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LA REFORMA Y LA CONTRAREFORMA
LA COMPAÑÍA DE JESUS
Los jesuitas han sido definidos secularmente como un ejército dispuesto al servicio del
papado, de la Contrarreforma y de la recatolización. Han sido vinculados desde la
propia Iglesia romana con la Monarquía Hispánica. Unos contactos que generaron
consecuencias militares o sirvieron para apoyar y legitimar distintas estrategias
militares, llevadas a cabo por los reyes españoles. Decir jesuita y hablar de política
parecía referirse a quienes eran los maestros de la intriga, siempre empleados en asuntos
diversos, nunca plenamente espirituales, y de los que podían sacar provecho y
beneficiarse. Al tópico del jesuitismo, o más bien del «antijesuitismo se añadía la del
religioso relajado, cortesano, mundano, comodón, vividor junto al poder, de mucha
comida y poca penitencia. Si además recurrimos al panorama internacional y
contemplamos, por ejemplo, desde finales del siglo XVI y en la orilla inglesa, la imagen
de un jesuita, rápidamente se relacionaba con el complot político y el intento de
eliminación del gobernante que no se plegaba a los supuestos objetivos de la Compañía.
Sin duda, una publicística muy bien trabada, pero no siempre acorde con la realidad
histórica. La Compañía de Jesús, fundada por el vasco Ignacio de Loyola y aprobada
por el papa Paulo III en 1540, a través de la bula «Regimini militantis Ecclesiae», tuvo
desde sus orígenes como finalidad esencial la «defensa y propagación de la fe»,
facilitando la extensión de la doctrina cristiana1. «El fin desta Compañía es, no
solamente attender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia
divina, más con la mesma, intensamente, procurar de ayudar a la salvación y perfección
de las de los próximos». Así encabezaba Ignacio de Loyola el Examen incluido en sus
Constituciones Tradicionalmente, la Compañía se ha convertido en la imagen de la
contrarreforma, el barroco y la Iglesia triunfante contra Lutero. Eran conocidos los
jesuitas como la «quitaesencia del espíritu católico»,
El ius gentium se fue diversificando. Francisco Suárez, que ya trabajaba con categorías
bien perfiladas, distinguía entre ius inter gentes e ius intra gentes. Mientras que el ius
inter gentes, que correspondería al derecho internacional moderno, era común a la
mayoría de países (por ser un derecho positivo, no natural, no tiene porqué ser
obligatorio a todos los pueblos), el ius intra gentes o derecho civil es específico de cada
nación.
Justificación de las guerras
Puesto que la guerra es uno de los peores males que puede sufrir el hombre, los
integrantes de la Escuela razonaron que no se puede recurrir a ella bajo cualquier
condición, sino sólo para evitar un mal mayor. Incluso es preferible un acuerdo regular,
aun siendo la parte poderosa, antes que comenzar una guerra. Ejemplos de guerra
justa son:
En defensa propia, siempre que tenga posibilidades de éxito. Si de antemano está
condenada al fracaso, dicha guerra sería un derramamiento inútil de sangre.
Guerra preventiva contra un tirano que está a punto de atacar.
Guerra de castigo contra un enemigo culpable.
Pero una guerra no sólo es lícita o ilícita por el motivo desencadenante, debe cumplir
toda una serie de requisitos adicionales:
Es necesario que la respuesta sea proporcional al mal, si se utiliza más violencia de la
estrictamente necesaria sería una guerra injusta.
El gobernante es el que debe declarar la guerra, pero su decisión no es causa suficiente
para comenzarla. Si la población se opone es ilícita. Por supuesto, si el gobernante
quiere emprender una guerra injusta, antes que eso es preferible deponerlo y juzgarlo.
Una vez la guerra ha comenzado no se puede hacer todo en ella, como atacar inocentes
o matar rehenes, hay límites morales a la actuación.
Es obligatorio apurar todas las opciones de diálogo y negociaciones antes de emprender
una guerra, sólo es lícita la guerra como último recurso.
Son injustas las guerras expansionistas, de pillaje, para convertir a infieles o paganos,
por la gloria, etc.
Conquista de América
En esta época de comienzo del colonialismo de la época Moderna, España fue la única
nación europea en la que un nutrido grupo de intelectuales se planteó la legitimidad de
una conquista en lugar de intentar justificarla por motivos tradicionales. Fue la conocida
como polémica de los justos títulos, uno de cuyos episodios fue la Junta de
Valladolid (1550-1551), famoso debate entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de
las Casas en el que participaron también varios discípulos de Vitoria, ya
muerto: Domingo de Soto y Melchor Cano (ambos de la Universidad de Salamanca)
y Bartolomé de Carranza (de la de Valladolid), todos ellos (al igual que Sepúlveda y Las
Casas) dominicos.
Francisco de Vitoria había comenzado su análisis de la conquista desechando los títulos
ilegítimos. Fue el primero que se atrevió a negar que la bulas de Alejandro
VI (conocidas en conjunto como las Bulas de donación) fuesen un título válido de
dominio de las tierras descubiertas. Tampoco eran aceptables el primado universal del
emperador, la autoridad del Papa (que carece de poder temporal) ni un sometimiento o
conversión obligatorios de los indios. No se les podía considerar pecadores o poco
inteligentes, sino que eran libres por naturaleza y dueños legítimos de sus propiedades.
Cuando los españoles llegaron a América no portaban ningún título legítimo para
ocupar aquellas tierras que ya tenían dueño.
Vitoria también analizó si existían motivos que justificarían algún tipo de dominio sobre
las tierras descubiertas. Encontró hasta ocho títulos legítimos de dominio. El primero
que señala, quizá el fundamental, está relacionado con la comunicación entre los
hombres, que constituyen en conjunto una sociedad universal. El ius peregrinandi et
degendi es el derecho de todo ser humano a viajar y comerciar por todos los rincones de
la tierra, independientemente de quién sea el gobernante o cuál sea la religión de cada
territorio. Por ello, si los indios no permitían el libre tránsito, los agredidos tenían
derecho a defenderse, y a quedarse con los territorios que obtuvieran en esa guerra.
El segundo título hace referencia a otro derecho cuya obstaculización también era una
causa de guerra justa. Los indios podían rechazar voluntariamente la conversión, pero
no impedir el derecho de los españoles a predicar, en cuyo caso la situación sería
análoga a la del primer título. Sin embargo Vitoria hace notar que aunque esto sea causa
de guerra justa, no necesariamente es conveniente que así ocurra por las muertes que
podría causar.
Los siguientes títulos, de mucha menor importancia, son: Si los soberanos paganos
fuerzan a los conversos a volver a la idolatría. Si hay un número suficiente de cristianos
conversos pueden recibir del Papa un gobernante cristiano. Si hay tiranía o daño hecho a
inocentes (sacrificios). Por causa de socios y amigos atacados, como los tlaxcaltecas,
aliados de los españoles pero sojuzgados, con otros muchos pueblos, por los aztecas.
El último título legítimo, aunque calificado por el propio Vitoria de dudoso, es la
carencia de leyes justas, magistrados, técnicas agrícolas, etc. En todo caso, siempre sería
con caridad cristiana y para utilidad de los indios.
Estos títulos legítimos e ilegítimos no agradaron al rey Carlos I ya que significaba que
España no tenía un derecho especial, por lo que intentó sin éxito que los teólogos
dejasen de expresar sus opiniones sobre estos temas.
Todo el mundo consideraba necesario, a finales del siglo XV y principios del XVI, la
convocatoria de un concilio que reformara la disciplina de la Iglesia. El V Concilio de
Letrán (1512-1517) fracasó en este sentido y concluyó sus deliberaciones antes de que
se plantearan las nuevas cuestiones suscitadas por Martín Lutero. Ya en 1518, el teólogo
alemán subrayó la necesidad de celebrar un concilio que afrontara las polémicas
surgidas. Aunque numerosos dirigentes respaldaron su petición, el Papa Clemente VII
temía que una reunión de este tipo pudiera favorecer la teoría que afirmaba que la
autoridad suprema de la Iglesia recaía en los concilios y no en el pontífice. Además, las
dificultades políticas que el luteranismo planteó al emperador Carlos V hicieron que
otros gobernantes, y de forma significativa el rey de Francia, Francisco I, se mostraran
reacios a apoyar cualquier acción que pudiera fortalecer el poder del emperador,
liberándole de estos conflictos.
Pablo III fue elegido Papa en 1534 debido, en parte, a su promesa de convocar un
concilio. Tras los fallidos intentos para que éste tuviera lugar en Mantua (1537) y
en Vicenza (1538), el Concilio inauguró sus sesiones en Trento el 13 de diciembre de
1545. Con escasa participación al principio, y nunca libre de obstáculos políticos,
aumentó de forma
FASES
En muchos aspectos, esta primera fase fue la que tuvo mayor alcance. Una vez
fijadas las numerosas cuestiones de procedimiento, fueron abordados los
principales temas doctrinales planteados por los protestantes. Uno de los
primeros decretos afirmaba que las Escrituras tenían que ser entendidas dentro
de la tradición de la Iglesia, lo que representaba un rechazo implícito del
principio protestante de `sólo Escrituras'. El largo y elaborado decreto sobre la
justificación condenaba el pelagianismo, doctrina herética a la que también era
contrario Lutero, aunque intentaba al mismo tiempo definir un papel para la
libertad humana en el proceso de la salvación. Esta sesión también se ocupó de
ciertas cuestiones disciplinarias, como la obligación de los obispos de residir en
las diócesis de las que fueran titulares.
2. SEGUNDA FASE (1551-1552)
Después de una interrupción, provocada por una profunda desavenencia política
entre Pablo III y Carlos V, la segunda fase del Concilio, convocada por el nuevo
Papa Julio III, centró su atención en el tema de los sacramentos. Esta sesión,
boicoteada por la legación francesa, fue continuada por algunos representantes
protestantes.
Estas dos sociedades perfectas (Iglesias y Estado), se diferencian netamente por sus
fines:
b) El Estado busca el bien común temporal, el cual no es sólo material sino también
espiritual.
Por derecho divino existen dos poderes diferentes en la tierra: el poder natural,
correspondiente a la autoridad civil y el poder sobrenatural de la Iglesia. "Dad, pues, al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt. 20, 21 y par.).
Ambos poderes son originarios e inderivables el uno del otro, y correspondientes al
orden natural y sobrenatural. Es doctrina de la Iglesia esta dualidad de poderes con su
ámbito propio: las doctrinas monistas son contrarias a la doctrina católica.
Interdependencia y colaboración
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado han de ser de unión y colaboración, actuando
cada uno en su propio orden, y a la vez de mutuo reconocimiento, particularmente en las
materias mixtas (porque afectan a los fines de ambas), como son la educación, el
matrimonio, etc.
El Estado, cumpliendo con su fin propio, debe ayudar a la Iglesia y colaborar con ella,
disponiendo los asuntos temporales con libertad de modo que puedan ser fácilmente
ordenados al fin sobrenatural. El Estado tiene no sólo un fin material sino también ético:
debe custodiar la ley natural. De esta manera, coopera, en su orden, a la salvación de las
almas.
La Iglesia no persigue fines temporales puesto que su fin es más alto, y a este fin se
ordena todo lo temporal. La Iglesia, cumpliendo su fin sobrenatural, presta un gran
servicio a la sociedad civil en lo que se refiere al bien temporal, pues impulsa y facilita a
los ciudadanos la práctica de todas las virtudes, con lo cual se asegura el respeto a las
leyes, el orden, la paz, la justicia, etc.