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¿La voz de la Nación?

Los dilemas de la representación política.


México, 1808-1867

Erika Pani
División de Historia
CIDE

Que ningún indibiduo sea quien


fuere tome la voz de la Nación para
estos prosedimientos ni otros
alborotos, pues habiendo
Superioridad Lexítima y autorizada
deben acudir a ella en los casos
arduos y de traicion, y ninguno
prosederá con autoridad propia.

José María Morelos, 1811.

Mucho se ha discutido sobre lo artificial –y poco fértil-- de la oposición antiguo /

moderno en el estudio de periodos “revolucionarios,” ahí donde estamos

conscientes de “que en historia no hay ni “nacimientos,” ni “ocasos” absolutos.1

Se trata de un sano escepticismo: la historiografía puede apantanarse –y

aplanarse— con explicaciones fáciles, con “puntos de partida” demasiado

convenientes, con “enfrentamientos” teleológicos de “fuerzas históricas” –

revolución / reacción, progreso / retroceso, liberalismo / conservadurismo— que

dejan demasiadas cosas fuera. Sin embargo, el insistir en lo añejo del vino –así

como la obsesión latinoamericanista por rastrear influencias y ubicar modelos—

ha nublado quizás lo inusitado del “experimento” posrevolucionario, en que las

crisis de finales del siglo XVIII y principios del XIX –imperiales, dinásticas,

revolucionarias-- hicieron ineludible, de ambos lados del Atlántico, la reinvención

1 Javier Fernández Sebastián, “Política Antigua / política moderna. Una perspectiva histórico-
conceptual,” en www.foroiberideas.com.ar.

1
de la legitimidad política, la reestructuración de la comunidad, y por lo menos el

ajuste, cuando no la reconstrucción, del aparato mediante el cual se ejercía la

autoridad pública.

Así, la consciencia, por parte de los hombres de la revolución, de estar

“creando el mundo de nuevo,”2 no se debe a que fueran muy “modernos,” o

“ilustrados,” o “liberales,” sino a que se hallaron frente a problemas y desafíos

inesperados y apremiantes, que exigían respuestas inmediatas. La “invención”

de nuevas “ficciones”3 que debían servir de eje a una nueva configuración de la

legitimidad política no puede rastrearse como las paradas de un itinerario

preestablecido, que nos lleva de lo antiguo a lo moderno4; se trata de estrategias

y principios contingentes y contenciosos; de apuestas; de procesos para los

cuales no tenían receta y cuyos efectos sobre el universo de lo político eran

impredecibles. En este trabajo, esperamos explorar, para el México

independiente, una de estas ficciones, que demostró ser a la vez ineludible y

permanentemente insatisfactoria: la de la representación política.

Al desarmarse el andamiaje ideológico del Antiguo Régimen, al volverse

insostenible la soberanía del “Real Bruto” que había tiranizado a los colonos

británicos en Norteamérica, del prófugo de Varennes, o de los incompetentes de

Bayona, se resquebrajó también una jerarquía percibida como natural,

preestablecida, divinamente ordenada. La reconfortante imagen del cuerpo

2 La expresión es de Bernard Bailyn, To begin de world anew. The genius and ambiguities of the
American Founders, New York: Knopf, 2003.
3 Edmund S. Morgan, Inventing the People. The Rise of Popular Sovereignty in England and

America, New York: Norton, 1988.


4 Véase, sobre este tema, el útil aunque artificialmente lineal estudio de desarrollo del concepto

de representación de Hanna F. Pitkin, The concept of Representation, Berkeley: University of


California Press, 1967.

2
político, que, como el cuerpo místico de la Iglesia, reproducía al cuerpo humano,

y dentro del cual, con el monarca a la cabeza, cada órgano tenía su lugar y

función, había mostrado ser ya lo suficientemente problemática para que

Thomas Hobbes, en su discusión sobre la “materia, forma y poder de un estado,”

recurriera al monstruoso Leviatán (1660).5 Con la revolución, esta forma de

imaginar al cuerpo político se fracturaría por completo, al destruirse el vínculo de

lealtad personal que unía, como a los hijos con su padre, a los individuos con el

soberano. Los hombres eran iguales en tanto que ninguno tenía ya derecho de

mandar, y nadie la obligación de obedecer.

Quienes esperaban gobernar en el contexto posrevolucionario tenían,

entonces, que “inventar” dos cosas: la primera, una serie de mecanismos de

legitimación lo suficientemente plausibles para apuntalar el ejercicio del poder

público; la segunda, los lazos que engarzaran a la sociedad política. Se recurrió

entonces –y en la América hispana de forma inevitable a lo largo del siglo XIX--

a la “nación” como titular de la soberanía:6 No se podía gobernar sino “en

nombre de la nación;” el Estado no podía ser sino “la nación representada.” En

México, incluso durante aquellos periodos en que no hubo cuerpos

representativos operando a nivel nacional –la guerra de Reforma (1858-1860), la

5 En palabras de Hobbes, “NATURE hath made men so equal in the faculties of body and mind
as that, though there be found one man sometimes manifestly stronger in body or of quicker mind
than another, yet when all is reckoned together the difference between man and man is not so
considerable as that one man can thereupon claim to himself any benefit to which another may
not pretend as well as he.” Leviathan, cap. XIII, en
http://oregonstate.edu/instruct/phl302/texts/hobbes/leviathan-c.html#CHAPTERXIII.
6 Véanse ensayos en Antonio Annino, coord., Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo

XIX : de la formación del espacio político nacional, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
1995; Hilda Sabato, coord., Ciudadanía política y formación de las naciones : perspectivas
históricas de América Latina, México: El Colegio de México, 1999, así como Pierre Rosanvallon,
Le peuple introuvable. Histoire de la representation démocratique en France, París: Gallimard,

3
dictadura de Antonio López de Santa Anna (1853-1855) y la Regencia y el

Imperio de Maximiliano (1863-1867)— los gobernantes se vieron obligados a

recurrir a mecanismos de emergencia, para la representación o “consulta” de la

población: el reconocimiento de la presidencia de Juárez por parte de los

gobernadores de la coalición en 1858 y la cesión de facultades extraordinarias

por parte del Congreso, antes de disolverse en 1863; dos plebiscitos en el caso

de la dictadura santanista; y la “adhesión,” proclamada por escrito, de la mayoría

de los ayuntamientos al Imperio en 1863 y 1864.

La “maravillosa invención” de la representación política –la transferencia

del ejercicio de la soberanía de la nación a sus representantes, quienes se

encargarían de elaborar las leyes que debían normar la vida comunitaria--

parecía resolver el problema de cómo hacer factible, ahí donde soberanos son

todos, el gobierno de los más por los menos. Sin embargo, planteaba al mismo

tiempo una serie de incógnitas de difícil resolución. ¿Quién puede hablar por la

nación? ¿Bajo qué circunstancias? ¿Pueden –deben— hablar muchos con la

misma voz? ¿Cómo hacer que esta voz sea inteligible? Si la ley debe reflejar la

“voluntad nacional,” ¿cómo puede ésta definirse? ¿Qué es lo que debe

articularse a través de la representación? ¿Cuál debe ser la relación entre

representante y representado?

La historia de la representación política reseña las formas en que se

pretendió dar respuesta a estas preguntas, para resolver estos problemas.

Intentaremos aquí dar cuenta, de forma apretada, de los esfuerzos que

1998; y La démocratie inachevée. Histoire de la souveraineté du peuple en France, París:


Gallimard, 2000.

4
realizaron los políticos mexicanos por construir, a través de constituciones y

leyes electorales, un sistema representativo eficiente. Tomaremos como límites

cronológicos –inevitablemente arbitrarios-- 1808, cuando la invasión napoleónica

de la Península hiciera de la definición de la sede de la soberanía, y su

traducción en actos de autoridad, un problema de urgente resolución, para cerrar

en 1867, cuando la “República representativa, democrática, federal,” definida en

la constitución promulgada diez años antes, surgiera consagrada por el glorioso

triunfo sobre la reacción y el invasor extranjero. A lo largo de estos años, se

pretendió que el sistema representativo se viera “adornado” con aquellas

características de plausibilidad y operatividad que hicieran de la representación

política el sitio para dirimir, de manera contenida, los conflictos sociales y las

luchas por el poder. La representación debía imprimir el rumbo a la acción

pública, resolviendo la inevitable tensión entre “el número y la razón,” entre

visiones distintas e intereses encontrados.

De la inmanencia de los principios que cimientan a la república moderna

surge su fragilidad, ahí donde, si la política no pertenece sino a los hombres,

estos pueden montar y desmontar sus estructuras.7 Para los políticos del México

decimonónico, esto significó, como ha demostrado Elías Palti, darse a la afanosa

tarea de construir un orden siempre sujeto a ser destruido por el derecho

legítimo a la insurrección.8 La representación debía servir como mecanismo de

7 JGA Pocock, The Machiavellian moment: Florentine political thought and the Atlantic republican
tradition, Princeton: Princeton University Press, 1975.
8 Elías José Palti, La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano

del siglo XIX (un estudio sobre las formas del discurso político), México: Fondo de Cultura
Económica, 2005, esp. pp.57-60. Véase también Antonio Annino, “Ciudadanía versus
gobernabilidad republicana en México,” en Sabato, coord., Ciudadanía, pp.62-93.

5
legitimación a la vez que de gobierno, para desincentivar el recurso al legítimo

pero ilegal “pronunciamiento” en defensa de la soberanía agredida. Los

esquemas de representación política, a la largo del XIX, reflejaron entonces los

ideales de gobierno y las angustias de sus artífices, sus proyectos de Estado, la

conveniencia política y los acercamientos y accidentes propios del debate

parlamentario.

La discusión en torno a lo que debía ser la representación política giró, a

grandes rasgos, sobre dos ejes: el de la definición del ciudadano, como aquel

que debía dar voz a la nación soberana, por un lado; por el otro, el de la

construcción de la representación misma. Se trata, al final, de una crónica de

desencantos: las elecciones y la representación nacional sirvieron, a lo largo del

siglo, para muchas cosas, pero no se instituyeron como espacios que

estabilizaran la lucha política, como mecanismos pacíficos para acceder al poder

o resolver tensiones, sino hasta después de 1867, y esto a cambio de la

institución de un sistema cerrado.9 Los claroscuros del relato, sin embargo, nos

muestran las posibilidades, fortalezas y debilidades de un proceso por

naturaleza siempre inacabado, que sigue siendo central a nuestro hacer y

pensar político.

1) Los ritmos del sufragio.

9Para la importancia del Congreso de la Unión como espacio político, véase María Luna
Argudín, El Congreso y la política mexicana (1857-1911), México: El Colegio de México, Fondo
de Cultura Económica, 2006. Para la función de los escaños del Legislativo como espacios de
negociación entre los poderes federal y estatal, y entre distintos grupos de poder, véanse
Elisabetta Bertolla en Enrique Montalvo Ortega, coord., El águila bifronte : poder y liberalismo en
México, México: INAH, 1995. Luis Medina Peña, Invención del sistema político mexicano : forma

6
En el Antiguo Régimen, “ciudadano” era un término descriptivo, algunas

veces incluso despectivo, a pesar de evocar prestigiosas connotaciones de la

Antigüedad greco-romana. “Ciudadano” era simplemente el que habitaba la

ciudad, el que no era noble, ni soldado. Las revoluciones atlánticas

transformarían este término en el título del sujeto de la política moderna por

excelencia: el ciudadano es el miembro de la nación soberana, y está por lo

tanto dotado de derechos y obligaciones. Es además su portavoz, el que a un

tiempo hace las leyes y las obedece.10 En la tradición hispana –a diferencia de la

norteamericana—, a partir de la constitución de Cádiz, elaborada en un contexto

de guerra y movilización, el estatus de ciudadano estuvo vinculado a los

derechos políticos. En México, a lo largo del siglo XIX, el legado gaditano iba a

marcar la pauta para definir quién podía votar, para qué y en qué condiciones.

Predominó entonces a lo largo del siglo una construcción muy abierta de

la ciudadanía, definida de forma local y subjetiva. Era ciudadano el vecino –

varón-- que tuviera “un modo honesto de vivir,” un trabajo o industria

“provechosa,” requisito que incluyeron todas las constituciones a partir de 1812.

La mayoría de las constituciones mexicanas redujeron además la edad mínima

para votar, para incluir también a los jóvenes casados. La mayoría de las leyes

fundamentales –con excepción del Acta de reformas de 1847 y la de 1857—

exigieron además el saber leer y escribir, habilidad necesaria al ciudadano que

se informa para decidir, pero pospusieron su aplicación a años posteriores,

de gobierno y gobernabilidad en México en el siglo XIX, México: Fondo de Cultura Económica,


2004.

7
cuando las “luces del siglo” hubieran alcanzado a la mayoría de la población.11 A

partir de 1836, la ley fundamental –con excepción de la de 1847— estableció

también por escrito las obligaciones de los ciudadanos: inscribirse en el padrón

municipal, votar, ejercer los cargos de nombramiento popular y, en 1842 y 1857,

inscribirse en la Guardia Nacional.

Por otra parte, las constituciones, al tratar la cuestión de los derechos

políticos de los extranjeros radicados en el país, esbozan las visiones de lo que,

para los hombres de la época, constituía en un momento dado los lazos de

pertenencia. Así, Apatzingán reconocía el derecho a votar de aquellos

extranjeros que no se opusieran “a la libertad de la Nación,” mientras que, en el

Reglamento Provisional del Imperio, podían hacerlo los que hiciesen “servicios

importantes al Imperio;” aquellos que pudieran “ser útiles por sus talentos,

invenciones o industria,” y quienes formaran “grandes establecimientos,” o

adquirieran en el país propiedad territorial, y fueran reconocidos como

ciudadanos por el Emperador.

Entre 1836 y 1857, se consideró que los extranjeros se convertían en

ciudadanos por haber formado parte del pacto fundacional de la nación, al estar

avecindados en 1821, y haber permanecido; por decisión de la autoridad política

–mediante carta de naturalización--; o al adquirir bienes raíces o una familia

10 Véase Erika Pani, “ ’Actors on a Most Conspicuous Stage:’ Citizens of Revolution in the United
States and Mexico,” en Historical Reflections / Réfléctions Historiques, 29:1 (primavera) 2003,
pp.163-188, pp.166-168.
11 Este requisito se asentaría en todas las constituciones. Marcello Carmagnani y Alicia

Hernández Chávez, “La ciudadanía orgánica mexicana, 1850-1910” en Sabato, coord.,


Ciudadanía, pp.371-404.

8
mexicana.12 Se trataba no sólo de hacer propio lo que era extraño, sino de

establecer lazos de reciprocidad entre el Estado y un grupo –sin duda

reducido— para quién la extranjería servía como recurso para esquivar

obligaciones o aminorar daños a personas y propiedades que no escaseaban en

los turbulentos años de vida independiente.

En las constituciones decimonónicas, el ciudadano ideal era el hombre de

bien, cabeza de familia, miembro reconocido de la comunidad. Paralelamente,

los principios por los cuales las leyes fundamentales excluían de la comunidad

política, de manera permanente o temporal, nos pintan las visiones que los

políticos de la época tuvieron del marginado, del indeseable. En un país en que

la exclusividad religiosa fue un principio constitucional hasta 1857, el ciudadano

no podía ser sino católico. La constitución de Apatzingán condenaba incluso a la

pérdida de derechos políticos a quienes hubieran cometido los delitos de

“herejía, apostasía y lesa-majestad.”13 Se excluyó también a quienes no

contribuyeran al bienestar de su familia y de la comunidad –los “vagos” y

“malentretenidos”—, a quienes hubieran roto sus reglas –los culpables de alguna

“pena infamante”— o incumplido con sus deberes, rehusándose a servir en

cargos públicos de elección popular. De manera similar, se negó el voto a los

que hubieran defraudado a la sociedad, o pretendieran hacerlo: a aquellos

culpables de “quiebra fraudulenta” o “malversación de fondos públicos,” a los

12 La constitución de 1836 no reconocía al matrimonio y a la adquisición de propiedades como un


mecanismo para acceder a la ciudadanía, mientras que las cartas de 1842 y 1843 los
consideraban una vía de acceso automática. Según la constitución de 1857, el extranjero que
adquiriera un bien raíz o tuviera hijos mexicanos se volvía mexicano, si no manifestaba su deseo
de conservar la nacionalidad.
13 Artículo 15. Todas las constituciones en Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de

México, México: Porrúa, 2002.

9
deudores al erario y los “tahúres de profesión.” Tampoco podían votar aquellos

individuos cuya autonomía e independencia de juicio estuviera en entredicho; los

sirvientes domésticos, que sirvieran directamente a la persona, los “ebrios

consuetudinarios,” y, en algunos casos –1836, en dos de los tres malogrados

proyectos de 1842, en 1843, y en 1847— por haber abrazado el estado religioso.

Otros fueron excluidos porque su participación en la cosa pública se

consideraba peligrosa, o simplemente inconveniente. Cádiz dejó sin derecho al

voto a las castas americanas, cuya inclusión hubiera significado un mayor

número de representantes para los territorios de ultramar que para la Península,

a pesar de la apasionada defensa que los diputados novohispanos, entre otros,

hicieran de las virtudes de la población de ascendencia africana.14 Después de

esto, ninguna ley mexicana recurriría de manera formal a criterios étnicos para

excluir del voto. Por su parte, los diputados insurgentes, reunidos en

Chilpancingo en 1814, consideraron que la “sospecha vehemente de infidencia”

bastaba para inhabilitar al ciudadano.15 Después de la independencia, la

ciudadanía fue considerada vinculante y exclusiva: las leyes negarían el derecho

al voto a aquellos que hubieran “perdido la cualidad de mexicanos” por servir a

otro gobierno o aceptar, sin autorización del gobierno nacional, nombramientos o

condecoraciones extranjeras.

14 Artículo 18. Véase Marie Laure Rieu Millán, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz :
igualdad o independencia, Madrid: CSIC, 1990; Manuel Chust, La cuestión nacional americana
en las Cortes de Cádiz (1810-1814), Valencia: Fundación Tomás y Valiente, México: UNAM,
1999. Es interesante la reticencia de los constituyentes al hablar de color o raza. Los ciudadanos
españoles se definen como aquellos “que por ambas líneas traen su origen de los dominios
españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos
dominios.”
15 Artículo 16.

10
Al mediar el siglo, en el contexto del álgido proceso de la Reforma, las

posturas políticas se reflejaron con mayor desnudez en la legislación electoral.

En diciembre de 1855, tras el triunfo de la revolución de Ayutla, la convocatoria a

elecciones para el congreso constituyente excluyó, por primera vez, a los

miembros del clero secular.16 Al contrario, en 1867, en su búsqueda por moderar

el debate político y curar las heridas de una nación desgarrada, el gobierno de

Benito Juárez reconoció el derecho a elegir, “sin necesidad de rehabilitación

individual” de un gran número de hombres que, hasta hacía muy poco, habían

sido no sólo manifiestamente malos ciudadanos, sino delincuentes. Se permitió

votar, en las primeras elecciones de la “república restaurada,” a aquellos

funcionarios del gobierno nacional que habían permanecido en territorio invadido

por los franceses, y eventualmente gobernado por Maximiliano; a los individuos

que habían prestado servicios al enemigo, adhiriéndose posteriormente a la

causa nacional; a los que “sólo” habían firmado cartas de reconocimiento al

enemigo; a los que habían desempeñado cargos municipales gratuitos, o servido

a la Intervención o al Imperio en la clase de tropa.17

La apertura en la definición de la ciudadanía, que permitía votar a todo

hombre arraigado y “honesto,” es notable. Contrasta con las experiencias

contemporáneas de la Europa Occidental y los Estados Unidos. Los ingleses

mantuvieron, hasta la segunda mitad del siglo XIX, el vínculo entre sufragio y

propiedad. Las reformas al abigarrado sistema electoral británico (1832, 1867,

1884) reflejaron, sobre todo, una transformación en las formas en que se

16Artículo 9, en Antonio García Orozco, ed., Legislación electoral mexicana, 1812-1977, México:
Comisión Federal Electoral, 1978, p.145.

11
pensaba esta propiedad, que había que defender en contra de los abusos del

poder. Francia, por su parte, osciló entre el reconocimiento del sufragio como

derecho –principio esbozado en 1793, reconocido como tal en 1848, y

confirmado durante el Segundo Imperio-- y los esfuerzos por construir al

“ciudadano” responsable porque propietario, porque contribuyente o porque

capaz.18 En los Estados Unidos, entre la Independencia y la década de 1830, el

proceso de democratización de los sistemas electorales –estatales--, que

eliminara los requisitos de propiedad, de pago de algún impuesto, o de

participación en la milicia, se vio acompañado, en la mayoría de los estados, por

la erección de barreras raciales al voto.19

Sin embargo, parecería que esta plasticidad y subjetividad en la definición

de la ciudadanía representó un problema para la clase política mexicana. En

1830, en reacción a las alborotadas elecciones de la década de 1820, que tan

bien habían sabido aprovechar los yorkinos, el gobierno de Anastasio

Bustamante promulgó una ley para ordenar las elecciones en el distrito federal y

los territorios y, sobre todo, para controlar la participación en ellas de las “clases

peligrosas:” el padrón de la elección debía levantarse un mes antes, y cada

ciudadano, para poder votar, debía recibir una boleta numerada, en la cual se

inscribían su nombre, dirección y oficio. La votación debía realizarse, además,

17 Artículo 23, en García Orozco, ed., Legislación, p.177.


18 Para Inglaterra, véase John Hostettler, Brian P. Block, Voting in Britain: a history of the
Parliamentary Franchise, Chichester: Barry Rose, 2001, Eduardo Posada Carbó, Elections
before democracy : the history of elections in Europe and Latin America, Houndmills: Macmillan
Press, New York: Saint Martin’s Press, 1996; para Francia, Pierre Rosanvallon, Le sacre du
citoyen. Histoire du suffrage universel en France, París: Gallimard, 1992.
19 Alexander Keyssar, The Right to vote: the contested history of democracy in the United States,

New York: Basic Books, 2000; Sean Wilentz, “Property an Power: Suffrage Reform in the United

12
en voz alta.20 Cuatro años más tarde, para evitar que los “vagos” se hicieran

pasar por sirvientes domésticos, lacayos, o cocheros, se exigía que sobre la

boleta de cada criado se hiciera constar su nombre, servicio al que estaba

destinado, nombre del patrón, salario y “calificación del amo o amos a quienes

hubiera servido.”21

De manera similar, aunque más sutil, entre la promulgación de las Siete

Leyes y la de la constitución de 1857, los proyectos de constitución buscaron, en

su mayoría, restringir el voto, exigiendo una renta mínima anual –que osciló

entre los $100 pesos de las Siete Leyes y los $200 de las Bases Orgánicas de

1843-- para poder votar. La convocatoria de enero de 1846 representa un caso

a parte, por establecer una elección por clases, pero es también la más

restrictiva de las propuestas, al exigir el pago de un monto importante en

impuestos para poder votar. El proyecto, ideado por Lucas Alamán, representa

un esfuerzo sin tapujos por involucrar y comprometer en las cosas de gobierno a

las clases más pudientes de la sociedad, aquellas que representaban “los

intereses y la fuerza del país,” para que “por su propia seguridad se [alistaran]

bajo la bandera de la patria.”22

States,” en Donald W. Rogers, ed., Voting and the Spirit of American Democracy. Essays on the
History of Voting Rights in America, Urbana: University of Illinois Press, 1992, pp.31-39.
20 García Orozco, ed., Legislación, pp.46-52. Véase, sobre este tema, Richard Warren, Vagrants

and citizens : politics and the masses in Mexico City from Colony to Republic, Wilmington: SR
Books, 2001.
21 “Circular relativa al padrón para elección de diputados y prevenciones en cuanto a vagos,

casas de prostitución, de juego o escándalo, y acerca de la educación de la juventud,” en García


Orozco, Legislación, pp.53-56.
22 “Convocatoria para un Congreso Extraordinario, a consecuencia del movimiento iniciado en

San Luis el 14 de diciembre de 1845,” en García Orozco, ed., Legislación, pp.92-110, y “Parte
política,” en El Tiempo, enero 31, 1846.

13
Así, incluso los proyectos de constitución de la mayoría y la minoría de

1842 recogieron el censo como requisito para el sufragio. El proyecto de la

minoría de la comisión de Constitución, considerado normalmente como el más

“liberal” de los dos, es inclusive más restrictivo, exigiendo $50 pesos más que el

de la mayoría. Sí en su voto particular la minoría de la comisión insistía en su

rechazo a condenar al “grande y generoso pueblo” que los había “honrado” con

su confianza a “la privación de toda libertad política,” no se refería al derecho del

ciudadano a incidir en la decisión política de quien iba a gobernar, sino a la

autonomía de las “tantas y tan diversas partes” que componían a la República.23

Por otra parte, a pesar de ser un supuesto aceptado que era obligación de los

habitantes “contribuir para los gastos públicos,” sólo la complicadísima

convocatoria de 1846 y la ley electoral de ayuntamientos de noviembre de 1865

condicionaban el ejercicio de los derechos políticos al pago de impuestos.24

Sorprenden estos esfuerzos por establecer el voto censatario, en un país

que, hasta fines del siglo XIX, careció de los catastros y censos que hubieran

permitido este tipo de discriminación en el ejercicio del sufragio.25Se trataba

quizás de dejar fuera, por lo menos sobre el papel, a aquellos que, como diría

José María Luis Mora, “en razón de sus escaceses están muy expuestos a

consentir en la tentación de vender sus votos […] pueden ser fácilmente

engañados por su ignorancia y seducidos por su ninguna práctica en la táctica

23 Tena Ramírez, Leyes, p.374, p.344.


24 García Orozco, ed., Legislación, pp.93-110, pp.166-171. La ley imperial exigía el saber leer y
escribir y el pago de 20 pesos anuales de impuestos para ser votado sólo en aquellos municipios
que tuvieran más de 5,000 habitantes.
25 Agradezco los comentarios que me hizo, sobre este punto, el Dr. Antonio Annino.

14
de las elecciones.”26 Quizás se pretendiera dotar a los empadronadores o

funcionarios de la mesa electoral de algún instrumento menos subjetivo que la

honestidad del individuo en cuestión, a la hora de excluir los votos que les

parecieran indeseables. Sin embargo, la inestabilidad y agitación que

caracterizara los tiempos políticos del México decimonónico, marcados por la

búsqueda apremiante de legitimidad y apoyo político, exigieron, al parecer, que

se volviera, consistentemente, a un sufragio más abierto: así, la ley electoral de

1841, el tercer proyecto de constitución de 1842, las leyes electorales de agosto

de 1846, junio de 1847, agosto de 1855, y finalmente, de manera más

trascendente, la constitución de 1857, restauraron la generosidad de las

primeras leyes electorales, para no exigir al ciudadano más que honestidad y

trabajo.

La contraparte de esta apertura fue la “purificación” del sufragio a través

de los “filtros” de la elección indirecta, que en el texto de Cádiz lo es en tres

grados (elección de compromisarios, de electores de parroquia, de partido y de

provincia)-- para después fluctuar entre dos y uno. El sufragio seguiría siendo

indirecto hasta 1912, a pesar de los alegatos de políticos destacados como

Ignacio Ramírez y Francisco Zarco, que defendieron la elección directa en el

seno del constituyente de 1856, y del profirista Manuel Calero, quien abogara

por la elección directa aparejada a la restricción del sufragio a quienes supieran

leer y escribir.27 Así, se constituía una comunidad política que abría las puertas

26 José María Luis Mora, “Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía en la
República y hacerlo esencialmente afecto a la propiedad”, 1830, en José María Luis Mora, Obras
completas, Vol.I, Política, México: Intituto Mora, SEP, 1986, p.375
27 Manuel Calero, Cuestiones electorales, México: Imprenta de Ignacio Escalante, 1908.

15
prácticamente a todos los hombres adultos, pero en la que, si casi todos podían

participar, no todos podían decidir.

Siguiendo esta misma línea, en la década de 1840, la legislación electoral

–sobre todo los proyectos, quizás por definición menos realistas que las leyes

promulgadas— buscó bordar sobre la jerarquía de la elección indirecta,

estableciendo requisitos a los electores primarios y secundarios, tanto de

capacidad –saber leer y escribir-- como de nivel socioeconómico –en el proyecto

de la mayoría de 1842, por ejemplo, $500 pesos anuales de renta mínima para

los electores primarios, $1,500 para los secundarios.28 No obstante, en general,

las leyes se contentaron con señalar que quienes ejercieran jurisdicción no

podían ser designados electores. Esto sugiere, quizás, que los artífices de estas

leyes no querían lidiar con los deficientes instrumentos estadísticos de la época.

Pero también nos habla de la concepción de la jerarquía social lo

suficientemente “natural” y visible para no requerir de marcadores normativos. 29

Si esta jerarquía no podía ya estructurar el sistema político, se esperaba no

obstante que encauzara, a través de la deferencia de los ciudadanos comunes y

corrientes hacia sus superiores, la elección de notables.

2) La construcción de la representación

Como se ha visto, la concepción de ciudadanía fue relativamente estable a lo

largo del periodo 1812-1867, poniendo de manifiesto una visión compartida de lo

que debían ser las características y facultades de los miembros de la comunidad

28Las Bases Orgánicas exigían, aunque solamente a los electores secundarios, un mínimo de
$500 de renta anual.

16
política. Se trataba entonces de una ciudadanía abierta, que reconocía un

ciudadano en todo buen hombre, en todo padre de familia, en todo miembro

honrado de la comunidad. No obstante, el voto ciudadano, así como su vínculo

directo con el Estado, se diluía de manera importante dentro de un esquema de

elecciones indirectas, en el que no hubo una organización partidista que

vinculara de manera inmediata lo local con lo nacional. A diferencia de este

relativo consenso, la diversidad de propuestas en torno a las formas en que

debía articularse la representación política –la conformación del territorio

electoral, la estructura del legislativo, las cualidades que se suponía debían

adornar a sus miembros-- sugiere, al contrario, que éste fue un asunto más

contencioso.

Durante las primeras décadas de vida independiente en México, los

esfuerzos por construir un sistema representativo nacional, en un contexto de

profundas divisiones internota biliares y regionales ponen de manifiesto la

naturaleza profundamente contenciosa de un concepto a la vez central e

indefinible dentro de los nuevos esquemas de gobierno. Más que el

enfrentamiento entre dos universos mentales –liberal / conservador; moderno /

tradicional--, lo que presenciamos es la disputa, fragmentada e inestable, entre

los distintos artífices del discurso público por definir lo que debían ser tanto los

sujetos de la representación –¿la “nación,” los “pueblos,” las corporaciones, las

clases, los estados, los individuos?— como la función misma de representar –

¿el obedecer a la voz de la “nación soberana,” el articular “la voluntad general,”

el descubrir lo que mejor procurara la “felicidad” del pueblo?

29
Véase Carmagnani y Hernández Chávez, “Ciudadanía” en Sabato, coord., Ciudadanía

17
Procuraremos analizar aquí, a partir de los textos constitucionales y la

legislación electoral, como se imaginó, hasta 1867, a la nación representada.

Los espacios y la mecánica de la representación, así como formas distintas de

estructurarla traducían concepciones diferentes de lo que se quería que esta

representación hiciera. Pervivieron, a lo largo del periodo estudiado, las

tensiones que oponían la “nación” a los “estados,” con una profunda

preocupación sobre lo que debía ser la relación entre poderes, y particularmente

la del Ejecutivo con el Legislativo. Igualmente espinosa resultó la cuestión de lo

que debía articular la ley que elaboraran los cuerpos representativos. Ya en

1813, José María Morelos planteaba sin resolver los dilemas de legislar: la ley

debía ser dictada por el congreso; pero la “buena ley [... era] superior a todo

hombre [... debía] obligar a constancia y patriotismo, [moderar] la opulencia y la

indigencia, y de tal suerte se [aumentaría] el jornal del pobre, que [mejoraría] sus

costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.” Para lograr esto, “una

junta de sabios en el número posible” debía dictar las leyes. 30 No se trataba de

disyuntivas de fácil solución.

La organización de las elecciones, la complicada estructura con que se

dotaba al proceso refleja tanto las visiones y proyectos de la clase política como

la realidad de las disputas por el poder. De este modo, durante la Primera

República Federal, fueron los estados quienes establecieron los requisitos para

el sufragio, para hacerlo los poderes federales a partir de 1836, incluso al

30“Sentimientos de la nación,” en Álvaro Matute, comp., Antología de historia de México :


documentos, narraciones y lecturas, México: SEP, 1993

18
restaurarse el federalismo y la constitución de 1824, reformada, en 1847. Sin

embargo, los distintos niveles de elección (primarias, secundarias y

“electorales”) –la organización del territorio electoral-- se mantuvieron dentro de

la estructura estatal o departamental, al tiempo que se desdibujaban sus

atribuciones como corporación que como tal debía ser representarse como tal.

Así, la constitución de Apatzingán establecía que las provincias, en pie de

igualdad, tendrían cada una un representante. Posteriormente, la población se

erigió, como en Cádiz, en la base de la representación en la cámara de

diputados. Cada diputado representaría entre 40,000 –la constitución de 1857--

y 150,000 habitantes --las Siete Leyes de 1835.31 Con la sola excepción del Acta

de 1847, e incluso bajo los regimenes centralistas de 1836 y 1843, los

departamentos consistieron un referente básico, exigiéndose a los diputados el

ser naturales o vecinos del estado o departamento. Fracasaron los esfuerzos por

eliminar las restricciones de naturaleza y vecindad como contrarias al libre

ejercicio de la voluntad ciudadana.32 Los colegios electorales se reunían en la

capital, y eran muchas veces presididos por el gobernador. La ley electoral de

1857 estableció incluso que fueran los gobernadores quienes dividieran sus

demarcaciones en distritos electorales.

Al ras del suelo, asistimos a la consolidación, bastante temprana, de la

importancia de las demarcaciones políticas y de las autoridades municipales

dentro del proceso electoral. Aunque tanto Cádiz como Apatzingán establecieron

31Sin embargo, la más “conservadora” de las convocatorias, de enero de 1846, establecería que
un diputado representara a 45,000 habitantes, mientras que Cádiz y la constitución de 1824
establecían, respectivamente, uno por cada 70,000 y 80,000 habitantes.

19
la parroquia como el espacio natural para el ejercicio del derecho ciudadano, ya

la ley del gobierno Alamán establecía, en julio de 1830, que las elecciones

primarias se organizarían a través de secciones de población de entre 400 y 800

almas en el Distrito Federal, utilizando como referencia las manzanas.33 A partir

de entonces, no se recuperó la geografía religiosa, y, como se ha dicho ya, sería

el número de habitantes el que determinaría el de electores, aunque la

representación de ayuntamientos insuficientemente poblados estaría usualmente

asegurada.

Sería el gobierno municipal quien asumiría un papel central en la

operación del proceso, como empadronador y repartidor de las boletas

necesarias para emitir el voto. Los regidores, o un vecino designado por ellos,

fueron en varias instancias responsables de elegir a quien instalara y conformara

la mesa electoral (1836, 1842, 1855, 1857), e incluso, en agosto de 1846, era la

autoridad política la que debía presidir la mesa. La presencia de las autoridades

espirituales se iría, paralelamente, desdibujando: sólo Cádiz requirió la presencia

del cura párroco en la junta electoral “para mayor solemnidad del acto.” Esto no

refleja, sin embargo, una secularización radical del proceso electoral: tanto Cádiz

como Apatzingán, y posteriormente las convocatorias de noviembre de 1821, de

diciembre de 1841 y la de agosto de 1846 ordenaron que se llevaran a cabo

“rogativas públicas” para implorar “el auxilio divino para el acierto” o para “dar

gracias por la felicidad de la elección.”

32Construyendo así, como explica María Luna, un ámbito de representación nacional. Luna, La
Constitución, 1182-88.

20
La representación política en el México decimonónico, entonces, no se

desprende por completo de la representación territorial. Además, las reglas

electorales sugieren que los políticos del XIX no pretendieron, sino

excepcionalmente, la “reproducción” de la nación; la simple representación del

pueblo, tal cual era. Los artífices de la legislación electoral procuraron establecer

mecanismos para que la elección resultara en una selección, de quienes, en su

opinión, supieran como hacerlo. De este modo, hasta 1847, se erigieron

requisitos para los diputados que iban más allá de la ciudadanía, exigiendo

cierta madurez –veinticinco o treinta años mínimo—y que tuvieran “buena

reputación,” “buena conducta,” “patriotismo acreditado con servicios positivos,”

“instrucción” y “luces no vulgares.”34

De forma menos subjetiva --y quizás más aplicable--, se exigió en general a

los diputados, hasta el regreso al federalismo, una renta anual mínima, que

fluctuó entre $ 1,200 y $1,500,35 o que desempeñaran un cargo que pusiera de

manifiesto capacidades o experiencia por encima de la media como, en los

casos, en 1842, el haber sido “profesor de alguna ciencia” en un establecimiento

público, o el haber desempeñado cargos concejiles.36 No se trataba, entonces,

de, como exigiera Mariano Otero en 1847, que el cuerpo de representantes se

pareciera lo más posible “a la Nación representada,” sino de dotarla de una

clase dirigente patriótica e ilustrada, que se distinguiera por sus méritos del

33 Estas secciones serían de entre 1000 y 2000 en los territorios.


34 Constitución de Apatzingán, art.52; Convocatoria a Cortes, 17 de noviembre 1821, art.4.
35 En el caso de la constitución de 1824, el requisito aplicaba tan solo a los ciudadanos

naturalizados, a quienes se exigían $1,000 al año, o una propiedad raíz valuada en por lo menos
$8,000.
36 Requisitos incluidos en el proyecto mayoritario, el primero en la propuesta final del congreso.

21
ciudadano de a pie. 37 En cambio, las constituciones de 1847 y 1857 sólo

requirieron a los diputados tener veinticinco años y estar en ejercicio de sus

derechos ciudadanos. La segunda establecía también un requisito de vecindad,

aunque ésta no se perdía al ejercerse un cargo de elección popular, permitiendo

así la elección –y reelección— de aquellos políticos provincianos que podían

llevar años en la capital.

La clase política mexicana afrontó también con incertidumbre la cuestión de

dividir al cuerpo legislativo. Cádiz, Apatzingán y la constitución de 1857

consideraron que la nación, una e indivisible, debía representarse en una sola

cámara. El crear una cámara alta parecía contradecir –como los brazos de las

antiguas Cortes-- el principio de igualdad ante la ley. Sin embargo, todos los

demás textos constitucionales, fueran federales o centralistas, establecieron un

senado, con la esperanza, por un lado, de que se aplicara un “freno saludable” a

las iniciativas dentro del legislativo, sometiéndolas a la revisión. Por el otro, el

constituir una segunda cámara encarnó la posibilidad de dotar a la

representación de otras dimensiones –la representación territorial o corporativa;

el equilibrio entre poderes; la sabiduría, la experiencia, los distintos intereses—

que quedaban subsumidos dentro de un esquema de elecciones populares y

uninominales.38

De ahí que la convocatoria a Cortes de 1821 estableciera que, una vez

realizada la elección, los representantes se dividirían simplemente en dos

37Voto particular de Mariano Otero, abril 5, 1847, Tena, Leyes, p.462.


38Marcela Ternavasio reseña las formas en que, en Río de la Plata, la división de poderes sirvió
para encauzar a distintos actores en la disputa por el poder. Véase "The Division of Powers and

22
grupos. El gobierno de Benito Juárez en 1867 abogó –infructuosamente-- por la

restitución del senado, explicando que la existencia de una segunda cámara

moderaba “convenientemente en casos graves, a algún impulso excesivo de

acción en la otra.”39 En general, se consideró que la cámara alta, como cuerpo

“conservador,” debía ser más pausada que la de representación popular. Por

eso se exigió que los senadores fueran hombres de mayor edad –30 o 35

años— y, con excepción de las cartas de 1824 y 1847, que gozaran de mayores

ingresos que los diputados, al establecerse una renta mínima de entre $1,200 y

$3,000 anuales.

En 1823, los constituyentes debatieron la carta fundamental en un ambiente

poco favorable a “estamentar” la representación nacional: en la estela de las

controvertidas elecciones imperiales, que estructuraran la representación por

clases, sólo cuatro de 19 estados establecieron una segunda cámara en sus

constituciones locales.40 Este sugiere que dentro de la constitución federal de

1824, el senado, compuesto por dos senadores por estado, electos por mayoría

absoluta dentro de sus legislaturas, debía, sobre todo, garantizar la igualdad

política entre entidades federativas, independientemente de su tamaño, riqueza

y población. Para 1857, entonces, la desaparición del senado de la estructura

constitucional nos habla tanto de la hostilidad de los diputados hacia la

institucionalización del “elemento aristocrático” y de su afán de debilitar al

Divided Sovereignty: The U.S. Experience in the River Plate Periodical Press during
Independence, 1810-1820," presentado en el Atlantic History Seminar, Harvard University, 2005.
39 Convocatoria para la elección de los Supremos Poderes, 14 de agosto de 1867, en garcía

Orozco, Legislación, p183.


40 Véase Erika Pani, “Ciudadanos, cuerpos, intereses. Las incertidumbres de la representación.

Estados Unidos, 1776-1787. México, 1808-1828,” en Historia Mexicana, LIII:1 (julio-septiembre),


2003, pp.65-116.

23
Ejecutivo, como de una visión más “centralista” de lo que debía ser la República

federal. De esta forma, los constituyentes estuvieron dispuestos a sacrificar la

representación paritaria, dentro del gobierno nacional, de los estados “libres y

soberanos.”41

Los complejos proyectos y visiones que en torno a la constitución del senado

se articularon entre estas dos versiones del federalismo son testimonio de una

búsqueda –frustrada— por construir, a través de la ingeniería de la

representación, un gobierno a la vez nacional y que diera voz a las regiones; que

asegurara la participación de las distintas entidades gubernativas; que surgiera

del “pueblo,” pero constituyera el gobierno de los “mejores” –en clave siempre

fluctuante. En este aspecto, el régimen de las Siete Leyes Constitucionales fue

quizás el más ambicioso en su esfuerzo por disponer pesos y contrapesos, y

multiplicar los niveles e instancias de elección para lograr una representación

equilibrada y eficiente, no en el sentido literal del término –pues eficaz el

gobierno de las Siete Leyes no fue nunca--, sino en tanto que pudiera traducir la

voluntad de una ciudadanía responsable y comprometida, como también

conciliar las posturas de los distintos poderes, a nivel nacional y regional.

Así, la elección de diputados se hacía con el voto censatario e indirecto de la

ciudadanía. Las elecciones primarias se hacían con boleta, en la que el

ciudadano debía escribir el nombre del compromisario y firmar, “por sí o por

persona de su confianza.” El ciudadano que no pudiera asistir a las urnas

debería “a lo menos, mandar su boleta.” El voto de cada ciudadano sería leído,

41Marcello Carmagnani, Federalismos latinoamericanos. México, Brasil, Argentina, México: El


Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 1993; Luna, Congreso.

24
en voz alta, por el presidente de la mesa. La elección de los veinticuatro

senadores involucraba a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial –que

elaboraban cada uno una lista de nombres en número igual a los senadores que

tenía que elegirse--, a las juntas departamentales –que elegían de las tres listas

enviadas al número de senadores que debían nombrarse-- y al Supremo Poder

Conservador –que calificaba esta elección y nombraba senadores a quienes

hubieran recibido más sufragios.

Igualmente tortuosa era la designación de los otros poderes. El presidente

era electo por las juntas departamentales, que debían nombrar cada una a dos

candidatos, de los cuales uno por lo menos no podía ser vecino del

departamento, Los miembros de la Suprema Corte eran postulados por las

juntas departamentales, y a partir de estas postulaciones, la cámara de

diputados armaba una terna por cada puesto vacante, de la cual el Senado

elegía al magistrado. A nivel departamental, las juntas, compuestas de siete

individuos, eran electas por la ciudadanía. Éstas, a su vez, enviaban una terna al

gobierno general –a la cual no tenía que atenerse en el caso de los

departamentos fronterizos, y que podía devolver una vez en los demás-- para

que éste designase al gobernador. No debe sorprender que la complejidad de un

sistema que exigía la negociación y conciliación a tantos niveles, tan solo para

designar al personal político, haya contribuido a la desgastante parálisis

institucional de principios de los 1840s.

Los fallidos proyectos de 1840 y 1842 procuraron todos afianzar una

representación más autónoma e igualitaria de los departamentos o estados,

25
volviendo al esquema de dos senadores por entidad, aunque el proyecto de la

mayoría en 1842 les exigía también el haber ejercido un cargo político

destacado.42 El proyecto presentado en noviembre de 1842, con la esperanza de

terciar ante la división del constituyente y la oposición de Santa Anna, permitía

que estos ciudadanos notables fungieran como senadores aunque no tuvieran

una renta más que de $1,200 anuales.43 Por su parte, tanto las Bases orgánicas

de 1843 como el Acta de reformas de 1847 procuraron articular, en su diseño del

senado, la representación regional y la de los distintos poderes del Supremo

gobierno con las voces de, según Mariano Otero, “los hombres más capaces y

acreditados […] la aristocracia del saber, de la virtud y de los servicios,” 44 que,

en el caso de las bases, incluirían no solo a políticos y estadistas, sino a

militares y clérigos.

De esta forma, en 1847 se estableció que el Senado estuviera integrado

por dos senadores por estado, más un tercio electo por el senado, la Suprema

Corte de Justicia y el Ejecutivo. Todos los senadores tenían además que haber

desempeñado un cargo público de primer nivel.45 Las bases orgánicas

constituían a un senado de sesenta y tres miembros, de los cuales un tercio

sería electo por la cámara de diputados, el presidente y la suprema corte,

quienes tendrían que elegir “precisamente sujetos que se hayan distinguido por

42 Presidente, secretario del despacho del Supremo Gobierno, miembro del Consejo
constitucional, senador, ministro o agente diplomático, diputado al congreso nacional, o empleo
superior y efectivo de la milicia.
43
En lugar de $3,000.
44
Voto particular de Mariano Otero, abril 5, 1847, Tena, Leyes, pp.455-456.
45 Presidente o vicepresidente constitucional de la República, o por más de seis meses secretario

del despacho, o gobernador de Estado, o individuo de las cámaras, o por dos veces de una
legislatura, o por más de cinco años enviado diplomático, o ministro de la Suprema Corte de
Justicia, o por seis años juez o magistrado, o jefe superior de Hacienda, o general efectivo.

26
sus servicios y méritos en la carrera civil, militar y eclesiástica”. El resto sería

electo por las juntas departamentales, entre hombres de experiencia pública.46

Cada asamblea tendría además que nombrar a cinco individuos: un agricultor,

un minero, un propietario o comerciante y un fabricante.

De este modo, a las voces de la experiencia en las cosas de gobierno y

de la aristocracia del mérito, los artífices de las bases orgánicas buscaron unir

las de los intereses, las de las fuerzas productivas, como sucediera también en

la propuesta electoral de Agustín de Iturbide en 1821, en la convocatoria de

enero de 1846, y en la de 1865, para la conformación de la Comisión que debía

reformar la Hacienda imperial. Para los legisladores, se trataba de resolver, a

través de la representación de grupos de interés específicos, el espinoso

problema que planteaba el descubrir e implementar el “interés general” en una

sociedad conflictiva y desigual. Para estos hombres, el “bien común” no surgiría

nunca de la discusión y del consenso, en el seno de un cuerpo que representaba

a individuos desvinculados y artificialmente iguales entre sí.

En esta óptica, el sufragio no era un derecho ciudadano: debía

consultarse en cambio aquel “que [tenía] la nación para reunir el mayor número

de luces, sobre las grandes cuestiones.”47 Al tiempo que buscaban convocar

“notabilidades,” y sabios –miembros de las “profesiones literarias”—así como a

representantes de las corporaciones que, teóricamente, sostenían el orden

social –el ejército y la Iglesia, la magistratura, los funcionarios públicos—, estas

46Presidente o Vice-presidente de la República, secretario del despacho por más de un año,


ministro plenipotenciario, gobernador de antiguo Estado o Departamento por más de un año,
senador al Congreso general, diputado al mismo en dos legislaturas, y antiguo Consejero de
gobierno, o que sea Obispo o General de División.

27
convocatorias buscaban también dar voz a aquellos intereses a la vez

minoritarios y centrales al tan anhelado “progreso material” del país. El número

de diputados por clase, alegaba Iturbide, debía depender “no tanto a lo más o

menos numeroso de ella, cuanto a la influencia que tenga en el estado, el interés

que tome en su felicidad, y el talento y probidad que necesiten para acertar.”48

Por eso la convocatoria a Cortes de 1821, que combinaba el esquema

gaditano con las ocurrencias del futuro emperador, ordenaba que distintas

provincias eligieran, dentro del cupo de diputados que la convocatoria les

asignaba, “precisa e indispensablemente” dos labradores, dos mineros, dos

comerciantes y un artesano. La convocatoria que supuestamente elaborara

Lucas Alamán en 1846 establecía que, entre 160 diputados, hubiera 38

propietarios rústicos, veinte comerciantes, catorce mineros, y que catorce

tuvieran industrias manufactureras. Finalmente, a la Comisión de Hacienda de

1865 debían asistir, para articular el consenso de los contribuyentes, un

agricultor, un comerciante, un minero y un industrial, por cada departamento.49

Los autores de estas propuestas buscaban, de manera abierta, dar voz a ciertos

intereses económicos específicos e identificables que, consideraban, había que

salvaguardar y promover. Oponían así la representación de la sociedad

organizada al barullo ininteligible de un sistema electoral en que los miembros

47 “Parte política. Convocatoria. Sobre 1842,” en El Tiempo, abril 18, 1846.


48 Agustín de Iturbide, Pensamiento que en grande ha propuesto el que suscribe como un
particular, para la próxima convocatoria de las próximas Cortes, bajo el concepto de que se
podrá aumentar o disminuir el número de representantes de cada clase conforme acuerde la
Junta Soberana con el Supremo Congreso de la Regencia. México: Imprenta imperial de D.
Alejanro Valdés, 1821, pp.1-2.
49 Erika Pani, “El ministro que no lo fue. José María Lacunza y la hacienda imperial,” en Leonor

Ludlow, coord., Los secretarios de Hacienda y sus proyectos, México: UNAM, 2002, Tomo II,
pp.29-46.

28
del Pueblo hablaban todos al mismo tiempo, en el mejor de los casos; y, en el

peor –y el más usual-- se apropiaban de la voz del soberano políticos intrigantes

y deshonestos.

La historia de la representación política en México entre 1808 y 1867, cuando se

consolida el marco legal que durara hasta la Revolución, no es la de una

transformación que lleva de la representación estamental y corporativa a la del

ciudadano. Su función no pasa de la encarnación del privilegio como ley

privativa a la expresión de la opinión individual, pasando por la protección de la

propiedad de los abusos del poder. Difícilmente pueden verse de manera

consistente, en los debates en torno a la representación política, a “demócratas”

enfrentarse a “aristocratizantes,” a “modernos” con “tradicionalistas,” o a

“confesionales” resistir los embates de los “secularizadores.” A veces, los

argumentos difícilmente podrían ser sistematizados siguiendo un esquema que

no fuera el de la conveniencia política. Esta historia es, al contrario, una de

ajustes y contemporizaciones, es la reseña de una búsqueda a la vez titubeante

e interesada, circunscrita por la urgencia de construir una legitimidad que no

podía provenir sino de la “nación,” por la dinámica de tensión que marcaba las

relaciones entre las regiones y el centro, y por los afanes de los hombres

públicos por constituir un gobierno moderno, “razonable” y eficaz.

Las elecciones y la representación constituyeron así elementos

ineludibles del sistema político posrevolucionario. Al establecer quién podía dar

voz a la nación soberana, al intentar calibrar distintos elementos sociales dentro

29
de la estructura de la representación, los políticos del XIX mexicano buscaron

constituir a la República posible. A lo largo de las primeras décadas después de

la independencia, poco pudieron alejarse –ganas no les faltaron-- de una

construcción de la ciudadanía como estatus relativamente abierto, cuya

definición dependía de un subjetivo reconocimiento local. El esquema adoptado,

no obstante, aseguraba una participación amplia al tiempo que no otorgaba más

que un mínimo poder de decisión. La ecuación moderna “un hombre, un voto” no

se concretó a cabalidad, dado lo indirecto de las elecciones.

Esta visión del ciudadano como el vecino honesto desmiente el

surgimiento, como actor central de la política moderna, del individuo abstracto

que han propuesto la sociología y la ciencia política.50 Se trata también de un

modelo distinto a los que dieron forma a la construcción de la ciudadanía en

otras latitudes, como el del socio –que “participa” en la empresa de lo público a

través del pago de impuestos, y tiene por lo tanto derecho a emitir su opinión— o

del propietario de bienes raíces, que está por esto, en concepción fisiocrática,

enraizado e interesado.51

Los esfuerzos por constituir de manera adecuada la representación

nacional dieron como resultado una legislación abigarrada y compleja, a través

de la cual se pretendía reproducir para proteger la autonomía de las entidades

50 Véanse, por ejemplo, el clásico de T,H. Marshall, que propone a la ciudadanía como un
estatus que garantiza, en tres pasos, primero los derechos civiles, después los políticos, y
finalmente los sociales, y el sugerente de Fernando Escalante. T.H. Marshall, Ciudadanía y clase
social, Madrid: Alianza, 1998; Fernando Escalante, Ciudadanos imaginarios : memorial de los
afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana :
tratado de moral pública, México: El Colegio de México, 1998.
51 En Estados Unidos, el estado de Massachussetts, por ejemplo, mantuvo el requisito del poll

tax –impuesto de capitación— hasta bien entrado el siglo XX, mientras que el de Virginia requirió
la propiedad de cierta extensión de tierra para tener acceso al sufragio hasta 1830.

30
políticas, para dar voz a lo que estos hombres consideraban eran la experiencia,

el saber o a los intereses que había que atender. La prioridad de asegurar la

representación paritaria de los estados o departamentos en una cámara alta se

fue diluyendo después de la Carta de 1824, para desaparecer en 1857, y no ser

restaurada sino en 1873. En contraparte, se consolidó la importancia política de

los gobiernos estatales como organizadores del proceso electoral. Por otro lado,

los intentos de constituir un tipo particular de representación, para articular voces

diferenciadas dentro del cuerpo legislativo, ya fuera a través de la elección por

clases, o de la selección de notabilidades, fueron abandonados en 1857. El

Pueblo soberano, compuesto por individuos radicalmente iguales, se encarnaría

en bloque en un congreso unicameral e omnipotente, dentro del marco de una

constitución que negaba el veto al presidente y ordenaba la elección, indirecta

en primer grado, de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia entre

individuos “instruido[s] en la ciencia del derecho, a juicio de los electores.”

Así, hasta 1867 y desde la legislación, las elecciones constituyeron un rito

de pertenencia comunitaria, pero no un mecanismo eficiente de transferencia de

la soberanía, ni un medio confiable para acceder al poder. En 1856. Los

constituyentes optaron por un legislativo que representaba al Pueblo monolítico,

“esencial y originariamente” soberano, clausurando la incierta búsqueda de un

sistema que pudiese articular de manera inteligible sus diferencias. Si bien haría

falta hacer un estudio más a fondo, las propuestas de reforma constitucional de

la convocatoria de 1867, así como la restauración del Senado en 1873 parecen

hablarnos más de la voluntad de los gobiernos de Juárez y Lerdo de reforzar al

31
Ejecutivo que de un esfuerzo por ajustar la representatividad del cuerpo

legislativo. Si pervivían las insatisfacciones e incertidumbres al respecto tendrían

que resolverse, durante más de tres décadas, dentro del marco normativo que

establecía la constitución.

32

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