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A orillas del río Arauca

Le habían dicho que la tierra para allá al lado del río era buena. Le habían dicho que tendría
agua para los sembrados y que la parte arenosa de la finca le serviría para disfrutar los
atardeceres, y para la pesca. Le tenía cariño a sus redes, las reparaba casi consintiéndolas en
temporada y le tenía nombre a cada una. Le habían dicho que era una zona tranquila y él lo
creía. Solo esperaba, al fin, vivir en una zona tranquila. Un par de borrachos en Arauca habían
advertido que Arauquita era zona de guerra y que no se metiera en eso. Pero el resto decía que
se estaba bien. Además, no le iba a hacer caso a la gente de un pueblo que, en apariencia, hacía
sus labores en paz y sin violencia, pero que él sabía que tenían guardadas sus armas bajo las
mesas y los colchones para cuando se ponía caliente la cosa. Un pueblo de milicianos esa
capital de Arauca. Le habían dicho que los indios eran amables, y que lo único era llevarse bien
con los vecinos.

Y, al principio, parecía que no le habían mentido. Venía huyendo del Cesar, porque allá eso era
candela. Pero en su casa a orillas del río Arauca volvió a encontrar un hogar. A estas alturas,
hogar era cualquier lugar en donde pudiera vivir más de seis meses sin peligro de que lo
mataran. Prefería ya no cargar familia ni conseguir una nueva. Las dos mujeres que había
tenido había tenido que dejarlas por salir corriendo, y sabía que quedaban emproblemadas con
los pelados. Tenía ahora cerdos, pescaba bocachico y se daban bien la yuca y el cacao. Se
llevaba bien con los vecinos. Sabía que, en los alrededores, combatían la guerrilla y el Ejército,
pero no se metían con él ni con sus vecinos. No le habían mentido; era feliz.

Eso fue hasta el incidente del pie. Sucedió al atardecer de un martes, en que, como todos los
días, se sentaba en la parte de arena de su finca, a orillas del río, a darle la bienvenida a la
noche. Iba llegando a su lugar favorito cuando, de pronto, se tropezó y cayó de bruces a la
arena. Miró atrás, extrañado, al incorporarse. Normalmente, él mantenía limpio de palos y
ramas ese preciado lugar. Vio que se había tropezado con una bota, pero se le hizo raro porque
sentía que había tropezado con algo más duro. Se acercó a recoger la bota para echarla al río,
pero, al intentar sacarla, descubrió que estaba anclada a un pie. No entendía qué hacía un pie
en sus terrenos. Y fue mayor su sorpresa cuando vio, al intentar desenterrar el pie, que este
estaba anclado a una pierna y la pierna a un cuerpo, y él solo no entendía qué carajos hacía un
cuerpo enterrado en la parte de arena de su casa a orillas del río Arauca.
Duró un buen rato, pala en mano, desenterrando al inoportuno visitante. Y no había
terminado de sacarlo, cuando vio que cerca de él había una tercera mano, una que no le
pertenecía al primer cuerpo. Como dos amigos que intentaban alcanzarse, allí estaban
enterrados completicos con sus cuerpos. Pero parecía una de esas leyendas que oía de niño,
pues, a medida que desenterraba un cuerpo, salía uno u otro más. Se obsesionó con sacarlos
todos, pero eran tantos que en un punto su cuerpo no pudo más. La obsesión suele llevar a la
paranoia, y aquella fue una larga noche en la que no durmió, pues sentía que los espíritus de los
cuerpos desenterrados venían a visitarlo de noche a la casa, y él (prometía después al contarnos
la historia) nada que los dejaba entrar, pero eso solo hacía que más bravos se pusieran.

La mañana llegó y él, sin haber dormido, no fue a bañarse, ni a pescar, ni a rozar, ni a darle
comida a los cerdos. Se fue fue a desenterrar. Y así se le pasaron unos tres días, y la casa olía a
muerto, y no a pescado muerto sino a humano muerto, que es peor porque nadie se va a
comer eso y los frescos empiezan a reventarse y los podridos a llenar de gusano la tierra. Y no
todos le creen pero el hombre reclama que allí desenterró unos ciento cincuenta muertos y los
que faltaban.

Le contó a su vecino y este ya sabía. Le contó al otro y al otro y todos ya sabían. Hasta yo ya
sabía cuando me contó. Pero fue Otalio, que siempre fue un hombre tan bueno, el que se lo
dijo:

― Mano, váyase ya de ahí. Eso es que los elenos le están enterrando a sus muertos para que no
los pille el Ejército. Los entierran por la noche. Donde a usted le descubran todo ese poco de
muertos en sus tierras, van a venir a decir que usted les ha estado ayudando de cementerio y lo
van a quebrar. O, por lo menos, se lo llevan, y nadie vuelve a saber de usted. Si se va ya, de
pronto no lo pillan. Y quién va a saber. Qué importa un poco de tierra si se tiene la vida.

Unos dos días después el hombre se fue. Nunca supimos bien a dónde ni a qui’horas. Se llevó
las redes y dejó la roza y los cerdos. Los cerdos empezaron a comerse los cadáveres. Creo que
luego se perdieron o se murieron por ahí. Lástima que nadie los quisiera. Creo que la finca se
quedó así, y, aunque esto fue hace unos quince años, allá debe seguir el rastro de los muertos.
Lástima que nadie fue nunca a ver quiénes serían. Igual que el hombre este: caramba con el
vecino, al final nunca supe ni cómo se llamaba.

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