Jorge y Augusto fueron paralelos por un tiempo, el primero era joven y el
segundo viejo. Jorge sabía leer lo que albergaban los corazones de las personas, mientras que Augusto sabía consumir esos mismos corazones. Jorge era la voz de su generación, un clamor de vitalidad a la vez que un llamado de conciencia; y con su pluma escribía las alas de la indignación. Augusto, en cambio, era la voz de la autoridad, su rugido era un mandato que remecía a los inocentes y sus órdenes una sentencia mortuoria; su tinta era la imprenta, que dictaba leyes y torcía las razones. Jorge apuntaba a las estrellas, sus canciones pregonaban lo evidente pero con un vocablo diferente que revelaba la esencia de nuestros pensamientos. Augusto era una raíz de maleza que se adentraba en las profundidades más oscuras del alma humana. Él sabía la flor de rabia que germinaba en el interior de las juventudes, pero como médico de la muerte preparado, elaboró el remedio adecuado. La voz de Jorge era sincera en aquel entonces. Reía por la falsedad ajena, festinaba con la hipocresía, exhortaba por la rebelión y sufría por la estupidez humana y su maldad. La voz de Augusto, en cambio, se escondía detrás de un tono senil con contenido absurdo y contradictorio. Negaba lo evidente y verdadero, y defendía lo vejatorio con adornos de falacia y mentira descarada. Él decía que no se acordaba de aquello que no era cierto, pero que si pudiese recordar, tampoco podría ser cierto, porque ese tipo de verdades él no las permitía jamás, porque ninguna piedra se podía mover si no era su mano la que la arrojaba. Así pues, Jorge estaba decidido a derribar el poder de Augusto y usaba todo el poder de su labia para lograrlo. Su ojo sabía dónde mirar, su mano qué describir, su boca cómo decirlo y su cerebro cuándo dispararlo. Augusto, por su parte, se lo tomaba con calma, era un frío calculador y sus computaciones ya habían ideado la estrategia para deshacer el poder de Jorge, y junto con él al de todos los jóvenes. Las armas de cada uno, astucia contra malevolencia, ya empezaban su ráfaga descarnada. La del joven era visceral y confrontacional, la del vetusto era subliminal y de largo alcance. Jorge fue la voz de los 80’ y logró con su poder que la voz de toda una generación fuera la suya y que pregonara la caída del despreciable veterano. Si bien los ánimos estaban caldeados, Augusto seguía impertérrito, ya había presionado el botón de su arma de destrucción masiva, era tan solo cuestión de tiempo para que sus consecuencias fueran sentidas por Jorge y su humilde existencia. Augusto siempre supo que la única amenaza para su señorío era la fuerza rebelde y bullente de la juventud, de modo que a ella dirigió sus dardos. Habían descubierto un arma bioquímica llamada cocaína, la cuál era capaz de llegar a lo más recóndito del alma humana, para consumir a los individuos desde adentro. Sea pues, se dijo Augusto, he ahí el remedio para la voz de los 80’. Fue entonces que Jorge conoció a la horma de su zapato: sería su propia voz interior la que destruiría al clamor de su indignación. La cocaína ya había comenzado a reptar por los senderos de su sangre para abrirse paso hasta su alma misma. Y junto con su espíritu, su voz se apagó y calló. El mismo había augurado su futuro, desde un comienzo estaba destinado a ser un prisionero de Augusto y su sombra. Finalmente Jorge cayó, Augusto lo supo y no se inmutó, siguió con su macabra obra que llamamos su vida. Jorge se sumió en la oscuridad de la drogadicción y el dinero. Su canto por la rebeldía y la anarquía se extinguió, y luego de una muerte pasajera, resucitó para cantarle a su nuevo enemigo: el yo interior. Ahora fue el turno de que Augusto dejase su podio, y Jorge sí se alegró, vaya que se alegró. Augusto no sintió ese golpe, era el resto el que tenía que sentir y resentirse con sus golpes, él era de hierro, como su amiga la Inglesa, así que no le entraban balas. Pasaron una década y media, y tanto Jorge como Augusto eran ya estatuas de bronce. Ambos vieron como la generación de los 80’ y todas las posteriores caían una a una ante el arma bioquímica de destrucción masiva. El joven que ahora era viejo sintió un remezón y escalofríos. El viejo que ahora era una reliquia de colección, esta vez sonrió y se alegró: ésta había sido su victoria y lucha real, no la pelea infantil con Jorgito, su lucha era contra el vitalismo y para eso implantó en la sociedad la drogadicción. ¿Qué podía hacer un músico, o mil, para avivar los corazones y el sentimiento de las almas, si no quedaba corazón para remecer, si no había alma para luchar? El espíritu de la nación ya nunca más sería rojo, ahora era pálido al igual que la cocaína. El corazón se había ido, y con él el germen de la rebeldía.