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Cuerpos sin límites: somatización del deseo.

Alex Nichols Alzate Giraldo.

El problema del cuerpo en el psicoanálisis es un lugar privilegiado a la hora de realizar un


análisis de las reminiscencias físicas que el inconsciente perpetra sobre los sujetos. En la
posmodernidad, se asiste a la lectura de un cuerpo en donde son reconectadas las nociones
de deseo y materialidad, dotando al yo de una identidad que es definida en base a sus
relaciones corporales como un habitáculo de su identidad, soslayado por la realidad y en
donde permanece de manera sombría el inconsciente como experiencia soterrada y
represiva.

En el umbral de los valores más allá del placer aparece el cuerpo real, llamado el
cuerpo del goce, aquel será el terreno de ocupación del psicoanálisis. El cuerpo es un
desierto del goce, elemento paradójico, en tanto el goce absoluto aparece vedado para el
cuerpo que habla, es decir, aquel que ha sido atravesado por el lenguaje.

Todos los seres nacen como vivientes en tanto organismo el cual es luego
atravesado por el lenguaje como una interpretación de la necesidad. En el momento en el
que el viviente cae en el orden del lenguaje, el cuerpo adquiere una dimensión de imagen.
El cuerpo viviente comienza así su deslizamiento fragmentado dentro de las estelas del
lenguaje que lo superpone y sobrecoge. El cuerpo fragmentado es atravesado por los
paradigmas de la imagen y la visión del otro, dando una sensación de unidad, constitución
del yo como identidad medianamente unitaria.

En el sujeto hay siempre una lucha entre las satisfacciones del ello y la cultura como
prohibición. El ello busca satisfacción, dirigida a el otro (la cultura) a manera de agresión.
Las tres instancias, ello, yo, y superyó están contrapuestas con la realidad. Ahora bien, el yo
aparece como un desconocimiento de sí mismo dejando claro que en el sujeto no hay
universalidad, la pulsión debe entonces mimetizarse para ser continuada en la realidad.

El concepto Freudiano de pulsión subvierte las categorías de lo humano y funciona


como un empuje que busca la satisfacción. La libido es trasladada hacia el otro, en una
aproximación que aparece como sombra. El yo va entonces a constituirse mediante
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procesos de identificación. La fase del espejo muestra que todos los sujetos se toman a sí
mismos como imagen, tornando el yo en un reflejo del otro, un yo que es formado mediante
la experiencia de la agresión.

El cuerpo, bajo la experiencia psicoanalítica, se torna en un acontecimiento del


discurso que paralelamente funciona como residencia de los síntomas, fruto del
inconsciente o la experiencia de lo reprimido. El cuerpo humanizado, que no es
sencillamente el organismo animal, se comporta como una fabricación, un producto del
arte, posee una estética que lo muestra como un cuerpo que a pesar de que sea fragmentado
de sobrelleva sin límites. El cuerpo supone una asimilación de imágenes simbólicas del
ambiente, es domado por medio de la educación como una adoctrinación de las pulsiones o
una interpretación de las necesidades.

Con respecto al cuerpo adoctrinado por el lenguaje dice Colette Soler: “El cuerpo
civilizado, que puede comprobar cómo somos civilizados cada uno en su sitio, no encubre
al Otro. El cuerpo civilizado obedece al discurso…”. (89) Partiendo de lo anterior se da el
encuentro con un cuerpo cuyo goce es organizado por la máquina del lenguaje, un aparato
del lenguaje ordena el goce, entendido como todos los modos de satisfacción que uno
puede obtener en su cuerpo, a pesar de que hay satisfacciones que implican placer y otras
no. Todo discurso establece un orden entre los cuerpos, una limitación del goce, en palabras
freudianas una “represión”.

En consecuencia, y partiendo del entendimiento del cuerpo interconectado con el


goce, llevado todo ello por la implicación del organismo con el lenguaje, aparece
paralelamente el concepto de la Histeria. La palabra histeria deriva del griego “hyaterá”,
que significa útero, razón por la cual ha sido una condición atribuida al terreno de lo
femenino como el lugar principal de apropiación de esta desviación psíquica. Según Freud
la histeria es “una anomalía del sistema nervioso producida por un exceso de estímulo
dentro del órgano anímico, que se cura al variar la distribución de las excitaciones”. (Freud
ctd en Sopena).

Con el nombre de histeria se conoce desde la antigüedad la aparición de síntomas


objetivos importantes sin lesión que los justifique, por ejemplo, una parálisis sin lesión en
los nervios ni músculos, una ceguera sin anomalías en el ojo ni de los componentes del
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sistema óptico. En todos los ejemplos anteriores se da la interacción de una aparente


enfermedad orgánica, una reminiscencia en el cuerpo con una causa que es un conflicto
psicológico. El conflicto psíquico se convierte en un síntoma orgánico que lo simboliza,
dándose un daño en el cuerpo al cual no le es permitido el goce supremo.

La histérica es caracterizada bajo el rotulo de la agresividad y la teatralidad. El


síntoma es un opositor en la medida en que expresa un goce disidente el cual se hace
patente en el síntoma histérico de la somatización. En el proceso de somatización hay un
disfuncionamiento del cuerpo funcional, el cuerpo denominado “eficaz” y construido por
los cánones de la educación y la moral. Este cuerpo se encuentra fragmentado por una
erogenización fuera de lugar, la cual no ha sido reprimida totalmente por la educación. En
síntoma de la histérica es reflejado en el cuerpo, dada que la experiencia de la
erogenización no encuentra un buen lugar para situarse, al no encontrar un lugar perturba el
funcionamiento natural del cuerpo: una parálisis, una imposibilidad de tragar, aquí hay un
lazo entre política y síntoma. (Soler 95).

Para Freud la dimensión sintomática va a estar evidentemente conectada con un


elemento histórico contingente. La expresión de lo reprimido o inconsciente será
exacerbada en el cuerpo como el lugar privilegiado para la manifestación del trauma. El
trauma es un evento del goce que deja su marca en el cuerpo y que se manifiesta en dos
vías principales: la primera el evento del goce en sí mismo, la segunda la capacidad del
sujeto para soportar el trauma sin descargar síntomas somáticos en él. De este modo, el
cuerpo sintomático encuentra su situación en los eventos contingentes, es producido en
base a lo soterrado o reprimido dentro del sujeto fragmentado. El síntoma es una verdad de
goce visible.

La verdad se escribe en el cuerpo de los sujetos como un correlato de la dimensión


inconsciente de cada sujeto, con marcas particulares, letra de imprenta propia. El
nacimiento supone al individuo el tornarse en un efecto de la pérdida, el atravesamiento de
la cultura y el Otro, el lenguaje, lleva al viviente a atravesarse y fragmentarse de maneras
tanto conscientes como inconscientes.

Lo real es respondido en el cuerpo. La histeria supone un paso del lenguaje del


cuerpo a la encarnación del lenguaje. El funcionamiento psíquico de la histérica es descrito
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a la vez como expresión, defensa pulsional y como un modo de relación con la realidad, el
gran ataque histérico es una tempestad de movimientos con una teatralidad suprema,
comportándose de este modo como una performatividad.

La histeria se sitúa como una experiencia cercana a la pulsión y sus características


principales: es un ataque interno, manifestada en el cuerpo y que lleva como característica
medular el de no estar nunca satisfecha. Nos encontramos en el corazón de la emergencia
erótica, en el corazón de la organización edípica y de su destino, es decir, la represión. La
histeria aparece enraizada con la angustia como el afecto más importante para la teoría
psicoanalítica. Histeria y enfermedad psicosomática serán la misma cosa.

La crisis histérica reinterpreta mediante la experiencia depositada en el cuerpo, una


escena primaria encarnada, una reminiscencia histórica como fuente de lo represivo. El
trabajo de la histeria consiste en llevar a las dimensiones somáticas las experiencias de lo
reprimido que han sido depositadas en el sujeto. El sujeto debe utilizar su cuerpo y sus
reacciones afectivas para construir un campo de juego, constituyéndose como una
experiencia performativa, es decir, teatral.

La construcción del espacio es fundamental para la histérica: “Se trata de crear un


escenario para dramatizar, representar su angustia, exhibir y exacerbar sus afectos, provocar
y seducir al público para intentar evacuar o tratar la excitación pulsional que la invade
excesivamente”. (Schaeffer 119) La histérica construye todo un campo de juego, escenario
en que representará su angustia y su exceso de excitaciones y emociones, depositadas en su
cuerpo. Incluso su frigidez constituye una obediencia a la demanda de otro, deseo
inconmensurable o represión fortificada. Lo que ella inscribe en su cuerpo es la escisión, el
despedazamiento, la fragmentación de su yo.

Para realizar un juego concreto la histérica necesita tanto del cuerpo como de la
mirada del otro. La regresión formal muestra un organismo en estado de desamparo, de
impotencia, la paciente se impone bajo el papel de víctima, metiendo su pulsión en el otro
para volverlo responsable; mediante su teatralidad le hace sentir, padecer y hacerse cargo
del perjuicio que siente haber sufrido. Asiste de esta manera a una invasión por una
excitación inelaborable en su totalidad.
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La histeria se adueña de la experiencia corporal como lugar de la identificación con


la experiencia reprimida. Bajo relaciones de introyección y proyección, dada su
reminiscencia dramática, la histérica somatiza en su cuerpo sin límites aquello que le es
vedado a los límites de su yo. La duplicidad se evidencia bajo la cara de dos aspectos:
aquello que se escenifica y aquello que se oculta, fecundo para ser interpretado. La histeria
parte del juego constante de las representaciones, tomando incluso escenificaciones ya
montadas como, por ejemplo, las fantasías masculinas que conciernen a la feminidad. La
labor de la histérica reside en la provocación, mediante sus palabras, sus actitudes, su
somatización como reflejo de su propio inconsciente.

Así bien, la pregunta de la histeria recae en la pulsión de muerte como aquello que
no quiere saberse. “El mérito de la histérica, consiste en hacernos meter la nariz no en
nuestro semi-ángel, ni en nuestro semi-bestia, sino en nuestro ni-ángel, ni-bestia. La
histérica lo logra, con su cuerpo que habla, que grita”. (Israel 35) La lectura de la histeria
supone un retorno incluso hacia las dimensiones de la mismidad y las represiones propias.

El cuerpo en el que se despliegan los síntomas histéricos es otro muy distinto al del
cuerpo orgánico, cuerpo simbólico atravesado por el lenguaje como alumbramiento de la
experiencia reprimida. La histérica obliga al médico a realizar una nueva lectura de la
problemática del cuerpo como percepción de la instancia del yo y lo real, lectura apoyada
en lo físico o material, a manera de signos inscritos que deben interpretarse. La histérica
recorta su cuerpo, retuerce su yo tanto físico como psíquico en la búsqueda de ese Eros que
unifica las partes disociadas, porque Eros une, liga el conjunto mediante la reafirmación de
la vida como conservación de un sujeto, naturalmente fragmentado.

Referencias.

Israel, Lucien. El goce de la histérica. Buenos Aires: argonauta, 1986.

Schaefffer, Jacqueline. “La histeria: del lenguaje del cuerpo a la encarnación del lenguaje.
Revista de Psicoanálisis 22 (1995): 117-63.

Soler, Colette. Los ensamblajes del cuerpo. Medellín: Asociación Foros del campo
lacaniano Medellín, 2006.
Sopena, Carlos. “La realidad psíquica en los Estudios sobre la histeria”. Revista de
Psicoanálisis 22 (1995): 133-48.

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