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San Antonio, como hombre cristiano y católico, que ha vivido con extraordinaria intensidad su amor a Jesús, a la

Iglesia y a los hermanos, es para nosotros una memoria permanente, que nos recuerda que Dios debe ocupar el
primer lugar en nuestra vida, en nuestras familias y en la sociedad, que queremos construir sobre los valores
cristianos de la verdad, la justicia, la libertad y el amor. Demás está decir que, ni este santo, ni a ningún otro, ni
aún a la Virgen María, le rendimos adoración. No adoramos imágenes, sino que las veneramos, porque el
recuerdo ejemplar de su vida cristiana nos anima a vivir la nuestra. Y, además, por la certeza que nos da la Iglesia
de la cercanía y amistad que los santos viven con Dios, ellos nos ayudan y socorren en nuestras necesidades. Los
santos y santas son, junto con nosotros y en comunión con nosotros, la familia de Dios, unida por la poderosa
corriente de amor que brota de la cruz de Jesús. Con ellos, por la fe y la esperanza que nos da Jesucristo muerto
y resucitado, peregrinamos hacia la plenitud de Amor.

Lo primero que debemos pedirle a nuestro santo es que nos alcance la gracia de aumentar nuestra fe. Eso quiere
decir colocar a Dios en primer lugar, como lo hizo San Antonio. Y, en segundo lugar, la fortaleza para vivirla en
nuestra vida cotidiana, iluminados también por el ejemplo de la vida de nuestro santo. En otras palabras, le
pedimos que nos enseñe a ser discípulos de Jesús, atentos a su palabra, abiertos a recibirlo y dispuestos a que el
Espíritu de Jesús resucitado nos transforme, y “cambie nuestro corazón de piedra en un corazón de carne”, y lo
haga sensible a las necesidades de nuestro prójimo, sobre todo de aquellos que más lo necesitan.

La fe crece por la predicación. Creemos porque escuchamos el mensaje y creímos en él. San Antonio fue un
insigne predicador de la Palabra de Dios. Predicar la palabra es anunciar que Jesucristo murió por nosotros,
resucitó y nos abrió las puertas de cielo, para que peregrinemos en esperanza y juntos hacia Dios, que es todo
amor, perdón y misericordia. Escuchemos un pasaje de la predicación que nuestro santo hizo en la fiesta de
Pentecostés. “El que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas. Estas diversas lenguas son los diversos
testimonios que da de Cristo, como por ejemplo la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, que son las
palabras con que hablamos cuando los demás pueden verlas reflejadas en nuestra conducta. La palabra tiene
fuerza cuando va acompañada de las obras. Cesen, por favor, las palabras y sean las obras las que hablen.
Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y por esto el Señor nos maldice como maldijo aquella
higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo. «La norma del predicador –dice san Gregorio– es poner por
obra lo que predica.» En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana el que la contradice con sus obras”.
Hasta aquí nuestro santo.

Hoy, nosotros, como lo hizo en su momento San Antonio, escuchamos el mandato de Jesús a un numeroso grupo
de discípulos: “¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos (…) y digan a la gente: el Reino de Dios está
cerca de ustedes”. Sabemos cuál fue la respuesta de san Antonio a ese mandato de Jesús. ¿Cuál será hoy la de
cada uno de nosotros? El favor, con mayúscula, que le debemos pedir a nuestro santo es la gracia de creer en la
bondad de ese envío y la fortaleza para cumplirlo. San Antonio nos da las coordenadas para que no erremos el
camino, porque la peregrinación está llena de peligros. Esas coordenadas son: creer en Dios y colocarlo en
primer lugar; y la otra: amar y servir a nuestro prójimo. Quien camina orientado por estas coordenadas, no será
confundido y llegará a la meta a la que llegó nuestro santo.
El domingo confirmé a un grupo de 40 adolescentes. El primer compromiso que asumieron juntos como
confirmados fue realizar una misión en su propio barrio. Eso me recuerda el mandato de Jesús: “¡Vayan!”, pero
también la advertencia: “Los envío como a ovejas en medio de lobos”. ¿Cuáles podrían ser las armas de las
ovejas para defender de los lobos? La tentación sería armarlas hasta los dientes. Sin embargo, Jesús, a
continuación, propone ir desarmados: ni dinero, ni provisiones, ni calzado… Nada de violencia, ni de ostentación
de fuerza, ni de prepararse para la guerra: “Al entrar a una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre
esta casa!”. Esto significa anunciar a la gente que “el Reino de Dios está cerca de ustedes”.

Para concluir, recordemos a los santos pastorcitos de Fátima: Jacinta y Francisco. Eran niños de condición muy
humilde y profundamente piadosos –reflexionó el papa Francisco durante la canonización–. Sin embargo,
piadoso no quiere decir débil o miedoso, sino todo lo contrario: el piadoso auténtico es fuerte y valiente, como
lo fueron estos niños ante las adversidades, que tuvieron que soportar en su propia familia y de parte de las
autoridades. Ellos fueron capaces de vivir tanto las contrariedades como los sufrimientos en actitud de
ofrecimiento al Señor. La misma capacidad de soportar la adversidad la encontramos en San José Gabriel del
Rosario Brochero, argentino, canonizado recientemente; y de María Antonia de Paz y Figueroa, llamada
cariñosamente Mama Antula, también beatificada hace poco.

Durante una de las visiones que tuvieron los pastorcitos, la Señora de Fátima les preguntó: «¿Quieren ofrecerse a
Dios?». La respuesta de ellos fue: «¡Sí, queremos!». Esa pregunta que hizo la Virgen María hace cien años, la
podemos escuchar hoy nosotros, como conclusión de nuestra novena y fiesta patronal: «¿Quieren ofrecerse a
Dios?». ¿Cuál será nuestra respuesta? Miremos a San Antonio, y pidámosle que nos alcance la gracia de la
perseverancia en nuestro servicio a Dios y al prójimo, en las buenas y en las malas, en medio de las adversidades
y también en las alegrías. Amén.
El sacerdocio de Cristo, igual con Dios e igual y solidario con los seres humanos

Isaías se encuentra en el Templo con Dios de una manera íntima que lo marca para toda la vida. Dios, cuando
llama, siempre confía una misión. La vocación, un don gratuito de Dios, siempre implica una tarea.

Es propio de Isaías presentar la santidad de Dios como una realidad que sobrecoge al
hombre. Al describir a Dios con la aclamación Santo, repetida por tres veces, lo presenta
como totalmente otro, infinitamente distinto de la criatura, fuera de nuestro alcance
aunque se haga presente. Frente al Santo, el hombre toma conciencia de su indignidad,
se siente pecador.
Pero, en la experiencia de Isaías, la absoluta santidad de Dios no aniquila al ser humano.
Puede alcanzar mejores grados de vida y de santidad como parte de su misma vocación
humana. Solo así, cuando el Señor pregunta: «¿A quién enviaré…?» el profeta puede
responder: «Aquí estoy, mándame».
Envío y respuesta son un anticipo, modelo y referencia del envío del mismo Jesucristo (el
Hijo) por el Padre. Dice la carta a los Hebreos, el único escrito que llama a Jesús
Sacerdote: «Convenía que aquel, para quien y por quien existe todo, llevara muchos hijos
a la gloria perfeccionando mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la
salvación». Característica fundamental de ese salvador es la solidaridad, en todo
semejante a sus hermanos para hacernos semejantes a Él.
Solidaridad que le llevó a la muerte y a vencerla. Así, Cristo fue constituido Sumo
Sacerdote, “mediador” entre Dios y la humanidad, igual con Dios e igual con los seres
humanos en todo, hasta en la muerte. Característica de su sacerdocio es la compasión;
“fiel en el servicio de Dios”, su amor compasivo solo podía venir del mismo Dios.
El sufrimiento alecciona y prueba la solidez de la entrega. La cruz de Cristo no es una
simple condena a sufrir, muestra el amor del Padre para su Hijo, a quien llamó a ser por
medio del sufrimiento el Salvador y modelo de todos. Nos salva la solidaridad humana de
Cristo compartiendo nuestra carne y nuestra suerte.
El sacerdocio del pueblo de Dios, común y ministerial
Identificados con Él por el bautismo, nosotros somos salvados y podemos ayudar a salvar.
Lo hacemos cuando ejercemos nuestro propio sacerdocio aceptando la dependencia y
solidaridad con los demás, trabajando a su lado, sufriendo y alegrándonos con ellos,
diciendo: «Aquí estoy, mándame».
En el envío no estamos solos. Jesús suplica al Padre por la santificación de los suyos en
orden a la misión. Ruega para que sean el nuevo pueblo santo, consagrado a Dios. Pide
que los guarde en la irradiación de su propia santidad, bajo su protección. Para la Iglesia
en su conjunto y para cada miembro, pide que cada uno de los suyos conozca a Dios.
Misión de la Iglesia es conservar y proclamar el verdadero conocimiento del Padre y el
mandato de su Hijo.
El Nuevo Testamento reserva el término sacerdote para denominar a Cristo y a todo el
pueblo de Dios que es sacerdotal. La mediación de Cristo consiste en interceder en favor
de todos los miembros de ese pueblo sacerdotal, quienes, por medio del bautismo, se
hacen partícipes del sacerdocio de Cristo. Nuestra vida es sacerdotal en la medida en
que, unida a la suya, se convierte en una completa oblación al Padre.
La fiesta de hoy celebra también el sacerdocio de todos los ministros ordenados que
sirven al pueblo de Dios. Lo destacan bien las oraciones de la misa y el prefacio que se
propone. Es un día de oración por la santidad de todos los sacerdotes para ayudarles, aun
con sus debilidades y caídas, a ser cada día mejores instrumentos en su servicio de
mediación entre Dios y la humanidad.

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