de Mersenne son adyacentes a
2n, es decir, a números dotados de una gran divisibilidad, existe un método muy
eficaz para verificar si se trata efectivamente de números primos. El método fue
pero las presiones de la empresa bélica hicieron que Turing tuviera que abandonar
el proyecto. Después de la guerra, sin embargo, Turing y Newman pudieron
reemprender la idea de determinar nuevos números primos de Mersenne. Hubiera
sido una prueba perfecta para la máquina que se proponían construir en el
laboratorio de investigación de Manchester: aunque la máquina tuviera una muy
reducida capacidad de almacenar información, el método de Lucas-Lehmer no
requería una gran cantidad de memoria en cada uno de los pasos. Para poder
calcular el enésimo número de Lucas-Lehmer, de hecho, el ordenador tenía
suficiente con recordar el valor del (n − 1)-ésimo número de Lucas-Lehmer.
Turing no había tenido suerte con los ceros de Riemann, y las cosas no cambiaron
cuando dirigió su atención a la búsqueda de los números primos de Mersenne: el
ordenador que construyeron en Manchester no consiguió superar el récord
establecido con el número 2127 − 1, que se resistía desde hacía setenta años. Para
hallar el siguiente número primo de Mersenne hubiera tenido que llegar hasta 2 521 −
1, un número que por muy poco quedaba fuera del alcance de la máquina ideada
por Turing. Por una extraña broma del destino, sería el marido de Julia Robinson,
Raphael, quien reivindicaría el descubrimiento del nuevo número primo récord.
Había conseguido el manual de una máquina que Derrick Lehmer había construido
en Los Ángeles: Lehmer había ya abandonado los piñones y las cadenas de bicicleta
del período prebélico, y ahora era el director del National Bureau of Standards’
Institute for Numerical Analysis y había creado una máquina llamada Standard
Western Automatic Computer (SWAC). En la tranquilidad de su despacho de
Berkeley, y sin haber visto nunca la máquina, Raphael Robinson escribió un
programa con el cual el SWAC pudo dar caza a los números primos de Mersenne: el
30 de enero de 1952, el ordenador descubrió los primeros números primos que se
encontraban fuera del alcance de la capacidad de cálculo de la mente humana.
Apenas unas horas después de establecer el nuevo récord con 2 521 − 1, el SWAC
produjo un número primo aún mayor: 2607 − 1. En aquel año, Raphael Robinson
batió tres veces más su propio récord, y el mayor primo conocido resultó ser 2 2.281
− 1.
La caza de los grandes números primos terminó por ser dominada por quien tuviera
acceso a los ordenadores más potentes; hasta mediados de los años noventa del
siglo pasado todos los nuevos records se batieron utilizando los ordenadores Cray,
los gigantes del mundo de la computación electrónica. La Cray Research, fundada
en 1971, aprovechó a fondo el hecho de que un ordenador no necesita terminar una
operación para poder empezar la siguiente; esta simple idea estuvo en la base de la
creación de máquinas que durante decenios fueron consideradas como las máquinas
más veloces del mundo. A partir de los años ochenta, el ordenador Cray del
Lawrence Livermore Laboratory, en California, bajo la mirada vigilante de Paul Gage
y David Slowinski, monopolizó los récords y los titulares de la prensa. En 1996,
Gage y Slowinski anunciaron el descubrimiento de su séptimo número primo récord:
21.257.787 − 1, un número de 378.632 cifras.
Sin embargo, últimamente los vientos han cambiado favoreciendo a participantes
mucho más modestos. Como tantos pequeños David que retan a Goliat,
actualmente son los humildes PC’s los que baten un récord tras otro.
¿Y cuál es la honda que les da el poder de retar a los ordenadores Cray? Internet:
gracias a la fuerza combinada de un número enorme de pequeños ordenadores
conectados en red se obtiene el potencial que pone a esta familia de hormigas en
condiciones de ir a la caza de los grandes números primos. No es la primera vez que
se utiliza Internet para permitir hacer ciencia a los aficionados: la astronomía ha
obtenido grandes beneficios asignando a millares de astrónomos aficionados un
pedacito de cielo para recorrer. Internet puso la red a través de la cual se coordinó
este esfuerzo astronómico. Inspirado en el éxito de los astrónomos, un programador
americano, George Woltman, puso a disposición de todos en Internet un software
que, una vez descargado, asigna a cada PC una minúscula porción de la infinita
extensión de los números: en lugar de dirigir sus propios telescopios al cielo
nocturno a la búsqueda de una nueva supernova, los matemáticos aficionados usan
el tiempo de inactividad de sus ordenadores para escrutar diversos rincones de la
galaxia numérica a la caza de nuevos números primos y de nuevas marcas.
La búsqueda no está exenta de peligros: una de las personas reclutadas por
Woltman trabajaba en una importante compañía telefónica estadounidense y se
procuró la ayuda de 2.585 de los ordenadores de la empresa para su caza de
números primos de Mersenne; la empresa empezó a sospechar que algo no iba
como debía cuando los ordenadores de Phoenix, que de ordinario tardaban una
Hacen falta al menos cuatro colores para pintar este mapa de manera que no haya
estados fronterizos con el mismo color.
Pero ¿es posible demostrar que bastan cuatro colores para cualquier mapa?
La cuestión se planteó públicamente por primera vez en 1852, cuando un estudiante
de leyes, Francis Guthrie, escribió a su hermano, un matemático del University
College de Londres, preguntándole si alguien había demostrado que siempre
bastaría con cuatro colores. En realidad, en aquella época muy pocos pensaban que
la cuestión fuera importante. Algunos matemáticos de segundo plano probaron
suerte intentando proporcionar a Guthrie una demostración, pero como la
demostración se resistía, al cabo de poco el problema avanzó hacia el vértice de la
escala de las habilidades matemáticas. Incluso Hermann Minkowski, el mejor amigo
de Hilbert en Gotinga, lo intentó. La cuestión de los cuatro colores se planteó
durante un curso universitario que impartió Minkowski: «Este problema todavía no
ha sido demostrado sólo porque se han ocupado de él matemáticos de tercera fila»,
anunció el profesor. «Creo poder demostrarlo». Durante varias sesiones se peleó en
la pizarra con sus propias ideas. Una mañana, cuando entraba en el aula en la que
impartía el curso, se oyó un trueno fortísimo: «El cielo se enfada por mi
arrogancia», admitió. «Mi demostración no funciona».
Cuantas más personas lo intentaban y fracasaban, tanto más crecía el prestigio del
problema, sobre todo a causa de la extrema simplicidad de su enunciado. Resistió a
todos los intentos de demostración hasta 1976, más de un siglo después de que
Francis Guthrie mandara la carta a su hermano: dos matemáticos de la Universidad
de Illinois, Kenneth Appel y Wolfgang Haken, razonaron que en lugar de afrontar la
construyen un terreno sobre el que se puedan edificar certezas. Por esta razón
muchos rechazaban la idea de que el ordenador pudiera resultar útil para el análisis
de la hipótesis de Riemann. Sin embargo, acechaba una sorpresa que empezaría a
convencer a los escépticos más irreductibles sobre la posibilidad fundada de que la
hipótesis de Riemann fuera finalmente cierta. A principios de los años setenta, Don
Zagier capitaneaba la pequeña banda de los escépticos: Zagier es una de las
personalidades más vigorosas de los circuitos matemáticos, un hombre cuya figura
se recorta elegante mientras recorre con decisión los pasillos del Max Planck Institut
für Mathematik de Bonn, la respuesta alemana al Institute for Advanced Study de
Princeton. Como un mosquetero de las matemáticas, Zagier blande su afiladísimo
intelecto, a punto para cortar en rodajas cualquier problema que se le ponga a tiro.
Su entusiasmo por la disciplina y la energía con que la afronta te arrastra en un
torbellino de ideas expresadas con voz de ametralladora y a una velocidad que te
deja sin resuello. Enfoca la disciplina de manera lúdica, y siempre tiene a punto un
rompecabezas matemático con el que sazonar las comidas del Instituto de Bonn.
El deseo planteado por algunos de creer en la hipótesis de Riemann sobre la base
de razones puramente estéticas, ignorando la falta de indicios concretos, había
terminado por exasperar a Zagier: la fe en la hipótesis se basaba probablemente en
un sentido de deferencia hacia la simplicidad en matemáticas, y en poco más. Un
cero que cayera fuera de la recta hubiera representado una fealdad en aquel paisaje
maravilloso: cada cero contribuía con una nota a la melodiosa música de los
números primos. Enrico Bombieri propuso una imagen propia de lo que significaría
la eventual falsedad de la hipótesis de Riemann: «Piensen en ir a un concierto para
escuchar a los músicos que tocan todos juntos en perfecta armonía. Después, de
repente, una gran tuba emite un sonido fuertísimo y apaga a todos los demás». Hay
tal profusión de belleza en el mundo matemático que no podemos —no nos
atrevemos— creer que la Naturaleza haya elegido un universo cacofónico en el que
la hipótesis de Riemann resulte falsa.
Si a partir de este argumento Zagier era el escéptico por excelencia, Bombieri
representaba el prototipo de los que creían ciegamente en la hipótesis de Riemann.
En los primeros años setenta, cuando aún no se había trasladado a Princeton,
Bombieri era profesor en Italia. «Para él —explicaba Zagier—, la certeza de la
Zagier basó su análisis en una gráfica que le permitiría seguir la pauta del gradiente
entre las montañas y los valles del paisaje zeta a lo largo de la recta mágica de
Riemann. La gráfica de Zagier suponía una nueva perspectiva desde la que observar
la sección transversal del paisaje de Riemann trazada a través de la recta crítica. Lo
interesante es que esta nueva perspectiva permitía una nueva interpretación de la
hipótesis de Riemann: si la gráfica hubiera cruzado la recta crítica en un punto
cualquiera, entonces en aquel punto habría un cero que caería fuera de la recta, lo
que haría falsa la hipótesis de Riemann. Al principio la gráfica no se acerca nunca a
la recta crítica, sino que más bien se aleja subiendo. Pero a medida que se avanza
hacia el norte la gráfica empieza a descender acercándose a la recta. De vez en
cuando la gráfica de Zagier intenta abrirse paso a través de la recta pero, tal como
se ve en la figura siguiente, parece que algo le impida cruzarla.
La gráfica que utilizó Zagier muestra un punto sobre la recta crítica en el cual
aparece un cuasi-contraejemplo de la hipótesis de Riemann. Si la gráfica cruzara el
eje horizontal, entonces la hipótesis de Riemann sería falsa.
En resumen, cuanto más avanzamos hacia el norte tanto más probable parece que
esta gráfica pueda cruzar la línea crítica. Zagier sabía que el primer auténtico punto
débil tendría lugar alrededor del cero número trescientos millones: esta región de la
recta crítica supondría un test probatorio. Una vez que nos hemos trasladado tan al
norte, si la gráfica no ha cruzado todavía la recta, con toda seguridad debe haber un
motivo para que no lo haga; y ese motivo, razonaba Zagier, no podía ser otro que
la certeza de la hipótesis de Riemann. Por esta razón, Zagier fijó el campo base
para su ataque a la cima en los trescientos millones de ceros: Bombieri habría
ganado la apuesta tanto en el caso de que se encontrara una demostración de la
hipótesis como en caso de que se calcularan las posiciones de los primeros
trescientos millones de ceros sin que apareciera un contraejemplo.
Zagier era consciente de que los ordenadores de los años setenta no eran capaces
de explorar aquella remota región de la recta mágica de Riemann. Hasta aquel
momento, los ordenadores habían sido capaces de calcular las posiciones de tres
millones y medio de ceros; teniendo en cuenta el crecimiento de la tecnología
informática de la época, Zagier estimó que harían falta al menos treinta años antes
de poder determinar la posición de los primeros trescientos millones de ceros. Pero
no había contado con la revolución informática que esperaba justo al doblar la
esquina.
Durante cinco años no sucedió nada: la potencia de los ordenadores, aunque
lentamente, crecía, pero determinar sólo la posición del doble de ceros, por no
hablar de cien veces el número de ceros, hubiera requerido tal cantidad de trabajo
que nadie se preocupó de ello; al fin y al cabo, en este tipo de actividad no tenía
sentido consumir grandes cantidades de energía con la única finalidad de doblar el
número de indicios. Pero luego, pasados cinco años, los ordenadores empezaron
repentinamente a ir mucho más de prisa, y dos equipos aceptaron el reto de
explotar la nueva e inédita potencia de cálculo para establecer las posiciones de
otros ceros. Un equipo, bajo la dirección de Herman te Riele, trabajaba en
Ámsterdam; el otro equipo era australiano, y su responsable era Richard Brent.
Brent fue el primero en hacer su anuncio, en 1978: los primeros setenta y cinco
millones de ceros estaban situados sobre la recta. En aquel momento, el equipo de
Ámsterdam unió sus propias fuerzas a las del grupo de Brent. Tras un año de
trabajo, los dos grupos publicaron un gran trabajo, redactado con gran detalle y
magníficamente presentado. Todo había sido cuidado al detalle, y habían
conseguido calcular las posiciones de los ceros hasta… ¡doscientos millones! Zagier
ríe al hablar de ello:
Dejé escapar un suspiro de alivio, porque se trataba de un proyecto
verdaderamente enorme. Gracias a Dios, se habían detenido en los
Lenstra fue a ver a te Riele y le preguntó: « ¿Por qué os habéis detenido en los
doscientos millones? ¿No sabéis que si llegáis a los trescientos millones Don Zagier
perderá una apuesta?». Entonces el equipo continuó hasta los trescientos millones.
Naturalmente, no hallaron ni un solo cero que estuviera fuera de la línea y Zagier
tuvo que pagar su apuesta. Llevó las dos botellas a Bombieri, y se bebieron juntos
la primera. Zagier insistió en hacer notar que aquella era probablemente la botella
más cara que nunca nadie hubiera bebido, ya que…
doscientos millones no tenían nada que ver con mi apuesta: el
cálculo se hacía independientemente. Pero para los últimos cien
millones de ceros la cuestión era distinta: decidieron calcularlos sólo
porque se enteraron de mi apuesta. Fue necesario un tiempo de
elaboración de unas cinco mil horas para calcular aquellos cien
millones de más. En aquella época el coste del tiempo de
elaboración era de setecientos dólares por hora; y dado que hicieron
el cálculo con la única finalidad de hacerme perder la apuesta y
obligarme a pagar mis dos botellas de vino, sostengo que aquellas
dos botellas costaron trescientos cincuenta mil dólares cada una,
que es mucho más que el precio de la botella de vino más cara que
jamás se haya vendido hasta ahora.
Más importante, sin embargo, era el hecho de que, en opinión de Zagier, la masa de
indicios a favor de la hipótesis de Riemann era verdaderamente aplastante. El
ordenador había conseguido finalmente una potencia como instrumento de cálculo
que permitía explorar los territorios septentrionales del paisaje zeta de Riemann lo
suficiente como para que se dieran todas las oportunidades de hallar un
contraejemplo. A pesar de los numerosos intentos por parte de la gráfica de Zagier
de hender la recta crítica de Riemann, era evidente que algo actuaba como una
potente fuerza de repulsión, impidiendo que la gráfica cruce la recta. ¿El motivo? La
hipótesis de Riemann.
«Esto es lo que me convirtió en un convencido partidario del fundamento de la
hipótesis de Riemann», admite hoy Zagier, y compara el papel del ordenador con el
del acelerador de partículas usado para confirmar las teorías de la física de las
partículas elementales: los físicos tienen un modelo de los elementos constituyentes
de la materia, pero para someter a verificación el modelo es necesario generar
energía suficiente para romper el átomo; para Zagier, trescientos millones de ceros
representaban la energía suficiente para verificar si la hipótesis de Riemann tenía
altas posibilidades de ser cierta:
Esta es, en mi opinión, una prueba convincente al cien por cien de
que hay algo que impide que la gráfica cruce la recta, y lo único que
consigo imaginar que pueda ocurrir es, y estoy absolutamente
convencido de ello, que la hipótesis de Riemann sea cierta. Y ahora
creo en la hipótesis de Riemann con la misma convicción que
Bombieri, no a priori —por su gran belleza y elegancia o a causa de
la existencia de Dios— sino porque disponemos de esta prueba.
Jan van de Lune, uno de los componentes del equipo de te Riele, está hoy jubilado,
pero los matemáticos no se curan nunca del todo del virus de las matemáticas, ni
siquiera cuando han abandonado sus despachos: utilizando el mismo programa que
el equipo empleaba quince años antes y tres ordenadores personales que tiene en
su casa, van de Lune ha conseguido verificar que los primeros 6.300 millones de
ceros obedecen todos a la hipótesis de Riemann. Por más años que sus tres
ordenadores puedan continuar calculando las posiciones de los ceros, no existe
ninguna posibilidad de que obtengan una demostración de la hipótesis de Riemann;
pero si existe un cero que caiga fuera de la recta, entonces existe la posibilidad de
que el ordenador tenga un papel en su determinación, es decir, que el ordenador
Los cálculos de alta precisión son precisamente el tipo de cosas que un ordenador
hace mucho mejor que un ser humano. Poco después de ingresar en los Bell
Laboratories de la AT&T, Odlyzko tuvo su gran ocasión: en 1978 los laboratorios
adquirieron su primer supercomputador, un Cray 1. Era el primer Cray que
compraba una empresa privada en lugar de un gobierno o una universidad. Dado
que la AT&T era una organización comercial, en la que la contabilidad y los balances
lo controlaban casi todo, cada sección tenía que pagar las horas de utilización del
ordenador central. De todas formas, como hacía falta cierto tiempo para que la
gente aprendiera a programarlo, en la primera época el Cray se utilizaba muy poco.
Por tanto, la sección informática de la empresa decidió destinar gratuitamente
períodos de cinco horas de trabajo con el Cray a proyectos científicos que no
disponían de financiación.
La oportunidad de explotar la potencia del Cray era una tentación demasiado fuerte
para que Odlyzko pudiera resistirse. Se puso rápidamente en contacto con los
equipos de matemáticos de Ámsterdam y de Australia que habían demostrado que
los primeros trescientos millones de ceros se situaban sobre la recta de Riemann:
¿Alguno de ellos había determinado la posición precisa de aquellos ceros a lo largo
de la recta mágica? No lo había hecho nadie. Ambos equipos se habían concentrado
en demostrar que la coordenada este-oeste de cada cero era igual a 1/2, tal y como
Riemann había previsto. No se habían preocupado de la ubicación exacta de los
ceros a lo largo de la dirección norte-sur.
Odlyzko solicitó utilizar el tiempo del Cray con la finalidad de determinar la
ubicación exacta de los primeros millones de ceros. La AT&T aceptó su petición, y
desde hace decenios Odlyzko utiliza todo el tiempo máquina que la empresa puede
concederle para calcular las posiciones de un número de ceros cada vez mayor.
Tales cálculos no son un ejercicio de computación como un fin en sí mismos: Stark,
el supervisor de Odlyzko en el MIT, había aplicado los conocimientos adquiridos
sobre la posición de los primerísimos ceros en el paisaje zeta para demostrar una de
las conjeturas de Gauss sobre la manera de factorizar ciertos conjuntos de números
imaginarios; Odlyzko, por su parte, utilizó la determinación precisa de las posiciones
de los primeros dos mil ceros para demostrar la falta de fundamento de una
hipótesis que circulaba en los ambientes matemáticos de principios del siglo XX: la
conjetura de Mertens.
Herman te Riele se unió a Odlyzko en la demolición de la conjetura de Mertens: era
el matemático de Ámsterdam que había contribuido a hacer perder a Zagier la
apuesta al demostrar que los primeros trescientos millones de ceros estaban sobre
la recta de Riemann. La conjetura de Mertens está estrechamente ligada a la
hipótesis de Riemann, y la demostración de su falsedad hizo comprender a los
matemáticos que si la hipótesis de Riemann fuera verdadera, sería apenas
verdadera.
La mejor manera de comprender la conjetura de Mertens es pensarla como una
variante del lanzamiento de la moneda de los números primos. El resultado del
enésimo lanzamiento de la moneda de Mertens es «cara» si N se compone por el
producto de un par de números primos. Por ejemplo, cuando N = 15 el resultado
del lanzamiento es «cara», ya que 15 es el producto de dos números primos (3 y
5). En cambio, si N se compone del producto de un número impar de números
primos, por ejemplo N = 105 = 3 × 5 × 7, entonces el resultado del lanzamiento es
«cruz». Pero existe una tercera posibilidad: si para construir N se usa un número
primo dos veces, entonces el lanzamiento es nulo: 12, por ejemplo, es producto de
dos 2 y un 3 (12 = 2 × 2 × 3) y por esta razón su resultado es cero. Podemos
pensar un resultado nulo como el equivalente al lanzamiento en el que la moneda
se pierde de vista o bien cae de costado. Mertens hizo una conjetura sobre el
comportamiento de esta moneda al crecer los valores de N: se trata de una
conjetura muy similar a la hipótesis de Riemann, que afirma que la moneda de los
números primos es una moneda perfecta.
La conjetura de Mertens, en cambio, era un poco más fuerte en cuanto a la
predicción que Riemann había hecho sobre los números primos: predecía que el
error sería ligeramente inferior al que debería de esperarse de una moneda
perfecta. Si la conjetura hubiera sido cierta, entonces también lo sería la hipótesis
de Riemann, pero no al revés.
En 1897, para sostener su conjetura, Mertens había publicado tablas de cálculo que
comprendían todos los valores de N comprendidos entre 1 y 10.000. En los años
setenta los cálculos habían llevado los valores de N que se habían verificado
experimentalmente hasta los mil millones. Pero en la teoría de los números, tal y
como Littlewood había mostrado, miles de millones de indicios experimentales no
valen prácticamente nada. Mientras tanto, crecía el escepticismo sobre la posibilidad
de que la conjetura de Mertens fuera cierta. Sin embargo, fueron necesarios los
cálculos de Odlyzko y de te Riele sobre la ubicación exacta de los primeros dos mil
ceros de la función zeta, cálculos precisos hasta la centésima cifra decimal, para
demostrar finalmente que la conjetura de Mertens era falsa. Como aviso para los
que se dejan impresionar por los indicios numéricos experimentales, Odlyzko y te
Riele estimaron que incluso si Mertens hubiera analizado los lanzamientos de una
moneda hasta un valor de N como 1030 su conjetura habría seguido pareciendo
verdadera.
Los ordenadores que utilizó Odlyzko en la AT&T continúan ayudando a los
matemáticos en sus intentos de desenterrar los misterios de los números primos,
pero no se trata de un tráfico de sentido único: hoy, los números primos están
aportando su contribución a la expansión irrefrenable de la era informática. En los
años setenta, los números primos se convirtieron de pronto en la clave, en sentido
literal, que permitía garantizar la privacidad de las comunicaciones electrónicas.
Hardy siempre había estado muy orgulloso de la inutilidad total de las matemáticas,
y de la teoría de los números en particular, en el mundo real:
Las «verdaderas» matemáticas de los «verdaderos» matemáticos,
las de Fermat, de Euler, de Gauss, de Abel y de Riemann, son casi
totalmente «inútiles» (y esto vale tanto para las matemáticas
«aplicadas» como para las matemáticas «puras»). No puede
justificarse la vida de ningún matemático profesional verdadero
sobre la base de la «utilidad» de su trabajo.
Capítulo 10
Descifrar números y códigos
Contenido:
1. El nacimiento de la criptografía en internet
2. RSA, el trío del MIT
3. Un truco de naipes criptográfico
4. Se arroja el guante del desafío RSA 129
5. Llegan nuevos trucos
6. Con la cabeza bajo el ala
7. A la caza de los grandes números primos
8. Un futuro brillante, un futuro elíptico
9. Los placeres de la poesía caldea
Podemos imaginar las dificultades logísticas que surgirían si tuviéramos que usar un
sistema de criptografía de este estilo para comprar por Internet. Antes de que
pudiéramos mandar nuestras informaciones bancadas con seguridad, las empresas
que gestionan los sitios de Internet en los que pretendemos comprar nos tendrían
que enviar una carta protegida para explicarnos cómo codificar la información. Dado
el enorme tráfico de Internet, habría altísimas probabilidades de que muchas de
aquellas cartas terminaran por ser interceptadas. Se hacía imprescindible, en los
inicios de la era de las comunicaciones rápidas, desarrollar un sistema criptográfico
adaptado a las nuevas necesidades. Y de la misma manera que, durante la guerra,
eran los matemáticos de Bletchley Park quienes descifraron Enigma, serían los
matemáticos quienes crearían una nueva generación de códigos que ha hecho salir
la criptografía de las novelas de espionaje para introducirla en la aldea global. Estos
códigos matemáticos han favorecido el nacimiento de la que hoy se conoce con el
nombre de criptografía de clave pública.
Podemos pensar en la codificación y decodificación de un mensaje como la apertura
y el cierre de una puerta con una llave. En el caso de una puerta convencional, se
usa la misma llave para cerrarla y para abrirla. Análogamente, en el caso de la
máquina Enigma la configuración utilizada para cifrar un mensaje es idéntica a la
configuración usada para descifrarlo: la configuración —llamémosla la clave— debe
mantenerse en secreto; cuanto más lejos está el destinatario del remitente, más
difícil resulta desde el punto de vista logístico hacer entrega de la clave utilizada
para cifrar y descifrar el mensaje. Supongamos que el jefe de una organización de
espionaje desea recibir informes reservados de un cierto número de agentes
activos, pero no desea que ellos lean los informes que envían sus colegas: en este
caso no tendría más remedio que enviar una clave distinta a cada agente. Ahora
cambiemos «algunos agentes secretos» por millones de personas ansiosas de
comprar productos por Internet. Una operación de estas dimensiones, aun no
siendo imposible desde el punto de vista teórico, es una pesadilla logística: para
empezar, un comprador potencial que visitara el sitio web no podría cursar una
orden inmediatamente, sino que tendría que esperar a recibir una clave segura de
codificación. La World Wide Web, la red informática mundial, se transformaría en un
World Wide Wait: la espera informática mundial.
El sistema de la criptografía de clave pública es como una puerta con dos llaves
distintas: la llave A cierra la puerta pero es otra llave distinta, la B, la que la abre.
Inmediatamente desaparece la necesidad de mantener en secreto la llave A: la
posesión de esta llave no compromete la seguridad. Imaginemos ahora que esta
puerta se encuentra en la entrada del área protegida de la página de Internet de
una empresa: la empresa puede distribuir libremente la clave A a cualquier visitante
que desee mandar un mensaje seguro, como por ejemplo el número de su tarjeta
de crédito; aunque todos estén usando la misma clave para codificar sus propios
mensajes —es decir, para cerrar la puerta y asegurar su información secreta—
nadie podrá leer el mensaje codificado por los demás. De hecho, cuando los datos
han sido codificados, sus autores no pueden leerlos, ni siquiera si aquellos son sus
propios datos: sólo la empresa que gestiona el sitio dispone de la clave B, que le
permite abrir la puerta y leer los números de la tarjeta de crédito.
La criptografía de clave pública se propuso por vez primera en 1976, en un
importante artículo científico escrito por dos matemáticos de la Universidad de
Stanford, en California: Whit Diffie y Martin Hellman. La pareja hizo nacer un
movimiento alternativo en el mundo de la criptografía, un movimiento que retaría al
monopolio de las agencias gubernamentales sobre la seguridad de los datos. Diffie,
en particular, era el arquetipo antisistema del joven melenudo de los años sesenta.
Tanto él como Hellman estaban profundamente convencidos de que la criptografía
no tenía que ser propiedad exclusiva del gobierno y que sus ideas tenían que ser
públicas, para beneficio de las personas. Bastante tiempo después se filtró la noticia
de que otro sistema criptográfico análogo había sido propuesto por algunas
agencias gubernamentales, pero en lugar de publicarse en una revista científica la
propuesta se había escondido en alguna parte con el sello de Top Secret.
El artículo del grupo de Stanford, titulado New Directions in Cryptography,
anunciaba una nueva era en el campo de la criptografía y de la seguridad
electrónica. El cifrado en clave pública, con su doble clave, parecía una gran
innovación, al menos en teoría; pero ¿era posible llevar a la práctica aquella teoría y
crear un código que funcionara según aquellos principios? Tras algunos años de
intentos infructuosos, algunos criptógrafos empezaban a dudar de la posibilidad de
construir una clave de ese tipo: temían que en el mundo real del espionaje aquella
clave académica no podría funcionar.
Rivest: dejó sus robots en Stanford y se trasladó al MIT para dedicarse a una
disciplina en rápido crecimiento: la complejidad computacional.
«Un día, un estudiante de doctorado me hizo llegar un artículo diciéndome: “Quizá
pueda interesarle”», recuerda Rivest. Se trataba del artículo de Diffie y Hellman, y
Rivest quedó inmediatamente fascinado por él. «Presentaba una visión general de lo
que es la criptografía y de lo que podría ser. Nos permitía hacernos una idea». El
reto que el artículo planteaba reunía todos los intereses de Rivest: informática,
lógica y matemáticas. Era un problema con implicaciones prácticas evidentes para el
mundo real, pero que al mismo tiempo se relacionaba directamente con las
cuestiones teóricas que tanto preocupaban a Rivest: «Lo que importa en criptografía
es distinguir entre los problemas fáciles y los problemas difíciles», explica Rivest. «Y
la Informática se ocupaba precisamente de eso». Si se quería un código difícil de
descifrar, debía de construirse en base a un problema cuya solución fuera difícil de
calcular.
Para empezar sus intentos de construir un sistema de criptografía de clave pública,
Rivest propuso apropiarse de la riqueza de gran cantidad de problemas que, como
él bien sabía, habrían requerido mucho tiempo para ser resueltos por los
ordenadores. También necesitaba alguien con quien discutir sus ideas. En aquellos
años, el MIT empezaba ya a romper los esquemas de una universidad tradicional,
difuminando las fronteras entre departamentos con la esperanza de alentar las
relaciones interdisciplinarias. Rivest, que era un científico informático, contaba en su
misma planta con miembros del departamento de matemáticas; y los despachos
vecinos del suyo también estaban ocupados por dos matemáticos: Leonard Adleman
y Adi Shamir.
Adleman era más sociable que Rivest, pero era un típico académico con ideas locas
y maravillosas sobre cosas que parecían no tener nada que ver con la realidad.
Adleman recuerda la mañana en que entró en el despacho de Rivest: «Ron estaba
sentado con aquel manuscrito: “¿Has visto esa historia de Stanford sobre
criptogramas, códigos secretos, sistemas de codificación… bla, bla, bla…?”. Mi
reacción fue: “Bueno, parece muy bonito Ron, pero yo vengo a hablar de cosas
serias. No me importa en absoluto”. Pero Ron estaba muy interesado».
6
Seder: comida de la celebración de la Pascua judía, durante la cual se beben cuatro copas de vino.
en los números primos que los forman. Aquel problema tenía el sabor preciso. Bajo
el efecto del vino ritual del Seder, Rivest había comprendido la forma de traducirlo a
su código. Recuerda: «A primera vista daba muy buena impresión, pero sabíamos
por experiencia que las cosas que al principio parecen convincentes pueden
quedarse en nada; por ello lo aparqué hasta la mañana siguiente».
Cuando Adleman llegó al departamento del MIT hacia media mañana del día
siguiente, Rivest lo saludó mostrándole el esbozo escrito a mano de un artículo que
tenía los nombres de Adleman, Rivest y Shamir en el encabezado. Mientras lo leía,
Adleman se dio cuenta de que contenía lo que Rivest le había comentado por
teléfono la noche anterior. «Le dije a Ron: “Quita mi nombre. Esto es cosa tuya”. Y
empezamos a pelearnos sobre la oportunidad de que mi nombre apareciera o no en
el artículo». Adleman aceptó reflexionar sobre ello. Entonces no creía que se tratara
de una cuestión importante, ya que se suponía que el artículo sería el menos leído
de todas sus publicaciones. Pero más tarde se acordó del sistema de criptografía
que lo había tenido despierto toda una noche. En aquella ocasión había evitado que
Rivest y Shamir hicieran un papelón publicando precipitadamente un código poco
seguro. «Por esto volví a hablar con Ron: “Ponme el tercero de la lista”. Así
nacieron las siglas RSA».
Rivest decidió que lo mejor que podían hacer era estudiar hasta qué punto era difícil
el problema de la factorización de los números: «El problema de la factorización era
una forma de arte oscura en aquellos tiempos. La literatura de referencia era
escasa. Era difícil obtener buenas estimaciones del tiempo que emplearían los
algoritmos existentes». Una persona que sabía del tema más que casi cualquier otro
era Martin Gardner, uno de los más grandes divulgadores de matemáticas del
mundo. Gardner sintió curiosidad por el método que Rivest proponía y le pidió
permiso para publicar un artículo dedicado a aquella idea en su sección fija del
Scientific American.
La reacción al artículo de Gardner convenció finalmente a Adleman de que habían
descubierto algo gordo:
Aquel verano entré en una librería de Berkeley. Un cliente y el
hombre que había tras el mostrador estaban discutiendo algo, y el
cliente le dijo: « ¿Ha visto aquel artículo sobre criptografía del
Gardner había escrito en su artículo que los tres matemáticos estaban dispuestos a
mandar una versión preliminar a todos los que les hicieran llegar un sobre
franqueado. «Cuando vuelvo al MIT encuentro miles, literalmente miles, de sobres
de éstos procedentes de todo el mundo, incluido uno del servicio de seguridad
búlgaro, y bla bla bla».
La gente empezó a decirles que se harían ricos. Incluso en los años setenta, cuando
el comercio electrónico era pura fantasía, la gente se dio cuenta de la potencialidad
de aquellas ideas. Adleman pensaba que el dinero empezaría a fluir al cabo de
pocos meses, y corrió a comprar un deportivo rojo para celebrarlo: Bombieri no era
el único matemático que deseaba un deportivo como premio por sus éxitos.
Finalmente Adleman terminó por tener que pagar su coche a plazos, visto el sueldo
que cobraba en el MIT. Hizo falta un poco más de tiempo para que los servicios de
seguridad y el mundo de los negocios fueran completamente conscientes de la
fiabilidad y de la potencia del cifrado RSA. Mientras Adleman se iba de paseo con su
coche pensando aún en Fermat, Rivest ya empezaba a sintonizar con las
implicaciones de su propuesta para el mundo real:
Pensábamos que el proyecto podía tener implicaciones económicas.
Por ello pasamos por el despacho de patentes del MIT y luego
buscamos alguna empresa que pudiera interesarse en comercializar
el producto. Pero en los primeros años ochenta aún no existía un
mercado. El interés era escaso en aquella fase. El mundo todavía no
estaba ligado por una gran red. La gente no tenía un ordenador
sobre la mesa de trabajo.
para comprender si el sistema que proponíamos iba demasiado rápido». Parece que
la misma idea ya se había sugerido secretamente en los ambientes de los servicios
de inteligencia. Pero los servicios de seguridad tenían muchas dudas sobre la
pertinencia de poner la vida de sus agentes en manos de algunos matemáticos
convencidos de la dificultad de descomponer números. Ansgar Heuser, de los
servicios de seguridad alemanes, el BSI, recuerda que en los años ochenta ellos
mismos consideraron la posibilidad de usar en la práctica el sistema RSA.
Preguntaron a los matemáticos si Occidente era mejor que los rusos en teoría de los
números. Cuando recibieron un claro «no» por respuesta, desecharon la idea. Sin
embargo, en el decenio siguiente el RSA demostró su propio valor no sólo con
relación a la protección de la vida de los espías, sino también en el mundo público
de los negocios.
4 + 9 = 1 (módulo 12)
Potencias de 2 21 22 23 24 25 26 27 28 29 210
Con calculadora 2 4 3 1 2 4 3 1 2 4
de reloj de 5 horas
Si tomamos un reloj con esfera de trece horas y repetimos el procedimiento con las
potencias de 3, desde 31, 32,… hasta 313, obtenemos
3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3
Esta vez la manecilla no se detiene en todas las horas de la esfera del reloj, pero así
y todo se da una pauta iterativa que la lleva nuevamente sobre el 3 tras multiplicar
3 por sí mismo 13 veces. Parecía que, con independencia del valor elegido por
Fermat para el número primo p, tuviera lugar la misma magia: Fermat había
descubierto que, con la notación que Gauss utilizaba para la aritmética del reloj (o
aritmética modular), para cualquier número primo p y para cualquier valor x sobre
el reloj con esfera de p horas resultaba
xp = x (módulo p)
El descubrimiento de Fermat es el tipo de cosas que hace latir con fuerza el corazón
de los matemáticos. ¿Qué se esconde en los números primos para producir este tipo
de magia? No contento con las observaciones experimentales, Fermat quería
encontrar una demostración del hecho de que cualquiera que fuera el número primo
de horas elegido para su reloj, los números primos nunca lo decepcionarían.
En lugar de utilizar los márgenes de un libro, esta vez Fermat declaró que había
encontrado una demostración en una carta escrita en 1640 a un amigo, Bernard
Frenicle de Bessy. Pero, como en el caso del último teorema, la demostración era
demasiado larga para escribirla extensamente en el espacio disponible: aunque
prometió que la enviaría a Bessy, Fermat nunca reveló al mundo la demostración.
Hubo que esperar otro siglo para que la demostración fuera redescubierta. En 1736,
Leonard Euler descubrió por qué en los relojes de números primos de Fermat la
manecilla volvía siempre al punto de partida cuando la hora se multiplicaba por sí
misma un número primo de veces. Euler también consiguió extender el
descubrimiento de Fermat a los relojes con N horas en la esfera donde es el
producto de dos números primos p y q. Euler descubrió que en un reloj así la pauta
empezaría a repetirse tras (p − 1) × (q − 1) + 1 pasos.
El descubrimiento de Fermat acerca de la magia de los relojes de números primos y
la generalización de Euler cruzaron como un relámpago por la mente de Rivest
mientras estaba sentado, pensando, aquella noche tras la cena del Seder. Rivest
comprendió que podía utilizar el teorema menor de Fermat como llave para
construir un código matemático capaz de hacer desaparecer el número de una
tarjeta de crédito para después hacerlo reaparecer mágicamente. Cifrar un número
de tarjeta de crédito recuerda el inicio de un truco de naipes; pero aquí no tenemos
una baraja corriente: el número de cartas de la baraja de Rivest es tan
increíblemente enorme que requiere más de cien cifras para ser escrito. El número
de la tarjeta de crédito de un cliente es una de las cartas de esa baraja. El cliente
coloca su tarjeta de crédito en la parte superior de la baraja; La página de Internet
mezcla las cartas, de manera que la ubicación de la tarjeta del cliente parece
cortes que un prestidigitador hace para esconder en la baraja la carta que hemos
elegido). El resultado, en la notación de Gauss, es CE (módulo N).
¿Qué es lo que hace más seguro este procedimiento? Al fin y al cabo, cualquier
hacker puede ver el número cifrado de la tarjeta de crédito mientras viaja por el
ciberespacio, y puede buscar la clave pública de la empresa, que consiste en la
calculadora de N horas y la instrucción de elevar a E el número de tarjeta de
crédito. Todo lo que el hacker tiene que hacer para descifrar este código es hallar
un número que, multiplicado E veces por sí mismo con la calculadora de reloj de N
horas, dé el número cifrado de la tarjeta de crédito. Pero esto es muy difícil. Una
ulterior complicación resulta de la forma de calcular las potencias con una
calculadora de reloj: en una calculadora convencional, el resultado de la operación
aumenta constantemente a cada nueva multiplicación del número de la tarjeta de
crédito por sí mismo. No sucede lo mismo con las calculadoras de reloj. En éstas, el
punto de partida se pierde de vista muy rápidamente, ya que las dimensiones del
resultado no tienen ninguna relación con la posición de partida. Tras barajar E
veces, el hacker se encuentra completamente perdido.
¿Y si el hacker intenta probar con cualquier posible hora en la calculadora de reloj?
No hay nada que hacer: hoy los criptógrafos utilizan relojes en los que N, el número
de horas, tiene más de cien cifras. En otras palabras, hay más horas en la esfera de
la calculadora que átomos en el universo. (En cambio, el número de código E es, en
general, más bien pequeño). Pero, si el problema es imposible de resolver, ¿cómo
hace la empresa para recuperar el número de tarjeta de crédito del cliente?
Rivest sabía que el teorema menor de Fermat garantizaba la existencia de un
número mágico de decodificación, D. Cuando la empresa que opera en Internet
multiplica el número cifrado de la tarjeta de crédito por sí mismo D veces,
reaparece el número original de la tarjeta de crédito. Los prestidigitadores utilizan la
misma idea para recuperar la carta escondida en una baraja. Tras un cierto número
de cortes, se tiene la impresión de que el orden de las cartas sea completamente
aleatorio, pero el prestidigitador sabe que algunos cortes más llevarán a la baraja a
su estado original. Por ejemplo, en el caso del llamado corte perfecto —en el que se
divide la baraja en dos partes iguales y a continuación se mezclan las dos mitades
de forma que se alternen cada carta de una mitad con una carta de la otra mitad—,
cabía ninguna duda sobre las garantías de poner en manos de la cifra RSA la
seguridad de las empresas.
A pesar de la «aprobación» de Gauss al sistema RSA, el problema de la factorización
había sido relegado a los márgenes de las matemáticas hasta que el trío del MIT lo
tradujo a su cifra. Buena parte de los matemáticos mostraba muy poco interés por
el trabajito práctico de descomponer los números enteros. Aunque se hubiera
requerido un tiempo equivalente a la edad del universo para determinar los
números primos que forman los grandes números, ¿qué importancia teórica podía
tener este hecho? Sin embargo, con el descubrimiento de Rivest, Shamir y
Adleman, el problema de la factorización adquirió una importancia muy superior a la
que había tenido en tiempos de Colé.
¿Hasta qué punto es difícil descomponer un número en los primos que lo forman?
Colé no tenía acceso a los ordenadores electrónicos, y por ello necesitó muchos
domingos por la tarde para descubrir que 193.707.721 y 761.838.257.287 son los
dos números primos que, una vez multiplicados, dan el número de Mersenne 2 67 −
1. Pero nosotros, armados con nuestros ordenadores, ¿no podemos simplemente
verificar un número primo tras otro hasta hallar uno que divida al número que
pretendemos factorizar? El problema es que factorizar un número de más de cien
cifras significa tener que verificar más números que la cantidad de partículas
existentes en el universo observable.
Con tal cantidad de números para verificar, Rivest, Shamir y Adleman se sintieron lo
bastante confiados como para lanzar un desafío: factorizar un número de 129 cifras
que ellos mismos habían construido multiplicando dos números primos. El número,
junto con un mensaje cifrado, se publicó en el artículo de Martin Gardner en
Scientific American que llevó el código al centro de la atención mundial. Como aún
no eran los millonarios en los que se convertirían más adelante, los tres ofrecieron
sólo cien dólares como premio a quien descubriera los dos números primos usados
para construir aquel número enorme, bautizado como «RSA 129». En el artículo
estimaban que serían necesarios cuarenta cuatrillones de años para descomponer
RSA 129. Poco después se dieron cuenta de que habían cometido un pequeño error
aritmético en su estimación del tiempo necesario. Sin embargo, dadas las técnicas
de factorización disponibles en aquella época, se necesitarían miles de años.
que sean factorizados. Para el sistema de cifra RSA, diez mil dólares es un precio
pequeño a cambio de la oportunidad de mantenerse por delante del aguerrido grupo
de descifradores de números que están en la lucha. Y, cada vez que se establece un
nuevo récord, a la RSA le basta con aconsejar a sus clientes un aumento en las
dimensiones de los números primos.
La criba cuadrática de Pomerance ha sido sustituida por un nuevo método de
descifrado llamado criba del campo numérico. Esta criba ha permitido la
descomposición del número RSA 155 en agosto de 1999. El resultado lo obtuvo una
red de matemáticos reunidos bajo el mesiánico nombre de Kabalah. RSA 155 ha
supuesto una ruptura psicológica importante: a mitad de los ochenta, cuando los
servicios de seguridad todavía dudaban sobre la conveniencia de adoptar el sistema
RSA, este nivel de complejidad se consideraba suficiente para garantizar la
seguridad de los ordenadores; como ha admitido Ansgar Heuser, del BSI, la agencia
alemana para la seguridad nacional, si se hubieran decidido a adoptar aquel
estándar «nos habríamos podido encontrar en el centro de un desastre». El 3 de
diciembre del 2003 los matemáticos anunciaron que también RSA 174 había sido
factorizado. Hoy, el sistema de seguridad RSA recomienda utilizar relojes con un
número N de horas de al menos 230 cifras; pero las agencias gubernamentales
como el BSI, que requieren un nivel de seguridad capaz de garantizar una
protección a largo plazo para sus propios agentes, actualmente recomiendan el uso
de relojes con más de 600 cifras.
Cuando tengo que hablar de seguridad en Internet con gente importante del mundo
económico, me gusta plantear mi propio pequeño reto sobre la cifra RSA: apuesto
una botella de champán a la primera persona que descubra los dos números primos
cuyo producto es 126.619. Las diversas reacciones que he observado al proponer
este reto en tres seminarios para directivos de bancos realizados en diversos puntos
construir los códigos RSA sobre los que actualmente se basa la seguridad del
comercio electrónico.
cálculo, Colé sabía, y con él el resto del mundo matemático, que el número que
estaba descomponiendo no era primo. Este método de comprobación no es de gran
ayuda en la predicción de la distribución de los números primos, el corazón de la
hipótesis de Riemann, pero al decirnos si un número concreto cualquiera es o no
primo, nos da la oportunidad de escuchar las notas individuales de la música, a
pesar de no servirnos para apreciar el conjunto de la melodía escondida en la
hipótesis de Riemann.
En el origen de este test encontramos el teorema menor de Fermat, que Rivest
utilizó aquella noche en que descubrió la cifra RSA con la ayuda del vino del Seder.
Fermat había descubierto que si se introduce un número en una calculadora de reloj
con un número primo p de horas en su esfera, y a continuación se eleva a la p-
ésima potencia, se obtiene siempre el número de partida. Euler comprendió que el
teorema menor de Fermat podía ser utilizado para demostrar que un número no es
primo: en un reloj de seis horas, por ejemplo, multiplicar 2 por sí mismo seis veces
lleva la manecilla del reloj a las 4; si 6 fuera un número primo, tras el cálculo nos
hubiéramos encontrado de nuevo en las 2. Por esto, el teorema menor de Fermat
nos dice que 6 no puede ser primo, o se trataría de un contraejemplo del teorema.
Si queremos decidir si un número p es primo, tomaremos una calculadora de reloj
con p horas en su esfera. Probaremos con diversas horas para ver si elevándolas a
p volvemos siempre al punto de partida. Si ello no sucede, podemos descartar el
número p con la seguridad de que no se trata de un número primo. Cada vez que
encontremos una hora que satisface el test de Fermat, por otra parte, no habremos
demostrado que p es primo pero aquella hora del reloj testificará, por decirlo así, a
favor de la primalidad de p.
¿Por qué razón es mucho mejor comprobar las horas en el reloj que verificar si cada
número menor que p es divisor suyo? La cuestión radica en que, si p falla el test de
Fermat, el error es realmente grande. De hecho, más de la mitad de los números
primos que están en la esfera del reloj no superan el test, convirtiéndose así en
testigos de la no primalidad de p. El hecho de que haya muchas formas de
demostrar que aquel número no es primo representa por ello un paso adelante de
gran importancia. En este sentido el método difiere mucho de la comprobación
sistemática de la divisibilidad de p, en la que se comprueba cada número para ver si
datos. Las claves privadas, compartidas entre quien envía los datos y quien los
recibe, permiten una codificación mucho más rápida que las claves públicas RSA.
Si usted está comprando por Internet desde la tranquilidad de su casa, utilizando un
ordenador personal dotado de una gran memoria y de un microprocesador rápido,
ni siquiera notará el tiempo que dedica para cifrar su número de tarjeta de crédito.
Cada vez con mayor frecuencia, sin embargo, no sólo accedemos a Internet desde
casa: también se puede navegar por Internet con teléfonos móviles, agendas
electrónicas y otros aparatos portátiles que aparecerán en los próximos años. La
llamada tecnología 3G (de tercera generación) proporciona a estos aparatos los
elementos necesarios para comunicarse en la red. Pero, llegado el momento de
codificar un número de tarjeta de crédito con una agenda electrónica tras una
mañana de compras por Internet, la potencia del pequeño portátil se utilizará hasta
el extremo.
Los teléfonos móviles y las agendas electrónicas no están pensados para ejecutar
cálculos tan grandes: disponen de mucha menos memoria y microprocesadores
mucho más lentos que el ordenador que tenemos sobre la mesa. Y no sólo esto: la
banda de frecuencias que utilizan los teléfonos móviles para transmitir información
es mucho más estrecha que la disponible al enviar datos a través de la línea
telefónica o el cable de fibra óptica. Por tanto, es importante minimizar la cantidad
de datos a transmitir. Los números cada vez mayores que necesita la cifra RSA para
afrontar los ordenadores cada vez más rápidos que se utilizan para descifrar los
códigos la hacen poco apta para los aparatos portátiles.
Durante algún tiempo, los criptógrafos buscaron un nuevo sistema de cifrado de
clave pública que garantizara toda la seguridad y capacidad del RSA, pero que fuera
menor y más veloz. En 1999, el Times y otros medios de comunicación ingleses se
lanzaron como halcones sobre la noticia del posible descubrimiento de un sistema
de este tipo por la jovencísima Sarah Flannery. Hay que decir en su favor que Sarah
nunca afirmó que su código fuera seguro: la seguridad de un sistema criptográfico
sólo puede demostrarse con tiempo y comprobaciones, dos cosas que los medios de
comunicación no aprecian en demasía. En definitiva, precisamente lo que había
permitido que el código fuera más rápido es lo que había hecho aumentar su
vulnerabilidad.
Existe un rival del RSA que está empezando a responder a los desafíos que plantea
el mundo del llamado m-comercio, de las comunicaciones móviles, sin hilos. Tras
estos nuevos códigos no hay números primos sino otras entidades mucho más
exóticas: las curvas elípticas. Estas curvas se definen mediante ecuaciones de un
tipo especial, y han sido fundamentales para la demostración del último teorema de
Fermat por parte de Andrew Wiles. Las curvas elípticas ya se habían abierto camino
en el mundo de la criptografía como parte de un nuevo método para factorizar
rápidamente los números. Parece como si existiera una regla no escrita en base a la
cual los descifradores que consiguen violar un sistema de cifra resarcen a los
criptógrafos proporcionándoles de manera involuntaria un código aún más seguro.
Neal Koblitz, de la Universidad del Estado de Washington en Seattle, estaba
estudiando un método para descifrar los códigos basados en números primos
cuando intuyó que las curvas elípticas podían ser también útiles para producir
códigos. Koblitz propuso su idea de una criptografía basada en las curvas elípticas a
mitades de los años ochenta. Simultáneamente, también Victor Miller del Ramapo
College de New Jersey, descubrió cómo elaborar códigos utilizando curvas elípticas.
Aunque resultan más complicados que la cifra RSA, los códigos basados en las
curvas elípticas no necesitan claves numéricas enormes, lo que las hace perfectas
para el comercio móvil.
A pesar de que Koblitz ha sido captado por el mundo de los negocios para la
creación de su propio sistema criptográfico adaptado a los aparatos móviles, su
corazón sigue siendo fiel al mundo de la pura teoría de los números al estilo de
Hardy. Koblitz, que es uno de los veteranos del mundo de la teoría de los números,
conserva el entusiasmo por las matemáticas que tenía en su juventud, un
entusiasmo que se desencadenó como consecuencia de una serie de hechos
fortuitos:
Cuando tenía seis años, mi familia vivió un año en Baroda, en la
India: allí los niveles de enseñanza de las matemáticas eran mucho
más altos que en las escuelas estadounidenses. Al año siguiente,
cuando regresé a los Estados Unidos, iba tan adelantado con
respecto a mis compañeros de clase que mis profesores cometieron
el error de creer que tenía una predisposición especial por las
Babilonia entre el 625 y el 539 a. C.: «Su poesía era realmente fantástica», explica.
Por tanto, se hizo dibujar camisetas decoradas con la imagen de una curva elíptica y
la inscripción: «Me encanta la poesía caldea», y las regaló a sus alumnos.
De momento, la cifra a base de curvas elípticas ha soportado la prueba del tiempo y
ha hallado su plena legitimación entrando a formar parte de los estándares
gubernamentales. Actualmente, el nuevo sistema criptográfico se utiliza sin
dificultades en los teléfonos móviles, en las agendas y en las tarjetas electrónicas.
Su número de tarjeta de crédito es transportado a gran velocidad a lo largo de estas
curvas elípticas borrando sus huellas durante el trayecto. Aunque en un principio
estaba destinada a aparatos portátiles, la criptografía de curvas elípticas se está
convirtiendo en el método preferido para la protección de la información, incluso en
sistemas mayores: el citado BSI, la agencia alemana de seguridad, admite hoy
abiertamente que la vida de sus agentes está confiada a la seguridad de las curvas
elípticas. Incluso pronto nuestras propias vidas estarán en manos de estas curvas
cada vez que volemos: las curvas elípticas están destinadas a proteger la seguridad
de los sistemas de control del tráfico aéreo de todo el mundo. Después de estos
éxitos, los responsables del RSA han decidido cerrar el sitio ECC Central y ahora
dirigen sus propias investigaciones al objetivo de adaptar la cifra de las curvas
elípticas a su sistema RSA.
Sin embargo, durante el verano de 1998, los temores de que la estructura
suplementaria de las curvas elípticas pudiera causar su ruina criptográfica
empezaron a obsesionar a quienes habían invertido en la seguridad que prometían.
Sólo unos pocos meses antes, Neal Koblitz había afirmado que la conjetura de
Birch-Swinnerton-Dyer, uno de los principales problemas abiertos relacionados con
las curvas elípticas, nunca podría tener consecuencias para el uso de las curvas
elípticas en criptografía. Pero, de la misma forma en que la predicción de Hardy
afirmaba que la teoría de los números nunca sería útil, también la de Koblitz
produjo el efecto contrario. Podría ser que la propia afirmación provocadora de
Koblitz indujera a Joseph Silverman, de la Universidad de Brown, a proponer un
ataque sobre la base de la presunta validez de la conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer.
Así como Riemann había conseguido mostrar la manera de construir la totalidad del
paisaje que cubre el mapa de los números imaginarios, Hasse no pudo hacer lo
mismo con los espacios elípticos. Para cada curva elíptica era capaz de construir una
parte del paisaje asociado, pero llegado a cierto punto se encontraba con una
monstruosa cadena montañosa que seguía la dirección norte-sur, y no disponía de
técnicas para sobrepasarla. En realidad fue la solución de Wiles al último teorema
de Fermat la que mostró finalmente cómo cruzar aquella frontera y construir el
mapa de la parte restante del paisaje.
Sin embargo, cuando aún no sabíamos ni siquiera si más allá de aquella cadena
había o no un paisaje, Birch y Swinnerton-Dyer ya se planteaban conjeturas sobre
lo que nos podría desvelar aquel paisaje hipotético. Predijeron que en cada paisaje
debía haber un punto que escondía un secreto relativo a la curva elíptica usada para
construir aquel paisaje particular: aquel punto permitiría establecer si la curva
elíptica asociada tenía o no un número infinito de soluciones. El truco para
establecerlo consistía en medir la altitud del paisaje respecto del número 1 del
mapa de los números imaginarios. Si en aquel punto el paisaje estaba a nivel del
mar, entonces la curva elíptica tendría infinitas soluciones fraccionarias. Por el
contrario, si el paisaje en aquel punto no estaba al nivel del mar, entonces habría
un número finito de soluciones fraccionarias. Si la conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer es cierta, y este punto esconde verdaderamente el secreto para encontrar las
soluciones sobre la curva elíptica correspondiente, entonces estamos ante otro
ejemplo notable del poder de estos paisajes imaginarios.
Aunque Birch y Swinnerton-Dyer tenían motivaciones teóricas, su conjetura era
sobre todo el resultado de experimentos realizados sobre algunas curvas elípticas
particulares. Birch recuerda el momento de repentina iluminación en que cada cosa
se puso en su lugar como por arte de magia; estaba jugueteando con los números
que aparecían en sus cálculos: «Sucedió mientras me alojaba en un encantador
hotel de la Selva Negra, en Alemania. Estaba colocando sobre una gráfica los
números que obtenía, y me encontré con docenas de puntos situados sobre cuatro
redes paralelas… ¡Maravilloso!». Aquellas cuatro líneas paralelas indicaban la
existencia de un fuerte nexo que obligaba a los puntos a alinearse. «A partir de
aquel momento tuve absolutamente claro que allí había algo. Contacté con Peter y
le dije: “¡Oh, mira esto!”. Y, como si yo hubiera perdido algo que Birch había
encontrado, Peter respondió: “¡Ya te lo decía yo!”, como hace siempre».
Desde que se propuso, en los años sesenta, se han hecho avances significativos en
relación con la conjetura. Tanto Wiles como Zagier han planteado contribuciones
relevantes, pero el camino que queda por recorrer es aún largo. Para confirmar su
importancia, la conjetura ha pasado a formar parte de los siete Problemas del
Milenio. Es el único de estos problemas sobre el que se producen avances continuos
hacia la solución. Birch, sin embargo, opina que deberá pasar aún mucho tiempo
antes de que alguien pueda reclamar el premio de Clay. Pero la conjetura de Birch-
Swinnerton-Dyer se ha convertido en la clave para acceder, no al millón de dólares
apostado por Clay, sino a los muchos millones de dólares que dependen de la
seguridad de los códigos de Internet.
Los códigos construidos sobre curvas elípticas basan su fiabilidad en la dificultad de
hallar las soluciones a ciertos problemas aritméticos. Joseph Silverman vio que el
método heurístico de la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer podría proporcionarle
una manera de dar la vuelta al problema criptográfico de modo que se obtuvieran
indicaciones sobre dónde buscar las soluciones. Ciertamente, se trataba de un
planteamiento arriesgado, y él mismo reconoce que dudaba de la eficacia de su
estrategia de ataque. Pero ningún experto podía descartar la posibilidad de que
apareciera uno de aquellos algoritmos rápidos que intentan cazar los hackers.
Silverman habría podido hacer público el ataque que intentaba contra la cifra de las
curvas elípticas; los medios de comunicación se hubieran vuelto locos; la RSA
hubiera saltado de gozo; las acciones de Certicom se hubieran hundido; y las curvas
elípticas nunca más se habrían recuperado de la imagen de falta de confianza que
habría generado aquel ataque, aunque hubiera fracasado. Pero Silverman decidió
seguir una línea de comportamiento más académica. Envió por correo electrónico a
Koblitz un esquema de su trabajo, tres semanas antes de la conferencia en la que
tenía que presentar un artículo sobre el tema.
Koblitz tenía que volar a Waterloo, en Canadá, donde se encuentra la sede de la
Certicom, a finales de la semana. Los directivos de la empresa le estaban mandando
fax urgentes: esperaban la aparición de una solución temporal o una explicación de
por qué el ataque estaba condenado al fracaso. «Al principio no conseguí encontrar
ninguna razón para que no funcionara el proyecto de Silverman». Cuando tiene que
tomar un avión, Koblitz se levanta temprano, y ese día sabía que debía encontrar
alguna idea que tranquilizara a sus amigos de Waterloo. Antes de subir al avión
estaba ya convencido de que, si el ataque de Silverman tenía éxito, podría utilizarse
también para atacar la cifra RSA. Por tanto, si ellos se hundían, la RSA se hundiría
con ellos.
«Fue un momento terrorífico —recuerda Koblitz—. Mandé un correo electrónico a
Silverman para decirle que es en momentos así cuando uno se alegra de ser un
matemático y no un hombre de negocios: empiezas a ser consciente de que la vida
es mucho más excitante que las películas». Pero probablemente a Silverman no
debía preocuparle mucho la idea de que también cayera la RSA. De hecho formaba
parte de un equipo dedicado al desarrollo de un nuevo sistema de cifra conocido por
sus siglas NTRU. Las personas implicadas en el proyecto son reacias a desvelar el
significado de NTRU, pero la opinión general es que las siglas correspondan a
Number Theorists «R» Us: «Nosotros somos los teóricos de los números». A
diferencia de los demás códigos, el de la compañía habría sido inmune al ataque de
Silverman: un giro interesante para las acciones de NTRU.
Al cabo de dos semanas, Koblitz había identificado elementos suficientes de la
estructura especial de las curvas elípticas como para demostrar que el proyecto de
Silverman era aún irrealizable desde el punto de vista computacional. La cifra de
curvas elípticas se salvó por un detalle técnico que recibe el nombre de función
altura, pero ahora Koblitz lo llama el escudo de oro. Al parecer, protege los códigos
no sólo de los ataques de Silverman, sino también de una plétora de otros ataques.
Pasado el pánico inicial, los desarrollos siguientes se han caracterizado por el
retorno a una serenidad más acorde con el mundo académico, y Koblitz aún se
divierte dictando la conferencia que ha dedicado a la historia completa y que lleva
por título: «Cómo las matemáticas puras casi provocan el hundimiento de los e-
negocios». La historia pone en evidencia cómo los progresos realizados en los
rincones más oscuros o abstractos del mundo matemático tienen hoy la capacidad
de poner de rodillas al mundo económico.
Es exactamente por estas razones que la empresa AT&T y los servicios de seguridad
nacionales vigilan con cuidado el mundo «amable y puro», por decirlo con Hardy, de
Capítulo 11
De los ceros ordenados al caos cuántico
Contenido:
1. Dyson, el príncipe encantado de la física
2. Tambores cuánticos
3. Un ritmo fascinante
4. Magia matemática
5. Billares cuánticos
6. 42: La respuesta a la pregunta fundamental
7. La última sorpresa de Riemann
¿Cómo se disponen los puntos a nivel del mar del paisaje zeta a lo largo de la recta
mágica de Riemann? Parecía una pregunta loca, pero Hugh Montgomery no había
pretendido planteársela. En efecto, casi todos consideraban por lo menos arriesgado
plantearse tal cuestión cuando nadie era capaz de demostrar que los ceros están
realmente sobre la recta. Sin embargo, las sorprendentes configuraciones que
Montgomery descubrió tras planteársela representan hoy el mejor indicio sobre
dónde buscar una solución a la hipótesis de Riemann. Si Montgomery se planteaba
la pregunta era, en primer lugar, porque le ayudaría a comprender una cuestión de
naturaleza muy distinta, una cuestión que le atraía desde el tiempo de sus estudios
de doctorado. En aquella época se movía en un área del mundo matemático
aparentemente inconexa, en búsqueda de una ocasión para destacar cuando, igual
que Alicia, sin sospechar nada, se encontró en un pasadizo secreto del que salió a
un paisaje misterioso que era, mira por dónde, precisamente el de Riemann.
Para ampliar sus propios horizontes más allá de las agujas y los patios del College
de Cambridge, Montgomery decidió pasar un año en el Institute for Advanced Study
de Princeton. Allí tuvo la oportunidad de expresar sus temores sobre el peligro de
acabar intentando demostrar lo indemostrable. Por tradición, todos los huéspedes
del instituto, con independencia de sus títulos académicos, son invitados a almorzar
con el director. Cuando éste le preguntó en qué estaba trabajando, Montgomery
dijo que hacía tiempo que se interesaba por la conjetura de los números primos
gemelos, pero tenía que admitir que los teoremas de Gödel lo inquietaban. La
respuesta del director acrecentó el nerviosismo del joven matemático: «Bueno, ¿por
qué no se lo preguntamos a Gödel?». Dicho y hecho: llamaron a Gödel para que
diera su opinión. Para desgracia de Montgomery, Gödel no pudo garantizarle que
algo como la conjetura de los números primos gemelos fuera demostrable en base a
los axiomas actualmente vigentes en la teoría de los números.
El propio Gödel había manifestado preocupaciones análogas en relación con la
hipótesis de Riemann: quizá los axiomas que constituían los fundamentos del
edificio matemático no eran suficientemente amplios para sostener la demostración
buscada, en cuyo caso existía la posibilidad de continuar levantando el edificio sin
encontrar nunca una conexión con la hipótesis. Pero Gödel también ofrecía algún
motivo de consolación: estaba convencido de que cualquier conjetura realmente
interesante no quedaría para siempre fuera de alcance: se trataba simplemente de
encontrar una nueva piedra angular con la que ampliar la base del edificio. Sólo
volviendo a los fundamentos de la disciplina y buscando la manera de ampliarlos
sería posible construir la demostración que faltaba. Si la conjetura era realmente
importante —si el resultado conjeturado era una extensión natural de lo que ya
había sido demostrado— entonces, creía Gödel, siempre sería posible encontrar la
piedra que encajara con igual naturalidad en los fundamentos existentes; gracias a
este encaje se abriría la posibilidad de demostrar la conjetura. El propio Gödel había
demostrado que este procedimiento no permitiría establecer la validez de cualquier
conjetura, pero en la evolución permanente de las bases axiomáticas de las
matemáticas residía la esperanza de capturar un número cada vez mayor de
problemas irresueltos.
pueden estar uno frente al otro, igual que los números primos gemelos que
esperamos encontrar infinitas veces? La existencia de puntos a nivel del mar muy
próximos entre sí tendría importantes consecuencias para el problema de la
factorización de los números imaginarios: ¿sería el primer trofeo de Montgomery, el
tipo de trofeo con el que sueña cualquier estudiante de doctorado para hacerse un
nombre en el despiadado mundo académico?
Montgomery estaba apostando por una distribución aleatoria de los ceros a lo largo
de la recta mágica de Riemann; una distribución que de algún modo reflejaba la de
los números primos a lo largo de la recta numérica. Al fin y al cabo, si los números
primos parecían ser el resultado del lanzamiento de una moneda, era razonable
pensar que también los ceros de la función zeta estuvieran distribuidos
aleatoriamente. El azar crea siempre agrupaciones, que son la razón por la que los
autobuses llegan siempre de tres en tres y los números premiados en la lotería a
menudo están unos cerca de otros. Montgomery esperaba encontrarse con una
serie de pequeñas agrupaciones de ceros, que usaría para demostrar algunas ideas
relativas a la factorización de los números imaginarios.
El problema era que los indicios en los cuales basarse eran escasos. Los ceros cuya
posición se había calculado no eran suficientes para hacer visible ni siquiera uno de
esos agrupamientos. Por ello, Montgomery tuvo que hacer una aproximación
indirecta. A falta de indicios experimentales, ¿existía algún aspecto de la teoría que
indicara una tendencia de los ceros a agruparse? El método que Montgomery ideó
era una ingeniosa inversión del papel que habitualmente jugaban los ceros. La
fórmula explícita que Riemann había descubierto utilizando el paisaje zeta
expresaba un nexo directo entre los números primos y los ceros. La fórmula se
interpretaba como una manera de comprender los números primos a través del
análisis de los ceros. Montgomery se limitó a invertir la ecuación: usaría los
conocimientos sobre los números primos para deducir el comportamiento de los
ceros a lo largo de la recta mágica de Riemann. Recordaba que Hardy y Littlewood
habían hecho una estimación de la frecuencia con la que se presentarían los primos
gemelos a lo largo de los números primos: quizá podría extender la estimación al
comportamiento de los ceros. Pero cuando la insertó en la fórmula explícita de
Los intervalos que separan gotas de lluvia, números primos y ceros de Riemann
dada.
2. Tambores cuánticos
A principios del siglo XX se desarrolló una imagen del átomo similar a la de un
sistema solar en miniatura, constituido por partículas indivisibles. El Sol, que se
hallaba en el centro de este minúsculo sistema, se llamó núcleo: los físicos
descubrieron después que aquel núcleo estaba formado a su vez por partículas que
se llamaron protones y neutrones. Alrededor del núcleo orbitaban los electrones, los
planetas de la estructura atómica. Los progresos teóricos y los experimentos
obligaron rápidamente a los físicos a replantear el modelo; empezaron a ser
conscientes de que el átomo, más que como un sistema planetario, se comporta
como un tambor: las vibraciones que se crean cuando se percute el tambor están
compuestas por algunas formas de ondas fundamentales, cada una con su propia
frecuencia característica. En teoría, existen infinitas frecuencias posibles y, por
tanto, el sonido del tambor es una combinación de estas diversas frecuencias. A
diferencia de los armónicos que produce una cuerda de violín, el sonido del tambor
es una mezcla mucho más compleja de frecuencias que vienen determinadas por la
forma del instrumento, por la tensión de la piel del tambor, por la presión exterior
del aire y por otros factores. La complejidad de las diversas formas de ondas
producidas por un tambor explica por qué muchos de los instrumentos de percusión
de una orquesta no producen una nota identificable.
Existe una manera de visualizar la complejidad de las vibraciones que componen el
sonido de un tambor. Un científico del siglo XIX, Ernst Chladni, ideó un experimento
que se puso de moda en las cortes europeas. (Napoleón quedó particularmente
fascinado por la demostración, y lo premió con seis mil francos). Para representar el
tambor, Chladni utilizaba una placa metálica cuadrada. Cuando la percutía, la placa
emitía un horrible sonido metálico, pero haciéndola vibrar hábilmente con un arco
de violín, Chladni conseguía aislar cada frecuencia individual. Recubriendo la placa
con una fina capa de arena mostraba a su público los diversos tipos de vibraciones
que cada frecuencia básica produce en el metal. La arena se agrupaba en las zonas
de la placa que no vibraban, y sobre su superficie aparecían extrañas formas
regulares. Cada vez que Chladni hacía vibrar la placa con un nuevo golpe del arco,
aparecía una nueva forma en la arena, que significaba una nueva frecuencia.
Hacia 1920 los físicos comprendieron que las matemáticas que describen las
frecuencias del sonido emitido por un tambor podían usarse también para calcular
los niveles energéticos de vibración de los electrones en un átomo. En este sentido,
átomo y tambor son físicamente equivalentes: fuerzas presentes en el átomo
controlan las vibraciones de las partículas subatómicas, de la misma manera que la
tensión de la membrana de piel o la presión del aire gobiernan las vibraciones que
terminan por formar el sonido del tambor. Cada uno de los átomos es como una de
las placas de Chladni. En el átomo, los electrones vibran sólo de maneras bien
definidas, como las que Chladni hacía visibles. Cuando un electrón se excita,
empieza a vibrar en una nueva frecuencia, de manera similar a como Chladni podía
crear nuevas formas en la arena extendida sobre su placa utilizando un arco de
violín. Cada átomo de la tabla periódica tiene su propio conjunto de frecuencias en
las cuales prefiere vibrar con sus electrones. Estas frecuencias son las huellas
dactilares de los átomos, frecuencias que los físicos utilizan con los espectroscopios
para identificar los distintos átomos presentes en las sustancias que están
investigando.
Algunas de las extrañas formas de vibración de una placa metálica con que Chladni
entretuvo a Napoleón.
Para explicar las figuras —o formas de onda— que aparecen en la superficie del
tambor, se desarrolló una teoría matemática. La teoría se remonta a la ecuación de
onda de Euler: basta con insertar las propiedades físicas del tambor —su forma, la
tensión de la membrana, la presión del aire circundante— y las soluciones de la
ecuación proporcionan las formas posibles de la onda. La física del átomo difiere de
la del tambor en que utiliza números imaginarios. Y son los números imaginarios los
que dan a la física cuántica su extraño carácter probabilístico.
En nuestro mundo ordinario, macroscópico, podemos medir sin influir sobre lo que
medimos. Cuando utilizamos un cronómetro no frenamos a los atletas cuyos
tiempos medimos; cuando medimos dónde ha caído una jabalina no alteramos la
longitud del lanzamiento. Como observadores, somos independientes del sistema
que medimos. Pero en el mundo microscópico las cosas son distintas: cuando
3. Un ritmo fascinante
El primer átomo analizado por los físicos cuánticos fue el de hidrógeno. Un átomo de
hidrógeno es un tambor muy sencillo: un electrón que órbita alrededor de un
protón. Y las ecuaciones que determinan las frecuencias o los niveles energéticos de
este electrón y de este protón son lo bastante simples como para poder resolverse
con exactitud. Las frecuencias de este único electrón tienen mucho que ver con los
armónicos que produce una cuerda de violín. Pero si bien los físicos cuánticos
tuvieron éxito con el hidrógeno, en cuanto intentaron continuar con la tabla
periódica descubrieron que era prácticamente imposible describir el tambor cuántico
de manera precisa: cuantos más protones y neutrones había en el núcleo, y cuantos
más electrones había orbitándolo, más crecían las dificultades. Ante los 92 protones
y 146 neutrones que forman el núcleo de un átomo de uranio 238, los físicos se
encontraban perdidos. El problema más difícil era determinar los niveles energéticos
del núcleo, el sol central del sistema atómico. Descifrar la forma del tambor
matemático que determinaba estos niveles energéticos nucleares era demasiado
complicado. Incluso si los físicos hubieran conseguido determinar qué tambores
matemáticos producían los niveles energéticos, aquellos tambores serían tan
complejos que habría resultado imposible determinar sus frecuencias.
Hasta los años cincuenta no se encontró la manera de analizar aquellas estructuras
tan complicadas. En lugar de buscar la manera de establecer los valores precisos de
cada nivel energético particular, Eugene Wigner y Lev Landau decidieron estudiar
sus pautas estadísticas: hicieron con los niveles energéticos lo que Gauss había
hecho con los números primos. Gauss había desplazado su atención del intento de
predecir la posición concreta de un número primo en la sucesión, a una estimación
de la cantidad de números primos que se encontrarían en promedio a medida que
se contaran. De la misma manera, Wigner y Landau sostenían la oportunidad de un
enfoque menos rígido del estudio de los niveles energéticos del átomo: el análisis
4. Magia matemática
¿Hasta qué punto era significativa la concordancia estadística que había descubierto
Andrew Odlyzko? Quizá era posible obtener aquellos mismos datos estadísticos
usando otro tipo de matemáticas totalmente distinto. ¿Odlyzko nos estaba
mostrando la dirección correcta o más bien nos estaba complicando la vida?
Para responder a estas preguntas lo mejor es dirigirse a Persi Diaconis, estadístico
de la Universidad de Stanford y experto en desenmascarar presuntos fenómenos
paranormales: Diaconis ha contribuido a descubrir todo el montaje del «código
secreto de la Biblia», el presunto descubrimiento de mensajes y profecías
escondidos en el texto de la Biblia. Ante los datos de Riemann, Diaconis reconoce
que le sería difícil encontrar una concordancia estadística mejor: «Llevo toda la vida
dedicado a la estadística, y nunca había visto datos que concordaran tan
perfectamente». Diaconis sabe muy bien que lo que parece válido desde un
determinado punto de vista debe examinarse desde todas las perspectivas para
estar seguro de que alguna imperfección reveladora no haya quedado hábilmente
oculta. Diaconis es un maestro en esta clase de trucos: al principio fue la magia, no
las matemáticas, la que capturó su imaginación.
Durante su infancia, en Nueva York, Diaconis hacía novillos para escaparse a las
tiendas de magia. Su destreza atrajo la atención de uno de los más grandes
ilusionistas de los Estados Unidos: Dai Vernon. Cuenta Diaconis que Vernon, quien
por entonces contaba sesenta y ocho años, le ofreció unirse a él como ayudante en
sus espectáculos itinerantes: «Mañana me voy a Delaware, ¿quieres venir?». Con
sus catorce años, Persi llenó una mochila y se marchó sin decir nada a sus padres.
Durante los dos años siguientes viajaron por todo el país:
Durante sus viajes, Diaconis empezó a leer libros sobre las matemáticas de la
probabilidad. Como tantas otras veces, fue la influencia decisiva de un libro
concreto lo que puso en marcha la carrera de uno de los matemáticos más
fascinantes de nuestro tiempo: cayó en sus manos An Introduction to Probability
Theory and its Applications, de William Feller, uno de los textos universitarios
clásicos sobre el tema. Con su falta de base matemática, Diaconis no sabía por
dónde empezar. Decidió que la única manera de avanzar era inscribirse en los
cursos nocturnos del City College de Nueva York. El interés se convirtió en pasión.
En dos años y medio se licenció, y rápidamente se inscribió en los cursos de
doctorado. Harvard dio una oportunidad a aquel estudiante poco convencional, que
desde entonces no se ha detenido.
Diaconis permanece fiel a sus raíces de ilusionista, y reconoce que ambas artes
tienen mucho en común.
Mi manera de hacer matemáticas es muy similar a la magia. En
ambas disciplinas tienes un problema que debes intentar resolver
respetando ciertos límites. En matemáticas son los de una
argumentación lógica construida con los instrumentos que tienes a
tu disposición, y en el caso de la magia significa utilizar tus
instrumentos y tu destreza para producir determinado efecto sin que
el público se dé cuenta de los que estás haciendo. El proceso
intelectual es casi el mismo en ambos campos; una cosa que
secuenciación del ADN, propiedades del cristal. Lo más curioso, sin embargo, es la
posibilidad de utilizarlo para responder a otro problema pendiente: ¿cuál es la
probabilidad de completar un solitario de cartas? Naturalmente, fue Diaconis quien
descubrió esta aplicación.
En uno de los solitarios más difundidos, se distribuyen las cartas en siete columnas:
una carta en la primera columna, dos en la segunda… y siete en la última. La última
carta de cada columna está descubierta; el resto de cartas se van girando de tres
en tres. Se puede colocar una carta descubierta sobre otra si la carta que se tiene
que poner es de color distinto de la carta sobre la que se quiere colocar y la sigue
en orden decreciente de valor. Así, por ejemplo, un 7 rojo puede colocarse sobre un
8 negro, y una J negra sobre una Q roja. Cuando aparecen, los ases abren nuevas
pilas, una separada de la otra. Sobre cada as se colocarán, en orden creciente, las
cartas del palo correspondiente, hasta completarlas.
El Klondike, uno de los más populares solitarios de naipes, que aún es un misterio
para los matemáticos.
A pesar de que el solitario se juega desde 1780 o antes, y es familiar a casi todos
los poseedores de un ordenador personal, nadie sabe con qué frecuencia se
consigue terminarlo. Si tenemos en cuenta que jugar al Klondike en Las Vegas
puede hacer ganar cinco dólares por carta, valdría la pena saber qué probabilidades
tenemos de completarlo. Incluso un juego de aspecto tan sencillo tiene suficientes
elementos de complejidad como para eludir los intentos de Diaconis de calcular la
tasa media de éxito. A partir de los datos que ha recogido a lo largo de años, parece
que el solitario se completa una vez de cada quince. A él, sin embargo, le gustaría
demostrarlo.
Una estrategia muy común para resolver un problema matemático difícil es empezar
por un problema más fácil: Diaconis ha analizado una versión muy simplificada del
solitario Klondike y ha tenido la gran sorpresa de descubrir que la frecuencia media
de éxito tiene un nexo profundo con las frecuencias de los tambores matemáticos
aleatorios. Sin embargo, y a pesar de los avances conseguidos, Diaconis cree que
un análisis completo del solitario Klondike está aún lejos. Promete a sus estudiantes
que llegarán a la primera página del New York Times si triunfan en la empresa. A
pesar de las prometedoras conexiones con los tambores matemáticos aleatorios,
tanto el solitario Klondike como la hipótesis de Riemann siguen resistiéndose.
5. Billares cuánticos
Los teóricos de números intentaban situarse ante el extraño giro que había tomado
su disciplina tras el breve encuentro informal entre Montgomery y Dyson. A pesar
de que el análisis de Montgomery parecía indicar que en el origen de los ceros de
Riemann se podía encontrar la física de los tambores cuánticos, pocas cosas más
iluminaban el recorrido: ¿dónde estaba escondido el tambor mágico? A juzgar por
los datos estadísticos y por los indicios recogidos hasta el momento, el tambor
específico asociado a los ceros de Riemann no parecía distinto de cualquier otro
tambor elegido al azar. Ciertamente, esto no facilitaba su determinación. Cuando se
analizó más a fondo aquella extraña relación, resultó claro que el nexo con la física
cuántica no representaba el único giro sorprendente en la historia de los ceros de
Riemann. En realidad emergió un nuevo nexo que ayudaría a los matemáticos en su
búsqueda del tambor cuántico.
Diaconis y los otros estadísticos han desarrollado una serie de armas sofisticadas
para verificar la solidez de cualquier afirmación susceptible de ser analizada. El
«código secreto de la Biblia» parecía estadísticamente significativo porque los que lo
proponían mostraban los datos siempre y sólo desde un punto de vista particular.
Pero cuando fue sometido a otras verificaciones se desmoronó. A pesar de que las
previsiones teóricas de Montgomery habían resistido las verificaciones de Diaconis,
en Nueva Jersey, Odlyzko empezaba a inquietarse por algunos resultados de sus
nuevos cálculos. Había empezado a utilizar otro test estadístico para comprender si
el nexo entre ceros de Riemann y física cuántica tenía una base real, y había notado
que en los datos relativos a los ceros de Riemann empezaban a insinuarse
preocupantes discrepancias.
Odlyzko estaba considerando otra medida estadística llamada varianza. Trazó la
gráfica de los ceros de Riemann y la comparó con la gráfica correspondiente que se
obtenía a partir del análisis de las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Observando las pautas de los dos gráficos notó que, si bien al principio había una
muy buena correspondencia, a partir de un cierto punto los datos relativos a los
ceros de Riemann se apartaban bruscamente de la gráfica de las frecuencias
teóricas de los tambores cuánticos aleatorios. La primera parte de la gráfica
confirmaba la pauta estadística de la distancia entre ceros adyacentes. Pero cuando
Odlyzko procedió al análisis, descubrió que empezaban a aparecer discrepancias. La
gráfica ya no seguía la pauta estadística de las distancias entre ceros consecutivos,
como sucedía al principio, sino más bien el de la distancia entre el N-ésimo y el
(N+100)-ésimo cero. En un primer momento, Odlyzko creyó que la desviación podía
deberse a un error en los cálculos. En cambio, descubrió que estaba asistiendo por
primera vez a los efectos producidos en el espacio de Riemann por otro importante
tema del siglo XX: la teoría del caos.
Como la física cuántica, también la teoría del caos se ha afirmado en la cultura
popular. En los años noventa, no había fiesta sin la imagen de un fractal proyectada
en las paredes. A pesar de su complejidad visual, los fractales se generan por leyes
de aspecto aparentemente inocuo. La teoría del caos, las matemáticas que se
esconde tras estas imágenes, ayuda a comprender por qué, por muy simples que
puedan ser las leyes de la naturaleza, la realidad aparece infinitamente compleja. El
Movimiento caótico: las trayectorias trazadas de las bolas en una mesa de billar con
forma de estadio.
Al aparecer las matemáticas del caos, en los años setenta, algunos físicos cuánticos
empezaron a interesarse por las implicaciones de la nueva teoría para su campo de
investigación. En concreto, se preguntaban qué sucedería si jugaran a ese tipo de
billar en escala atómica: al fin y al cabo, en algún sentido los electrones se
comportan como bolas de billar microscópicas.
Utilizando materiales semiconductores, los mismos con los que se fabrican los
microchips de los ordenadores, se puede construir una mesa de billar tan pequeña
que cabrían centenares de ellas en la cabeza de un alfiler. Los físicos empezaron a
analizar el movimiento de un electrón que rebota contra las paredes de esta
minúscula mesa. El electrón, sin su atracción por el átomo, es libre de moverse por
el semiconductor. Precisamente es este movimiento de los electrones el que hace
posible la transferencia de datos en el chip del ordenador. Pero la trayectoria de un
electrón no es completamente libre: aunque no orbite ya alrededor del núcleo de un
átomo, sus movimientos están limitados por los bordes de la mesa. Los físicos
tenían interés en estudiar los efectos que las distintas formas de la mesa podrían
tener tanto sobre el comportamiento ondulatorio del electrón como sobre su
movimiento de partícula, asimilable al de una bola de billar. Igual que un electrón
ligado a un átomo vibra con ciertas frecuencias características, otro tanto hace un
electrón libre cuando traza una trayectoria sobre su minúscula mesa.
Cuando los físicos analizaron la pauta estadística de los niveles energéticos,
descubrieron que variaba según la mesa de billar producía trayectorias caóticas o
normales. Si los electrones se encerraban en una zona rectangular, en la que
trazaban trayectorias normales, no caóticas, entonces sus niveles energéticos se
distribuían de manera bastante aleatoria. Pero el análisis estadístico proporcionaba
valores muy distintos cuando se confinaba a los electrones en una zona con forma
de estadio, en la que sus trayectorias eran caóticas: los niveles energéticos dejaban
de ser aleatorios. Más bien seguían una pauta mucho más uniforme, en la que
nunca compartían dos niveles próximos.
Era una nueva manifestación de la extraña repulsión entre niveles energéticos. Los
billares cuánticos caóticos producían la misma pauta regular que ya había sido
observada por Dyson en los niveles energéticos de los núcleos de átomos pesados,
y por Montgomery y Odlyzko en la situación de los ceros de Riemann. Estos niveles
energéticos casaban muy bien con la distribución estadística de las frecuencias de
un tambor cuántico aleatorio. Pero se descubrió que no todos los datos estadísticos
coincidían a la perfección: los físicos estaban empezando a comprender que la
distribución de las distancias entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo nivel energético
cambiaba según se estuviera jugando en un billar cuántico o simplemente se
midieran las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Uno de los expertos en este cóctel entre teoría del caos y física cuántica es sir
Michael Berry, de la Universidad de Bristol. Berry ha sido el primero en comprender
que las desviaciones que había notado Odlyzko entre las gráficas de la varianza de
los ceros de Riemann y de los tambores cuánticos aleatorios indican que un sistema
cuántico puede ofrecer el mejor modelo físico para el comportamiento de los
números primos. Berry es una figura carismática de la comunidad científica actual:
da un aire de sofisticación a su disciplina que quizá falta a los que viven inmersos
en el mundo científico. Es un hombre del Renacimiento, que gusta de citar tanto a
los gigantes de la literatura como a los de la ciencia para persuadir a los demás de
su propia visión del mundo. Además, es un experto en hallar la imagen perfecta con
que penetrar en la complejidad de las fórmulas matemáticas. Es una gran suerte
para los matemáticos que este caballero inglés se haya unido a sus filas en el asalto
a la hipótesis de Riemann.
Berry quedó fascinado por los números primos en los años ochenta, cuando leyó en
el Mathematical Intelligencer un artículo titulado «Los primeros cincuenta millones
de números primos». El artículo era de Don Zagier, el mosquetero de las
matemáticas del Instituto Max Planck que había retado en duelo a Bombieri por la
hipótesis de Riemann. En el artículo, Zagier no proponía una aburrida lista de
millones de números, sino que explicaba cómo utilizar los ceros de Riemann para
crear ondas que reproducían mágicamente la cantidad de números primos que se
espera encontrar a medida que se va contando. «Era un artículo magnífico. Los
ceros de Riemann, pensé, son una cosa maravillosa». Berry fue capturado por la
fuera, los físicos cuánticos serían los mejor equipados para localizarlos: sus propias
existencias bailan al son de aquellos tambores.
Ahora bien, a pesar de todas estas pruebas de que los ceros de Riemann son
vibraciones, aún no sabemos qué es lo que vibra. Puede ser que la fuente de las
vibraciones sea puramente matemática, sin ningún modelo físico. Ciertamente, las
matemáticas que explican los ceros podrían ser las mismas matemáticas del caos
cuántico, pero ello no significa que la solución tenga necesariamente una
manifestación física. Berry no lo cree así; según él, cuando las matemáticas estén
completamente definidas emergerá el correspondiente modelo físico cuyos niveles
energéticos reflejarán los ceros de Riemann: «No tengo la menor duda de que,
cuando alguien encuentre el origen de los ceros, ese alguien construirá el modelo
físico». ¿Sería posible que tal modelo ya existiera, escondido en algún rincón del
universo, esperando a ser descubierto? Quizá los números primos cósmicos que Ellie
Arroway descubre en la novela Contacto de Carl Sagan no son una señal de vida
extraterrestre, sino sólo las frecuencias de vibración de una estrella de neutrones.
Tal como explica Berry, «Existe el famoso principio totalitario según el cual todo lo
que está permitido por las leyes de la física puede encontrarse en alguna parte de la
naturaleza. Soy escéptico sobre la aplicación del principio a este caso. Lo que sí es
cierto es que se podría conseguir crear el modelo de una u otra forma».
Si Odlyzko ha tenido a la AT&T a sus espaldas, Berry y su grupo de investigación se
han beneficiado durante algunos años del apoyo de otro importante actor
económico: en Bristol, su sede central del Reino Unido, la Hewlett-Packard contrató
a algunos miembros del grupo de Berry para que contribuyeran a la explotación del
poder de la física cuántica. En Hewlett-Packard sabían que cualquier progreso en
dirección de la hipótesis de Riemann tenía la capacidad implícita de mejorar nuestra
comprensión del juego de billar cuántico. Y, puesto que, las reglas del billar cuántico
determinan el comportamiento de los circuitos electrónicos de los ordenadores, en
la medida en que los electrones se lanzan a toda carrera por los surcos grabados en
los microchips, sabían también hasta qué punto era importante estar al día de los
progresos de los expertos jugadores de billar cuántico que contrataban.
Aunque los colosos como AT&T y Hewlett-Packard hayan tenido que reducir sus
inversiones en los números primos como consecuencia del período de
estancamiento que ha sufrido la industria de los ordenadores, hay todavía un actor
económico que se permite continuar con las investigaciones sobre este juego
aparentemente abstracto. La Fry Electronics es una cadena de unos veinte grandes
almacenes de electrónica esparcidos por toda la costa oeste de los Estados Unidos,
que vende a todo el país accesorios para ordenadores y otros artículos electrónicos.
La empresa no puede ofrecer subvenciones similares a las de los gigantes de la
AT&T y la Hewlett-Packard pero, al visitar su sede central en Palo Alto (California),
hallaremos, junto a la entrada principal del gran almacén, una destartalada puerta
metálica con la placa American Institute of Mathematics.
El instituto es inspiración de uno de los administradores de la empresa: John Fry. Él
y Brian Conrey estudiaron matemáticas juntos en la Universidad de Santa Clara.
Mientras Conrey ha perseverado hasta conquistar un lugar en los libros al demostrar
la pertenencia a la recta de Riemann de la que hasta hoy es la más alta proporción
de ceros, Fry se ha dedicado a una aventura más comercial, pero no ha perdido su
interés por las matemáticas. Cuando se produjo la eclosión de la industria de la
electrónica, Fry se preguntó si podía haber alguna forma de dar su apoyo a la
disciplina. Anteriormente había financiado un equipo de fútbol-sala, y por ello
decidió llevar su idea a la práctica financiando un equipo de matemáticos.
Fry contactó con Conrey, y juntos idearon un plan para coordinar los esfuerzos
dedicados a demostrar la hipótesis de Riemann. Para anunciar la iniciativa, los dos
financiaron un encuentro que debía de tener lugar en Seattle, en 1996, con ocasión
del centenario de la demostración del teorema de los números primos. No se
trataba simplemente de aportar el dinero: pretendían fomentar la adopción de un
nuevo código de comportamiento en la colaboración entre matemáticos. La hipótesis
de Riemann es ya un trofeo tan ambicionado que muchos son reacios a hacer
pública incluso la más vaga de las ideas por miedo a proporcionar a algún otro la
última y decisiva pieza del rompecabezas. Conrey y Fry querían interrumpir ese
ciclo que, a su modo de ver, no llevaba a ninguna parte. En las reuniones y en los
congresos se tenía que poner el énfasis en compartir unas ideas que no
necesariamente llevarían a resultados concretos. Consiguieron incluso sentar a los
matemáticos alrededor de una mesa como si tuvieran que decidir sobre un plan
empresarial.
La reunión de Seattle dio lugar a los que hoy son algunos de los indicios más
convincentes de que la hipótesis de Riemann tiene algo que ver con el caos
cuántico. Los indicios se materializaron después de que algunos de los matemáticos
presentes plantearan sus dudas sobre la oportunidad de basar el nexo
exclusivamente en la observación de que las dos gráficas parecen indistinguibles.
Uno de los matemáticos que manifestaron su escepticismo fue Peter Sarnak: a
pesar de que quedó muy impresionado por la cantidad de analogías que se dan
entre el caos cuántico y los ceros de la función zeta de Riemann, Sarnak aún tenía
que convencerse de la existencia de un auténtico nexo.
Sarnak es una de las figuras más prestigiosas de Princeton. Fue, entre otras cosas,
confidente de Andrew Wiles cuando éste lanzaba con gran secreto su ataque al
último teorema de Fermat. El interés de Sarnak por la hipótesis de Riemann había
nacido a mediados de los años setenta, cuando se trasladó a los Estados Unidos
desde Sudáfrica para trabajar con Paul Cohen en la Universidad de Stanford, no
muy lejos de Fry Electronics. Durante sus estudios, Sarnak se había dirigido a
Cohen porque estaba interesado en la lógica matemática. Diez años antes, en 1963,
Cohen había conmocionado el mundo al resolver el primero de los veintitrés
problemas de Hilbert gracias a una ingeniosa serie de argumentaciones lógicas: en
contra de las previsiones de Hilbert, que creía que su pregunta se contestaría con
un «sí» o con un «no», Cohen demostró que se podía elegir la respuesta que se
deseara cierta.
El joven sudafricano llegó a Stanford pensando que se tendría que poner a trabajar
sobre otro endiablado rompecabezas lógico. Pero Cohen había puesto los ojos en
otro de los problemas de Hilbert, el octavo. La resolución del primer problema de
Hilbert era una empresa difícil de igualar, y Cohen estaba convencido que
únicamente la hipótesis de Riemann podría darle un placer aún mayor. Hizo
partícipe a Sarnak de sus propias ideas sobre el problema, suscitando en él una
pasión por la teoría de los números que nunca más lo abandonó.
La pasión de Sarnak por la propia disciplina es contagiosa: cuando habla de
matemáticas transmite energía y entusiasmo. Selberg, que ahora se reconoce viejo
y duro de oído, dice que Sarnak es uno de los pocos matemáticos de Princeton de
quien aún entiende lo que dice. Su acento sudafricano resuena por el departamento
cuando se entusiasma por cualquier novedad en la disciplina. La entrada de la física
cuántica en los pasillos sagrados de la teoría de los números había producido una
gran excitación, pero Sarnak quería más: ¿existían pruebas concretas de que el
nexo entre los niveles energéticos y los ceros daría lugar a algún progreso real?
Ciertamente, esta explicación nos ha sugerido dónde ir a buscar una explicación,
pero no nos ha dicho nada que no supiéramos. El nexo parece basarse en la fuerte
concordancia entre varios resultados estadísticos. El hecho de que dos imágenes
parezcan muy similares no es, sin embargo, algo a que los teóricos de números
atribuyan valor de prueba irrefutable de la existencia de una conexión. En resumen,
aunque Riemann hubiera puesto la geometría en primera línea, los matemáticos
miraban aún con escepticismo el poder de las imágenes para revelar la verdad.
Cuando llegó a la cita de Seattle, Sarnak dudaba que algo distinto de una profunda
intuición matemática pudiera revelar aspectos significativos del espacio de Riemann.
Tras oír discursos sobre analogías entre ceros de Riemann y niveles energéticos en
los billares cuánticos caóticos y haber escuchado la ejecución de la música de los
números primos propuesta por Berry, Sarnak no pudo más: era realmente
fascinante ver emerger las mismas imágenes en los dos campos, pero ¿había
alguien capaz de señalar una sola contribución real a la teoría de los números que
fuera posible gracias a estos nexos? Sarnak propuso un reto a los físicos cuánticos:
utilizar la analogía entre caos cuántico y números primos para descubrir algo que no
se supiera aún sobre el paisaje de Riemann, algo que no resultara de un análisis
estadístico. Para animarlos, Sarnak apostó una botella de buen vino.
Un antiguo estudiante de Berry, Jon Keating, se adjudicó la botella de Sarnak
gracias al papel fundamental de un número muy especial, el 42. En la literatura
popular, el número 42 juega un papel de importancia: en el libro de Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, Zaphod Beeblebrox descubre que 42 es la
«respuesta a la pregunta fundamental sobre la vida, el universo y todo» (aunque no
queda muy claro cuál era la pregunta). En la segunda mitad del siglo XIX, el
número 42 fue muy apreciado por Lewis Carroll que, por otra parte, además de
escritor era un matemático formado en Oxford. En el proceso a la sota de copas, en
Alicia en el País de las Maravillas, el Rey proclama: «Regla cuarenta y dos: TODAS
LA PERSONAS QUE MIDAN MÁS DE UNA MILLA DEBEN ABANDONAR LA CORTE». En
sus escritos, Carroll utiliza este número muy a menudo: en La caza del Snark, por
ejemplo, el castor llega con «cuarenta y dos cajas, todas cuidadosamente
empaquetadas con su nombre pintado claramente en cada una». Lo extraño es que
aquel número estaba a punto de entrar en la historia de la hipótesis de Riemann,
contribuyendo a convencer a los teóricos de los números más escépticos de que el
caos cuántico era la otra cara de la moneda de los números primos.
Cuando supo de la botella de buen vino que Sarnak había apostado, Conrey propuso
a los físicos un reto muy especial que constituiría un precedente. Era un reto que le
tocaba muy de cerca, ya que estaba relacionado con un problema sobre el que
trabajaba desde hacía años, con escasa fortuna. Se sabía que algunos coeficientes
concretos de la función zeta de Riemann, los llamados momentos de la función,
deberían producir una sucesión de números enteros. El hecho era que los
matemáticos disponían de muy pocas indicaciones sobre cómo calcular la sucesión.
Hardy y Littlewood habían conseguido demostrar que el primer número de la
sucesión era 1. En los años veinte Albert Ingham, un discípulo de Littlewood,
demostró que el número siguiente era 2. Estos resultados no bastaban para definir
una pauta que contribuyera a ulteriores exploraciones.
Antes de la reunión de Seattle, Conrey había trabajado arduamente sobre aquel
problema junto con un colega, Amit Ghosh, y su trabajo sugería que el tercer
elemento de la sucesión estaba mucho más adelante, y correspondía al número 42.
Para Conrey, el hecho de que fuera éste el tercer número de la sucesión «fue de
algún modo sorprendente. Era la indicación de la presencia de cierto nivel de
complejidad». No tenían la menor idea sobre cómo proseguiría la sucesión. Conrey
retó a los físicos a explicar aquel 42 en términos de la analogía con la física
cuántica: «Cuarenta y dos es un número. O está o no está. No es como ver lo bien
que los datos se adaptan a una curva», subrayó Conrey.
En absoluto desanimado, Jon Keating se fue de Seattle y puso manos a la obra. El
encuentro había supuesto tal éxito que Fry y Conrey decidieron organizar otro. Tuvo
lugar pasados dos años en el Schrödinger Instituí de Viena, una sede apropiada si
consideramos la nueva alianza que estaba fraguándose entre la teoría de los
Los físicos creen que la razón por la que los ceros de Riemann deben situarse todos
sobre la recta es que terminarán por ser las frecuencias de un tambor matemático.
A un cero que se situara fuera de la recta le correspondería una frecuencia
imaginaria prohibida por la teoría. No es la primera vez que una argumentación de
este tipo se utiliza para resolver un problema: cuando eran estudiantes, Keating,
Berry y otros físicos habían trabajado un problema clásico de hidrodinámica cuya
solución se basa en un razonamiento similar. El problema se refiere a una esfera de
fluido en rotación que se mantiene unida gracias a interacciones gravitacionales
recíprocas entre las partículas que la componen. Una estrella, por ejemplo, es una
enorme bola de gas giratorio que se mantiene unido por su propia gravedad. La
cuestión es: ¿qué sucederá con la bola si se le da una patada? ¿Se limitará a
temblar ligeramente o se desintegrará? Para responder a estas preguntas es
necesario determinar si ciertos números imaginarios determinados están o no
alineados. Si lo están, la esfera de fluido en rotación quedará intacta. La razón por
la que estos números imaginarios se colocan en línea recta está estrechamente
ligada a las ideas de la física cuántica con las que se espera demostrar la hipótesis
de Riemann. ¿Quién descubrió la solución de este problema? Aquel que utilizó las
matemáticas de las vibraciones para obligar a aquellos números imaginarios a
colocarse en línea recta: nada menos que Bernhard Riemann.
Poco después del triunfo conseguido en el Schrödinger Institut, Keating se trasladó
a Gotinga para dar una conferencia sobre el uso de la física cuántica para ilustrar la
hipótesis de Riemann. Casi todos los matemáticos que pasan por Gotinga
aprovechan para visitar la biblioteca y examinar las notas inéditas de Riemann, sus
Nachlass. Entrar en relación con una figura tan importante de la historia de las
matemáticas no sólo es una experiencia emocionante: los Nachlass guardan aún
muchos misterios sin resolver, escondidos en los ilegibles garabatos de Riemann. Se
trata de la piedra de Rosetta de las matemáticas.
Antes de que Keating se marchara a Gotinga, uno de sus colegas del departamento
de Matemática, Philip Drazin, le encargó que examinara la parte de los Nachlass en
la que Riemann afronta aquel problema clásico de la hidrodinámica. Aunque la
gobernanta de Riemann destruyó muchísimos de sus apuntes, los Nachlass
contienen aún una gran cantidad de material, por lo que han sido divididos en
varias partes que cubren los diversos períodos de la vida de Riemann y sus
múltiples áreas de interés.
En la biblioteca de Gotinga, Keating pidió las dos partes de los Nachlass que
deseaba consultar: uno contenía las ideas de Riemann sobre los ceros en su paisaje
zeta, y otro se refería a sus estudios de hidrodinámica. Cuando salió de la cámara
acorazada de la biblioteca un único grupo de documentos, Keating hizo notar que él
había pedido consultar dos partes. Pero el bibliotecario le respondió que ambas
«partes» se encontraban en los mismos folios. Al examinar aquellas páginas,
Keating descubrió maravillado que Riemann había ideado su demostración relativa a
la esfera de fluido en rotación precisamente en el mismo período en que estaba
razonando sobre los puntos a nivel del mar en su paisaje zeta. Para resolver aquel
problema de hidrodinámica, Riemann había utilizado exactamente el mismo método
que ahora estaban proponiendo los físicos para obligar a los ceros de Riemann a
situarse en línea recta. Allí, ante Keating, recogidos en las mismas páginas, estaban
los pensamientos de Riemann sobre ambos problemas.
Una vez más, los Nachlass revelaban hasta qué punto Riemann se adelantó a su
tiempo. Es imposible que no fuera consciente del significado que implicaba su
solución al problema de dinámica de fluidos. Su método había demostrado por qué
ciertos números imaginarios que aparecían en su análisis de la esfera de fluido se
colocaban en línea recta; y al mismo tiempo —y en los mismos folios— estaba
intentando demostrar por qué los ceros de su paisaje zeta se situaban todos sobre
la misma línea. Durante los años que siguieron a aquellos descubrimientos sobre los
números primos y la hidrodinámica, Riemann siguió registrando sus nuevas ideas en
la libreta negra cuya desaparición ha enfurecido a generaciones de matemáticos.
Con ella desaparecieron los pensamientos de Riemann sobre la posibilidad de unir
los temas de la teoría de los números y de la física.
En los decenios que siguieron a la muerte de Riemann, las matemáticas y la física
empezaron a divergen Si Riemann había gozado combinándolas, los científicos que
le siguieron estaban cada vez menos interesados en explorar las relaciones entre
ambas disciplinas. Sólo en el siglo XX física y matemática volvieron a trabajar codo
con codo, y esta reconciliación podía llevar al descubrimiento decisivo e indiscutible
que soñó Riemann.
Pero, por más excitantes que fueran estas conexiones con la física, muchos
matemáticos creían aún en el poder de la propia disciplina para resolver el enigma
de los números primos. Muchos estaban de acuerdo con Sarnak: la solución de la
hipótesis de Riemann se esconde en el corazón más profundo de las matemáticas.
Los motivos para creer que las matemáticas por sí solas pueden proporcionar una
respuesta se remontan a 1949, y a la actividad de un prisionero francés muy
especial.
Capítulo 12
La última pieza del rompecabezas
Contenido:
1. Hablar muchas lenguas
2. Una nueva revolución francesa
3. Quien ríe el último
A pesar de la euforia ante el juego de billar cuántico que podía ofrecer una
explicación de la hipótesis de Riemann, muchos matemáticos seguían escépticos
sobre la intrusión de los físicos en el mundo de la pura teoría de los números. La
mayoría de estos matemáticos continuaban convencidos de que su disciplina tenía
todos los papeles en regla para explicar por sí sola por qué los números primos se
comportan según nuestras hipótesis. La idea de que tanto el fenómeno cuántico
como los números primos obedecen a un mismo modelo matemático era
ciertamente plausible, pero muchos matemáticos estaban convencidos de que era
muy improbable que la intuición física pudiera ser de ayuda para demostrar la
hipótesis de Riemann. Cuando empezó a correr la voz de que uno de los mayores
París volviera al centro internacional de las matemáticas, una posición que, durante
el reinado de Napoleón, había perdido en favor de Gotinga.
Las ideas de Connes se insertan en el marco de un movimiento matemático que
plantea un punto de vista muy elaborado y abstracto de esta disciplina, así como de
sus objetos de investigación. Durante los últimos cincuenta años, el lenguaje mismo
de las matemáticas ha sufrido una profunda evolución que todavía está en marcha,
y muchos investigadores opinan que, hasta que este proceso no se complete, no
tendremos a nuestra disposición un lenguaje suficientemente avanzado para
articular una explicación del por qué los números primos se comportan según las
predicciones de la hipótesis de Riemann. Esta nueva revolución matemática nació
en la celda de una prisión francesa durante la Segunda Guerra Mundial. De aquella
celda emergió un nuevo lenguaje matemático, que enseguida dio pruebas de sus
potencialidades en la exploración de nuevos escenarios, como el que Riemann había
elaborado para comprender los números primos.
puntos a nivel del mar tienden a disponerse a lo largo de una recta. A pesar de que
esta técnica no funcionaba en el paisaje de Riemann, el mero hecho de que
funcionara en otros paisajes era suficiente para que Cartan se convenciera de estar
ante algo significativo. A partir de entonces, el teorema de Weil se convirtió en un
faro para los matemáticos que buscaban una prueba de la hipótesis de Riemann. El
propio enfoque de Connes debe mucho a estas ideas elaboradas por Weil en la
soledad de su celda de Rouen.
La habilidad de Weil para moverse por algunos de estos paisajes, donde otros
habían fracasado, puede deberse a su pasión por las lenguas antiguas, y
especialmente por el sánscrito. Opinaba que el desarrollo de nuevas ideas
matemáticas tenía lugar con pasos similares al desarrollo de formas lingüísticas
elaboradas. Ciertamente, para Weil no era una sorpresa que en la India la invención
de la gramática hubiera precedido a la del sistema decimal y de los números
negativos, y que el álgebra de los árabes naciera del sofisticado desarrollo de su
lengua en la época medieval.
Las notables competencias lingüísticas de Weil contribuyeron a su gran habilidad
para crear un nuevo lenguaje matemático que le permitió articular sutilezas
conceptuales inexpresables de otra forma. Pero fue precisamente su obsesión por
las lenguas y, en concreto, su amor por el Mahabbarata —un antiguo texto
sánscrito—, lo que, a principios de 1940, condujo a prisión al eminente joven
matemático.
El talento matemático de Weil se había manifestado claramente desde la infancia:
su primera maestra hablaba de este alumno de seis años diciendo que «cualquier
cosa que le explique sobre matemáticas, tengo la impresión de que ya la sabía». Su
madre estaba convencida de que, si André era siempre el primero de la clase, no
podría obtener ningún estímulo intelectual adecuado de parte de la escuela. Por
tanto se presentó a hablar con el director para insistir en que se hiriera avanzar
varios cursos a su hijo. El director, estupefacto, respondió: «Señora, es la primera
vez que una madre viene a quejarse de que las notas de su hijo son demasiado
altas». Gracias al empuje de su madre, sin embargo, André se encontró en la clase
de Monsieur Monbeig.
Monbeig tenía una concepción muy personal de la enseñanza, a la que Weil atribuye
el mérito de sus progresos en el ámbito de las matemáticas. Por ejemplo, en lugar
de hacer aprender la gramática de memoria, Monbeig había desarrollado un
complejo sistema de notaciones algebraicas que desvelaba los esquemas que se
escondían en las frases. Más adelante, cuando Weil conoció las ideas revolucionarias
de Noam Chomsky sobre la lingüística, no halló nada que le pareciera especialmente
nuevo. Weil admitió que «la adquisición precoz de familiaridad con un simbolismo
no banal puede tener, sobre todo para un matemático, un alto valor educativo».
Las matemáticas se convirtieron en la pasión de Weil, casi su droga: «Una vez que
sufrí una mala caída, mi hermana Simone pensó que la mejor forma de consolarme
era traerme rápidamente mi libro de álgebra». El talento de Weil fue captado por
una de las grandes leyendas de las matemáticas francesas: Jacques Hadamard, que
se había hecho famoso a principios de siglo demostrando el teorema de los números
primos de Gauss, animó a Weil a dedicarse a las matemáticas; así, a los dieciséis
años, Weil ingresó en la Ecole Nórmale Supérieure, una de las academias
parisienses creadas durante la Revolución francesa, para iniciar sus estudios
profesionales como matemático.
Mientras seguía cursos de matemáticas, Weil satisfacía también su pasión por las
lenguas antiguas. De este amor nacería más adelante un nuevo mundo matemático,
pero por entonces Weil pretendía simplemente aprender a leer los poemas épicos de
la antigua Grecia y de la India en sus lenguas originales. En concreto, había un
poema que estaría a su lado durante toda la vida: la Bhagavad Gita, el Canto de
Dios incluido en el Mahabbarata. En París, Weil dedicó al estudio del sánscrito tanto
tiempo como a las matemáticas.
Weil creía que la única forma de captar plenamente la belleza de cualquier texto —y
no sólo de un poema épico— era leyéndolo en su lengua original. Pensaba que
también en matemáticas era necesario releer los escritos originales de los maestros,
evitando basarse sólo en las exposiciones posteriores de sus obras: «Estaba
convencido que en la historia de la humanidad sólo cuentan los grandes genios, y
que para conocerlos lo único que vale es el contacto directo con sus obras»,
escribiría después en su autobiografía, Memorias de aprendizaje. Por ello se puso a
estudiar la obra de Riemann: «Tuve una gran suerte de empezar por ahí, y siempre
más amplio posible para cualquier resultado; si ello significaba perder de vista las
cuestiones específicas para cuya respuesta habían nacido las matemáticas, se
consideraba que era un precio que los jóvenes del grupo estaban dispuestos a
pagar.
La elección de «Nicolas Bourbaki» —que corresponde al nombre de un
semidesconocido general francés— como guía de su asalto matemático encuentra
sus raíces en un ritual que solía llevarse a cabo en la Ecole Nórmale Supérieure a
principios del siglo XX: los novatos pasaban por una ceremonia de iniciación durante
la cual un estudiante de los últimos cursos, fingiendo ser un célebre profesor
visitante de la Escuela, dictaba una clase sobre algunos famosos teoremas
matemáticos. El «profesor» insertaba errores deliberados en algunas de las
demostraciones que presentaba, y los novatos tenían que identificarlos. La clave
consistía en que estos teoremas con errores se atribuían falsamente a desconocidos
generales franceses en lugar de a sus autores reales.
Las reuniones de estos jóvenes matemáticos franceses eran anárquicas y caóticas;
uno de los fundadores del grupo, Jean Dieudonné, narró: «cuando venía algún
invitado a las reuniones del círculo de Bourbaki, salía siempre con la impresión de
que se trataba de una jaula de grillos. No conseguían imaginar cómo esta gente,
gritando tres o cuatro a la vez, podrían llegar a alguna conclusión inteligente». Los
miembros del grupo Bourbaki, en cambio, creían que este carácter anárquico era
indispensable para el funcionamiento de su proyecto. En su batalla para la
unificación de las matemáticas contemporáneas empezó a emerger el nuevo
lenguaje que Weil desarrollaría.
Su amor por las lenguas antiguas y la literatura sánscrita llevó a Weil, en 1930, a su
primer trabajo académico como profesor en la universidad musulmana de Aligarh,
no lejos de Delhi. Al principio la universidad pretendía asignarle un curso de lengua
francesa, pero en el último momento decidió que enseñara matemáticas. Durante
su época india, Weil conoció a Gandhi. Su contacto con la filosofía gandhiana, junto
con su lectura del Gita, tuvieron fatales consecuencias para Weil a su regreso a una
Europa que se preparaba para la guerra. En el Gita, Krishna aconseja a Arjuna que
actúe de acuerdo con su propio dharma, su código personal de comportamiento.
Para Arjuna, que pertenecía a la casta de los guerreros, ello significaba combatir a
pesar de la devastación inevitable que traería la guerra. Weil sentía que su dharma
le decía lo contrario, es decir, que se mantuviera fiel a sus propias convicciones
pacifistas. Decidió que, si estallaba la guerra, evitaría su movilización trasladándose
a un país neutral.
Durante el verano de 1939 se trasladó a Finlandia con su mujer. Weil esperaba que
Finlandia fuera un buen trampolín para huir a los Estados Unidos más adelante,
pero resultó ser un grave error: la noche del 23 de agosto de 1939, Stalin firmó un
pacto de no agresión con la Alemania nazi; a cambio de la neutralidad soviética,
Hitler prometió a Stalin que le dejaría las manos libres en Estonia, Letonia, Polonia
oriental y Finlandia. Al estallar la guerra, en septiembre de 1939, el gobierno
finlandés sabía que muy pronto Finlandia sería invadida; por tanto, todo lo que tenía
que ver con la Unión Soviética se consideraba sospechoso. Cuando las autoridades
interceptaron algunas cartas, llenas de ecuaciones incomprensibles, dirigidas a
señas soviéticas por parte de un ciudadano francés, llegaron rápidamente a la
conclusión de que este extranjero trabajaba para el enemigo. En septiembre de
1939, el francés fue arrestado bajo la acusación de ser un espía al servicio de
Moscú.
La noche anterior a la fijada para la ejecución, el jefe de policía, con motivo de una
cena de Estado, se encontró sentado junto a un matemático de la Universidad de
Helsinki, Rolf Nevanlinna. Al llegar al café, el jefe de policía se dirigió a Nevanlinna:
«Mañana fusilamos a un espía que dice conocerle. No me habría permitido
molestarle por tan poca cosa, pero, al encontrarme ahora con usted, aprovecho la
ocasión para pedirle su parecer». «¿Cómo se llama?», preguntó el académico.
«André Weil», respondió el oficial. Nevanlinna se quedó con la boca abierta: durante
el verano había hospedado a Weil y a su mujer en su propia casa de campo, junto al
lago. «¿Es realmente necesario fusilarlo?», preguntó. «¿No pueden simplemente
llevarlo hasta la frontera y expulsarlo?». «Es una idea; no lo había pensado». Así,
gracias a este encuentro fortuito, Weil se ahorró la ejecución y las matemáticas se
ahorraron la pérdida de uno de sus principales representantes en el siglo XX.
En febrero de 1940, Weil estaba de nuevo en Francia, aunque languideciera en una
prisión de Rouen a la espera de ser procesado por desertor. Uno de los placeres de
las matemáticas consiste en que, para dedicarse a ella, no hacen falta muchos
instrumentos: basta con papel, lápiz e imaginación. La prisión proporcionaba los dos
primeros instrumentos y, en cuanto al tercero, Weil tenía de sobra. En su Noruega
natal, Selberg había hallado en el aislamiento impuesto en los años de la guerra las
condiciones perfectas para dedicarse a las matemáticas. Trabajando en la India
como contable, Ramanujan había desarrollado sus increíbles dotes matemáticas
incluso sin haber tenido acceso a una formación académica. Bromeando con Weil,
uno de los discípulos de Hardy, Vijayaraghavan —que había sido colega de Weil en
la India—, le había repetido muchas veces: «si usted pudiera pasar seis meses o un
año en la cárcel, ciertamente sería capaz de demostrar la hipótesis de Riemann».
Ahora Weil estaba en condiciones de probar directamente las afirmaciones de
Vijayaraghavan.
Riemann había construido un paisaje cuyos puntos a nivel del mar custodian los
secretos del comportamiento de los números primos. Para demostrar la hipótesis de
Riemann, Weil tenía que explicar por qué estos puntos a nivel del mar estaban
alineados. Hizo diversos intentos para orientarse en el paisaje de Riemann, pero no
tuvo éxito. Sin embargo, tras el descubrimiento por Riemann de un agujero que liga
los números primos con el paisaje zeta, los matemáticos han luchado con una serie
de paisajes parecidos que les han ayudado a explicar otros problemas de la teoría
de los números. Era tal la potencialidad de estos paisajes, cada uno definido por
una variante de la función zeta, que estaban empezando a convertirse en objetos de
culto. Su uso como método de resolución de los problemas de la teoría de los
números terminó por ser de tal manera universal que Selberg llegó a decir que creía
oportuna la firma de un tratado de no proliferación de funciones zeta.
Fue precisamente al explorar algunos de estos espacios que Weil descubrió un
método capaz de explicar por qué en ellos los puntos a nivel del mar tienden a
alinearse a lo largo de una recta. Los paisajes en los que Weil tuvo éxito no tenían
relación con los números primos, pero guardaban la clave para calcular el número
de soluciones de una ecuación del tipo y2 = x3 − x trabajando con una de las
calculadoras de reloj de Gauss. Tomemos, por ejemplo, esta ecuación y una
calculadora de reloj con cinco horas en su esfera. Si en la parte derecha de la
ecuación ponemos x = 2, tendremos que 23 − 2 = 8 − 2 = 6, que en nuestro reloj
con cinco horas corresponderá al número 1. De la misma forma, si ponemos y = 4
(x, y) = (0, 0), (1, 0), (2, 1), (2, 4), (3, 2), (3, 3), (4, 0)
Weil había dado los primeros pasos hacia la creación de un lenguaje totalmente
nuevo para la comprensión de las soluciones de ecuaciones. Una escuela de
matemáticos italianos, con sede en Roma y dirigida por Francesco Severi y Guido
Castelnuovo, había empezado algo similar, y Weil había conocido su trabajo durante
su viaje a través de las capitales europeas. Pero las bases sentadas por los italianos
eran aún bastante inestables, y no habrían sido capaces de sostener aquellas
matemáticas que Weil necesitaba. Las ideas de Weil se convirtieron en los
fundamentos de lo que hoy llamamos geometría algebraica, que está en el centro
de la demostración del último teorema de Fermat.
Trabajando con este nuevo lenguaje, Weil consiguió construir para cada ecuación
una especie muy particular de tambor matemático. Este tambor tenía un número
finito de frecuencias, a diferencia de las infinitas frecuencias de los tambores físicos
y de los infinitos niveles energéticos de la física cuántica. Las frecuencias del tambor
de Weil indicaban con precisión las coordenadas de los puntos a nivel del mar en el
paisaje de la ecuación correspondiente. Sin embargo, necesitó mucho más trabajo
para hacer que los puntos se situaran a lo largo de una recta. Ya no se trataba de
frecuencias que reflejaban los niveles energéticos de la física cuántica, donde un
cero fuera de la línea habría significado un nivel de energía imaginario, es decir,
algo prohibido por la teoría física. Necesitaba algo distinto para obligar a los ceros a
situarse sobre la línea recta.
Mientras estaba sentado en su celda escuchando el tambor que había construido,
repentinamente se le ocurrió que ya tenía la última pieza del rompecabezas, la que
explicaría por qué las frecuencias de este tambor están situadas a lo largo de una
recta. Durante su viaje a través de Europa, tras su licenciatura, había tenido
conocimiento de un teorema demostrado por el matemático italiano Guido
Castelnuovo, un teorema que resultó de importancia crucial para forzar a los ceros
de aquellos paisajes de las ecuaciones a alinearse ordenadamente. Sin la feliz ayuda
proporcionada por el resultado de Castelnuovo, estos paisajes habrían podido
permanecer tan inaccesibles como el de Riemann. Como reconoció Sarnak en
Princeton: «el hecho de que Weil consiguiera hacer funcionar su demostración fue,
en cierto modo, un milagro».
con Siegel en el Institute for Advaced Study de Princeton. Los dos habían trabado
amistad durante el viaje de Weil a través de Europa. Cuando Siegel se había
trasladado a estudiar las notas inéditas de Riemann y había descubierto su fórmula
secreta para el cálculo de los ceros, Weil lo había acompañado. Como es natural,
Siegel estaba ansioso por saber si era posible extender a la comprensión del espacio
original de Riemann el enfoque que Weil había utilizado para orientarse en un
espacio matemático análogo.
Muchos, entre ellos el propio Siegel, estaban convencidos de que la demostración
que Weil había conseguido para un paisaje concreto proporcionaría elementos
fundamentales en la búsqueda del que era realmente el Grial: la hipótesis de
Riemann. Weil dedicó años a determinar este esquivo nexo de unión con el paisaje
que Riemann había creado; por desgracia, como hombre libre no volvió a gozar del
éxito que le había sonreído en la cárcel de Rouen. Podemos percibir la melancolía de
Weil en las palabras con que, más adelante, describió su deseo de revivir el ímpetu
de su primer descubrimiento:
Todos los matemáticos dignos de tal nombre han experimentado…
aquel estado de lúcida exaltación en el que un pensamiento sigue a
otro de manera casi milagrosa… esta sensación puede prolongarse
durante horas, a veces durante días. Cuando uno la ha
experimentado desearía poder repetirla, pero no es capaz de hacerlo
cuando quiera, si no es lanzándose de cabeza al trabajo…
bolchevique de octubre de 1917 —de la que había sido dirigente—, pasando por los
enfrentamientos armados con los nazis en las calles de Berlín, hasta el enrolamiento
en las milicias anarquistas durante la Guerra Civil española. Finalmente los nazis
consiguieron detenerlo en Francia, gracias al gobierno de Vichy, que se lo entregó
como judío.
Grothendieck llevó a cabo su propia revolución, no en el campo de batalla político,
sino en el ámbito de las matemáticas. Partiendo de los primeros intentos de Weil,
puso a punto un nuevo lenguaje matemático. Así como las nuevas intuiciones de
Riemann supusieron un punto de inflexión, el nuevo lenguaje de la geometría y del
álgebra que Grothendieck elaboró hizo posible la creación de una dialéctica
totalmente nueva, que permitió a los matemáticos articular ideas que anteriormente
eran imposibles de expresar. Todo ello puede compararse con las nuevas
perspectivas que se abrieron a finales del siglo XVIII, cuando los matemáticos
aceptaron el concepto de número imaginario. Pero este nuevo lenguaje no era fácil
de aprender: incluso el propio Weil quedó bastante desconcertado ante el nuevo
mundo abstracto de Grothendieck.
El Institut des Hautes Etudes Scientifiques se convirtió en la sede posbélica natural
del proyecto Bourbaki, todavía dedicado a producir ulteriores volúmenes de su
estudio enciclopédico sobre las modernas matemáticas. Grothendieck se convirtió
en uno de sus principales colaboradores. Cuando los primeros miembros del grupo
cumplieron los cincuenta años, se retiraron de Bourbaki, y empezó la caza de
nuevos reclutas, jóvenes matemáticos franceses que ocuparan sus puestos. Más
que cualquier otra iniciativa, las publicaciones de Bourbaki ayudaron decisivamente
a Francia a recuperar su posición central en las matemáticas internacionales.
Muchos matemáticos creían que Bourbaki era una persona verdadera y real; y
Bourbaki, por su parte, incluso presentó su solicitud para ingresar en la American
Mathematical Society.
Más allá de las fronteras francesas, muchos han criticado el efecto de Bourbaki
sobre las matemáticas, lamentando sus criterios de selección sobre lo que había que
documentar. Los críticos pensaban que Bourbaki había convertido en estéril la
investigación matemática al presentar esta disciplina como un producto acabado en
lugar de un organismo en evolución. Su énfasis en la mayor universalidad posible
Siegel era pesimista sobre el futuro de las matemáticas ante una abstracción así:
«Temo que, si no conseguimos bloquear la tendencia actual a desarrollar una
abstracción falta de sentido —o, como yo la llamo, una teoría del conjunto vacío—,
las matemáticas morirán antes del fin del siglo».
Muchos compartían este punto de vista. Selberg describió sus propias impresiones
tras asistir a una conferencia en la que se presentaba, a grandes rasgos, el
esquema abstracto de una posible demostración de la hipótesis de Riemann: «Lo
que yo creía era que nunca se habían visto conferencias de este tono. Al final, hice
partícipes a algunos de un pensamiento que se me ocurrió: si los deseos fueran
caballos, incluso los mendigos podrían cabalgar». En la conferencia se había
propuesto todo un marco de hipótesis abstractas. Si fuera suficiente un simple
cambio de lenguaje para resolver la teoría de los números primos, entonces el
matemático que dictó aquella conferencia habría conseguido demostrar la hipótesis
de Riemann. Pero, como subraya Selberg: «en realidad él no disponía de ninguna
era inconcebible que cualquier hipótesis pudiera superar la barrera sin haber sido
antes cuidadosamente examinada por un hombre que había dedicado medio siglo a
luchar con los números primos. Sarnak era el joven matemático cuyo afilado
intelecto determinaría rápidamente la menor debilidad de la teoría. Hacía poco que
había unido sus fuerzas con Nick Katz, también de Princeton, uno de los maestros
indiscutidos de las matemáticas desarrolladas por Weil y Grothendieck. Juntos
habían demostrado que la extraña distribución estadística en los tambores
aleatorios que creemos que describen el paisaje de Riemann está también presente
en los paisajes examinados por Weil y Grothendieck. La mirada de Katz es
particularmente fina, y pocas cosas se le escapan: fue precisamente Katz quien,
algunos años antes, determinó el error de la primera demostración del último
teorema de Fermat que Wiles propuso.
Finalmente, estaba Bombieri, el maestro indiscutido de la hipótesis de Riemann.
Había ganado su medalla Fields por haber conseguido lo que hoy es el resultado
más significativo sobre la proximidad entre la verdadera cantidad de números
primos y la estimación de Gauss: la demostración de lo que los matemáticos llaman
la hipótesis de Riemann «en promedio». En la tranquilidad de su despacho, desde el
que se goza de una panorámica de los bosques que circundan el Institute for
Advanced Study, Bombieri intentaba ordenar todas las intuiciones elaboradas por sí
mismo en los años anteriores en vistas al asalto final a la solución definitiva del
problema. Como Katz, también Bombieri tiene un ojo agudo para los detalles.
Apasionado de la filatelia, una vez se le presentó la ocasión de comprar un sello
muy raro para su colección. Tras examinarlo detalladamente, descubrió tres
imperfecciones y se lo devolvió al vendedor, indicándole sólo dos de ellas; se
guardó la tercera, leve imperfección, por si más adelante le ofrecían otro falso con
las correcciones que había indicado. Cualquier teoría candidata a la demostración de
la hipótesis de Riemann tiene que estar dispuesta a afrontar un examen altamente
severo.
Selberg, Sarnak, Katz y Bombieri: un equipo formidable, pero que no conseguía
intimidar en absoluto a Connes. La fuerza de sus argumentaciones y de su
personalidad fácilmente estarían a la altura de los peces gordos de Princeton. Sabía
que no disponía aún de la demostración, pero estaba convencido de que su propio
una moneda. Pero quizá la intuición de Riemann sobre estos puntos a nivel del mar
es sólo una ilusión; quizás, al proseguir la música, un instrumento concreto de la
orquesta de los números primos empezará a dominar sobre los demás; quizás en
los horizontes extremos de los números se esconden estructuras regulares que aún
no hemos descubierto; quizá la moneda de los números primos empezó a mostrar
una inclinación particular cuando la naturaleza la lanzó más y más vueltas en el
proceso de creación del universo matemático en que vivimos. Como hemos tenido la
oportunidad de descubrir, los números primos son sujetos maliciosos, capaces de
esconder a nuestra vista su verdadero carácter.
Empezó así la búsqueda de una confirmación a la convicción de Riemann según la
cual los puntos a nivel del mar en su mapa del tesoro de los primos tenían que estar
alineados. Hemos cruzado a lo largo y a lo ancho el mundo histórico y el mundo
físico: la Francia revolucionaria de Napoleón; la revolución neo humanística de
Alemania, desde el gran Berlín hasta las angostas calles medievales de Gotinga; la
extraña alianza entre Cambridge y la India; el aislamiento de Noruega durante la
guerra; el Nuevo Mundo, y una nueva academia fundada en Princeton para los
valerosos buscadores del Grial de Riemann obligados a abandonar Europa por las
devastaciones de la guerra; y, finalmente, París y su nuevo lenguaje, que se habló
por vez primera en la celda de una cárcel y que ha deshecho la mente de una de las
principales personas que lo desarrollaron.
La historia de los números primos se extiende mucho más allá de los confines del
mundo matemático. Los progresos tecnológicos han cambiado la manera de hacer
matemáticas. El ordenador, nacido en Bletchley Park, nos ha dado la capacidad de
ver números que anteriormente permanecían confinados en un universo inaccesible.
El lenguaje de la física cuántica ha permitido a los matemáticos articular estructuras
y conexiones que nunca se hubieran descubierto sin la superposición de culturas
científicas. Incluso el mundo empresarial de la AT&T, de la Hewlett-Packard y de
una cadena californiana de grandes almacenes de electrónica ha tenido su
participación en la investigación. El papel central de los números primos en el
panorama de la seguridad informática ha llevado estos números al primer plano.
Hoy, los números primos tienen un impacto sobre la vida de todos nosotros, ya que
en Internet protegen los secretos electrónicos del mundo a los ojos indiscretos de
los hackers.
Pero, a pesar de todos estos avances, los números primos continúan siendo
inalcanzables: cada vez que les damos caza en un nuevo territorio, ya sea en el
mundo no conmutativo de Connes o en el caos cuántico de Berry, siempre
encuentran nuevos lugares donde esconderse.
Muchos de los matemáticos que han contribuido a nuestra comprensión de los
números primos han sido recompensados con una larga vida. Jacques Hadamard y
Charles de la Vallée-Poussin, que en 1896 habían demostrado el teorema de los
números primos, vivieron ambos más de noventa años. La gente empezaba a
pensar que el haber demostrado el teorema los había vuelto inmortales. La creencia
en una conexión entre la longevidad y los números primos ha sido alimentada
posteriormente por Atle Selberg y Paul Erdös: tras su demostración elemental
alternativa al teorema de los números primos, en los años cuarenta, ambos han
superado la barrera de los ochenta años. Bromeando, los matemáticos han
planteado una nueva conjetura: aquel que consiga demostrar la hipótesis de
Riemann conquistará la inmortalidad. Continuando con la conjetura bromista, se
dice que alguien en alguna parte ha demostrado ya que la hipótesis de Riemann es
falsa, pero nadie se ha enterado porque el desgraciado matemático murió
instantáneamente en cuanto terminó su trabajo.
Hay diversas opiniones sobre lo lejos que estamos de una demostración. Andrew
Odlyzko, que ha calculado numerosísimos puntos a nivel del mar en el mapa del
tesoro de Riemann, cree que no somos capaces en absoluto de hacer una previsión:
«Podría ser la próxima semana, como podría ser dentro de un siglo. El problema
parece demasiado complicado. Sospecho que su solución será muy simple, entre
otras razones porque numerosísimas personas realmente preparadas le han
dedicado todo su empeño durante mucho tiempo. Pero, por otra parte, también es
posible que alguien tenga una idea particularmente brillante ya la semana que
viene». Otros creen que, para alcanzar una solución, aún hacen falta al menos un
par de buenas ideas.
Basándose en su conversación en Princeton con el físico cuántico Freeman Dyson
durante la pausa de té, Hugh Montgomery está convencido de que nuestra escalada
al monte Riemann se encuentra en un buen punto. Pero hay una nota a pie que
modula bastante aquel optimismo: «Si no fuera por una única laguna, nuestra
demostración de la hipótesis de Riemann estaría completa. Desafortunadamente, la
laguna está precisamente al principio». Como subraya Montgomery, es un feo sitio
para una laguna. Una laguna en el medio significaría al menos que hemos
progresado en nuestro camino; pero si se encuentra en el principio significa que, a
menos que encontremos una forma de superar este primer obstáculo, el resto del
recorrido que hemos trazado para llegar a la cumbre del monte Riemann es
totalmente inútil: «Es por culpa de un obstáculo a nivel teórico que no somos
capaces de demostrar este teorema».
Muchos matemáticos están aún demasiado atemorizados para acercarse a este
problema notoriamente difícil, a pesar del incentivo de un millón de dólares para
quien encuentre la solución. Los nombres que lo han intentado y han fracasado son
legión: Riemann, Hilbert, Hardy, Selberg, Connes… Pero aún quedan matemáticos lo
bastante valientes para intentarlo, y entre los nombres que hay que tener presentes
en un futuro están Christopher Deninger en Alemania y Shai Haran en Israel.
Muchos predicen que la hipótesis de Riemann llegará a su bicentenario sin haber
sido demostrada. Otros, en cambio, creen que su hora está próxima, y que con todo
lo que hemos descubierto sobre dónde buscar una solución, no podrá resistirse
mucho más. Otros creen, en cambio, que es falsa. Otros creen que ya ha sido
demostrada pero que el establishment matemático no se atreve a renunciar a este
enigma. Finalmente, algunos se han vuelto locos buscando una solución.
Quizá nos hemos obsesionado de tal forma en mirar los números primos desde la
perspectiva de Gauss y de Riemann que lo que nos hace falta es simplemente una
forma distinta de comprender estos enigmáticos números. Gauss propuso una
estimación de la cantidad de números primos, Riemann previo que en la peor de las
hipótesis el margen de error, por exceso o por defecto, sería equivalente a la raíz
cuadrada de N, y Littlewood mostró que no podía hacerse mejor. Quizás existe un
punto de vista alternativo que nadie ha sido capaz de encontrar por culpa de
nuestro ligamen cultural con el edificio construido por Gauss.
Como los investigadores en la escena de un misterioso asesinato, hemos examinado
a los diversos sospechosos matemáticos: ¿quién o qué ha puesto los ceros sobre la
recta de Riemann? La escena está llena de pruebas diseminadas, hay huellas por
todas partes, tenemos un retrato robot del presunto culpable. Pero aún se nos
escapa la respuesta. Nos queda, para consolarnos, el hecho de que aunque los
números primos no nos revelen nunca su secreto, nos están guiando por la más
extraordinaria de las odiseas intelectuales. Han adquirido una importancia que va
mucho más allá de su papel fundamental de átomos de la aritmética. Como hemos
descubierto, los números primos han puesto en comunicación áreas de las
matemáticas entre las que no se conocían relaciones. Teoría de los números,
geometría, análisis, lógica, teoría de la probabilidad, física cuántica: todas han
terminado convergiendo en nuestra búsqueda de una solución a la hipótesis de
Riemann. Y esta búsqueda ha puesto a las matemáticas bajo una luz nueva. Hoy
nos maravillamos ante su extraordinaria interconexión: las matemáticas se han
transformado, han pasado de ser una disciplina que se ocupa de estructuras a una
disciplina que indaga las interconexiones.
Estas conexiones no sólo existen en el interior del mundo matemático. Hubo un
tiempo en que los números primos se consideraban el concepto más abstracto,
entidad que perdería todo su significado fuera de la torre de marfil de las
matemáticas. Hubo un tiempo en que los matemáticos —G. H. Hardy es quizá el
mejor ejemplo— gozaban ante la idea de poder examinar sus objetos de estudio en
total aislamiento, sin distracciones con problemas del mundo exterior. Pero ahora
los números primos no ofrecen ya una vía de fuga de los problemas del mundo real,
como aún podían hacer Riemann y otros. Los números primos revisten una
importancia central en el marco de la seguridad de nuestro mundo electrónico, y
sus resonancias con la física cuántica podrían decirnos algo sobre la propia
naturaleza del mundo físico.
Aunque consigamos demostrar la hipótesis de Riemann, hay muchas otras
preguntas y conjeturas que nos esperan, muchas nuevas áreas de entusiasmo en
las matemáticas que sólo esperan la demostración de la hipótesis de Riemann para
entrar en escena. La solución será sólo un principio, la apertura de la puerta de un
territorio virgen, aún inexplorado. Tomando las palabras de Andrew Wiles, la
demostración de la hipótesis de Riemann nos dará la posibilidad de orientarnos en
este mundo como la solución del problema de la longitud ayudó a los exploradores
del siglo XVIII a navegar en el mundo físico.
Hasta entonces, tendremos que contentarnos con escuchar con fascinación esta
música matemática imprevisible, incapaces de controlar sus pautas. Los números
primos siempre nos han acompañado en nuestra exploración del mundo
matemático, y siguen siendo los más enigmáticos entre los números. Aunque las
mejores mentes matemáticas han dado lo mejor de sí mismas en el intento de
explicar las modulaciones y los cambios de esta música mística, los números primos
siguen siendo hoy un enigma sin respuesta. Todavía estamos esperando a la
persona cuyo nombre vivirá para siempre como el del matemático que ha hecho
cantar a los números primos.
Agradecimientos
A título personal, quiero agradecer a mis amigos y a mi familia el apoyo que me han
dado: a mi padre, que me ha ayudado a comprender el poder de los números; a mi
madre, que me ha ayudado a comprender el poder de las palabras; y a mis abuelos,
especialmente a Peter, que han sido fuente de inspiración para mí; y a mi
compañera, Shani, por haber tolerado un libro en casa y por su confianza en mi
capacidad para escribirlo. Y mi mayor agradecimiento para mi hijo, Tomer, con
quien he podido jugar tras largas jornadas de trabajo, y sin el cual no habría
sobrevivido a la elaboración de este libro.
FIN