Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Brasil 1950
Brasil 1950
La tragedia de Superga
Una vez superada la II Guerra Mundial y sus trágicas consecuencias, el mundo del fútbol se preparaba
para volver a la normalidad con la disputa del Mundial de Brasil. Sin embargo, un accidente aéreo se
cebó brutalmente con Italia, bicampeona del mundo por aquel entonces. El 4 de mayo de 1949, el
avión que trasladaba a la plantilla del Torino, conocido en aquel momento como Il Grande Torino por su
supremacía en el Calcio donde ganó tres campeonatos consecutivos, se estrelló contra el murallón de
terraplén posterior de la Basílica de Superga, en las afueras de Turín, en una tarde de intensa lluvia,
violentas ráfagas de viento y escasa visibilidad.
En el accidente perdieron la vida todos los jugadores del Torino salvo Sauro Tomá, que tenía el
menisco roto y no viajó a Lisboa para jugar el partido de homenaje contra el Benfica por la retirada de
su capitán ‘Xico’ Ferreira. Kubala también se salvó milagrosamente. Tras huir de su Hungría natal,
estuvo a punto de fichar por el Torino antes de que ocurriera el accidente pero finalmente no llegó a un
acuerdo y un año más fichó por el Barcelona.
Tras el mortal accidente, el Torino fue proclamado campeón de la Serie A por delante de la Juventus. El
impacto en la sociedad italiana fue tan grande que al año siguiente la selección azzurra viajó al
Mundial de Brasil en barco desde Nápoles con la bendición del Papa Pío XII pero con un equipo
totalmente hundido moralmente.
No sólo por el cansancio del viaje y porque los jugadores tuvieron que entrenarse en la cubierta del
transatlántico Sissa sino porque el Torino, considerado como uno de los equipos más fuertes del
mundo del momento, era la esencia de aquella Italia. De hecho, el técnico Ferruccio Novo tuvo que
recomponer el equipo antes de viajar a Brasil ya que diez de los once titulares de Italia para el Mundial
jugaban en el Torino.
Italia jugó sin mucho ánimo el torneo, perdió en su debut ante Suecia por 3-2 y cayó eliminada en la
primera fase a pesar de ganar en el último encuentro a Paraguay por 2-0.
Cuando Inglaterra se creía el ombligo del mundo
Veinte años tardó Inglaterra en acudir a un Mundial. Con la autosuficiencia que da el hecho de haber
creado el fútbol, la selección inglesa derrotó con personalidad a Chile en su debut por 2-0 pero en el
segundo partido se vio sorprendida por Estados Unidos. Inglaterra cayó derrotada 1-0 en el estadio de
Belo Horizonte ante la incredulidad de la prensa inglesa que, convencidos de que había habido un
error en el resultaron, publicó que el encuentro había finalizado con victoria inglesa por 1-10 en lugar
del 1-0 a favor de los Estados Unidos.
La catástrofe para Inglaterra llegó en el tercer y último partido ante España, un encuentro que el propio
Zarra calificó como "el partido del siglo". Inglaterra necesitaba ganar y a España le bastaba con el
empate para pasar a la fase final. Sin embargo, la Roja no se conformó, sacó su furia a relucir y mandó
para Inglaterra a los inventores del fútbol con aquel mítico gol de Zarra. Un saque del portero
Ramallets fue a caer a las botas de Alonso, éste centró para Gainza que de un preciso cabezazo puso
el balón a los pies de Zarra para que rematase al primer toque y batiese al portero inglés Bert Williams.
Al día siguiente, la crónica del periódico ingles Times decía así: “En conmovido recuerdo al fútbol
inglés que murió en Río de Janeiro el 2 de julio en 1950, profundamente lamentado por un círculo de
amigos y simpatizantes. Descanse en paz. El cadáver será incinerado y las cenizas llevadas a
España”.
Es el primer Mundial en el que Inglaterra se digna a participar. En los anteriores renunció siquiera a
jugar la fase eliminatoria, sintiéndose como si estuviera fuera de concurso. Los autoproclamados como
inventores del fútbol bajaron a la tierra para jugar de igual a igual con el resto de los mortales y, mira tú
por dónde, fue España la que le puso en su sitio, es decir, de patitas en la calle. El 2 de julio, en
Maracaná, La Roja escribió una de las páginas más brillantes de toda su historia. El gol de Zarra y la
maravillosa actuación de Ramallets, al que ese día se bautiza como el 'Gato de Maracaná, anulan el
poderío de los Stanley Matthews, Alf Ramsey y compañía.
Además de vencer a los ingleses, España cosecha en Brasil su mejor clasificación histórica en un
Campeonato del Mundo. Los muchachos de Guillermo Eizaguirre se clasifican para la liguilla final en la
lucha por el título, en la que finalizan cuartos. El once tipo de La Roja es el formado por Ramallets;
Alonso, Parra, Gonzalvo II; Gonzalvo III, Puchades; Basora, Igoa, Zarra, Panizo y Gaínza. También
juega el llorado Luis Molowny.
Italia, campeona de la edición precedente celebrada en Francia en 1938, viajó a Brasil como alma en
pena. Su presencia fue testimonial. El motivo, que un año antes se produjo el fatal accidente aéreo de
Superga, en el que el superpoderoso Torino, base de la squadra azzurra por aquella época,
desapareció al completo. Cómo sería la cosa, que los internacionales italianos viajaron a tierras
brasileñas en barco, algo que ya estaba en desuso con la aviación comercial afianzada.
Psicológicamente los italianos estaban muy tocados por el trágico accidente del 'Toro' y se opusieron a
viajar por el aire.
La competición preveía que la fase decisiva en la lucha por el título se jugase en un formato de liguilla
entre cuatro equipos. Éstos fueron Brasil, Uruguay, Suecia y España, que inició su camino con un
esperanzador empate a dos ante los charrúas de Juan López. Pero el sueño de La Roja se esfumó
ante brasileños (6-1) y suecos (3-1).
A menudo se incurre en el error de catalogar el encuentro Brasil-Uruguay como la final. Fue una final,
pero no la final. Simplemente porque se trataba del último partido de la liguilla, al que los anfitriones
llegaron con cuatro puntos en la clasificación, por los tres de los uruguayos que arrastraban el 2-2
inicial ante España. Es decir, a Brasil le bastaba con empatar para proclamarse campeón del mundo.
El aforo oficial de Maracaná constaba en acta que era de 176.000 espectadores. Pero el 16 de julio,
día del decisivo enfrentamiento entre la 'Canarinha' y la 'Celeste', las gradas del monumental estadio
carioca albergaron a más de 200.000 almas que daban como cosa hecha la conquista del título
mundial. Igual que los diarios, que ya habían preparado e impreso las primeras páginas. O la propia
Federación Brasileña, que tenía lista una colección de relojes para regalar a sus jugadores como
recuerdo con la inscripción 'campeones del mundo'.
Y, claro, sucedió lo que tantas veces en el fútbol. Que Uruguay se disfrazó de David y batió a Brasil,
interpretando su papel de Goliat. Dirigidos en el terreno de juego por sus dos cracks, Ademir -pichichi
de la competición con ocho goles- y Zizinho, los locales se lanzaron desde el primer minuto a una
desenfrenada carga contra la portería del gran Roque Máspoli. La primera mitad finaliza sin goles.
Nada más iniciarse la segunda, Friaca marca el 1-0. Delirio en las gradas a ritmo de improvisado
carnaval. Pero entonces sucede algo ante lo que nadie da crédito.
El capitán de la 'Celeste', Obdulio Varela, otro grande, se encamina hacia el fondo de la red, recoge el
balón, da media vuelta y se dirige hacia el centro del campo con toda la parsimonia del mundo. Como
si la cosa no fuese con él. Como si no estuviese al tanto de que la tarea para Uruguay pasaba por una
remontada para conquistar el título mundial.
Los brasileños, jugadores y aficionados, se muestran atónitos hasta el punto de considerarlo como una
provocación de Varela. Los anfitriones quieren más, desean aniquilar a su rival, y prosiguen con su
ofensiva a ultranza descuidando la retaguardia. A los 66 minutos, Schiaffino recibe un balón desde la
derecha de Ghiggia y dispara sin parar, colocando el balón en la escuadra. Es el 1-1 y faltan menos de
25 minutos para el final.
Brasil continúa siendo campeón del mundo. Pero el tanto uruguayo lo sienten sus jugadores como una
afrenta y se dedican a nadar en busca del segundo gol, en vez de guardar la ropa. Los contragolpes
charrúas se suceden y, en uno de ellos, Alcides Ghiggia se cuela nuevamente por la derecha. Se
planta en el área brasileira y dispara raso, al primer palo, haciendo inútil la estirada del sorprendido
guardameta Barbosa, al que nunca perdonarían en Brasil. Quedan 11 minutos y ahora sí que Brasil
está dejando escapar un título que estaba pensado para él y sólo para él.
En ese instante, cuando Ghiggia marca el gol más importante de la historia del fútbol uruguayo,
Maracaná enmudece. El silencio es atronador. Podría cortarse con un cuchillo. El destino se ha aliado
definitivamente con el débil. Nadie le puede quitar la Copa a Uruguay. Los brasileños desperdician una
tras otra sus oportunidades para empatar. Hasta que el colegiado inglés Reader decreta el final del
encuentro.
Maracaná, el gran Maracaná, es un mar de lágrimas. Los brasileños, porque han perdido y todavía no
se lo creen. Los uruguayos, porque han ganado y se lo creen todavía menos. Obdulio Varela, el gran
capitán, que recibió el trofeo de manos de Jules Rimet sobre el césped y sin ceremonia alguna,
admitiría años después que "si hubiésemos jugado ese partido 100 veces, habríamos perdido 99". El
'Maracanazo' estaba servido, mientras al otro lado del Río de la Plata se festejaba la conquista de su
segundo título mundial.
El hombre que hizo llorar a Brasil
El 16 de julio de 1950, Río de Janeiro se sumergió en el luto. Uruguay acababa de ganar el Mundial
ante Brasil, profanando Maracaná ante la mirada incrédula de 203.850 fanáticos del fútbol. Cuando
Jules Rimet entregó la Copa del Mundo al capitán uruguayo Obdulio ‘El Negro Jefe’ Varela, cada
brasileño se sintió como si hubiera perdido al ser más querido, como si su honor y dignidad hubieran
desaparecido. Muchos juraron aquel día que nunca volverían a ir a un estadio de fútbol pero todos
apuntaron con su mirada acusadora al portero Moacyr Barbosa como el principal culpable de la derrota
ante Uruguay.
Su pecado fue dudar si atajar o despejar el gol que hizo campeón del mundo a la selección charrúa y
su penitencia, un cruel ostracismo por parte de la sociedad brasileña. “En Brasil, la pena mayor que
establece la ley por matar a alguien es de 30 años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago
por un crimen que no cometí y yo sigo encarcelado, la gente todavía dice que soy el culpable”,
reconoció el propio Barbosa en una entrevista antes de morir el 7 de abril de 2000 entre el olvido y el
desprecio de sus compatriotas.