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06/12/2013 12:32

“Un amargo despertar”


Lo que vuelve importante a la noche que vivimos no es que haya terminado.

Por Hugo Omar Seleme -Director del Programa de Ética y Teoría Política (UNC).
Investigador del Conicet.

La del 3 de diciembre fue una de las noches más largas de nuestra historia reciente.
Pero, como todas las noches, hasta la más larga ha terminado. Nos despertamos
asustados, confundidos, preguntándonos unos a otros qué sucedió. Ofreciendo y
recibiendo explicaciones, excusas y pronósticos. Algunos se apresuraron a decir que ha
sido una jornada histórica, con toda la ambigüedad que tiene este calificativo. Lo
histórico es un enorme anaquel donde se amontonan sin distingos las más grandes
epopeyas o las más abyectas infamias.

Lo que vuelve importante a la noche que vivimos no es que haya terminado. Aunque
es cierto que sentimos alivio al ver que el sol –no ya los funcionarios encargados de
gobernarnos– venía a imponer su orden y a hacer que los rostros volviesen a cobrar
rasgos humanos y dejaran de ser oscuras máscaras detrás de las cuales se escondía un
potencial enemigo. La noche del 3 de diciembre fue importante porque los cordobeses
finalmente despertamos. Hemos emergido de un sueño que, a nuestro pesar, no duró
una noche, sino varios años.

Despertamos brutalmente del sueño de vivir en una sociedad decente, organizada


sobre la base de instituciones legítimas, de las cuales la ciudadanía se siente orgullosa
y responsable. Despertamos abruptamente del sueño de ser una sociedad culta y
homogénea, caracterizada por su humor, donde cada uno se siente parte de una
misma empresa colectiva. La luz del día nos ha devuelto la imagen de una sociedad
fragmentada, embrutecida y crispada. Una especie de estado de naturaleza
hobbesiano donde el otro es un enemigo potencial y no un conciudadano. Donde la
vida, como decía Thomas Hobbes, es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.

Lo que quedó patente es que existen porciones de los habitantes de Córdoba para los
cuales las normas jurídicas que organizan nuestra convivencia carecen de toda
legitimidad. Para ellos, las normas que prohíben robar, golpear y hasta matar sólo
tienen la fuerza obligatoria que puede conferirles la coacción que las respalda. Sin la
amenaza de la coacción, corporizada en la fuerza policial, estas normas son papel
pintado. Lo mismo cabe decir de los policías que, pese a haber sido encargados de la
protección y el cuidado de la ciudadanía, se sienten con total libertad para dejar de
cumplir sus deberes por el mero hecho de que no hay nadie sobre ellos que pueda
coaccionarlos a hacerlo.

Bastó que la amenaza de la coacción desapareciese para que los límites de la legítima
defensa se borrasen. Un número significativo de ciudadanos se sintió autorizado a
echar mano de cualquier recurso para repeler la supuesta agresión de quien se veía
como un enemigo. Palos, armas de fuego, barricadas, macetas arrojadas desde los
balcones, fueron los recursos utilizados contra los sospechosos de saquear o robar.

Ninguno de estos individuos ha visto las normas jurídicas como “propias”, como dignas
de respeto. Para ellos son normas ajenas, dictadas por “otros” y que les son impuestas
sólo por la fuerza. Para ellos, el derecho sólo representa el ejercicio desnudo de la
coacción.

Nos hemos despertado de un sueño. No vivimos en una sociedad en la que cada uno se
percibe como autor de las instituciones. Por el contrario, diferentes porciones de la
población se perciben como alienadas, como ajenas a las instituciones públicas. Para
los saqueadores, los justicieros y los policías autoacuartelados, el derecho tiene tanto
valor como la amenaza que garantiza su cumplimiento. Por eso ha bastado que la
amenaza se debilitase para que desapareciese la fuerza vinculante que las instituciones
deberían ejercer sobre las conciencias.

Nos hemos despertado de un sueño para advertir que vivimos en una pesadilla: la de
habitar una sociedad ilegítima, en la que no todos nos percibimos como autores de
una misma empresa colectiva. Ahora que hemos visto la realidad, lo que toca es
cambiarla, construyendo una sociedad menos autocomplaciente, más culta,
respetuosa e igualitaria. Sería un error creer que lo que necesitamos es más coacción.
Esa noche, presenciamos lo que sucede cuando un orden social sólo está fundado en
ella.

Si el problema es la falta de legitimidad del sistema a los ojos de gran parte de la


población, la solución es trabajar para que la legitimidad no sólo sea efectiva, sino
también percibida.

La solución no es construir muros cada vez más altos, cercas más seguras y defensas
más sofisticadas. El desafío es construir una sociedad en la cual la coacción no sea el
principal mecanismo para lograr la obediencia a las instituciones por amplias franjas de
la sociedad, sino el recurso extremo para tratar con una minoría de delincuentes
irrazonables. Seguir apostando sólo por perfeccionar los instrumentos de coacción nos
permitirá dormir tranquilos algunas noches, sólo para terminar despertándonos en una
nueva pesadilla, preguntándonos qué nos ha pasado.
Seleme, H. (2013). Un amargo despertar. La Voz del Interior. Recuperado
de: http://www.lavoz.com.ar/opinion/un-amargo-despertar. 06/12/2013.

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