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El Corte Antropológico PDF
El Corte Antropológico PDF
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AUTOR: Édouard Boné
El «lugar del hombre en la naturaleza» es un viejo problema que ocupa a la reflexión desde
siempre. Unas tras otras, y cada una a su manera, según las épocas y las culturas, tanto las
tradiciones filosóficas y religiosas como las mitologías y las escrituras sagradas han querido
proponer una respuesta a la cuestión. Para unos, el ser humano es la esencia divina perdida,
de manera provisional, en la materia; para otros, objeto de una creación especial o fruto
de algún monstruoso orgasmo entre los dioses. Lo más frecuente es que el hombre ocupe al
menos un lugar específico, aparte del resto del mundo orgánico. La conciencia refleja de
esta especie, su señorío y su capacidad de transformación hacen que la experiencia personal y
la observación de su comportamiento inviten casi espontáneamente a reconocerle, a pesar
de su fragilidad, una originalidad radical en el seno del universo visible: una caña pensante.
«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?», pregunta en la tradición bíblica el salmo
8. «¿Qué es el hombre para que le des el mando sobre las obras de tus manos y todo lo
sometas bajo sus pies?». Esa cosa tan pequeña, frágil como un suspiro, efímera como la
hierba que verdea por la mañana y puede estar marchita por la noche, ese ser casi-nada, se
convierte a los ojos del salmista en un casi-dios, polvo inteligente, dotado de un gran
señorío y de una función de administración: pues se le confía el universo creado, recibido
originariamente en la gratitud, para que lo comprenda y lo administre. Después, cuando
llegue la hora de la ciencia y la tecnología, se apropiara de él.
Sin embargo, la racionalidad científica no podía dejar de llevar más lejos la cuestión.
Esta racionalidad no dejaba de reconocer una proximidad cierta entre el hombre y el
animal: sus estructuras anatómicas, las analogías de su funcionamiento y las semejanzas de
todo tipo justificaban la inscripción de la especie humana en la clasificación sistemática del
conjunto de la vida y, en particular, del reino animal. Con Linneo, el animal razonable de los
filósofos se convertía, en el seno del orden de los primates y, más concretamente aún, en el
de los bimanos, en Homo sapiens.
«No podíamos cometer un error más trágico», replica Ernst Mayr. Y la antropología moderna
conoce hoy una ruptura clara con respecto a la ciencia de principios de siglo, en cuanto que
detecta una discontinuidad radical en el seno del proceso evolutivo de la vida en estado de
presión: la aparición del hombre corresponde a un acontecimiento de orden emergente.
Para emplear la expresión de G.G. Simpson, el hombre es un primate, pero un primate-
distinto-de-los-otros-primates. En relación con el resto del mundo biológico, vegetal y
animal, la ciencia moderna ve en él «un reino nuevo» (J. Piveteau), una «nueva especie de
vida», un «ser verdaderamente único» (J. Huxley), una «originalidad biológica». Según
las expresiones de Teilhard de Chardin, el hombre ocupa en la naturaleza una posición-
clave, una posición de eje principal, una posición polar.
El enderezamiento del primate es, a buen seguro, el más antiguo indicio detectable de una
hominización en marcha. Es perfectamente reconocible en la morfología de la pelvis, del
hueso sacro y del área ilíaca en particular, en la progresiva angulación del cuello del fémur
y en la estructura del pie. La documentación paleontológica a este respecto es elocuente y llega
hasta hace más de tres millones de años, en el Afar etíope. Este enderezamiento modifica de
manera fundamental las condiciones de existencia. Parece condicionado al menos por las
circunstancias ecológicas y determina un nuevo comportamiento. Aparece la liberación de las
extremidades anteriores, la capacidad de transporte y, en consecuencia, de movilidad y de
desplazamiento; acaece la primera liberación del esqueleto facial, el descenso de la laringe:
condiciones remotas todas ellas, y realizadas ahora, para la función artesanal por una parte, y
para las capacidades lingüísticas por otra, en espera de que un cerebro adecuado venga a
activarlas un día.
Toda la vida de relación queda así modificada en virtud del enderezamiento de la posición
que se produjo en el grupo humano: quedan radicalmente transformados la sexualidad, la
reproducción y los cuidados maternos. Acabamos de evocar lo que la verticalidad proporciona a
la mujer y al hombre, en lo que se refiere al rostro y a la expresión. A través de esa verticalidad
se hacen posibles la caricia de la mirada y de la mano y la luz de la sonrisa. La misma
intimidad sexual se carga de una calidad radicalmente nueva, desde el momento en que, al
acercarse, los socios se ofrecen su rostro y pueden decirse palabras de amor; y desde que la co-
adaptación y el mutuo deseo de las zonas erógenas, ampliamente situadas en un plano frontal,
tienen lugar entre dos seres que están uno frente al otro y son capaces de intercambiar en
un mismo movimiento el calor de su abrazo físico, la sonrisa de su alma, la llama de sus ojos, la
ternura de su expresión verbal y la aguda cima de su conciencia.
En la evolución de la vida y de la sexualidad, el mestizaje de los genes y el contacto de los
individuos en busca de permanencia se lleva a cabo de muchas maneras: desde la irrigación de
los huevos y la freza de los peces, hasta las diversas formas de celo y de coito. El corte
antropológico, en este ámbito de la renovación de la especie, consiste en que la generación se
eleva a otro plano: miradas, palabras, besos y caricias hacen que ahora la reproducción se lleve
a cabo a través de la comunión de dos personas.
Consciente y faber, el animal humano transforma su medio. Móvil y previsor, lo amplía a las
dimensiones del universo. Constituye, sin duda, la única especie ubicua, adaptada a todos lo
climas, ecológicamente compatible con todos los entornos, eventualmente capaz de abandonar
el planeta que la vio nacer. En él desarrolla, al menos de manera solidaria, el proyecto de que
hablamos más arriba, porque esta tierra le ha sido confiada: ejerce en ella una responsabilidad de
co-creador.
También esto es una nueva manifestación del corte antropológico. El mundo animal conoce el
fenómeno de la vida en sociedad: se ha descrito el hormiguero, la colmena, el banco de peces, la
horda, la carnada... Estas agrupaciones -rigurosas, organizadas, infinitamente vastas y
complejas en ocasiones-permanecen siempre, sin embargo, geográficamente limitadas. La
sociedad humana, en cambio, tiende a alcanzar dimensiones planetarias. Las comunicaciones y los
intercambios, superando los particularismos culturales, pretenden implicar gradualmente a la
totalidad de la especie y establecer una solidaridad universal. Ni las lentitudes ni las mismas
frustraciones experimentadas en la tarea de la construcción de una sociedad mundializada
pueden disimular su urgencia y su carácter orgánico.
Por último, podemos sugerir aún otras dos características absolutamente originales y
específicas del extraño primate humano: en primer lugar, la novedad antropológica de la muerte.
La ciencia moderna nos ha enseñado, ¡y con qué profundidad y realismo!, que somos
connaturales con todo el reino biológico; que estamos compuestos de los mismos materiales,
ácidos nucleicos, bases, proteínas, resultado de una prolongada evolución biológica; que
somos «nietos de babosas o de sanguijuelas», como habría dicho Jean Rostand; que somos una
«bacteria fallida», según Jacques Monod, y que pertenecemos al mismo orden de los primates
que los titís, los macacos y los babuinos; que compartimos con los chimpancés una sorprendente
identidad bioquímica; constituidos de la misma pasta, también nosotros somos mortales como
ellos. La gran novedad -aunque esencial, para decirlo todo- es que el hombre sabe que debe
morir: es incluso, con toda verosimilitud, el único animal que lo sabe. En consecuencia, sólo él,
en el seno de toda la creación, debe «existir con la muerte», en la perspectiva de la muerte, y
tiene que asumirla de algún modo para vivir.
Puesto que ha llegado a ser «filósofo», este animal, ahora razonable, no puede dejar de
interrogarse sobre su propia esencia y sugerirse posibles modelos que le pongan en situación de
comprender la extraña complejidad que es él para sí mismo. Y no se ha privado de ello, tal como
lo atestigua la larga historia del pensamiento en las diferentes culturas. Los conceptos de
cuerpo y alma, o de materia y espíritu, han sido empleados con frecuencia en las distintas
tradiciones. Sin embargo, aun teniendo en cuenta los innumerables matices que requieren,
distamos mucho de haber logrado la unanimidad, cosa que a menudo nos deja perplejos.
Es prudente reconocer, de entrada, la utilidad y la validez de la complementariedad de los
conceptos alma-cuerpo para describir fenomenológicamente la realidad del hombre tal
como la percibe la intuición empírica elemental. El ser humano es más que el individuo material,
físico, extenso, accesible a la bioquímica o a la cosmología. El vocablo alma es un término-
clave, casi irremplazable para designar la vida, el psiquismo, la apertura, la relación
característica del ser vivo, y del hombre en particular. Se habla del alma de un grupo, del alma
de un proyecto, de una nación, de una reunión. Decimos «en alma y cuerpo». No hay lengua ni
antropología ni cultura que pueda dispensarse de una cierta complementariedad para hablar
del hombre. Pero para precisar las rupturas y las continuidades propias del hombre que expresan
los vocablos empleados, sería indispensable una semántica rigurosa.
Esta manera de ver las cosas respeta las evidencias científicas, lo cual es un inmenso mérito.
Aceptaría incluso ver la conciencia, el pensamiento, la reflexión, como explícitamente producidas
por el cuerpo, que sería, por tanto, mucho más que un simple instrumento o vehículo. Ello haría
justicia a las observaciones de la evolución psíquica y comportamental en la serie animal, a la
gradual realización del hombre a lo largo del proceso de hominización, a las observaciones de la
neurofisiología y también de la clínica, respetando perfecta e íntegramente, por lo demás, el
carácter de discontinuidad y la ruptura antropológica detectados en el umbral emergencial del
hombre.
Al mismo tiempo, nos veríamos dispensados de esa extraña «infusión» del alma creada aparte,
como en reserva, y de ese juego escénico un tanto pueril y demasiado antropomórfico en verdad:
Dios vigilando de reojo la evolución del primate presionado hacia la humanidad, para
intervenir en el momento adecuado y dotarlo de un alma sin historia, sin pasado, sin
experiencia: una realidad casi monstruosa en un mundo en el que imperan el devenir y el
crecimiento. Para referirse al hombre, otro filósofo dominico, el padre Sertillanges, había hablado
ya en los años cuarenta de «discontinuidad metafísica aliada a una continuidad fenoménica». Sea
cual sea el carácter aún balbuciente de esta pista, parece que es fecunda y que está en
condiciones de reconciliar mejor las legítimas exigencias del pensamiento filosófico con los
datos ineludibles de la observación científica; y susceptible también de hacer que la
homogeneidad de la evolución orgánica y el corte antropológico sean rigurosamente
Íntercompatibles.
1
D. DUBARLE, «L'áme et l'immortalité»: Bulletin de I'Union Catholique des Scientifiques Fratifais 112 (1969), pp. 15-
26.