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La inserción de la ética en la política

Simha Harari Cheja


Fundamentos de Teoría Ética
15 de Febrero de 2019

La idea central que Aristóteles sostiene se basa en un concepto clave: el vínculo entre la
ética y el conocimiento, y su argumento se puede resumir más o menos de la siguiente manera: si
existe algún fin causal de nuestras acciones, es evidente que será lo bueno y lo mejor. Nuestro
entendimiento es el medio por el que alcanzamos dicho fin. Como tal, es la disciplina de los actos
políticos; es decir, determina el comportamiento dentro de las ciudades. Todas las otras
capacidades están subordinadas al entendimiento. Por lo tanto, ella opera como legisladora;
configura el bien del conjunto. En suma, el entendimiento es lo que conduce al bien, que debe
procurarse para la comunidad política en su totalidad, no sólo para los individuos.
Ahora bien, ¿por qué, para Aristóteles, es tan evidente esta inserción de la ética en la
política? Es decir, ¿por qué puede afirmar, con tanta facilidad, que procurar el bien significa
procurar el bien de toda la polis? Para analizar estas cuestiones, me parece interesante contrastar
el pensamiento de Aristóteles con el de una figura más cercana al siglo XXI: Kant. Trabajaré
algunas de sus ideas como las presenta Hannah Arendt en las Conferencias sobre la filosofía
política de Kant.1
La moral kantiana tiene que ver con la ley que cada individuo se da a sí mismo
autónomamente, lo cual es el fundamento claro de la división entre ética y política: si cada
individuo es autónomo, entonces no existe una coincidencia necesaria entre la ley individual y la
ley general. Aquí tenemos un problema: ¿cómo podríamos, entonces, reconciliar la autonomía y
la comunidad política? La solución propuesta por Kant se relaciona con dos aspectos: el
pensamiento crítico y la publicidad (que está implicada en el pensamiento crítico). Cabe
mencionar que, tanto para Kant como para Aristóteles, hay un vínculo esencial entre la facultad
del entendimiento y la ética.

1
Kant nunca escribió, como tal, una filosofía política; sin embargo, es posible emprender un estudio de ésta a partir
de sus tres Críticas (y otras obras como La paz perpetua o Metafísica de las costumbres), lo que, precisamente, es el
objetivo de las trece conferencias impartidas por Hannah Arendt. A pesar de que nunca fue escrito, el proyecto
político kantiano está cercanamente relacionado con la Revolución francesa, acontecimiento que “despertó a Kant de
su sueño político”, y las ideas de la ilustración.
Aristóteles —siguiendo esta inserción de la ética en la política— pensaba que no podía
haber ciudadanos malos dentro de una buena ciudad. Según él, mientras se procure el bien de la
comunidad política entera, todos los miembros de dicha comunidad deben de estar bien. Esto es
muy distinto para Kant, que sabía que la ley individual puede diferir completamente de la ley
general, y que hay un factor clave para eso: el secreto. Es decir, aún dentro de una buena ciudad,
puede haber individuos “malos” o, como Kant los llama, demonios. Un demonio, según Kant, es
aquel que tiende a exceptuarse a sí mismo, privadamente, de la ley general.2 Por esto es necesaria
la conducta pública, que permite (u obliga) que todas las máximas concuerden con los intereses
de la política. En otras palabras, ningún acto público puede atentar contra el bien común.
Pongamos un ejemplo: si un dictador hubiera dicho, públicamente, que su intención era someter a
los gobernados sin considerar sus intereses, probablemente lo habrían asesinado (o algo así) en la
plaza pública.
El segundo concepto importante en la política kantiana es el pensamiento crítico. Es
preciso mencionar que la ley autónoma está ligada al juicio, que es particular y tiene que ver con
el gusto. El humano, en tanto que ser legislativo, tiende a enjuiciar sus propias acciones y las de
los demás. Lo importante es que, para Kant, dicha facultad de juzgar implica sociabilidad: para
que un juicio sea válido, debe haber alguien más que lo determine así. Pensar de manera crítica
tiene que ver con la necesidad de un examen público, donde cada individuo se responsabilice de
lo que piensa y dice, sea capaz de justificarlo y esté dispuesto a hacerlo. Es decir, los juicios
particulares deben ser expuestos en la plaza pública.
La ética aristotélica es distinta ya que, como hemos visto, tiene que ver con el bien último,
esto es, con la felicidad. Y ella se construye a partir de la virtud. Así pues, la labor de los
legisladores es procurar la felicidad de la comunidad política por medio de leyes generales cuyo
propósito sea la virtud: “los legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir
ciertos hábitos, y ésta es la voluntad de todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen bien
yerran, y con esto se distingue el buen régimen del malo”. Aquí, Aristóteles habla de legisladores
como un grupo selecto de personas que establecen el orden en la comunidad. Para Kant, por otro

2
3 Esto tiene que ver con el imperativo categórico, que dice: “obra de tal manera que la máxima de tu acto pueda
convertirse en una ley general.” En estos términos, es imposible desear el mal, pues, por ejemplo, puedo desear el
robo pero no puedo desear una ley general de robar, ya que entonces no habría propiedad privada. Por tanto, la
maldad consiste en justificar, apelando a cierto bien propio, los actos malos.
lado, todos somos legisladores, lo que subraya nuestra posición como seres autónomos, antes que
como seguidores de leyes (o de virtudes establecidas).
Como ya vimos, esta tensión entre la ley general y la ley individual podría resolverse,
según Kant, a través de la publicidad y el pensamiento crítico. Sin embargo, ambos
planteamientos toman un significado distinto en la ética aristotélica, que no es del todo
compatible con el proyecto kantiano. Para Aristóteles, la publicidad y el pensamiento crítico
podrían darse únicamente en la esfera de la vida teorética (bios theoretikos), pues, según él, “el
filósofo es el único cuyas leyes son duraderas y sus políticas correctas y buenas”. No resulta
sorprendente que Aristóteles haya condenado profundamente a los sofistas, quienes
democratizaban el conocimiento por medio de la enseñanza y la práctica de la retórica, y hacían
de la política algo que podía estar al alcance de cualquiera.
Esto se relaciona con que Aristóteles —al igual que Platón— planteaba una jerarquía que
colocaba a la vida filosófica en la más alta de las posiciones. Y esta división entre filosofía y
política coincide con la separación entre el alma y el cuerpo. El filósofo no está involucrado en
los asuntos humanos, pues su actividad —“el recto juicio y una sabiduría directriz infalible”— es
superior y suficiente por sí sola para alcanzar la felicidad. Ya hemos visto que en Kant, por el
contrario, el gusto (que tiene que ver con la sensibilidad y, por lo tanto, con el cuerpo) no es
considerado como una fuente de error, sino como una parte esencial del ser humano y, por tanto,
como algo que no se puede dejar de lado en la política.
De todo esto salen dos conclusiones: Aristóteles puede insertar la ética en la política ya
que le deja la labor de legislar a un grupo selecto de personas que tienen acceso al conocimiento,
y que deben hacer que todos los ciudadanos adquieran ciertos hábitos. Esto presupone una
concepción del ser humano como miembro (antes que todo) de una comunidad política. Sin
embargo, como sabemos, para Kant es distinto: el humano es racional y autónomo, pero además
está dentro de una comunidad. Su actividad racional debe estar ligada a la sociabilidad y a la
comunicabilidad. Y esto además implica cierta conexión con el cuerpo; con las experiencias que
compartimos todos. Entonces, lo que creo que a Aristóteles le falla es, por un lado, que no plantea
una conexión clara entre virtud y felicidad; y, por otro, que olvida las experiencias terrenales del
ser humano (está, como diría Aristófanes, en las nubes).

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