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Articulo Ruanda-Foucault
Articulo Ruanda-Foucault
ANIQUILACIÓN TOTAL
En pocas palabras, para hacer efectivo el ejercicio del poder es necesario una
“economía de la verdad” que establece las bases sociales e institucionales del poder
mismo, lo cual es posible a través de la construcción de discursos alrededor de ciertos
valores sociales. Así, el poder adquiere una razón de ser bajo esta “verdad”, impartida
bajo una suerte de adoctrinamiento discursivo. En últimas, Foucault se está refiriendo a
los discursos hegemónicos. Por eso, el ejemplo que toma es el de la Ciencia, la cual bajo
el revestimiento de la objetividad y la verdad, organiza una serie de conocimientos y
excluye otros, en virtud de ciertos valores que están en armonía con ciertos ejercicios de
poder. El caso emblemático es el de la psiquiatría, en la cual se condensa la idea de un
funcionamiento correcto y adecuado de los procesos cognitivos de los sujetos, y sus
consiguientes métodos para tratar quienes se desvían de una norma establecida.
Hasta aquí están planteadas entonces las bases teóricas para el trabajo que se propone
Foucault. Pero este delimita cuál será su mayor interés: la teoría de la guerra como
principio histórico del funcionamiento del poder, y principalmente en torno al problema
de la raza, ya que la confrontación de la razas, junto a la lucha de clases, son los dos
grandes esquemas que permiten analizar el fenómeno de la guerra en relación con el
poder político. La teoría de las razas sufre dos transcripciones:
En el fondo el evolucionismo, entendido en un sentido amplio -es decir, no
tanto la teoría misma de Darwin como el conjunto, el paquete de sus nociones
(como jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la
vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados)-, se
convirtió con toda naturalidad, en el siglo XIX, al cabo de algunos años, no
simplemente en una manera de transcribir en términos biológicos el discurso
político, no simplemente en una manera de ocultar un discurso político con un
ropaje científico, sino realmente en una manera de pensar las relaciones de la
colonización, la necesidad de las guerras, la criminalidad, los fenómenos de la
locura y la enfermedad mental, la historia de las sociedades con sus diferentes
clases, etc. En otras palabras, cada vez que hubo enfrentamiento, crimen, lucha,
riesgo de muerte, existió la obligación literal de pensarlos en la forma de
evolucionismo (Foucault, 1976: 232).
Lo cual vendría a significar que, cada vez que hubo enfrentamiento, crimen, lucha,
riesgo de muerte, existió la obligación literal de pensarlos en la forma del
evolucionismo. Y también puede entenderse así por qué el racismo se desarrolla en las
sociedades modernas que funcionan en la modalidad del biopoder. La guerra escinde
nuestra sociedad y la divide de un modo binario, en guerra de razas. Dice Foucault:
El discurso de las razas, el cual llegado el siglo XIX ya ha adquirido todas sus bases
biológico-materialistas, se configura entonces como un productor de verdad por medio
del cual se justifica el ejercicio del poder bajo la idea de la guerra continuada por
distintos medios. Este discurso fundamenta entonces la existencia de diferencias
irreconciliables a partir de las cuales se establece un antagonismo que no se puede
resolver, y que llegado el caso llevará a la promulgación de una guerra abierta, del acto
mismo de la violencia, que a su vez llevará a su episodio final: el exterminio absoluto.
Por eso, una vez entrados en el siglo XX, la configuración de diferentes discursos
racistas como base discursiva de exterminio de pueblos enteros será un episodio
desgraciadamente repetitivo. El caso emblemático, y el cual tiene presente siempre
Foucault es el del nazismo, el cual llegó al extremo de plantearse la aniquilación total de
grupos étnicos minoritarios. Así pues, este esquema de la guerra continuada de las razas
tiene dos caras: una como esquema de análisis de la historia, y otra como discurso que
justifica en el campo de lo fáctico la guerra misma. Como afirma Foucault, este discurso
está involucrado en el proceso mismo de centralización del poder. Y este punto es
fundamental, porque al consolidarse este poder centralizado, son los poderes estatales
quienes estarán a cargo de la guerra, el tema del Estado que era necesariamente injusto
en la contrahistoria de las razas, va a transformarse en el tema inverso: el Estado no es
el instrumento de una raza contra otra, sino que es y debe ser el protector de la
integridad, la superioridad y la pureza de la raza. La idea de la pureza de la raza, con
todo lo que implica a la vez de monista, estatal y biológico, es lo que va a sustituir la
idea de la lucha de razas:
Ocurre entonces que una vez consolidados estos poderes centrales que poseen el
monopolio de la guerra, estos usaran los discursos racistas como base de verdad
discursiva para promover la guerra contra otros pueblos. Por tanto, a partir de este
repaso general de la teoría de Foucault, quisiera centrarme en un caso particular del
siglo XX, uno de los mayores genocidios de la época contemporánea impulsado por un
discurso de la guerra de razas. Se trata del genocidio de Ruanda, el cual se puede
analizar a la luz de esta teoría. En abril de 1994 el mundo se inunda de imágenes del
horror: en un pequeño país del centro de África ocurre uno de los mayores genocidios
de la época moderna. A la hora de hacer cálculos la tarea es difícil, la fidelidad casi
imposible, y se llega a un conceso general sobre un margen de víctimas bastante amplio
que casi no parece una realidad estadística: en poco más de tres meses mueren entre 500
mil y un millón de ruandeses. Parece casi absurdo un margen tan grande, pero lo es aún
más la cantidad de víctimas, fuera la que fuera, en un margen de tiempo tan corto. Con
el tiempo se definiría una redonda cifra para los libros de historia: 800.000, arrojando en
los cálculos la realidad de 8.000 asesinatos por día. Por eso para el resto del mundo, un
mundo ya ampliamente globalizado y mediatizado, un mundo que en gran medida se
creía pacificado y asistía a los espectáculos televisados de la barbarie que ocurría solo
en su periferia, este horror se presenta como un espectáculo inverosímil. Pero para
quienes conocían la situación de Ruanda, para quienes realmente estaban al tanto de los
conflictos sociales y políticos de este país africano que llevaban casi medio siglo, y
habían sido azuzados por los irresponsables actos coloniales, algo así era incluso
previsible.
Por supuesto no fue un caso aislado. Un ciudadano promedio del primer mundo sabe lo
que pasa en África, al menos tiene una vaga noción: su situación geopolítica es
lamentable, está marcada por las guerras y la miseria, por una inestabilidad política que
cada vez parece más difícil de resolver. Hacer un rastreo histórico de los orígenes de
estos conflictos es bastante complejo y los factores que se despliegan tan numerosas que
es imposible determinar una causa predominante al horror vivido en el 94. Sin embargo,
la idea del exterminio racial fue el modelo interpretativo que se difundió por el mundo.
Por eso el relato de Ruanda, ese gran relato mediático apoyado por cientos de
fotografías y videos llenas de sangre, cuerpos desmembrados, cráneos lacerados, éxodos
interminables, campos de refugiados, contó que fue un genocidio por razones raciales,
que habían dos razas conviviendo en el país, los hutus y los tutsis, y que los primeros, la
mayoría, decidieron un día de abril exterminar de una vez por todas a las minoritarias
“cucarachas” tutsis. A la memoria histórica vinieron entonces otros casos de intentos de
exterminio total a razas minoritarias: los armenios, los judíos, los gitanos.
Hoy en día se sabe a ciencia cierta qué ocurrió, a pesar que exista un imaginario más
difundido donde sigue predominando la idea de esta confrontación racial. Hoy en día se
sabe que los hutus y los tutsis en términos biológicos no son razas diferenciadas, que
pertenecía a una comunidad llamada los banyaruanda que habían habitado por siglos el
montañoso territorio ruandés, el llamado Tíbet de África, en un aislamiento tan extremo,
que hasta la mitad del siglo XX desconocían que eran una colonia europea, más
sorprendente aún, que había existido el tráfico de esclavos desde muchos siglos atrás.
Hasta ese momento la comunidad banyaruanda tenía un sistema feudal primitivo, en
donde los tutsis eran los señores feudales, y la gran mayoría hutu eran sus vasallos. Así
pues, históricamente hablando, esta distinción no es racial, es de clases. Surge entonces
la pregunta de en qué momento se rompe este orden social y empieza una prolongada
época de conflicto que termina en un genocidio “racial”.
Este sistema de dominación opero por bastante tiempo, hasta que la explosión
demográfica trajo consigo el inicio del conflicto: como los tutsis era una minoría que
poseía la mayor parte del territorio, los hutus que ya empezaban a contarse por millones
se vieron hacinados en un espacio muy reducido. Vino entonces el descontento que
terminaría en una sublevación campesina en 1959 que invertiría el orden social: los
hutus se harían entonces al poder, relegando a los tutsi a la condición de dominados.
Esta es la situación cuando llega la independencia del país en 1.962, y es por esto que
los hutus se hacen cargo de la nueva república, en la cual se configuró una población
civil que sin embargo nunca pudo superar esta diferenciación de castas. Por un lado los
tutsis seguían aferrados a la idea de una futura liberación y recobrar el poder perdido, y
por otro los hutus cargaban un resentimiento histórico a la vez que el temor de la
amenaza latente. Pero más allá de estos imaginarios existía una causa aún más aciaga:
así como en su momento los hutus no contaban con las tierras necesarias, los tutsis
tampoco lo tuvieron después. Nunca se pudo llegar entonces a una solución pacífica de
esta situación, a una reforma agraria bajo marcos democráticos que permitiera
solucionar la raíz del problema.
Desde 1.959 hasta el genocidio de 1.994 lo que tenemos es una lucha constante e
ininterrumpida, marcada por la consolidación de esos dos mandos enemigos que
adquirirá la dimensión racial ya tan difundida. Es en vista de este antagonismo tan gran,
tan irreconciliable, que durante más de tres décadas las dos comunidades crearon un
fuerte imaginario como raza antepuesta a la otra. Llegado los noventa el remoto pasado
de un mismo pueblo se ha extinguido, y en medio de las matanzas constantes, de los
éxodos multitudinarios en los cuales se fermentan la idea de recuperar lo perdido en el
caso de los tutsis, o de acabar de una vez con la amenaza de los invasores del lado de los
hutus, se ha afianzado una identidad racial, el esquema binario de la guerra perpetuada
de las razas, que sigue operando bajo un la imagen democrática del poder central y la
oposición. En el país se consolida un sistema partidista, en el cual existe una facción
hutu moderada más cercana a una conciliación con los tutsis, y una extremista que
aboga por una solución violenta inmediata.
Son ellos quienes formulan los principios de una ideología que justificará el
genocidio como la única salida, como el único medio de su propia
supervivencia. La teoría de Nahimana y de sus colegas proclama que los tutsi,
lisa y llanamente, pertenecen a una raza diferente, extraña. No son sino nilóticos
que llegaron a Ruanda desde alguna parte del Nilo, conquistaron a los nativos
de esta tierra, los hutus, y empezaron a explotarlos, esclavizarlos y corromperlos
por dentro (…) Los hutus han sido reducidos al papel de un pueblo conquistado,
que durante siglos ha vivido en medio de la miseria, el hambre y la humillación.
Pero el pueblo hutu tiene que recuperar su identidad y dignidad, y ocupar, como
igual, un lugar entre las demás naciones del mundo. ¿Qué es (se pregunta
Nahimana en sus decenas de discursos, artículos y folletos) lo que nos enseña la
Historia? Sus experiencias son terribles, nos llenan de desaliento y pesimismo.
Toda la historia de las relaciones entre hutus y tutsis no es más que una negra
cadena de incesantes pogromos y masacres (…) De modo que los científicos de
Butare ven como única salida la solución final: todo un pueblo tiene que
perecer, dejar de existir para siempre (Kapuscinski:1998,192).
El discurso de raza se articula, se adecua ideológicamente por medio de un trabajo de
intelectuales a una guerra promovida por el Estado (la estatización de la guerra). Es el
gobierno ruandés el que deliberadamente, por medios ideológicos efectivos, promueven
en el pueblo hutu una guerra racial, o más bien, un exterminio declarado abiertamente
bajo la justificación del discurso de raza. Lo particular del caso, es que si bien se puede
hablar de la estatización de la guerra, no fue el gobierno el que finalmente ejecutó este
exterminio en gran medida, sino la población civil. La gran arma estatal fue entonces
discursiva: por medio de diferentes medios, principalmente la Radio de las Mil Colinas (que
sería rebautizada como la Radio del Odio), se azuzó a la población hutu a convertirse en un
espontáneo grupo paramilitar. Llega entonces el momento del genocidio. El crecido ejército
ruandés apoyado por un grupo élite de la guardia presidencial es la fuerza estatal que como
tal sale a las calles con su moderno entrenamiento y armamento a perpetuar la masacre,
pero donde más énfasis se hace es en la población de campesinos, aldeanos, jóvenes
desempleados, estudiantes, oficinistas, armados primitivamente con machetes, cuchillos y
palos. Son finalmente estos los que llevan a cabo un exterminio hombre a hombre, movidos
por las ideas de reivindicación racial que exige el exterminio tutsi. Al respecto dice
Foucault en esta extensa cita:
Logra entonces el gobierno su cometido: hacer partícipe a todo el pueblo hutu del
genocidio, lo cual será central a la hora de juzgar a los culpables de este hecho, y tratar
de llegar a un fin del conflicto. La forma como se dio este genocidio, todavía tan
reciente en la memoria colectiva, permite ver muchos de los puntos que había tocado
Foucault en sus lecciones. La historia del conflicto entre los hutus y tutsis reconoce la
manera en que se desarrolla un discurso de razas fundamentado en el odio y el
antagonismo que justifica a su vez una guerra perpetua que lleva más de medio siglo.
Pero lo realmente emblemático del caso Ruanda es el uso ideológico que se dio por
parte del poder centralizado. Porque fue bajo esta confrontación racial que los diferentes
gobiernos ejercieron el poder. Fueron décadas enteras de guerra continuada que servía
como base de la dominación de un pequeño clan que al tiempo que especulaba con el
odio colectivo, se convertían en ricos terratenientes así como acumuladores de un gran
capital que fueron sacando del país a bancos extranjeros. En el fondo fue una estrategia
de explotación de la cual también hicieron parte los colonizadores, los belgas y
franceses, que promovieron esta situación para conservar su influencia sobre el
territorio, valiéndose de un orden político a la cabeza de una reducida casta tiránica a su
servicio. Foucault, como ya se había dicho, identifica que la historia en principio se
regía bajo una concepción épica de las glorias que legitimaban la clase dominante, pero
que llega a un punto en que al concebir la guerra de las razas como motor histórico, que
justifica la guerra en un marco de derechos biológicos.
BIBLIOGRAFÍA