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ABRIL 4, 2018 POR LA OPINIÓN

Las sirenas de la nostalgia La Mirilla del tiempo:


Memorias de Ica, sin fronteras José Vásquez Peña

La nostalgia es un baúl que

está lleno de recuerdos

Danns Vega.

En Ica hubo dos sirenas. No se trata de las sirenas de la Odisea de Homero. Ni la que cantaba en el
mítico Coyungo de Gregorio Martínez. Me re ero a otras sirenas, a unos silbatos, a unos pitos que
sonaban potentes cuatro veces al día. Se escuchaban en todo Ica. Y marcaban nuestro ritmo de
vida. Esto acaeció durante las décadas del cincuenta y del sesenta de la centuria pasada. 

Cuando las fábricas desmotadoras de algodón y de producción de aceite y jabón de pepita de


algodón estaban en auge en el Perú, en Ica se instalaron dos de ellas: la COPSA y la Anderson
Clayton. Compraban la producción de algodón (el oro blanco) a los campesinos para procesarlo, ya
sea para elaborar las pacas de algodón desmotado o para transformar la pepita del algodón en
aceite y jabón. De ese proceso salía el jabón de pepita Pacocha, de color marrón claro, que era el
más consumido por la población, casi el único (llegó a competir con el detergente Ace, que era
importado). Se usaba tanto para asearse como para lavar la ropa. Igualmente se producía el aceite
Cocinero.
La COPSA estaba ubicada en la zona sur de la ciudad, entre las primeras cuadras de la calle Nicolás
de Rivera el Viejo, urbanización Luren, y la última cuadra de la calle Bolívar. A escasas tres cuadras al
oeste de mi barrio: Manzanilla. El amplio local de más de dos cuadras a la redonda aún existe. Parte
del terreno ya está ocupado por viviendas o locales que se han edi cado. Allí, por el lado de la calle
Bolívar, se han construido: el local de los juegos de diversión para los niños y el de la Institución
Educativa Privada “Señor de Luren”. La otra parte, la que da para la urbanización, está casi intacta,
conserva su estructura original intocable. Formaba el lado oeste del muro que hicieron para
amurallar la urbanización Luren.

La Anderson Clayton estaba ubicada en la zona norte de la ciudad, frente al local de la Institución
Educativa “San Luis Gonzaga”. Ocupaba toda la extensión que ocupa hoy en día el terminal de las
empresas de transportes Soyuz y Perú Bus.

Cada fábrica tenía una chimenea que se proyectaban al espacio, por encima de los locales. Se
divisaban desde lejos. La de la COPSA aún se yergue imponente en el paisaje cultural iqueño. Se
parecían (se parece en el caso de la que queda) a las que portaban los barcos: un largo tubo de
metal, de aproximadamente veinte metros de alto, con un diámetro de dos metros; salía por allí el
humo blanco que producía la caldera de la fábrica y el sonido de la sirena, similar a la de los barcos o
trenes de vapor, aunque más agudo.

Sonido. Recuerdo. Angustia. Tiempos aquellos que todavía se resisten a desaparecer.

Este sonido marcó el ritmo de vida de varias generaciones de iqueños. Era nuestra señal horaria
para ir al trabajo o al colegio. En sí, para los obreros de las fábricas representaba el llamado a sus
labores y la nalización de las mismas; sonaban cuatro veces al día: la sirena de la COPSA pitaba a
las ocho y doce de la mañana, y dos y seis de la tarde. La de la Anderson Clayton sonaba quince
minutos antes. Coincidía el sonido de los silbatos con la señal horaria o cial que se propalaba, a la
misma hora, por Radio Nacional del Perú.

De señal especí ca para los obreros de las fábricas aludidas, se convirtió en signo horario para toda
la comunidad.

¿Por qué sonaba?  Averiguando, encontré que ese sonido se debía a la presencia de vapor en la
caldera que al momento de ser liberado ocasionaba ese sonido, siendo propalado en el espacio.

En esa época era raro que, en Ica, una persona tuviera reloj. El que llevaba un reloj suizo Olma, que
era la marca más popular, sin dejar de ser caro, era considerado pudiente. En Ica, la gente se guiaba
por el sonido de las sirenas o por la hora que difundían las emisoras. En el campo, los campesinos
calculaban la hora por la sombra de los árboles. Y no solían equivocarse.

Mi vida de estudiante secundario, en la entonces Gran Unidad Escolar San Luis Gonzaga, estuvo
regida, como la de muchos estudiantes, por esa sirena. Por ejemplo, salía caminando desde
Manzanilla, donde vivía, bordeando las siete y treinta de la mañana. El primer silbato (el de la fábrica
Anderson Clayton, que sonaba a las siete y cuarenta y cinco de la mañana.) me sorprendía en la calle
Lima, a la altura del antiguo Cine Ica. Tenía que apresurar el paso para llegar antes de las 8 de la
mañana. En esa época, la disciplina, en el emblemático San Luis, era rígida. El que llegaba después
del sonido de la sirena de las ocho de la mañana (el de la COPSA) era castigado. En la puerta de
entrada principal del Colegio estaba vigilando el sub o cial Churango, el más temido y recto
profesor de Instrucción Pre Militar, haciendo formar a los tardones. ¡Cuánto le debemos a él en
nuestra correcta formación ciudadana! Luego de 5 minutos, los hacía ingresar. El castigo era:
cincuenta exiones, cincuenta ranas y veinte vueltas al patio principal, antes de ingresar a las aulas.

Con ese incentivo, ¡Quién llegaba tarde!

Felizmente existían las sirenas que ordenaban el acaecer de los iqueños, marcando nuestro ritmo.

Hoy en día el recuerdo y el sonido, que parece latente aún, son sinónimo de nostalgia para quienes
vivimos esos tiempos quiméricos. Sin embargo, ota imperecedera en mi mente y en el paisaje
verbal que les estoy tras riendo.

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