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CONCIENCIA (Ítalo Calvino)

Había un país sostenido por lo ilícito. No era que faltaran leyes, ni que el Sistema político no
estuviera basado en principios que más o menos todos declaran. Pero este sistema, articulado
alrededor de un gran número de centros de poder, necesitaba desmesurados recursos
financieros (los necesitaba porque cuando uno se acostumbra a disponer de mucha plata ya
no es capaz de concebir la vida de otra manera) y tantos medios se podían obtener tan sólo
ilícitamente, es decir pidiéndoselos a quienes los tenían, a cambio de favores ilícitos. Más
aún, el que podía dar plata a cambio de favores, en general ya había conseguido esa plata
mediante otros favores previos, por lo que resultaba un sistema económico en cierto modo
circular y no carente de cierta armonía.
Aunque se financiaran por estas vías ilícitas de los centros de poder era siquiera rozado por
sentimientos de culpa, ya que para la moral interna todo lo que se hacía por el interés del
grupo era licito. Más aún, benéfico, porque cada grupo identificaba el propio poder con el
bien común; la ilegalidad que en toda transacción ilícita a favor de entidades colectivas es
usual que una cierta porción se quede en manos de personas particulares, como merecida
recompensa a las indispensables diligencias realizadas en la mediación y consecución del
dinero: así que el acto ilícito que para la moral interna del grupo era licito, implicaba dejar
un pequeño margen de acto ilícito incluso para esa moral. Pero, bien mirado, el particular
que llegaba a embolsillarse una comisión individual tomándola de la comisión colectiva,
estaba seguro de que si había conseguido una ganancia personal era para poder obtener una
ganancia colectiva, es decir que podía convencerse sin ninguna hipocresía de que su conducta
no sólo era licita sino también benéfica.
Este país tenía también, al mismo tiempo, un dispendioso presupuesto oficial alimentado por
los impuestos sobre cualquier actividad lícita, y financiaba lícitamente a todos aquellos que
licita o ilícitamente lograban hacerse financiar. Como en aquel país nadie estaba dispuesto
no digamos a quebrar sino siquiera a tener que poner algo de su parte (y no se ve en nombre
de qué se podría pretender que alguien tuviera que poner lo suyo) las finanzas públicas se
dedicaban a reintegrar lícitamente, en nombre del bien común, los huecos dejados por las
actividades ilícitas que también se hacían en nombre del bien común. El cobro de los
impuestos, que en otras épocas y civilizaciones era capaz de estimularse haciendo un llamado
a los deberes cívicos, aquí volvía a ser con claridad un acto de fuerza (igual a lo que pasaba
en ciertas localidades, donde además del cobro por parte del estado existía también el que
hacían algunas organizaciones armadas o mafiosas), acto de fuerza al que el contribuyente se
resignaba para evitar mayores daños, a pesar de sentir -en lugar del alivio de la conciencia
tranquila- la desagradable sensación de una complicidad pasiva con 1a mala administración
de la cosa pública y con los privilegios de las actividades ilícitas, por lo general exentas de
toda carga impositiva.
Una que otra vez, cuando uno menos se lo esperaba, un tribunal resolvía aplicar la ley,
provocando pequeños terremotos en algunos centros de poder e incluso arrestos de personas
que habían tenido hasta ese momento sus buenas razones para considerarse intocables.
En estos casos la sensación prevalente, en lugar de la satisfacción por el triunfo de la justicia,
era la sospecha de que se trataba de un ajuste de cuentas entre un centro de poder contra otro
centro de poder. Por esto se hacía difícil establecer si las leyes, a estas alturas, se podían usar
solamente como armas tácticas y estratégicas en las batallas internas entre los distintos
intereses ilícitos, o bien si los tribunales -para legitimar sus tareas institucionales- estaban
obligados a demostrar que también ellos eran centros de poder con intereses ilegítimos como
todos los otros.
Naturalmente una situación así era propicia también para las bandas de delincuentes de tipo
tradicional, que con los secuestros, los asaltos a bancos (y tantas otras actividades más
modestas que llegaban hasta el simple raponazo) se insertaban como un elemento imposible
de prever en el carrusel de los billones, haciéndole desviar a veces su camino hacia recorridos
subterráneos, desde donde tarde o temprano volvían a salir bajo mil formas inesperadas de
capitales lícitos o ilícitos.
Como opositoras al sistema, ganaban terreno las organizaciones del terror que, usando los
mismos medios para financiarse de los ilegales de siempre, y con un bien dosificado
cuentagotas de asesinatos distribuidos entre todas las categorías de los ciudadanos, ilustres y
oscuros, se proclamaban como única alternativa global al sistema.
Pero el verdadero efecto que tenían sobre el sistema era el de reforzarlo hasta volverse ellas
mismas su puntal indispensable, el que confirmaba la convicción de que éste era el mejor
sistema posible y de que no se lo debía cambiar en nada.
Así todas las formas de lo ilícito, desde las más divertidas hasta las más feroces se
aglomeraban en un sistema que tenía su estabilidad, solidez y coherencia, y en el que
muchísimas personas podían hallar su propio provecho práctico sin perder la ventaja moral
de sentirse con la conciencia tranquila. Los habitantes de aquel país habrían podido
declararse, pues, unánimemente felices, de no haber sido por una categoría de ciudadanos -
de todos modos bastante numerosa- a los que no se sabía bien qué papel atribuir: los
honrados.
Los honrados eran como eran no por algún motivo en especial (no podían ampararse en
grandes principios ni patrióticos ni sociales ni religiosos, que ya no tenían curso); eran
honestos por costumbre mental, por condicionamiento caracterial, por tic nervioso... En
últimas eran así y no podían hacer nada si las cosas que de veras les importaban no se podían
valorar directamente en dinero, si su cabeza funcionaba siempre según esos anticuados
mecanismos que relacionan la ganancia con el trabajo, la estima con el mérito, la propia
satisfacción con la satisfacción de otras personas. En aquel país de gentes que se sentían
siempre con la conciencia tranquila, ellos eran los únicos que vivían siempre preocupados,
preguntándose a cada instante lo que deberían haber hecho. Sabían que sermonear con la
moral a los demás, indignarse, predicar la virtud, son cosas que todos aprueban con gran
facilidad, de buena o de mala fe. Para ellos el poder no era suficientemente interesante como
para soñar con él por lo menos ese tipo de poder que les interesaba a los otros); no se hacían
ilusiones de que en otros países no existieran las mismas lacras, aunque estuvieran mejor
escondidas; y no tenían esperanzas de una sociedad mejor porque sabían que lo más probable,
siempre, es que las situaciones tiendan a empeorar.
¿Tenían que resignarse a la extinción? No, el consuelo de ellos consistía en pensar que del
mismo modo como al margen de todas las sociedades, durante milenios, se había perpetuado
una antisociedad de delincuentes, carteristas, ladronzuelos, estafadores, una antisociedad que
nunca había tenido ninguna pretensión de convertirse en la sociedad, sino únicamente la de
sobrevivir en los pliegues de la sociedad dominante y la de afirmar su propia manera de
existir en contravía de los principios consagrados, así también la antisociedad de los honrados
tal vez sería capaz de persistir todavía por siglos, al margen de los hábitos corrientes, sin otra
pretensión que la de vivir su propia diversidad, la de sentirse distintos de todo el resto, y de
este modo a lo mejor habría acabado por significar alguna cosa, algo esencial para todos, por
ser una imagen de algo que las palabras ya no saben nombrar, de algo que todavía no ha sido
dicho y todavía no sabemos qué es.

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