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El Sembrador

Obra teatral de Rodolfo González Pacheco

Tenemos el honor de presentar una vez más una obra del


grandioso Pacheco, por primera vez en formato digital, para la
libre descarga y difusión. Esta nos cuenta, con un lenguaje gaucho,
cómo un simple malentendido, una simple discrepancia en el
pensamiento, fácilmente evitables, que no da lugar a otras visiones
de la realidad, pueden terminar en lo peor. Se cruzan viejos códigos
inútiles, y nuevos mensajes de libertad y felicidad (pero que, como
veremos, en el caso este no contemplan tampoco la felicidad de los
más vulnerables), en definitiva el mensaje, lo que nos quiere decir
el autor con un vocabulario simple, campesino, es directamente una
advertencia: No se puede luchar por la libertad de todos sino somos
coherentes con nosotros mismos, no se puede pedir solidaridad para
el mundo entero si les privamos de ésta a nuestros seres más
cercanos, a quienes más nos necesitan. Y sobre todo “El
Sembrador” nos muestra, a nosotros, obreros y revolucionarios
del pensamiento y la obra, a querer abrazar nuestra causa sin
perder jamás el sentido de la moral revolucionaria, que nos
distingue entre tantas otras ideologías que pregonan la libertad y el
bien común en sus escritos y pomposos discursos (en realidad
vacíos) pero en sus actos siguen reproduciendo los mismos gestos,
expresiones, y tratos que atrasan el bienestar y el sentido de la
justicia libertaria para la humanidad entera. Pacheco aquí denuncia
el machismo, la indiferencia, y el discurso único sin trasladarlo a
otras maneras de entender y sentir la vida. Seamos entonces
pragmáticos, pero sin dividirnos, realmente solidarios, realmente
dignos de luchar por una causa más grande que todos nosotros, que
es la dignidad del otro.

Sociedad de Resistencia de Bahía Blanca


(F.O.R.A. – A.I.T.)
El Sembrador
Estrenada el 28 de julio de 1922, en el Teatro Boedo, por la
Compañía Zannetta.

P E R S O N A J E S:

DON SANTOS ROSAURA

VALERIO CARLOS

CANUTO

Acto Único

Cuarto de guardar aperos y herramientas en una estancia. En las


paredes, sogas, sierras de monte, herrajes. Lateral izquierda,
jineteando un caballete, un recado, y cerca de él, media bolsa de
semillas; lateral derecha, encima de unas cajones, una valija abierta
y vacía. Palos, pisones, picos, tiros de alambre por cualquier parte.
Algunos bancos. Y en el centro, antes y más visible que toda cosa,
un arado de mancera, que a la escasa luz del atardecer, parece que
avanza boyando hacia la platea. Puerta al foro que da al campo.
Laterales practicables.

Carlos, Valerio y Rosaura. Carlos recoge y cuelga,


herramientas; Valerio, al foro, recostado en la puerta, habla.

Valerio.- ¡Te viá estrañar, caray!..


Carlos.- De donde quiera que llegue, te escribiré. A Rosaura,
igual… También le escribiría a don Santos, pero…
Valerio.- No vale la pena; ya sabés que tata…
Carlos.- Ya sé (vuelve a su tarea); no vale la pena… (Pausa.)
Valerio.- (Mirando al campo.) ¡Amigo, el toro bayo ese! Se lo ha
pasao todo el día apuñaliando el alambrao de la chacra… Viá tener
que atarlo…
Carlos.- ¿Para qué?... (Significativo.) Tampoco vale la pena.
Valerio.- (Comprendiendo.) ¿Eh?... ¿Como tata, entonces?...
Carlos.- Y bueno, sí, como tu padre. También el cornea al
destino; se le alzan como alambrados las cosas nuevas; parece que
le cerraran el camino a su querencia. ¿No te has fijado?... Todo
cuanto yo hablo o hago, lo enfurece y me atropella. (Ríe.) ¡Gaucho
viejo!...
Valerio.- Pobre tata. No comprende. Disculpalo.
Carlos.- (Serio y rápido.) Y claro que lo disculpo. Pero a ti te
digo: no es afuera de nosotros que están los cercos y los
obstáculos. Y si están, valen muy poco: se saltan o se traspasan.
Es adentro, en nuestra falta de audacia, en la debilidad de nuestras
ideas: ¡ahí! El hombre de pensamiento varonil y musculoso, es libre
siempre. Y si no lo es totalmente, porque lo rodean esclavos,
trabaja, por lo menos, la libertad. ¡Ara, siembra!
Valerio.- (Trasportado.) ¡Hermano lindo!... ¡Te viá estrañar,
caray!
Rosaura.- (Por lateral derecha, con una pila de ropa que lleva a
la maleta de Carlos.) Su ropita, Carlos…
Carlos.- ¡Ah, muchas gracias! (Mirando, mientras ella la
acomoda.) ¿Pero es toda ésa?... ¿Tanta?... ¿Qué voy a hacer yo con
tanto trapo?...
Rosaura.- Ponérselos y cuidarlos. ¡No se destroce, pues! Da
usté solo más trabajo que tata y Valerio juntos… (Medio mutis.)
Carlos.- (Riendo.) Es la falta de costumbre. Y usted ha tenido la
culpa: me ponía como para ir a un baile, cuando iba a arar. Como
de un baile volvía… de un baile que hubiera acabado en una
taberna: sudoroso, revolcado… Bueno, bueno; gracias, Rosaura.
(Ella marca el mutis y al llegar a lateral derecha, él le dice): ¡Le
voy a escribir muchas catas, con muchas cosas, de todas partes!…
Rosaura.- (Alarmada.) ¿A mí?... ¡No! ¡No me escriba!
(Desaparece.)
Carlos.- (Siguiéndola con la voz.) Sí, sí, le voy a escribir. ¡Y
usted me va a contestar!
Rosaura.- (De dentro.) ¡No! ¡No le viá contestar!
Valerio.- (Jovial.) Escribíle; si ella quiere que le escribás. Si la
conoceré a mi hermanita…
Carlos.- (Vuelto a él y confidencial.) Dime, Valerio: ¿tú sabes que
yo la quiero?...
Valerio.- (Como si lo hincaran.) ¿Eh? … ¿Cómo?...
Carlos.- (Más firme.) ¡Que yo la quiero a Rosaura!
Valerio.- Este… (Se rasca la nuca, se tuerce, dibuja con el pie el
suelo.) Sí… no… No sabía, no.
Carlos.- Sí, yo la quiero, la quiero mucho… Y ella…
Valerio.- (No aguanta más; se da vuelta a campo y dice, fuera de
tono y de situación.) ¡Ve!... ¡Ya vuelve el toro bayo a corniar los
alambraos!... ¡Oh, yo lo viá atar, lo viá atar, no más! (Huye.)
Carlos.- (Queda suspenso, viéndolo irse; luego se vuelve y se
dispone a enaceitar su arado; mientras dice): ¡Qué cosa es la
verdad! Una punta de fuego aplicada de pronto en la cara, no les
haría peor efecto: ¡saltan los hombres, gritan, disparan!... ¡Qué
cosa!
Santos.- (Por lateral izquierda, después de observarle un rato.)
¿Ya ´stá listo pa marchar?... Stá gueno… Y, ¿vamos a arreglar
cuentas, entonces, no?...
Carlos.- (Sin mirarle.) Nada hay que arreglar, don Santos. Ya
le dije hoy, que todo estaba arreglado. No insista…
Santos.- Sí, me dijo… Pero yo no entro por ésas. Mi ley es
otra. Diga, no más, sin miedo, cuánto le debo.
Carlos.- (Mirándolo.) Pero…
Santos.- No. No hay pero que valga. Usté cobra sus pesitos y
hemos concluido.
Carlos.- (Vuelto a su labor.) Pesitos… pesitos sucios. Gracias.
Santos.- (Fuerte, indignado.) ¡Sucios, pero suyos, Cristo!
¡Oh!...
Carlos.- (Tolerante.) Bueno, hombre; no se exaspere. Míos o
suyos, son igual sucios los pesos. Entre amigos no se debe hablar
de plata: eso he querido decirle. Me ensuciaría las manos yo…
(Las alza chorreando aceite.)
Santos.- (Brutal.) ¿Amigos?...
Carlos.- Amigos, sí, don Santos. Como a mi amigo me han
tratado, al menos. Me han abierto la casa, me he sentado a su
mesa, he trabajado a mi antojo. He sido como de la familia…
Santos.- ¿Familia?...
Carlos.- (Desentendiéndose.) ¡Oh, bueno! ¡No cobro, y basta!
¡No quiero plata!
Santos.- (Sordo, agresivo.) ¡No! ¡Es que va a cobrar, no más!
¡Qué se ha créido!
Canuto.- (Por el foro, con una bolsa, a guisa de poncho, al
hombro.) Con permiso. (Se cuela.)
Carlos.- Adelante.
Santos.- (Cambiado, casi cordial.) ¡Ajá!... ¿De ande salís vos?
Canuto.-Ya ve, don Santos: de entre las pajas. Vine a sofrenar
aquí, tras el rabo de mis perros. Sí, pues… Con permisito… (Se
sienta en el suelo.) Como aura tienen alfalfa, las liebres rumbean
p´acá.
Santos.- (Cazando el dato en el aire, como un pretexto.) ¡Lindo!
Áhi ´sta lo que salimos ganando con esas siembras: que se nos
llene la estancia de sabandijas… ¡Muy lindo!
Carlos.- (En su tarea, siempre.) Tendrá también mariposas este
verano. Y pajaritos. A más, ya le he explicado a Valerio cómo debe
evitar eso…
Santos.- (Paseándose.) ¡Um! M´hijo Valerio…
Canuto.- M´he desocao corriendo. Con permisio… (Se larga boca
al suelo.)
Carlos.- (Con extrañeza.) Oh, ¿qué le pasa a usted?...
Canuto.- ¿A mí?...
Carlos.- Permiso, permiso… Ni que estuviera en la iglesia…
Canuto.- ¡Y claro, pues! El hombre ha de ser cumplido siempre.
Pobre, pero de guenos modales. (Haciendo con la cabeza una seña
a Santos.) ¿De ande me sacó este infiel?...
Santos.- (Despectivo.) El sembrador…
Canuto.- ¡Ah! ¿Este había sío el extranjero que hachea sin
misiricordia el campo?... (Mirando a Carlos.) ¡Gringuito de mala
entraña!
Carlos.- ¿Gringuito?... (Ríe.) No. Si yo soy criollo, del país.
Canuto.- ¿Del páis?... ¿del páis y acuchilla el suelo?... ¡Nunca!
Carlos.- ¿Tanto ama la tierra usted?...
Canuto.- (Remedándole.) Ama, ama… Hable como varón, pues,
amigo. ¡Quiero!, se dice. La quiero, sí. Tiene planos pa correr,
lomadas pa tomar sol, bajitos pa dormir a pata suelta. ¿Y usté
l´ama?...
Carlos.- Tiene más que eso: la entraña cálida y la boca de agua
fresca. Carne y espíritu. Los hombres somos sus hijos.
Caminarla, pisotearla, es poco. También hay que acariciarla con la
herramienta, besarla con las semillas, vestirla de sementeras.
Porque, mire (se alza entusiasta): cada terrón que se rompe es
como un error de dios que se pulveriza.
Canuto.- ¡Y gueno! Así será, si usté dice… ¡Pero, no mire tan
juerte, que me va a cortar la leche!
Santos.- No sé cómo es que sabiendo tanto, se ha rebaao a pionar
al servicio de unos brutos como nosotros. Con tanta cencia no debió
salir del pueblo… Pero, acabemos: ¿cuánto le debo?...
Carlos.- (Desesperado.) Pero, don santos: ¡nada! ¡No me debe
nada!... La mano de mi amigo: eso me debe… (Va hacia él con la
diestra estirada.)
(Santos le vuelve la espalda, da vuelta su tirador, y se pone a
contar pesos.)
Canuto.- (Se alza de un brinco y le baraja la mano a Carlos entre
la suya.) ¡Canuto, pa lo que mande! (Ante el asombro del otro.)
¿No me conoce?...
Carlos.- (Ríe y se la estrecha.) Y bueno: tanto gusto… No le
conocía, no.
Canuto.- ¿Ni de mentas conocía usté a Canuto del Valle, a
Canutito el liebrero?... ¡Bah, bah, bah!... ¡Pero, entonce, usté no
sabe ni cuándo es nunca, pues! ¿Ande se ha críao?...
Santos.- (Que ha concluido de contar, se vuelve y tira un rollo de
pesos a los pies de Canuto.) ¡Tomá, che: eso te regala ese
hombre!... (Y sale por lateral izquierda, despacio y marcial.)
Canuto.- ¡Eh! ¿Qué?... ¿Plata, platita, don Santos?...
(Desasiéndose de un empellón de Carlos.) Con permiso, pues,
amigo. ¡Salga de ahí! ¡No se me atraque! (Junta del suelo los
pesos desparramados.)
Carlos.- (Se encoge de hombros, sonríe y retoma su labor;
mientras canta):

Roja es la aurora,
negra es la tierra,
y el surco abierto
parece el fleco
de una bandera.
De mi bandera,
que es roja y negra
como una aurora
sobre una pena!

Canuto.- Lindo cantó el cristiano… ¡como caballo! (Se larga al


suelo a contar lo que ha juntado.)
Rosaura.- (Por lateral derecha, no ve a Canuto; va a recta a
Carlos y le dice con reproche.) Cómo cantás; parece que estás
contento, porque te librás, al fin, de la pobre gaucha bruta…
Carlos.- ¡Ah, Rosaura! (Deja todo y va a ella.) No es por eso
que cantaba. Tú sabes que canto siempre, y que cuando estoy triste,
canto más. Busco en mi pecho canciones, como podría un
pordiosero buscar, entre sus harapos, cobres, monedas sonantes,
para darlas a otros más pobrecitos que él. Canto, canto… Porque
tengo pena de irme, canto. ¡Te quiero mucho!
Rosaura.- Sí, me querés, sí; pero te vas…
Carlos.- Tengo que irme; ya he sembrado, ya he concluido. ¿Qué
haría ahora?... Tu hermano me ofreció para que me quedara de
chacarero; pero eso no puede ser. Chacarero, explotador de la
tierra… ¡Oh, qué locura! No, no. Yo soy de aquellos que aran y
siembran, de los que pasan cantando. Para recoger y amontonar,
hay otros…
Rosaura.- Es que no me querés…
Carlos.- (Tomándola del talle.) Oye, Rosaura: cuando el arado
arranca surqueando un campo, a su paso hay un clamor de tendones
rotos, de cascotes divididos, de agujeros que serpentean como venas
llenas de instintos, y todos dicen igual, le gritan el mismo grito al
hierro que los troza relampagueando: ¡ no me quieres, no me
quieres!... Tierrita rosa y blanca, corazoncito que yo he sembrado
de ensueños, orejita que he llenado de canciones, boca que colmé de
besos: ¡yo te quiero, yo te quiero! (La acaricia, la abraza; en el
abrazo ella gira y ve a Canuto, que ha seguido la escena con la boca
abierta.)
Rosaura.- ¡Ah! (Se desprende de Carlos violentamente.) ¡
Propasao! ¡No me toque! ¡Salga! (Huye lateral izquierda.)

(Carlos va a seguirla, se detiene, alza los hombros y mira a


Canuto.
Canuto.- ¡´Stá lindo!...
Carlos.- (Silencioso, toma el arado de la mancera, como si fuera a
echarlo a andar hacia la platea. Lo deja y va a salir; ve la bolsa de
semillas; va a ella, saca un puñado que hace caer resbalando entre
los dedos; después grita.) ¡Don Santos! (A lateral izquierda.)
¿Por qué no me da esta semilla de alfalfa que le ha sobrado? (Más
fuerte.) ¡Don Santos!
Santos.- (De adentro, airado.) ¡Llévese lo que quiera!
Canuto.- ´Stá gueno!
Carlos.- (Arrastrando la bolsa hasta el pie de su maleta.) ¡Qué
me dice, don Canuto! Esto es un alfalfar que me llevo. ¡Un gran
alfalfar!... (La deja y sale foro.)
Canuto.- Sí, sí… Andá, no más, alfalfar… Fiáte vos sos como
estos sabios profundos. (Se para.) La suerte que ella sabe dar su
derecho, ¿eh?... ¡Propasao!, le dijo. ¡No me toque!... ¡Moza arisca!
Con permisito… (Medio mutis por el foro.)
Santos.- (Por lateral izquierda, a Canuto.) Paráte, che; no te
vas. (A Rosaura, que entra tras él con el consabido mate.) ¿Y su
hermano, hija?...
Rosaura.- (Dándole el mate.) Fue al campo a tráir la yunta del
break, pa llevarlo a la estación a Carlos.
Santos.- El break; ¿va a atar el break?... ¡Oh! ¿Aura salimos con
ésas? Si sabe tanto, ¿por qué no muenta a caballo?... (Riendo
forzadamente.) ¡Ja, ja, ja! ¿Has visto, vos?... (A Canuto.) ¿Qué le
parece, m´hija?... (A Rosaura.) ¿Son hombres éstos?... (A los
dos.) ¡No, Cristo! Son troncos muertos en la correntada de la
vida: ¡sin rumbo y sin gobierno! Preguntenlén pánde va; ¿a qué no
sabe tampoco?... Ande lo descargue el tren. ¡A sembrar, dice, a
sembrar!... ¡Ah, pero, no! ¡Dígale a m´hijo que no! (A Rosaura.)
Que le ensille un guen caballo y le dé otro pa carguero, si es
preciso. ¡Que de acá, de mi casa, no sale nadie en coche, como no
sean las mujeres! ¡Vaya! (Le vuelve el mate y la empuja con el
gesto; ella vacila.) ¡Vaya! (Sale despaciosa, la cabeza baja; él la
sigue hasta que desaparece por foro; luego se vuelve a Canuto.)
Atrácate vos… Decíme: ¿estuviste en las carreras, che? (Cordial.)
Canuto.- (Acercándose.) ¿En cuálas?
Santos.- En las del otro domingo, en el boliche “La Estrella”.
Canuto.- ¡Oh, y de no!... perdí, también. Me desnudé jugando…
Santos.- ¡Ajá! Sentáte, pues. (Le arrima un banco.) ¿Y cómo
jué?... Contá, a ver…
Canuto.- (Echando el banco a un lado y largándose al suelo.)
Gueno. Con permisio, entonces… Jué peliaguda, don Santos. El
zaino ganó al fiador, pero dende que se movieron, jué un solo
hachazo. La plata ´staba toda al otro caballo. Yo me desnudé
jugando.
Santos.- (Tomando el banco que le arrimó a Canuto, y
sentándose él.) ¡Ajá!... ¿Partieron mucho, che?...
Canuto.- Toda la tarde. A boca ´e noche recién largaron. El
caballito alazán parecía de mejor pique qu´el zaino. Yo lo miré, lo
remiré, lo volví a mirar. ¡Uff!, pensé; éste va a salir como de contra
un palo cuanto les griten: ¡vamos! Jué tal cual lo había pensao.
Puntió el caballo alazán, le sacó casi un cuerpo en l´atropellada.
Pero, había sido de lay el caballo zaino. Dentró a seguirlo,
prendido al anca, lonja y lonja. El negro Panta, que montaba el
alazán, sacudía la cabeza como diciendo: ¡no y no! Y el rubio
Higinio, pegao a la cruz del zaino, se estiraba como gritando: ¡sí,
hijito, sí!... ¡Carrera linda! (Pausa.)
Santos.- ¡Seguí, pues! ¿Y de áhi?...
Canuto.- ¡Y de áhi!... Es que de áhi p´adelante es triste el cuento,
don Santos. ¡Qué injusticia!... Como a las tres cuadras le dentró
al cuadril el zaino; comenzó a chuparlo como lampalagua al
alazancito. A las cuatro, ya lo había tapao… ¡Ay, mama!, grité yo.
Y sentí frío, como si me desnudaran. Pero, seguí mirando. Puede
que sea puesta, dije… ¡Que puesta! El zaino dentró, pasó y ganó al
fiador. Y a mí me hallaron como a la hora entre las pajas.
Santos.- ¿Entre las pajas?
Canuto.- Sí, pues. Yo gané el campo de rabia, disparé
despavorido. Me campiaron pa cobrarme. – Pague, Canuto; no
juya –me decían… Pagué. Pagué, ¡pero tenía unas ganas de
agarrarme a puñaladas!
Santos.- ¿Perdiste mucho?
Canuto.- ¿Mucho?... ¡Perdí hasta l´habla! Me re jundí, ¿no le
digo?... ¡Perdí dos pesos!... ¡Qué injusticia! (Sacude la cabeza y
repite.) ¡Qué injusticia!
Valerio.- (Por el foro.) No, tata; Carlos no quiere caballo. Ya se
lo había ofertado yo.
Santos.- (Parándose airado.) Oh, ¿y qué quiere, entonces?...
¡Plata, tampoco quiere! Le ha regalao a éste todo. (Por Canuto.)
Canuto.- Con permisio… (Puertea y desaparece.)
Valerio.- Sí; dice él que con los trapos y la semilla que l´hemos
dao, ya´stá pago. No quiere más.
Santos.- ¡Nos toma a menos ese hombre! ¿M´entiende?... ¡A
menos!
Valerio.- (Sonriente.) ¿Quién, tata, Carlos?... Pero, usté no lo
conoce, entonces… Si es guenaso el pobre, un alma ´e dios. Él me
ha explicao por qué no aceta el caballo…
Santos.- Le ha explicao… A usté cualquiera le esplica y en
seguida entra po el aro. ¡Parece mentira, amigo!
Valerio.- (Arrimándose.) Pero, tata…
Santos.- Me da pena verlo. (Pasea.) Siéntese áhi. (Valerio
ejecuta.) Tenemos que conversar. (Se le cuadra enfrente.)
Dígame: ¿somos o no somos gauchos nosotros?... ¡Conteste!
Valerio.- Y bueno: somos.
Santos.- ¿No es vida lial y santa la que vivimos? ¿Criando
animales, ayudando al pobrerío, divirtiéndonos también, cuando el
caso llega, como dios manda?
Valerio.- ¡Si yo no lo contradigo, tata!
Santos.- No, de palabra, no. Pero en los hechos, voy viendo que
pa usté pintan mejor otras cosas. ¡Sí! Se da a los gringos usté.
Usté lo trajo a ése. Y áhi ´stá aura lo que sucede: impone su
voluntá; pior tuavía: nos hace una zancadilla a todos. ¡A todos!...
¿Me oye?
Valerio.- ¡Pch! No veo en qué, no comprendo. Él vino aquí a
trabajar, y resultó que después se hizo mi amigo. Cierto es: yo lo
quiero. Francamente, aura me daría vergüenza irle con plata. ¡Qué
le viá pagar!... Más vale me iría con él, ¿ve?...
Santos.- (Saltando.) ¡Ajá! ¡Áhi ´stá la cosa! Lo ha embolismao
con sus charlas. Y a otra persona también. Y pa remate, pretende
marcharse en coche, como un ray. ¡Ésa es la gueva!
Valerio.- (Tolerante, persuasivo.) No, tata; no. No se altere;
escúcheme. Bien visto, como él se esplica, tiene razón. Un caballo,
dice, es como un hermano menor pal hombre: hay que cuidarlo,
atenderlo. Y su vida no le da, no le alcanza pa eso. Prefiere andar
solo, a pie o en tren…
Santos.- Sí, sí; ya sé… (Pasea.) Ya sé… (Se detiene frente a él
y lo mira compasivo.) ¡Pobre m´hijo! ´Stá ciego y sordo: ni oye a
su sangre ni ve a su padre… Vaya, no más. (Le señala el foro.)
Vaya también usté.
Valerio.- (Se para y murmurea mansamente.) No es pa tanto,
tata…
Santos.- (Firme, cerrado.) ¡Vaya, también! (Valerio sale; él se
sienta.)
Rosaura.- (Por lat. izq., trae un manojo de flores en la mano; al
ver al padre, se sosrprende y lo esconde bajo su delantalcito;
pregunta.) ¡Ah!... ¿Valerio no´staba acá?...
Santos.- (Sigue en sus cavilaciones.) ¡Ciego y sordo, pobre
m´hijo!... Y vea qué hombre lo envuelve… ¡Hasta parece mentira!
(Se alza y se mueve hacia Rosaura.) Yo miro lejos, m´hija: por
entre los celajes de la mañana y contra los resplandores del
atardecer, campiando al gaucho que se la merezca a usté… Y no lo
hallo, ¡Cristo! ¡No lo veo!... (Le acaricia, le mima el rostro.) Y ya
va siendo grande y guena moza, m´hijita.
Rosaura.- (Encogida.) Tata…
Santos.- (La deja y se retoma sarcástico.) Un sembrador…
Enantes, a los tipos d´esta laya, los teníamos pa la risa, pal
jaraneo, los gauchos… Aura, ya ve: nos desprecian la plata, nos
embolisman los hijos, y encima, tuavía tenemos que mandarlos al
pueblo en coche… ¡ Qué le parece?... (Pausa; pausa.) Pesitos
sucios… ¡Seguro! Pa qué precisan los pesos si saquean el corazón
de sus dueños. Tampoco precisarán el cariño e las mujeres: les
bastará con robarles la inocencia. (La mira profundamente; ella
baja la cabeza.) ¡Ah, pero ya t´he filiao! ¡ Hum!... Sembrador…
(Haciendo mutis lat. izq.) ¡Ya t´he filiao!.....

(Rosaura, sola, se agobia ante la sospecha del padre; reacciona


luego, va a la valija de Carlos, saca sus flores, las besa y las
coloca sobre las ropas. Llora ahí; después sale despaciosa por lat.
Der. Por foro va a cruzar Santos; la ve irse estremecida de llanto.
Se detiene y penetra.)
Santos.- ´Stá gueno… (Ve las flores que desbordan la valija.)
¡Ajá! (Las toma y sacude la cabeza con deseos de escupirlas.) ¡´Stá
lindo!
Carlos.- (Por lat. izq., como si entrara por su equipaje.) Se me
va acercando la hora… Voy a empezar a cargar mis cosas.
Santos.- Sí, ¿no?... Llévese todo… Esto, también (le presenta el
ramo); es suyo.
Carlos.- (Maravillado.) ¿Flores, don Santos? ¡Caramba!
¿Usted?...
Santos.- ¡No! ¡Yo no! ¡M´hija!
Carlos.- (Estira la mano para tomarlas.) ¡Ah, Rosaura!
Pobrecita…
Santos.- (Las deja caer al suelo.) Pobrecita, ¿eh?... Lástima le
tiene usté.
Carlos.- Oh, pero… ¿qué hay?... ¿Qué sucede?...
Santos.- No sé. Usté sabrá. ¡Y aura me lo va a decir!
Carlos.- ¡Hombre! Decirle, ¿qué?... ¡Ah!, ¿que nos queremos? Y
bueno, sí: nos queremos. Yo no he hecho misterio de eso. Sólo
que, como a usted no le ha interesado nunca nada de mí… (Se baja
a tomar el ramo.)
Santos.- (Le da con el pie y lo tira lejos.) ¡Nada! ¡De usté nada!
¡Pero esto es d´ella!
Carlos.- (Se alza y lo mira desconsolado.) Tampoco esto le
interesa; ¿no ve?... Esto es su dolor; la despedida de su hija,
mojada en lágrimas; y usted lo tira al suelo y se lo patea. No le
interesa nada. ¿Qué he de decirle, entonces?... (Va por las flores.)
Santos.- (Gana la puerta del foro, la cierra y se le cuadra,
agresivo.) ¡Todo! ¡Todo lo que haiga entre ella y usté, me lo va a
decir aura! ¡Pronto!
Carlos.- (Caminando hacia él con el ramo en la mano.) ¿Por el
miedo, por la fuerza?... ¡Oh, señor! ¡Qué gaucho y qué viejo es
esto!... Se cierran todos los rumbos por donde pudiera entrarles un
hilo de claridad a la conciencia, y luego atropellan, ciegos, la
oscuridad a puñaladas… Y bien: (Poniéndole el pecho.) ¿Qué
quiere, pues?... ¿Herir, matar?...
Valerio.- (Desde el foro, tras de la puerta cerra.) ¡Eh! ¡Hermano!
¡Te has encerrao, caray! (Empuja, entra y ve la actitud del padre.)
¡Oh, tata!
Santos.- (Se vuelve y sale escupiendo.) ¡Charlatán, maula!...
Carlos.- (Se sienta en la bolsa de semillas, abatido.) ¡Qué cosa!
Rosaura.- (Por lat. derecho, alarmado.) ¿Qué hay?... (A
Valerio.)
Valerio.- No sé. (A Carlos.) ¿Qué hubo?...
Carlos.- Esto… (Les muestra el ramo.) Es decir: esto es no más
que un pretexto. La realidad es otra (remarcado): ¡El viejo odio del
pastor contra el labriego, del que pisotea el suelo contra el que lo
ara!... Pero, no tiene importancia. (Se alza y sonríe a Rosaura.)
Gracias, muchacha (por las flores); gracias.
(Rosaura busca un banco y se sienta.)
Valerio.- No, paráte. Es que yo lo conozco a tata. (Jovial.) De la
primera embestida, parece que va a tragarse el cielo y el campo.
Pero, después, una vez que echa el veneno, es una malva, el
pobre… Mirá, escucháme: pa mi ver, aura te debías quedar.
Quedáte.
Carlos.- (Con asombro.) ¿Yo?... ¡No! No puedo quedarme.
Valerio.- Vos sabés que a mí me gustaría que te quedaras. Y
aura te viá decir más: a otra persona también. (Guiñando el ojo
hacia Rosaura.) Me he encargao que te lo diga…
Carlos.- (Se violenta, camina.) ¡No, no! No puedo quedarme…
¿Qué haría aquí?... ¿El chacarero, el burgués?... ¡Oh, estás loco,
loco!... Yo amo la tierra, sí; pero de esto hasta afincarme en ella
hay una gran distancia… ¡Una gran distancia!... En fin, dejemos
esto también. (Se mueve, resuelto, hacia su equipaje.) Tendría
mucho que hablar… Vamos.
Valerio.- (Siguiéndole.) ¡Y hablá, qué diablos! A mí me gusta
escucharte…
Rosaura.- (Ante la inminencia de la partida, se alza y le grita.)
¡Carlos!
(Se inmovilizan los tres; hay una expectativa que corta.)
Canuto.- (desde la puerta, foro.) Con permisio… Decime, che:
¿Atás o no atás el coche?... (A Valerio.)
Valerio.- Sí, lo viá atar… ¿Querés ir atando vos?...
Canuto.- Y gueno… Pero, como don Santos dijo…
Valerio.- ¡Ah, no! No tengas cuidao. Atá, no más.
Canuto.- No: por mí no tengo cuidao. ¡Pch!... Dende que perdí en
el juego, m´entregao al que m´importa. Venga el hacha pu ande
venga. (Gira y se va.)
Carlos.- (Que al grito de ella se ha detenido, suspenso.) Y, sí;
tienen razón. Debo hablar.
Valerio.- (Vuelto a él.) ¿Decías, hermano?...
Carlos.- Que ustedes no son don Santos, alma vieja que ni
comprende ni quiere. Ustedes son fuerzas nuevas, crestas blancas
sobre el oleaje oscuro. Tú eres mi amigo, Rosaura es mi amada.
Tienen derecho a saber por qué no puedo quedarme. Óiganme,
vengan. (Ellos se acercan: él los toma bajo sus brazos abiertos.)
Yo soy uno de los tantos sembradores que recorren el mundo.
Como yo, hay muchos. A través de las ciudades, los mares y los
desiertos, cruzan mis compañeros tras sus arados. Y la aurora los
saluda, el mediodía los bendice y la noche se los traga como un
túnel. Pero ellos siguen. Y aquí labran una chacra, allá sacan un
periódico, y más lejos, sobre un barco, flamean verso. Obreros,
apóstoles y poetas que se hacen duros, curtidos, aguantadores de
todas las inclemencias y todas las intemperies. ¿Para qué?... ¿Para
acumular fortuna, señorear gloria o poder?... ¡No, no! Para
sembrar tan sólo; sembrar aquello que más precisan los hombres:
¡fe en la vida, esperanza en la justicia, amor!
Valerio.- ¡Éste es mi hermano!
(Rosaura se sienta y llora.)
Carlos.- Aunque no nos hayamos visto nunca el que ara con el
que escribe, el que se empina hacia el cielo casando estrellas, con el
que camina a gatas por el sendero que él mismo se abrió en la
mina, sin embargo, sentimos que somos todos hermanos, soldados
de un solo ejército. La obra es común, el fin idéntico, la sangre que
nos circula hierve de la misma fecunda fiebre: ¡sembrar, sembrar!
¿Qué?... (Se vuelve a los dos como si le hubieran interrogado.)
Ustedes preguntan: ¿qué?... ¡Esto! ¡Lo que yo he sembrado aquí:
impulsos, visiones, cantos! (Baja la voz y sigue ansioso.) Sólo
que, a veces, es tan feraz, tan buena la tierra que trabajamos, que
aún no hemos salido de entre sus surcos cuando ya el grano
revienta, y se torna planta, sombra, flor… Es un amigo que se nos
pone al lado, una mujer que nos enlaza el cuello, un río de claras y
frescas aguas que brota y canta a los pies del sembrador sudoroso
y polvoriento… (Cierra los ojos, suspira.) ¡Qué cosa!... Y hay que
dejarlo también. ¡Dejarlo todo! Se alza una voz con la aurora, baja
con el mediodía, penetra hasta en nuestro sueño, como una luz en
un túnel, y dice siempre, repite siempre: ¡adelante, adelante,
adelante!
Canuto.- (Por el foro; se le oye el canto antes de vérsele):
“El silguero y la calandria,
eran dos que se querrían
y, por temor a un desprecio,
ninguno se descubría;
hasta que, al fin, ya cansado,
le dijo el silguero un día…”

(Aparece en la puerta.) Con permisio. Che, Valerio… (Sigue en


el mismo tono de la canción.) Ya tenés el coche listo…
Carlos.- ¡Ah!, ¿sí?... Vamos, entonces; cuanto antes, mejor. ¿Me
ayudan?... (Por su equipaje.)
Valerio.- (Toma la maleta y sale.) ¡ M´iría con vos, caray!
Canuto.- (Hombrea la bolsa de la semilla y jipa.) ¡Pesao el
alfalfarcito! (Sigue a Valerio.)
(Carlos agarra el arado con la intención de arrastrarlo fuera.
Rosaura.- (Se le interpone resuelta.) ¡Carlos! ¡No quiero!
¡Quedáte! (Llora.)
Carlos.- ¡Oh, pobrecita!... ¿Por qué?... No llores. Comprende.
Debo irme. Pero, te escribiré, ¡ah, sí! ¡No te podré olvidar nunca!
Rosaura.- ¡No te vas, Carlos!... ¡Mira que yo!...
Carlos.- ¿Qué?
Rosaura.- (Se le guarece en el pecho, avergonzada.) ¡Voy a ser
madre!
Carlos.- ¡Madre! (La retira de sí y la contempla.) ¡Oh, santa,
santa! (Se le arrodilla el alma, se le caen los brazos, echa la barba
al cuello como si rezara.) Has dicho: madre, y he visto ahí, en ti, a
la mía, a la madre mía. (Le alza la cara y la besa, devoto.) ¡Chist!
No se agite, no llore… (La atrae y la sienta en sus rodillas.)
Quietita aquí, calladita; cuna, nidito de vida… (La acaricia, la
mima.)
Rosaura.- ¡Aura quedáte!
Carlos.- ¡Debiera quedarme, sí! Aquí, entre mis brazos, lo tengo
todo ya: el hijo, la amada, la paz… ¡Ah, qué lindo, qué bueno! (La
besa en la boca, como si la sellara.) ¡Yo volveré! ¡Te juro que
volveré!
Rosaura.- (En un grito, saltando de sus rodillas.) ¿Cómo?... ¿Te
vas?...
Carlos.- ¡Y sí!
Rosaura.- (A todo llanto.) ¿Y m´hijo?... ¿Y yo?...
Carlos.- (De pie, hacia ella.) El hijo será tu gloria. ¡Tú vas a
crecer en él, como el terrón en la planta que brota!...
Rosaura.- (Desesperada.) ¡No quiero, Carlos! ¡Quedáte!
Carlos.- (Doliente, pero sereno.) No puedo quedarme. Como tú
un germen de amor, llevo yo, dentro de mí, una idea de libertad. Tú
no podrías negarte a ser madre de él. Y yo no puedo negarme a ser
sembrador de ella. ¿Comprendes?... ¡Sería como echar al fuego una
bolsa de semillas!
Rosaura.- ¡Carlos!
Carlos.- (Ciñéndola, protegiéndola en su pecho.) Mujercita,
mujercita: ¿qué cosa tan grande has hecho que ahora te anonada su
dulce peso?... ¡Chist! (Le toma la barbilla y la besa.) No te agites,
no llores. No voy a dejarte así. Antes hablaré a tu padre, voy a
decírselo todo…
Rosaura.- (Asustada, desasiéndose de él.) ¡Ay, no, Carlos! ¡Eso
no! ¡Tata te mataría!
Carlos.- (Suspenso.) ¿Me mataría?... ¿Por qué?... Y sí; tal
vez… (Pasea.) No sé… Pero (se detiene, la mira, se le acerca); y,
si me voy, si huyo yo, ¿es a ti, entonces, a quien va a matar, a
pisotear, tu padre?
Rosaura.- (Guareciéndose en él.) ¡Dios mío, Carlos! ¡Yo tengo
miedo!
Carlos.- (Sonriente.) Miedo, miedo… Yo también tengo miedo.
La primera impresión que me produjo tu grito, ha sido eso: ¡miedo!
¡Ah, los hombres, los hombres! Somos niños, no más. Sí, sí.
Realizamos, a veces, viriles actos, pero es inocentemente. Basta
que alguno nos grite: ¡te matarían!, para que nos detengamos
temblando… Me has hecho temblar, Rosaura…
¡Y bueno! (Alza los hombros.) Si la verdad y el amor cuestan tan
caros… ¿qué hemos de hacerle?... (Se dirige a lateral izquierda.)
¡Se pagan! ¡Se muere! (Llama a voces.) ¡Don Santos!...
Rosaura.- (Le cierra el paso, desesperada.) ¡No, Carlos! ¡Por
favor, no! ¡No quiero! ¡Calláte!
Santos.- (Por foro, como evocado.) ¿Qué hay?... (Ante la
turbación de ellos, a grito herido.) ¿Qué hay, digo?...
Rosaura.- Nada, tatita, nada… Carlos se va… Ya se va…
(Camina hacia lateral izquierda.).
Carlos.- Sí, pero antes tengo que hablarle, don Santos… Hace
un momento, me preguntaba usted qué había entre Rosaura y yo.
Y no se lo dije entonces, porque no sabía lo que ahora sé…
Santos.- (Centellea una mirada de odio sobre los dos y avamza.)
¿Qué?
Rosaura.- (Aterrorizada.) ¡Carlos!
Carlos.- (Impasible.) No se violente, don Santos. Yo soy un
hombre leal. Y con un poco de calma, nos entenderemos. Óigame,
pues…
Santos.- (Fuera de sí, le manotea la ropa y le mete el suello en la
cara.) ¡Basta de charlas! ¡Diga lo que haiga! ¿Qué hay?
Carlos.- (Rechazándolo, altivo.) ¡Eh! ¡Bueno!... ¡No me toque!
¡Hay que Rosaura va a ser madre!
Santos.- (Recula, hace pie y se abalanza con el cuchillo desnudo.)
¡Ah, m´hija! ¡Perro! ¡Perro!
Rosaura.- (Corre hacia él clamando.) ¡Perdón, tatita, perdón!
Santos.- (La arroja de sí y alcanza a Carlos, que permanece
inerme.) ¡Tomá! ¡Tomá! (Hiere, pega, hasta que por foro se
precipita Valerio y le inmoviliza.)
Valerio.- ¡No, tata, no! (Ve a Carlos que tambalea
ensangrentado.) ¡Ah, te ha lastimao, hermano! (Salta para
sostenerle, mientras increpa al padre.) ¡Mal hecho, tata! ¡Mal
hecho!
Rosaura.- (En tierra, clama siempre.) ¡Perdón, perdón!
(Santos permanece con el cuchillo bajo, mudo e inmóvil.)
Carlos.- (Tomando de la mancera.) ¡Chist!... No alarmen… Ya
está… Ya está… ¡Pero mi arado queda! (Irguiéndose poco a
poco.) Sobre su tierra, don Santos; en tus instintos, Valerio;
dentro de tu entraña, Rosaura: ¡mi arado queda!... (Lo alza, lo
mueve, lo empuja.) Mírenlo aquí: ¡parece un barco! (Resbalando al
suelo.) ¡Parece un barco que avanza!... (Cae muerto.)

Rodolfo González Pacheco


Federación Obrera Regional Argentina
Asociación Internacional de los Trabajadores

Contacto:
srov.bb@gmail.com
sociedadderesistenciabahiablanca.blogspot.com.ar

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