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Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea (A-1369)

Formación del corrector y redactor literario especializado en textos acadé-


micos, periodísticos o literarios

ESCRITOS SILENTES

El silencio como tema y procedimiento en la narrativa de


Antonio Di Benedetto

Tutor: Martín García Sastre


Autor: Ivana Lanci
Fecha de entrega: 22 de febrero de 2010
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 3

CAPÍTULO 1 5

SILENCIO 5

METAFÍSICA 12

CAPÍTULO 2 19

RETICENCIAS 19

CAPÍTULO 3 30

PISTAS AL LECTOR 30

METÁFORAS 41

CONCLUSIÓN 47

ANEXO I 49

ANEXO II 51

ANEXO III 52

ANEXO IV 54

BIBLIOGRAFÍA 58

2
INTRODUCCIÓN

Uno de los conflictos que ha surgido en distintas disciplinas del arte ha sido el límite del
lenguaje para expresar aquello que se padece y que no puede ser representado por medio de
las formas de expresión hasta el momento exploradas. Por este motivo, muchos artistas se
han dedicado a la búsqueda de expresión del silencio.
Desde el arte contemporáneo se han interesado en este tema algunos artistas, como John
Cage y Robert Ryman. En filosofía han surgido las concepciones del silencio de Theodor
Wiesengrund Adorno acerca de la imposibilidad de escribir poesía después de Aushwitz.
Por otro lado, Ludwig Wittgenstein ha concluido su Tractatus Lógico-Philosophicus con la
frase: “De lo que no podemos hablar, debemos guardar silencio” (2001: 147).
En teoría literaria, entre otros, Roland Barthes ha realizado un estudio, en El grado cero
de la escritura (1973), sobre la proximidad entre el asedio de la forma y el mutismo com-
pleto. Susan Sontang ha concluido que, a medida que disminuye el prestigio del lenguaje
público, aumenta el del silencio. Umberto Eco en Lector in fabula (1979) ha tratado los
límites de la interpretación de lo inefable.
En literatura, diversos autores han volcado en versión narrativa estas teorías. Precisa-
mente, el presente trabajo propone realizar un análisis sobre el silencio como tema y proce-
dimiento en la narrativa del autor argentino Antonio Di Benedetto y en especial en sus no-
velas Zama (1956), El silenciero (1964) y Los suicidas (1969).
El capítulo titulado “Silencio” realizará un análisis sobre el modo en que la expresión
artística ha explorado diversas formas de dar cuenta de las limitaciones del lenguaje. Una
de estas maneras ha sido la novela metafísica; por este motivo se verá de qué modo las tres
obras de Di Benedetto establecen su unidad temática relacionada con el existencialismo.
En “Reticencias” se señalarán los cambios históricos que llevaron a distintos escritores a
una “escritura neutra” en un intento por liberar al lenguaje literario de toda sujeción a un
orden prefigurado. Se tomará como material de análisis tanto la prosa lacónica como el
despojamiento en la construcción narrativa de Antonio Di Benedetto. Se realizará una sis-
tematización de los distintos tipos de despojamiento textual en sus obras.
Por último, en el capítulo “Pistas al lector” se verá con qué propósito Di Benedetto em-
plea el estilo lacónico y cómo da pistas al lector para conducirlo a una determinada inter-

3
pretación. Finalmente, se considerará la innovación semántica que comparten la metáfora y
el relato en el plano del sentido, con el análisis de algunas de las metáforas que contribuyen
a la idea del silencio y que aportan una nueva pertinencia a la significación de la trama.
A partir del análisis de estos tres capítulos se propone como hipótesis que la significa-
ción de la metáfora del silencio se construye tanto con el estilo lacónico como con el despo-
jamiento en la construcción narrativa de las tres obras. Esta metáfora referida al silencio
constituye una reflexión sobre la problemática del sujeto frente a la escritura, problemática
que remite a ciertas temáticas literarias y filosóficas de pensamiento existencialista, surgido
a mitad del siglo XX.
En conclusión, a partir de la sistematización del estilo lacónico de Di Benedetto se cons-
truirá la significación de la metáfora del silencio de sus novelas Zama (1956), El silenciero
(1964) y Los suicidas (1969).

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CAPÍTULO 1
SILENCIO

“Enamorado del silencio, el poeta


no tiene más remedio que hablar”.
Octavio Paz, El arco y la lira

A través del tiempo distintas disciplinas artísticas se han ocupado del análisis del límite del
lenguaje para expresar aquello que se padece y que las formas de expresión hasta el mo-
mento exploradas no pueden representar. Debido a esto muchos artistas han renunciado a su
vocación. Ludwig Wittgenstein, extenuado por la búsqueda sin descanso de la designación
justa, después de desempeñarse durante un tiempo como maestro de escuela en una aldea,
optó por un trabajo humilde como enfermero de hospital. Jean Arthur Rimbaud, tras la con-
vicción de que el poeta debe convertirse en vidente a través de un prolongado y razonado
desequilibrio de todos los sentidos, vivenció distintas formas de amor, de sufrimiento y de
locura. Sin embargo, en el transcurso de ese largo y espantoso camino renunció a la poesía,
luego de publicar en 1974 Illuminations.
Si bien los artistas contemporáneos se han dedicado exhaustivamente a esta búsque-
da de expresar lo inefable con incitaciones al silencio, no todos, por ello, han renunciado a
su vocación. Por ejemplo, para John Cage “el silencio no existe”, ya que siempre ocurre
algo que produce un sonido, y lo demostró sin renunciar a su vocación. Su composición 4’
33’’ (1952) pudo expresar cómo el silencio forma parte de un continuo sonoro. Esos silen-
cios orquestados por Cage pueden ser interpretados como la representación de la nada, de
una especie de caos, de mundo no organizado, o más bien previo a la organización, y ese
silencio es el que permite llegar a lo esencial del sonido (Valverde, 2006).
Similar a la estética de la obra de Cage, en lo que se refiere a las artes plásticas, en-
contramos numerosas exhortaciones al silencio, por ejemplo, la obra Untitled del norteame-
ricano Robert Ryman. En el comentario que se reproduce en el catálogo se transcribe lo
siguiente: “Puede ser aburrido y vacío. Puede colmar con sensaciones e ideas. Puede ser
usted”.1 Este lienzo en blanco no correspondería al horror de la página en blanco de Stép-

1
“It can be dull and blank. It can brim with sensations and ideas. It is you”, Thomas B. Hess, (1977) Radical
emptiness [en línea], New York, [citado 5 septiembre del 2009].
Disponible en: http//www.books.google.com.ar.

5
hane Mallarmé, sino a una propuesta al espectador de una experiencia interpretativa sus-
pendida en el silencio.
Por otro lado, la literatura también proporciona innumerables referencias de silen-
cio. El siglo XX se inicia con una desesperada alerta frente al vacío: la Carta de Lord Chan-
dos, de Hugo von Hofmannsthal, publicada en 1902. La carta en sí es, formalmente, un
intento de justificar ante su interlocutor un silencio de dos años, según dice en sus primeras
líneas; la motivación de ese silencio no es otra que el hecho de que las palabras han dejado
de ajustarse a las cosas: “Nada se deja ya delimitar por un concepto” (Hofmannsthal, 2007:
32). A partir de ahí, todo discurso, incluso trivial, está condenado al fracaso:

Se me fue haciendo progresivamente imposible hablar sobre un tema elevado


o abstracto […]. Incluso en las charlas familiares y domésticas, todos los juicios
que suelen expresar despreocupadamente con la seguridad de un sonámbulo se
volvieron para mí tan inciertos que tuve que dejar de participar en ese tipo de
conversaciones (Hofmannsthal, 2007: 33-34).

El lenguaje ―siente Lord Chandos― es incapaz de plasmar la profundidad de lo re-


2
al que, desbordándose continuamente sobre la limitación de los conceptos, los traiciona de
manera fatal, pues el lenguaje no sólo es insuficiente, sino que incluso falsifica radicalmen-
te aquello que se supone estaba destinado a expresar. Cuando se cree haber alcanzado la
realidad, tenerla sometida a la razón por medio del discurso, se constata que la realidad ha
escapado entre las palabras. Es que lo que verdaderamente importa acaso no puede ser
nombrado, y tratar de fijarlo en signos, en conceptos, podría ser en vano.
Una generación después, en la segunda posguerra, Heinrich Böll también reflexionó
sobre los momentos vacíos de inspiración que sufren los artistas. En Los silencios del Dr.
Murke, propone un personaje que colecciona silencios extraídos de recortes de grabaciones
radiales. Murke, un joven psicólogo, trabaja en la sección cultural de una radio. Su pasión,
sin embargo, es el silencio. Por eso guarda en una cajita fragmentos silenciosos de una cinta
que muchas veces deben recortarse para ganar tiempo en las emisiones. Luego une los
fragmentos y obtiene varios segundos de silencio grabado. De esta manera, queda demos-

2
Jacques Lacan explicó el concepto de lo real con la forma del nudo borromeo, una cadena en la que se nece-
sitan tres elementos enlazados de tal forma que, al cortarse uno cualquiera de los tres, se separan los otros dos.
Lo real es aquello que no puede ser capturado por la imagen del significado, está en suspenso, pero medida
por lo imaginario y lo simbólico. Lo imaginario es el pensamiento con imágenes, la identificación del yo en
oposición al otro. Lo simbólico se construye con la adquisición del lenguaje que a su vez constituye las redes
simbólicas que conforman nuestra realidad social.

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trado que también el arte forma parte de aquello que se parodia: el mayor desafío al que se
enfrenta el joven Murke es el trabajo de recortar la palabra Dios de las conferencias del
“gran Bur-Malottke” acerca de “La esencia del arte” y reemplazarlas por “El ser supremo
que veneramos” debido a ciertos escrúpulos religiosos que se presentan al conferenciante a
último momento. Según explica el gerente de la emisora que encarga a Murke el trabajo, el
método no deja de tener eficacia:

Cuando yo tenía su edad, tuve que seleccionar tres minutos de un discurso de


Hitler que duraba cuatro horas. Tuve que escuchar el discurso tres veces para
sentirme capaz de juzgar qué tres minutos había que entresacar. Cuando empecé
a oír la cinta por primera vez, yo era nazi. Pero cuando terminé de oír el discurso
por tercera vez, ya no era nazi; fue una cura dura y terrible, pero muy eficaz.
(Böll, 1990: 43).

Pero ¿cómo adquieren significado los silencios coleccionados por el Dr. Murke? Si
bien se plantea la idea de silencio de Theodor Wiesengrund Adorno, como una forma de
resistencia tras el genocidio; si las palabras no alcanzan a describir el horror, los silencios
menos, entonces, ¿cómo superar este conflicto? El silencio de Jean-Paul Sartre, el callar
como signo de resistencia, sólo adquiriría un valor significativo cuando los hechos estuvie-
ran previstos, cuando tuvieran una referencia histórica. Así es como gran parte de las distin-
tas expresiones de silencio en Europa remiten a las dos guerras mundiales, pero ¿por qué se
pueden enmarcar dentro de ciertas coordenadas de época?
A través de ciertas recurrencias temáticas literarias y filosóficas a mitad del siglo XX
surgió la corriente de pensamiento existencialista. El absurdo que revela la total inadecua-
ción entre el sujeto y el mundo, la nada, y la ruptura total de convenciones surgieron en un
mismo contexto de guerra y derrumbe (Néspolo, 2004). Esta corriente se difundió tanto
dentro de Europa como fuera de ella. La breve nota preliminar que antecede a El silenciero
de Antonio Di Benedetto lo dice explícitamente: “De haber ocurrido, esta historia supuesta
pudo darse en alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía (el año 50 y
su después resultan admisibles” (Di Benedetto, 1999 a: 12). En el caso de la Argentina la
segunda catástrofe en particular y, en parte, el genocidio ocurrido mucho tiempo después es
lo que da lugar a la literatura silenciosa en este país (Kozac, 2006).
Por ejemplo, la novela Respiración artificial de Ricardo Piglia, en plena dictadura
militar, aludió de manera crítica a los efectos del terrorismo de Estado en momentos en que

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las desapariciones planteaban en Argentina la pregunta de cómo se puede hablar sobre el
horror. Piglia interpretó que el papel de los intelectuales debía ser el de descifrar los mensa-
jes de un discurso del terror que decía sin palabras, ya que el trauma colectivo obligaba a
nuevas maneras de expresar lo real desde la literatura. El puente formal que la novela tiende
hacia Ludwig Wittgenstein es Tardewski, un intelectual polaco que llega a la Argentina
huyendo del nazismo y se establece en la provincia de Entre Ríos después de haber estudia-
do con el filósofo en Cambridge. Tardewski dice estar “marcado por Wittgenstein” (Piglia,
2001: 165) y por su Tractatus Logico-Philosophicus: “Sobre aquello de lo que no se puede
hablar, hay que callar” (Piglia, 2001: 167).
Significativamente, la segunda parte de Respiración artificial gira alrededor de un
supuesto encuentro en 1909 entre Franz Kafka y un joven pintor fracasado de nombre
Adolf Hitler. En ese improbable encuentro narrado por Tardewski, el pintor le habría co-
municado a Kafka su visión alucinante de un mundo futuro de disciplina y autoritarismo,
que no sería otro que el horror del nazismo veinte años más tarde, y gracias a esa visión
Kafka habría logrado visualizar el porvenir en sus alegorías. He aquí la contribución más
original de Respiración artificial a una propuesta de representación de lo innombrable:
Tardewski, el discípulo de Wittgenstein, arriesga una insólita teoría ante Renzi: Kafka y
Hitler se encontraron en Viena y hablaron del mundo por venir. Kafka advirtió la tragedia
que las palabras del entonces joven pintor profetizaban. Al vislumbrar el futuro espanto del
nazismo, Kafka no hace lo que otros escritores en su lugar, es decir, no intenta describirlo
con los recursos habituales del lenguaje, sino que comprende que no se puede representar el
horror y opta por mostrarlo por medio de alegorías.
La novela expone la idea del silencio de T. W. Adorno, acerca de la imposibilidad
de escribir poesía después de Aushwitz, tras la situación en la que el genocidio nazi dejó a
toda expresión y vivencia cultural. La idea de una cultura resucitada de Aushwitz a Adorno
le resultaba una farsa, por lo tanto, insiste en el nacimiento de un arte obligado a hacerse
cargo del horror. Piglia, en Respiración artificial, también hace referencia a Wittgenstein
en las frases finales de su Tractatus Logico-Philosophicus:

Para una respuesta que no puede expresarse, tampoco la pregunta puede ex-
presarse. El enigma no existe…
Sentimos que aunque se respondiera a todas las preguntas científicas posi-
bles, los problemas de la vida seguirían sin tocarse en absoluto. Desde luego, no

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queda ninguna pregunta, y esta es tan sólo la respuesta.
La solución del problema de la vida se vislumbra cuando ese problema se
desvanece. ¿Acaso no es ésta la razón por la que los hombres a quienes, al cabo
de largas dudas, el sentido de la vida se les vuelve claro, no pueden decir en qué
consiste ese sentido?
Existe sin duda lo inexpresable. Esto se muestra a sí mismo; es lo místico…
De lo que no podemos hablar, debemos guardar silencio. (2001: 146-147).

Se interpreta que la solución no consiste en encontrar una respuesta al enigma de la


existencia, sino en comprender que no hay tal enigma. Así plantea un enfoque existencialis-
ta del lenguaje:

La lógica llena el mundo: los límites del mundo son también sus límites.
Por lo tanto, no podemos decir en lógica: esto y esto hay en el mundo, aque-
llo no hay.
Pues aparentemente presupondría que excluimos ciertas posibilidades, y ello
no puede ocurrir, dado que, de otra manera, la lógica debe salir fuera de los lími-
tes del mundo: es decir, si pudiéramos considerar esos límites desde otro lado.
Lo que no podemos pensar, no lo podemos pensar: por lo tanto, no podemos
decir lo que no podemos pensar. (2001: 116).

Wittgenstein muestra que sólo lograríamos saber algo sobre el mundo en su totali-
dad si pudiéramos salir fuera de él. Sin embargo, de ser ello posible, ese mundo ya no sería
“todo” el mundo (estaríamos fuera de él), y nuestra lógica nada conoce fuera de él.
Sin embargo, algunos lingüistas afirman que todo lo que se quiere decir se puede
decir. Esta afirmación se basa en “el principio de la expresabilidad” formulado por John
Searle: “Todo lo que se puede querer significar puede ser dicho” (Muñiz Rodríguez, 1989:
156). ¿Se contradice con las frases finales del Tractatus? No, si bien cualquier intención
puede hacerse explícita dentro de los marcos de una lengua dada, a pesar de eso, nada ex-
plícito llega a agotar lo que se quiere decir, por el contrario ella misma formula una nueva
intención. Una nueva expresión desencadena un nuevo ocultamiento, un nuevo silencio.
Quizá el cuento “La muerte y la brújula” de Jorge Luis Borges atienda, en versión
narrativa, a las alternativas con que se presenta esta teoría. El enigma se formula en las le-
tras, en la escritura, una escritura cifrada; por eso a cada lector le incumbe descifrar la lec-
tura. En el cuento de Borges, el detective debe solucionar el enigma, pero cae víctima de
una interpretación preestablecida, dogmática, de una lectura literal, una lectura orientada
por repeticiones dispuestas intencionalmente por quien combina la estratagema: las cuatro
letras sagradas, el nombre secreto. Procurando indagar la verdad, se precipita en la trampa

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de un crimen que pudo prever, pero que no supo evitar.
Si bien la atribución de sentido a un texto puede ser silenciosa, la lectura de la obra
también puede estar mediatizada por la crítica, tema que Borges aborda en su ensayo “La
supersticiosa ética del lector”:

Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán


que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que
simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la
disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indis-
cutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando
lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos poten-
ciales.3

Pero ¿qué clase de lector desea representar Borges? El autor hace referencia en va-
rios de sus cuentos a numerosas escenas de lectura. Por ejemplo, “Pierre Menard, autor del
Quijote” comprende una reflexión sobre cómo la inestabilidad del texto, su capacidad de
significar diferentes cosas para diferentes personas en diferentes momentos, es lo que per-
mite el surgimiento de nuevos significados. Está convencido de que es la lectura la que res-
cata la obra de los límites que su formalidad le impone, por lo tanto, es la actitud del lector
la que en definitiva condiciona la naturaleza del texto. Se pregunta qué ocurriría si a una
persona se le dijera que Don Quijote es una novela policial. Entonces, ¿qué lee? “En un
lugar de la Mancha…”, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego
“… de cuyo nombre no quiero acordarme…”, ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Por-
que sin duda Cervantes era el asesino, el culpable (Borges, 1998: 64).
Este concepto es similar al de gran parte del arte contemporáneo que aspira a alcan-
zar esta plenitud ideal a la que el público no pueda añadir nada, semejante a la relación es-
tética con la naturaleza. Ésta no le exige al espectador comprensión ni adjudicaciones de
trascendencia, lo que reclama es su ausencia y le pide que no le agregue nada al paisaje. En
principio, es posible que el público ni siquiera añada su pensamiento. Todos los objetos
correctamente percibidos ya están completos. Así como aquel lector que sólo ve el paisaje
alfabético, el suyo (Sontag, 2005). Entonces, Borges ansía un retiro análogo en la lectura:
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectu-
ra en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capa-

3
Jorge Luis Borges (1932) “La supersticiosa ética del lector” [en línea], Buenos Aires, [consultado el 5 de
septiembre del 2009].
Disponible en: http://www.literatura.us/borges/dellector.html.

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cidad sigilosa a una escritura puramente ideográfica –directa comunicación de
experiencias, no de sonidos– hay una distancia incansable, pero siempre menos
dilatada que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: ignoro si la música sabe desesperar de la
música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profeti-
zar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y
4
enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.

También deriva de una estética similar el concepto de la virtud interpretativa, inter-


pretaciones condicionadas por lecturas diferentes, cuya diferencia se especifica por modali-
dad individual o por estadios biográficos diferentes: “Toda mi vida modifica el libro que
estoy leyendo”, decía Borges en una conferencia sobre la Cábala (Montevideo, 1981).
Hasta aquí se han analizado diferentes conceptos que aluden al silencio, desde los
conflictos por parte del artista para expresar lo inefable hasta la capacidad del receptor por
crear nuevos sentidos. Si bien se ha mencionado la relación estética ideal del lector en su
retiro literario, sin que le otorgue adjudicaciones de trascendencia a la obra, esto no debe
confundirse con pasividad o inercia. Es el silencio inherente, necesario a la condición de
lector, de espectador, de oyente. La suspensión de ese silencio, la interpretación fuera de las
convenciones de recibimiento, transgrede y arriesga la condición receptora (Block de Be-
har, 1984). Ahora bien, ¿quién determina esas convenciones interpretativas? Factores tan
diversos como el avance tecnológico ilimitado y la difusión universal del lenguaje y de la
palabra impresa, así como las imágenes (desde las noticias hasta los objetos artísticos),
elecciones personales, pero realizadas mecánicamente, por un lado, y la degeneración del
lenguaje público en los ámbitos de la política, de la publicidad y de los espectáculos, por
otro, han producido una desvalorización del lenguaje. Entonces a medida que disminuye el
prestigio del lenguaje, aumenta el del silencio (Sontag, 2005).
Así es como en una sociedad dominada por el “parloteo de la cultura” (Kozac, 2006:
32), la expresión artística ha explorado diversas formas de dar cuenta de las limitaciones
del lenguaje, y un modo de hacerlo ha sido la novela metafísica. En Argentina uno de los
autores que representó esta novelística fue Antonio Di Benedetto (1922-1986). Sus obras
Zama (1956), El silenciero (1964) y Los suicidas (1969)5 conforman, según la crítica litera-
ria, una trilogía, por su unidad temática relacionada con el existencialismo.

4
Ibídem.
5
Tomando los títulos definitivos y las fechas de publicación de la primera edición.

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METAFÍSICA

“…callarse no es quedarse mudo, es resistirse a hablar


y, por eso, hablar todavía”.
Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura?

El concepto de “novela metafísica” surgió en el medio intelectual francés de la dé-


cada del cuarenta y estableció una relación entre filosofía y literatura. En 1947, junto al
ensayo “El existencialismo es un humanismo” de Jean Paul Sartre, apareció en la revista
Sur un texto de Simone de Beauvoir llamado “Literatura y metafísica”. Allí se proponía que
el pensamiento existencialista se expresara tanto por medio de ficciones como de tratados
teóricos: “Hablar de lo trascendente, siquiera fuese para decir que es inaccesible, sería ya
pretender llegar a ello, mientras que un relato imaginario permite respetar este silencio, que
es lo único adecuado a nuestra ignorancia” (Néspolo, 2004: 224). Sin embargo, no se bus-
caba que el escritor explorara en un plano literario verdades previamente formuladas por la
filosofía, sino “manifestar un aspecto de la existencia metafísica que no puede expresarse
de otro modo: su carácter subjetivo, singular, dramático, y también su ambigüedad. Ningu-
na descripción intelectual podría darle por sí sola una expresión adecuada” (Néspolo, 2004:
224). De este modo, se reconoció en la literatura la capacidad de reflexionar sobre el absur-
do de la existencia, lo que permitió hacer un uso diferente del lenguaje y expresar esta alie-
nación del sujeto.
Próximo a esta reflexión Albert Camus en El mito de Sísifo (2004) observó que es-
cribir con imágenes más bien que con razonamientos revela cierto pensamiento en común
entre quienes optan por este estilo, un universo aclarado por analogías, convencidos de la
inutilidad de todo principio de explicación de la apariencia sensible. Constituye así un
honor metafísico para la creación novelesca representar la absurdidad del mundo. Las obras
filosóficas y literarias de los autores partidarios conformaron, sin duda, un contexto intelec-
tual y artístico suficientemente contundente para influir de manera singular en la narrativa
de Di Benedetto (Néspolo, 2004).
Como ejemplo, se puede observar la influencia de esta corriente de pensamiento en

12
su trilogía novelística. La espera, la búsqueda metafísica que deviene en comprensión y
aprehensión del absurdo y el suicidio son los tres ejes temáticos sobre los que se construyen
las novelas Zama, El silenciero y Los suicidas, respectivamente, y los tres grandes temas
que definen el ensayo El mito de Sísifo de Camus.
En el caso de Zama relata la historia de un asesor letrado de la gobernación de Para-
guay, quien espera ser trasladado a Buenos Aires. Di Benedetto dedica la novela “a las víc-
timas de la espera”; hay una recurrencia permanente a distintas esperas, irreales éstas, o al
menos fijadas por Zama como metas por alcanzar y como simbolizaciones de su imposibi-
lidad de llevarlas al plano de la realidad. La evasión en lo onírico del personaje ante la es-
pera se remite a la alienación del hombre que vive sólo de la esperanza y se refiere a Sísifo,
el héroe absurdo: “Necesitaba escapar y todo obstáculo era una roca. La embestía y en cada
embestida me partía más una herida en medio de la cara. Seguí embistiendo cada vez más
débil, más débil, más…” (Di Benedetto, 2000: 82).
El mito, según se refiere Camus, muestra a Sísifo condenado por los dioses a llevar
rodando eternamente una piedra hasta la cima de una montaña, desde donde vuelve a caer
por su propio peso. Los dioses habían pensado con algún fundamento que no hay castigo
más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Por su desafío y desprecio hacia los dio-
ses, por su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida, por todo aquello que le valió
su suplicio indecible de estar condenado a no acabar nada, nunca, por todo eso Sísifo, al
igual que Diego de Zama, es el héroe absurdo.
La novela Los suicidas transcurre en las cuatro semanas que separan al protagonista
del aniversario del suicidio de su padre. La novela entrelaza varias historias en torno a una
investigación periodística relacionada al gran tema que estructura el relato: el deseo suicida.
En la búsqueda de sentido, el protagonista apela a la psicología, a la sociología, a la religión
y a la filosofía. Di Benedetto, también en este caso, hace referencia al ensayo de Camus y, a
modo de epígrafe, anticipa el contenido del relato: “Todos los hombres sanos han pensado
en su propio suicidio alguna vez” (Di Benedetto, 1999 b: 9). La organización textual del
material que se va sumando al tema principal plantea la necesidad de superar la perspectiva
meramente sociológica y de considerar la muerte voluntaria desde una perspectiva filosófi-
ca. El escritor encarga al personaje de Bibi, apodada “el fichero”, la tarea de dar el carácter
enciclopedista que adquiere el texto al proveer numerosa información sobre el suicidio. Ella

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cita las siguientes palabras de Camus de El mito de Sísifo: “Así saco del absurdo tres conse-
cuencias, que son mi rebelión, mi libertad y mi pasión. Con el solo juego de la conciencia
transformo en regla de vida lo que era invitación a la muerte, y rechazo el suicidio” (158).
No interesa saber si la humanidad es libre, ya que el sujeto no puede experimentar más que
su propia libertad, y de ello resulta algo por lo que vale la pena vivir. El final de Los suici-
das se enfrenta con este renacer del sujeto: “Debo vestirme porque estoy desnudo. Comple-
tamente desnudo. Así se nace” (196). De este modo, el personaje, al ser consciente de sus
limitaciones, convierte el destino en un asunto enteramente humano.
Este desenlace se contrapone al final de El silenciero, que nos presenta a un sujeto
opaco y confuso. A lo largo del relato, se nos permite abundar acerca de la condición meta-
física del sufrimiento del silenciero, quien sufre de manera creciente los ruidos de la ciudad.
A diferencia del personaje de Los suicidas, el silenciero no llega al renacer del sujeto, se
encuentra sin un fin o sin un sentido último que lo salve: “La noche sigue… y no es hacia la
paz adonde fluye” (Di Benedetto 1999 a: 192). Su gran desafío consiste en vivir en la no-
che de esta verdad con la menor infelicidad posible.
Esta concepción de la vida como un acto de desgarramiento y de angustia revela el
diálogo que mantiene Antonio Di Benedetto con la filosofía existencialista de Sören Kier-
kegaard y de Arthur Schopenhauer. En la novela El silenciero el personaje se identifica con
Schopenhauer, con una existencia sufrida, pesimista. Para Schopenhauer como para el si-
lenciero, la voluntad de vivir es la fuente primera e inagotable de dolor. Voluntad y repre-
sentación son los dos ejes sobre los que el filósofo alemán erige su sistema; para Schopen-
hauer las ideas poseen una existencia más real que todo lo tangible y el mundo no es más
que la representación de un sujeto que lo posee en sí mismo. El filósofo acude a Shakespea-
re para sentar las bases de su pensamiento: “Estamos hechos de la misma tela que los sue-
ños y nuestra corta vida está rodeada de un sueño” (Schopenhauer, 2001: 29). En la segun-
da parte de la novela El silenciero, caracterizada por el continuo deambular del protagonista
y su familia de casa en casa, el narrador encuentra en el pensamiento del filósofo alemán
argumentos suficientes para reforzar los motivos por los que el ruido lo perturba:

Vine a encontrar a Schopenhauer de mi lado:


“Igual que un diamante, una vez cortado en pedazos, no tiene más valor que
tantos más pequeños, o igual que un ejército, si es dispersado, es decir, disuelto
en pequeños grupos, no puede ya cumplir nada, así también un gran espíritu no

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puede realizar más que uno más pequeño, una vez que es interrumpido, molesta-
do, distraído o desorientado; puesto que su superioridad es condicionada por su
capacidad de concentrar todas sus fuerzas en un solo punto y objeto, como un
espejo cóncavo todos sus rayos; y eso se lo impide la interrupción ruidosa.
Por eso los espíritus eminentes ―Kant, Goethe, Lichtenberg, Jean-Paul―
siempre han aborrecido cualquier molestia, interrupción y distracción, en parti-
cular la causada en forma violenta, por el ruido, mientras a los demás eso no los
perturba mayormente”.
La lectura de esta página me produjo un estado de ánimo melancólico, porque
me filió entre los que pueden ser distraídos y perturbados, dio uno de los posi-
bles motivos de la postergación reiterada de mi libro ―que yo siempre atribuyo
a la inestabilidad de mi vivienda―. (118).

Por su parte, Besarión se inclina hacia el existencialismo religioso de Kierkegaard.


Él es quien le señala al silenciero que su problema no es físico sino metafísico con una bre-
ve cita en la que demuestra su afinidad con esta filosofía:
Desde su habitación veo el alambre donde estaba el saco con la solapa arran-
cada. Recuerdo que me dio esta imagen de usted: un hombre desgarrado, aunque
ignoro qué lo desgarra.
Sören le advierte que la existencia desgarrada deja al hombre en la zona de
contacto con lo divino.

El ruido, es decir, el sufrimiento sonoro, es también vehículo hacia lo extraterrenal.


Por esa razón, el silenciero soporta su padecimiento, ya que el sufrimiento lo coloca en la
zona de “contacto con lo divino”. Entonces, es ahí donde por el momento quiere estar. Sin
embargo, en el final de la novela, el protagonista, tras ser arrestado por incendiar un taller
mecánico vecino (el lector no sabrá si es inocente o culpable), no abraza la divinidad que lo
condena, a diferencia de Besarión. Sin otra verdad que su yo existente, se encuentra en el
borde de sí mismo, conoce lo “absurdo” de la existencia.
Según lo que se ha analizado, los personajes de las novelas El silenciero, Los suici-
das y, como veremos, también los de Zama son colocados ante una situación límite, enfren-
tados con su propia conciencia, ante lo absurdo del mundo, y así se acercan a las premisas
de Schopenhauer en su libro El mundo como voluntad y como representación:
…la autonegación de la voluntad proviene del conocimiento y éste en sí es inde-
pendiente del querer consciente, de lo dicho se infiere que esta supresión de la
voluntad, esta entrada en el reino de la libertad, no puede obtenerse de propósito,
sino que procede de una relación íntima entre la inteligencia y la voluntad y sur-
ge de repente, y como por un golpe recibido de afuera. (Schopenhauer, 2001:
295).

Precisamente, Zama es un ser que carece de voluntad, despojado de todo deseo de

15
acción. Sufre los acontecimientos que examina sobre sus esperanzas, del mismo modo que
el protagonista de El silenciero cada día se siente más invadido por una fuerza externa de-
nominada “ruido”. En el caso de Los suicidas, el protagonista se siente tentado por la idea
del suicidio como una simple negación de la voluntad de vivir.
De este modo, los personajes de Di Benedetto acceden a esa libertad después del re-
encuentro con su propia conciencia. Diego de Zama accede a la libertad con la aparición del
niño rubio, símbolo del reconocimiento del propio yo y de sus límites. El personaje de Los
suicidas descubre el valor de la vida después del suicidio de su amante. Estos personajes,
más allá del pesimismo, proceden a la salvación buscando una superación del espíritu como
Schopenhauer, para quien la nada absoluta no es concebible por la razón; esta nada absoluta
se convierte en una nada relativa, tan pronto como la incluimos en una noción más amplia o
nos colocamos en un punto de vista más elevado (Schopenhauer, 2001).
Sin embargo, aunque el hombre sólo halla la verdadera realidad en el interior de sí
mismo, las cosas que existen en el tiempo y en el espacio, y que componen el mundo real
no tienen más que una existencia aparente y de ensueño. En consecuencia, ante la imposibi-
lidad de comunicar estas experiencias se plantea la incapacidad del lenguaje de plasmarlas
(Schopenhauer, 2001). De allí se puede desprender la problemática del sujeto frente a la
escritura, un tema constante en la trilogía novelística de Di Benedetto.
Por ejemplo, a lo largo de todo el libro el protagonista de El silenciero se esfuerza
por comenzar a escribir una novela que dice tener en su mente y que se titularía El techo,
mientras peregrina de casa en casa huyendo de un ruido que cree que adquiere la forma
alterada de un “ello”6 que lo enajena del mundo y a la vez de sí mismo.
En Los suicidas la investigación periodística se conjuga con la escritura en función
del tema principal: el suicidio. El periodista narrador se enfrenta a su propio deseo de muer-
te sólo a partir de la preparación de la escena de escritura, sólo a partir de la investigación
sociológica y filosófica que será el sustento de su artículo.
Por último, en Zama Manuel Fernández, el escribiente de la gobernación donde
Zama se desempeña como asesor letrado, es sorprendido por el gobernador escribiendo un
libro. Cuando éste lo invita “a tener hijos en vez de escribir libros”, como ha hecho Diego

6
Se tomará el concepto del “ello” de Jacques Lacan, quien lo considera como el origen inconsciente de la
palabra.

16
de Zama, quien acaba de comunicarle la noticia de su paternidad bastarda, Fernández le
contesta: “Yo quiero realizarme en mí mismo. Y no sé cómo serán mis hijos” (Di Benedet-
to, 2000: 137). A partir de este suceso Zama llevará a cabo una tediosa investigación que
terminará en el proceso y la destitución de Manuel Fernández. Sin embargo, el escritor no
fracasa, logra terminar el libro y entregarlo a un viajero, algo que a Diego de Zama lo des-
espera. Si Fernández es capaz de desposar a Emilia, adoptar al hijo de Zama, cuidar y velar
por ambos e incluso escribir su libro, la existencia de Diego de Zama deberá necesariamen-
te circular por otros caminos. Acaso el de la espera, precisamente porque no escribe.
Este límite del lenguaje acerca de expresar lo posible y lo indecible se acerca a la
concepción de Jacques Lacan acerca de la interdependencia, representada por un nudo bo-
rromeo, entre lo simbólico, lo real y lo imaginario. Lo simbólico se caracteriza precisamen-
te por la ausencia de cualquier relación fija entre significante y significado, colocando al
sujeto en conflicto con el lenguaje. Aquí surge el concepto de lo real como lo que está fuera
del lenguaje y es inasimilable a la simbolización. Lo real es “lo imposible”, imposible de
integrar en el orden simbólico e imposible de imaginar, ya que lo imaginario envuelve tam-
bién una dimensión lingüística. Mientras que el significante7 es la base del orden simbólico,
el significado8 y la significación9 forman parte del orden imaginario. De modo que el len-
guaje tiene aspectos simbólicos y también imaginarios (Lacan, 2006).
En la obra de Di Benedetto el problema filosófico centrado en la opacidad del sujeto
encuentra dos modos resolutivos. Por un lado, el sujeto percibe en la escritura el gran cami-
no de conocimiento o de apropiación de la subjetividad (Camus, 2004). Pero inmerso en la
angustia que le produce, el sujeto, por otro lado, se niega a una práctica de la escritura que
lo enfrente a ella, ya sea porque supone una experiencia traumática o porque se declara ab-
solutamente imposibilitado de producir y asumir cualquier fenómeno de innovación semán-
tica en el lenguaje y, por lo tanto, de autoconquista de la subjetividad. (Néspolo, 2004).
Colapsada la posibilidad de que los procesos imaginativos desemboquen en una
7
Ferdinand de Saussurre sostiene que el significado y el significante son interdependientes, pero para Lacan
el significante es primario y produce el significado.
8
Para Saussure es el elemento conceptual del signo. No es el objeto real designado por un signo (el referente),
sino una entidad psicológica que corresponde a ese objeto. Sin embargo, para Lacan, el significado no está
dado, sino que es producido.
9
Desde los seminarios de 1957 el empleo de esta palabra por Lacan implica una referencia directa al concepto
elaborado por Saussure, quien reserva el término “significación” para la relación entre el significante y el
significado; se dice que cada imagen sonora “significa” un concepto.

17
creación estética concreta, estos se constituyen en un específico modo de compensar los
desajustes entre el sujeto y su realidad, por ejemplo, en Diego de Zama quien recurre a la
imaginación como evasión a los problemas surgidos por la inadecuación entre el sujeto y el
mundo. Si bien a lo largo de estas tres novelas se plantea la idea de que la escritura es el
acto expiatorio por excelencia, está fuertemente presente la certeza de que esta actividad
nunca es feliz puesto que enfrenta al sujeto con una representación imaginaria inefable
(Néspolo, 2004).
Tras el análisis de este deseo de descubrimiento esencial y de revelación verbal, fi-
nalmente resulta sólo la decepción, la repetición y el vacío. Entonces, luego de este análisis
de la narrativa de Antonio Di Benedetto, surge el siguiente interrogante: ¿qué relación se
puede establecer entre esta problemática del sujeto frente a la escritura y el silencio en el
característico estilo lacónico del autor? En el próximo capítulo se analizará la proximidad
entre el asedio de la forma y el mutismo completo, sobre la base del estudio realizado por
Roland Barthes en El grado cero de la escritura (1973

18
CAPÍTULO 2
RETICENCIAS

“Lo que se dice no dice.


Lo que dice: ¿cómo se dice
lo que no dice?”.
Octavio Paz, Salamandra

Estas palabras de Octavio Paz representan el reconocimiento de que sólo el silencio ofrece
la posibilidad de evitar los automatismos del lenguaje. Esta elección enfrenta al lector a la
“literatura del sentido suspendido: un arte que provoca respuestas, pero que no las da”
(Barthes, 1973: 198). En el caso de Antonio Di Benedetto, su narrativa logra una síntesis de
lo heterogéneo a través de un lenguaje metafórico.
Ahora bien, ¿a qué se debe esta búsqueda de despojamiento de todo tipo de vicio re-
tórico? Roland Barthes en El grado cero de la escritura (1973) señaló la peligrosa proxi-
midad entre el asedio a la forma y el mutismo completo. Incluyó bajo la misma interpreta-
ción artística y sociológica las dos tendencias, aparentemente contradictorias, que animan a
los precursores de la vanguardia y del nuevo arte. Por un lado, ante la retórica y el estilo
conservador de las bellas artes, un arte de ruptura, de la distorsión provocadora del orden
lingüístico y, por ende, social. Por el otro, la búsqueda o el intento de crear una “escritura
blanca”, una “escritura neutra”, en un intento desesperado por liberar al lenguaje literario
de toda sujeción a un orden prefigurado.
Barthes señala que estos cambios estilísticos se deben a tres grandes hechos históri-
cos cercanos a 1850. Estos son la violenta modificación de la demografía europea; la susti-
tución de la industria textil por la metalúrgica, es decir, el nacimiento del capitalismo mo-
derno, y la secesión de la sociedad francesa en tres clases enemigas, o sea, la ruina definiti-
va de las ilusiones del liberalismo. En consecuencia, esa escritura única de la que dispuso la
sociedad durante el tiempo en que la ideología burguesa se hizo conquistadora y triunfante,
hacia mediados del siglo XIX, perdió su universalidad y nacieron las escrituras modernas.
El artesanado del estilo produjo una “sub-escritura”, pero adaptada a los designios
de la escuela naturalista, que podría llamarse escritura realista (palabras sacadas de los len-
guajes populares, malas palabras, expresiones dialectales, etc.), de tal manera que ninguna

19
escritura era más artificial que la que pretendía pintar a la naturaleza más de cerca. De ahí
que la escritura realista resultara artificial. Por su parte, la escritura neutra es un hecho tar-
dío y será inventada mucho tiempo después del realismo, por autores como Albert Camus:

Esa palabra transparente, inaugurada por El extranjero realiza un estilo de la


ausencia que es casi una ausencia ideal de estilo; la escritura se reduce pues a un
modo negativo en el cual se aniquilan a favor de un estado neutro e inerte de la
forma. (Barthes, 1973: 79).

Si este tipo de escritura implica una opacidad de la forma, Barthes afirma que tam-
bién supone una problemática del lenguaje y de la sociedad (estableciendo la palabra como
un objeto que debe ser tratado por un escribiente, no por un intelectual). De este modo, la
escritura neutra recupera la condición primera del arte clásico: la instrumentalidad. Sin em-
bargo, esta vez el instrumento formal ya no está al servicio de una ideología dominante sino
que “es el modo de una nueva situación del escritor, es el modo de existir de un silencio”
(79). Es gracias al surgimiento de esta nueva escritura en la década del cuarenta que Anto-
nio Di Benedetto puede intentar una actualización formal y temática de este “arte del suici-
dio” (Néspolo, 2004). Es posible entonces diferenciar en la narrativa de Di Benedetto dis-
tintos tipos de despojamiento o adelgazamiento textual.
En el caso de Zama, se ha observado una progresiva simplificación estilística a lo
largo del desarrollo del relato. La primera parte, “1790”, parece poseer un estilo más recar-
gado debido a la subordinación de las oraciones:

Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez,
debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; aún de
un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el
flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos
peces, tan apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente
sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peli-
gro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se los encuentra en la parte
central del cauce sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal
entre los otros peces. (2000: 10-11).

También el polisíndeton, la anáfora y la utilización de un lenguaje metafórico pro-


porcionan un estilo poético en algunos fragmentos: “El agua quería llevárselo y lo llevaba,
pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí
estábamos” (9).

20
No obstante, me adentré y, embozado por la vegetación, vi un instante, de
frente, desnudos cuerpos, morenos y dorado-oscuros, y de costado, ocultas las
facciones, pues sólo distinguía una nuca y pelo recogido arriba, otro que no supe
si era blanco o mulato. No quise seguir mirando, porque me arrebataba y podía
ser mulata y yo ni verlas debía, para no soñar con ellas, y predisponerme y venir
en derrota. (12).

Frente a este despliegue retórico de la primera parte, la segunda utiliza el recurso de


la elipsis y reduce las frases:

Aparté de un manotón la vela, que se apagó en el aire y se fue a dar al suelo.


La tomé con vehemencia.
Así, sin verla, podía besarla. Mucho, tanto como ella necesitara.
Después la eché al suelo, creo que con gusto.
Ella estaba ligera de ropas, como preparada. (197).

El procedimiento se intensifica en la parte final:

El viento voltearía la cruz.


Alguien, después, sacaría la piedra.
Tierra lisa.
Nadie.
Nada. (236).

Similar al adelgazamiento textual de la última parte de Zama, la novela El silenciero


utiliza el punto seguido y punto aparte, que producen una fragmentación del texto:

Reclino la cabeza y me adormezco. Soy dichoso y tengo merecido este des-


canso.
La hora del té. No en mi libro, en casa.
Acudo a la convocatoria de su aroma. Calculo que escribiré luego, hasta la
cena. (Di Benedetto, 1999 a: 41-42).

Este estilo también ofrece la clave para entender el fracaso último de su narrador. El
paranoico empeñado en una campaña contra el ruido, el severo hacedor de silencio, no con-
sigue nunca, ni siquiera en la reclusión de su celda, acabar con los sonidos del mundo exte-
rior. La única progresión del silencio observable en el texto es la que cumple sobre su pro-
pia escritura, ya que no concluye con la redacción de su relato.
Por otro lado, en la novela Los suicidas, además de utilizar ese mismo recurso, las
oraciones tienen una tendencia a formas impersonales y su estructura sintáctica se reduce a

21
estructuras simples, como verbo y sustantivo: “Se alarma, se defiende, se ofusca. Explico,
apaciguo. La serie, mi trabajo...” (1999 b: 16); o estructura de verbo y objeto directo:
“Duermo siesta” (55). En un momento desaparecen los nexos relacionantes y los signos de
puntuación convencionales: “Me comunico con el abogado, tiene el expediente no puede
atenderme hoy el lunes será no deje de venir” (132).
Este lenguaje que emplea Di Benedetto se caracteriza por su purismo y precisión
semántica extremos, un despojamiento de artificios retóricos excesivos. Con respecto a la
elaboración de su prosa, Di Benedetto revela su forma de trabajarla:
...si algo no suena bien busco otra palabra que convenga más a la sintonía o la
penetración en el espíritu del lector. Eso me determina a veces a crear párrafos o
textos armónicos, no sonoros, pero sí melodiosos, en lo posible, sin disonancias
[...]. Me preocupa la prosa bella, no las frases gratuitas, sino las que representan
o sugieren algo. (Urien Berri 1986: 6).

El autor también realiza un despojamiento en la construcción narrativa. En el caso


de Zama, su protagonista es el único que recoge el discurso. Su misma voz narra una histo-
ria pasada, y el texto se configura como confesión relatada en la que sólo las acciones, los
recuerdos o juicios del propio narrador tienen cabida; al único juicio al que se somete es
cuando reflexiona en tercera persona:

Zama había sido y no podía modificar lo que fue. Podía creerse que me de-
terminaba un pasado exigente de mejor porvenir [...].
Tal vez creía serlo ya y vivir en función de esa imagen que me guardaba. Tal
vez ese Zama que pretendía parecerse al Zama venidero se sentaba en el Zama
que fue, copiándolo, como si arriesgara, medroso, interrumpir algo. (Di Bene-
detto, 2000: 21).

En El silenciero se cuenta tan sólo con la voz única del protagonista, el discurso
pertenece a una conciencia solitaria que se impone al lector, con el uso del pronombre per-
sonal de la primera persona. El resto de los personajes de la novela apenas adquieren con-
sistencia, su caracterización se transcribe a través de los juicios del narrador. Por ejemplo:
“Besarión es un sujeto que embiste y a menudo agravia; pero también es sincero y bonda-
doso y más ingenuo que astuto” (Di Benedetto, 1999 a: 18-19).
Nina, por su parte, soporta del mismo modo los juicios del silenciero: “Cándida, ge-
nerosa, arriesgada Nina” (32). El resto de los personajes no disponen de vehículo para ex-
presarse en el texto, por cuanto el narrador cerca bruscamente la más mínima posibilidad de

22
diálogo. Antes del matrimonio, el silenciero interrumpe en varias ocasiones la vía de la co-
municación que tiende Nina: “No me hallo en condiciones para esa clase de diálogo razo-
nable y manso que usted pide” (85). Después de la boda, sus exigencias de silencio son más
tajantes: “Algunas noches procuraba borronear en mis oídos sus reportajes policiales [...].
Un ademán la contenía. No me des pensamientos. Los pensamientos me impiden dormir”
(133).
Ni Leila ni Nina alcanzan una consistencia psicológica que permita hablar de perso-
najes redondos. Tampoco la madre del silenciero adquiere rasgos propios. El protagonista
la hace portadora de idéntico trato: “Mi madre escucha y enseguida extiende una Parábola”
(Di Benedetto, 1999 a:72); “Sonrío y pronuncio yo la conclusión” (74); “Mi madre sonríe y
puntualiza” (74).
Sin embargo, y a diferencia de Zama, abunda el diálogo. Se trata, en el mayor de los
casos, de una mera trascripción de conversaciones triviales. En la colección de ensayos
publicados en el volumen La era del recelo, Natalie Sarraute distingue el diálogo como
elemento constituyente del discurso a fin de lograr el adelgazamiento psicológico del texto.
La autora Jimena Néspolo en Ejercicios de pudor (2004) cita el artículo “Conversación y
subconversación” (1956): “El diálogo, vibrante y tenso debido a esos movimientos que lo
agitan y deleitan, será tan revelador como el diálogo teatral, a pesar de que su apariencia
sea trivial” (215). Se puede concluir entonces que las jornadas monótonas del silenciero
evidencian sus dificultades comunicativas:

El policía me pregunta:
—¿Es?...
Yo digo:
—Creo.
—¿Cree?... ¿No está seguro?
—He dicho: creo. (181).

Del mismo modo, el diálogo de Besarión resulta lacónico a causa del misterioso pu-
dor con que oculta su misión en una supuesta secta esotérica:

Dice que el gato fue intercesor del hombre ante los dioses.
Lo escarbo:
—Usted lo admite.
—No... Son creencias antiguas. Paganismo.
Le tiendo una trampa:
—Soñé con usted. En el sueño, usted era intercesor.

23
No menosprecia el sueño que le miento. Se siente exigido y habla:
—No lo sé. No sé si servirá que yo interceda. Cuando llegue el momento, pe-
diré, y nada para mí.
—¿Qué pedirá, a quién?
—No me investigue. No está bien hacerlo. (24).

Besarión es un personaje misterioso; sus palabras y sus actos nunca son suficiente-
mente claros, oscilan entre lo elidido y lo supuesto. El narrador, por su parte, lo describe de
la siguiente manera:
Él se siente con fuerzas, con poderes, para realizar enormes ordenamientos,
de qué clase no sé: si espirituales o materiales. Se considera en condiciones de
estar en un orden superior, pero la vida lo tiene muy abajo. Esto último él no lo
percibe o, si lo advierte, trata de engañarse, de no verse en su estado real. Por lo
tanto, él anda entre dos mundos, entre dos órdenes. (Di Benedetto, 1999 a: 73).

En cuanto a los enfrentamientos verbales del protagonista con desdobles de su con-


ciencia, estos están marcados por la duda y el desequilibrio psíquico: “A veces me abstrai-
go y pienso así, en forma dialogada. Solo que, como si fueran ciertos, estos diálogos inten-
sos me dejan lacerado” (94).
Estás últimas fórmulas de la conversación tienen en común su inverosimilitud. Diá-
logos intelectuales, entre el silenciero y Besarión, que resultan ser una digresión del texto,
interrumpiendo el orden argumental:

—Apelo.
—¿Apelas a quién?
—Ante quien pueda mejorar al hombre.
—¿Para que no haga ruido?
—Para que el hombre no haga daño al hombre.
Ni daño visible ni daño invisible... (94).

En el caso de la novela Los suicidas se mantiene la presencia de un narrador único,


a través de quien accedemos al resto de los personajes. Marcela, por ejemplo, soporta con-
tinuos juicios: “Es ascética, parece” (Di Benedetto, 1999 b: 14) y “tan seria” (24). Sin em-
bargo, en un mínimo de sus diálogos es factible considerar la intención del narrador de dar
cabida a la voz del otro, al discurso replicante del antagonista. Pertenecen a este pequeño
apartado las conversaciones en las que el periodista y Marcela fijan las concepciones
opuestas de la pareja frente al suicidio:

24
Me sorprende hallarme enfrentado aquí, ahora, con la cuestión que me ase-
dia, tiene que ser porque viene por boca de otro. Siento que comienza a renacer
mi ansiedad y quiero ver claro:
—¿Y por qué lo haríamos Marcela?
—Sin un motivo particular... ¿Hace falta? La vida no tiene sentido.
Entiendo o creo entender, aún oscuramente, que no serían esas mis razones.
—Marcela, hasta sin sentido la vida tiene una cantidad de cosas que me gus-
tan.
—También a mí, pero, en el fondo, no vale la pena. (154-155).

Aunque también Di Benedetto vuelve a recurrir al uso del diálogo trivial, despojado
y reducido al grado cero de la expresividad, éste contribuye, al igual que los diálogos de El
silenciero, a la construcción de la significación de la metáfora del silencio, ya que en su
sencillez se advierte la condición inefable del sujeto:

Marcela ve el sobre con las fotos.


—¿No sirven?
—No las miré, no hice la historia.
Se desinteresa.
Fuma. Dice:
—Estamos empantanados.
Digo:
—Sí.
Propongo.
—Esta tarde...
Me corta:
—No puedo. Veré al padre.
Traduzco:
—Al viejo.
Me ha dado un poco de rabia.
Le pregunto por qué, por qué lo verá.
—Porque así quedamos.
—¿Y la lleva a su casa? Estará la mujer...
—No me lleva, me invita. No a su casa, al Galeote.
¿Otra pregunta, patrón? (Di Benedetto, 1999 b: 60-61).

Por otro lado, los elementos narrativos de esta novela en relación a Zama y a El si-
lenciero sufren un mayor despojamiento del espacio y el tiempo. Si en Zama se parodia al
héroe clásico quien en su viaje apenas alcanza un mínimo destello de lucidez en el punto
final, y en El silenciero el protagonista pudo realizar cambios de domicilio continuos en
búsqueda de una casa sin ruidos, en la novela Los suicidas no existe tal posibilidad. El úni-
co movimiento que conoce el personaje principal es un inútil movimiento en torno al eje de
su obsesión suicida, es lo que Bibi denomina “rodar”:

25
Propone: “Rodamos?”, y me toma la mano que apoyo sobre la mesa. Digo:
“Sí”, y digo también “me gustaría”. Ella comenta: “A quién no”, a raíz de lo cual
pienso que estoy en lo cierto, aunque no sé con exactitud qué es rodar. Me aven-
turo a plantear “¿Dónde?”. “Por ahí”, dice despreocupadamente. (63).

En cuanto al tiempo, se distingue por una mayor coincidencia entre el tiempo de la


historia y el tiempo de la narración, el único despliegue cronológico que desarrolla la obra
es el del presente. A diferencia de Zama y El silenciero, el periodista de Los suicidas no
juzga hechos anteriores ni reflexiona acerca de su propia condición de escritura. El lector
accede a los informes de Bibi al mismo tiempo que los lee el periodista, y las pistas para la
resolución de los suicidios son para el narrador tan novedosas y confusas como para el lec-
tor. Así, por ejemplo, cuando interroga al tío Eduardo acerca del suicidio de Adriana Piza-
rro da a conocer sus conclusiones a medida que interrumpe el testimonio de éste, redactado
en estilo directo:

Tío Eduardo se apaga, baja la mirada, se hace esperar y después dice: “Era
diabólico”, lo cual acredita que, a diferencia de todos los demás, está al tanto de
algo extraño. Y describe:
—La boca estaba deformada por una contorsión de repugnancia y de miedo;
en compensación, los ojos parecían gozar de la contemplación de un espectáculo
sublime.
Refinado mentiroso: la sobrina, que vio la foto que yo poseo, le ha contado, y
él quiere atribuirse el mérito de la observación. Pero recuerda mal y lo ha dicho
al revés: en la foto el espanto está en los ojos y el placer en la mueca de la boca.
(Di Benedetto, 1999 b: 97-98)

Otro recurso utilizado en la construcción del despojamiento narrativo de Di Bene-


detto es la presencia de personajes dobles o especulares, que remiten al sistema de ficciones
de la narrativa sureña norteamericana, en especial a William Faulkner. El autor construye
dos esquemas paralelos de un mismo perfil, y el crítico Julio Premat sugiere que la imposi-
bilidad de definir claramente las fronteras de la subjetividad exige que el yo-narrador se
provea de un doble o un reflejo de sí mismo. Di Benedetto comenta al respecto: “A conti-
nuación cayó en mis manos otro libro, bastante pariente de Joyce, El sonido y la furia de
William Faulkner. Eso terminó de embrollarme maravillosamente, y yo tomé al pie de la
letra que había que escribir así. El resultado son algunos de mis libros y muchos de mis
cuentos” (Néspolo, 2004: 126).

26
Premat apunta un dato interesante: “...hablar de los otros (para narradores protago-
nistas) es el modo de hablar de sí mismos” (Néspolo, 2004: 125). Por ejemplo, en El silen-
ciero, Besarión y el protagonista comparten desde el principio de la novela ciertos rasgos
de carácter y formas de vida: ambos son huérfanos de padre, viven con sus madres y sufren
conflictos existenciales que desacomodan y anulan cualquier posibilidad de relacionarse
con el medio que los rodea. Besarión resulta ser el responsable de develar al silenciero su
propia opacidad:
Besarión intenta ser, finge ser, para no ser. ¿No ser qué? ¿No ser quién? El
mismo. Besarión tiende decididamente a no ser.
Y yo, ¿tiendo a no ser?... No, tiendo a ser. No me dejan. Estoy interferido,
bloqueado. Sólo podré ser en ciertas condiciones. Cuáles, no sé. Apenas las pre-
siento.
Como la condición de estar conmigo. ¿Eso es la soledad? Quizá podría lla-
marse la soledad profunda.
Aunque si estoy conmigo, estoy acompañado. Ya que si estoy conmigo no
soy yo solo, somos dos. “Estar con” indica “alguien o algo junto a”, no el mis-
mo.
Si somos dos, constituimos uno y el otro. ¿Cuál de ellos soy? Digo: yo y el
que está conmigo. Luego, el que está conmigo es el otro. ¿O si digo “estar con-
migo supongo “un yo” y otro “un yo”? (Di Benedetto, 1999 a: 146).

En Los suicidas, el juego dual entre aceptación y el rechazo del suicidio es represen-
tado por Marcela y el narrador:

Releo el papel que Marcela sujetó con el frasco de tabletas y que he tenido
apretado en el puño: “No lo hagas, te pido”.
Lo leo de nuevo. Y aún otra vez y otra vez.
Luego necesito algo para calmar mi estómago y preparo un jarro de café.
Son las 11.
Tendré que avisar, lo cual será engorroso.
Debo vestirme porque estoy desnudo.
Completamente desnudo.
Así se nace. (Di Benedetto, 1999 b: 196).

Es porque Marcela llega a consumar el pacto suicida en el que el personaje narrador


es librado de la muerte y entregado a la vida como un niño recién nacido: el equilibrio entre
la vida y la muerte se mantiene (Néspolo, 2004). La alusión a la desnudez con la que el
protagonista enfrenta la muerte de la fotógrafa envía precisamente a este renacer de la sub-
jetividad.
A diferencia de El silenciero y Zama se incorpora la figura de un hermano, Mauri-
cio, quien introduce en el relato el tema de la culpa y la inocencia. Aquí se percibe nueva-

27
mente la influencia de Faulkner, ya que en la novela citada por Di Benedetto, El sonido y la
furia (1929), figuran los hermanos Campson, quienes también tienen una relación familiar
conflictiva. El personaje de Mauricio en Los suicidas, en sus breves apariciones, cumple
una función de contraste con el periodista; formó una familia, se encuentra bien económi-
camente y profesionalmente. Se introduce el dualismo Caín y Abel ya planteado en el cuen-
to llamado “Dos hermanos”, en Cuentos del exilio (1983), que sirve como imagen del pe-
riodista como expulsado del paraíso, la materialización del castigo que aguarda al antihéroe
al final de la novela (Néspolo, 2004). Los golpes por parte de Mauricio liberan al periodista
de anteriores errores y le permite la salvación última:

No hay tensión, tal vez sea que dormí bien. Dormir es bueno y me durmió
Mauricio, que es mi hermano.
O tal vez sean más cosas, que me han descargado.
Las trompadas duelen un poco todavía, si lo pienso. (Di Benedetto, 1999 b:
194).

Por último, en la novela Zama el personaje de Ventura Prieto opera como la proyec-
ción de la conciencia del personaje:

Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez,
debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; aún de
un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el
flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos
peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí
mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la
permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río,
tanto que nunca se los encuentra en la parte central de cauce sino en los bordes,
alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben,
dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse
alimento.
Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia, que no creí. Al consi-
derarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo. (Di Benedetto,
2000: 10-11).

Zama y Ventura Prieto tienen el deseo (como el pez) de cambiar de destino, pero
hacia destinos antagónicos: el primero, por americano que “pretende ser español”; el se-
gundo por español que denuncia la injusticia y defiende lo americano. Es Ventura Prieto
quien cuestiona al asesor letrado su promesa de dar indios en encomienda a un anciano des-
cendiente de “adelantados”, alegando que “para privar de la libertad a cien o doscientos

28
nativos y hacerlos trabajar en provecho ajeno no era suficiente un papel antiguo con el
nombre de Irala” (Di Benedetto, 2000: 50).
Así como Ventura Prieto había usurpado la conciencia política y social de Zama en
la primera parte, en la segunda el personaje de Manuel Fernández se apropia de los restos
de la personalidad de don Diego. Ante la total ruina económica de Zama, Fernández no sólo
lo ayuda económicamente, sino que también da el apellido a su hijo y se casa con Emilia, la
madre del niño.
En la tercera y última parte de la novela, aparece el personaje de Vicuña Porto
(oculto tras el nombre de Gaspar Toledo), quien reproduce con las iniciales de su nombre y
con sus ideales sociales la figura de Ventura Prieto, la cara opuesta de Zama:

Vicuña Porto era como el río, pues con las lluvias crecía.
Cuando las aguas del cielo tórrido se derramaban sobre la tierra, se hinchaban
la lengua de la corriente, mientras Vicuña Porto escapaba de aquellos suelos asi-
duamente mojados.
Entonces, si una vaca se perdía, culpa se echaba al río, el lamedor de la gula
incesante, y si un mercader moría, en la cama, destripado, ya la culpa era de Por-
to. (Di Benedetto, 2000: 213).

Esta regulada transgresión de las significaciones corrientes de las palabras, así como
el despojamiento de los recursos narrativos hasta aquí analizados ha permitido caracterizar
el estilo lacónico de Di Benedetto. El próximo capítulo se examinará la significación de
esta característica construcción narrativa con lo cual se extenderá al análisis de la lectura
condicionada por la escritura, por la participación explícita del lector en el texto.

29
CAPÍTULO 3
PISTAS AL LECTOR

“...acaso esto se haya hecho ya, quizá me dijeron ya,


quizá me llevaron hasta el umbral de mi historia,
ante la puerta que da a mi historia, allí donde es-
toy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se
sabe, hay que seguir, voy a seguir”.
Samuel Beckett, El innombrable

El interrogante que surge tras la lectura y sistematización de la escritura lacónica de Di Be-


nedetto es ¿con qué propósito? El autor Umberto Eco en su libro Lector in fabula (1979)
responde a este interrogante, plantea que el texto está plagado de espacios en blanco, de
intervalos que hay que rellenar; quien lo emitió preveía que se los rellenaría y los dejó en
blanco por dos razones:

Ante todo, porque un texto es un mecanismo perezoso (económico) que vive de


la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él. En segundo lugar,
porque a medida que pasa de la función didáctica a la estética, un texto quiere
dejar al lector la iniciativa interpretativa, aunque normalmente desea ser inter-
pretado con un margen suficiente de univocidad. Un texto quiere que alguien lo
ayude a funcionar. Un texto se emite para que alguien lo actualice; incluso cuan-
do no se espera que ese alguien exista concreta o empíricamente. (76).

Para organizar su estrategia textual, un autor debe referirse a una serie de competen-
cias (expresiones más amplias que “conocimiento de los códigos”) capaces de dar conteni-
do a las expresiones que utiliza. Debe suponer que el conjunto de competencias al que se
refiere es el mismo al que se refiere su lector. Por consiguiente, deberá prever un “Lector
Modelo” capaz de “cooperar en la actualización textual” (76), que pueda actuar interpreta-
tivamente con la misma competencia con que el autor organiza por su parte la estrategia
textual.
De manera que prever el correspondiente “Lector Modelo” no significa sólo esperar
que éste exista, sino también mover el texto para construirlo. Una manera de hacerlo podría
ser con el recurso de prolepsis, que fue definida por Gérard Genette en Figuras III (1989)

30
como aquélla que adelanta un acontecimiento luego descrito con más detalle. Este recurso
provoca en el lector expectativa hacia el desarrollo de la anécdota, lo ayuda a descubrir de
manera anticipada algunas de las claves del relato.
Por ejemplo, en las primeras frases del capítulo veintitrés de la novela Zama, antes
de que se produzca la separación de los personajes Luciana y Diego, éste anuncia: “Nunca,
nunca más tuve un beso de Luciana” (Di Benedetto, 2000: 103). Del mismo modo, las fra-
ses con las que el autor concluye esta primera parte, crean expectativa sobre el desenlace:
“Pero recelaba de otra etapa —¿lejana?, ¿inmediata?— irrebatible, a la que yo llegara sin
vigor, como a una extinción en el vacío. ¿Qué era eso tan peor? ¿La destitución, acaso? ¿La
pobreza? ¿Alguna afrenta? ¿Tal vez la muerte?” (27). También cuando don Diego describe
a Rita como “blanca y española” (23), conecta este pasaje con los sucesos posteriores en los
que el héroe proclamará en público su preferencia por blancas españolas, lo que le acarreará
problemas sociales.
Otra situación digna de mención es cuando el asesor letrado, al ser atropellado por
el simbólico niño rubio (figura que Zama ha creado con funciones catárticas), se pregunta:
“¿Por qué pensé en Ventura Prieto si nada hacía razonable acto tan fastidioso contra mí?”
(32); ¿Fue, realmente, Ventura Prieto? (58). Estas reflexiones son un anticipo para el lector
de la sospecha de Diego de Zama, ya que la historia del pez10 resulta ser una clave que ex-
plica su realidad y fracaso. Es precisamente Ventura Prieto quien cuestiona a Zama por dar
indios a hacendados:

—¿Estaré hablando con un español o un americano?


Y él, incontinente, me replicó:
—¡Español, señor! Pero un español lleno de asombro ante tantos americanos
que quieren parecer españoles y no ser ellos mismos lo que son.
Aquí nació mi furia.
—¿Va por mí?
Vaciló un instante, se contuvo y dijo:
—No. (50).

En el caso de la novela Los suicidas aparece el recurso de prolepsis con relación al


tema del suicidio, cuando el narrador, que se muestra decidido a apoyarlo teóricamente, no
llega a consumarlo en el último instante. Uno de los momentos en que su seguridad auto-

10
Relato de Ventura Prieto, en el cual se hace referencia a cierto tipo de pez que es rechazado por las aguas y
tiene que luchar constantemente con un río que quiere arrojarlo a la tierra.

31
destructiva se desmorona es, por ejemplo, cuando llega el tercer viernes del mes, a punto de
cumplirse la fecha de su cumpleaños y el aniversario de la muerte de su padre, mira a su
alrededor y se encuentra tanto con el malestar como con la belleza de su entorno:

Sólo que necesariamente me perturbo porque no encuentro a quien debía es-


perarme... tropiezo con gente cubierta de púas, trepo a un ómnibus que me aleja
y es una mortífera caldera o cámara de gas...
Me enderezo, busco la belleza. Ahí está, circula. Casi abunda. Los cuerpos
esbeltos, las cabezas en alto de la juventud, un rostro, unos ojos, unos colores...
(Di Benedetto, 1999 b: 142-143).

El episodio se repite páginas adelante, cuando el acto suicida parece inminente. Jus-
tamente el cuarto viernes del mes el periodista vuelve a subir a un ómnibus y el mundo
vuelve a parecer hostil: “Zumban y me rozan las moscas, poseídas por el demonio del vera-
no, y el mundo es duro y violento” (158). No obstante, una vez en el hogar encuentra que el
silencio, la sombra, la tranquilidad y los objetos familiares le devuelven razones para la
supervivencia.
Otro pasaje extraño que adquiere ahora sentido es la descripción de un hombre con
deficiencias físicas con quien se cruza por la calle. Lo sorprende ante todo observar que
este hombre viene cargado de provisiones, como si regresara del mercado. El comentario es
lacónico pero ciertamente significativo, por cuanto supone una voluntad de no rendición,
contradictoria con la tentación cobarde del suicidio: “Arrastra la pierna y vive, lo mandan
de compras y, a su manera, se siente útil. Me vuelvo a buscarlo con la mirada, todavía anda
por el comienzo de la cuadra. La vida es tenaz” (110). Todos estos episodios de la novela
de apariencia secundaria en la estructura, pero de significación clave, suponen un conjunto
de señales que el narrador emite para anunciar al lector la sorpresa final: el incumplimiento
del pacto suicida.
Por este motivo, aparecen distintas señales en diversos añadidos o pequeños relatos
que emite el protagonista. Así, las historias de la muchacha en la ventana y de la muchacha
del tranvía, que el periodista relata a Marcela como principales episodios sentimentales de
su vida, tienen en común la condición de ser avisos, reclamos desesperados con que los
solitarios intentan llamar la atención de otras personas: “Se me ocurrió agitar el brazo, y
ella respondió de la misma manera... No nos hacíamos otras señas” (146).
Se relacionan, entonces, estas dos historias con la de Adriana Pizarro, quien se sui-

32
cidó y cuyo caso pertenece a la investigación periodística, que se inició con las fotografías
de distintos cadáveres. Adriana, soltera de edad madura, inventa cartas de un amante euro-
peo que la fuerza a reunirse con ella en la muerte (Mauro, 1992). Lo que interesa al narra-
dor es que esa correspondencia encubre una desesperada llamada de auxilio:

Pero durante mucho tiempo —cuando simulaba oír voces, o cuando las oía y
se lo confiaba a su hermana, cuando se escribía cartas y al recibirlas del cartero
propiciaba que se notara que alguien la incitaba a matarse— estuvo emitiendo
señales. Era como si avisase: “Ayúdenme”, “Ámenme”, “No me dejen sola”,
“No me dejen morir” (Di Benedetto, 1999 b: 98).

Nadie atiende a las señales de Adriana, como tampoco nadie ofrece ese último gesto
de solidaridad que hubiera evitado el suicidio del joven que llevaba el registro de su vida en
su diario íntimo. Este otro episodio añadido al cuerpo principal del relato, uno de los más
extensos, es la más clara puesta en trama del conflicto del periodista. También el joven se
decide a quitarse la vida inducido por un amigo que le propone un pacto suicida. La dife-
rencia, ahora, es que este pacto se cumple efectivamente (Mauro, 1992). Sin embargo, las
palabras finales del diario del joven permiten adivinar ese esfuerzo desesperado por emitir
señales que el periodista comparte:

Muchas veces, con ligeras variantes, anotó:


“Dejaré la mesa antes que ellos. Diré ‘Hasta mañana’ y los miraré desde la
puerta”. Y en una ocasión agregó: “Si se dieran cuenta...”.
“Si se dieran cuanta...”. La dulzura se tiende como la esperanza de ser salva-
do. (47).

Asimismo en esta novela, Di Benedetto recurre a las formas de la intertextualidad.


Por ejemplo, en la siguiente escena se plantea la misma situación de espera que en la novela
Zama: “El perro se atiene a la espera (ni siquiera a la esperanza, sólo a la espera). No sabe
que eso podría concluir con la muerte, ni sabría matarse, porque destruirse a sí mismo es
privilegio de la absurda condición humana” (118).
Luego, en una escena en una villa miseria de las afueras de la ciudad, una hija salva
a su anciano padre del suicidio. El anciano recrea ante los periodistas la misma creencia y
aceptación del destino empleada por los campesinos en “El juicio de Dios”, quienes tratan
de adjudicarle la paternidad de una niña a un forastero, con la espera de una señal divina:

33
Me puse en las manos de Jesucristo —explica—; si Él había dispuesto que
muriera, yo tenía que morir; pero si en ese momento hizo entrar a mi hija para
salvarme, es que quiere que viva.
Pienso que la serie de esta historia se puede llamar El juicio de Dios. (136).

El narrador se desplaza entre estos modelos, no sólo en la búsqueda de una explica-


ción al suicidio, sino en su propia búsqueda:

Durkheim dice: “A menudo sucede que en las familias se observan hechos


reiterados de suicidio, éstos se reproducen casi idénticamente unos a otros. No
sólo tienen lugar a la misma edad...”.
Dice tienen lugar a la misma edad.
“...sino que además, se ejecutan de la misma manera (...). En un caso frecuen-
temente citado, la semejanza va todavía más lejos; se trata de una misma arma
que ha servido a toda una familia y esto a varios años de distancia”.
El revólver de mi padre, con cachas de nácar, que mamá guarda en la cómo-
da. (Di Benedetto, 1999 b: 57).

Esta investigación utiliza todo tipo de fuentes: la historia, la filosofía, la religión, et-
cétera. Así, la intertextualidad contrapone y actualiza los distintos puntos de vista con res-
pecto al suicidio:

Lo rechazaron
Pitágoras, Platón, Aristóteles, Dante, Lutero, Calvino, Shakespeare, Spinoza,
Napoleón...
Lo admitieron
Confusio, Buda, Diógenes, Séneca, Montaigne, Voltaire, Rousseau, Hegel,
Nietzsche...
Hesías de Cirene, en su escuela filosófica de Alejandría, estimulaba el suici-
dio de sus discípulos. Lo conseguía.
Los estoicos aducían la libertad del hombre y ordenaban el suicidio contra
cualquier mal. (158-159).

Progresivamente, el protagonista se inmiscuye en este enigma filosófico que lo in-


volucra a él como sujeto y, además, lo enfrenta con su propia historia familiar. Esto ayuda
al lector a focalizar la atención en el movimiento desde la investigación periodística a la
búsqueda subjetiva de la propia problemática del personaje.
En el caso de la novela El silenciero, por ejemplo, una de las últimas frases pronun-
ciadas por el protagonista en prisión: “Siento el cerebro machucado, como si estuviese al
cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro” (Di Benedet-
to, 1999 a: 192) se comprende gracias a la confusión creada por Di Benedetto entre la his-

34
toria narrada y el proceso de creación. El silenciero frecuentemente comenta su intención
de redactar un libro sobre el desamparo titulado El techo y una novela policíaca que sirva
de ejercicio para su estilo. Sin embargo, sucesivas invasiones sonoras lo distraen de la es-
critura y ni siquiera en prisión puede hallar paz para iniciar su primer libro.
Entonces, la inverosimilitud de lo narrado con respecto a los ruidos pone al descu-
bierto al silenciero sobre su estado mental. Así, por ejemplo, la invasión ruidosa que aflige
al protagonista no existe como fuerza maléfica más que en su mente trastornada y en el
reflejo de ésta en el léxico. El discurso se carga de términos extraídos del campo semántico
de la guerra; por ejemplo, al considerar a un vecino como posible cómplice en su campaña
legal con-tra el ruido: “Admiré su ira y calculé que en el combate yo pasaría a ser sólo su
escudero” (Di Benedetto, 1999 a: 90); más adelante emplea el sintagma “batalla de soni-
dos” (130). Sólo en este contexto lingüístico adquiere sentido el pasaje onírico intercalado,
que muestra al narrador dirigiendo una batalla en 1830: “Es el año 1830 y estamos —yo y
mis hombres— en la llanura consecuente. Para mí son los mayores desvelos: debo prever,
ordenar, estar alerta y, como ellos, pero en primera línea, combatir...” (131).
También contribuye a la interpretación, del desequilibrio psíquico del protagonista,
el clima de irrealidad que surge tras la muerte de Besarión, es decir, la duda acerca de que
haya existido realmente: “...como si Besarión —sea o no sea el que está aquí— fuera una
hechura de mi imaginación y lo dejaran en mis manos” (183). Este hecho puede ser inter-
pretado como una invención del personaje principal, por lo que éste reflexiona con anterio-
ridad: “Besarión intenta ser, finge ser, para no ser. ¿No ser qué? ¿No ser quién? Él mismo.
Besarión tiende decididamente a no ser” (146).
Estos recursos utilizados por Di Benedetto se establecen entre un “discurso autori-
zado”, pero que reserva el misterio, y un “discurso prohibido”, que es la lectura, el descu-
brimiento, la revelación que no llega a verbalizarse. “Entre un discurso y un silencio ocurre
la literatura” (Block de Behar, 1984: 192). Dentro de las significaciones presentes en el
texto se produce una fractura ocasionada por el silencio, la interpretación tácita por parte
del lector.
Ahora bien, con respecto a la noción de interpretación, Umberto Eco, en su libro
Lector in fabula (1979), supone que siempre existe una dialéctica entre la estrategia del
autor y la respuesta de un “Lector Modelo”. Éste es “capaz de cooperar en la actualización

35
textual” (55) y, en consecuencia, actuar interpretativamente con la misma competencia con
la que el autor organiza el texto. Por consiguiente, se deduce que el “Lector Modelo” como
sujeto concreto de los actos de cooperación debe fabricarse una hipótesis de un “Autor Mo-
delo”, deduciéndola precisamente de los datos de la estrategia textual. Así pues, Umberto
Eco plantea un “Autor Modelo” y un “Lector Modelo” como estrategias textuales.
Para estas estructuras, el lector confronta para la interpretación del relato el tiempo
lineal de éste con el sistemas de códigos y subcódigos que proporciona la lengua en que el
texto está escrito y la “competencia enciclopédica a que esa lengua remite por tradición
cultural” (Eco, 1979: 97). El lector está en condiciones de reconocer tanto las expresiones
con sentido figurado como los sintagmas dotados de connotaciones estilísticas.
Por ejemplo, en Los suicidas, luego de que Mauricio golpea a su hermano infligién-
dole una penitencia por su reiterada indiferencia afectiva hacia la familia. Este aconteci-
miento libera, en cierto modo, de la culpa al periodista, quien cree hallarse dispuesto para el
suicidio y vaga durante horas por la ciudad hasta desembocar en la vía de tren. En este pun-
to, Di Benedetto interrumpe el discurso gráficamente, como imposibilitado para transcribir
la confusión mental del protagonista, dando a entender al lector las dudas del personaje
sobre su decisión suicida:

“El tren está lejos, los hierros quietos.


***
Bajo este puente pasan y pasan los trenes.
Algunos seres caen de acá, de este puente.
***” (Di Benedetto, 1999 b: 192).

En el caso de Zama, como ya se ha ejemplificado en el capítulo tres, se ha observa-


do una progresiva simplificación estilística. El protagonista va enmudeciendo a lo largo del
relato hasta que finalmente es mutilado por orden de Vicuña Porto, lo que lo imposibilita
para la tarea de escritura.
En El silenciero cuando Di Benedetto utiliza expresiones de sentido figurado, hace
que “el ruido”, a lo largo del relato, acabe por convertirse en el protagonista fundamental
del texto:

36
La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y
encuentro el ruido.
Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el al-
cance de su vitalidad. (Di Benedetto, 1999 a: 13).

Por otro lado, el lector también se aproxima al texto desde una perspectiva ideológi-
ca personal, que forma parte de su competencia, aunque no sea consiente de ello. Se trata
más bien de ver en qué medida un texto prevé un “Lector Modelo”, según Umberto Eco,
dotado de determinada competencia ideológica. Pero también se trata de ver cómo la com-
petencia ideológica del lector, como factores externos e internos al momento de realizar una
interpretación, prevista o no por el texto (determinado bagaje cultural, un espacio-tiempo
determinado, etc.), interviene en los procesos de actualización de los niveles semánticos
más profundos, en particular de los que se consideran estructuras actanciales de los perso-
najes y de las estructuras ideológicas.
Por ejemplo, en la novela Zama se puede observar al sujeto del relato de viaje tradi-
cional que descubre la imagen del “otro” y de “lo otro”, en la cual suele proyectar una ima-
gen de sí mismo que le resulta a la vez nítida y negada (Néspolo, 2004). En el relato de
viaje de las culturas conformadas en el expansionismo colonial, el mundo “otro” suele re-
presentar el “mal” que debe ser regenerado con la conquista y la colonización. Según el
estudio realizado por Tzvetan Todorov Nosotros y los otros (1991) sobre la obra de Pierre
Loti, erotismo y exotismo son parte de su narrativa colonial. Los tres libros de Loti Aziyadé
(1879); Rarahu (1880) y Madame Crysanthème (1887) cuentan una sola historia formada
por dos elementos: un europeo visita un país no europeo y un hombre tiene una relación
erótica con una mujer. Loti inventa esa fórmula novelística que consiste en hacer coincidir
exotismo y erotismo; para esto es necesario que la mujer sea extranjera y por lo tanto exóti-
ca para despertar el deseo erótico. En el caso de Zama, se puede observar que Di Benedetto
invierte la fórmula de la novela colonial al construirla a partir de una inversión del punto de
vista (Néspolo, 2004):

Una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podía haberlo
en Europa, donde siquiera unos meses hace frío y las mujeres usan abrigos sua-
ves al tacto como los cuerpos que cobijan.
Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan ca-
sas pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropas en aposentos cal-

37
deados, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas... Y yo ahí, sin unos labios
para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad
de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesi-
dad de amar, sin que millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen ima-
ginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre
con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla
hasta hacerle sangre. (2000: 44-45).

Por otro lado, la construcción narrativa policial de la novela Los suicidas trasciende
la investigación de las fotografías de los tres cadáveres, disparada por un detalle que es co-
dificado por un indicio, método de investigación con el cual Sir Arthur Conan Doyle dotó a
Sherlock Holmes. Esta estructura narrativa trasciende el argumento sobre el modo con que
la sociedad condena el suicidio hacia la búsqueda personal del periodista con respecto a su
propia inquietud sobre el suicidio (Néspolo, 2004).
En el caso de El silenciero, cuando sus personajes niegan y contradicen los puntos
de vista ajenos utilizan una estrategia característica de la narrativa fantástica y es por esto
que el lector puede llegar a reconstruir un discurso coherente. Tras un argumento simple,
vinculado a la vida de un hombre común habitante de cualquier ciudad, las situaciones se
amplían y proyectan en planteamientos filosóficos, metafísicos y sobre el proceso creador
de la literatura.
De este modo, se puede observar cómo los textos de Di Benedetto prevén un “Lec-
tor Modelo”. En cuanto al contexto ideológico en que fue publicada la novela El silenciero,
que difundió el pensamiento existencialista en el campo intelectual argentino de 1940-1950,
el escritor Ángel Rama, en La novela en América Latina (1986), comenta sobre esta narra-
tiva urbana de contenido crítico:

El descreimiento de los valores estatuidos (luego de la caída del peronismo)


se compensa por una afirmación de la existencia personal, única que se presenta
como segura y válida. El escritor habla de sí mismo, de su vivir en la sociedad,
de lo que ve y sufre, de lo que actúa. Es por esta puerta por donde se establece la
marca existencial que signa a la literatura crítica urbana de este tiempo, más que
por las lecturas de Sartre y Camus que simplemente sirvieron de corroborantes de
la orientación espontáneamente asumida. (294).

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el lector, mediante la identificación de las estruc-
turas, extrae algo que el autor no habría querido decir y que, sin embargo, el texto parece
exhibir con claridad? Se atribuyen al texto, como uno de sus contenidos, múltiples interpre-

38
taciones, que no están descritas pero que se manifiestan en forma directa como estilo, como
manera de organizar el discurso. “El autor, como sujeto empírico, pudo haber sido más o
menos consciente de lo que hacía, pero lo que importa es que textualmente lo ha hecho”
(Eco, 1979: 251).
Esto es lo que sucede, por ejemplo, en la simplificación progresiva de los tres capí-
tulos de la novela Zama. La primera parte parece poseer un estilo más recargado debido a la
subordinación de las oraciones, la segunda utiliza el recurso de la elipsis y reduce las frases,
procedimiento que se intensifica en la parte final. Entonces, se puede interpretar el destino
del protagonista desde el discurso elocuente al silencio. Sin embargo, Di Benedetto dio la
siguiente explicación acerca de la estructura del relato:

...obtuve mis vacaciones y alquilé una casa vacía. Me encerré, sólo salía para
alimentarme. Pero se agotaron los dieciocho días de la licencia y me faltaba la
tercera parte de la novela. Tuve que volver al mundo, pero no cejé: en el diario
mismo, en las mañanas, en siete u ocho días más terminé el libro. Por eso el esti-
lo de la tercera parte es distinto de los anteriores: las oraciones breves, las frases
mínimas. No disponía de tiempo para los desenvolvimientos. (Lorenz,
1972:133).

Entonces, ¿qué se debe interpretar? Umberto Eco, en su libro Los límites de la in-
terpretación (1992), plantea el siguiente debate: “a) debe buscarse en el texto lo que el au-
tor quería decir; b) debe buscarse en el texto lo que éste dice, independientemente de las
intenciones de su autor” (29).
Sólo después de haber aceptado la segunda opción se puede articular la oposición
entre las siguientes variantes: “b1) es necesario buscar en el texto lo que dice con referencia
a su misma coherencia contextual y a la situación de los sistemas de significación a los que
se remite; b2) es necesario buscar en el texto lo que el destinatario encuentra con referencia
a sus propios sistemas de significación o con referencia a sus deseos, pulsiones, arbitrios”
(29).
El autor responde que se debe buscar la dinámica abstracta por la que el lenguaje se
coordina en textos según leyes propias y crea sentido independientemente de la voluntad de
quien enuncia. Ahora bien, también surgen otras dos opciones de lectura: “buscando la in-
finitud de los sentidos que el autor ha instalado en el texto o buscando la infinitud de los
sentidos de los que el autor estaba a oscuras” (30).

39
Explícitamente, estas opciones interpretativas frente al texto también las plantea An-
tonio Di Benedetto en El silenciero, cuando el personaje decide comenzar a escribir relatos
policiales:

Hacer tropezar ciertas recetas de las novelas policiales. En estas, el autor sa-
be quién es el asesino, sólo que hasta el final se lo esconde a la policía y al lec-
tor, y además les pone datos falsos para despistarlos.
Mi novela tendría un crimen y varios sospechosos, pero yo mismo —el au-
tor— ignoraría quién es el criminal. De este modo, el libro estaría en condicio-
nes de prolongarse indefinidamente, hasta que el crimen narrado cayera en el ol-
vido.
O bien tendría uno de estos dos finales: a) el lector puede escoger a su gusto
al asesino, sobre la base de los móviles y pruebas que le parezcan más convin-
centes, lo cual equivale a permitir que el criminal sea distinto según el lector que
formule la conclusión; b) un hecho casual o un policía sagaz —el hecho y el po-
licía también corresponden a la ficción— revelan al criminal y así es como lle-
gan a conocerlo el lector y el autor. (Di Benedetto, 1999 a: 141).

Umberto Eco, en el desarrollo de sus conferencias, afirmó que hay una “intentio lec-
toris”, una “intentio auctoris” y una “intentio operis” (hay una intención del autor, una del
lector y una de la obra). Eco tomó la “intentio operis” como eje para su ensayo, argumen-
tando que la iniciativa del lector consiste en formular una conjetura sobre la “intentio ope-
ris”. Esta conjetura debe ser aprobada por el conjunto del texto como un todo orgánico.
Esto no significa que sobre un texto se pueda formular una y sólo una interpretación, ya
que, en principio, se pueden formular infinitas. No obstante, al final, estas interpretaciones
deberán ser probadas sobre la coherencia del texto, y la coherencia textual podrá desaprobar
algunas conjeturas aventuradas.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando el mismo texto se contradice? Por ejemplo, en el
capítulo cinco de Zama, cuando se describe la condición social del protagonista:

¡El doctor don Diego Zama!... El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de in-


dios, el que hizo justicia sin emplear espada. Zama, el que dominó la rebelión
indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de
los vencidos. No era ése el Zama de las funciones de los vencidos. No era ése el
Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos.
Yo fui ese corregidor: un hombre de Derecho, un juez, y esas luces, en reali-
dad, sin ser las de un héroe, no admitían ocultamiento ni desmentidos de su pu-
reza y altura. Un hombre sin miedo, con una vocación y un poder para terminar,
al menos, con los crímenes. Sin miedo.
“Le he dicho quién era Zama”. Un resplandor de mi otra vida, que no alcanzaba
a compensar el deslucimiento de la que en ese tiempo vivía. (Di Benedetto,
2000: 20).

40
El lector, enfrentado a varios episodios previos de demérito social de Zama, nunca
hubiera podido imaginar, tal vez, unos antecedentes tan notables. Esto también sucede en El
silenciero: el protagonista trata de trasmitir la apariencia de una vida normal, olvida los
múltiples cambios de domicilio y los enfrentamientos con los vecinos. Enuncia hechos que
nunca aparecen en el texto y que cuestionan su veracidad:
Excepto esas cosas esforzadas, nuestra vida era como la de los demás.
Íbamos al cine; veíamos a la familia, visitábamos y recibíamos a ciertos ma-
trimonios, en casa de ellos, en nuestro comedor; de algunos compartíamos el au-
to en paseos moderados; no ignorábamos los restaurantes, la merienda en el par-
que y los desfiles. (Di Benedetto, 1999 a: 133).

De igual manera, un supuesto viaje de Besarión por diferentes países europeos es con-
tradicho en el discurso de la madre del silenciero sin que le genere conflicto: “Lo he visto,
de puerta en puerta. Trataba de vender un juego de cubiertos usados. Lo llevaba en diarios.
Abría el paquete y mostraba los manojos de cuchillos y cucharas” (146).
En Los suicidas, como ya se ha comentado, pese al pacto suicida que ha asumido, el per-
sonaje, a lo largo del relato, da indicios de no querer consumarlo. En respuesta al interro-
gante planteado, esta ambigüedad, en tanto “presencia de sentidos posibles” (Block de Be-
har, 1984: 176) es lo que da al texto el carácter literario. La incoherencia, la torpeza y la
oscuridad del texto, contrario a un discurso que no se considera literario, configuran los
motivos de interés. Ahora bien, ¿qué tipo de lenguaje ha utilizado Di Benedetto, que ha
autorizado estas nuevas pertinencias en sus relatos?

METÁFORAS

“Si empiezo a tirar del ovillo iba a salir una hebra de lana,
metros de lana, lanada, lanagnórisis, lana túrner (...),
la lana hasta la náusea pero nunca el ovillo”.
Julio Cortázar, Rayuela

Poul Ricoeur, en su libro La metáfora viva (2001), señala que en el momento en que
la metáfora “está viva”, cuando conserva el fenómeno de innovación semántica, sirve de

41
puente hacia lo inefable, gracias al juego complejo entre este tipo de enunciación y la tras-
gresión regulada de las significaciones corrientes de las palabras.
El nivel de sentido que se establece entre el género narrativo y el tropo metafórico
está constituido por su pertenencia común al discurso. En efecto, uno de los resultados que
parece haber alcanzado la investigación contemporánea sobre la metáfora es la definición
clásica de Aristóteles de la transferencia de una cosa a otra en virtud de su semejanza. De
este modo, se constata que para comprender la operación que genera ese traslado es necesa-
rio salir del marco de la palabra y elevarse al plano de la oración y hablar de enunciado
metafórico y no de palabra metafórica. Resulta, entonces, que la metáfora consiste en atri-
buir a sujetos lógicos predicados incompatibles con ellos.
Por lo tanto, la metáfora es una predicación extraña, una atribución que destruye la
coherencia. Si se acepta esta hipótesis, se comprende la razón de la torsión que las palabras
experimentan en el enunciado metafórico. Se trata de un efecto de sentido requerido para
salvar la pertinencia semántica de la oración. Hay entonces metáfora porque se percibe la
resistencia de las palabras en su empleo usual y también su incompatibilidad para una in-
terpretación literal (Ricoeur, 2001).
Este análisis que realiza Ricoeur sobre la metáfora en términos de predicación ex-
traña prepara el camino para una comparación entre la teoría de la metáfora y la del relato.
Una y otra tienen que ver con el fenómeno de innovación semántica. Es cierto que el relato
se establece en la escala del discurso entendido como una secuencia de oraciones, mientras
que la operación metafórica no requiere más que el funcionamiento básico de la oración,
pero en la realidad de uso, ya que las oraciones metafóricas requieren el contexto de un
relato entero que hilvane las metáforas entre sí. Se restablece así el paralelismo entre relato
y metáfora (Pampillo, 2004).
En el marco de esta relación puede ser percibido el fenómeno de la innovación se-
mántica, que es el problema fundamental que comparten la metáfora y el relato en el plano
del sentido. En ambos casos surge en el lenguaje lo nuevo, lo aún no dicho. En un caso la
metáfora viva, es decir, una nueva pertinencia en la predicación. En el otro, una trama fin-
gida, es decir, una nueva pertinencia en la puesta-en-trama (Pampillo, 2004).
La interpretación metafórica nace de la interacción entre un intérprete y un texto
metafórico, pero el resultado de esa interpretación está autorizado tanto por la naturaleza

42
del texto como por el marco general de los conocimientos enciclopédicos de una cultura
determinada, y en principio no tienen nada que ver con las intenciones del hablante. Un
intérprete puede decidir considerar metafórico cualquier enunciado con tal que su compe-
tencia enciclopédica se lo permita. El criterio de legitimación lo puede dar sólo el contexto
general en que el enunciado aparece. Son el texto más la enciclopedia, que éste presupone,
los que proponen al “Lector Modelo” lo que una estrategia textual sugiere; el contexto sos-
tiene la interpretación (Eco, 1992).
Ahora bien, con relación al tema principal del presente trabajo, el silencio como te-
ma y procedimiento en la narrativa de Antonio Di Benedetto, se analizarán algunas de las
metáforas que contribuyen a la significación del silencio y que aportan una nueva pertinen-
cia en la significación de la trama.
En este sentido, es significativo mencionar el episodio de la novela El silenciero en
el que Besarión, quien “ha conseguido hacer que su vida sea una divagación o una especie
de múltiple metáfora” (1999 a: 153), luego de recorrer distintos países europeos en busca
de una señal hace referencia al silencio en el preciso momento en que destruye, o cree des-
truir, aquello que podría haber sido el vehículo de la “revelación”:

Me vino la alegría de la recompensa, me vino la ansiedad de una revelación


más plena de aquel signo, aunque me repugnaba el bicho consagrado como
agente. De pronto, lo sentí en mi cuello y pudo más la repulsión: le di un mano-
tazo y lo maté. Me sacudí la camisa y cayó al suelo. Me arrodillé a verlo y, cavi-
loso, tuve que contemplarlo no sé qué inmenso rato: ya no era, o nunca fue, una
mosca, sino abeja, una dorada abeja. (155).

Besarión no soporta la repugnancia que le provoca el insecto, la mosca que él cree


será el agente de la señal esperada, y lo liquida de un manotazo, sin acceder a ningún saber.
El silenciero medita sobre este hecho para obtener un conocimiento práctico que guíe su
búsqueda de silencio:

A Besarión tendría que decirle la verdad: que me aprovecho y me cuido de su


error. Él se ofuscó, dio el manotazo y mató al bichito sin saber si era mosca o si
era abeja. Si yo me ofusco y los increpo, por el altavoz o las motocicletas, puedo
ser atacado. Si me atacan, puedo dar un terrible manotón: buscar con qué y, tal
vez, matar. (174).

Matar a un insecto, la revelación, sería igual que matar el ruido y a la gente que lo

43
ocasiona. El sufrimiento sonoro es también un vehículo hacia la iluminación (Néspolo,
2004). El sufrimiento lo coloca, como dice Besarión, parafraseando a Sören Kierkegaard,
en la zona de “contacto con lo divino”. Y es ahí donde, por el momento, el silenciero se
encuentra. Hacia las últimas páginas del texto el narrador vuelve sobre esta escena para dar
un sentido singular a su búsqueda. El protagonista es arrestado por intentar incendiar un
taller vecino y en la cárcel dice: “El zumbido me asedia. Se asienta en mi mejilla y no cesa
su vibración sonora. Lo golpeo y cae. No es una abeja, es una mosca” (Di Benedetto, 1999
a: 192).
En la lucha por este caos ocasionado por el ruido, como desorden que impide su
comunicación, el silenciero busca refugio en la literatura. Asume su incapacidad expresiva
y opta por construir relatos ficticios en su mente. Escribe, entonces, una novela sobre el
desamparo titulada El techo, que reflexiona acerca de los límites del hombre para superar
este caos. También comienza a construir relatos policiales, donde el narrador confunde su
experiencia personal con la ficción: “Pero también para una novela policial carezco de ex-
periencia. Si decido hacerla antes de escribir El techo, tendré que elegir un sujeto de la rea-
lidad como posible víctima y suponerme yo el homicida. En esa forma, estudiándolo y es-
tudiándome, podría ir construyendo el libro” (142). La historia narrada se confunde con el
proceso de creación y el relato se convierte en una reflexión acerca de la escritura. Por esta
razón, el narrador al final dice: “Siento el cerebro machucado, como si estuviese al cabo de
un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro” (192). Esto ha aporta-
do una nueva pertinencia a la trama de la novela.
En el caso de Los suicidas, se intenta una nueva actualización formal y temática del
“arte del suicidio” (Barthes, 1973: 77). El narrador recorre un camino hacia la desintegra-
ción de lo literario que lo lleva directamente a la autodestrucción, puesto que, como dice
Roland Barthes, para ciertos escritores, el lenguaje recompone finalmente aquello de lo que
intentaban huir: “...no hay escritura que se conserve revolucionaria y todo silencio de la
forma sólo escapa a la impostura por un mutismo completo” (77).

El bowling resuena hacia dentro, como encañonado. El ruido de los palos,


que las bolas abaten, no es chocante. Pienso en los palillos de tambor, troncos
secos y huecos, indios, carpintería, descarga de tablas, los 12 lápices de colores
ruedan de la caja, el lápiz de la maestra contra el pupitre, batuta, Toscanini gol-
pea dos batutas en el aire, leña que arde y se desmorona, carbón, un pelo negro

44
en la nuca de un negro (Cassius Clay), knock out. (1999 b: 37).

Di Benedetto, mediante el juego y el experimento de la escritura, construye una re-


flexión sobre la pérdida de importancia de toda empresa literaria en la búsqueda o el intento
de crear una “escritura neutra”.
Otra metáfora que refiere al silencio es el mundo afectivo del personaje de la novela
Zama, que se recorta en el condicionamiento de su soledad, desde su incapacidad comuni-
cativa con su entorno. Al igual que el protagonista de El silenciero, Zama tiene el mismo
desenlace, la afirmación de su soledad y de su impotencia para adaptarse o rebelarse contra
una sociedad que no acepta. El conflicto creado por el incumplimiento de sus metas se de-
be, justamente, a su inmadurez y a su incapacidad comunicativa (Mauro, 1992). Di Bene-
detto recurre al lenguaje metafórico en representación y resolución de esta problemática,
utiliza la imagen simbólica de un niño rubio, que acude a Zama en ausencia de su diálogo
con el mundo.
El niño rubio aparece por primera vez cuando le roba algunas monedas a Zama. Este
robo nunca se confirma y nadie más que Zama ha visto al niño, lo que introduce la duda en
la lectura acerca de la integridad psíquica del personaje y desencadena el conflicto con
Ventura Prieto. Poco después el niño rubio reaparece como ayudante de una curandera a la
que Zama visita. Luego, en la segunda parte de la novela, aparece después de un encuentro
con una muchacha mulata.
Finalmente, aparece cuando ya ha sufrido la mutilación de sus dedos por orden de
Vicuña Porto. De ahí que la novela se cierre con el enfrentamiento de Zama con el niño
rubio de doce años, quien a lo largo del transcurso del tiempo en la novela y en sus distintas
apariciones nunca ha crecido:

Él me contemplaba.
No era indio. Era el niño rubio. Sucio, estragado de ropas, todavía no mayor
de doce años.
Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pu-
de hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de pa-
dre:
—No has crecido...
A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo:
—Tú tampoco. (Di Benedetto, 2000: 262).

Zama va enmudeciendo a lo largo del relato, la mutilación final a que se ve someti-

45
do es un símbolo de la mutilación que amenaza con clausurar su discurso (Néspolo, 2004).
Por este motivo, entonces, no es casual que en la última página, Di Benedetto cree la expec-
tativa del diálogo con el lector con una conversación, ya que a Zama la actividad de escritu-
ra le ha sido vedada.
A partir de lo analizado, se puede observar cómo las metáforas referidas al silencio,
finalmente, constituyen una reflexión sobre el acto de escritura. El silenciero, frente a su
incapacidad expresiva, busca refugio en la literatura, acorde con el pensamiento existencia-
lista de Simone de Beauvoir, quien planteaba que la ficción permite respetar ese silencio
ante lo inefable. En Los suicidas asistimos a la progresión de una escritura neutra que remi-
te a la desintegración de lo literario. Por último, el destino de Diego de Zama, que remite a
la incapacidad comunicativa.

46
CONCLUSIÓN

De lo dicho hasta aquí se desprende que la significación de la metáfora del silencio se cons-
truye tanto con el estilo lacónico como con el despojamiento en la construcción narrativa de
las tres obras. En cuanto al despojamiento textual, en la novela Zama se observa una pro-
gresiva simplificación estilística a lo largo del relato. El silenciero, asimismo, tiene un
adelgazamiento textual similar a la última parte de Zama: utiliza punto seguido y punto
aparte, que ocasionan una fragmentación del discurso. En Los suicidas, además de utilizar-
se esos mismos recursos, las oraciones tienen una tendencia a formas impersonales y a es-
tructuras sintácticas simples.
En cuanto al despojamiento en la estructura narrativa, las tres obras cuentan con un
narrador autodiegético. Sin embargo, la novela Los suicidas sufre un mayor despojamiento
de los elementos narrativos que Zama y El silenciero en relación, por ejemplo, con el tiem-
po, ya que el único despliegue cronológico que desarrolla la obra es el presente.
Se deduce que Antonio Di Benedetto ha organizado una estrategia textual para la
construcción de un “Lector Modelo” (Eco, 1979), cuya interpretación se promueve por me-
dio del recurso de prolepsis y de determinadas estructuras narrativas. Así pues, en Zama se
invierte la fórmula erotismo y exotismo de la narrativa colonial, formada por dos elemen-
tos: uno europeo que visita un país no europeo y tiene una relación con una mujer extranje-
ra. En la novela Los suicidas, la construcción narrativa policial, a medida que transcurre el
relato, trasciende hacia la búsqueda personal del protagonista con respecto a su propia in-
quietud sobre el suicidio. Por último, se puede observar la estrategia utilizada por la narra-
tiva fantástica, cuando los personajes de El silenciero se contradicen.
En cuanto al análisis realizado sobre algunas de las metáforas de las obras que con-
tribuyen a la significación de la metáfora del silencio, se ha observado que éstas han apor-
tado una nueva pertinencia a la trama, ya que reflexionan sobre la problemática del sujeto y
la escritura. Por ejemplo, El silenciero frente a su incapacidad expresiva busca refugio en la
literatura, actitud acorde con el pensamiento existencialista, que propone respetar el silen-
cio ante lo inefable por medio de la escritura ficcional. En Los suicidas se ha podido obser-
var la progresión de una escritura que remite a la desintegración de lo literario. Finalmente,
el destino de Diego de Zama, que remite a la incapacidad comunicativa.

47
El contexto histórico y literario en que fueron publicadas estas novelas permite rea-
lizar la remisión a ciertas planteos literarios y filosóficos del pensamiento existencialista,
surgido a mitad del siglo XX.
En conclusión, se puede afirmar que a través de este trabajo se ha realizado el análi-
sis propuesto por la hipótesis planteada en un principio, que la construcción de la metáfora
del silencio se construye tanto con el estilo lacónico como con el despojamiento en la cons-
trucción narrativa de Zama, El silenciero y Los suicidas de Antonio Di Benedetto.
Algunos temas que no se llegaron a abarcar en este trabajo y que se consideran de
interés para futuras investigaciones son el análisis de los recursos de despojamiento textual
de los cuentos de Antonio Di Benedetto en relación a los recursos estilísticos planteados en
este trabajo y cómo se puede desde el recurso de la ironía remitir a lo inefable.

48
ANEXO I

CONTEXTO HISTÓRICO Y LITERARIO

En la década del cuarenta en Argentina, cuando Antonio Di Benedetto comenzó a publicar


sus primeros cuentos, se editó la Antología de la literatura fantástica, seleccionada por
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. También se editó La invención
de Morel de Bioy Casares y Luna de ceniza de Enrique Anderson Imbert. En 1941 El jardín
de los senderos que se bifurcan de Borges, en 1943 Las ratas de José Bianco. Todos ellos
miembros destacados del grupo Sur.
Estas obras citadas señalan una clara ruptura con la tradición literaria anterior. In-
troducen el elemento fantástico, la actividad intelectual lúdica asociada a la búsqueda meta-
física, la recurrencia a la ciencia ficción y a la estructura de la novela policial.
Por otro lado, en otras provincias argentinas, un conjunto de narradores superó el
regionalismo tradicional. Se comenzó a narrar historias vinculadas al mundo indígena y
rural, pero cuya problemática se universalizó y trascendió los límites regionales.
Luego, en la década del 50, y especialmente con posterioridad a la caída del pero-
nismo, se inició un periodo de expansión y crecimiento cultural en todo el país que contras-
taba con la reinstauración del modelo económico liberal y la crisis social y laboral que trajo
aparejado. Este desarrollo cultural surgió por la difusión masiva de una gran cantidad de
publicaciones de escritores ya consagrados, junto a las primeras ediciones de los que con-
formaban las generaciones más jóvenes. Por tanto, el panorama cultural e intelectual estaba
en permanente movimiento y cambio de rumbo en la producción de los nuevos escritores.
De esta manera, esta circulación de libros, revistas y antologías de autores argenti-
nos dio a conocer también la pluralidad cultural, geográfica y hasta étnica del país que no
había tenido difusión hasta ese momento. Así fue como la literatura de las provincias dejó
de estar al servicio del regionalismo.
Este vertiginoso crecimiento del país y el desarrollo industrial impulsaron la narrati-
va en cuya temática se incorporó la problemática urbana, sumada a la preocupación humana
y existencial. La contradictoria realidad que se imponía desde el exterior generaba una con-
ciencia desgarrada frente a ésta. La soledad, la incomunicación, la vida en las grandes ciu-

49
dades se cuestionaban desde la creación literaria. Entonces, adquirieron nueva significación
otros planos de esa realidad. Los sueños, las fantasías, las alucinaciones, lo maravilloso y lo
absurdo se revelaban como nuevos caminos de esa búsqueda expresiva, en medio de una
capital de provincia o un pueblo del norte del país. A partir de este momento, la literatura se
inscribe, por una parte, en un intento de búsqueda, de ahondamiento en el sentido general
de la existencia y, por otra, como una actitud crítica y comprometida frente a la realidad
social e histórica (Mauro, 1992).

50
ANEXO II

DI BENEDETTO POR DI BENEDETTO11

He leído y he escrito. Más leo que escribo, como es natural, leo mejor que escribo.
He viajado. Preferiría que mis libros viajen más que yo.
He trabajado, trabajo. Carezco de bienes materiales (excepto la vivienda que ten-
dré).
Una vez, por algo que escribí, gané un premio, y después otro y después... hasta 20
de literatura, uno de periodismo y otro de argumentos de cine.
Una vez tuve una beca, que me dio el Gobierno de Francia, y pude estudiar algo en
París.
Un tiempo quise ser abogado y no me quedé en querer serlo, estudié mucho, aunque
nunca lo suficiente.
Después quise ser periodista. Conseguí ser periodista. Persevero.
Una época anduve de corresponsal extranjero (por ejemplo, revolución de Bolivia,
la que llevó al poder a René Barrientos).
Yo quería escribir para el cine. Pero en general no soy más que un espectador de ci-
ne, y también periodista de cine. Una vez fui al Festival de Berlín, y otra al de Cannes, y
otra a Hollywood, el día de los Oscar, y otra... Bueno, en el Festival de Mar del Plata un
año me pusieron en el jurado internacional de la Crítica.
Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires.
Nací el Día de los Muertos del año 22.
Música, para mí, la de Bach y la de Beethoven. Y el “cante jondo”.
Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Coche no tengo.
Prefiero la noche. Prefiero el silencio. (Di Benedetto, 2007: 35).

11
Autobiografía escrita por encargo en 1968 para una publicación de Alemania occidental.

51
ANEXO III

BIOGRAFÍA

Antonio Di Benedetto nació en Mendoza el 2 de noviembre de 1922, publicó sus primeros


cuentos, “Diarios de mi felicidad trunca” y “Soliloquio de un príncipe niño”, en la década
del cuarenta. También se incorporó al periodismo profesional en el diario La Libertad y, en
Buenos Aires, en el diario La Nación. Estudió algunos años de abogacía, sin embargo, lue-
go terminó sus estudios en Bellas Artes. En 1960 el gobierno de Francia le otorgó una beca
para estudiar en París, donde tomó unos cursos de civilización francesa en la Sorbona. En
los años 70 trabajó como crítico de cine y fue invitado por el Senado de Berlín al Festival
Cinematográfico Internacional. Más tarde, en 1975, la Fundación John Simon Gugenheim
(Nueva York) le otorgó una beca como autor de obras de imaginación en prosa y fue elegi-
do miembro de la Academia Argentina de Letras. El 24 de marzo de 1976 fue detenido por
la Junta Militar en la redacción del periódico Los Andes. Los diarios de la época anunciaron
la liberación del autor mendocino después de dieciocho meses de detención:

El autor y periodista Antonio Di Benedetto ha dejado de estar a dispo-


sición del Poder Ejecutivo Nacional [...]. En octubre del año pasado, un
grupo de importantes escritores dirigió una carta al presidente de la Na-
ción pidiéndole su intervención. La firmaron Victoria Ocampo, Manuel
Mujica Láinez, Silvina Bullrich, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges y el
Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll, entre otros. En el texto se con-
sidera a Di Benedetto una de las glorias argentinas. (1977: 1).

El 3 de septiembre recuperó su libertad, dejó la ciudad de La Plata y se estableció


por un tiempo en Buenos Aires, pero luego se exilió en Estados Unidos, en Francia y en
España. Regresó a la Argentina en 1984, para un homenaje en el Centro Cultural General
San Martín y se instaló definitivamente en el país. En 1986 la editorial Alianza publicó en
Madrid su novela Sombras, nada más... Murió el 10 de octubre de ese mismo año, a raíz de
un accidente cerebrovascular.
Algunas de sus obras publicadas son Mundo animal (1953), El pentágono (1955; re-
editado en 1974 con el título Anabella), Zama (1956), Grot (1957; reeditado en 1969 con el
título Cuentos claros), Declinación y Ángel (1958), El cariño de los tontos (1961), El silen-

52
ciero (1964), Los suicidas (1969), Absurdos (1978) y Sombras nada más... (1984).
Algunos de los premios que recibió fueron: Primer Premio Región Andina de los
Premios Nacionales de Literatura y el Premio Provincial D’Accurzio por Grot (1957); Pri-
mer Premio del Concurso Nacional de Cuentos del diario La Razón, por “Caballo en el sali-
tral” (1958); Primer Premio de la Fiesta de las Letras de Necochea, con El silenciero
(1965); Primera mención (1967) para Los suicidas, otorgada por el voto unánime del jurado
del Concurso de la Novela Primera Plana-Editorial Sudamericana, Gabriel García Márquez,
Augusto Roa Bastos y Leopoldo Marechal; expresión de reconocimiento de la UNESCO,
División Prensa, París, por su cooperación desde el periodismo en materia de cultura y edu-
cación (1968); Caballero Oficial de la Orden del Mérito (1969), condecorado por el gobier-
no de la República de Italia; premio de Roma Italia-America Latina (1979) por Zama; pre-
mio Kónex de Platino al mejor novelista (1984); y el Gran Premio de Honor de la Sociedad
Argentina de Escritores (1986), entre otros.

53
ANEXO IV

Encuentro con Alain Robbe-Grillet en el año 1963

En el exilio español, junto a Juan José Saer, Nicolás Sarquís y Hugo Gola

54
Con Juan Carlos Onetti, en un Congreso de escritores

En Buenos Aires, antes de su muerte, junto al


retrato de Dostoievsky

55
Con el crítico alemán, traductor de Zama, Günter Lorenz

Con Friedl Zapata, en la Universidad de Heidelberg en los 80

56
Junto a los reyes de España, Juan Carlos y Sofía

Junto a Jorge Luis Borges en la conferencia que dictó en


Buenos Aires en 1958

57
BIBLIOGRAFÍA

PUBLICACIONES DE ANTONIO DI BENEDETTO

DI BENEDETTO, A. (2007) Cuentos completos de Antonio Di Benedetto, Buenos Aires:


Adriana Hidalgo.
-------- (1999 a) El silenciero, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
-------- (1999 b) Los suicidas, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
-------- (2000) Zama, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

PUBLICACIONES CRÍTICAS SOBRE SU OBRA

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NÉSPOLO, J. (2004) Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di
Benedetto, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

ARTÍCULOS PUBLICADOS EN DIARIOS

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BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA SOBRE FILOSOFÍA Y TEORÍA LITARARIA

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