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Héctor Vera y Virginia García Acosta (coordinadores), Metros, leguas y... http://nuevomundo.revues.

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Reseñas y ensayos historiográficos | 2012


Présentations croisées : Héctor Vera y Virginia García Acosta (coords), Metros, leguas y mecates. Historia de los
sistemas de medición en México, México, CIESAS-CIDESI, 2011, 282 p. et Danièle Dehouve, L’imaginaire des
nombres chez les anciens Mexicains, Rennes, PUR, 2011, 283 p

ROGELIO ALTEZ

Héctor Vera y Virginia García


Acosta (coordinadores), Metros,
leguas y mecates. Historia de los
sistemas de medición en México,
Publicaciones de la Casa Chata,
CIESAS-CIDESI, México, 2011,
282 p.
[30/01/2012]

Texto | Notas | Cita | Autor

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Héctor Vera y Virginia García Acosta (coordinadores), Metros, leguas y... http://nuevomundo.revues.org/62633

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1 El libro coordinado por Héctor Vera y Virginia García Acosta es una obra que hace
evidente la urgencia de replicar su experiencia en toda Iberoamérica, especialmente por
la necesidad de conocer las similitudes y heterogeneidades sobre el proceso de
sustitución, desaparición, transformación y adaptación de los sistemas de medidas
prehispánicos, coloniales y modernos, dentro de los procesos históricos propios de las
naciones americanas. A la vuelta de su lectura, se levanta como una necesidad el
objetivo de conocer y comprender este proceso en particular, dentro de los procesos
nacionales de cada república luego de sus independencias y construcciones
institucionales, dominio y concentración territorial en torno a un Estado, participación
en las redes comerciales y los mercados internacionales, y especialmente en cuanto a los
procesos subjetivos y simbólicos de penetración y articulación con la modernidad.
2 En un mirada en sobrevuelo, el libro parece un homenaje al historiador Witold Kula,
visitado ampliamente en su obra por todos los autores, y citado a lo largo y ancho de
este trabajo. La impronta del materialista polaco en los razonamientos y conclusiones
de los investigadores no se esconde y, antes bien, representa un punto de partida
analítico convergente que indujo, con o sin intención, a una revisión honda y amplia de
la historia de la medición en México, como reza su subtítulo.
3 Algunas de las preguntas observadas en el libro funcionan como derroteros
hermenéuticos, como por ejemplo, la que se hace Jean-Claude Hocquet (en la página
23), cuando señala con mordacidad: “¿quién usaba las medidas y con qué propósito?”; o
bien la formulada por Barbara Williams y Carmen Jorge y Jorge: “¿qué pudo haber
promovido el desarrollo del concepto de área entre los acolhuas?” (p. 63).
4 En este sentido parece pertinente, desde una perspectiva antropológica, preguntarse
¿por qué se desarrolla la medida de la realidad?, parafraseando al libro de Alfred W.
Crosby[1], y luego preguntarse ¿por qué ciertos tipos, formas o sistemas de medidas en
particular?
5 La respuesta, sin duda, conduce a comprender las heterogeneidades de los procesos
culturales y sus resultados particulares; pero también conduce a comprender los
procesos históricos en general y en particular, así como sus “conexiones”, en términos
de Eric Wolf,[2] y sus resultados en los planos concreto y simbólico.
6 La afirmación de Teresa Rojas en la p. 31 (“Medir y contar son verbos distintos…”),
abre asimismo uno de esos derroteros interpretativos con los cuales es posible
contemplar el libro como una obra que introduce al investigador en un terreno analítico
fundamental para comprender, como se señaló, a esos procesos históricos con
incidencias directas en el mundo de lo concreto y en el mundo de lo simbólico.
7 No sólo son “verbos” (y con ello siempre se está haciendo referencia a procesos
lingüísticos que son, al mismo tiempo, procesos cognitivos, y por consiguiente,
culturales), sino formas de abordar, construir e interpretar la realidad.
8 De allí que, por ejemplo, cuando se hace mención a “sistemas de medición o
cuantificación” (medir o contar), se hace referencia a formas de objetivar la realidad;

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es decir, recursos mentales o cognitivos a través de los cuales las culturas dan cuenta de
sus estrategias interpretativas y de su posicionamiento como sociedades en un medio
ambiente, o bien en relación con uno o varios medios ambientes.
9 Esto es variable a través del tiempo, lo cual indica que es históricamente variable. De
esta manera, es posible comprender que esos procesos culturales (cognitivos,
objetivadores, interpretativos), también son procesos sociales, algo que, sin duda,
señala que tales procesos se dan hacia dentro (en la propia sociedad) y hacia fuera (en
relación con otras sociedades). No es posible asumir que los procesos culturales han
existido de manera aislada de los procesos históricos y sociales. Los procesos de
objetivación de la realidad (esto es: procesos de culturalización), son procesos que
producen tipos de información que se interponen entre los individuos (que no existen
sino en sociedad) y esa realidad. Estos tipos de información conducen a formas de
clasificar, ordenar, organizar y, en todo caso, comprender.
10 Los sistemas de medición son sistemas de clasificación: y con ello, en sus
particularidades y diferencias, dan cuenta de las culturas observadas a través de esos
sistemas. Esas particularidades parecen estar definidas (y en eso el libro es una fuente
inagotable de ejemplos al respecto), por los procesos objetivos que cada cultura
despliega en su devenir histórico. Es posible advertir, en este y en todos los casos, cómo
los procesos materiales determinan a los procesos objetivos (desde las condiciones
ambientales en las que se asienta una sociedad, hasta los recursos de explotación que se
desarrollan a lo largo del tiempo), y cómo, asimismo, los procesos objetivos organizan a
los procesos materiales. No se trata de un movimiento circular ni de una fuerza
mecánica, sino de procesos dialécticos que al fin y al cabo son los procesos culturales
mismos.
11 Con esta perspectiva es posible comprender, igualmente (quizás en respuesta a lo
planteado por Serge Gruzinski en este libro), que las formas de abstracción de la
realidad desplegadas por una cultura o sociedad en particular, han de encontrarse
siempre articuladas con, por y desde procesos históricos concretos, más allá de
observarles como justos o injustos, pues ello es (también) históricamente relativo,
siempre. Esto es lo que permite observar, especialmente, que ciertos procesos de
dominación y explotación (presentes a lo largo de toda la existencia humana), conducen
a construir, sustituir, reproducir, o transformar[3] esas formas de abstracción a lo largo
del tiempo. Quizás allí sea posible observar una de las claves de la naturaleza dinámica
de la Cultura, en tanto que proceso humano.
12 Siguiendo a Héctor Vera (p. 196), y en total concordancia con lo que aquí se plantea,
“Las pesas y medidas no sólo son estándares materiales, también son aparatos
cognitivos y entes simbólicos que son caros para quienes las usan, y no es raro que las
defiendan cuando las vean amenazadas.” En su retomar a Witold Kula, Vera asegura
que las “personas le dan significado” a las medidas, pues forman parte de “las prácticas
y relaciones sociales”, en tanto que sistemas de medición.
13 En complemento con esto, esos “significados” otorgados a las medidas, existen en
“determinado contexto social y económico” que le da “sentido” a esas medidas, y que
operan como un “reflejo” de dicho contexto, tal como se colige y se extrae de lo señalado
por Virginia García Acosta en la página 79. “Significado” y “sentido” siempre se hallan
contextualmente determinados, y esto supone una determinación histórica, igualmente.
14 Tal deducción conduce a pensar en lo que Max Weber planteó, muy temprano en la
historia de la sociología, acerca de las relaciones sociales: en tanto que relaciones,
siempre poseen contenido. A partir de Kula, y sin duda también de Vera y García
Acosta, es posible comprender que las medidas y los sistemas de medición son,
también, relaciones sociales, cuyo contenido da cuenta de un contexto (histórico y
social) que las determina.

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15 Asimismo, medir y contar (los verbos que advierte Teresa Rojas), son formas de
clasificar, de abstraer la realidad, y esto es, como se dijo, un proceso de objetivación. En
el caso de la cultura occidental, la objetivación de la realidad condujo a construir las
estrategias de observación, una manera muy peculiar de hacerse de la realidad.
Observar no es mirar, y en todo caso supone un corpus de herramientas e información
a través de las cuales se accede a esa realidad. Siguiendo a Annemarie de Waal
Malefijt[4], fue el proceso de rigurosa sistematización de la observación el que permitió
construir esa peculiar manera de dar cuenta de la realidad a través de la observación, es
decir: la abstracción de lo que se ve por la vía de la sistematización de la mirada, de la
mano de herramientas igualmente abstractas.
16 De la observación al método hay pocos pasos. La observación fue, ciertamente, la
sistematización de la experiencia, o bien la “invención” del método, utilizando el
término que García Acosta toma de Kula en la página 81. Este proceso, en todo caso y de
acuerdo con Malefijt, fue el resultado de la experiencia y del contacto con otras culturas,
otras sociedades, otros contextos; fue el resultado de clasificar otras realidades con el
objeto de comprenderlas: es decir, un ejercicio tan hermenéutico como antropológico.
Parece probable convenir que todo esto hallará un momento fundamental en el siglo
XV, cuando Europa se dio a la tarea de expandirse.
17 Este momento bisagra en la historia de la observación de la realidad comenzó, pues,
con la navegación portuguesa, y halló un momento exponencial casi dos siglos después
con las Relaciones Geográficas filipenses. Pero mucho tuvo que ver con la necesidad de
medir, pesar, contar e intercambiar hallada en el contacto con imperios como el azteca o
el inca, así como con el mercado de esclavos (calificados como “piezas”, al igual que las
láminas de cobre o los bollos de pan). Todo esto estaba ocurriendo al mismo tiempo que
en el resto de Europa se desarrollaba el canto polifónico, la imprenta, y las formaciones
militares al compás de golpes de tambor para marcar el paso.
18 La navegación en alta mar fue, al mismo tiempo que un indicador claro de que la
objetivación de la realidad se estaba volviendo un hecho material, un vehículo
acelerador del proceso de cuantificación de todas las cosas, y un espacio determinante
para que esa objetivación hallara otras formas de reproducirse. ¡Y cuánto tuvo que ver
América en esto! Los instrumentos y las cartas de navegación que facilitaron el salto en
el Atlántico, permitieron asimismo el surgimiento de la cartografía moderna, la forma
más sorprendente de dar cuenta de la objetivación: el mundo entero representado en un
pedazo de papel y a escala proporcional. Todo esto tuvo que pasar por la sistematización
de la observación, por hacer de las medidas un instrumento de razonamiento, y por
hacer de esos razonamientos un documento fiable.
19 Con América en el horizonte y la metodización de la experiencia en el pizarrón, el
mundo se estaba dividiendo (como nunca antes) en cuantos de medición, siguiendo a
Crosby, y la realidad empezaba a clasificarse en grados de ángulo, horas, minutos,
letras, notas musicales, o al compás de esas marchas militares arriba mencionadas. En
el Nuevo Mundo, todo esto se mezclaría con los granos, cuartas de cuerda, manos de
maíz, dedos de jarabe, y luego con tiros de arcabuz, días de distancia, o rezos que
dividen la cotidianidad al ritmo de los quehaceres religiosos. Y tardaría unos cuatro
siglos en acomodarse homólogamente con los sistemas europeos… aunque esto, y tal
como lo demuestran los autores de este libro, todavía no es una realidad absoluta.
20 Todos estos razonamientos pueden brotar interminables de la lectura estimulante que
representa Metros, leguas y mecates. Historia de los sistemas de medición en México.
Es indefectible a su lectura el comparar, indagar y deducir junto con el repaso de cada
capítulo, para trasladar esas realidades allí interpretadas y estudiadas hacia otras que le
son propias a cada investigador que se aproxime a sus páginas.
21 La objetivación de la realidad, volviendo al tema, en el ejemplo que enseña el proceso

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de la cultura occidental, aceleró evidentemente sus resultados con la experiencia


americana. No sólo fue necesario interpretar las formas de medición prehispánicas y
adaptar las europeas en medio de aquel mundo naciente, sino que también todo esto
supuso la creación de otras herramientas que representaron, asimismo, tanto la
abstracción como la extensión concreta de la dominación ibérica: las instituciones
indianas. Estas instituciones, además, tendrían en sus manos esas interpretaciones y
adaptaciones mencionadas.
22 Es por ello que una Instrucción del 20 de enero de 1503 crea la Casa de Contratación
de Sevilla,[5] plataforma de las contrataciones con América y báscula permanente de los
metales preciosos que de allí provenían. En Sevilla estaban los que tasaban el oro, la
plata y el cobre, metales con los que se acuñarían las primeras monedas como unidad
comercial de intercambio y circulante entre las colonias y Europa. Y esto estaba
sucediendo a la par de la creación del cargo de Piloto Mayor (en 1508, ostentado en
primer lugar por Américo Vespucio), o el de Correo Mayor de Indias (1514), encargado
de enviar y revisar la correspondencia que iba y venía al Nuevo Mundo.
23 El Piloto Mayor debía ser, al mismo tiempo, cosmógrafo, cartógrafo, astrónomo,
navegante, y geógrafo. Todo ello suponía una variedad de conocimientos propios de un
profesional muy bien preparado, tal como lo demandaba la administración de las
Indias, es decir, el control de las riquezas. Poco tiempo después, y de la mano de ese
control, se comenzó a restringir la circulación de “historias mentirosas” (esto lo hizo
Carlos V en 1543), tanto sobre América, como con destino a ella. De allí que en 1571
Felipe II creara el cargo de Cosmógrafo-Cronista oficial de Indias, con lo cual se
instaura, por primera vez, aquello que puede consentirse en ser llamado como historia
oficial. El cronista, por cierto, debía redactar y solicitar, si así lo requiriese,
descripciones precisas y “verdaderas” de los hechos de la historia natural y de todos los
acontecimientos ocurridos en los dominios ultramarinos. Es de hacer notar que en esa
misma década se solicitan las ya mencionadas Relaciones Geográficas.[6]
24 Todo esto conduce a razonar, junto a Alfred Crosby, que “El Occidente renacentista
decidió percibir visualmente y de una vez por todas una parte tan grande de la realidad
como fuera posible, rasgo que entonces y durante siglos venideros sería el más
distintivo de su cultura.”[7] Para que esto pudiese lograrse, la cultura y las sociedades
debieron desplegar un conjunto de herramientas capaces de sintetizar y sistematizar esa
percepción. Los sistemas de medidas, por consiguiente, comenzaron a recorrer un
camino común que habría de conducirlos hacia su homologación definitiva, hacia un
modelo capaz de traducir[8] las diferentes formas de apreciación y comprensión de la
realidad en un sistema único o preferiblemente convertible a otros sistemas. Un patrón,
como el “patrón oro”, que sirviera de modelo sintético. No es una casualidad, entonces,
que la revolución política que sirvió de modelo a las ideas de la modernidad, elaborara
un sistema “universal y científico”, un modelo abstracto con el cual medir al mundo, y
convertir, de escala en escala, a otros sistemas de medición a ese modelo elemental.
25 La aceptación de dicha universalización de las medidas no contó con el mismo apoyo
que las ideas de libertad e igualdad. Las diferentes formas de resistencia a su aplicación
están muy bien documentadas en el libro a través de los trabajos de Laura Cházaro,
Héctor Vera, Inés Herrera y José Antonio Bátiz, así como en otros capítulos. La
imposición del sistema métrico decimal condujo a asumirlo como “un canon natural y
universal”, una “cultura de la estandarización métrica”, señala Cházaro en la página 137.
Y volviendo a Kula, dice la autora que “es el poder el que dispone de las medidas.”
26 A la vuelta de esta lectura en especial, y en complemento con otros autores del mismo
libro (como Vera y García Acosta, precisamente), es posible retomar las afirmaciones
anteriores a través de las cuales se aseguraba que medir es clasificar, ordenar y, en
efecto, estandarizar; lo cual supone que es, al mismo tiempo, comparar, diferenciar,

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llevar a un modelo la realidad observada. Es éste un ejercicio que realizan todas las
culturas, de acuerdo con Lévi-Strauss,[9] y se trata de una objetivación de las
desigualdades (naturales, sociales, comerciales) con una función social consensuada en
torno, originalmente, al poder.
27 La fuerza de la objetivación que despliega una cultura (o bien, la Cultura), está por
encima de los intereses coyunturales del poder. El sistema métrico decimal, en este
caso, es un instrumento frío (si se sigue la conocida metáfora utilizada por
Lévi-Strauss), y acabó imponiéndose más allá y por encima de sus impulsores
originales. Sin embargo, y en tanto que modelo con el cual se mide la realidad, siempre
supone una función vehicular dentro de las formas de intercambio (entendido en este
caso como lo planteó Marcel Mauss, es decir: como una relación social biunívoca y
bilateral, con un contenido que va y viene con el propio intercambio), que transporta en
el tiempo a los mecanismos de desigualdad que abriga en su seno. Se trata, pues, de un
producto histórico que cuenta (y contará) con un destino histórico: reproducir formas
de poder, hasta que cese su eficacia simbólica y sea sustituido o desplazado por otro.
28 En todo caso, el sistema métrico decimal es, como muchos otros en la historia de la
humanidad, un modelo a través del cual se objetiva la realidad y se estandarizan las
desigualdades. En el presente es una herramienta de poder, como lo fueron otros en el
pasado. Lo que hoy es tradicional, muy probablemente fue, alguna vez en ese pasado,
un instrumento de poder y dominación. Los sistemas de medición que han sido
desplazados en el tiempo por el sistema métrico decimal, con seguridad desplazaron en
el tiempo a otros, cumpliendo una función similar.
29 No ocurre lo mismo con la antropometrización de la realidad. Sistematizada, la
antropometría también lo estandariza todo: distancias, intercambios, percepción del
tiempo, volúmenes, áreas, temperaturas. Sin embargo, la comparación de los entornos
en los que se encuentran los seres humanos con sus cuerpos y sus funciones como
unidad de medida, es una relación natural que se establece como cognición indefectible
de la existencia.[10] El cuerpo y sus funciones biorrítmicas y fisiológicas jamás dejará de
ser un estándar de medida. Sólo la cultura y su capacidad socializadora logran someter
este impulso natural, para constreñirlo a esos ardides elementales que se levantan como
sistemas a través de los cuales accedemos a la realidad. En este aspecto, el libro permite
una discusión antropológica abierta.
30 Finalmente, con este libro fue posible, como ya se dijo, trasladar algunos de sus
objetos de estudio a los campos conocidos por el investigador de turno. Es, al fin y al
cabo, una invitación permanente a la comparación, a la búsqueda, a la revisión de
ejemplos que eventualmente corren paralelos en el tiempo a los estudios allí realizados.
31 La investigación de los terremotos del pasado es uno de esos ejemplos. El trabajo de
Virginia García Acosta (éste y muchos otros, sin duda), ha sido un estímulo al respecto.
En el caso de la historia sísmica de Venezuela, el primer terremoto documentado fue
datado con precisión: “Primero de septiembre año de 1530 a las diez horas antes del
mediodía”, como lo reflejó Bartolomé de Las Casas, quien había estado por la zona unos
diez o quince años antes.[11] Los documentos directos lo señalan de la misma manera:
“…el dicho dia primero de septiembre próximo pasado… entre las nueve o diez oras
antes del mediodía.” Algunos testigos aseguraron que “la tierra duró temblando parte de
una ora”,[12] coincidiendo con la datación y las exageraciones que señala García Acosta.
32 La atención analítica sobre la percepción del tiempo, fundamental para comprender
el contenido semántico de los discursos del pasado, además, contribuyó al estudio del
desastre más importante en la historia venezolana: el que tuvo lugar el 26 de marzo de
1812, Jueves Santo, cuando en medio de los rituales religiosos del día y sumidos en el
estremecimiento característico de los inicios de la independencia, ocurrieron dos sismos
casi simultáneos, con una hora apenas de diferencia entre cada uno, los cuales,

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combinados catastróficamente, generaron un área de destrucción de casi 800


kilómetros entre Caracas y Mérida.
33 El descubrimiento de la existencia de los dos sismos tuvo lugar gracias a la
investigación documental.[13] Uno de ellos ocurrió en Caracas a las 4:07 de la tarde,
justo cuando la procesión se alistaba para salir; y el otro sucedió en Mérida, a 800
kilómetros de distancia, a las 5, cuando el obispo regresaba a su palacio luego del
lavatorio de los pies. La documentación permitió aclarar aquello que había sido
confundido por casi doscientos años; pero la reconstrucción del ritual conforme a las
normas de la época fue lo que condujo a revisar las diferencias horarias entre cada uno
de los temblores. Esto, posteriormente, se hizo más traslúcido aún al colocarlo sobre el
mapa y considerar la diferencia de huso horario entre cada una de las ciudades (unos 17
minutos aproximadamente). Con ello, se resolvió uno de los misterios sísmicos que traía
de cabeza a los sismólogos desde hacía décadas.
34 La reconstrucción de los rituales del Jueves Santo evidenció, además, que la medición
del tiempo por entonces se ajustaban a un único reloj en funciones en toda la Provincia
de Venezuela (el de la catedral de Caracas, sede del Arzobispado y capital de la
Provincia, además de capital de la naciente república), el cual era cronometrado con la
luz solar. No obstante, con ello fue posible igualmente conocer que la precisión
observada en las horas diarias, ajustada a los rezos cotidianos de los religiosos, se había
regulado desde el siglo XVII, y se seguía rigurosamente en toda la diócesis. Este
sometimiento al tiempo de la capital del obispado fue lo que le dio nombre y hora exacta
a los temblores de aquella tarde: fue el terremoto de Caracas de las 4:07, y con ello
jamás podría apreciarse la diferencia de horas entre uno y otro, o acaso la propia
existencia de los dos sismos. Aquí es posible observar, además, que la medida del
tiempo siempre está en propiedad del poder, siguiendo a Norbert Elias, citado por
García Acosta, y que, en efecto, “los relojes no son el tiempo.”
35 Otro ejemplo que estimuló una revisión comparativa fue el del sistema monetario
decimal. Los trabajos de Bátiz y de Juan Cristóbal Díaz permitieron inferir y
comprender que el sistema decimal fue adoptado en las monedas antes que el sistema
métrico decimal en las mediciones. En el caso de Venezuela, todo esto tropezó con las
complicaciones características de las circunstancias, y no fue de ninguna manera una
excepción.
36 El 11 de octubre de 1821, al tiempo que se extendía la Constitución de Colombia (por
entonces unida a Venezuela), se estableció una “Ley sobre uniformidad de pesos y
medidas”,[14] que en realidad sólo legitimaba los usos acostumbrados y de antiguo, sin
poder uniformar nada: se utilizaba el cahiz (medida de capacidad) “para los granos y
secos”; la fanega, que se dividía en almudes; el moyo como medida para los líquidos; la
libra para el peso en el intercambio comercial; la onza para usos de menor cuantía; el
marco de Colombia, que equivalía a media libra; el pie de Burgos, que equivalía a doce
pulgadas; la pulgada de doce líneas; la vara, que tenía tres pies de longitud; el estadal,
de cinco varas de largo, para medir las tierras; la fanegada, o cuadro de veinte
estadales; la estancia, que equivalía a un cuarto de fanegada; la legua colombiana, de
seis mil varas de largo. Y se establecía que “ningún individuo podrá tener modelos de
pesos y medidas, sin que lleven uniformemente la marca o señal que designare el
gobierno, para la mayor garantía de contratos públicos y privados.”
37 Todavía en 1834 se retrotraía esta medida en un Reglamento de Policía de Caracas,
mientras que entre ese año y 1837, Feliciano Montenegro y Colón escribía (desde
Caracas), su obra Geografía general para el uso de la juventud de Venezuela, cuyo
último tomo, dedicado a la historia de Venezuela desde 1492 hasta 1836, contiene al
final un curioso anexo llamado “Nueva Metrología”, apología al sistema métrico decimal
todavía lejos de implantarse en aquella compleja realidad. Al igual que en México, el

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sistema métrico decimal se adoptaría en Venezuela hacia 1857.


38 El capítulo de Díaz condujo a revisar que el peso, el nombre más común otorgado en
Hispanoamérica a la moneda, proviene del Decreto Real de los Reyes Católicos del 13 de
junio de 1497, a través del cual se ordenaba la creación de una “moneda de plata”
llamada real, con sub-denominaciones de medio real, cuarto de real y ochavo de real.
Esta moneda real debía tener un peso exacto: “sesenta e siete reales de cada marco, e no
menos, e ley de onze dineros e cuatro granos, e no menos.” El ochavo de real acabó
siendo acuñado en mayor cantidad y por fuerza de demanda a partir de los primeros
años del siglo XVI, y ya desde entonces con plata americana, el cual tenía como
denominación un “8” y una “R”, es decir 8R. A esta moneda se le llamará “peso”, por su
origen asociado al peso exacto del metal utilizado para su elaboración. El ochavo de real,
devenido en peso, no cuajó en la historia de Venezuela del mismo modo que en otras
regiones.
39 Por cierto que el nombre “moneda real” no es una creación de los Reyes Católicos,
sino de Pedro I de Castilla (Pedro, El Cruel), quien creó una moneda con el nombre de
Numus Regalis, o moneda real, en el siglo XIV, de valor de tres maravedís. A esta
moneda se le llamó real, siendo ése el nombre retomado por Isabel y Fernando en su
decreto al respecto. Las formas coloquiales que en algunos lugares de Iberoamérica se
han adoptado para darle un nombre al dinero circulante, dan cuenta de su proximidad o
distancia con la historia del real. En Buenos Aires o Montevideo se le llama “guita” o
“mangos”, en México se le dice “lana”, y en España “pasta”. En Venezuela, no obstante,
siendo la moneda el bolívar y no el peso, al dinero se le llama coloquialmente por su
denominación más antigua: reales.

Notas
[1] La medida de la realidad. La cuantificación y la sociedad occidental, 1250-1600, Crítica-
Grijalbo, Barcelona, 1998.
[2] Europa y la gente sin historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
[3] Tal como Maurice Godelier interpretó a los procesos históricos y a los problemas que deben
ser advertidos en ellos desde sus trabajos sobre antropología económica. Véase al respecto lo
planteado en “Antropología y economía. ¿Es posible una antropología económica?”, en Maurice
Godelier (comp.), Antropología y economía, Editorial Anagrama, Barcelona, 1976, pp. 279-356.
Esto también queda claro en su obra Lo ideal y lo material, Taurus, Madrid, 1989.
[4] Imágenes del Hombre. Historia del pensamiento antropológico, Amorrortu Editores, Buenos
Aires, 1983.
[5] La fecha y los detalles al respecto pueden cotejarse en Índice General de los Papeles del
Consejo de Indias, Real Academia de la Historia, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos,
Bibliotecas y Museos, 1924, Tomo I, p. 99.
[6] Sobre las fechas y contenido de los decretos citados, véase la célebre compilación Colección de
Documentos Inéditos Relativos al Descubrimiento, Conquista y Organización de las antiguas
posesiones españolas de Ultramar, Real Academia de la Historia, Madrid, Tipografía Sucesores
de Rivadeneyra, 1864-1884, consta de 42 volúmenes.
[7] La medida de la realidad, p. 21.
[8] Esto es: convertir las unidades de medición entre sí para hacerlas comparables unas con
otras.
[9] El Pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1964.
[10] Los seres humanos aprenden a relacionarse con su entorno cuando logran la consciencia de
la existencia de su cuerpo como una unidad inseparable de su propia existencia. Este proceso, que
comienza entre los cinco y los seis meses de edad, no acaba sino hasta aprender cómo se mide
todo en el contexto en el que vive el individuo. No obstante, la medida por comparación nunca se
pierde: se estiman las distancias al alcance de la vista en relación con el cuerpo como punto de

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partida; se calcula el tiempo en relación con los biorritmos y los ciclos estacionales percibidos por
el individuo; se extrapola la tridimensionalidad de las cosas a partir la comparación con las
extremidades. La medición desde la antropometría es una percepción adaptada a un contexto
social y cultural.
[11] Historia de la destrucción de las Indias, Imprenta de Miguel Ginesta, 1876, Tomo V, pág.
225.
[12] “Información hecha en la Isla de Cubagua”, 15 de octubre de 1530, documento tomado del
Archivo Fray Froilán de Rionegro, sección “Primeros establecimientos en la costa de Cumaná”,
Archivo de la Academia Nacional de la Historia, Caracas.
[13] Véase Rogelio Altez, El Desastre de 1812 en Venezuela, sismos, vulnerabilidades y una
patria no tan boba, Universidad Católica Andrés Bello-Fundación Empresas Polar, Caracas,
2006.
[14] Cuerpo de Leyes de la República de Colombia, Tomo 1º, Imprenta de Bruno Espinosa,
Bogotá, 1822, p. 204.

Para citar este artículo


Referencia electrónica
Rogelio Altez, « Héctor Vera y Virginia García Acosta (coordinadores), Metros, leguas y mecates.
Historia de los sistemas de medición en México, Publicaciones de la Casa Chata, CIESAS-
CIDESI, México, 2011, 282 p. », Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Reseñas y ensayos
historiográficos, 2012, [En línea], Puesto en línea el 30 enero 2012. URL :
http://nuevomundo.revues.org/62633. Consultado el 09 febrero 2012.

Autor

Rogelio Altez
Profesor de la Escuela de Antropología (Universidad Central de Venezuela), Candidato a
Doctor en Historia por el Departamento de Historia de América de la Universidad de
Sevilla

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