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Protestar contra la visita de Estado de Donald Trump al Reino Unido es, en primer lugar, un acto de
higiene política elemental: el rechazo del respaldo del ansioso servilismo del gobierno británico a los
Estados Unidos, el rechazo de la política del presidente y de sus diversos aliados globales. Trump
provoca una curiosa mezcla de fascinación y repulsión, sin embargo, y las razones para protestar
rebasan el rechazo del actual gobierno norteamericano hasta llegar a la sensación de que Trump
presagia una manera nueva y peligrosa de hacer política.
Trump no es el primer presidente en ser recibido por aquí de este modo: tanto Reagan como Bush
junior se encontraron con protestas significativas cuando vinieron a Gran Bretaña, pero tanto la
proliferación nuclear como la conflagración en Irak implicaba a Gran Bretaña como fiable y leal
perrito faldero de Washington. Nada de esa culpabilidad tan evidente vincula al gobierno británico
con Trump, pese a la entusiasta humillación transatlántica de May a los pocos días de su toma de
posesión presidencial.. Persisten los temores de que un gobierno “tory” posterior al Brexit venderá el
NHS a los buitres norteamericanos de los seguros e inundarás [los supermercados] Asda de pollos
clorados. Alguna gente apunta a nebulosos lazos entre Rusia, Trump y el Brexit, quizás sacando
algún consuelo de la noción de que todos nuestros males sociales hunden sus raíces en el pérfido
Kremlin.
Quienes se oponen a Trump piensan a menudo que esas listas hablan por sí mismos, como si la
letanía generase su propia argumentación: pero también produce entumecimiento, parálisis o
resignación. Me preocupé de separar las prioridades políticas del gobierno de Trump de las
infracciones personales del hombre, pero a menudo unas interfieren con las otras, como si implicar
que vulgarización y desmitificación de Trump de la presidencia fuera de algún modo equivalente a
encerrar en jaulas a niños pequeños. La presidencia ya se ha visto configurada y expresada a través
de la personalidad de su titular, pero a Trump le gustaría demoler por completo la distinción entre el
hombre y el cargo. No puede concebir la política en otros términos que no sean los de la lealtad
personal. Este elemento personal, combinado con su inclinación al autoritarismo, su racismo y su
apertura a la “alt-right” [la nueva ultraderecha norteamericana], lleva a políticos y pensadores de la
izquierda a ver paralelismos con los fascistas del siglo XX, aunque la mayoría duda a la hora de
hacer directamente esa analogía.
En los bastiones del liberalismo norteamericano, el temor a Trump se concentra en inquietud por su
supuesta erosión de normas democráticas. En la versión más destilada de esta visión, los elementos
políticos específicos de la presidencia de Trump – el racismo, el anti-medioambientalismo, la
hostilidad a las instituciones internacionales – desaparecen, a medida que se vuelve sintomático de
una amenaza más fundamental, pero curiosamente apolítica, llamada a veces ‘polarización’, a veces
‘extremismo’. No es difícil, mutatis mutandis, ver el mismo análisis reutilizado contra un futuro
presidente por parte de un movimiento de izquierda.
Se pueden tener dudas a la hora de alistarse en la batalla liberal en favor del status quo ante, y
encresparse con fáciles analogías históricas, pero también reconocemos lo que resulta novedoso y
peligroso de Trump. Su estilo político no es fascista, sino – como habría dicho Weber – patrimonial:
de aquí su énfasis en la lealtad, el enriquecimiento familiar y las recompensas a sus vasallos.
Considera las instituciones internacionales con ojos semejantes para recompensar y ofrecer
vasallaje, expresando alegremente cosas que sus predecesores han dejado discretamente sin decir
acerca de la política de la OTAN, o las prioridades comerciales norteamericanas. A veces esto entra
en abierto conflicto con la burocracia del Estado norteamericano; a veces encaja en su molde ya
oligárquico. Luego está su ubicuidad mediática, su estrategia de comunicación directa con su base
por medio de mítines y Twitter, y su alegre disposición a romper tabús, atacando políticos y
empresarios, o a intimidar a potenciales testigos de investigaciones del Congreso.
Y sin embargo, su éxito electoral depende no solo de la más convencional de las instituciones
norteamericanas – el Colegio Electoral – sino de la labor a más largo plazo del Partido Republicano,
de la ‘Estrategia Sureña’ en adelante, de reconfigurar sectores del electorado norteamericano hacia
formas de anti-solidaridad atomizada, patriarcado fundamentalista, resentimiento racial y odio
injurioso a los fragmentarios restos del New Deal y la Gran Sociedad. Los departamentos
gubernamentales que no se han entregado a los maníacos leales a Trump los dirigen los
funcionarios republicanos habituales, la mayor parte de la burocracia del Estado continúa inalterada
por debajo de la red patrimonial bajo su red patrimonial, y su brazo militar más autónomo que nunca
con un presidente impresionado por su oropel y potencia de fuego.
Lo que hace tan volátil la presidencia de Trump es su alternancia entre modos diferentes, a veces
contradictorios, de ‘hacer’ política, que se mantienen unidos por la fuerza de su personalidad y el uso
del espectáculo mediático. Fórmulas semejantes se aplican a los demás líderes a los que a menudo
se agrupa con él: Erdogan, Orbán, Salvini, Modi.
Si hace falta que los adversarios de Trump defiendan virtudes democráticas tales como la
deliberación, la separación de poderes, y elecciones libres y justas, hace también falta reconocer sus
imperfecciones en la práctica y apelar a su reforma. La insistencia de Trump en reconocer, a través
de su deformado sentido del victimismo norteamericano, las dimensiones políticas de instituciones
internacionales como la OTAN y la OMC, el poder político de los medios y las empresas, y la
naturaleza politizada de instituciones tales como la judicatura norteamericana, debería representar
un regalo para la izquierda. Al decir en voz alta lo que los políticos tienden a decir quedamente,
Trump le ofrece a un adversario izquierdista la oportunidad de sacar a colación lo que normalmente
resulta tabú en la vida política, y desafiar las afirmaciones de la tecnocracia ‘apolítica’. El anti-
trumpismo puede oscilar demasiado fácilmente entre el reconocimiento del problema sistémico y la
añoranza por restablecer el silencio del tabú.
Para los que se manifiesten en Londres, hacer frente a Trump puede significar reconocer que esta
mezcla de populismo, nihilismo y reacción también se encuentra presente en el Pasrtido
Conservador (Boris Johnson, el favorito para substituir a Theresa May como dirigente, representa su
avatar). Puede significar reconocer las semejanzas entre el lanzar lemas de campaña de Trump y
nuestro actual ejercicio de autoengaño imperial. Quizás las multitudes de la Plaza de Trafalgar hoy
contribuyan también a erosionar una perniciosa norma: que por ruin o corrupto, por muy retrógrado
políticamente que sea un presidente norteamericano, Gran Bretaña siempre le pondrá a los pies la
alfombra roja, calculando que las ventajas comerciales o la pertenencia a la fraternidad nuclear se
imponen en cada ocasión a la dignidad política básica y a la decencia. A quienes consideran esto
como inmutable axioma de la política británica, las protestas de hoy les dicen: basta ya.
James Butler
es colaborador de la London Review of Books y editor de Novara Media, una publicación
independiente de izquierdas.
Traducción Lucas Antón Fuente: The London Review of Books, 8 de junio de 2019
URL de origen (Obtenido en 25/06/2019 - 23:00):
http://www.sinpermiso.info/textos/modos-de-trump