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Antoine Compagnon, Le Démon de la théorie. Littérature et sens commun.

Paris:

Editions du Seuil, 1998, pp. 9-21. Traducción de Mario Martín Botero G.

Introducción.

¿Qué queda de nuestros amores?

Ce pauvre Socrate n’avait qu’un Démon prohibiteur; le mien est


un grand affirmateur, le mien est un Démon d’action, un
Démon de combat.

Baudelaire, “Assommons les pauvres!”

Parodiando una frase célebre, podemos decir que “los franceses no tienen una

inclinación teórica”. Por lo menos hasta la explosión de los años sesenta y setenta. La

teoría literaria vivió entonces su hora de gloria, como si la fe del prosélito le hubiera

permitido de repente recobrar casi un siglo de retraso en un instante. Los estudios

literarios franceses no habían conocido nada comparable al formalismo ruso, al círculo

de Praga, al New Criticism anglo-americano, para no hablar de la estilística de Leo

Spitzer ni de la topología de Ernst Robert Curtius, del antipositivismo de Benedetto

Croce ni de la crítica de las variantes de Gianfranco Conitini, ni tampoco de la escuela

de Ginebra y la crítica de la conciencia, ni menos del antiteorismo deliberado de F. R.

Leavis y sus discípulos de Cambridge. Al poner en una balanza en frente de todos estos

movimientos originales e influyentes que ocuparon la primera mitad del siglo XX en

Europa y América del Norte, se podría solamente citar en Francia la “Poética” de

Valéry, siguiendo el título de la cátedra que él ocupó en el Collège de France (1936) −

efímera disciplina cuyo progreso fue rápidamente interrumpido por la guerra y luego

por la muerte −, y quizás las todavía enigmáticas Fleurs de Tarbes de Jean Paulhan

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(1941), tanteando confusamente hacia la definición de una retórica general, no

instrumental de la lengua: ese “Todo es retórico” que la deconstrucción debía

redescubrir en Nietzsche hacia 1968. El manual de René Wellek y Austin Warren,

Theory of –Literature, publicado en los Estados Unidos en 1949, estaba disponible en

español, japonés, italiano, alemán, coreano, portugués, danés, serbo-croata, griego

moderno, sueco, hebreo, rumano, finlandés y gujarati a finales de los años sesenta, pero

no en francés, idioma en el que vio luz solamente en 1971, bajo el título La Théorie

littéraire, uno de los primeros títulos de la colección “Poétique” en las Éditions de

Seuil, y nunca fue publicado en colección de bolsillo. En 1960, poco antes de morir,

Spitzer explicaba este retraso y este aislamiento francés por tres factores: un viejo

sentimiento de superioridad ligado a una tradición literaria e intelectual continua y

eminente; el espíritu general de los estudios literarios, siempre marcado por el

positivismo científico del siglo XIX en búsqueda de causas; el predominio de la práctica

escolar de la explicación de texto, es decir de una descripción ancilar de las formas

literarias impidiendo el desarrollo de métodos formales más sofisticados. Yo agregaría

además, pero esto es inseparable, la ausencia de una lingüística y de una filosofía del

lenguaje comparables a las que habían invadido las universidades de lengua alemana o

inglesa, desde Gottlob Frege, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein y Rudolf Carnap,

así que la débil incidencia de la tradición hermenéutica, sin embargo transformada

sucesivamente en Alemania por Edmund Husserl y Martin Heidegger.

Luego, las cosas cambiaron rápidamente —comenzaban ya a moverse en el

momento en que Spitzer hacía este diagnóstico severo—, a un punto tal que, por una

curiosa inversión que puede ser objeto de reflexión, la teoría francesa se vio

momentáneamente a la vanguardia de los estudios literarios en el mundo, un poco como

si hasta ese momento se hubiera retrocedido pero para saltar mejor, a menos que

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semejante abismo súbitamente atravesado no hubiera permitido reinventar la pólvora

con una inocencia y un ardor que darían la ilusión de un avance, durante estos miríficos

años sesenta que se extendieron de hecho de 1963, el fin de la guerra de Argelia, hasta

1973, la primera crisis petrolera. Hacia 1970, la teoría literaria estaba en su máximo

apogeo y ejercía una enorme atracción en los jóvenes de mi generación. Bajo diversas

apelaciones —“nueva crítica”, “poética”, “estructuralismo”, “semiología”,

“narratología”—, brillaba con todo su esplendor. Quienquiera que haya vivido esos años

maravillosos solo puede recordarlos con nostalgia. Una corriente poderosa nos

arrastraba a todos. En ese tiempo, la imagen de los estudios literarios, sostenida por la

teoría, era seductora, persuasiva, triunfante.

Ya no sucede exactamente lo mismo. La teoría se institucionalizó, se

transformó en método, se convirtió en una pequeña técnica pedagógica con frecuencia

tan desencantada como la explicación de texto a la que atacaba entonces con fuerza. El

estancamiento parece inscrito en el destino escolar de toda teoría. La historia literaria,

joven disciplina ambiciosa y atrayente a finales del siglo XIX, había conocido la misma

evolución triste, y la nueva crítica no escapó al mismo destino. Después del frenesí de

los años sesenta y setenta, durante los cuales los estudios literarios franceses alcanzaron

e inclusive dejaron atrás a los otros en el camino del formalismo y de la textualidad, las

investigaciones teóricas no han tenido desarrollos importantes en Francia. ¿Se debe

inculpar al monopolio de la historia literaria sobre los estudios franceses, que la nueva

crítica no haya logrado transformar en profundidad, sino que solo hubiera disimulado

provisoriamente? La explicación —es la Gérard Genette— se queda corta, pues la

nueva crítica, aunque no haya tumbado los muros de la vieja Sorbona, se implantó

sólidamente en la Educación nacional. Y es probablemente esto lo que la convirtió en

algo rígido. Hoy en día es imposible pasar un concurso sin manejar los sutiles matices y

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la jerga de la narratología. Un candidato que no sepa decir si el fragmento del texto que

tiene en sus manos es “homo” o “heterodiegético”, “singulativo” o “iterativo”, con

“focalización interna” o “externa”, no tendrá éxito, como antes se debía distinguir un

anacoluto de una hipálage, y saber la fecha del nacimiento de Montesquieu. Para

comprender la singularidad de la enseñanza superior y de la investigación en Francia, se

debe siempre abordar la cuestión de la dependencia histórica de la universidad con

relación a los concursos de contratación de profesores de enseñanza secundaria. Es

como si se hubiera dado antes de 1980 la suficiente teoría para renovar la pedagogía: un

poco de poética y de narratología para explicar el verso y la prosa. La nueva crítica,

como la historia literaria de Gustave Lanson algunas generaciones antes, se redujo

rápidamente a algunas recetas, trucos y triquiñuelas para brillar en los concursos. El

impulso teórico se inmovilizó en cuanto proporcionó alguna ciencia de apoyo a la sacro-

santa explicación de texto.

La teoría en Francia fue efímera, y el deseo que formulaba Roland Barthes en

1969: “La ‘nueva crítica’ debe convertirse rápidamente en un nuevo abono para hacer

luego otra cosa” (Barthes, 1971: 186), no parece haberse realizado. Los teóricos de los

años sesenta y setenta no tuvieron sucesores. El mismo Barthes fue canonizado, lo que

no es el mejor medio para conservar una obra viva y activa. Otros se reconvirtieron

dedicándose a trabajos bastante alejados de sus primeros amores; algunos, como

Tzvetan Todorov o Genette, se interesaron en la ética o la estética. Muchos volvieron a

la vieja historia literaria, especialmente por medio del redescubrimiento de manuscritos,

como lo demuestra la moda de la llamada crítica genética. La revista Poétique, que

persevera, publica esencialmente ejercicios de epígonos, lo mismo que Littérature, el

otro órgano del post 68, siempre más ecléctica, acoge al marxismo, la sociología y el

psicoanálisis. La teoría se normalizó y ya no es entonces lo que era: está aquí en el

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sentido en que todos los siglos literarios están aquí, en que todas las especialidades se

encuentran en la universidad, cada una en su lugar. Tranquila, inofensiva, espera los

estudiantes a la hora acordada, sin ningún intercambio con las otras especialidades ni

con el mundo si no es por el intermedio de estos estudiantes que pasan de una disciplina

a otra. No está más viva que las otras, en el sentido en que no es la teoría la que dice por

qué y cómo se tendría que estudiar la literatura, cuál es la pertinencia, cuál es el objetivo

actual en el estudio literario. Ahora bien, nada la ha remplazado en este papel, y además

no se estudia hoy mucho la literatura.

“La teoría volverá, como todo, y se descubrirán sus problemas el día en que la

ignorancia habrá ido tan lejos que solo producirá aburrimiento.” Philippe Sollers

anunciaba este regreso desde 1980, en el prefacio a la edición de Théorie d’ensemble,

ambicioso volumen publicado durante el otoño siguiente a mayo del 68, con un título

prestado de las matemáticas, y reuniendo las firmas de Michel Foucault, Roland

Barthes, Jacques Derrida, Julia Kristeva y todo el grupo de Tel Quel, la punta de la

teoría entonces en el cenit, con quizás una sospecha de “terrorismo intelectual”, como

Sollers lo reconoce después (Sollers, 7). La teoría iba entonces viento en popa, daba

ganas de vivir. “Desarrollar la teoría para no estar en retraso con la vida”, había

decretado Lenin, y Louis Althusser recurría a él para llamar “Théorie” la colección que

dirigía en la editorial Maspero. Pierre Macherey publicó allí en 1966, año faro del

movimiento estructuralista, Pour une théorie de la production littéraire, obra donde el

sentido marxista de la teoría —crítica de la ideología y consolidación de la ciencia— y

el sentido formalista —análisis de procedimientos lingüísticos— concordaban en el

lomo de la literatura. La teoría era crítica, e inclusive polémica, o militante —como en

el título inquietante del libro de Boris Eikhenbaum en 1927, Littérature, Théorie,

Critique, Polémique, en parte traducido por Tzvetan Todorov en su antología de los

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formalistas rusos, Théorie de la littérature, en 1966—, pero ambicionaba también

fundar una ciencia de la literatura. “El objeto de la teoría, escribía Genette en 1972,

sería no solo lo real, sino la totalidad de lo virtual literario” (Genette, 11). El

formalismo y el marxismo eran sus dos pilares para justificar la búsqueda de invariantes

o universales de la literatura, para considerar las obras individuales como obras posibles

más que como obras reales, como simples ejemplificaciones del sistema literario

subyacente, más cómodas que las obras inactuales, y solamente potenciales, para

acceder a la estructura.

Si la teoría como mezcla de marxismo y de formalismo estaba ya pasada de

moda en 1980, ¿qué decir ahora? ¿Hemos alcanzado suficiente ignorancia y

aburrimiento para desear de nuevo la teoría?

Teoría y sentido común

¿Un balance, un mapa de la teoría literaria son no obstante posibles? ¿Y bajo

qué forma? ¿No es en principio un reto al sentido común (gageure) si, como lo

sostenía Paul de Man, “el principal interés teórico de la teoría literaria consiste en la

imposibilidad de su definición” (de Man, 3)? La teoría entonces podría ser solo

aprehendida por la gracia de una teoría negativa, como el modelo del Dios escondido

del cual solamente una teología negativa es capaz de hablar: esto es colocar un

obstáculo demasiado alto, o empujar demasiado lejos las afinidades, por lo demás

reales, entre la teoría literaria y el nihilismo. La teoría no puede reducirse a una técnica

ni a una pedagogía — vende su alma en los vade-mecum de coberturas coloreadas

dispuestos a la entrada de las librerías del Barrio latino—, pero esto no es una razón

para convertirla en una metafísica ni en una mística. No la tratemos como una religión.

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Además, ¿la teoría literaria solo posee un “interés teórico”? No, si tengo razón al sugerir

que también es, quizás esencialmente, crítica, oposicionista o polémica.

No es entonces ni por el lado teórico o teológico, ni por el lado práctico o

pedagógico, que la teoría me parece principalmente interesante y auténtica, sino por el

combate vehemente y vivificante que ha conducido contra las ideas recibidas en los

estudios literarios, y por la resistencia también tajante que las ideas recibidas le han

opuesto. Se esperaría quizás de un balance de la teoría literaria que después de ofrecer

su propia definición, por definición discutible, de la literatura —se trata del primer lugar

común teórico: ¿“Qué es la literatura”?—, luego de rendir un homenaje rápido a las

teorías literarias antiguas, medievales y clásicas, desde Aristóteles hasta Batteux, sin

olvidar un desvío por las poéticas no occidentales, se haga un inventario de las

diferentes escuelas que han compartido la atención teórica en el siglo XX: formalismo

ruso, estructuralismo praguense, New Criticism americano, fenomenología alemana,

psicología ginebresa, marxismo internacional, estructuralismo y postestructuralismo

francés, hermenéutica, psicoanálisis, neomarxismo, feminismo, etc. Existen

innombrables manuales en este formato: ocupan a los profesores y tranquilizan a los

estudiantes. Pero aclaran un lado muy accesorio de la teoría. Inclusive la desnaturalizan,

o la pervierten, pues lo que la caracteriza verdaderamente es todo lo contrario del

eclectismo, es su compromiso, su vis polemica, como a los callejones sin salida donde

ésta la lanza de lleno. Con frecuencia los teóricos parecen establecer críticas muy

sensatas contra las posiciones de sus adversarios, pero como estos, reconfortados por su

buena conciencia de siempre, no se rinden y continúan perorando, los teóricos

comienzan también a alzar la voz y empujan sus propias tesis, o antítesis, hasta el

absurdo, y por lo tanto las eliminan ellos mismos ante sus rivales felices de verse así

justificados por la extravagancia de la posición adversa. Basta con dejar hablar a un

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teórico y contentarse con interrumpirlo de vez en cuando, con un “¡Sí!” un poco burlón:

quemará sus naves ante nuestros ojos.

Cuando entré a sexto grado en el pequeño colegio Condorcet, nuestro viejo

profesor de latín y francés, que era también alcalde del pueblo en Bretaña, nos

preguntaba con respecto a cada texto de nuestra antología: “¿Cómo entienden este

pasaje? ¿Qué es lo que el autor quiso decirnos? ¿Cuáles son las bellezas del verso o de

la prosa? ¿En qué es original la visión del escritor? ¿Qué lección podemos sacar?”

Durante algún tiempo se pudo creer que la teoría literaria había acabado de una buena

vez con estas preguntas lancinantes. Pero las respuestas pasan y las preguntas

permanecen. Estas son más o menos las mismas. Hay algunas que no dejan de volver

generación tras generación. Se formulaban antes de la teoría, se formulaban ya antes de

la historia literaria, y se formulan todavía después de la teoría, casi de forma idéntica. A

un punto tal que uno se pregunta si existe una historia de la crítica literaria, como existe

una historia de la filosofía o de la lingüística, reforzada con invenciones de conceptos,

como el cogito o el complemento. En crítica, los paradigmas no mueren jamás, se

agregan los unos a los otros, coexisten más o menos pacíficamente, y juegan

indefinidamente sobre las mismas nociones —nociones que pertenecen al lenguaje

popular. Allí radica uno de los motivos, quizás el motivo principal, del sentimiento de

continua repetición que se siente siempre ante un cuadro histórico de la crítica literaria:

nada nuevo bajo el sol. En teoría, uno pasa su tiempo tratando de limpiar unos términos

de uso corriente: literatura, autor, intención, sentido, interpretación, representación,

contenido, fondo, valor, originalidad, historia, influencia, periodo, estilo, etc. Es

también lo que se ha hecho desde hace tiempo en lógica: suprimir de un lenguaje

ordinario una región lingüística dotada de verdad. Pero la lógica se formalizó enseguida.

La teoría literaria no ha logrado deshacerse del lenguaje ordinario sobre la literatura, el

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de los lectores aficionados. Así, cuando la teoría se aleja, las viejas nociones resurgen,

indemnes. ¿Se debe al hecho de que son “naturales” o “sensatas” que jamás escapamos

de ellas de una vez por todas? ¿O, como lo cree de Man, porque lo único que pedimos

es resistir a la teoría, porque la teoría hiere, atropella nuestras ilusiones sobre la lengua y

la subjetividad? Se diría que hoy en día casi nadie ha sentido pasar el viento del ala de la

teoría, lo que es sin duda más confortable.

¿No quedaría entonces nada, o solamente la pequeña pedagogía que acabo de

describir? No del todo. En la gran época, hacia 1970, la teoría era un contra discurso,

que cuestionaba las premisas de la crítica tradicional. Objetividad, gusto y claridad, así

resumía Barthes, en Critique et Vérité, en 1966, el año mágico, los artículos de fe del

“crítico verosímil” universitario al cual quería sustituir una “ciencia de la literatura”.

Hay teoría cuando las premisas del discurso ordinario sobre la literatura no son más

aceptadas como normales, cuando son cuestionadas, expuestas como construcciones

históricas, como convenciones. En sus comienzos, la historia literaria se basaba también

en una teoría en nombre de la cual eliminó de la enseñanza literaria la vieja retórica,

pero esta teoría se perdió de vista o se edulcoró a medida que la historia literaria se

identificaba con la institución escolar o universitaria. El llamado a la teoría es por

definición de oposición, inclusive subversivo e insurreccional, pero la fatalidad de la

teoría es haber sido transformada en método por la institución académica, haber sido

recuperada, como se decía. Veinte años después, lo que impresiona, tanto si no es más

que el conflicto violento entre la historia y la teoría literarias, es la similitud de las

preguntas formuladas por la una y por la otra en sus comienzos entusiastas, y

principalmente esta, siempre la misma: “¿Qué es la literatura?”

Permanencia de las preguntas, contradicción y fragilidad de las respuestas: el

resultado es que es siempre pertinente volver a comenzar a partir de nociones populares

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que la teoría quiso anular, las mismas que volvieron a levantarse desde que la teoría se

quedó sin aliento, con el fin de volver a pasar por las respuestas de oposición que ella

propuso, pero también para tratar de comprender por qué estas no resolvieron de una

vez por todas las viejas preguntas. ¿Acaso la teoría, a fuerza de luchar contra la hidra de

Lerna, empujó sus argumentos demasiado lejos y éstos se devolvieron contra ella? Cada

año, ante nuevos estudiantes, hay que recomenzar con las mismas figuras del sentido

común y con clichés compulsivos, con el mismo pequeño número de enigmas o de

lugares comunes que marcan el discurso ordinario sobre la literatura. Examinaré

algunos, los más resistentes, pues es alrededor de ellos que se puede construir una

presentación simpática de la teoría literaria en todo el vigor de sus justas cóleras, a

través de la forma en la cual los ha combatido —en vano.

Teoría y práctica de la literatura

Algunas distinciones preliminares son indispensables. Primero, quien dice

teoría —y sin que tenga que ser marxista— presupone una práctica, o una praxis, a la

cual esta teoría se enfrenta, o de la cual ella hace la teoría. En las calles de Ginebra,

unos locales tienen este aviso: “Sala de teoría”. Allí no se hace teoría de la literatura,

sino que se enseña el código de la ruta: la teoría es entonces el código confrontado a la

conducción, el código de la conducción. ¿Cuál es entonces la conducta, o la práctica,

que la teoría de la literatura codifica, es decir organiza más que reglamentarla? No es,

parece, la literatura misma (o la actividad literaria) —la teoría de la literatura no enseña

a escribir novelas como la retórica enseñaba antes a hablar en público y formaba la

elocuencia— sino los estudios literarios, es decir la historia literaria y la crítica literaria,

o inclusive la investigación literaria.

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En este sentido —el del código, de didáctica, o más bien de deontología de la

misma investigación literaria—, la teoría de la literatura puede parecer una disciplina

nueva, en todo caso posterior al nacimiento de la investigación literaria en el siglo XIX,

durante la refundación de las universidades europeas, luego americanas, sobre el

modelo germánico. Pero si la palabra es relativamente nueva, la cosa es relativamente

antigua.

Se puede decir que Platón y Aristóteles hacían teoría de la literatura cuando

ordenaban los géneros literarios en la República y la Poética, y el modelo de la teoría de

la literatura sigue siendo para nosotros hoy en día la Poética de Aristóteles. Platón y

Aristóteles hacían teoría porque se interesaban en las categorías generales, o inclusive

universales, en las constantes literarias, detrás de las obras particulares: por ejemplo en

los géneros, en las formas, en los modos, en las figuras. Si se preocupaban por obras

individuales (la Iliada, Edipo rey), eran como ilustraciones de categorías generales.

Hacer teoría de la literatura, es interesarse a la literatura en general, desde un punto de

vista que tienda a lo universal.

Pero Platón y Aristóteles no hacían teoría de la literatura, en el sentido en que

la práctica que querían codificar no era el estudio literario, o la investigación literaria,

sino la literatura misma. Buscaban formular gramáticas prescriptivas de la literatura, tan

normativas que Platón quería excluir a los poetas de la Ciudad. En un sentido actual, la

teoría de la literatura, si reivindica la retórica y la poética, y revaloriza su tradición

antigua y clásica, no es en principio normativa.

Descriptiva, la teoría de la literatura es por lo tanto moderna: supone la

existencia de estudios literarios, instaurados en el siglo XIX, a partir del romanticismo.

Está relacionada con la filosofía de la literatura, como rama de la estética, la cual

reflexiona sobre la naturaleza y sobre la función del arte, sobre la definición de lo bello

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y del valor. Pero la teoría de la literatura no es la filosofía de la literatura: no es

especulativa, ni abstracta, sino analítica o tópica: su objetivo es el, los discursos sobre la

literatura, la crítica y la historia literarias, las cuales cuestiona, problematiza, organiza

las prácticas. La teoría de la literatura no es la policía de las letras, ni de los estudios en

letras, sino en alguna forma su epistemología.

En este sentido, tampoco es verdaderamente nueva. Lanson, el fundador de la

historia literaria francesa entre el siglo XIX y el XX, decía entonces de Ernest Renan y

de Emile Faguet, los críticos literarios que lo habían precedido —Faguet era su

contemporáneo en la Sorbona, pero Lanson lo juzgaba obsoleto—, que ellos no tenían

“teoría literaria” (Lanson, p. 1107 y 1189). Era una manera educada de hacerles saber

que a sus ojos eran impresionistas e impostores, no sabían lo que hacían, les faltaba

rigor, espíritu científico, método. Lanson, por el contrario, pretendía tener una teoría, lo

que muestra que historia literaria y teoría no son incompatibles.

El llamado a la teoría responde necesariamente a una intención polémica o de

oposición (crítica, en el sentido etimológico de la palabra): contradice, pone en duda la

práctica de los otros. Es útil agregar aquí un tercer término a los de teoría y práctica,

conforme al uso marxista, pero no solamente marxista, de estas nociones: es el término

de ideología. Entre la práctica y la teoría, se ubicaría la ideología. Una teoría diría la

verdad de una práctica, enunciaría sus condiciones de posibilidad, mientras que una

ideología no haría sino legitimar esta práctica por medio de una mentira, disimularía sus

condiciones de posibilidad. Según Lanson, por lo demás bien recibido por los marxistas,

sus rivales no tenían teoría porque solo tenían ideologías, es decir ideas preconcebidas.

Así, la teoría reacciona contra las prácticas que juzga a-teóricas, o antiteóricas.

De esta forma, las erige con frecuencia en chivos expiatorios. Lanson, que creía poseer

con la filología y el positivismo histórico una teoría sólida, atacaba al humanismo

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tradicional de sus adversarios (hombres de cultura, o de gusto, es decir burgueses). La

teoría se opone al sentido común. Más recientemente, luego de una vuelta de espiral, la

teoría de la literatura se erigió a la vez contra el positivismo en historia literaria (lo que

representaba Lanson), y contra la simpatía en crítica literaria (lo que Faguet había

representado), al igual que contra la combinación frecuente de los dos (primero el

positivismo por la historia del texto, luego el humanismo por su interpretación), como

en el caso de esos filólogos austeros que, después de un estudio minucioso sobre las

fuentes de la novela de Prévost, pasan sin dificultad a juicios de chimenea sobre la

realidad psicológica y sobre la verdad humana de Manon, como si ella estuviera a

nuestro lado, y fuera una muchacha de carne y hueso.

Resumamos: la teoría contrasta con la práctica de los estudios literarios, es

decir la crítica y la historia literarias, y analiza esta práctica, o más bien estas prácticas,

las describe, hace explícitos sus presupuestos, en fin las critica (criticar es separar,

discriminar). La teoría sería entonces en una primera aproximación la crítica de la

crítica, o la metacrítica (como se opone a un lenguaje el metalenguaje que habla sobre

este lenguaje, a la lengua la gramática que describe su funcionamiento). Es una

conciencia crítica (una crítica de la ideología literaria), una reflexibilidad literaria (un

pliegue crítico, una self-consciousness o una autoreferencialidad): todos los rasgos que

se relacionan en efecto con la modernidad desde Baudelaire y sobre todo Mallarmé.

Agreguemos inmediatamente el ejemplo: he empleado una serie de términos

que conviene definir, o elaborar mejor, para producir a partir de ellos conceptos más

firmes, para llegar a esta conciencia crítica que acompaña la teoría: literatura, luego

crítica literaria e historia literaria, cuya teoría enuncia la diferencia. Guardemos la

literatura para el próximo capítulo y miremos más de cerca las dos otras.

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Teoría. Crítica, historia

Entiendo por crítica literaria, un discurso sobre las obras literarias que hace

énfasis en la experiencia de la lectura, que describe, interpreta, evalúa el sentido y el

efecto que las obras tienen sobre los (buenos) lectores, pero sobre lectores que no son

necesariamente eruditos ni profesionales. La crítica aprecia, juzga; procede por simpatía

(o antipatía), por identificación y proyección: su lugar ideal es el salón, del cual la

prensa es un avatar, no la universidad; su forma primera es la conversación.

Por historia literaria, entiendo por el contrario un discurso que insiste sobre

factores exteriores a la experiencia de la lectura, por ejemplo sobre la concepción o

sobre la transmisión de las obras, o sobre otros elementos que en general no interesan al

no especialista. La historia literaria es la disciplina académica surgida durante el siglo

XIX, conocida en otras partes bajo el nombre de filología, scholarship, Wissenschaft, o

investigación.

Algunas veces se oponen crítica e historia literarias como una conducta

intrínseca y una conducta extrínseca: la crítica se relaciona con el texto, la historia con

el contexto. Lanson decía que se hacía historia literaria desde el momento en que se

miraba el nombre del autor sobre la portada del libro, desde que se daba al texto un

mínimo de contexto. La crítica literaria enuncia proposiciones del tipo: “A es más bello

que B”, mientras que la historia literaria afirma: “C deriva de D”. Aquella pretende

evaluar el texto, ésta a explicarlo.

La teoría de la literatura demanda que los presupuestos de estas afirmaciones

sean explicitados. ¿A qué llama usted literatura? ¿Cuáles son sus criterios de valor? les

dirá a los críticos, pues todo va bien entre lectores que comparten las mismas normas y

que se entienden entre líneas, pero, si no es así, la crítica (la conversación) se convierte

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rápidamente en un diálogo de sordos. No se trata de reconciliar los acercamientos

diferentes, sino de comprender por qué son diferentes.

¿A qué llama usted literatura? ¿Cómo se hace cargo de sus propiedades

especiales o de su valor especial? dirá la teoría a los historiadores. Una vez que se

admite que los textos literarios tienen rasgos distintivos, ustedes los tratan como

documentos históricos buscándoles causas fácticas: vida del autor, contexto social y

cultural, intenciones demostradas, fuentes. La paradoja salta a los ojos: ustedes explican

por el contexto un objeto que les interesa precisamente porque se escapa a este contexto

y lo sobrevive.

La teoría protesta siempre contra lo implícito: es la mosca en la sopa, el

protervus (el protestante) de la vieja escolástica. Ella pide cuentas, y no hace suya la

opinión de Proust en El Tiempo recobrado, por lo menos en lo que tiene que ver con los

estudios literarios: “Una obra donde hay teorías es como un objeto sobre el cual se deja

la etiqueta del precio” (Proust, p. 461). No tiene nada de abstracto; formula preguntas,

esas preguntas que historiadores y críticos encuentran sin cesar en relación con textos

particulares, pero de las cuales tienen las respuestas expuestas de antemano. La teoría

recuerda que estas preguntas son problemáticas, que se las puede responder de diversas

maneras: ella es relativista.

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