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RUANDA: EL DISCURSO DE LAS RAZAS COMO

ANIQUILACIÓN TOTAL

Laura Patricia Bernal Ríos


Profesional en Filosofía y Letras
Universidad de Caldas
Correo electrónico: labernal22@gmail.com
Móvil: 3183772930

En el año de 1.976 Michel Foucault imparte varias lecciones en el College de France,


las cuales serán editadas bajo el título Defender la sociedad. El centro de sus reflexiones
es el poder, por eso se afirma que allí retoma, replantea y despliega muchas de las ideas
en las que había estado trabajando con anterioridad. El propio autor, en su discurso de
inauguración del curso, manifiesta esta pretensión. Allí mismo hace un esbozo muy
rápido del contenido de este. En resumen, Foucault pretende reflexionar acerca del
funcionamiento mismo del poder en relación con lo que él llama ―discursos de la
verdad―. Dice:

En una sociedad como la nuestra múltiples relaciones de poder atraviesan,


caracterizan, constituyen el cuerpo social; no pueden disociarse, ni establecerse,
ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un
funcionamiento del discurso verdadero. No hay ejercicio del poder sin cierta
economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y a través de ese
poder. El poder nos somete en la producción de la verdad y sólo podemos
ejercer el poder por la producción de la verdad. Eso es válido en cualquier
sociedad, pero creo que en la nuestra esa relación entre poder, derecho y verdad
se organiza de una manera muy particular (Foucault, 1976:34).

En pocas palabras, para hacer efectivo el ejercicio del poder es necesario una
“economía de la verdad” que establece las bases sociales e institucionales del poder
mismo, lo cual es posible a través de la construcción de discursos alrededor de ciertos
valores sociales. Así, el poder adquiere una razón de ser bajo esta “verdad”, impartida
bajo una suerte de adoctrinamiento discursivo. En últimas, Foucault se está refiriendo a
los discursos hegemónicos. Por eso, el ejemplo que toma es el de la Ciencia, la cual bajo
el revestimiento de la objetividad y la verdad, organiza una serie de conocimientos y
excluye otros, en virtud de ciertos valores que están en armonía con ciertos ejercicios de
poder. El caso emblemático es el de la psiquiatría, en la cual se condensa la idea de un
funcionamiento correcto y adecuado de los procesos cognitivos de los sujetos, y sus
consiguientes métodos para tratar quienes se desvían de una norma establecida.

En oposición a estos discursos hegemónicos se plantean las genealogías, que son


aquellos conocimientos que quedaron excluidos, marginados, que no hacen parte del
gran cuerpo de las ciencias, pero que siguen existiendo, circulando en la sociedad. Así
pues, en vista de la relación entre poder-verdad-discurso, la genealogía busca nuevos
planteamientos, interpretaciones, busca combatir el monopolio de la verdad. Es
precisamente lo que se propone Foucault: una genealogía del poder. Lo que se plantea
entonces como objetivo es fundamentar un nuevo rumbo de análisis y reflexión acerca
del poder. Su punto de partida es una revisión rápida de cuáles son las herramientas de
análisis de las que se dispone, las cuales serían dos: la jurídica y la economicista. La
primera, correspondiente a la teoría jurídica clásica y que se extiende al pensamiento
liberal, concibe que las relaciones de poder se establecen por medios contractuales, de
derecho, mientras la segunda, de la tradición marxista, estipula que el poder en esencia
busca es la permanencia de las relaciones de producción. Aunque diferenciadas entre sí,
Foucault percibe en ellas un punto en común: las dos conciben el poder como algo que
se cede, que puede ser transferible en una especie de operación jurídica en el primer
caso, y en el segundo como un intercambio mercantil, de circulación de bienes. En
oposición a estas dos concepciones, Foucault lanza su famosa afirmación: “el poder no
se da, ni se intercambia, ni se retoma, sino que se ejerce y solo existe en este acto”. La
pregunta que surge entonces es, ¿qué es ese ejercicio? Dos elementos surgen para dar
respuesta. La represión y la confrontación de fuerzas como actos concretos del poder.
Afirma entonces que dejando de un lado los esquemas economicistas (el poder como
bien de intercambio), se puede llegar a dos hipótesis:

Por un lado, el mecanismo del poder sería la represión –hipótesis, si ustedes


quieren, que yo llamaría, cómodamente, hipótesis de Reich- y, en segundo
lugar, el fondo de la relación de poder es el enfrentamiento belicoso de la
fuerzas, hipótesis que llamaría, también en este caso por comodidad, hipótesis
de Nietzsche (Foucault:1976,30).

Se plantean entonces dos esquemas. Uno sería contrato/opresión, y el otro


guerra/represión. El giro que se da entonces es dejar de un lado la concepción del poder
como contrato, cesión, enajenación, y concebirlo en términos de enfrentamiento
constante. No es entonces la oposición entre lo legítimo y lo ilegítimo, sino de la lucha
y la sumisión. Las relaciones de poder serían entonces relaciones belicosas. De ahí la
inversión del aforismo de Clausewitsz: “la guerra no es más que la continuación de la
política por otros medios”. La política sería entonces solo la continuación de la guerra,
una guerra que puede darse en el marco de una “sociedad pacífica”, en la cual imperan
ciertos mecanismos de represión de la clase dominante. Respecto a la guerra como
esquema de análisis dice Foucault:

Quería tratar de ver en qué medida el esquema binario de la guerra, de la lucha,


del enfrentamiento de las fuerzas, puede identificarse efectivamente como el
fondo de la sociedad civil, a la vez principio y motor del ejercicio del poder
político. ¿Hay que hablar precisamente de guerra para analizar el
funcionamiento del poder? (…) Debajo del tema hoy corriente, y por otra parte
relativamente reciente, de que el poder tiene a su cargo la defensa de la
sociedad, ¿hay que entender, sí o no, que la sociedad, en su estructura política,
está organizada de tal manera que algunos pueden defenderse de los otros, o
defender su dominación contra la rebelión de los otros, o simplemente, una vez
más, defender su victoria y perennizarla en el sometimiento? (Foucault:
1976,31).

Hasta aquí están planteadas entonces las bases teóricas para el trabajo que se propone
Foucault. Pero este delimita cuál será su mayor interés: la teoría de la guerra como
principio histórico del funcionamiento del poder, y principalmente en torno al problema
de la raza, ya que la confrontación de la razas, junto a la lucha de clases, son los dos
grandes esquemas que permiten analizar el fenómeno de la guerra en relación con el
poder político. La teoría de las razas sufre dos transcripciones:
En el fondo el evolucionismo, entendido en un sentido amplio -es decir, no
tanto la teoría misma de Darwin como el conjunto, el paquete de sus nociones
(como jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la
vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados)-, se
convirtió con toda naturalidad, en el siglo XIX, al cabo de algunos años, no
simplemente en una manera de transcribir en términos biológicos el discurso
político, no simplemente en una manera de ocultar un discurso político con un
ropaje científico, sino realmente en una manera de pensar las relaciones de la
colonización, la necesidad de las guerras, la criminalidad, los fenómenos de la
locura y la enfermedad mental, la historia de las sociedades con sus diferentes
clases, etc. En otras palabras, cada vez que hubo enfrentamiento, crimen, lucha,
riesgo de muerte, existió la obligación literal de pensarlos en la forma de
evolucionismo (Foucault, 1976: 232).

Lo cual vendría a significar que, cada vez que hubo enfrentamiento, crimen, lucha,
riesgo de muerte, existió la obligación literal de pensarlos en la forma del
evolucionismo. Y también puede entenderse así por qué el racismo se desarrolla en las
sociedades modernas que funcionan en la modalidad del biopoder. La guerra escinde
nuestra sociedad y la divide de un modo binario, en guerra de razas. Dice Foucault:

En otras palabras: lo que vemos como polaridad, como ruptura binaria en la


sociedad, no es el enfrentamiento de dos razas recíprocamente exteriores; es el
desdobla-miento de una única raza en una superraza y una subraza. O bien, la
reaparición, a partir de una raza, de su propio pasado. En síntesis, el reverso y el
fondo de la raza que aparece en ella. Con ello, va a producirse esta consecuencia
fundamental: el discurso de la lucha de razas —que en el momento en que
apareció y empezó a funcionar, en el siglo XVII, era en esencia un instrumento
de lucha para unos campos descentrados— va a recentrarse y convertirse,
justamente, en el discurso del poder, de un poder centrado, centralizado y
centralizador; el discurso de un combate que no debe librarse entre dos razas,
sino a partir de una raza dada como la verdadera y la única, la que posee el
poder y es titular de la norma, contra los que se desvían de ella, contra los que
constituyen otros tantos peligros para el patrimonio biológico. Y en ese
momento vamos a tener todos los discursos biológico racistas sobre la
degeneración, pero también todas las instituciones que, dentro del cuerpo social,
van a hacer funcionar el discurso de la lucha de razas como principio de
eliminación, de segregación y, finalmente, de normalización de la sociedad. A
partir de ahí, el discurso cuya historia querría hacer abandonará la formulación
fundamental del comienzo, que era ésta: “Tenemos que defendernos de nuestros
enemigos porque en realidad los aparatos del Estado, la ley, las estructuras del
poder no sólo no nos defienden de ellos sino que son instrumentos mediante los
cuales nuestros enemigos nos persiguen y nos someten”. Ahora, ese discurso va
a desaparecer. No será: “Tenemos que defendernos contra la sociedad”, sino:
―Tenemos que defender la sociedad contra todos los peligros biológicos de
esta otra raza, de esta subraza, de esta contrarraza que, a disgusto, estamos
construyendo. En ese momento, la temática racista no aparecerá como
instrumento de lucha de un grupo social contra otro, sino que servirá a la
estrategia global de los conservadurismos sociales. Surge entonces —y es una
paradoja con respecto a los fines mismos y la forma primera de ese discurso del
que les hablaba― un racismo de Estado: un racismo que una sociedad va a
ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sobre sus propios
productos; un racismo interno, el de la purificación permanente, que será una de
las dimensiones funda-mentales de la normalización social (Foucault:1976,65-
66).

El discurso de las razas, el cual llegado el siglo XIX ya ha adquirido todas sus bases
biológico-materialistas, se configura entonces como un productor de verdad por medio
del cual se justifica el ejercicio del poder bajo la idea de la guerra continuada por
distintos medios. Este discurso fundamenta entonces la existencia de diferencias
irreconciliables a partir de las cuales se establece un antagonismo que no se puede
resolver, y que llegado el caso llevará a la promulgación de una guerra abierta, del acto
mismo de la violencia, que a su vez llevará a su episodio final: el exterminio absoluto.
Por eso, una vez entrados en el siglo XX, la configuración de diferentes discursos
racistas como base discursiva de exterminio de pueblos enteros será un episodio
desgraciadamente repetitivo. El caso emblemático, y el cual tiene presente siempre
Foucault es el del nazismo, el cual llegó al extremo de plantearse la aniquilación total de
grupos étnicos minoritarios. Así pues, este esquema de la guerra continuada de las razas
tiene dos caras: una como esquema de análisis de la historia, y otra como discurso que
justifica en el campo de lo fáctico la guerra misma. Como afirma Foucault, este discurso
está involucrado en el proceso mismo de centralización del poder. Y este punto es
fundamental, porque al consolidarse este poder centralizado, son los poderes estatales
quienes estarán a cargo de la guerra, el tema del Estado que era necesariamente injusto
en la contrahistoria de las razas, va a transformarse en el tema inverso: el Estado no es
el instrumento de una raza contra otra, sino que es y debe ser el protector de la
integridad, la superioridad y la pureza de la raza. La idea de la pureza de la raza, con
todo lo que implica a la vez de monista, estatal y biológico, es lo que va a sustituir la
idea de la lucha de razas:

En líneas generales, creo que el racismo atiende la función de muerte en la


economía del biopoder, de acuerdo con el principio de que la muerte de los
otros significa el fortalecimiento biológico de uno mismo en tanto miembro de
una raza o una población, en tanto elemento en una pluralidad unitaria y
viviente. Podrán advertir que aquí estamos muy lejos de un racismo que sea,
tradicionalmente, desprecio u odio recíprocos de las razas. También estamos
muy lejos de un racismo que sea una especie de operación ideológica mediante
la cual los Estados o una clase tratan de desviar hacia un adversario mítico unas
hostilidades que, de lo contrario, se volverían contra [ellos] o socavarían el
cuerpo social. Creo que es algo mucho más profundo que una vieja tradición o
una nueva ideología; es otra cosa. La especificidad del racismo moderno, lo que
hace su especificidad, no está ligada a mentalidades e ideologías o a las
mentiras del poder. Está ligada a la técnica del poder, a la tecnología del poder.
Está ligada al hecho de que, lo más lejos posible de la guerra de razas y de esa
inteligibilidad de la historia, nos sitúa en un mecanismo que permite el ejercicio
del biopoder. Por lo tanto, el racismo está ligado al funcionamiento de un
Estado obligado a servirse de la raza, de la eliminación de las razas y de la
purificación de la raza, para ejercer su poder soberano. El funcionamiento, a
través del biopoder, del viejo poder soberano del derecho de muerte implica la
introducción y la activación del racismo. Y creo que éste se arraiga
efectivamente ahí (Foucault:1976,233-234).

Ocurre entonces que una vez consolidados estos poderes centrales que poseen el
monopolio de la guerra, estos usaran los discursos racistas como base de verdad
discursiva para promover la guerra contra otros pueblos. Por tanto, a partir de este
repaso general de la teoría de Foucault, quisiera centrarme en un caso particular del
siglo XX, uno de los mayores genocidios de la época contemporánea impulsado por un
discurso de la guerra de razas. Se trata del genocidio de Ruanda, el cual se puede
analizar a la luz de esta teoría. En abril de 1994 el mundo se inunda de imágenes del
horror: en un pequeño país del centro de África ocurre uno de los mayores genocidios
de la época moderna. A la hora de hacer cálculos la tarea es difícil, la fidelidad casi
imposible, y se llega a un conceso general sobre un margen de víctimas bastante amplio
que casi no parece una realidad estadística: en poco más de tres meses mueren entre 500
mil y un millón de ruandeses. Parece casi absurdo un margen tan grande, pero lo es aún
más la cantidad de víctimas, fuera la que fuera, en un margen de tiempo tan corto. Con
el tiempo se definiría una redonda cifra para los libros de historia: 800.000, arrojando en
los cálculos la realidad de 8.000 asesinatos por día. Por eso para el resto del mundo, un
mundo ya ampliamente globalizado y mediatizado, un mundo que en gran medida se
creía pacificado y asistía a los espectáculos televisados de la barbarie que ocurría solo
en su periferia, este horror se presenta como un espectáculo inverosímil. Pero para
quienes conocían la situación de Ruanda, para quienes realmente estaban al tanto de los
conflictos sociales y políticos de este país africano que llevaban casi medio siglo, y
habían sido azuzados por los irresponsables actos coloniales, algo así era incluso
previsible.

Por supuesto no fue un caso aislado. Un ciudadano promedio del primer mundo sabe lo
que pasa en África, al menos tiene una vaga noción: su situación geopolítica es
lamentable, está marcada por las guerras y la miseria, por una inestabilidad política que
cada vez parece más difícil de resolver. Hacer un rastreo histórico de los orígenes de
estos conflictos es bastante complejo y los factores que se despliegan tan numerosas que
es imposible determinar una causa predominante al horror vivido en el 94. Sin embargo,
la idea del exterminio racial fue el modelo interpretativo que se difundió por el mundo.
Por eso el relato de Ruanda, ese gran relato mediático apoyado por cientos de
fotografías y videos llenas de sangre, cuerpos desmembrados, cráneos lacerados, éxodos
interminables, campos de refugiados, contó que fue un genocidio por razones raciales,
que habían dos razas conviviendo en el país, los hutus y los tutsis, y que los primeros, la
mayoría, decidieron un día de abril exterminar de una vez por todas a las minoritarias
“cucarachas” tutsis. A la memoria histórica vinieron entonces otros casos de intentos de
exterminio total a razas minoritarias: los armenios, los judíos, los gitanos.

Hoy en día se sabe a ciencia cierta qué ocurrió, a pesar que exista un imaginario más
difundido donde sigue predominando la idea de esta confrontación racial. Hoy en día se
sabe que los hutus y los tutsis en términos biológicos no son razas diferenciadas, que
pertenecía a una comunidad llamada los banyaruanda que habían habitado por siglos el
montañoso territorio ruandés, el llamado Tíbet de África, en un aislamiento tan extremo,
que hasta la mitad del siglo XX desconocían que eran una colonia europea, más
sorprendente aún, que había existido el tráfico de esclavos desde muchos siglos atrás.
Hasta ese momento la comunidad banyaruanda tenía un sistema feudal primitivo, en
donde los tutsis eran los señores feudales, y la gran mayoría hutu eran sus vasallos. Así
pues, históricamente hablando, esta distinción no es racial, es de clases. Surge entonces
la pregunta de en qué momento se rompe este orden social y empieza una prolongada
época de conflicto que termina en un genocidio “racial”.

Este sistema de dominación opero por bastante tiempo, hasta que la explosión
demográfica trajo consigo el inicio del conflicto: como los tutsis era una minoría que
poseía la mayor parte del territorio, los hutus que ya empezaban a contarse por millones
se vieron hacinados en un espacio muy reducido. Vino entonces el descontento que
terminaría en una sublevación campesina en 1959 que invertiría el orden social: los
hutus se harían entonces al poder, relegando a los tutsi a la condición de dominados.
Esta es la situación cuando llega la independencia del país en 1.962, y es por esto que
los hutus se hacen cargo de la nueva república, en la cual se configuró una población
civil que sin embargo nunca pudo superar esta diferenciación de castas. Por un lado los
tutsis seguían aferrados a la idea de una futura liberación y recobrar el poder perdido, y
por otro los hutus cargaban un resentimiento histórico a la vez que el temor de la
amenaza latente. Pero más allá de estos imaginarios existía una causa aún más aciaga:
así como en su momento los hutus no contaban con las tierras necesarias, los tutsis
tampoco lo tuvieron después. Nunca se pudo llegar entonces a una solución pacífica de
esta situación, a una reforma agraria bajo marcos democráticos que permitiera
solucionar la raíz del problema.

Desde 1.959 hasta el genocidio de 1.994 lo que tenemos es una lucha constante e
ininterrumpida, marcada por la consolidación de esos dos mandos enemigos que
adquirirá la dimensión racial ya tan difundida. Es en vista de este antagonismo tan gran,
tan irreconciliable, que durante más de tres décadas las dos comunidades crearon un
fuerte imaginario como raza antepuesta a la otra. Llegado los noventa el remoto pasado
de un mismo pueblo se ha extinguido, y en medio de las matanzas constantes, de los
éxodos multitudinarios en los cuales se fermentan la idea de recuperar lo perdido en el
caso de los tutsis, o de acabar de una vez con la amenaza de los invasores del lado de los
hutus, se ha afianzado una identidad racial, el esquema binario de la guerra perpetuada
de las razas, que sigue operando bajo un la imagen democrática del poder central y la
oposición. En el país se consolida un sistema partidista, en el cual existe una facción
hutu moderada más cercana a una conciliación con los tutsis, y una extremista que
aboga por una solución violenta inmediata.

Es por eso que cuando después de morir el presidente Habyarimana en un atentado el 6


de abril de 1994, el cual pertenecía a la facción que pretendía realizar una coalición, el
llamado partido Frente Nacional, y sube al poder la facción más chovinista de los hutus,
el clan de la akazu, una extrema derecha que pretende declarar una guerra final a los
invasores tutsis, es que se desata el horror que el resto del mundo conoció. Y es en este
punto cuando el discurso de las razas es usado como arma ideológica para llevar a cabo
el deseado exterminio. Una vez en el poder los akazu a la cabeza de Agathe y sus
hermanos, pone en funcionamiento a sus ideólogos, un grupo de intelectuales y
científicos, profesores de la universidad de Batare. Este hecho lo resume en su texto
Conferencia sobre Ruanda el periodista polaco Rizard Kapuscinski. Dice:

Son ellos quienes formulan los principios de una ideología que justificará el
genocidio como la única salida, como el único medio de su propia
supervivencia. La teoría de Nahimana y de sus colegas proclama que los tutsi,
lisa y llanamente, pertenecen a una raza diferente, extraña. No son sino nilóticos
que llegaron a Ruanda desde alguna parte del Nilo, conquistaron a los nativos
de esta tierra, los hutus, y empezaron a explotarlos, esclavizarlos y corromperlos
por dentro (…) Los hutus han sido reducidos al papel de un pueblo conquistado,
que durante siglos ha vivido en medio de la miseria, el hambre y la humillación.
Pero el pueblo hutu tiene que recuperar su identidad y dignidad, y ocupar, como
igual, un lugar entre las demás naciones del mundo. ¿Qué es (se pregunta
Nahimana en sus decenas de discursos, artículos y folletos) lo que nos enseña la
Historia? Sus experiencias son terribles, nos llenan de desaliento y pesimismo.
Toda la historia de las relaciones entre hutus y tutsis no es más que una negra
cadena de incesantes pogromos y masacres (…) De modo que los científicos de
Butare ven como única salida la solución final: todo un pueblo tiene que
perecer, dejar de existir para siempre (Kapuscinski:1998,192).
El discurso de raza se articula, se adecua ideológicamente por medio de un trabajo de
intelectuales a una guerra promovida por el Estado (la estatización de la guerra). Es el
gobierno ruandés el que deliberadamente, por medios ideológicos efectivos, promueven
en el pueblo hutu una guerra racial, o más bien, un exterminio declarado abiertamente
bajo la justificación del discurso de raza. Lo particular del caso, es que si bien se puede
hablar de la estatización de la guerra, no fue el gobierno el que finalmente ejecutó este
exterminio en gran medida, sino la población civil. La gran arma estatal fue entonces
discursiva: por medio de diferentes medios, principalmente la Radio de las Mil Colinas (que
sería rebautizada como la Radio del Odio), se azuzó a la población hutu a convertirse en un
espontáneo grupo paramilitar. Llega entonces el momento del genocidio. El crecido ejército
ruandés apoyado por un grupo élite de la guardia presidencial es la fuerza estatal que como
tal sale a las calles con su moderno entrenamiento y armamento a perpetuar la masacre,
pero donde más énfasis se hace es en la población de campesinos, aldeanos, jóvenes
desempleados, estudiantes, oficinistas, armados primitivamente con machetes, cuchillos y
palos. Son finalmente estos los que llevan a cabo un exterminio hombre a hombre, movidos
por las ideas de reivindicación racial que exige el exterminio tutsi. Al respecto dice
Foucault en esta extensa cita:

En el continuum biológico de la especie humana, la aparición de las razas, su


distinción, su jerarquía, la calificación de algunas como buenas y otras, al
contrario, como inferiores, todo esto va a ser una manera de fragmentar el
campo de lo biológico que el poder tomó a su cargo; una manera de desfasar,
dentro de la población, a unos grupos con respecto a otros. En síntesis, de
establecer una cesura que será de tipo biológico dentro de un dominio que se
postula, precisamente, como dominio biológico. Esa cesura permitirá que el
poder trate a una población como una mezcla de razas o, más exactamente, que
subdivida la especie de la que se hizo cargo en subgrupos que serán,
precisamente, razas. Ésa es la primera función del racismo, fragmentar, hacer
cesuras dentro de ese continuum biológico que aborda el biopoder. (…) Pero el
racismo, justamente, pone en funcionamiento, en juego, esta relación de tipo
guerrero (si quieres vivir, es preciso que el otro muera) de una manera que es
completamente novedosa y decididamente compatible con el ejercicio del
biopoder. Por una parte, en efecto, el racismo permitirá establecer, entre mi vida
y la muerte del otro, una relación que no es militar y guerrera de enfrentamiento
sino de tipo biológico: (cuanto más tiendan a desaparecer las especies inferiores,
mayor cantidad de individuos anormales serán eliminados, menos degenerados
habrá con respecto a la especie y yo, no como individuo sino como especie, más
viviré, más fuerte y vigoroso seré y más podré proliferar). La muerte del otro no
es simplemente mi vida, considerada como mi seguridad personal; la muerte del
otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o el
anormal), es lo que va a hacer que la vida en general sea más sana; más sana y
más pura. Relación, por lo tanto, no militar, guerrera o política, sino biológica.
Y si ese mecanismo puede actuar, es porque los enemigos que interesa suprimir
no son los adversarios en el sentido político del término; son los peligros,
externos o internos, con respecto a la población y para la población. En otras
palabras, la muerte, el imperativo de muerte, sólo es admisible en el sistema de
biopoder si no tiende a la victoria sobre los adversarios políticos sino a la
eliminación del peligro biológico y al fortalecimiento, directamente ligado a esa
eliminación, de la especie misma o la raza. La raza, el racismo, son la condición
que hace aceptable dar muerte en una sociedad de normalización. Donde hay
una sociedad de normalización, donde existe un poder que es, al menos en toda
su superficie y en primera instancia, en primera línea, un biopoder, pues bien, el
racismo es indispensable como condición para poder dar muerte a alguien, para
poder dar muerte a los otros. En la medida en que el Estado funciona en la
modalidad del biopoder, su función mortífera sólo puede ser asegurada por el
racismo (Foucault:1976,230-232).

Logra entonces el gobierno su cometido: hacer partícipe a todo el pueblo hutu del
genocidio, lo cual será central a la hora de juzgar a los culpables de este hecho, y tratar
de llegar a un fin del conflicto. La forma como se dio este genocidio, todavía tan
reciente en la memoria colectiva, permite ver muchos de los puntos que había tocado
Foucault en sus lecciones. La historia del conflicto entre los hutus y tutsis reconoce la
manera en que se desarrolla un discurso de razas fundamentado en el odio y el
antagonismo que justifica a su vez una guerra perpetua que lleva más de medio siglo.
Pero lo realmente emblemático del caso Ruanda es el uso ideológico que se dio por
parte del poder centralizado. Porque fue bajo esta confrontación racial que los diferentes
gobiernos ejercieron el poder. Fueron décadas enteras de guerra continuada que servía
como base de la dominación de un pequeño clan que al tiempo que especulaba con el
odio colectivo, se convertían en ricos terratenientes así como acumuladores de un gran
capital que fueron sacando del país a bancos extranjeros. En el fondo fue una estrategia
de explotación de la cual también hicieron parte los colonizadores, los belgas y
franceses, que promovieron esta situación para conservar su influencia sobre el
territorio, valiéndose de un orden político a la cabeza de una reducida casta tiránica a su
servicio. Foucault, como ya se había dicho, identifica que la historia en principio se
regía bajo una concepción épica de las glorias que legitimaban la clase dominante, pero
que llega a un punto en que al concebir la guerra de las razas como motor histórico, que
justifica la guerra en un marco de derechos biológicos.

Esto que describe Foucault es exactamente la idea bajo la cual se fundamenta el


discurso racial de los científicos de Butare. La base “histórica”, “científica” de este
discurso ideológico es la reivindicación de una raza que ha sido injustamente dominada
por otra. De igual manera se recalcan los derechos raciales sobre el territorio, al decir
que lo tutsi no pertenecen a estas tierras y que se debe recobrar dicha tierra prometida.
Este grupo de intelectuales consolidan, en un caso evidente, la relación que ha tratado
de analizar Foucault entre la producción de verdad como base del ejercicio de poder
concebido en el acto de la guerra, donde el discurso en su dimensión de adoctrinamiento
permitió llevar a cabo el objetivo del exterminio de los tutsi. Porque el discurso racial
de los hutus fue una creación premeditada bajo supuestos parámetros científicos, bajo la
lógica de estos grandes discursos hegemónicos que fueron el apoyo ideológico para el
hecho fáctico del genocidio. El caso de Ruanda es entonces un caso moderno
emblemático de la forma en que operan los discursos raciales en función de legitimar
una guerra concebida como ejercicio de poder. Foucault dice:

La guerra. ¿Cómo se puede no sólo hacer la guerra a los adversarios sino


exponer a nuestros propios ciudadanos a ella, hacer que se maten por millones
(como pasó justamente desde el siglo XIX, desde su segunda mitad), si no es,
precisamente, activando el tema del racismo? En la guerra habrá, en lo sucesivo,
dos intereses: destruir no simplemente al adversario político sino a la raza rival,
esa [especie] de peligro biológico que representan, para la raza que somos,
quienes están frente a nosotros. Desde luego, en cierto modo no hay allí más
que una extrapolación biológica del tema del enemigo político. Pero, más aun,
la guerra —y esto es absolutamente nuevo— va a aparecer a fines del siglo XIX
como una manera no sólo de fortalecer la propia raza mediante la eliminación
de la raza rival (según los temas de la selección y la lucha por la vida), sino
también de regenerar la nuestra. Cuanto más numerosos sean los que mueran
entre nosotros, más pura será la raza a la que pertenecemos
(Foucault:1976,233).

BIBLIOGRAFÍA

FOUCAULT, Michel (1976). Defender la sociedad. México: Fondo de Cultura


Económica, 2000.
KAPUSCINSKI, Ryszard (1998). “Conferencia sobre Ruanda” en Ébano. Anagrama.
Barcelona, 2000.

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