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Ensayo sobre la Unidad 1

Ramiro Luna
Legajo N° 47305

“Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya
me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí.”
Proust, Por el camino de Swan.

Si el Marqués de Custine, aquél guía del Hermitage que protagonizó la película de Sokúrov,
estuviese en cambio en la exposición universal de París de 1900, se maravillaría por como su
país llegó a tener en su capital lo que significaba el emblema de la civilización europea. Desde
pabellones nacionales que expresaban sus propios orgullos militares, culturales y territoriales, a
pabellones específicamente relacionados con el Progreso, que como nunca en el siglo XIX,
manifestaban un soberbio avance en cuestiones de la industria, el comercio y las ciencias. El
palacio de la electricidad, probablemente impresionó a los millones que asistieron a la
exposición tanto como si Custine lo hubiese visto. Sin embargo, el evento tenía más significados.
No solo reflejaba un mundo burgués pomposo, que los historiadores argumentan citando a
Zweig demasiadas veces. También ponía de manifiesto alianzas políticas que llamarían la
atención del marqués, como la centralidad de Rusia en la exposición; el aumento poblacional de
la misma París, al igual que en otras ciudades europeas; la transformación del estilo de vida a
uno más sustentable; y lo más importante, que se entrecruza en la entrada al nuevo siglo: la
maduración de la superación económica gracias al capitalismo monopólico y la disputa
internacional a Gran Bretaña, que según datos de producción, ya no crecía al ritmo de otras
potencias (Nouschi, 1999, p. 26). Todo esto hizo a las estructuras burocráticas más complejas,
debido al aumento de factores y actores en las negociaciones; a los problemas sociales que
preocupaban por su efervescencia, adhesión y sindicalización; y a que las potencias tenían en su
poder más territorios que antes, por los cuales debían velar y explotar. No obstante, la diplomacia
solucionaba cualquier problema futuro, a pesar de que la política finisecular no se asemejaba a la
conocida por Custine.
Pero aunque el siglo XIX europeo culminaba con aquella relativa estabilidad, solo con algunos
ecos de enfrentamientos (nada cercano al rugido de guerra de años más tarde), toda primavera
tiene sus días lluviosos, como pintaría Caillebotte. Que las batallas que existieron nunca
afectaron el orden general de Europa, no implica que la conclusión general se mantenga cuando
nos acerquemos a determinadas regiones o expresiones que sectores de la sociedad pueden
manifestar a través del arte o la ciencia. Es cierto que la misma definición de “siglo pacífico y de
crecimiento”, que los historiadores adhieren, puede ser a la vez una crítica. Develando una
cosmovisión de solo una parte de la sociedad, que busca y puede imponer esa imagen por su
lugar mismo de privilegio. En consecuencia, es importante destacar sus contradicciones pero con
la condición de asumir que aquello era un sentimiento verdadero (de caso contrario se juzgaría) a
pesar de no estar exento de fisuras.
Si nos referimos al arte y la ciencia, hay que recordar que esas expresiones y creaciones
provienen de sectores que manejan un caudal privilegiado de saberes que el grueso de la
sociedad no tiene. Aquí hay una pericia de estilo filosófico que es preguntarse, generar dudas,
cuando todo parece certeza (de lo contario, se criticaría cuando los cañones suenan, y eso no
parece muy lúcido). Un ejercicio que suele rompe los parámetros utilitarios del pensamiento y
que, hay que decirlo, en algunos casos tiene como condición un presente y estilo de vida estable,
pero no por ello a salvo de las transformaciones que lo rodean. Porque el Progreso finisecular
tiene esta dualidad de seguridad material, confianza y coherencia para los dominantes, pero
también cambios bruscos llenos de enfrentamientos, inseguridad y sospecha, al atentar en algún
futuro cercano a aquellas posiciones.
Probablemente porque las huelgas continuaban y los ataques a políticos también (desde
bombas en parlamentos, al asesinato del rey Humberto I de Italia y al presidente Carnot de
Francia), no es novedad que las opiniones sobre estos hechos exijan castigos, generen paranoia y
hagan best seller a libros que buscaban prever esos problemas bajo el matiz científico. Quizás
desde una posición de poder, siempre existe una idea de amenaza constante frente a lo
desconocido y a lo que se desprecia. No es una visión para nada contradictoria, sino una
búsqueda de seguridad. Aferrarse a algo que los mantenga en su lugar dominante y conocido.
Veremos ejemplos de cómo en algunos casos se mira hacia el pasado, al interior o incluso hacia
la periferia.
Nietzsche, era crítico al orden de esas cosas y del optimismo que generaba, contradiciendo a
los optimistas que ubicaban a la humanidad en su mejor esplendor. De hecho para él era todo lo
contrario, e incluso eso debía superarse, no resignarse a esperar lo peor. Lo que sí podía coincidir
con el pensamiento burgués de la época, era la condena a la democracia que igualaba a
desiguales, avanzaba fuertemente en Europa y que nos recuerda al debate iniciado por la
Revolución francesa sobre la disonancia entre la igualdad y la libertad. El filósofo alemán
criticaba a los socialistas (y también al Estado) por buscar, según él, aplicar el idealismo cristiano
al mundo terrenal. Desde socialismo, esa “sociedad ideal” fue avanzando pequeños pasos con las
nuevas legislaciones sociales para el cambio de siglo, revelando algunas paradojas: que la
dinastía Hohenzollern, catalogada como conservadora, tenía leyes sociales antes que Gran
Bretaña o Francia (países del progreso y la igualdad); y que estos derechos refutaban la
decadencia profetizada por el marxismo sobre el sistema capitalista. Nietzsche y la idea del
“super-hombre”, para los marxistas, era la voluntad de poder de una clase amenazada. (Nouschi,
1999, p. 43)
Lo cierto es que, crisis del capitalismo o no, en cuestiones materiales la burguesía había
mejorado indudablemente su nivel de vida: las novedades médicas, los cambios en la
alimentación y de infraestructura, como los alcantarillados en las ciudades por políticas
higienistas, les llegaban primero a ellos y después descendía en la escala social. Sin embargo, esa
homogeneización los alarmaba (Mosse, 1988, p.26). No se trataba solo del voto. La conquista
paulatina de los espacios públicos por parte de las masas también era un problema. Incluso en
cuestiones educativas, a pesar de que tanto las clases bajas como las privilegiadas sabían que
aquellos jamás lograrían asistir a universidades prestigiosas (recordemos que un título y
formación clásica daba un status), el estado desembolsaba grandes fondos para la educación
básica y luego técnica, ligada a los saberes necesarios para un futuro cada vez más mecánico.
Toda esa formación de conciencia, al contribuir al ideal nacional, fue una política de estado en
varios países de occidente.
Los socialistas, a pesar de sus encadenados triunfos y el temor que ejercían, serían derrotados
ideológicamente por aquél nacionalismo. De hecho hubo determinados tipos de saberes o
imágenes que fueron impregnando en la sociedad más que otros. Algunos de tipo más masivo y
popular, como es el caso de la prensa gráfica, que multiplica sus ventas y publicaciones siendo
funcionales a las rivalidades nacionalistas, que los mismos políticos se encargaban de promover
en sus discursos. Esto quizás tenga su respuesta en la lógica pragmática de que cualquier tipo de
emoción nacionalista termina tapando las fisuras y errores propios que se pudieron cometer, con
un mal o enemigo común que está afuera o en todo caso infiltrado en la sociedad. Es muy
probable por ejemplo, que el discurso del Kaiser a esa sociedad emocionada el 6 de agosto de
1914, lo haya ubicado en un lugar de líder sin que él haya hecho nada para ganarse esa posición.
No debe sorprendernos que los gobernantes en general se preocupen más por el socialismo, que
los criticaba, que por el nacionalismo que les regalaba, por lo pronto, una centralidad quizás ni
legitimada.
Pero como bien señala Kershaw (2015, p. 44), a pesar de victorias electorales de los socialistas
y la democratización ya señalada, todos formaban parte de una Europa monárquica gobernada
por parientes, donde sólo eran republicas Suiza, Portugal y Francia. Por otro lado, también se
participaba y aceptaba no solo la preeminencia financiera de Londres sino además aquél
intercambio de bienes comerciales y financieros que ello suponía. Sin embargo, este hecho
además de sumamente paradojal (Alemania era el mejor comprador de Rusia, el tercer
comprador de Francia; Gran Bretaña, después de a la India, a quien más le compraba era a
Alemania, etc.) que podía dar tranquilidad a algunos que miraban lo económico antes que lo
político, ya fue señalado hace tiempo. (Thompson, 1969, p. 73).
Otros saberes fueron entendidos a medias, como los de Freud o Bergson. Para el primero,
personas con ciertos conocimientos más tarde usarían la noción del inconsciente, que alojaba
decisiones inevitables e irracionales bajo pulsiones sexuales (nos recuerda a ese irracionalismo,
propugnado desde la psicología social de Le bon) y desafiaba esa seguridad utilitaria de la
acción. Freud rompió con ello y los tabúes sexuales, que la clase alta no tenía reparos en
disfrutar, siempre y cuando se guardase las formas; y se lo tomó como paladín de la liberación
sexual, aunque ésta razón tenía menos sentido que la primera. (Hobsbawm, 1987, p.281); al
segundo se le adjudicaba luchar contra la ciencia cuando pretendía contribuir a ella. Su élan vital
(entendida como intuición, luego como “simpatía intelectual”) no era irracionalista ni repudiaba
al intelecto como sí lo hizo Nietzsche, de tradición menos racionalista por ser alemán. En efecto,
para el francés solo a través de aquellas facultades intelectuales se pueden reconocer lo
irracional.
Esta aparente disociación bergsoniana entre la realidad y el materialismo (de huida de la
realidad quizás) representó el cambio filosófico intelectual. La literatura de fin de siglo no se vio
exenta. Se intentaba mirar más allá de la apariencia externa, hacia uno mismo; como también
escaparse de un mundo entre detestado y aburrido. Entre los primeros podía ubicarse al personaje
de Huysmans en Contra natura, des Esseintes, joven aristócrata que recreó su propio mundo
alejado de la sociedad y vivía sus horas desafiando a esa moralidad decimonónica algo hipócrita;
entre los segundos, al detective Sherlock, creado por Conan Doyle, que sólo se adentra en casos
de situaciones límites, cuando la policía de Londres no puede hacerlo. Tanto en El signo de los
cuatro o en Escándalo en Bohemia, el detective tiene sus momentos de meditación donde huye
de la realidad inyectándose morfina. Esto no era una cuestión que el protagonista quisiese
ocultar, ya que en la misma lógica de los relatos, el Dr. Watson lo sabía perfectamente.
También en el seno de la alta burguesía, con esa vida de banquete y paisajes verdes en las
fincas de familiares, tenemos un caso de literatura escapista, quizás el más estético de todos. Nos
referimos a Proust, acaso quien contribuyó a dar fama a las magdalenas más que cualquier otro
panadero parisino, veía al naturalismo como cárcel. Lo material tenía sus límites, y dejó de
otorgar respuestas (hay crítica a la mirada empírica). Lo que generó una salida, pero hacia el
adentro; una mirada hacia el futuro, pero a través del pasado. Se piensa en el cuerpo y sus
sentidos más íntimos, en el olfato y el gusto por sobre la vista, ya que conectan mejor con la
memoria. Que posteriormente esto último haya sido comprobado científicamente por la
neurociencia es maravilloso.
En la pintura tenemos casos que campean entre la angustia existencial y la búsqueda de la
pureza. Entre los primeros, en la periferia de la Europa occidental, está el noruego Edvard
Munch con El grito, del cual se descubrió recientemente que aquél sonido no proviene del
hombre sino de la naturaleza, ensordeciendo y consternando al protagonista; o Atardecer en la
calle Karl Johan, donde una multitud con expresiones cadavéricas, algunos sin rostro, caminan
angustiados bajo un cielo opaco que contradice la imagen de una sociedad en su mejor momento.
Entre los segundos, a partir de la sensación de decadencia y desde el mismo corazón de Europa,
toman ejemplos del arte primitivo más puro. Gauguin lo refleja en Mujeres en la ribera del río,
pero también se extenderá a las corrientes fauvista y expresionista. Ese interés por lo “exótico”
nos recuerda a los cuentos de Voltaire, pero con la diferencia de que éstos pintores salen a
recorrer el mundo. No es imaginación sino experiencia. Es significativo que en los casos
nombrados tenga importancia, para bien o para mal, la noción de periferia o lo externo.
Es que en Europa, como anticipamos, no todos eran protagonistas ni usufructuarios de esos
avances generales. Recordemos que, por ejemplo, Baudelaire era un habitué de ese mundo
subterráneo, llenos de insultos, malas condiciones sanitarias y mujeres de clase baja que debían
ganarse la vida como prostitutas. Las había en Londres, Berlín y París (actualmente, teatros
tienen nombres funcionales a esa tradición). Esa modernidad convivía armoniosamente con
violencia y marginación, tanto en aquellas ciudades modelos, como en otras regiones europeas
del este. En éstas últimas, además de encontrase la mayor cantidad de monarquías, es donde más
implosionaron las miserias de la segregación étnica, la violencia social e institucional y las
contradicciones de ese progreso que era extraordinario, pero no lo suficiente.
Existía en Europa como una especie de mundo paralelo al estilo visto en Metrópolis. Pero al
contrario de ese mundo sumamente mecánico que rompe la moral humana, en realidad lo que
trituraba a la mayoría de los europeos era que aún vivían en pequeñas ciudades o pueblos.
Porque sufrían una triple marginación o desplazamiento forzado sumamente difícil: del campo se
migraba a la ciudad para conseguir trabajo; de la ciudad se tenían que desplazar hacia los
márgenes de ésta, donde las oportunidades y el Estado (salubridad, educación, ley) son más
tenues; y por último, irse de sus países para cruzar el Atlántico por una nueva vida. En 1907 más
de 1 millón de europeos lo hizo. No es un dato de progreso, sino de personas que quedan fuera
de él. Es cierto que en la actualidad grandísimas empresas de Estados Unidos o de la misma
Argentina pueden vanagloriarse de ese pasado que vivieron sus abuelos o padres, pero en cierta
forma es el intento de ver una situación sumamente injusta, bajo un matiz romántico.
Si bien el antisemitismo finisecular fue un catalizador de resquemores y discriminaciones que
en realidad eran antiguos en toda Europa, los que más sufrían estas cuestiones se encontraban en
lo que a veces ni era considerado (para los “occidentales”) Europa sino más bien un patio
trasero: la Europa central, oriental y sudoriental, en la que no solo convivían más judíos, sino que
estaban más segregados y la multiplicidad étnica (del imperio austrohúngaro o los Balcanes, por
ejemplo) ejercía más presiones sobre ellos, culminando en progromos brutales, que países de
Europa occidental donde había más homogeneidad étnica. Luego de la guerra, cuando se ubiquen
en el bando de los perdedores, si bien se intentarán integraciones extensas, seguían siendo un
crisol de nacionalismos como fuegos artificiales en un cielo nublado.
Sobre la guerra y la paz; el qué y el cómo.
Es significativo que las ideas que más hayan arraigado en la sociedad, fuesen las que de una u
otra forma daban lógica ciertas desgracias y violencias sociales, tanto locales como
internacionales. Dentro de los historiadores leídos, hay cuestiones de mediano plazo donde
Kershaw hace más hincapié en lo ideológico, mientras que MacMillan y Clark señalan los tipos
de alianzas que se fueron entretejiendo y cómo eso fue generando a su vez, otro tipos de
caminos, algunos más estrechos que otros. Ya nombramos el nacionalismo y el antisemitismo
que se vivían en varios lugares, pero aún falta otra concepción de igual fortaleza y llegada a la
sociedad, de la cual los especialistas también concuerdan: el darwinismo social y su pariente
cercana, la eugenesia. Ambos significativos para explicar también la noción de violencia
periférica.
El darwinismo social creado por Spencer, debido a su adaptación a la sociedad de la teoría de
Darwin, hizo comprender a las poblaciones que éstas debían concebirse en eterna competencia
(recordemos que los mismos gobiernos vivían discusiones de cómo ganar mercados y territorios
todo el tiempo). Por lo tanto el choque de países para ver al más apto era normal e incluso
positivo porque ponía a prueba los progresos militares y logísticos. A esto se le sumaba el
patriotismo y militarismo, con los ejércitos a los cuales se les tenía admiración, con una sociedad
que también bebía de esos valores. La forma de conocimiento monita era una consecuencia de la
época: las ciencias naturales habían tenido una fama y legitimidad meteórica en el siglo XIX, y
por eso fue lógico que para conocer a la sociedad y entender su funcionamiento en leyes, se
pretendan usar los mismos criterios que en las ciencias duras. No solo para tomar conocimientos
y criterios de un campo consolidado sino porque realmente lo creían veraz.
Con la Eugenesia, desarrollada por el sobrino de Darwin, Francis Galton, también habría que
aplicar aquella concepción. Éste entendía que el talento se podía sostener a través de la sangre y
la genética. Pero como siempre, habría que catalogar quiénes eran aquellos de talento y quiénes
no. Para Galton, gran parte de la sociedad y periódicos, para llegar a una sociedad mejor era
condición ir eliminando a aquellos que no tenían talento y que no aportaban nada a la sociedad
(criminales; alcohólicos; locos; prostitutas, etc.). Es cierto que pareciera cumplir el estereotipo
clásico del científico loco que podría aparecer en alguna película de Fritz Lang, pero no debemos
olvidar que había consenso para estas cosas porque buscaba solucionar qué hacer con esa marea
de gente que solo generaba gastos públicos y problemas.
No sorprende entonces, ante tanta legitimación científica de violencia, que existan matanzas en
el extremo este de Europa, en Rusia, el Imperio Otomano o en mayormente en la misma África,
donde podemos ver el contraste de la vida de granja, algo nostálgica, que vivió Karen Blixen y
por otro los campos de concentración británicos por la segunda guerra anglo-boer entre 1899-
1902. Pareciera como una pulsión violenta y viril que necesita ser saciada.
Para terminar, con respecto a los que se dedican más a la trama política como Clark y
Macmillan, es bueno destacar que el primero critica específicamente a las memorias de Sázonov
y Ponciaré, que son las que usa la historiadora canadiense. Se debe tener cautela a la hora de ver
los testimonios de los protagonistas, ya que nos podemos encontrar con definiciones
apologéticas, de líderes que ya sabían lo que iba a pasar; como todo lo contrario, que nada daba
indicios de una guerra de determinadas magnitudes.
Por otro lado para ambos hay responsables específicos que caldearon el escenario cuando
menos había que hacerlo. Un ejemplo coinciden es la movilización de tropas de Rusia en fines de
julio. Sin embargo, con Clark es común leer las palaras “responsables políticos” demasiadas
veces, evitando quizás los nombres propios, aunque afirma que, además de Rusia, también
contribuyeron al estallido las acciones del imperio austrohúngaro e incluso Francia. Por otra
parte, coinciden en esta cuestión de que la paz pudo solventar problemas anteriormente, incluso
más graves que el atentado de Gravilo Princip (el ejemplo que dan es la rebelión de Bulgaria, en
1885, que no pasa a mayores). Esto nos da el indicio de que llegado un momento, cualquier
acontecimiento puede ser más pesado y grave, por el hecho de que la coyuntura no es la misma.
Y en esta línea se ubica más Clark. Incluso podríamos preguntarnos nosotros, hasta qué punto
era lúcido ofrecer colonias a Alemania (como Gran Bretaña propuso en 1914) cuando claramente
no era eso lo que aquellos querían. Hasta cuánto el hecho de pensar la paz, bajo esas soluciones
banales, sería contraproducente.
Un problema particular de Macmillan es que termina en las decisiones claves, perdiendo la
densidad que había tejido con respecto a las alianzas. Se preocupa por el abandono de la paz, y
no por la llegada a la guerra. Hace hincapié en el tema dual que representan las alianzas, ya que
pueden ser como llaves que se van abriendo, a la hora de empezar el conflicto, pero también
puede ser un factor disuasorio porque nadie quiere que todo se desmadre.
Clark, se pregunta por el cómo, ya que el por qué lleva a buscar culpables y remitir a
encadenamientos de pasados lejanos (quizás inevitables, cosa que ambos historiadores no
adhieren). El cambio de lo multipolaridad a lo bipolaridad, con acuerdos diplomáticos militares
más amenazantes, configuró las decisiones de los últimos años de pre guerra. No quiere decir
que no se intentó evitar, pero el callejón era más angosto, y terminó estructurando las decisiones
y el conflicto luego, porque 1887 no era 1907, había cambiado radicalmente como para ver el
largo plazo en este sentido. Los líderes tenían reflexiones y opciones acerca de las decisiones a
tomar. No se trata de encadenamientos a largo plazo, sino de sacudidas a corto plazo que hicieron
la cuestión más sensible.

Bibliografía: revisar para preguntar en qué orden va


Nouschi, M. (1999). “El nacimiento del siglo”. En: Nouschi M. Historia del siglo XX. Todos los
mundos, el mundo (pp.23-54). Madrid: Cátedra.
Nouschi, M. (1999). Historia del siglo XX. Todos los mundos, el mundo. Madrid: Cátedra. Cap.
1: “El nacimiento del siglo”. (pp. 23-54).
Nouschi, M (1999). Historia del siglo XX. Todos los mundos, el mundo. Madrid: Cátedra. (pp.
23-54).
David, T. (1959). Historia Mundial. 1914-1968. (2a ed.). FCE: México. (pp. 69-106)
Hobsbawm, E. (1987) La era del imperio 1875-1914. (6ta ed.). Crítica: Barcelona.
Kershaw, I. (2015) Descenso a los infiernos: Europa 1914-1949. Crítica: Barcelona. (pp. 37-79)
Mosse, G. (1988) La cultura Europea del siglo XX. Ariel: Barcelona. (pp. 11-27 y 70-82)

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