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LA REFORMA CATOLICA

LA REFORMA Y LA CONTRAREFORMA

ROLES DEL DEL PAPADO LOS HABSBURGO Y LA COMPAÑÍA DE JESUS

La misma Dinastía de los Habsburgo, que es coetánea a la historia de la Reforma


Protestante, y de la misma Contrarreforma, estaría compuesta por reyes que procederían
de otros países, con culturas muy diferentes a los territorios integrados en lo que hoy es
España. En Austria tendría una fuerte estabilidad. En España, poco antes de iniciarse la
Reforma Protestante, los «Reyes Católicos», Isabel I de Castilla y Fernando II de
Aragón, buscarían la unidad política en España, algo sumamente complicado, viendo
para ello una buena posibilidad en la religión Católica. Ésta, la Iglesia Católica, sería la
unidad común para Aragón y Castilla, que se componían de diferentes reinos; ésta, y la
institución de la “Santa Inquisición”, para erradicar todo lo que estorbara a esta unidad.
Así es que judíos y musulmanes eran, o bien obligados a convertirse, o bien expulsados.
La Santa Inquisición y la Iglesia Católica Romana, coexistirían con ese propósito
autoritario, e institucional de la unidad. Esto sería también una nota del proyecto
desestabilizador de la Reforma Protestante, conocido posteriormente como
«Contrarreforma». El mismo papa Alejandro VI les concedería, en 1496, este título de
«Reyes Católicos». En este contexto, y tras la muerte del yerno de los reyes católicos, ‒
Felipe el Hermoso, que sería el primer Habsburgo con título de rey en España, al
casarse con la hija de los «Reyes Católicos», Juana «La loca»‒, sería el Habsburgo,
Carlos I de España, y V de Alemania, quien asumiría el reino con diferentes anexiones,
llegando a ser Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
El poderoso Emperador Carlos V, fue un formidable estratega. De sus abuelos, los
«Reyes Católicos», habría aprendido la importancia de la religión para buscar alianzas y
mantener un imperio unido, que no olvidemos se llamaba «Sacro», y que también era
«Romano»: El Sacro Imperio Romano Germánico. El poder del Papa y el peso de la
Iglesia eran fundamentales. Actualmente los panteones y diferentes tumbas de estos
poderosos reyes, se encuentran bajo techo de la Iglesia Católica, como es el caso de los
Reyes Católicos en la Capilla Real de Granada, dependencia de la misma catedral de la
ciudad; o la de Carlos V y la de su hijo Felipe II en el Monasterio del Escorial, del que
hablaremos en otro apartado.
Es notable que las «dietas imperiales» estarían muy sujetas a la situación de poder en el
que se encontrara la Iglesia Católica. Carlos V, en la Dieta de Spira de 1526, fue
condescendiente para permitir que las cuestiones referentes a los protestantes se
esgrimieran en los mismos estados o ciudades según se viera oportuno, sin imposiciones
imperiales. Pero en la Dieta de Spira de 1529, la influencia del papado cambia, y las
prohibiciones imperiales surgen de nuevo, protestando una serie de príncipes luteranos,
de donde surgiría el apelativo de «protestantes». Esto ocurriría también en otros
momentos, como en las Dietas de Ratisbona de 1532 y 1541.
En el Museo del Prado, pasando el umbral de su puerta principal, podemos encontrar ‒
como si diera la bienvenida‒, una de las esculturas más conocidas de Carlos V, llamada
«Carlos V dominando al Furor» (1550-1553), conocida también como «Carlos V
dominando al Furor Protestante». Es una escultura de estilo manierista[3], estilo
intermedio entre el arte renacentista y barroco. Aquí, el escultor León Leoni representa
al emperador triunfal, con todos sus trofeos a sus pies, entre ellos «el furor» que
representa a los protestantes, entre otros. El taller de los Leoni, estaría al servicio de
estos monarcas, que desearon manifestar su estado idealizado, frente al cuerpo retorcido
del «furor» que parecía no inquietarles, pero, nada más lejos de la realidad. Este «furor»
parecía bien encadenado, pero no estaba muerto, y tornaría posteriormente en algo muy
diferente.
La fe no es de las instituciones aparte de las personas, o de los individuos. Es de forma
personal que el hombre necesita mostrar arrepentimiento y dar pasos de fe como acicate
para satisfacer la necesidad espiritual. Carlos I de España, no es que fuera una marioneta
en manos de instituciones religiosas; pero la presión, y el peso de las instituciones, y
sobre todo si estas estaban avaladas por tradiciones, siglos y el apoyo de muchos, tiene
un efecto muy convincente. El ser humano es proclive a proseguir los pasos de las
instituciones que infunden una forma de creer, sobre todo si además son autoritarias, e
imponen bajo amenazas, o bajo pena de muerte sus creencias.
Pasaron 500 años desde que, de una forma especial, la Reforma quiso romper con esta
fe artificiosa, e impuesta, que puede definir territorios y conductas, pero que no es sana,
y que inherentemente arrastra su propia condena a morir; que extorsiona, y crea un
clima de tensiones y de presiones innecesarias. El mismo movimiento protestante caería
en ciertos errores al respecto, supeditando a sus fieles a directrices rígidas, que no
pudieron prosperar, o que al menos, no hicieron que esto fuera determinante, escapando
de ello para seguir proclamando un mensaje que solamente puede ser efectivo desde una
perspectiva de libertad religiosa.

Después de medio milenio, España todavía tiene un comportamiento social, que


reproduce muchas de estas directrices del tiempo del autoritarismo de los Austrias. La
dictadura de Franco sería también un resorte para impulsar en estos modelos, nuevos
incentivos de sometimiento a un institucionalismo confesional. Este buscaba igualmente
una nación bajo una línea de pensamiento, bajo una autarquía también en las ideas y en
los sentimientos de fe. Se impuso así un Nacional-catolicismo. El mismo escudo de
España, durante el franquismo, retomaría símbolos de los Reyes Católicos, e incluso de
Carlos V. El tiempo pasado desde la dictadura que enarbolaba todas estas
remembranzas arcaicas, que quitan la libertad de creer y de pensar al individuo, para
dárselo a las instituciones, es más bien corto. Esto puede hacernos entender el motivo
por el que todavía, en lugares como España, existan trabas para vivir el evangelio de
forma libre. El pueblo protestante, heredero de la Reforma, así como ese nuevo pueblo
emergente que se establece por la misma obediencia a lo que se considera la Palabra de
Dios, la Biblia, no se deben amilanar por estas cortapisas sociales, que vienen dadas
desde tiempos remotos, y ha de seguir revindicando una libertad plena para vivir su fe, y
proclamarla.

LA COMPAÑÍA DE JESUS

Los jesuitas han sido definidos secularmente como un ejército dispuesto al servicio del
papado, de la Contrarreforma y de la recatolización. Han sido vinculados desde la
propia Iglesia romana con la Monarquía Hispánica. Unos contactos que generaron
consecuencias militares o sirvieron para apoyar y legitimar distintas estrategias
militares, llevadas a cabo por los reyes españoles. Decir jesuita y hablar de política
parecía referirse a quienes eran los maestros de la intriga, siempre empleados en asuntos
diversos, nunca plenamente espirituales, y de los que podían sacar provecho y
beneficiarse. Al tópico del jesuitismo, o más bien del «antijesuitismo se añadía la del
religioso relajado, cortesano, mundano, comodón, vividor junto al poder, de mucha
comida y poca penitencia. Si además recurrimos al panorama internacional y
contemplamos, por ejemplo, desde finales del siglo XVI y en la orilla inglesa, la imagen
de un jesuita, rápidamente se relacionaba con el complot político y el intento de
eliminación del gobernante que no se plegaba a los supuestos objetivos de la Compañía.
Sin duda, una publicística muy bien trabada, pero no siempre acorde con la realidad
histórica. La Compañía de Jesús, fundada por el vasco Ignacio de Loyola y aprobada
por el papa Paulo III en 1540, a través de la bula «Regimini militantis Ecclesiae», tuvo
desde sus orígenes como finalidad esencial la «defensa y propagación de la fe»,
facilitando la extensión de la doctrina cristiana1. «El fin desta Compañía es, no
solamente attender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia
divina, más con la mesma, intensamente, procurar de ayudar a la salvación y perfección
de las de los próximos». Así encabezaba Ignacio de Loyola el Examen incluido en sus
Constituciones Tradicionalmente, la Compañía se ha convertido en la imagen de la
contrarreforma, el barroco y la Iglesia triunfante contra Lutero. Eran conocidos los
jesuitas como la «quitaesencia del espíritu católico»,

Relacionando la repercusión que la asociación entre la Iglesia y el Estado había tenido


sobre el desarrollo de tales comportamientos6. Así, el ordenamiento religioso se unía al
político y social, uniformando las conductas, gracias a los rituales y símbolos que
servían para igualar al Estado y a la Iglesia. Todo ello sucedía en una sociedad
sacralizada donde el poder político y el religioso compartían objetivos y horizontes7.

A los jesuitas se los ha asociado en numerosas ocasiones con conceptos y términos


propios de la milicia. Conceptos que parecían contradecir algunas de las palabras de
Ignacio de Loyola, cuando en las Constituciones definía la Compañía de Jesús como
una «mínima Congregación», se designó a los jesuitas como «vanguardia de la iglesia
militante». Se los asimiló a «jenízaros o pretorianos de la Santa Sede». Pío VII, en la
bula de la Restauración en 1814, los llamó «remeros vigorosos y experimentados». Al
abate Coudrett, en un tono apologético, le recordaban al Antiguo Testamento: eran el
«carro de Israel o escuadrón de ángeles luminosos y ardientes». Muchas de las órdenes,
nacidas en el siglo XVI, que respondían al modelo de organización de clérigos
regulares, se titularon de forma similar, teniendo además un sentido de «reunión» de
socios. Eso sí, la Fórmula del Instituto hablaba de los que aceptaban la profesión en la
Compañía como de «soldados de Dios», que se ponían bajo la obediencia del romano
pontífice para su servicio. Así su estrategia, su consideración y, sobre todo, los autores
posteriores, fueron acercándola cada vez más al mundo de la milicia. Los jesuitas como
soldados, la Compañía como un ejército, su fundador como un Soldado con mayúsculas,
recordando su «trascendental» defensa del castillo de Pamplona, y su Capitán, Cristo.
Lo cierto es que, en sus éxitos, a los jesuitas les gustaba asemejarse a un ejército
victorioso que caminaba en el cortejo de una Iglesia triunfante: un cuerpo eficaz de
lucha contra la herejía.

ANTECEDENTES EN ESPAÑA O PREREFORMA


LA ESCUELA DE SALAMANCA Y LA SEGUNDA ESCOLASTICA

La expresión Escuela de Salamanca se utiliza de manera genérica para designar el


renacimiento del pensamiento en diversas áreas que llevó a cabo un importante grupo de
profesores universitarios españoles y portugueses, pero especialmente los teólogos, a
raíz de la labor intelectual y pedagógica de Francisco de Vitoria en la Universidad de
Salamanca. No cabe duda de que el influjo de la Escuela se debió sentir en otras
naciones, puesto que muchos de los componentes de la Escuela dieron clases en
universidades de fuera de España.
Se inscribe dentro del contexto más amplio del Siglo de Oro español, en el que no
solamente hubo una eclosión de las artes, también en Salamanca, donde floreció
la escuela literaria salmantina, sino también de las ciencias, que se manifiesta
especialmente en esta Escuela.
Además de que, por la evolución política posterior, en España no interesaba seguir por
los caminos marcados por los profesores de Salamanca, su reconocimiento internacional
ha sido muy tardío, pues las naciones protestantes (que son mayoría entre las que han
escrito la ciencia a partir del siglo XVIII) no debían sentirse cómodas reconociendo la
modernidad de unos teólogos que fueron punteros en el Concilio de Trento. Sin
embargo, poco a poco su labor se va rescatando del olvido y, por ejemplo, en los años
50 del siglo XX, Joseph Alois Schumpeter reivindicó la aportación de los salmantinos al
origen de la ciencia económica (en la corriente de pensamiento económico español que
se conoce con el nombre de arbitrismo).
Desde comienzos del siglo XVI las concepciones tradicionales del ser humano y su
relación con Dios y con el mundo se habían visto sacudidas por la aparición
del humanismo, por la reforma protestante y por los nuevos descubrimientos
geográficos y sus consecuencias. El advenimiento de la Edad Moderna supuso un
cambio importante en el concepto del hombre en sociedad. La Escuela de Salamanca
abordó estos problemas desde nuevos puntos de vista.
Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Alcalá, Martín de Azpilcueta (o
Azpilicueta), Tomás de Mercado o Francisco Suárez, todos
ellos iusnaturalistas y moralistas, son los fundadores de una escuela de teólogos y
juristas que realizó la tarea de reconciliar la doctrina tomista con el nuevo orden social y
económico.
Los temas de estudio se centraron principalmente en el hombre y sus problemas
prácticos (morales, económicos, jurídicos...), aunque no se trata ni mucho menos de una
doctrina única aceptada por todos, como lo prueban los desacuerdos o, incluso, las
agrias polémicas entre ellos, que demuestran la vitalidad intelectual de la Escuela.
Por la amplitud de temas tratados se ha planteado la conveniencia de distinguir dos
escuelas, la de los salmanticenses y la de los conimbricenses (de la Universidad de
Coimbra). La primera comenzaría con Francisco de Vitoria (h. 1483-1546), y llega a su
máximo esplendor con Domingo de Soto (1494-1560), todos ellos de la orden de
los dominicos. La escuela de los conimbricenses estaría formada por los jesuitas que,
desde finales del siglo XVI tomaron el relevo intelectual de los dominicos. Entre los
jesuitas encontramos nombres de la talla de Luis de Molina (1535-1600) y Francisco
Suárez (1548-1617).
En el Renacimiento la teología estaba en decadencia frente al pujante humanismo, con
la escolástica convertida en una metodología vacía y rutinaria. La universidad de
Salamanca representó, a partir de Francisco de Vitoria, un auge de la teología
especialmente como renacimiento del tomismo, que influyó en la vida cultural en
general y en otras universidades europeas. El aporte fundamental de la Escuela de
Salamanca a la teología quizá sea el acercamiento a los problemas de la sociedad, que
antes habían sido ignorados, además del estudio de cuestiones hasta entonces inéditas.
Por ello a veces se utilizaba el término teología positiva para destacar su carácter
práctico frente a la teología escolástica.

FRANCISCO DE VITORIA LA LEGITIMIDAD NATUTAL DEL ESTADO EL


DERECHO INTERNACIONAL Y LA CUESTION DE LOS TITULOS DE LA
CONQUISTA DE AMERICA

Francisco de Vitoria nacido en Burgos el 12 de agosto de 1486, de una familia


procedente de Vitoria2 ingresó en la Orden de Predicadores en 1504, que ejerció gran
influencia en su época y en años posteriores. Recibió desde niño una buena formación
humanística.
La dignidad y los problemas morales de la condición humana fueron el eje en torno al
que se desarrolló su obra. Fue especialmente influyente por sus aportaciones al derecho,
aunque también tuvieron gran repercusión sus estudios sobre teología y sobre aspectos
morales de la economía. No escribió personalmente todas sus obras, sino que han
llegado recogidas por sus alumnos o por secretarios a partir de
sus lecciones y relecciones (repeticiones que resumían al final del curso las lecciones
del año). Sus enseñanzas y métodos pedagógicos dieron su fruto en forma de numerosos
teólogos, juristas y universitarios a los que bien enseñó directamente o bien se vieron
influidos por sus teorías como Melchor Cano, Domingo Báñez, Domingo de
Soto, Francisco Suárez, entre otros, formando la llamada Escuela de Salamanca. Fue
enviado a París, donde estudió artes y teología. Regresó a España en 1523 como
profesor de teología en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, hasta que
en 1526 obtuvo la cátedra de teología de la Universidad de Salamanca. Introdujo
la Summa Theologiae de Tomás de Aquino como el libro de texto básico en teología.
Puesto que ya en aquel entonces Salamanca era una de las universidades más
prestigiosas de España y Europa, el tomismo fue pronto adoptado por otras,
difundiéndose el realismo aristotélicotomista. Francisco de Vitoria fue quizá el primero
en desarrollar una teoría sobre el ius gentium ('derecho de gentes') que sin lugar a dudas
puede calificarse de moderna.

Extrapoló sus ideas de un poder soberano legítimo sobre la sociedad al ámbito


internacional, concluyendo que éste ámbito también debe regirse por unas normas justas
y respetuosas con los derechos de todos. El bien común del orbe es de categoría
superior al bien de cada estado. Esto significó que las relaciones entre estados debían
pasar de estar justificadas por la fuerza a estar justificadas por el derecho y la justicia.
Algunos historiadores han contradicho la versión tradicional de los orígenes del derecho
internacional, que destaca la influencia de De jure belli ac pacis de Hugo Grocio, y
proponen a Vitoria y, más tarde, a Suárez como precursores y, potencialmente,
fundadores del campo. Otros, han argüido que ninguno de estos pensadores humanistas
ni escolásticos fundaron el derecho internacional en el sentido moderno poniendo, en
cambio, los orígenes en la época posterior a 1870.

El ius gentium se fue diversificando. Francisco Suárez, que ya trabajaba con categorías
bien perfiladas, distinguía entre ius inter gentes e ius intra gentes. Mientras que el ius
inter gentes, que correspondería al derecho internacional moderno, era común a la
mayoría de países (por ser un derecho positivo, no natural, no tiene porqué ser
obligatorio a todos los pueblos), el ius intra gentes o derecho civil es específico de cada
nación.
Justificación de las guerras
Puesto que la guerra es uno de los peores males que puede sufrir el hombre, los
integrantes de la Escuela razonaron que no se puede recurrir a ella bajo cualquier
condición, sino sólo para evitar un mal mayor. Incluso es preferible un acuerdo regular,
aun siendo la parte poderosa, antes que comenzar una guerra. Ejemplos de guerra
justa son:
En defensa propia, siempre que tenga posibilidades de éxito. Si de antemano está
condenada al fracaso, dicha guerra sería un derramamiento inútil de sangre.
Guerra preventiva contra un tirano que está a punto de atacar.
Guerra de castigo contra un enemigo culpable.
Pero una guerra no sólo es lícita o ilícita por el motivo desencadenante, debe cumplir
toda una serie de requisitos adicionales:
Es necesario que la respuesta sea proporcional al mal, si se utiliza más violencia de la
estrictamente necesaria sería una guerra injusta.
El gobernante es el que debe declarar la guerra, pero su decisión no es causa suficiente
para comenzarla. Si la población se opone es ilícita. Por supuesto, si el gobernante
quiere emprender una guerra injusta, antes que eso es preferible deponerlo y juzgarlo.
Una vez la guerra ha comenzado no se puede hacer todo en ella, como atacar inocentes
o matar rehenes, hay límites morales a la actuación.
Es obligatorio apurar todas las opciones de diálogo y negociaciones antes de emprender
una guerra, sólo es lícita la guerra como último recurso.
Son injustas las guerras expansionistas, de pillaje, para convertir a infieles o paganos,
por la gloria, etc.
Conquista de América
En esta época de comienzo del colonialismo de la época Moderna, España fue la única
nación europea en la que un nutrido grupo de intelectuales se planteó la legitimidad de
una conquista en lugar de intentar justificarla por motivos tradicionales. Fue la conocida
como polémica de los justos títulos, uno de cuyos episodios fue la Junta de
Valladolid (1550-1551), famoso debate entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de
las Casas en el que participaron también varios discípulos de Vitoria, ya
muerto: Domingo de Soto y Melchor Cano (ambos de la Universidad de Salamanca)
y Bartolomé de Carranza (de la de Valladolid), todos ellos (al igual que Sepúlveda y Las
Casas) dominicos.
Francisco de Vitoria había comenzado su análisis de la conquista desechando los títulos
ilegítimos. Fue el primero que se atrevió a negar que la bulas de Alejandro
VI (conocidas en conjunto como las Bulas de donación) fuesen un título válido de
dominio de las tierras descubiertas. Tampoco eran aceptables el primado universal del
emperador, la autoridad del Papa (que carece de poder temporal) ni un sometimiento o
conversión obligatorios de los indios. No se les podía considerar pecadores o poco
inteligentes, sino que eran libres por naturaleza y dueños legítimos de sus propiedades.
Cuando los españoles llegaron a América no portaban ningún título legítimo para
ocupar aquellas tierras que ya tenían dueño.
Vitoria también analizó si existían motivos que justificarían algún tipo de dominio sobre
las tierras descubiertas. Encontró hasta ocho títulos legítimos de dominio. El primero
que señala, quizá el fundamental, está relacionado con la comunicación entre los
hombres, que constituyen en conjunto una sociedad universal. El ius peregrinandi et
degendi es el derecho de todo ser humano a viajar y comerciar por todos los rincones de
la tierra, independientemente de quién sea el gobernante o cuál sea la religión de cada
territorio. Por ello, si los indios no permitían el libre tránsito, los agredidos tenían
derecho a defenderse, y a quedarse con los territorios que obtuvieran en esa guerra.
El segundo título hace referencia a otro derecho cuya obstaculización también era una
causa de guerra justa. Los indios podían rechazar voluntariamente la conversión, pero
no impedir el derecho de los españoles a predicar, en cuyo caso la situación sería
análoga a la del primer título. Sin embargo Vitoria hace notar que aunque esto sea causa
de guerra justa, no necesariamente es conveniente que así ocurra por las muertes que
podría causar.

Los siguientes títulos, de mucha menor importancia, son: Si los soberanos paganos
fuerzan a los conversos a volver a la idolatría. Si hay un número suficiente de cristianos
conversos pueden recibir del Papa un gobernante cristiano. Si hay tiranía o daño hecho a
inocentes (sacrificios). Por causa de socios y amigos atacados, como los tlaxcaltecas,
aliados de los españoles pero sojuzgados, con otros muchos pueblos, por los aztecas.
El último título legítimo, aunque calificado por el propio Vitoria de dudoso, es la
carencia de leyes justas, magistrados, técnicas agrícolas, etc. En todo caso, siempre sería
con caridad cristiana y para utilidad de los indios.

Estos títulos legítimos e ilegítimos no agradaron al rey Carlos I ya que significaba que
España no tenía un derecho especial, por lo que intentó sin éxito que los teólogos
dejasen de expresar sus opiniones sobre estos temas.

LACOMPAÑIA DE JESUS Y EL CONCILIO DE TRENTO

Concilio de Trento, decimonoveno concilio ecuménico de la Iglesia católica apostólica


romana, que tuvo lugar, a lo largo de tres etapas, entre 1545 y 1563. Convocado con la
intención de responder a la Reforma protestante, supuso una reorientación general de la
Iglesia y definió con precisión sus dogmas esenciales. Los decretos del Concilio,
confirmados por el Papa Pío IV el 26 de enero de 1564, fijaron los modelos de fe y las
prácticas de la Iglesia hasta mediados del siglo XX.

Todo el mundo consideraba necesario, a finales del siglo XV y principios del XVI, la
convocatoria de un concilio que reformara la disciplina de la Iglesia. El V Concilio de
Letrán (1512-1517) fracasó en este sentido y concluyó sus deliberaciones antes de que
se plantearan las nuevas cuestiones suscitadas por Martín Lutero. Ya en 1518, el teólogo
alemán subrayó la necesidad de celebrar un concilio que afrontara las polémicas
surgidas. Aunque numerosos dirigentes respaldaron su petición, el Papa Clemente VII
temía que una reunión de este tipo pudiera favorecer la teoría que afirmaba que la
autoridad suprema de la Iglesia recaía en los concilios y no en el pontífice. Además, las
dificultades políticas que el luteranismo planteó al emperador Carlos V hicieron que
otros gobernantes, y de forma significativa el rey de Francia, Francisco I, se mostraran
reacios a apoyar cualquier acción que pudiera fortalecer el poder del emperador,
liberándole de estos conflictos.

Pablo III fue elegido Papa en 1534 debido, en parte, a su promesa de convocar un
concilio. Tras los fallidos intentos para que éste tuviera lugar en Mantua (1537) y
en Vicenza (1538), el Concilio inauguró sus sesiones en Trento el 13 de diciembre de
1545. Con escasa participación al principio, y nunca libre de obstáculos políticos,
aumentó de forma

progresiva el número de asistentes y su prestigio a lo largo de las tres fases en que se


desarrolló.

FASES

1. PRIMERA FASE (1545-1547)

En muchos aspectos, esta primera fase fue la que tuvo mayor alcance. Una vez
fijadas las numerosas cuestiones de procedimiento, fueron abordados los
principales temas doctrinales planteados por los protestantes. Uno de los
primeros decretos afirmaba que las Escrituras tenían que ser entendidas dentro
de la tradición de la Iglesia, lo que representaba un rechazo implícito del
principio protestante de `sólo Escrituras'. El largo y elaborado decreto sobre la
justificación condenaba el pelagianismo, doctrina herética a la que también era
contrario Lutero, aunque intentaba al mismo tiempo definir un papel para la
libertad humana en el proceso de la salvación. Esta sesión también se ocupó de
ciertas cuestiones disciplinarias, como la obligación de los obispos de residir en
las diócesis de las que fueran titulares.
2. SEGUNDA FASE (1551-1552)
Después de una interrupción, provocada por una profunda desavenencia política
entre Pablo III y Carlos V, la segunda fase del Concilio, convocada por el nuevo
Papa Julio III, centró su atención en el tema de los sacramentos. Esta sesión,
boicoteada por la legación francesa, fue continuada por algunos representantes
protestantes.

3. TERCERA FASE (1561-1563)

Debido a una declaración de guerra, el Concilio permaneció suspendido durante


la parte final del pontificado de Julio III, así como en los años que Marcelo II y
Pablo IV ocuparon el solio pontificio. Fue Pío IV quien renovó su convocatoria
en 1561, cuando en España reinaba ya Felipe II, para afrontar la que sería su fase
final. En las deliberaciones de esta su última etapa se impusieron las cuestiones
disciplinarias, para hacer hincapié en el problema pendiente de la residencia
episcopal, considerado por todas las partes clave para la auténtica aplicación de
una reforma eclesiástica. El hábil legado pontificio Giovanni Morone armonizó
posturas opuestas y logró clausurar el Concilio. En 1564 Pío IV publicó
la Profesión de la fe tridentina (por Tridentum, el antiguo nombre romano de
Trento), resumiendo los decretos doctrinales del Concilio. Sin embargo, a pesar
de su duración, el Concilio nunca se ocupó del papel del pontificado en la
Iglesia, un tema planteado repetidas veces por los protestantes. Entre los muchos
teólogos que participaron en sus sesiones, Reginald Pole, Diego Laínez, Melchor
Cano, Domingo de Soto y Girolamo Seripando, fueron los que desarrollaron una
actividad más intensa en los debates. También fue muy importante la actuación
desarrollada por los miembros de la Compañía de Jesús.

SIGNIFICADO DEL CONCILIO DE TRENTO

El Concilio de Trento definió algunos dogmas incontestables: el hombre tiene libre


albedrío e inclinación natural al bien; la fe se obtiene a través de las Sagradas Escrituras
y se complementa con la tradición de la Iglesia, establecida por textos de Padres y
Doctores de la Iglesia y concilios; la misa es un sacrificio y una acción de gracias; la
eucaristía supone una transubstanciación real; la Iglesia es el instrumento querido por
Dios, guiada por el Espíritu Santo es santa, católica, romana y apostólica. También
fueron acordados principios de procedimiento y disciplina: residencia episcopal;
obediencia del obispo al papa (pero reconociéndose las excepciones de los estados con
regio patronato, como España y Francia); condiciones del reclutamiento sacerdotal
(edad, ciencia adquirida, independencia material, además de establecerse la creación de
seminarios episcopales para la formación sacerdotal); invitación a las órdenes religiosas
para observar sus reglas fundacionales.

Además de la resolución de cuestiones doctrinales, teológicas y disciplinarias


fundamentales para los católicos romanos, el Concilio también impartió entre sus
dirigentes un sentido de cohesión y dirección que se convirtió en un elemento esencial
para la revitalización de la Iglesia durante la Contrarreforma. Los historiadores actuales
opinan que las decisiones conciliares fueron interpretadas y aplicadas en un sentido más
estricto del que pretendieron sus participantes, y algunos creen que tuvo menos
importancia en el resurgimiento del catolicismo romano que otros factores. No obstante,
la designación de `era tridentina' para los siglos comprendidos entre Trento y el
Concilio Vaticano II, refleja la decisiva trascendencia que tuvo el Concilio en la Iglesia
católica moderna.

LA SEGUNDA ESCOLASTICA ESCRITORES DE LA COMPAÑÍA DE JESUS


LA POTESTAD INDIRECTA

Todavía, sin embargo, tendrá el escolasticismo una renovación de


carácter renacentista que surgirá en los siglos XV y XVI con España como centro
principal, y la cual estará particularmente asociada a las órdenes dominica y jesuita.4
Este escolasticismo tardío tendrá en el jesuita español Francisco Suárez (1548-1617)
uno de sus máximos exponentes. En la obra más importante de éste, las Disputaciones
metafísicas (1597), escrita en latín, se resume y moderniza toda la tradición escolástica
anterior y se sientan las bases del iusnaturalismo o derecho natural de Hugo Grocio. Su
obra, fecunda en inspiraciones ulteriores, fue muy influyente a lo largo del siglo XVII y
XVIII y todavía se pueden encontrar ecos de ella en Hegel e incluso en Heidegger. Si
bien continúa la tradición aristotélica de la filosofía española, añade elementos
del nominalismo.
Así, para Suárez la distinción entre esencia y existencia es solamente una distinción de
razón y de hecho cada existencia tiene su propia esencia. Sólo Dios, en tanto que ser en
sí, es capaz de percibir la distinción en el ser en otro, es decir, las criaturas.
El cógito de René Descartes surge de la noción suareciana de sustancia espiritual
creada, que razona por intuición. También la mónada de Gottfried Leibniz (1646-1716)
proviene de esta noción. La distinción entre esencia y existencia como distinción de
razón (el concepto de sustancia de Baruch Spinoza) también tiene su origen en la
filosofía de Suárez, y el sujeto trascendental de Kant se inspira en la noción de analogía
de atribución manejada en esta tradición escolástica.

DOCTRINA SOBRE LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO

El orden natural y el orden sobrenatural

La doctrina sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, tiene su fundamento en la


distinción y unión real entre el orden natural y el orden sobrenatural.

Estas dos sociedades perfectas (Iglesias y Estado), se diferencian netamente por sus
fines:

a) La Iglesia procura el bien común sobrenatural y la salvación de las almas.

b) El Estado busca el bien común temporal, el cual no es sólo material sino también
espiritual.

Por derecho divino existen dos poderes diferentes en la tierra: el poder natural,
correspondiente a la autoridad civil y el poder sobrenatural de la Iglesia. "Dad, pues, al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt. 20, 21 y par.).
Ambos poderes son originarios e inderivables el uno del otro, y correspondientes al
orden natural y sobrenatural. Es doctrina de la Iglesia esta dualidad de poderes con su
ámbito propio: las doctrinas monistas son contrarias a la doctrina católica.

Interdependencia y colaboración

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado han de ser de unión y colaboración, actuando
cada uno en su propio orden, y a la vez de mutuo reconocimiento, particularmente en las
materias mixtas (porque afectan a los fines de ambas), como son la educación, el
matrimonio, etc.

El Estado, cumpliendo con su fin propio, debe ayudar a la Iglesia y colaborar con ella,
disponiendo los asuntos temporales con libertad de modo que puedan ser fácilmente
ordenados al fin sobrenatural. El Estado tiene no sólo un fin material sino también ético:
debe custodiar la ley natural. De esta manera, coopera, en su orden, a la salvación de las
almas.

La Iglesia no persigue fines temporales puesto que su fin es más alto, y a este fin se
ordena todo lo temporal. La Iglesia, cumpliendo su fin sobrenatural, presta un gran
servicio a la sociedad civil en lo que se refiere al bien temporal, pues impulsa y facilita a
los ciudadanos la práctica de todas las virtudes, con lo cual se asegura el respeto a las
leyes, el orden, la paz, la justicia, etc.

Potestad de la Iglesia en asuntos temporales

La Iglesia goza de una potestad indirecta en el orden temporal, en cuanto que es de su


competencia declarar la ley natural y protegerla, puesto que el fin natural se ordena al
sobrenatural.

Esta potestad la ejerce mediante declaraciones, prohibiciones, sanciones en cuanto a


realidades o situaciones que se opongan a la moral natural: por ejemplo a través de la
prohibición de votar en favor de partidos políticos que se oponen a la ley natural.

"La comunidad política v la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su


Propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la
vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor
eficiencia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas,
habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita
al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene
íntegramente su vocación eterna. ( ... ) Es de justicia que pueda la Iglesia en todo
momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina
social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral,
incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y sólo aquellos
medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de
tiempos y situaciones" (Conc. Vaticano II, Const. Gaudiumet Spes, n. 76).
Por tanto, la Iglesia tiene el derecho y el deber de intervenir, incluso de modo autoritario
-dando criterios de acción a los católicos-, en cuestiones de orden temporal, cuando lo
amerita una causa justa y grave, esto es, cuando estén en grave peligro los derechos de
Dios o de la Iglesia, y la salvación de las almas.

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