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El Enigma de la Isla Oak

John Godwin (1968)

Introducción
Los misterios más fascinantes son aquellos que se relacionan con los tesoros
ocultos. Pocos tópicos han excitado tanto la imaginación como el prospecto
de alcanzar la riqueza por el solo acto de encontrarla. Las formas más
antiguas de entretenimiento narrativo que se conocen, los cuentos de hadas
de la China, contenían relatos de tesoros ocultos, fortunas generalmente
custodiadas por uno o dos demonios, y esta trama novelesca ha conservado
su atractivo para el público sin que el mismo haya mermado a través de los
siglos.

Se sabe que los tesoros escondidos existen en todas las regiones del globo
terráqueo, con la posible excepción del Antártico. Cada guerra, cada
trastorno social violento, aumentan la cantidad de ellos.

De esta manera la Segunda Guerra Mundial transformó aproximadamente 64


kilómetros cuadrados en los Alpes de Estiria, el “Reducto Nacional” de Adolfo
Hitler, en un legendario almacén de tesoros ocultos. Se supone que de cada
dos lagos existentes en las montañas del área, uno contiene tesoros nazis
escondidos, ocultos ahí durante las mortales convulsiones del Tercer Reich.
No cabe la menor duda de que algunos personajes influyentes escondieron
sus tesoros cuando se desintegró el Reich, pero hasta ahora el contenido de
estos escondrijos ha resultado una amarga sorpresa para los cazafortunas.

Algo de historia
En el verano de 1959 un equipo de ingenieros de salvamento, financiado por
una revista de la antigua Alemania Occidental, buscó por todos los rincones
del lago Toplitz. Encontraron ocho cajas de metal. Estos resistentes
contenedores estaban atestados con billetes británicos de cinco libras. El
problema presentado es que todos eran falsos. El dinero artificial resultó ser
parte de la llamada “Operación Bernhard”, un ardid, fraguado por la
GESTAPO, tendiente a hacer pedazos la economía de los aliados
occidentales, poniendo en circulación billones de libras y dólares falsificados.
Se sabe que este dinero falso fue manufacturado en el cercano campo de
concentración de Ebensee. En abril de 1945, cuando Alemania se estaba
desmoronando, los guardias de la SS del campo hundieron lo que quedaba
del dinero en el lago Toplitz, creando así una leyenda más acerca de tesoros
sumergidos.

Sin embargo, persiste el hecho de que efectivamente se han escondido


fortunas fantásticas en monedas, joyas y metales preciosos, la mayor parte
obtenida de manera ilícita, y que todavía esperan ser recobradas. Por
ejemplo, a corta distancia del continente americano se encuentran cuatro
minúsculas islas que fueron usadas como “alcancías” por dos generaciones
de piratas. Entre 1640 y 1730, los años de auge de la piratería, se cree que
se enterraron botines cuyo valor asciende a los 100 millones de dólares.
Pero, a no ser por unas cuantas piezas de oro y plata encontradas
accidentalmente, nadie hasta ahora ha visto siquiera un vislumbre de esta
riqueza, y no por no haberlo intentado.

La costa de Florida era zona de cacería de un tenebroso caballero llamado


Edward Teach, mejor conocido como Barba Negra. Antes que la marina
británica pusiera fin a su carrera, él enterró una cuantiosa porción de sus
ganancias mal habidas en la isla de Amelia, aproximadamente a 45 km al
norte de Jacksonville. Durante medio siglo, nativos y turistas han estado
buscando sus tesoros, pero hasta la fecha las únicas personas que han
obtenido un provecho de ellos han sido los que venden mapas falsos con la
ubicación del tesoro.

Al suroeste de Florida, en el canal de Yucatán, se halla una extensión de


terreno arenoso llamada Islas Mujeres. La isla, a la cual se llega mediante
bote desde la costa mexicana, era hogar y base de operaciones de un
suertudo saqueador español de nombre Mundaca. En alguna parte de la isla
descansa su tesoro de toda la vida, cerca de tres y medio millones de pesos
de plata, según él alardeaba. Cuando murió, no dejó testamento o plano
alguno y hasta ahora, a pesar de haberse hecho numerosas excavaciones,
nadie a visto un solo peso.

La Isla Tiburón se encuentra en el Golfo de California, a 3 Km de la costa. La


isla, que una vez fuera guarida de indios, servía como escondite no
solamente para los botines de los piratas, sino también para algunas de las
inmensas riquezas en oro que los aztecas ocultaban para que no cayeran en
manos de los conquistadores españoles. Pero aunque varias cartas y
documentos auténticos cuentan de los tesoros escondidos en la Isla Tiburón,
ni uno solo contiene un mapa, o al menos una mención del sitio en el que se
encuentran. Los tesoros ocultos ahí siguen esperando.

El impedimento para encontrar esos tesoros es, desde luego, la falta de un


mapa. Sin embargo, se sabe que existen no menos de 3 mapas auténticos
del sitio donde se encuentra uno de los más ricos tesoros ocultos jamás
reunidos fuera de Fort Knox.
La Isla del Coco, cerca de la costa del Pacífico de Costa Rica, tiene una
extensión de apenas 35 km2 de maleza, rodeada por un litoral de riscos casi
verticales. La isla exhala un aura de malignidad que ha sido comentada por
todos los cazafortunas que han estado ahí, y de la cual se han alejado con
alegría. Estos hombres incluyen individuos de nervios bien templados como
el corredor de automóviles sir Malcolm Campbell y el temible conde Félix von
Luckner.

La mayor parte de la isla esta cubierta por una espesa masa de color pardo
de enredaderas y ramas entrelazadas, que obstruye el paso de la luz solar,
conservando la tierra húmeda y oscura. Llena el aire de un hedor de
podredumbre y descomposición, junto con el zumbido de millones de
insectos voladores. El ambiente fue descrito como “estar dentro de una
tumba abierta”.

La siniestra atmósfera parece afectar también a los animales. Sir Malcolm


Campbell describió como su perro lo despertó súbitamente una noche
cuando, “de un salto se puso de pie con un espantoso aullido y se lanzó
hacia el faldón abierto de nuestra tienda de campaña, ladrando con rabia y
temor”. Durante tres noches seguidas el perro repitió esta acción, aullando y
temblando presa de horror. Pero, aunque sir Malcolm exploró el campamento
en cada una de las ocasiones, no vio nada excepto la negrura e la maleza y
no escuchó nada, salvo el zumbido de los insectos.

Tal cantidad de insectos, la humedad y la fetidez del lugar, hacen de la Isla


del Coco uno de los puntos más desagradables de la Tierra. Pero la tentación
de las riquezas ahí enterradas es tan intensa que el gobierno de Costa Rica
utiliza la isla como fuente de ingresos. Los cazafortunas pagan una cuota
establecida, por la cual obtienen un documento oficial que los autoriza
probar suerte en cualquier parte de la isla.

De acuerdo con la tradición, la isla alberga tres tesoros ocultos bien


determinados. La existencia de los dos primeros se basa en gran parte en
rumores; pero la del tercero, el más cuantioso, es un hecho documentado.

A principios del siglo XVIII el capitán Edward Davis era uno de los numerosos
filibusteros que saqueaban las costas de América Central, que entonces se
llamaba la Nueva España. Estableció su base de operaciones en la Isla del
Coco. Finalmente desapareció sin dejar huella después de haber fracasado
en la captura de la ciudad de Porto Bello. En 1709, poco antes de su última
empresa se cree que ocultó su botín, acumulado en sus pillajes, en alguna
parte de la isla. El sitio se desconoce, pero se tiene un registro del monto del
tesoro: 700 lingotes de oro, 20 barriles llenos de doblones de oro, y más de
100 toneladas de reales de plata españoles.

El segundo tesoro pertenecía a un rufián particularmente temible de nombre


Benito Bonito, quien combinaba la sed de oro con el sadismo. En 1819
obtuvo el mayor botín de su carrera cuando capturó un buque frente a
Acapulco, México, el cual llevaba 150 toneladas de oro. Bonito navegó
entonces hacia La Isla del Coco, reprimió un motín entre su tripulación y
después partió hacia la que resultó su última travesía de pillaje. Se sabe que
debe haber dejado el producto de sus hurtos en la isla, porque las
embarcaciones piratas, para las cuales la velocidad era esencial, no podían
navegar con tal cantidad de oro como lastre. Bonito había soltado el ancla en
la bahía Wafer, en la superficie norte de la isla. Fue aquí donde algunos
exploradores subsecuentes encontraron los esqueletos mutilados de sus
marinos rebeldes. Es muy probable que el oro se encuentre enterrado cerca
del lugar donde ancló. El mismo Bonito fue sepultado en el mar, como
resultado de su encuentro posterior con la fragata británica Espiegle.
No obstante, la atracción principal de la isla la constituye el tesoro de Lima,
del cual se tienen mapas y documentos; éste es un tesoro oculto que ha
atormentado los esfuerzos y esperanzas de un número mayor de hombres
que cualquier otro tesoro del mundo.

En 1821, la capital peruana era la sede de los virreyes españoles. Lima era
sin duda la ciudad más rica del continente. Durante ese año, Simón Bolívar
triunfó en su intento por arrojar a las fuerzas españolas fuera de sus
colonias. Lima temblaba ante la proximidad de los ejércitos revolucionarios, y
las autoridades eclesiásticas y municipales se reunieron y decidieron que
sería prudente trasladar la riqueza movible de la ciudad hacia regiones más
seguras.

Sin embargo, el espacio para efectuar el traslado era escaso; se cargaron


todos los buques españoles disponibles. Fue así como los valiosos objetos de
la catedral de Lima fueron cargados en el bergantín inglés Mary Dier. El
tesoro de esta iglesia era espectacular. Incluía una estatua de tamaño
natural de la Virgen María, elaborada en oro, con diamantes incrustados.
También había candeleros de plata, cálices y vestimentas enjoyadas, cofres
de madera repletos de perlas, rubíes y zafiros. Había figuras de santos
vestidos con mantos de plata y baúles llenos de doblones de oro. El tesoro
completo se valuó en casi 30 millones de dólares.

En conjunto, el tesoro resultó ser demasiado para el maestre escocés del


Mary Dier, capitán Charles Thompson. En lugar de navegar hacia Panamá y
entregar su cargamento a las autoridades españolas, se dirigió hacia la Isla
del Coco. Una vez ahí, él y su tripulación escondieron el tesoro y partieron
nuevamente, pero sólo después de que Thompson hubo dibujado un
meticuloso mapa de la isla y del sitio preciso del escondite.

Hasta este punto, la historia está bastante clara; de aquí en adelante, se


vuelve cada vez más turbia. De alguna manera, durante la travesía desde la
Isla del Coco, el Mary Dier se perdió junto con toda su tripulación, salvo el
capitán Thompson. De acuerdo con algunas fuentes, la nave fue hundida por
un buque de guerra español; según relatan otras, zozobró durante una
tempestad. Sea lo que fuere lo que sucedió, únicamente Thompson
sobrevivió. Finalmente llegó a Terranova a bordo de un barco ballenero, sin
su buque, pero en posesión todavía de su mapa del tesoro.

En aquel entonces, al igual que en la actualidad, se tenían dudas respecto de


la autenticidad de los mapas de tesoros, y aunque lo intentaba en verdad, el
escocés no lograba conseguir una persona que confiara en él como para
apoyarlo equipando una expedición a un sitio tan espeluznante como la Isla
del Coco. No fue sino hasta 1840, casi 20 años después, cuando Thompson
conoció a dos hombres dispuestos a correr el riesgo. Ambos eran oriundos de
Terranova y se apellidaban Boag y Keating. Antes que los tres pudieran
zarpar, Thompson murió víctima de una “fiebre”. El mapa pasó a ser
posesión de Keating.

Cinco meses más tarde, Keating y Boag llegaron a la Isla del Coco. Aquí,
nuevamente, una neblina de incertidumbre envuelve a la historia. Debido a
razones no explicadas, la tripulación se amotinó. Los dirigentes, temiendo
perder la vida, se ocultaron en la isla, y al final, su buque partió sin ellos.

Dos meses más tarde, arribó otro ballenero desde Terranova. Nadie sabe qué
sucedió en esa oscura isla durante el ínterin, pero el navío de rescate
encontró un único sobreviviente: Keating. Él explicó que Boag había fallecido
de una “fiebre”, aunque nadie encontró ni su cuerpo ni su sepulcro.

Keating regresó a St. John, su ciudad natal, sin el tesoro. Se puede inferir que
él no confiaba lo suficiente en sus rescatadores como para permitirles
transportar el tesoro. Pero todavía tenía su mapa y se pasó años tratando de
organizar otra expedición para recobrarlo. Keating murió en 1873 sin haber
realizado su propósito.

Keating legó el mapa a un marinero amigo suyo de nombre Fitzgerald, quien,


sin embargo, no estaba del todo interesado. Permitió que se hicieran un par
de reproducciones del mapa, pero personalmente nunca acudió en busca del
tesoro.
Desde este punto, se vuelve imposible seguir la pista a la serie de personas
que tuvieron el mapa en su poder e intentaron suerte con él, aunque se sabe
que incluían a un oficial de la armada británica, un pescador de Terranova,
un capitán de la marina real, un agente del gobierno de Costa Rica y sir
Malcolm Campbell.

Se efectuaron alrededor de una docena de búsquedas subsecuentes en la


Isla del Coco. Además de recibir incontables picaduras de insectos, los
cazafortunas encontraron esqueletos, viejas armas y piezas de equipo
marino en estado de putrefacción. La única cosa adicional que descubrieron
fue que el mapa cuidadosamente dibujado del sitio del tesoro era
completamente inútil.

De acuerdo con el plano de Thompson, él había ocultado el tesoro de Lima


dentro de una cueva natural, solamente a unos cuantos metros bajo tierra,
en el manantial de un arroyo que desembocaba en la bahía de Chatham, el
sitio donde él ancló. Todo lo que los exploradores tenían que hacer era seguir
río arriba y buscar las señales que indicaran el sitio de la cueva. Pero resultó
que solamente se encontraban todavía ahí la bahía y el arroyo. Las señales,
al igual que la cueva, parecían haberse esfumado.

Fueron necesarias cantidades tremendas de sudor, furia y frustración antes


de que los cazafortunas cayeran en la cuenta de la solución del enigma y
que, en todo caso, era la clase de solución que no beneficia a nadie. La isla
era arrasada por violentas tormentas tropicales y frecuentemente demolida
por derrumbes y terremotos.

Indudablemente, estos cataclismos bastaron para destruir la cueva que se


encontraba a poca profundidad y borrar por completo todas las señales que
la identificaran.

Dichos cataclismos también explicarían la desaparición de los otros dos


tesoros ocultos. Es probable que las tres fortunas se encuentren todavía en
la Isla del Coco, pero se pueden rastrear tanto como agujas de oro en un
pajar de 30 Km en constante movimiento. Es casi como si la maléfica isla
estuviera decidida a aferrarse a las riquezas colocadas en sus entrañas.

La Isla Oak
La clave para todos los tesoros enterrados mencionados hasta ahora, es
simplemente ubicar su localización. Cualquiera que sea el misterio que los
rodea, se puede resumir en la palabra ¿dónde?

Pero hay un tesoro oculto cuya existencia desafía todas las reglas de la
búsqueda de tesoros. El sitio exacto donde está enterrado se conoce, se ha
medido e inspeccionado y es claramente visible hasta para el ojo más miope.
A diferencia de la Isla del Coco, se encuentra en un lugar muy accesible, libre
de insectos y fiebres tropicales y es tan atractivo físicamente que se ha
usado como campo de recreación a través de varias generaciones.

No obstante, durante 175 años este tesoro ha resistido todos los intentos por
recobrarlo, ha vencido zapapicos, palas, perforadoras de fuerza e indicadores
electrónicos, y se ha tragado alrededor de 1 millón y medio de dólares en
gastos de excavación, sin devolver un solo centavo. El tesoro de la Isla Oak
yace ahí hasta el día de hoy, planteando un enigma que todos los modernos
inventos técnicos han sido incapaces de resolver.

La cortina de este acertijo se levanto una mañana de octubre en el año de


1795. Tres jóvenes remaban su canoa alrededor de la bahía Mahone,
buscando un sitio adecuado para hacer un día de campo. Sus nombres eran
Anthony Vaughan, Jack Smith y Dan McGinnis (o Mcinnes, según la fuente).

La bahía Mahones es un amplio ancladero resguardado en la abrupta costa


del sur de Nueva Escocia, salpicada con varios cientos de islas, la mayor
parte de las cuales están deshabitadas y que en aquél entonces no se habían
explorado. Una de las islas atrajo la atención de los jóvenes. Tenía 1200
metros de longitud y 800 de anchura, y su forma era, muy apropiadamente,
un tanto parecida a un signo de interrogación. Debido a su abundancia de
altos robles se le conoció como la Isla del Roble (Oak).

Los tres muchachos llegaron a tierra y empezaron a explorar. Llegaron a un


claro en el centro del cual sobresalía un inmenso roble solitario. Conforme se
acercaban, se percataron que una rama, a unos 3 metros del suelo, había
sido aserrada y que el tocón que quedaba tenía marcas de sogas y poleas.
Directamente debajo del tocón había una depresión circular en el suelo, de
unos dos metros de diámetro, que parecía indicar que algo había sido
enterrado en ese sitio.

Los chicos eran vecinos de la región y habían crecido familiarizados con los
relatos de piratas que habían hecho presa de sus pillajes a los buques de la
Nueva Inglaterra medio siglo atrás y que habían utilizado estas apartadas
bahías de la Nueva Escocia como escondites. En lo primero que pensaron fue
en un tesoro oculto; su segundo pensamiento fue conseguir implementos
para excavar.

Los tres regresaron a la mañana siguiente, provistos de zapapicos y palas.


Estaban entusiasmados con la posibilidad de que hubiese una fortuna
enterrada justamente debajo de la superficie. Se dirigieron hacia el curioso
círculo y empezaron a cavar con todas sus energías. Su excitación aumentó
cuando advirtieron que estaban excavando en un pozo bien definido, abierto
en el duro suelo de arcilla, y que las paredes estaban claramente marcadas
por las huellas de piquetas.

A tres metros de la superficie descubrieron una plataforma hecha con firmes


troncos de roble. Convencidos de que el tesoro, sea lo que fuese, aparecería
inmediatamente, se abrieron paso a través de la madera de 15 cm de
espesor. Todo lo que encontraron debajo, sin embargo, fue más arcilla
compacta. La excavación continuó.

Un poco más adelante, los chicos hallaron un viejo silbato de contramaestre.


Luego su excitación subió a alturas febriles cuando desenterraron una
moneda de cobre acuñada en 1713. A los 6 metros, llegaron a otra
plataforma de roble. Se abrieron paso a través de ésta, sacaron otros 3
metros de tierra y llegaron a otra plataforma más.

Los muchachos pensaron que este era el final del camino, al menos
temporalmente. Habían descendido diez metros y, con las herramientas que
tenían a su disposición, no podían seguir excavando. No había forma de
saber cuántas plataformas más les esperaban. Pero para entonces estaban
seguros de que habían tropezado con el sitio donde se encontraba un tesoro
fabuloso, tan magnífico que se habían tomado tantas molestias para
ocultarlo. Sólo era cuestión de conseguir los implementos necesarios para
excavar.

Eso probó ser más difícil de lo que pensaron. Parecía que la Isla gozaba de
una misteriosa reputación, lo suficientemente macabra para lograr que los
habitantes de tierra firme se apartaran de ella. Se creía que la isla había sido
el sitio propicio para que anclaran los buques del famoso capitán Kidd y de
otros filibusteros, quienes, se afirmaba, habían realizado ejecuciones en el
lugar, saturando así la isla de espíritus malignos. También corría el rumor de
que se podían ver luces misteriosas que se encendían y apagaban y que
atraían a los pescadores hacia su muerte. En resumen, no era la clase de isla
a la que se dedicaría tiempo, y menos aún por las palabras de tres
jovenzuelos aventureros.

A pesar de haber sido desairados, los jóvenes se rehusaron a abandonar “su”


tesoro y cuando Mcginnis y Smith se casaron unos cuantos años más tarde,
llevaron a sus esposas a vivir a la Isla Oak, con objeto de poder permanecer
cerca del tesoro escondido.

Su perseverancia eventualmente los recompensó. En 1804 se ingeniaron


para atraer al rico doctor John Lynds, quien formó una compañía que empezó
a excavar el foso seriamente, en esta ocasión valiéndose de todas las formas
de instrumentos para excavar que estaban entonces en uso.

Continuaron avanzando más y más hacia abajo. A cada tres metros llegaban
a otra plataforma de roble; todas estas plataformas tenían un espesor
idéntico de 15 cm y cada una ajustaba dentro del tiro con una precisión tal
que bien podría atribuirse a un ingeniero minero.

Después, a una profundidad de 30 mts se encontraron con un tipo de


obstáculo completamente diferente: una sucesión de capas de carbón,
revestimientos para barcos y esteras de fibra de coco. Cuando también eso
hubo sido superado, descubrieron una gran piedra plana cubierta con
extrañas inscripciones que se parecían a la escritura invertida. Debajo de
todo esto ¡había más arcilla!

En esta etapa los excavadores dieron por concluidas las labores del día. El
día siguiente era domingo. De manera que no fue sino hasta la mañana del
lunes cuando regresaron al pozo. ¡Para su asombro encontraron el tiro de 30
mts de profundidad inundado con veinte metros de agua!

No puede caber la menor duda acerca de la tenacidad de los cavadores;


inmediatamente se constituyeron en una cadena de hombres para sacar el
agua con baldes. Su inteligencia parece dudosa, puesto que aparentemente
no intentaron averiguar de donde procedía el agua. Únicamente después de
22 días de baldear, cuando el nivel del pozo no daba muestras de disminuir,
intentaron adivinar el origen de la inundación. Mcginnis creía que habían
llegado a un manantial subterráneo, aunque un sorbo del agua lo habría
desengañado de esta teoría.

Obrando según esta suposición, emprendieron la agobiante faena de cavar


otro pozo al lado del original, con la esperanza de vaciar el agua dentro del
nuevo hoyo. Casi habían llegado a los 30 mts de profundidad, más hondo de
lo que habían bajado la primera vez, cuando se escuchó un rugido atronador.
¡El antiguo tiro se había derrumbado! Y el nuevo empezó a llenarse de agua
con tal rapidez que los hombres tuvieron que salir velozmente para salvar su
vida.

Esto, por lo que se refería a la compañía, era el final. Habían agotado el


capital e invertido meses en la ardua tarea. Su ganancia total: dos pozos
anegados. El único resultado positivo fue el haber disipado la mala fama de
la Isla Oak, ya que los espíritus malignos no se contaron entre sus
tribulaciones.

Los cazafortunas atribuyeron su fracaso a la mala suerte. Como Smith


escribiera a un amigo: “si no hubiera sido por las diversas diabluras que nos
jugó la naturaleza, todos nosotros seríamos dueños de inmensas riquezas”.
Según se hizo manifiesto posteriormente, la mala fortuna tuvo muy poco que
ver con el fiasco.

Los primeros exploradores pusieron al descubierto únicamente 3 pistas. La


primera era la moneda de cobre acuñada en 1713. La segunda era la estera
de fibra de coco, evidentemente traída al sitio desde ultramar, puesto que
ningún material semejante se hacía en América. La tercera era la piedra con
las raras inscripciones, una pista que pudo haber ofrecido un indicio
definitivo. Extrañamente, ninguno de los cazafortunas pareció prestarle la
atención necesaria. Smith conservó la piedra en su casa, tratándola más bien
como un recuerdo que como una posible clave para resolver el misterio. No
fue sino hasta después de transcurridos 120 años, cuando la losa fue llevada
a tierra firme para ser estudiada más detalladamente. La traducción era
oscura. Una de las interpretaciones más vanas rezaba: “DOS MILLONES DE
LIBRAS YACEN ENTERRADOS 10 PIES MÁS ABAJO”. Que éste fuera el
significado de la interpretación, es muy poco probable. ¿Por qué alguien que
se había servido de tanta ingeniosidad para proteger un tesoro de cualquier
interferencia, iba a advertir de la presencia de éste sobre una placa de
piedra? Por otra parte, durante ese período, una suma habría sido expresada
en guineas y no en libras. De cualquier manera, la enigmática piedra fue
extraviada, robada o destruida durante la década de los veinte.
A pesar de sus fracasos iniciales, los descubridores estaban ahora más
convencidos que nunca de que había un tesoro en el pozo. El único problema
era cómo llegar a él.

Transcurrieron décadas. McGinnis falleció. Smith y Vaughan continuaron


trabajando en sus granjas en la Isla Oak, sin perder nunca la esperanza de
que algún día podrían apoderarse del oro.

En agosto de 1849 se formo en Truro, Nueva Escocia, una nueva sociedad,


bien financiada. Integrado por hombres de negocios e ingenieros de la
región, este nuevo grupo emprendió la tarea en una forma un tanto más
científica.

Cavando hasta el nivel del agua del tiro, instalaron una broca de media caña,
un taladro impulsado por medio de caballos, que se usaba en esos tiempos
para operaciones de minería, el cual recogía muestras de cualquier material
que atravesara. A los 32 mts, un poco más profundo que la excavación
original, la broca atravesó otra capa de roble y después se introdujo en lo
que parecía metal suelto. Al subirlo a la superficie, se encontró que el taladro
contenía dos pequeños eslabones de una cadena. ¡Y los eslabones eran de
oro puro!”
Volvió a descender el taladro. Una vez más, atravesó una capa de metal
suelto. Luego se introdujo dentro de algo más duro que, al ser inspeccionado,
resulto ser más madera. Impulsada a una mayor profundidad, la broca repitió
la misma secuencia: madera, metal suelto, madera.

Smith, Vaughan y los otros miembros de la sociedad se miraron uno al otro,


rebosantes de alegría por el triunfo. La broca de media caña había
comprobado que ellos estaban en lo correcto: sí había un tesoro dentro del
tiro. Allá abajo había dos cofres, uno enterrado sobre el otro, cada uno
fabricado con madera de roble de 10 cm de espesor, cada uno con un
contenido de 55 cm de metal precioso.

Sin embargo, persistía el problema de llegar a los cofres. Estaba esa


condenada agua. Para su asombro, resultó ser salada. Entonces, al observar
el tiro, advirtieron que el nivel del agua ascendía y descendía al mismo ritmo
que la marea. Puesto que era prácticamente imposible que el agua del mar
se filtrara a través del duro suelo arcilloso, comprendieron rápidamente
contra qué se tenían que enfrentar: un canal subterráneo comunicaba el tiro
con el océano.

Bajo estas circunstancias podrían haber baldeado hasta el día del Juicio sin
reducir el nivel del agua más de unos cuantos metros. La única probabilidad
era bloquear la corriente en su origen. La playa más cercana se encontraba
en la caleta Smith, distante del tiro unos 200 mts. Conforme los buscadores
del tesoro peinaron la arena buscando el acceso del canal, su curiosidad se
fue convirtiendo en azoro. Porque debajo de la arena descubrieron un fondo
de piedra que cubría la distancia total entre las marcas de la marea alta y las
de la marea baja. Este piso de piedra estaba cubierto diestramente con la
misma fibra de coco que habían hallado dentro del foso. Debajo del fondo de
piedra encontraron cinco desagües revestidos con piedras. Estos desagües
partían en declive desde el océano hasta convergir en un canal central que
se dirigía en una línea subterránea directa hacia el tiro del tesoro.

Por increíble que esto pareciera, alguien había convertido 50 mts de playa en
una esponja. Al subir la marea, la tupida fibra de coco absorbía y retenía el
agua, para después encauzarla hacia el foso por medio de los desagües.
Normalmente, la presión de la tierra dentro del tiro bastaría para contener
este volumen de agua, pero si alguien llegara a cavar dentro del foso desde
la superficie y a sacar la tierra, la presión disminuiría. Conforme los
merodeadores se acercaran a los cofres del tesoro, la tierra de encima
ejercería menos presión, el agua de abajo aumentaría la presión y el tiro se
inundaría automáticamente.
Esto era fantástico, increíble, pero era verdad. El foso del tesoro tenía como
protección el océano Atlántico. Que cualquier persona alterara el delicado
balance entre el mar y el suelo y ¡Whoosh! Se anegaría el escondite.

Y aún ahora, los cazafortunas se veían frustrados por ese diseñador


diabólicamente astuto. Persistía una pregunta vital: ¿Cómo se arreglarían los
hombres que habían enterrado el tesoro para recuperarlo?

En alguna parte, dentro o cerca del tiro debía haber un dispositivo para
mantener el hoyo seco mientras se sacaba su contenido, una especie de
trampa de seguridad conocida únicamente por los diseñadores. Era
imposible pensar que cualquier persona con la sorprendente habilidad del
arquitecto de este pozo, se hubiera privado a sí mismo de sacar lo que había
colocado dentro. Esta consideración aparentemente no cruzó por la mente
de los miembros de la sociedad. En lugar de ello, gastaron una enorme suma
construyendo una represa en la caleta Smith para evitar que el mar llenara el
acceso al subir la marea. Después de esto, se podría haber bombeado el tiro.

¡Se podría haber bombeado, sí! Según sucedió, un violento ventarrón azotó
la costa cuando subió la siguiente marea y la represa quedó destruida.

¡La compañía de Truro cayó en bancarrota! Tenía un déficit de 40 mil dólares


y no había obtenido ni diez centavos de ganancia. Los miembros se retiraron
para emprender ocupaciones menos emocionantes. Pero aún cuando
estaban curándose sus heridas financieras, se consolaban uno al otro con el
pensamiento de que, cuando menos, habían puesto al descubierto el
admirable secreto del misterioso foso.

Pero resultó que no habían hecho tal cosa. El tiro todavía escondía secretos
nunca antes imaginados.

Lo que habían logrado era concentrar la atención mundial en el enigma de la


Isla Oak. En el transcurso de los siguientes 40 años se realizaron media
docena de intentos para llegar al tesoro oculto, ninguno de los cuales obtuvo
por lo menos lo que las anteriores expediciones.

Entonces, en 1893, un hombre excepcionalmente emprendedor, oriundo de


Nueva Escocia, cuyo nombre era Frederick L. Blair, organizó otra sociedad
más. La nueva compañía estaba decidida a no repetir los mismo errores de
sus predecesores. Cuando Blair arribó al sitio del tesoro, se encontró con que
tendrían que empezar desde cero. Los intentos anteriores, la mayor parte de
ellos muy torpes, habían ocasionado que el tiro donde se encontraba el
tesoro, al igual que los diversos fosos de desagüe que estaban a su
alrededor, se derrumbaran.
Con gran sagacidad Blair y sus trabajadores iniciaron operaciones, no en el
lugar donde se encontraba el tesoro, sino en la caleta Smith. Perforaron una
hilera de hoyos a lo largo de la trayectoria del canal subterráneo, rellenaron
esas perforaciones con dinamita e hicieron estallar los canales, bloqueando
así, de manera eficaz, la afluencia de agua de mar hacia el tiro. O al menos
eso pensaron ellos.

Inmediatamente después, sumergieron un tubo de metal en el hoyo,


siguiendo aproximadamente la trayectoria original de la broca de media caña
utilizada por el grupo de Truro. En el interior del tubo protector, su propio
taladro podría funcionar mucho más eficazmente.

Otra vez se introdujo una broca, perforando el misterioso hoyo de arcilla más
y más profundamente, debajo de los niveles de las exploraciones previas. No
parecía haber necesidad de continuar cavando más allá de donde se
encontraban los dos cofres que contenían el tesoro, pero Blair abrigaba la
idea de que el tiro podría reservar unas cuantas sorpresas adicionales. Y su
corazonada era acertada.

A los 50 mts la broca extrajo una muestra de algo que, al principio, pareció
ser blanda piedra parda. Sin embargo, al ser sometida a análisis químicos,
resultó ser cemento, 17 cm de él. Luego había otros 10 cm de madera,
después ochenta de metal suelto, seguidos de más madera y otra capa de
cemento.

De cada uno de estos materiales, la broca extrajo minúsculas muestras,


incluyendo motitas de oro y algo semejante a un fragmento de pergamino.
En conjunto, presentaban una imagen de la anatomía del foso. Estaba claro
que los dos cofres descubiertos más arriba constituían un señuelo,
astutamente colocado ahí para dar a cualquier persona que se topara con él,
la idea de que había hallado todo lo que había para hallar. El tesoro más
valioso yacía dentro de la cámara de cemento, que estaba a 16 mts más
abajo, dentro del tiro.

Como escribió Edward Hooper, uno de los miembros de la compañía, a un


amigo en Londres: “Nunca en mi vida había experimentado la clase de
emoción que se apoderó de nosotros en ese momento. Sentíamos que
estábamos a punto de descubrir el secreto más astutamente encubierto
sobre la faz de la Tierra. Las riquezas que se encontraban ahí abajo parecían
tener menor importancia; era la solución al enigma lo que nos avivaba la
curiosidad”.
Pero las esperanzas del pomposo Hooper no se realizaron. Repentinamente
se escuchó un gorgoteo estruendoso que venía de lo profundo del tiro. Unos
segundos después, un chorro de agua salió del tubo y se elevo a 3 mts de
altura, empapando a todos los que se encontraran a su alcance.

El agua era de mar, ¿pero de donde provenía? Blair ordenó que se


bombearan grandes cantidades de tinte rojo dentro del tubo, luego observó
el acceso para ver si advertía vestigios de él. No los hubo, lo que significaba
que la conexión entre la caleta y el foso continuaba bloqueada. Sin embargo,
horas más tarde aparecieron grandes manchas escarlatas en la playa que se
encuentra en el costado sur de la isla, a más de 200 mts de distancia del tiro.

Esto podía significar solamente una cosa: existía otro túnel subterráneo
dentro del hoyo, protegiendo la cámara de cemento del tesoro, de la misma
manera que el canal descubierto había protegido los dos cofres. Blair y sus
hombres recorrieron la playa sur, esperando encontrar el acceso. Pero ni
ellos ni los que les sucedieron pudieron hallarlo jamás.

Con tenaz persistencia Blair continuó perforando, a pesar de la constante


afluencia de agua. A los 60 mts, después de abrirse paso a través de otra
capa de arcilla, la broca chocó con un obstáculo que no pudo penetrar. Era
una placa de hierro. Éste era el punto más profundo que los cazafortunas
habían llegado a alcanzar.

El hierro, que parece ser la última plataforma del tiro, nunca ha sido zanjado.

Pero Blair no había concluido. Inició nuevas operaciones de excavación,


aunque para entonces, los contornos del tiro parecían un cenagal. El agua
fluía a una velocidad de varios miles de litros por hora y volvían la arcilla en
fango resbaloso. Después de forcejear en el lodo, los cavadores habían
perdido todo vestigio de cualquiera de las dos cámaras del tesoro. Ahora, de
hecho, no podían localizar siquiera la ubicación del tiro original. La búsqueda
del tesoro se había convertido en un juego de la “gallinita ciega” sumamente
costoso.

Blair se obstinaba en continuar, pero sus colegas de la sociedad, que habían


gastado 115 mil dólares, decidieron dar sus operaciones por terminadas.
Aunque Blair carecía de los recursos para continuar por sí mismo, compró los
derechos del tesoro oculto en la isla y expidió una oferta permanente para
arrendar estos derechos a cualquier tomador, a cambio de recibir una
participación de cualquier cosa que se encontrara.

Hasta su muerte en 1951, el testarudo viejo de la Nueva Escocia, nunca


abandonó la esperanza. Observaba un socio tras otro aceptar el desafío,
miraba los métodos de excavación que se hacían cada vez más complejos y
sofisticados y veía dilapidar enormes sumas de dinero en el foso.

En 1909 se trató de un ingeniero neoyorquino llamado Harry Bowdoin.


Después siguieron compañías fuertemente financiadas de New Jersey, Maine
y Wisconsin. En 1930 un grupo de Nueva Escocia regresó a la isla. Una por
una, cada expedición se topaba con los mismos obstáculos que habían
frustrado a sus predecesores, y una por una fracasaban.

En 1935, un hombre verdaderamente importante e inteligente recogió el


guante. Gilbert Hedden, negociante de New Jersey, tenía dinero y
experiencia considerable en minería. Emprendió las operaciones de rescate
más exhaustivas que se habían realizado hasta entonces.

Tendió cables eléctricos submarinos que iban desde tierra firme hasta la isla
Oak y tenían la energía suficiente para hacer funcionar sus máquinas.
Durante un tiempo, las máquinas eléctricas pudieron vencer la corriente
constante de agua marina, pero sus máquinas podían hacer muy poco contra
el lodo. Cuando se inició la excavación en forma, los trabajadores de Hedden
lucharon casi ten inútilmente como lo habían hecho los de Blair. Hasta donde
se podía determinar, las constantes perforaciones, excavaciones e
inundaciones, aunadas a los diversos hoyos de desagüe abiertos alrededor
del pozo, habían alterado en tal forma la ubicación de los cofres del tesoro,
que ya no era posible fijar su posición dentro de un radio menor a los 30 mts.
Después que el “juego del escondite” se hubo tragado 140 mil dólares, el
hombre de New Jersey tiró la toalla.

El foso siguió atrayendo cazafortunas que acudían ahí constantemente.


Llegaron exploradores y mineros veteranos, hombres con varas rastreadoras
e inclusive una dama escocesa con un mapa que ella aseguraba haber
trazado de acuerdo con las instrucciones que le proporcionó el fantasma del
capitán Kidd.

La mayor parte de los cazafortunas permanecía solo el tiempo suficiente


para añadir su dinero a las inmensas cantidades ya dilapidadas en el foso.
Para algunos, el tiro se convirtió en una obsesión; inclusive después de haber
fracasado, no podían soportar apartarse de ese sitio.

En 1959, un fundidor de acero llamado Robert Restall, oriundo de Ontario,


renunció a su trabajo permanente y se mudó con su familia a la isla. Robert,
que en sus años mozos fuera un intrépido motociclista tuvo con su esposa
Mildred, una ex bailarina de ballet, dos hijos: Robert Jr. y Ricky.
Construyó una pequeña cabaña cerca de la lodosa depresión, esparcida de
escombros, que actualmente indica el sitio donde se localiza el tesoro.
Dedicó 4 años y gastó todos sus ahorros en efectuar operaciones de
excavación a pequeña escala, las cuales fracasaron rotundamente.

El 17 de agosto de 1965 sobrevino la tragedia cuando Robert Restall,


aparentemente intoxicado por los vapores de monóxido de carbono que
despedía una bomba mecánica de gasolina que se hallaba cerca, sufrió un
colapso y cayó en un tiro de 9 mts de profundidad. Los intentos que
realizaron su hijo Robert, de 24 años, un asociado y tres trabajadores por
salvarlo, tuvieron un desenlace igualmente trágico. Tres de los rescatadores,
entre ellos el hijo de Restall, perecieron también, vencidos por los vapores.

Conclusión
Éste, pues, es el relato del tesoro oculto más enigmático y enloquecedor del
mundo: el tesoro de la Isla Oak, que ha desafiado absolutamente todos los
alardes tecnológicos de la era atómica. Tal vez un día algún aventurero
casual, al vagar por el terreno, descubrirá por accidente la clave; la historia
nos juega esa clase de bromas.

Pero hasta que no llegue este día, que puede no suceder jamás, únicamente
podemos conjeturar acerca de la naturaleza exacta del tesoro y del
misterioso mecanismo utilizado por sus arquitectos, quienes esperaron algún
día convertir en un sésamo abierto el foso donde se encuentra el tesoro.
Sabemos que hay tanto oro como pergamino en la isla Oak, pero no qué
cantidad de cada uno. Sin embargo, no puede caber la menor duda acerca
del elevado valor del contenido, puesto que nadie emprende en broma una
tarea hercúlea semejante.

Es precisamente la magnitud de esa tarea lo que nos ofrece cuando menos


una ligera pista acerca de los hombres que la realizaron. Gracias a la
habilidad literaria de Robert Louis Stevenson, estamos inclinados a asociar
las islas de tesoros con la piratería. Pero conforme consideramos más
detalladamente la estructura del foso, esa teoría va pareciendo cada vez
menos verosímil. El entierro del tesoro de la Isla Oak requirió no solamente
de un gran número de hombres que trabajaran sin distracciones durante
períodos prolongados; también fue necesaria una práctica experta en
ingeniería, conocimientos de un orden superior, semejantes a la genialidad.
Quienquiera que haya diseñado el tiro, obviamente confiaba en regresar un
día con un número suficiente de hombres para rescatar el contenido. No
existe la más ligera evidencia en la historia que confirme que haya habido un
grupo de bucaneros dotado de la destreza utilizada en la construcción de
esta caja de seguridad a prueba de robos.
La moneda de cobre de 1713 hallada en el sitio del tesoro ha ocasionado que
muchos investigadores conjeturen que el tesoro fue enterrado alrededor de
esa época. Pero no existe razón alguna para que no pudiera haber sido
enterrado mucho después, digamos, en 1758.

Porque 1758 fue el año en que la gigantesca fortaleza de Louisbourg cayó en


manos de los atacantes británicos después de un sitio prolongado y cruel
durante la guerra francesa e india. Louisbourg, diseñada para custodiar la
desembocadura vital del río San Lorenzo, estaba situada en la isla de Cabo
Breton, cerca de la punta norte de Nueva Escocia. La fortaleza contenía parte
de la reserva de oro de la Nueva Francia y, de haber conseguido los
británicos poner sus manos sobre ella, con toda certeza habrían mencionado
un golpe maestro semejante en sus registros oficiales. Sería algo histórico.

Existe una firme posibilidad de que los franceses hayan sacado su oro de la
fortaleza y lo hayan transportado 370 km hacia el sur, a la Isla Oak. Por esa
época, los ingenieros militares de Francia eran, indiscutiblemente, los
mejores del mundo; ellos habrían contado tanto con la mano de obra como la
habilidad necesarias para construir un escondite tan impenetrable.

Naturalmente, los arquitectos supusieron que eventualmente arrebatarían de


manos de los británicos el Canadá francés. Entonces regresarían con calma y
recuperarían el oro. La historia, personificada en el general James Wolfe,
convirtió esa suposición en una ilusión. Y de esta manera, la posteridad ha
recibido como legado una enigmática caja fuerte para la cual ningún ladrón,
por más habilidoso que éste sea, ha logrado todavía encontrar la llave.

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