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Salmo 5
La oración de la mañana para obtener la ayuda del Señor
1. "Por la mañana escucharás mi voz; por la mañana te expongo mi causa y me quedo
aguardando". Con estas palabras, el salmo 5 se presenta como una oración de la mañana y, por
tanto, se sitúa muy bien en la liturgia de las Laudes, el canto de los fieles al inicio de la jornada.
Sin embargo, el tono de fondo de esta súplica está marcado por la tensión y el ansia ante los
peligros y las amarguras inminentes. Pero no pierde la confianza en Dios, que siempre está
dispuesto a sostener a sus fieles para que no tropiecen en el camino de la vida.
"Nadie, salvo la Iglesia, posee esa confianza" (san Jerónimo, Tractatus LIX in psalmos, 5, 27: PL
26, 829). Y san Agustín, refiriéndose al título que se halla al inicio del salmo, un título que en su
versión latina reza: "Para aquella que recibe la herencia", explica: "Se trata, por consiguiente, de
la Iglesia, que recibe en herencia la vida eterna por medio de nuestro Señor Jesucristo, de modo
que posee a Dios mismo, se adhiere a él, y encuentra en él su felicidad, de acuerdo con lo que
está escrito: "Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra" (Mt 5, 4)"
(Enarrationes in Psalmos, 5: CCL 38, 1, 2-3).
2. Como acontece a menudo en los salmos de súplica dirigidos al Señor para que libre a los fieles
del mal, son tres los personajes que entran en escena en este salmo. El primero es Dios (vv. 2-7),
el Tú por excelencia del salmo, al que el orante se dirige con confianza. Frente a las pesadillas de
una jornada dura y tal vez peligrosa, destaca una certeza. El Señor es un Dios coherente, riguroso
en lo que respecta a la injusticia y ajeno a cualquier componenda con el mal: "Tú no eres un Dios
que ame la maldad" (v. 5).
Una larga lista de personas malas -el malvado, el arrogante, el malhechor, el mentiroso, el
sanguinario y el traicionero- desfila ante la mirada del Señor. Él es el Dios santo y justo, y está
siempre de parte de quienes siguen los caminos de la verdad y del amor, mientras que se opone a
quienes escogen "los senderos que llevan al reino de las sombras" (cf. Pr 2, 18). Por eso el fiel no
se siente solo y abandonado al afrontar la ciudad, penetrando en la sociedad y en el torbellino de
las vicisitudes diarias.
3. En los versículos 8 y 9 de nuestra oración matutina, el segundo personaje, el orante, se
presenta a sí mismo con un Yo, revelando que toda su persona está dedicada a Dios y a su "gran
misericordia". Está seguro de que las puertas del templo, es decir, el lugar de la comunión y de la
intimidad divina, cerradas para los impíos, están abiertas de par en par ante él. Él entra en el
templo para gozar de la seguridad de la protección divina, mientras afuera el mal domina y
celebra sus aparentes y efímeros triunfos.
La oración matutina en el templo proporciona al fiel una fortaleza interior que le permite afrontar
un mundo a menudo hostil. El Señor mismo lo tomará de la mano y lo guiará por las sendas de la
ciudad, más aún, le "allanará el camino", como dice el salmista con una imagen sencilla pero
sugestiva. En el original hebreo, esta serena confianza se funda en dos términos (hésed y
sedaqáh): "misericordia o fidelidad", por una parte, y "justicia o salvación", por otra. Son las
palabras típicas para celebrar la alianza que une al Señor con su pueblo y con cada uno de sus
fieles.
4. Por último, se perfila en el horizonte la oscura figura del tercer actor de este drama diario: son
los enemigos, los malvados, que ya se habían insinuado en los versículos anteriores. Después del
"Tú" de Dios y del "Yo" del orante, viene ahora un "Ellos" que alude a una masa hostil, símbolo del
mal del mundo (vv. 10 y 11). Su fisonomía se presenta sobre la base de un elemento fundamental
en la comunicación social: la palabra. Cuatro elementos -boca, corazón, garganta y lengua-
expresan la radicalidad de la malicia que encierran sus opciones. En su boca no hay sinceridad, su
corazón es siempre perverso, su garganta es un sepulcro abierto, que sólo quiere la muerte, y su
lengua es seductora, pero "está llena de veneno mortífero" (St 3, 8).
5. Después de este retrato crudo y realista del perverso que atenta contra el justo, el salmista
invoca la condena divina en un versículo (v. 11), que la liturgia cristiana omite, queriendo así
conformarse a la revelación neotestamentaria del amor misericordioso, el cual ofrece incluso al
malvado la posibilidad de conversión.
La oración del salmista culmina en un final lleno de luz y de paz (vv. 12-13), después del oscuro
perfil del pecador que acaba de dibujar. Una gran serenidad y alegría embarga a quien es fiel al
Señor. La jornada que se abre ahora ante el creyente, aun en medio de fatigas y ansias,
resplandecerá siempre con el sol de la bendición divina. Al salmista, que conoce a fondo el corazón
y el estilo de Dios, no le cabe la menor duda: "Tú, Señor, bendices al justo y como un escudo lo
cubre tu favor" (v. 13).
Audiencia del Miércoles 30 de mayo de 2001
Queridos hermanos:
Por desgracia, habéis sufrido bajo la lluvia. Esperemos que ahora el tiempo mejore.
1. De manera muy incisiva, Jesús afirma en el Evangelio que los ojos son un símbolo expresivo del
yo profundo, un espejo del alma (cf. Mateo 6, 22-23). Pues bien, el Salmo 122, que se acaba de
proclamar, se sintetiza en un intercambio de miradas: el fiel alza sus ojos al Señor y espera una
reacción divina para percibir un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros
elevamos un poco los ojos y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.
Con frecuencia, en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, que «observa desde el cielo a los
hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Salmo 13, 2). El salmista,
como hemos escuchado, recurre a una imagen, la del siervo y la de la esclava, que miran a su
señor en espera de una decisión liberadora.
Si bien la escena está ligada al mundo antiguo a sus estructuras sociales, la idea es clara y
significativa: esta imagen tomada del mundo del antiguo Oriente quiere exaltar la adhesión del
pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo al Señor.
2. El orante está en espera de que las manos divinas se muevan, pues actuarán según justicia,
destruyendo el mal. Por este motivo, con frecuencia, en el Salterio el orante eleva sus ojos llenos
de esperanza hacia el Señor: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque Él saca mis pies de la
red» (Salmo 24, 15), mientras «se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios» (Salmo 68,4).
El Salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad: de
hecho, el Salmo pasa de la primera persona del singular --«a ti levanto mis ojos»-- a la del plural
«nuestros ojos» (Cf. versículos 1-3). Expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran
para difundir dones de justicia y de libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en
toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los
Números: «ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te
conceda la paz» (Números 6, 25-26).
Los fieles tienen necesidad de una intervención de Dios porque se encuentran en una situación
penosa, de desprecio y de vejaciones por parte de prepotentes. La imagen que utiliza ahora el
salmista es la de la saciedad: «estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos» (versículos 3-4).
Por este motivo, los justos han confiado su causa al Señor y no es indiferente a esos ojos
implorantes, no ignora su invocación ni la nuestra, ni decepciona su esperanza.
4. Al final, dejemos espacio a la voz de san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, quien con el
espíritu del salmista, da ritmo poético a la obra de Dios que nos llega a través de Jesús Salvador:
«Cristo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si estás ardiendo de
fiebre, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si tienes necesidad de ayuda, es
fuerza; si tienes miedo de la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las
tinieblas, es luz; si buscas comida, es alimento» («La virginidad« --«La verginità»--, 99: SAEMO,
XIV/2, Milano-Roma 1989, p. 81).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Santo Padre ofreció
esta síntesis en castellano:]
El Salmo de hoy, para exaltar la esperanza del oprimido, recurre a la imagen del esclavo que
espera de su amo la liberación. El orante eleva sus ojos hacia el Señor con la esperanza de que
revele toda su ternura y bondad derramando dones de justicia y libertad.
Los fieles, despreciados por los prepotentes e inmorales que, engreídos por su éxito y saciados por
su bienestar, desafían a Dios violando los derechos de los débiles, tienen necesidad de una
intervención divina. Confiando su causa al Señor, exclaman: «Piedad de nosotros». Y Él no
permanece indiferente, no defrauda su esperanza.
Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los sacerdotes
de Guadalajara; a los de las parroquias de la Candelaria, de Martínez; de la Asunción, de
Tlapacoyan; de la Piedad, de México; de la Asunción de Cárcer y de Cantalejo; también a los de
Argentina, a los de la Asociación «Dulce Mar» de Madrid y del Liceo de Ourense. Confiad vuestras
vidas al Señor. Él atiende siempre vuestras súplicas.
1. Ante nosotros tenemos el Salmo 123, un cántico de acción de gracias entonado por toda la
comunidad en oración que eleva a Dios la alabanza por el don de la liberación. El salmista
proclama al inicio esta invitación: «Que lo diga Israel» (versículo 1), estimulando a todo el pueblo
a elevar una acción de gracias viva y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de
parte de las víctimas, éstas, con sus pocas fuerzas, no hubieran sido capaces de liberarse y sus
adversarios, como monstruos, les hubieran descuartizado y triturado.
Si bien se ha pensado en algún acontecimiento histórico particular, como el final del exilio de
Babilonia, es más probable que el Salmo quiera ser un himno para agradecer intensamente al
Señor por haber superado los peligros y para implorarle la liberación de todo mal.
2. Después de haber mencionado al inicio a unos «hombres» que asaltaban a los fieles y eran
capaces de haberles «tragado vivos» (Cf. versículos 2-3), el canto tiene dos pasajes. En la primera
parte, dominan las aguas arrolladoras, símbolo para la Biblia del caos devastador, del mal y de la
muerte: «Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían
llegado hasta el cuello las aguas espumantes» (versículos 4-5). El orante experimenta ahora la
sensación de encontrarse en una playa, habiéndose salvado milagrosamente de la furia impetuosa
del mar.
La vida del hombre está rodeada de emboscadas de los malvados que no sólo atentan contra su
existencia, sino que quieren destruir también todos los valores humanos. Sin embargo, el Señor
interviene en ayuda del justo y le salva, como canta el Salmo 17: «Él extiende su mano de lo alto
para asirme, para sacarme de las profundas aguas; me libera de un enemigo poderoso, de mis
adversarios más fuertes que yo… El Señor fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me
salvó porque me amaba» (versículos 17-20).
3. En la segunda parte de nuestro canto de acción de gracias se pasa de la imagen marina a una
escena de caza, típica de muchos salmos de súplica (Cf. Salmo 123, 6-8). Evoca una bestia que
tiene entre sus fauces a su presa o una trampa de cazadores que captura a un pájaro. Pero la
bendición expresada por el Salmo nos da a entender que el destino de los fieles, que era un
destino de muerte, ha cambiado radicalmente gracias a una intervención salvadora: «Bendito el
Señor, que no nos entregó en presa a sus dientes; hemos salvado la vida, como un pájaro de la
trampa del cazador: la trampa se rompió, y escapamos» (versículos 6-7).
La oración se convierte en este momento en un suspiro de alivio que surge de lo profundo del
alma: incluso cuando se derrumban todas las esperanzas humanas, puede aparecer la potencia
liberadora divina. El Salmo concluye con una profesión de fe, que desde hace siglos ha entrado en
la liturgia cristiana como una premisa ideal de toda oración: «Adiutorium nostrum in nomine
Domini, qui fecit caelum et terram - Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la
tierra» (versículo 8). El Omnipotente se pone en particular de parte de las víctimas y de los
perseguidos «que están clamando a él día y noche» y «les hará justicia pronto» (Cf. Lucas 18,7-
8).
4. San Agustín ofrece un comentario articulado a este salmo. En primer lugar, observa que este
salmo propiamente lo cantan los «miembros de Cristo, que han alcanzado la felicidad». En
particular, «lo han cantado los santos mártires, quienes habiendo salido de este mundo, están con
Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos esos mismos cuerpos que antes eran
corruptibles. En su vida, sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad esos tormentos se
transformarán en adornos de justicia».
Pero en un segundo momento el obispo de Hipona nos dice que también nosotros podemos cantar
este salmo con esperanza. Declara: «También nosotros estamos animados por una esperanza
segura cantaremos exultando. No son extraños para nosotros los cantores de este Salmo… Por
tanto, cantemos todos con un solo corazón: tanto los santos que ya poseen la corona como
nosotros, que con el afecto nos unimos a su corona. Juntos deseamos esa vida que aquí abajo no
tenemos, pero que nunca podremos tener si antes no la hemos deseado».
San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica: «Los santos recuerdan los
sufrimientos que afrontaron y desde el lugar de felicidad y de tranquilidad en el que se encuentran
miran el camino recorrido; y, dado que hubiera sido difícil alcanzar la liberación si no hubiera
intervenido para ayudarles la mano del Liberador, llenos de alegría, exclaman: "Si el Señor no
hubiera estado de nuestra parte". Así comienza su canto. No hablan ni siquiera de aquello de lo
que se han librado por la alegría de su júbilo» (Comentario al Salmo 123, «Esposizione sul Salmo
123», 3: «Nuova Biblioteca Agostiniana», XXVIII, Roma 1977, p. 65).
1. Breve y solemne, incisivo y grandioso en su tono es el cántico que acabamos de elevar como
himno de alabanza al «Señor, Dios omnipotente» (Apocalipsis 15, 3). Es uno de los numerosos
textos de oración engarzados en el Apocalipsis, libro de juicio, de salvación y sobre todo de
esperanza.
La historia, de hecho, no está en manos de potencias oscuras, del azar o de opciones humanas.
Ante el desencadenamiento de energías malvadas, ante la irrupción vehemente de Satanás, ante
tantos azotes y males, se eleva el Señor, árbitro supremo de las vicisitudes de la historia. Él la
guía con sabiduría al alba de los nuevos cielos y de la nueva tierra, como se canta en la parte final
del libro bajo la imagen de la nueva Jerusalén (Cf. Apocalipsis 21-22).
Entonan el cántico que ahora meditaremos los justos de la historia, los vencedores de la bestia
satánica, los que a través de la aparente derrota del martirio edifican en realidad el mundo nuevo,
cuyo artífice supremo es Dios.
2. Comienzan exaltando las obras «grandes y maravillosas» y los caminos «justos y verdaderos»
del Señor (Cf. versículo 3). El lenguaje es el característico del éxodo de Israel de la esclavitud de
Egipto. El primer cántico de Moisés, pronunciado tras haber atravesado el Mar Rojo, ensalza al
Señor, «terrible en prodigios, autor de maravillas» (Éxodo 15, 11). El segundo cántico, referido
por el Deuteronomio al final de la vida del gran legislador, confirma que «su obra es consumada,
pues todos sus caminos son justicia» (Deuteronomio 32, 4).
Se quiere, por tanto, reafirmar que Dios no es indiferente ante las vicisitudes humanas, sino que
penetra en ellas realizando sus «caminos», es decir, sus proyectos y sus «obras» eficaces.
3. Según nuestro himno, esta intervención divina tiene un fin preciso: ser un signo que invita a
todos los pueblos de la tierra a la conversión. Las naciones deben aprender a «leer» en la historia
un mensaje de Dios. La aventura de la humanidad no es confusa y carente de significado, ni está
sometida a la prevaricación de los prepotentes y perversos.
Existe la posibilidad de reconocer la acción de Dios en la historia. El Concilio Ecuménico Vaticano
II, en la constitución pastoral «Gaudium et spes», invita al creyente a escrutar, a la luz del
Evangelio, los signos de los tiempos para ver en ellos la manifestación de la acción misma de Dios
(Cf. números 4 e 11). Esta actitud de fe lleva al ser humano a reconocer la potencia de Dios que
actúa en la historia, y a abrirse así al temor del nombre del Señor. En el lenguaje bíblico este
«temor» no coincide con el miedo, sino que es el reconocimiento del misterio de la trascendencia
divina. Por este motivo, se encuentra en el fundamento de la fe y se entrecruza con el amor:
«¿qué te pide tu Dios, sino que temas al Señor tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames,
que sirvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?» (Cf. Deuteronomio 10, 12).
Siguiendo esta línea, en nuestro breve himno, tomado del Apocalipsis, se unen el temor y la
glorificación de Dios: «¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre?» (15, 4). Gracias al
temor del Señor no se tiene miedo del mal que irrumpe en la historia y se retoma con vigor el
camino de la vida, como declaraba el profeta Isaías: «Fortaleced las manos débiles, afianzad las
rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: "¡Animo, no temáis"» (Isaías 35,3-4).
4. El himno concluye anunciando una procesión universal de los pueblos que se presentarán ante
el Señor de la historia, manifestado a través de sus «juicios» (Cf. Apocalipsis 15,4). Se postrarán
en adoración. Y el único Señor y Salvador parece repetirles las palabras pronunciadas la última
noche de su vida terrena: «¡Ánimo! yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33).
Y nosotros queremos concluir nuestra breve reflexión sobre el cántico del «Cordero victorioso» (Cf.
Apocalipsis 15, 3), entonado por los justos del Apocalipsis, con un antiguo himno del lucernario, es
decir, de la oración vespertina, que ya conocía san Basilio de Cesarea: «En el ocaso del sol, al ver
la luz de la noche, cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de Dios. Eres digno de ser
ensalzado en todo momento con voces santas, Hijo de Dios, tú que das la vida. Por eso el mundo
te glorifica» (S. Pricoco-M. Simonetti, «La oración de los cristianos» --«La preghiera dei
cristiani»--, Milano 2000, p. 97).