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Si bien la ocupación chilena se dio en respuesta al impuesto que se hacía a las empresas
chilenas e inglesas de 10 centavos por quintal de salitre exportado desde territorio
boliviano, y al tratado secreto de Alianza defensiva firmado por Bolivia y Perú que
transgredía el tratado de Bolivia con Chile de 1874, en esencia la causa substancial de la
guerra fue el control de las riquezas salitreras de Antofagasta y Tarapacá.
El contexto en el que se va a gestar la guerra entre estos tres países, hay que ubicarlo en los
marcos de la primera gran crisis del sistema capitalista de 1873, que afectó a nivel mundial
a los sectores agrícolas, industriales y financieros. En el caso de los países de Sudamérica,
el efecto que produjo la crisis en la economía de países como Chile, Perú, y, en menor
proporción, Bolivia, fue una suerte de depresión entre los años de 1876 a 1879, que tuvo
como correlato la guerra de rapiña que generaron las burguesías de estos países.
En la década de los años 60 y 70, las empresas mineras bolivianas empezaron a tener un
crecimiento significativo en su producción debido a la demanda mundial de los minerales.
Esta situación generó tres hechos relevantes: impulsó la modernización de la explotación de
los minerales con la introducción de tecnologías modernas; provocó la inversión de
capitales nativos e internacionales, sobre todo en la explotación de minerales y el salitre en
el litoral; y generó una elite minera en la zona del altiplano preservada para los capitales
bolivianos: Pacheco, Aramayo y Arce, que en las décadas posteriores asumirían las riendas
del poder en Bolivia.
Esta incapacidad para explotar los recursos del litoral, hizo que los gobiernos de turno
dieran todas las facilidades para que el control de la zona de Mejillones y Caracoles esté en
manos de capitales ingleses y chilenos. Es así que en 1866 el gobierno de Melgarejo
concedió a la Sociedad Exploradora del Desierto de Atacama, la concesión especial de 15
años para la explotación y la libre exportación del salitre; es más, años más tarde se
ampliaron los beneficios a los inversionistas chilenos al conceder la mitad de las
participaciones en los derechos de exportación, no sólo de los metales propiamente dichos,
sino también del bórax, sulfatos y demás sustancias inorgánicas.
En palabras de Luis Vitale [1], “El proceso de penetración de la burguesía chilena en esta
zona boliviana adquirió características de colonización no sólo económica, sino también
política al lograr los chilenos ser designados para ocupar cargos en las municipalidades
bolivianas”, una muestra más del dominio económico de Chile sobre Bolivia está
relacionado con “El Banco Nacional de Bolivia, íntimamente relacionado con las
operaciones salitreras de las casas financieras de Valparaíso controladas por Edwards, abrió
sucursales en Cobija y Antofagasta en enero de 1873. Hacia 1876 se había convertido en el
banco más poderoso de Bolivia. El segundo banco de importancia era el Banco Boliviano
controlado por el súbdito inglés Enrique Meiggs, vinculado también a las actividades
mineras ya los grupos financieros de Chile". A esto se suma el hecho de que en el año de
1876 la población chilena que habitaba Antofagasta era cuatro veces mayor que la
boliviana. Dos años después la diferencia se hizo aún más considerable: la población
chilena se incrementó seis veces más que la población boliviana (6,554 y 1,226
respectivamente. Fuente: Historia de Bolivia: Herbert S. Klein). Con todos estos
antecedentes, prácticamente esta provincia se había convertido en una semicolonia de
Chile.
Si bien Antofagasta representaba en los hechos un territorio anexado, por lo mismo, Bolivia
no representaba una amenaza a sus intereses económicos y a las grandes inversiones hechas
por los capitales chilenos e ingleses; si lo era el vecino país del Perú que tenía grandes
intereses económicos en la región, pues, al igual que Chile, también se benefició de
acuerdos con Bolivia: se importaron manufacturas peruanas sin restricción alguna, los
puertos bolivianos sirvieron para la exportación de minerales sin pagar impuesto alguno y
se estableció un convenio de libre comercio que destruyó los aranceles proteccionistas de
Bolivia. En conclusión, el comercio, los bancos, los yacimientos de plata y las riquezas de
guano y salitre de Bolivia eran controlados por los grandes capitales chilenos y peruanos.
Sin embargo, el proceso de expansión de los capitales chilenos e ingleses se vio amenazado
por las políticas salitreras de los gobiernos peruanos de entonces. En 1873 el gobierno del
presidente Pardo estableció un decreto por el cual se establecían estancos de salitre que
obligaba a los productores vender su producción al Estado. Está medida provocó una serie
de protestas de parte de los empresarios peruanos como de los empresarios chilenos ya que
les arrebata el monopolio de las ventas de salitre al mercado mundial. Esta medida no
solamente afectaba los intereses de los empresarios del salitre, sino que puso en peligro la
supremacía portuaria de Valparaíso en el pacífico sur, pues la intención del gobierno
peruano era convertir al puerto de Iquique en el distribuidor de la producción de los
estancos al mercado mundial. Ante el sabotaje de los empresarios chilenos y extranjeros, el
gobierno de Pardo promulgó en 1875 la nacionalización de las salitreras que se encontraban
en manos extranjeras y nacionales, lo que representó una de las razones esenciales para que
la burguesía chilena presione al gobierno de Pinto para que declare la guerra al Perú.
Pese a las medidas de nacionalización que no lograron prosperar por el boicot de la
burguesía peruana y de los inversionistas extranjeros, la crisis económica peruana de 1878
se hizo insostenible. Bolivia fue de los tres países el que más sintió la crisis económica,
pues al ser un país atrasado y dependiente de los capitales peruanos y chilenos, tuvo menos
margen de maniobrabilidad económica para manejar su crisis.
En el caso chileno la crisis económica mundial generó consecuencias económicas, sociales
y políticas que se manifestaron en la urgencia de avivar la guerra, pues la burguesía chilena
tenía claro que la conquista de los territorios de Antofagasta y Tarapacá, era la mejor
respuesta para superar su crisis económica.
Como expresa Luis Vitale, “Perú y Bolivia atravesaban por una crisis económica de
estructura agravada por la crisis coyuntural de 1875-78. Sus clases dominantes entraron a la
guerra no sólo para defender las riquezas salitreras amenazados por la burguesía chilena,
sino también esperanzadas en que un resultado favorable les permitiría remontar la grave
crisis económica y afianzar sus posiciones en el orden latinoamericano”.
Tanto en Chile como en Bolivia y Perú, la apropiación de las tierras indígenas por parte de
las burguesías terratenientes representó una guerra interna que se desarrolló antes y durante
la guerra del pacífico. Coincidentemente en estos países se obligó a los pueblos indígenas a
vender sus tierras con el propósito colonizar las tierras más fértiles y aptas para agricultura
privada, y al mismo tiempo, para liquidar la propiedad comunitaria.
Frente a estos abusos, las rebeliones de los pueblos indígenas se hicieron presentes. En
Bolivia las protestas indígenas fueron tan violentas y sangrientas que lograron frenar el
proceso de confiscación de las tierras. En Chile, los mapuches aprovecharon la guerra para
sublevarse y luchar por la recuperación de sus tierras. Sin embargo, fueron aplastados
militarmente por las burguesías chilenas y argentinas en 1882, lo que consolido
definitivamente la expropiación de sus tierras y su casi exterminio como pueblo.
Como señala Vicente Mellado [4] , ““La clase burguesa terrateniente chilena del siglo XIX
fue la constructora de esa “identidad nacional”. Los patrones de fundo, ligados a la banca,
la industria y la minería despreciaban el comportamiento social del “roto” chileno (en la
ciudad) y el “huaso” (en el campo). Les llamaban “borrachos”, “flojos”, “sucios”, “sin dios
ni ley”, “huachos”, “gañanes” y “chinitos”. (…) Desde ese momento la burguesía chilena le
tuvo “cariño” al roto y al huaso. Pero solo si iba a la guerra. En Chile, el roto era
encarcelado, maltratado y marginado del acceso al trabajo bien remunerado y la educación.
La mejor solución a esto es que se hubiesen quedado en el país vecino para no molestar a
las familias acaudaladas. Pero los empresarios chilenos los necesitaban para sobrevivir.
Eran su fuerza de trabajo””.
Lo mismo se decía del cholo peruano: “borracho”, “flojo”, “sucio” e “ignorante”. Sin
embargo, son ellos los que fueron a la guerra a morir, quienes resistieron en los andes
peruanos ante la invasión chilena. “La prolongada guerra de resistencia -cuenta Luis Vitale-
tuvo una fuerte base de sustentación social en la movilización indígena. No lucharon contra
el Ejército chileno por ‘amor a la patria’, sino que aprovecharon la disputa entre blancos
para rebelarse, así como lo hicieron los mapuches, en pos de la recuperación de sus tierras.
(…) Los levantamientos indígenas y las luchas de los guerrilleros rebasaron los objetivos
fijados por la burguesía peruana en la guerra de resistencia. La clase dominante de Perú
llegó a temer más a los quechuas y montoneros que al propio ejército chileno porque éste,
en última instancia, garantizaba la supervivencia de la propiedad privada e impedía la
’anarquía’ social. En una convención de fines de 1882, en la que se aprobó el inicio de las
negociaciones de paz con Chile, los representantes de la burguesía peruana declararon fuera
de la ley a los montoneros”.
La guerra del pacífico terminó en 1883 con el triunfo de Chile. Sin embargo, fueron los
capitales ingleses y norteamericanos quienes al final de la guerra fueron los grandes
vencedores de esta contienda, pues les permitió fortalecer sus objetivos de penetración y
control económico en la región.
Tras la derrota peruana en la guerra del pacífico, se establecieron durante diez años
gobiernos militares que garantizaron la recuperación de la burguesía y los terratenientes,
pues, a pesar que los caudillos militares gobernaron durante una década, fueron la
burguesía y los terratenientes quienes tuvieron el dominio pleno del estado. “Sobre estas
bases se inauguró un proceso caracterizado por una relativa estabilidad política: los grandes
comerciantes y terratenientes exportadores prestaron su concurso a los militares en la
medida que no contaban aún con los medios para embarcarse en una empresa política
autónoma y, además, porque el mantenimiento de la paz social facilitaba el
restablecimiento de la estructura productiva del país y de la clase. Diez años más tarde ese
mismo sector estaría en condiciones de librarse de los caudillos y tomar el poder en su
propio beneficio” [6]. Durante el gobierno militar de Cáceres, como forma de asumir la
deuda generada por la guerra, se entregó el aparato productivo y el transporte a los capitales
ingleses: explotación del ferrocarril durante 66 años, entrega de tres millones de toneladas
de guano, concesión de dos millones de hectáreas en la selva, pagos anuales durante 33
años de 80,000 libras. Tras la guerra civil de 1895, el gobierno de Nicolás de Pierola, que
tuvo en sus inicios el soporte de la clase proletaria, favoreció los intereses de la burguesía y
del capital extranjero, iniciando la “República aristocrática” sobre la base de la
institucionalización del poder burgués con la formación de instituciones como la Sociedad
nacional de agricultura, minería e industria. Para garantizar los negocios de la burguesía, de
los terratenientes y los capitales extranjeros, el gobierno de Piérola no solamente les dio
todas las concesiones posibles, sino que aplastó con violencia, como lo hicieron los
militares después de la guerra, las huelgas que se dieron durante su mandato por aumentos
salariales y reducción de las horas de trabajo.
A manera de conclusión
La guerra del pacífico o la guerra del salitre, no fue una guerra que benefició al hombre y a
la mujer de a pie, sino que fue una guerra que favoreció, no solamente a los intereses de las
burguesías criollas, sino también a los intereses del imperialismo. Después de más de un
siglo, la guerra sigue presente en el imaginario de los trabajadores y el pueblo, pues la
burguesía chilena, peruana y boliviana, siguen usando los problemas limítrofes como un
gran argumento para alentar políticas nacionalistas y discursos chauvinistas que postergan
los intereses de la clase trabajadora en favor de los proyectos hegemónicos de la clase
dominante. En este sentido, el fallo de la Corte Internacional de Justicia de la Haya, no ha
hecho otra cosa que relegitimar el rol de las oficinas y organismos imperialistas como
reguladores y arbitros de la vida de los diversos Estados del Pacifico, y a sus empresarios y
gobiernos capitalistas.