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Los “derechos humanos” como derechos de

propiedad

Por Murray N. Rothbard.

(Publicado el 18 de mayo de 2007)


Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/2569.
[Este artículo está extraído de La ética de la libertad]

Los liberales generalmente quieren preservar el concepto de “derechos” para


derechos “humanos” como la libertad de expresión, al tiempo que niegan el
concepto de propiedad privada.[1] Y aún así, por el contrario, el concepto de
“derechos” sólo tiene sentido como derechos de propiedad. Pues no sólo no
hay derechos humanos que no sean derechos de propiedad, sino que los
primeros pierden su absolutismo y claridad y se convierten en difusos y
vulnerables cuando los derechos de propiedad no se usan como patrón.

En primer lugar, hay dos sentidos en los que los derechos de propiedad son
idénticos a los derechos humanos: uno, en que la propiedad sólo puede
atribuirse a humanos, de forma que su derecho a la propiedad es un derecho
que pertenece a seres humanos, y segundo, en que el derecho de la persona a
su propio cuerpo, su libertad personal, es un derecho de propiedad a su propia
persona, así como una “derecho humano”. Pero lo más importante para esta
explicación es que los derechos humanos, cuando no se exponen en forma de
derechos de propiedad, resultan ser vagos y contradictorios, haciendo que los
liberales debiliten esos derechos en nombre de la “policía pública” o el “bien
público”. Como escribí en otra obra:

Tomemos por ejemplo el “derecho humano” a la libertad de expresión.


La libertad de expresión se supone que significa el derecho de todos a
decir lo que queramos. Pero la pregunta que se olvida es: ¿Dónde?
¿Dónde tiene un hombre este derecho? Sin duda no lo tiene en una
propiedad que esté allanando. Es decir, tiene este derecho sólo en su
propiedad o en la de otro que se lo haya permitido, por donación o

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contrato. De hecho no existe algo así como un derecho independiente a
la “libertad de expresión”, sólo hay un derecho de propiedad de un
hombre: el derecho a hacer lo que quiera con lo suyo o a llegar a
acuerdos voluntarios con otros propietarios.[2]

En resumen, una persona no tiene un “derecho a la libertad de expresión”, lo


que sí tiene es el derecho a alquilar una sala y dirigirse a la gente que entre
allí. No tiene un “derecho a la libertad de prensa”, lo que sí tiene es el derecho
a escribir o publicar un panfleto y a venderlo a quienes deseen comprarlo (o a
regalarlo a quienes estén dispuestos a aceptarlo). Por tanto, lo que tiene en
cada uno de esos casos son derechos de propiedad, incluido el derecho de libre
contratación y transferencia que forman parte de esos derechos de propiedad.
No hay un “derecho de libre expresión” o de libre prensa extra más allá de los
derechos que pueda tener una persona en un caso determinado.

Además, realizando el análisis en términos de “derecho de libre expresión” en


lugar de derechos de propiedad lleva a confusión al debilitamiento del mismo
concepto de derechos. El ejemplo más famoso es la sentencia del Juez Holmes
de que nadie tiene derecho a gritar “Fuego” en un teatro abarrotado y por
tanto, que el derecho a la libertad de expresión no puede ser absoluto, sino que
debe debilitarse y atemperarse por razones de “policía pública”.[3] Y aún así,
si analizamos el problema en términos de derechos de propiedad veremos que
no hace falta ningún debilitamiento en lo absoluto de los derechos.[4]

Porque, lógicamente, quien grita es un cliente o el propietario del teatro. Si es


el dueño del teatro, está violando los derechos de propiedad de los clientes a
un disfrute tranquilo de la función, por lo que primeramente tomó su dinero.
Si es otro patrón, entonces está violando tanto el derecho de propiedad de los
demás clientes a ver la función como , pues está violando los términos de su
estadía. Pues esos términos sin duda incluyen no violar la propiedad del
propietario interrumpiendo la función que está representando. En cualquier
caso, puede ser imputado como violador de derechos de propiedad; por tanto,
cuando nos concentramos en los derechos de propiedad afectados, vemos que
el caso de Holmes no implica necesidad alguna de que la ley debilite la
naturaleza absoluta de los derechos.

De hecho, el Juez Hugo Black un bien conocido “absolutista” a favor de la


“libertad de expresión”, dejaba claro, en una mordaz crítica del argumento de
“gritar ‘fuego’ en un teatro abarrotado” de Holmes, que la defensa de Black de

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la libertad de expresión se basaba en los derechos a la propiedad privada. Así,
Black decía:

Ayer fui contigo al teatro. Me di cuenta de que si nos hubiéramos


levantado y dado vueltas al teatro, dijéramos algo o no, habríamos sido
arrestados. Nadie ha dicho nunca que la Primera Enmienda dé a la gente
el derecho a ir a cualquier parte en el mundo a la que queramos ir o a
decir lo que quieran decir. Comprar el billete de entrada no compra el
derecho a dar allí un idscurso. Tenemos en este país un sistema de
propiedad que está también protegido por la Constitución. Tenemos un
sistema de propiedad, lo que significa que un hombre no tiene derecho a
hacer lo que quiera donde quiera. Por ejemplo, me sentiría algo mal si
alguien intentara entrar en mi casa y decirme que tiene un derecho
constitucional a entrar allí porque quiere hacer un discurso contra el
Tribunal Supremo. Entiendo el derecho de la gente a realizar un
discurso contra el Tribunal Supremo, pero no quiero que lo haga en mi
casa.

Hay un maravilloso aforismo acerca de gritar “fuego” en un tetaro


abarrotado. Pero no tienes que gritar “fuego” para ser arrestado. Si una
persona crea un desorden en un teatro, se lo llevarán por lo que haya
voceado, sino por vocear. Se lo llevarán no por las opiniones que tenga,
sino porque pensaron que no tenía ninguna opinión que quisieran
escuchar ahí. Ésa es la forma en que yo respondería, no por lo que haya
gritado, sino porque ha gritado.[5]

Hace unos años, el teórico político Bertrand de Jouvenel reclamó de forma


parecida el debilitamiento de los derechos de libre expresión y de reunión en
lo que llamaba el “problema del presidente”, el problema de asignar tiempo o
espacio en un lugar de reunión o periódico o delante de un micrófono, en los
que escritores o locutores creen tener un “derecho” de libre expresión en el
uso del recurso.[6] Lo que no veía Jouvenel era nuestra solución al “problema
del presidente”: replantear el concepto de los derechos en términos de
propiedad privada en lugar de en términos de libertad de expresión o reunión.

En primer lugar, podemos advertir que en cada uno de los ejemplos de


Jouvenel (un hombre que acude a una asamblea, una persona que escribe una
carta al director y un hombre pidiendo tiempo para discutir en la radio), el
tiempo o espacio escaso ofreció es gratis. Estamos en medio de lo que en

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economía se conoce como “el problema del racionamiento”. Tiene que
asignarse un recurso valioso y escaso: ya sea tiempo en la tribuna, enfrente del
micrófono o espacio en un periódico. Pero como el uso del recurso es gratuito,
la demanda para obtener este tiempo y espacio excede con mucho la ofert y
por tanto se desarrolla una aparente “escasez” del recurso. Como en todos los
casos de escasez y de colas causadas por precios inexistentes o bajos, los
demandantes insatisfechos se quedan con un sentimiento de frustración y
resentimiento al no obtener el uso del recurso que creen merecer.

Un recurso valioso, si se asigna mediante precios, debe asignarse por su dueño


de otra forma. Debería advertirse que todos los casos de
Jouvenel podrían asignarse con un sistema de precios, si así lo deseara el
propietario. El presidente de la asamblea podría pedir precios para plazas
escasas en la tribuna y luego otorgarlas a quienes más ofrezcan. El productor
de radio podría hacer lo mismo con los participantes en su programa. (De
hecho, es lo que hacen los productores cuando venden tiempo a patrocinadores
individuales). Así no habría escaseces ni sentimientos de resentimiento por
una promesa incumplida (“igual acceso” del público a la columna, la tribuna o
el micrófono).

Pero más allá de la cuestión de los precios, hay una materia más profunda
afectada, pues si mediante precios o cualquier otro criterio, el recurso debe, en
todos los casos, ser asignado por su dueño. El propietario de la estación de
radio o del programa (o su gestor) alquila, o regla, tiempo de radio como
decida; el propietario del periódico o su redactor jefe, asigna el espacio para
cartas en la forma en que elija; el “propietario” de la asamblea y su agente
designado o presidente, asigna el espacio en la tribuna en la forma en que
decida.

El hecho de que la propiedad sea el asignador definitivo nos da la pista para la


solución apropiada del “problema del presidente” de Jouvenel. Porque quien
escribe una carta a un periódico no es el propietario de éste, por lo que, por
tanto, no tiene derecho a, sino sólo puede solicitar espacio en el diario, una
solicitud sobre la que elpropietario tiene derecho absoluto a conceder o
denegar. El hombre que pide hablar en una asamblea no tienederecho a hablar,
sino sólo a solicitar que el propietario o su representante, el presidente, decida
sobre ello. La solución es redefinir el significado del “derecho a la libertad de
expresión” o “de reunión”: en lugar de usar el concepto vago y, como
demuestra Jouvenel, inoperable concepto de algún derecho igual al espacio o
tiempo, deberíamos centrarnos en el derecho de propiedad privada. Sólo

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cuando el “derecho a la libertad de expresión” se trata simplemente como una
subdivisión del derecho de propiedad se convierte en válido, operable y
absoluto.

Esto puede verse en el “derecho al proselitismo” propuesto por Jouvenel.


Jouvenel dice que hay un “sentido en el que el derecho de expresión puede
ejercerse por todos y cada uno: es el derecho al proselitismo”, a hablar y tratar
de convencer a la gente con la que uno se reúne y luego a congregarlos en una
sala y así “crear una congregación” por uno mismo. Aquí, Jouvenel se ocupa
de la solución adecuada sin atenerse firmemente a ella. Pues lo que realmente
está diciendo es que “el derecho a la libre expresión” sólo es válido y
operativo cuando se usa en el sentido del derecho a hablar a la gente, a tratar
de convencerla, a alquilar un local para dirigirse a la gente que desee acudir,
etc. Pero este sentido del derecho de la libre expresión es, en realidad, parte
del derecho general de un apersona a su propiedad. (Por supuesto, siempre que
recordemos el derecho de otra persona a no ser objeto de proselitismo si no
quiere, es decir, su derecho a no escuchar). Pues el derecho de propiedad
incluye el derecho a la propiedad propia y a realizar contratos de mutuo
acuerdo e intercambio con los dueños de otras propiedades. El “proselitista”
de Jouvenel que alquila un local y se dirige a su congregación, no está
jerciendo y vago “derecho a la libre expresión”, sino una parte de su derecho
general de propiedad. Jouvenel casí reconoce esto cuando considera el caso de
dos hombres, “Primus” y “Secundus”:

Primus (…) ha reunido con esfuerzo y problemas a una congregación


por su propio trabajo. Un externo, Secundus, entra y reclama el derecho
a dirigirse a esta congregación basándose en el derecho a la libre
expresión. ¿Está obligado Primus a darle su espacio? Lo dudo. Pude
responder a Secundus: “Yo he creado esta congregación. Ve y haz tú lo
mismo”.

Precisamente. En resumen, Primus posee la reunión: ha alquilado el local, ha


convocado la reunión y ha establecido las condiciones y a quienes no les
gusten esas condiciones son libres de quedarse o irse. Primus tiene un derecho
de propiedad en la reunión; Secundus no tiene ningún derecho de propiedad y
por tanto ningún derecho a hablar en la reunión.

En general, esos problemas que parecen requerir que se debiliten los derechos
son aquéllos en los que laubicación de la propiedad no está definida con

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precisión, en resumen, cuando confunden los derechos de propiedad. Por
ejemplo, muchos problemas de la “libertad dee xpresión” se producen en las
calles propiedad del gobierno: vgr., ¿debería un gobierno permitir un mitin
político que pretende interrumpir el tráfico o ensuciar las calles con octavillas?
Pero todos estos problemas que aparentemente requieren que la “libertad de
expresión” no sea absoluta son realmente problemas debidos a no definir los
derechos de propiedad. Como las calles son generalmente propiedad del
gobierno, el gobierno es en estos casos “el presidente”. Y así el gobierno,
como cualquier otro propietario, afronta el problema de cómo asignar sus
recursos escasos. Supongamos que un mitin político en las calles sí bloqueará
el tráfico; por tanto, la decisión del gobierno no implica tanto un derecho a la
libertad de expresión como la asignación de espacio en la calle por parte de su
propietario.

En otro lugar donde los derechos y la ubicación de la propiedad están mal


definidos y por tanto donde los conflictos son insolubles es el caso de las
asambleas del gobierno (y sus “presidentes”). Pues, como hemos apuntado,
cuando un hombre o grupo alquila un local y nombra a un presidente, la
ubicación de la propiedad está clara y Primus sabe qué hacer. ¡Pero qué pasa
con las asambleas gubernamentales? ¿Quién las posee? Nadie lo sabe
realmente y por tanto no hay forma satisfactoria o no arbitraria de resolver
quién ha de hablar y quién no, qué debe decidirse y qué no. En verdad que la
asamblea gubernamental se conforma bajo sus propias reglas, pero entonces
¿qué pasa si esas reglas no se acuerdan con gran parte de los ciudadanos? No
hay forma satisfactoria de resolver esta cuestión porque no hay una ubicación
clara del derecho de propiedad afectado. Dicho de otra forma: en el caso del
periódico o el programa de radio, está claro que el escritor de la carta y el
pretendido participante es el peticionario y el editor o productor
el propietario que toma la decisión. Pero en el caso de la asamblea
gubernamental, no sabemos quién puede ser el propietario. El hombre que
demande ser escuchado en un concejo municipal afirma ser un copropietario y
aún así no ha establecido ningún derecho de propiedad mediante compra,
herencia o descubrimiento, como los demás propietarios en todas las demás
áreas.

Volviendo a las calles, haya otros problemas controvertidos que se aclararían


rápidamente en una sociedad libertaria en la que toda la propiedad es privada
y tiene un propietario claro. En la sociedad actual, por ejemplo, hay un
continuo conflicto entre el “derecho” de los contribuyentes a tener acceso a las
calles propiedad del gobierno, frente a los deseos de los residentes de un

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barrio de verse libres de gente que consideran “indeseable” vagando por sus
calles.

Por ejemplo, en la ciudad de Nueva York hay ahora mismo fuertes presiones
de residentes de distintos barrios para impedir que se abran restaurantes de
McDonald’s en su zona, y en muchos casos han sido capaces de utilizar el
poder municipal para impedir que se establezcan las tiendas. Por supuesto, son
violaciones flagrantes del derecho de McDonald’s a la propiedad que ha
comprado. Pero los residentes sí tienen razón en un punto: la basura y la
atracción de elementos “indeseables” que serían “atraídos” por McDonald’s y
vagarían delante de él, en lascalles.

En resumen, de lo que se quejan realmente los residentes no es tanto del


derecho de propiedad de McDonald’s como de lo que consideran un “mal” uso
de las calles públicas. En resumen, se están quejando acerca del “derecho
humano” de cierta gente a pasear a voluntad por las calles públicas. Pero,
como contribuyentes y ciudadanos, estos “indeseables” indudablemente tienen
“derecho” a andar por las calles y, por supuesto, podríanvagar por allí, si así
lo desean, sin la atracción del McDonald’s. Sin embargo, en una sociedad
libertaria, en la que todas las calles tendrían un propietario privado, todo el
problema se resolvería sin violar los derechos de propiedad de nadie: pues
entonces los propietarios de las calles tendrían derecho a decidir quién tendrá
acceso a dichas calles y podrían por tanto alejar a los “indeseables”, si así lo
desean.

Por supuesto, los propietarios de calles que decidieran alejar a los


“indeseables” tendrían que pagar el precio, tanto los costes reales de policía
como las pérdidas de negocio de los comerciantes de su calle y la disminución
de flujos de visitantes a sus casas. Indudablemente en una sociedad libre se
producirían diversos patrones de acceso, con algunas calles (y por tanto,
barrios) abiertos a todos y otras con distintos grados de acceso restringido.

Igualmente, la propiedad privada de todas las calles resolvería el problema del


“derecho humano” a la libertad de inmigración. No hay duda del hecho de que
las actuales barreras migratorias restringen, no tanto un “derecho humano” a
emigrar, sino el derecho de los propietarios a alquilar o vender propiedades a
inmigrantes. No puede haber un derecho humano a inmigrar, pues ¿de quién
sería la propiedad que tendría que violentarse? En resumen, si “Primus” quiere
emigrar ahora de cualquier país a Estados Unidos, no podemos decir que tenga

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un derecho absoluto a emigrar a este territorio, pues ¿qué pasa con esos
propietarios que no le quieren en su propiedad? Por otro lado, puede haber, e
indudablemente hay, otros propietarios que acudirían prestos ante la
posibilidad de alquilar o vender propiedades a Primus y las leyes actuales
violan sus derechos de propiedad al impedirles hacerlo.

La sociedad libertaria resolvería toda la “cuestión de la inmigración” dentro


del marco de los derechos absolutos de propiedad. Pues la gente sólo tiene el
derecho a mudarse a aquellas propiedades y terrenos que los propietarios
deseen alquilarles o venderles. En la sociedad libre, en primer lugar, tendrían
el derecho a viajar sólo por aquellas calles cuyos propietarios se lo permitan y
luego a alquilar o comprar viviendas a propietarios dispuestos a ello. De
nuevo, igual que en el caso de los movimientos diarios en las calles, sin duda
aparecerían patrones de acceso migratorio diversos y variados.

Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela Austriaca. Fue economista,


historiador de la economía y filósofo político libertario.
Este artículo está extraído del capítulo 15 de La ética de la libertad.

[1] Un caso preclaro y contradictorio es el Profesor Peter Singer, que explícitamente


reclama preservar el concepto de derechos de libertad personal, mientras opta por el
utilitarismo en asuntos económicos y en el ámbito de la propiedad. Peter Singer, “The Right
to Be Rich or Poor”, New York Review of Books (6 de marzo de 1975).
[2] Murray N. Rothbard, Power and Market, 2ª ed. (Kansas City: Sheed Andrews and
McMeel, 1977), pp. 238-239.
[3] Sobre la sentencia de Holmes, ver Murray N. Rothbard, For A New Liberty, ed. rev.
(Nueva York: MacMillan, 1978), pp. 43-44 y Rothbard,Power and Market, pp. 239-
240. Para una crítica devastadora de la inmerecida reputación de Holmes como libertario
civil, ver H.L. Mencken, A Mencken Chrestomathy (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1947),
pp. 258-264.
[4] Además, la opinión de que el grito de “fuego” causa un pánico es determinística y es
otra versión de la falacia de la “incitación al desorden”discutida antes. La gente del teatro
ha de evaluar la información que les llega. Si no fuera así, ¿por qué no habría de ser un
delito advertir correctamente a la gente de un fuego real en un teatro si esto podría incitar
un pánico? El trastorno que implica gritar falsamente “fuego” es penalizable sólo como una

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violación de los derechos de propiedad explicados en el texto siguiente. Estoy en deuda con
el Dr. David Gordon acerca de este punto.
[5] Irving Dillard, ed., One Man's Stand for Freedom (Nueva York: Alfred A. Knopf,
1963), pp. 489-491.
[6] Bertrand de Jouvenel, “The Chairman's Problem”, American Political Science
Review (Junio de 1961): 305-332; lo esencial de esta crítica de Jouvenel apareció en
italiano en Murray N. Rothbard, “Bertrand de Jouvenel e i diritti di proprietá”, Biblioteca
della Libertá, nº 2 (1966): 41-45.
Published Tue, Sep 28 2010 6:36 PM by euribe
Filed under: La ética de la libertad, Murray Rothbard, derechos humanos, derecho
de propiedad

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