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Los hermeneutas de la noche

Los hermeneutas de la noche


De Walter Benjamin a Paul Celan

Ricardo Forster

Prólogo de Alberto Sucasas

E D T O R A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Filosofía

Paro Patty, ahora, siempre, en las


sendas de la vida y del amor

Paro Nicolás Casulla, por haberme


donado su amistad

© Editorial Trotta, S.A., 2009


Ferraz, 55. 28008 Madrid
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Fax: 91 543 14 88
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http://www.trotta.es

© Ricardo Forster, 2009

©Alberto Sucosas Peón,


para el prólogo, 2009

ISBN: 978-84-9879-024-5
Depósito Legal: S. 325-2009

Impresión
Gráficas Varona, S.A.
ÍNDICE

Prólogo : Alberto Sucasas ... . . . . . . . . ..... . . . . . . . . . . . ... . .... . . . ....................................


. 9

El laberinto de las palabras . ....................................................................... 17


El estado de excepción : Walter Benjamin y Car! Schmitt como pensadores
del riesgo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Walter Benjamin y Jorge Luis Borges: la ciudad como escritura y la pasión de la
memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Paul Celan y la barbarie de la lengua. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Gershom Scholem y la profanación de la lengua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
Lecturas de Adorno: elogio del anacronismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Entre la ruina y la espera: viaje al mundo de las almas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

7
PR Ó LOGO

A lberto Sucasas

A buen seguro constituye uno de los legados mayores del pensamiento de­
cimonónico la desde entonces irrenunciable conciencia de la radical his­
toricidad de lo humano: si el pensamiento clásico (digamos: el que abarca
desde la fundación platónica hasta el racionalismo de la época barroca) se
empeñaba en aprehender la experiencia del tiempo desde una eternidad
postulada, según un repertorio de antítesis categoriales (tiempo/eternidad,
por supuesto, pero también sensible/inteligible, material/inmaterial, devenir/
identidad, pluralidad/unidad, etc.) que condensan lo esencial del proyecto
meta-físico, la filosofía post-ilustrada inaugura una nueva ontología; su prin­
cipio fundamental enuncia que lo temporal (y, muy en particular, el ámbito
antropológico) ha de explicarse desde el tiempo mismo, criterio fundamental
de inteligibilidad. Tal axiomática, nacida del trabajo filosófico (historicismo
es el nombre con que su historiografía se ha hecho cargo de esa novedad),
no tardó en aplicársele también a él: así, en Hegel, la filosofía se convierte
en expresión conceptual del propio tiempo; el pensamiento no es sino con­
ciencia epocal en el elemento del concepto.
Difícilmente se reconocería en esa forma de autoconciencia el ejercicio
de pensamiento contenido en los siete ensayos de Los hermeneutas de la
noche. Y no porque su autor, el argentino Ricardo Forster, reivindique para
el discurso, nostálgicamente, el estatuto de una philosophia perennis,
sustraída a la maldición del tiempo. Muy al contrario, su vocación filosófica
se sabe marcada por la situación histórica (y geográfica: no estamos ante un

filósofo desterritorializado -lo cual, de hecho, equivale a pensar, sea cual sea
el lugar del planeta en que uno se encuentre, como si se residiese en alguna de
las viejas ciudades europeas-, sino ante un pensador conscientemente argen­
tino y, por extensión, latinoamericano) y emplazada a dar cuenta de ella. Pero
no en la forma de una mera interpretación de los signos del tiempo, fiel a una

orientación que reduce la tarea filosófica a elucidar, desde una presunta neu­
tralidad (bajo la cual siempre late un espíritu acomodaticio y conformista), la
facticidad social y cu ltural sin otro horizonte que el de lo dado históricamente.

9
ALBERTO SU CASAS

Forster n o concibe l a filosofía desligada d e u n compromiso ético-po­


lítico, ni su relación con el propio tiempo como algo ajeno a una actitud
de sospecha y denuncia1 • Su pensamiento se inscribe, por el contrario, en
aquella tradición de la modernidad que privilegia, en el esfuerzo de la ra­
zón, su dimensión crítica y a la que se deben algunos de los logros mayores
en la cultura filosófica del siglo xx, muy en particular en toda la pléyade
de pensadores que cabe vincular al proyecto frankfurtiano de una teoría
crítica. Y, ante todo, Walter Benjamin, «pensador extraterritorial, portador
de lo mejor de la tradición crítica de la cultura europea»2•
Ese nombre propio, el de uno de los más enigmáticos y fascinantes
personajes intelectuales de la pasada centuria, suministra una clave im­
prescindible de acceso a la obra de Ricardo Forster. Tanto en lo que a
Los hermeneutas de la noche respecta (donde se presenta en compañía, la
incómoda de Carl Schmitt -«El estado de excepción : Walter Benjamin
y Carl Schmitt como pensadores del riesgo»- o la no por ficticia menos
fascinante de Borges -«Walter Benjamin y Jorge Luis Borges: la ciudad
como escritura y la pasión de la memoria», probablemente la pieza más
soberbia de Los hermeneutas de la noche; en cualquier caso, la literaria­
mente más lograda-; la figura del autor de las «Tesis sobre filosofía de la
historia» se impone como presencia dominante en el conjunto del libro,
aun allí donde no es objeto de tematización directa) como en el resto de
la producción del autor {aparte de Walter Benjamin y el problema del mal3
y W. Benjamin-Th. W. Adorno, el ensayo como filosofía4, dos monografías
benjaminianas, las restantes obras de Forster, de su exclusiva autoría5 o

l. Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna (Paidós, Buenos Aires, 2003)
es el título de una de sus obras, cercana en más de un sentido a Los hermeneutas de la noche. En el
prólogo de ese libro, inquiriendo la significación de la forma-ensayo como escritura emblemática
de la experiencia moderna, y reivindicando su espíritu para el propio discurso, Forster reflexiona
en estos términos: «El ensayo ha sido la escritura de la sombra, el revés de la luz racional, la fisura
en el muro de la certeza cartesiana, la poética de la hegeliana 'noche del mundo' o el intento de
seguir tras las huellas huidizas del 'mal radical' apenas pronunciado por Kant» (p. 1 3). Esa rei­
vindicación de una meditación que, tentativamente (como corresponde a la lógica de la escritura
ensayística), asume el designio de explorar el reverso sombrío de las Luces prefigura la temática
de este nuevo libro: lo nocturno también ha de ser interpretado y ésa es la tarea emprendida por
Forster al comentar a algunos de sus más insignes hermeneutas. Comentar comentarios es, no lo
olvidemos, seña de identidad del pensamiento judío, que de ese modo se inmuniza contra la clausura
de la palabra dogmática: «Quien comenta un comentario (es lo propio de las múltiples lecturas que
los judíos hicieron de su tradición) modifica irremediablemente el propio texto original. Por eso
para el judaísmo no existe una sola vía de acceso, una palabra con fuerza de dogma intocable» («El
laberinto de las palabras»).
2. Con esas palabras caracteriza Forster al autor del Passagenwerk en un trabajo reciente :
«Memoria y olvido: Derrida lee a Hermann Cohen»: Espectros del psicoanálisis (México), 7 (2006),
pp. 5 1 -74.
3. Altamira, Buenos Aires, 200 1 .
4. Nueva Visión, Buenos Aires, 1991.
5. El exilio de la palabra (Eudeba, Buenos Aires, 1999), Notas sobre la barbarie y la esperan­
za. Del 11 de Septiembre a la crisis argentina (Biblos, Buenos Aires, 2006) y El laberinto de las lec­
turas: entre el poeta, el héroe y la infancia (Universidad del Claustro de Sor Juana, México, 2007).

10
PRÓLOGO

escritas en colaboración6, acusan siempre l a impronta de Benjamin como


fuente medular de inspiración). En ese sentido, el autor de Los herme­
neutas de la noche se define como intelectual mediante «la posibilidad de
leer a Benjamin, de dejarse tocar por su peculiar mirada»7• Pero sin que
ese verse tocado se traduzca en neutral exégesis académica de un clásico
de la filosofía contemporánea; hay, sin duda, en las aproximaciones fors­
terianas a Benjamin voluntad de esclarecer un pensamiento difícil, pero
la deuda con el autor de Infancia en Berlín se cifra en mayor medida, en
mucho mayor medida, en una inspiración fundacional de la reflexión filo­
sófica, sea o no Benjamin su objeto. (Por lo demás, esa inspiración puede
aplicarse incluso a su fuente, en un leer benjaminianamente la prosa de
Benjamin: homenajeando a su maestro Pancho Aricó, Forster destaca que
éste le «enseñó a operar, sobre su escritura [entiéndase, la de Benjamin] ,
el mismo gesto de actualización que Benjamin había intentado con las
tradiciones a las que nunca dejó de citar entramándolas con las exigencias
del presente»8 .) Nada, por tanto, de pulcritud filológica o exégesis acade­
micista9; mucho, en cambio, de «lectura absolutamente interesada y parcial
de Benjamin»10•
No extrañará, en consecuencia, que, reconstruyendo la historia de la
recepción de Benjamin en Argentina (micro-historia en la que Forster se
empeña en leer, con una mirada que sabe escudriñar, sin duda more benjami­
niano, en el acontecimiento mínimo los signos de una macro-historia política
atravesada, en las últimas décadas, por la barbarie desatada), «Lecturas
de Benjamin: entre el anacronismo y la actualidad» ofrezca, a la par, una
confesión indirecta de la propia biografía intelectual (mejor, político-inte­
lectual) del autor. La condensan estas líneas:

Mi aproximación al corpus benjaminiano estuvo signada por la influencia


de Adorno, por un lado y, por el otro, por la revisión crítica del legado de
Hegel y Marx que, a su vez, me condujo hacia ciertas fuentes judaicas y
a prestarle una especial atención a lo que genéricamente se denomina el
pensamiento conservador revolucionario desarrollado fundamentalmente
durante los años weimarianos. En el final de los setenta y principios de
los ochenta, en el pasaje de la dictadura a la democracia, Benjamin, y los
frankfurtianos en general, me permitieron seguir permaneciendo en la tra-

6. Itinerarios de la modernidad (Eudeba, Buenos Aires, 1996; en colaboración con Nicolás


Casulla) y Mesianismo, Nihilismo y Redención (Altamira, Buenos Aires, 2005 ; en colaboración con
Diego Tatián).
7. La cita procede del ensayo, clave para delinear el perfil tanto ideológico como intelectual
del autor, «Lecturas de Benjamin: entre el anacronismo y la actualidad>>, disponible en la web (www.
rayandolosconfines.com.ar) de la revista Confines, de cuyo consejo editorial forma parte Ricardo
Forster.
8. !bid.
9. Forster propone un modo de pensar ajeno a «la clausura que los dispositivos académicos
suelen producir» («Lecturas de Adorno: elogio del anacronismo»), rebelándose contra la amena­
zante esterilidad inherente a la escritura y a la forma de pensar propias de la vida universitaria.
10. «Lecturas de Benjamin», cit.

11
ALBERTO SUCASAS

dición d e izquierda pero desmarcándome de sus epígonos más dogmáticos


y esclerotizados1 1 •

Todo el universo espiritual de Forster se da cita en esa confidencia.


Bastará ir destejiendo los hilos de la apretada trama para reconstruir, como
invitación a la lectura de Los hermeneutas de la noche, los elementos cons­
titutivos de su identidad filosófica. El de Benjamín tiene, lo sabemos ya,
dignidad fundacional. Forster lo somete a una apropiación filosófico-política
(hay que sospechar que el propio Benjamín se sentiría homenajeado por
ese gesto), inequívocamente situada en la tradición emancipatoria de la
izquierda. Pero de un modo anti-dogmático o, si se prefiere, herético, en
absoluto proclive a la celebración del auto-engaño (el de quienes, por
ejemplo, seguían exaltando al padrecito Stalin cuando la evidencia de sus
carnicerías era ya insoslayable) ante la barbarie perpetrada, también vigen­
te en el seno de la izquierda. Tres son, a nuestro entender, las principales
«herejías» de Forster respecto al dogma izquierdista. En primer lugar, la
resuelta invitación a repensar, sin frivolidad pero también sin anatemas,
el legado de los principales protagonistas de la revolución conservadora
(Spengler, Schmitt, Heidegger y Jünger), objeto de denostación acrítica
por parte tanto de la «buena conciencia liberal-democrática» como del
marxismo más ortodoxo, ciegos por igual ante el potencial crítico de un
discurso disolvente de las ilusiones, en primer término la fe en el progre­
so, de la modernidad burguesa (ceguera no imputable a Benjamín, cuyo
diálogo con Carl Schmitt está en el origen del interés de Forster por esos
ambiguos parajes weimarianos; allí donde Derrida denunciaba una oscu­
ra connivencia, nuestro filósofo reivindica un planteamiento, categorial
y políticamente, fértil) ; uno de los ensayos de este libro, «El estado de
excepción : Walter Benjamín y Carl Schmitt», se adentra por esos difíciles
caminos, aun a riesgo de provocar desazón e inquietud en quienes pese a
todo se mantienen -nos mantenemos- fieles al ideal democrático12• En
segundo lugar, Forster, a sabiendas de que la crítica de la religión ha venido
vertebrando en los tres últimos siglos, si no antes, todo discurso emanci­
patorio, no vacila en proclamar la necesidad de revisitar, desde un espíritu
que en modo alguno renuncia a la exigencia crítica pero que tampoco se
da por satisfecho con la apresurada disolución de lo religioso a cargo de
los varios humanismos ateos, las tradiciones religiosas y, muy en particu-

1 1 . Ibid.
1 2 . De «El estado de excepción» provienen estas dos citas: «Que todavía sigamos discutiendo
con especial preocupación el legado intelectual de Car! Schmitt, sabiendo que entre él y nosotros
media la catástrofe maldita del régimen nazi, significa que hay algo en su escritura que ha sabido
colocar cuestiones que siguen siendo esenciales a la hora de intentar reflexionar sobre la consuma­
ción de esta época histórica que denominamos modernidad»; «en ciertos pensadores reaccionarios,
confesos militantes de las causas de las derechas más duras del siglo que acaba de cerrarse, se
encuentran, muchas veces, intuiciones intelectuales sobre el carácter de la época que difícilmente
podemos hallar en el mundo de los pensadores progresistas».

12
PRÓLOGO

lar, sus avatares místicos, habida cuenta de que «las mej ores reflexiones
de los pensadores de Occidente son aquellas que se hicieron cargo de las
intuiciones de los místicos» («El laberinto de las palabras»). De ahí deriva
el sostenido interés por la obra de Scholem, donde una sorprendente eru­
dición sobre los senderos cabalísticos se alía con una actitud de respetuosa
nostalgia hacia la nervadura espiritual de esa aventura; «Gershom Scholem
y la profanación de la lengua» es la contribución de Los hermeneutas de
la noche a esa inquietud, trabajada por la convicción de que «el diálogo
abierto entre la mística, la poesía y la filosofía en lo concerniente al uni­
verso del lenguaje» («El laberinto de las palabras») ha de ser celosamente
preservado. Esa sensibilidad hacia el fenómeno místico-religioso se empa­
renta con el tercer rasgo del Forster heresiarca de la izquierda: la denuncia
de la banalidad imperante en la sociedad contemporánea, diagnosticada
como falta de espíritu, como «perturbadora ausencia de espiritualidad» u
«hondo vacío espiritual» («Entre la ruina y la espera: viaje al mundo de
las almas»), visibles por igual en el creciente vaciamiento de la sustancia
del lenguaje («la lengua convertida en charla vacía, en instrumento de
dominación, se vuelve figura del mal allí donde se ha perdido su sentido
esencial, su compromiso con la verdad», afirma «Entre la ruina y la espera»)
y en la expansión imparable, según la predicción de Nietzsche, del desierto
(«es difícil sustraer nuestros actos y nuestras intenciones a esa sensación
de sinsentido que atraviesa las prácticas contemporáneas, de un sinsenti­
do que surge de comprobar que nada subvierte efectivamente la marcha
triunfal de la sociedad de mercado», insiste el mismo texto). Tal principio
revisa críticamente el vínculo, tradicionalmente inherente al pensamiento
de izquierda, entre proyecto emancipatorio y fe materialista, sugiriendo
que acaso esa izquierda, justo cuando desdeña como lamento pequeñobur­
gués la diagnosis nietzscheana del destino nihilista de Occidente, sea la que
más burguesa o filisteamente se enfrenta a la catástrofe espiritual apenas
encubierta por la apoteosis de la sociedad del bienestar. En todo caso, en
Forster convergen una agudísima sensibilidad al vacío nihilista y un tenaz
apego a la esperanza mesiánica 13•
¿será necesario decir que en todo ello, en la manera con que el discur­
so de Los hermeneutas de la noche se quiere fiel al sueño emancipatorio
precisamente cuando hace pasar sus formulaciones canónicas por el ceda­
zo de la crítica, late, irreductible, la fidelidad al judaísmo ? Comenzamos
estas páginas contraponiendo el trasfondo conservador del historicismo

13. En el ensayo final, significativamente titulado «Entre la ruina y la espera•, se abre paso
la constatación de una crisis descomunal : «En el triunfo de la subjetividad burguesa debemos en­
rnntrar el desfondamiento contemporáneo; en la marcha victoriosa de la secularización, en su
t•nt ronización, se encuentra la anunciación de su colosal crisis•. Pero también asoma aquella «débil
t•spcranza mesiánica• que Benjamín supo reconocer en el corazón mismo del cataclismo que impo­
nía l a sociedad europea de entreguerras: «1Habrá, se abrirá algún día la promesa incumplida que
nos remonta mi lenios atrás cuando iniciaba su marcha el alma de Occidente ? 1Tiene esa promesa
todavía algún sentido? 1Vale la pena seguir esperando ?•.

13
A L B E RT O S UCASAS

al temple intelectual d e Ricardo Forster. Hora e s d e reconocer que e n la


distancia respecto a la facticidad de la historia se concentra el judaísmo
esencial de nuestro autor, pues lo propio del judío, su identidad irreduc­
tible, se cifra en una frágil, por perseguida, verdad: la de quien se sabe
inmerso en la historia (las más de las veces, antes de 1 94 8 en todo caso,
a título de víctima) sin p ese a ello formar parte de la misma; la verdad de
una conciencia que no claudica ante su marcha imparable. Probablemente
sea ése el punto en que, entrecruzándose las exigencias de la crítica y la
autoconciencia como judío, más nítidamente se perfila la sustancia espi­
ritual, como pensador y como escritor (el lector advertirá de inmediato
que su prosa es ajena a la habitual compartimentación de los géneros; en
ella la voluntad de lucidez conceptual se concilia con el aliento lírico de
la escritura, alianza definitoria de quien, como él mismo dice de Joseph
Roth, no pretende ser otra cosa que un «habitante de la lengua»), de Ri­
cardo Forster. También de ahí se nutre, creemos, su insobornable apego a
Walter Benjamin, pues éste hizo del encuentro entre las armas de la crítica
y el anhelo mesiánico, entre compromiso marxista y escatología judía, su
santo y seña como intelectual.
Es suficiente recorrer la nómina de los hermeneutas de la noche (junto
a Benjamin, tienen allí acogida George Steiner, Paul Celan, Scholem y
Adorno) para convencerse de que lo judío es determinación central del
proyecto filosófico de Forster, en ésta y en sus restantes obras (muy acen­
tuadamente en El exilio de la palabra, Walter Benjamín y el problema del
mal y Crítica y sospecha)14• Pero ¿ de qué judaísmo se trata? No, desde
luego, de una ortodoxia que agotase en la fidelidad a la tradición, a sus
textos y sus liturgias, a sus compromisos identitarios, la vida del espíritu.
No es el judaísmo de la Ley el que primordialmente convoca al espíritu
de Forster. ¿ Hay, acaso, otro? Sin duda, y puede que ahí resida la lección
mayor de la obra de Scholem, por lo demás inseparable de sus resonancias
en el pensamiento del amigo íntimo, Walter Benjamin. La lectura de la
obra historiográfica de ese gran estudioso del misticismo judío permite
extraer una lección definitiva sobre la esencia del judaísmo : en él anidan
dos almas distintas. Por un lado, el legalismo que resume en la interpre­
tación y el cumplimiento de las mitswot los deberes esenciales del judío
(desconstruir la caricatura, de raigambre paulina, con que la conciencia
cristiana ha menospreciado -y perseguido- secularmente al hombre de
la dura cerviz no puede ocultar que la devoción por la Torah constituye,
sin duda, el eje vertebrador del judaísmo posterior al año 70), llamado
a reconciliarse, fuera de la vida religiosa y comun�taria, con un mundo
cuyas leyes no reconocen su origen en la Ley del Unico. Judaísmo de la
Torah, resignadamente proclive al aplazamiento indefinido de la promesa

14. Algo que no hace sino confirmar la reciente coedición, junto a Reyes Mate, del volumen
El judaísmo en Iberoamérica (Trotta, Madrid, 2007), perteneciente al proyecto Enciclopedia Ibe­
roamericana de Religiones.

14
PRÓLOGO

mesiánica: su grandeza espiritual, capaz de construir un mundo puro en


un entorno hostil, no puede sino renunciar a la definitiva redención del
mundo de los hombres; supervivencia espiritual, en suma, al precio del
conservadurismo. Por otro lado, el judaísmo de inspiración apocalíptica
que antepone a cualquier otra consideración la inminencia de la venida
del Mesías, vivida en la esperanza de un giro brusco y discontinuo de la
historia que hará de la antigua promesa realidad de un mundo redimido.
En éste incluso se hará efectiva una nueva Ley.
No cabe duda alguna acerca de cuál de ambos paradigmas, en conflicto
abierto o soterrado a lo largo de toda la historia judía, subyace al pensa­
miento filosófico de Forster. Todo él tiene en la dialéctica, abisalmente
paradójica, de catástrofe y esperanza su suelo nutricio. Por ello puede
confesar que siente «una profunda afinidad con este planteo que le otorga
a lo 'judío' un lugar extremadamente difícil y decisivo, un carácter políti­
camente disruptivo, inaceptable desde las lógicas de la identidad ontoló­
gicamente afincadas» («Paul Celan y la barbarie de la lengua»). Incluso si
anidan en los discursos emancipatorios tradicionales: del fondo mesiánico
deriva la heterodoxia de Forster en el seno de la izquierda.
Fidelidad al mesianismo, en primer término, como atención sostenida
a esa inmensa catástrofe -el espectáculo que, según Benjamin, se ofrece a
la mirada del ángel de Klee, el ángel de la historia- que los hombres, sus
agentes y víctimas, solemos denominar historia. Forster es un pesimista
civilizatorio, dimensión que le acerca por igual a los profetas de la revolu­
ción conservadora y a la dialéctica negativa, sin Aufhebung conciliadora,
de Adorno; más aún, es esa sensibilidad la que le permite evidenciar los
muchos puntos de contacto entre ambas formas de denunciar la insustan­
cialidad del orden burgués. De ese pesimismo radical deriva el imperativo
genealógico : frente a la amnesia ocultamente actuante en el relato histo­
riográfico (su escritura siempre es, denuncia Benjamin, la del vencedor),
evidenciada hasta el paroxismo aniquilador en el exterminio nazi de la
judería europea (de él no debía quedar huella alguna, por lo que el ge­
nealogista ha de rastrear, en su noche hermenéutica, la significación de la
ceniza), se impone «revisar esa maquinaria de reducción, de ¿ exterminio ?,
que se forjó en el alba griega y que se desplegó en la síntesis cristiana»15•
Allí donde la conciencia contemporánea, obscenamente entregada a una
vida cuyo hedonismo nace de la banalidad del consumo de mercancías o
mensajes mediáticos, celebra un presente huérfano de pasado, el programa
genealógico emprende una lectura (a contrapelo, como diría Benjamin) del
pasado para recuperar las voces silenciadas de las víctimas, aunque corra el
riesgo de sólo rescatar murmullos inarticulados o muda ceniza. Esa visión
desolada del genealogista se despliega, en Forster, a través de una metafó­
rica de la fragmentación (grieta, fisura, intersticio, quiebra) y el extravío

15. «Memoria y olvido: Derrida lee a Hermann Cohen», cit.

15
ALBERTO SU CASAS

(errancia, laberinto, nomadismo, desapego d e l a tierra) . Pero l a inmersión


en el pasado no sólo es tarea moral de una memoria comprometida con las
víctimas, sino que también alienta en ella la misión de recuperar tradicio­
nes de sentido maltratadas por la unilateralidad de la ratio moderna:

Al perseguir estas extrañas genealogías intelectuales lo que se intenta es


descubrir esos itinerarios que han forjado la trama de nuestras representa­
ciones; apropiarnos, desde una intencionalidad crítica, de voces y textos
que definieron el derrotero de Occidente y, de diversos modos, siguen
presentes en nosotros16•

No obstante, no basta evidenciar la catástrofe. De ser así, el discurso se


agotaría en un inventario nihilista que, a la postre, termina contagiándose
de la propia insustancialidad descrita por su dispositivo crítico. No otra es
la amenaza de la deriva posmoderna. Hay esperanza, pero justamente allí
donde arrecia la barbarie. Nada más definitorio del proyecto de Forster
que el binomio catástrofe-esperanza. (Permítasenos una confidencia; en
una carta fechada el 20 de diciembre de 200 1 , cuando la reciente crisis
argentina había alcanzado su paroxismo, el autor de Los hermeneutas de la
noche ofrecía su visión de lo que estaba sucediendo con estas palabras: «En
fin, estos días se están produciendo acontecimientos que pueden ser deci­
sivos para el futuro inmediato, la crisis es terminal y la sociedad ha dicho
basta. Veremos qué sucede».) La patencia del desastre no parece anular la
promesa; incluso se diría que la potencia. Forster, desde una irrenunciable
actitud de escucha y denuncia de la barbarie, sabe mantenerse abierto a la
irrupción de una temporalidad mesiánica. En ella se resuelve su fidelidad,
a la par frágil y potente, al judaísmo.
Ignoro si la lectura de estas páginas será capaz de reactivar en sus pro­
bablemente escépticos lectores un pathos político-mesiánico. Ni siquiera
estoy convencido, a decir verdad, de que tal cosa sea deseable. (Mi amigo
Ricardo Forster posiblemente detectase ahí la hondura con que ha calado
en mí el virus liberal-democrático, compatible por supuesto con un ideal
exigente de justicia pero difícilmente conciliable con anhelos escatológi­
cos.) En todo caso, cualquier lector sensible sabrá reconocer en las páginas
que siguen un trabajo magnífico sobre «la verdadera materia primigenia:
la palabra» («Walter Benjamin y Jorge Luis Borges») . De Forster se impone
decir lo que él afirma de George Steiner: el suyo es «un mundo donde se
conjugan las intuiciones del místico, la escritura del poeta y la reflexividad
crítica del científico» («El laberinto de las palabras»). No es poco para los
tiempos que corren . . . o se estancan.

16. !bid.

16
EL LABERINTO DE LAS PALABRAS

Interrogado por su deuda intelectual hacia Walter Benjamin, George Stei­


ner respondió que su libro Después de Babel constituía una variación algo
extensa y desagregadora de las ideas que Benjamín había volcado al papel
cincuenta años atrás, particularmente en su ya clásico ensayo sobre «La
tarea del traductor». Steiner, a través de esa respuesta no desprovista de
humor, se colocaba de lleno en una de las aventuras más fascinantes que
Occidente haya emprendido: la pregunta por el origen del lenguaje, la
perplejidad absoluta por la multiplicación de lenguas que pueblan, mez­
cladas unas con otras, la superficie de la tierra. Pero también situaba su
indagación, quizás una de las más profundas y eruditas de la segunda mitad
del siglo xx, bajo el impacto de su lectura de la obra de Benjamin y de los
extraños y sugestivos cruces que se presentan en su escritura. Benjamin
le enseñó a Steiner a deshacerse de los prejuicios, le facilitó la entrada a
un mundo donde se conjugan las intuiciones del místico, la escritura del
poeta y la reflexividad crítica del científico. La complejidad laberíntica
de la lengua, sus oscuros pasadizos y su enigmática presencia en el ser del
hombre se convirtieron, para Steiner, en la manifestación evidente de que
el desciframfonto de sus enigmas sólo sería posíble haciéndose cargo de esa
pluralidad de accesos que el propio Benjamín había estratégicamente elegi­
do. A los ojos del autor de Después de Babel, las pocas páginas que el filósofo
berlinés le dedicó al recurrente problema de la traducción contenían, como
en una nuez, la compleja y apasionante trama del lenguaje y de sus arcanos
orígenes. Afirmó Steiner en un reportaje :

E l mejor cumplido que s e l e puede hacer a m i libro -y n o espero mere­


cerlo- es que alguien diga : «este es un libro que Walter Benjamin hubiera
visto en cierto modo como una conclusión de su propia obra fragmentaria».
Para muchos de nosotros, Benjamin está resultando ser cada vez más, en

17
L O S H ER M E N E U T A S D E L A N O C H E .

cuanto a lengua y literatura, el lector más fiel, más delicado, producido por
el grupo moderno1 •

Junto con la fábula de Jorge Luis Borges sobre Pierre Menard, Steiner
definió al ensayo benjaminiano como el lugar central de la reflexión sobre
«el misteriaso acto de pasaje de la mente humana de una lengua a la otra».
Benjamin y Borges, el primero desde su propia experiencia de traductor y
de sus lecturas -inducidas por Gershom Scholem- de la Cábala judía, y
el segundo a partir de sus búsquedas literarias y sus eruditos paseos por eti­
mologías en desuso, lograron penetrar en el mundo misterioso del lenguaje.
Benjamin enfrentó a Steiner, al igual que Borges y Kafka, a la pregunta
decisiva por el origen de la lengua, por la: posibilidad de la traducción y
de la conservación del sentido del texto (el resguardo del «espíritu») en el
acto, que siempre es creativo, de la traslación de un idioma a otro. Motivó
su viaje -magníficamente relatado en Después de Babel- hacia las ignotas
y fantasmagóricas regiones donde se forjaron los misterios del lenguaje.
La extrema sensibilidad de Benjamin para pensar la historia de las
palabras a partir de las fuentes de la Cábala, del lenguaje de los poe­
tas y de la crítica literaria, le permitió a Steiner sospechar de las arbi­
trarias soluciones de la lingüística contemporánea, especialmente la de
sus variantes logicistas y matematizantes. Predispuesto para emprender
ese viaje atípico, Steiner, citando a D. Hymes, señala como presupuesto
fundante de sus indagaciones que «casi todo el lenguaje empieza donde
los universales abstractos terminan»2• Allí donde las teorías escrupulosas
pero sin vuelo imaginativo de los lingüistas no alcanzan a dar cuenta de
las oscuridades del habla, en ese punto donde lo indescifrable se entre­
laza con lo inexpresable, allí es donde Steiner, inspirado por el espíritu
benjaminiano y por las ironías borgianas, inicia su periplo; un viaj e que
lo conducirá hacia comarcas remotas y neblinosas, hacia ciertas expe­
riencias donde el secreto de las palabras se conjuga con el silencio de los
orígenes. Escribe Steiner :

[ . . . ] a través de imágenes arcanas, construcciones cabalísticas y emWemá­


ticas, de mitologías ocultas y extraños desciframientos, la discusión sobre
Babel busca su camino -igual que las hipótesis pitagóricas sobre el mo­
vimiento celestial en Copérnico y Kepler que eran astrológicas sólo en
parte- h acia revelaciones, esenciales. Mucho más impresionada que la
lingüística moderna por el abismo que separa al hombre de la palabra de su
hermano, la tradición del misticismo lingüístico y de la gramática filosófica
alcanza una intuición, una perspicacia inquisitiva que suelen estar ausentes
en las discusiones de hoy en día. En la actualidad nos movemos sobre un
terreno inás firme pero menos profundo3 •

l. G. Steiner, reportaje en Diario de Poesía (Buenos Aires), 10 (1988).


2. G. Steiner, Después de Babel, FCE, México, 1980, p. 545.
3. Ibid. , p. 7 8.

18
EL LAB E R I NTO D E LAS PALABRAS

E s esa «profundidad» l a que Steiner descubre e n Benjamin, esa ca­


pacidad para «leer detrás de las palabras», para interrogar al texto sin
violentarlo y sin imponerle formulaciones abstractas. Benjamin, fiel a la
tradición del comentario talmúdico, descubre diferentes planos de sentido
allí donde el texto siempre dice algo más. A contrapelo de una lingüística
atemorizada frente a las prohibiciones que desde el campo de la lógica y de
la analítica filosófica se le formulan, prohibiciones que acusan de metafísica
a cualquier postura que preste atención a otros saberes o que se sustraiga
a los criterios de verificación, el camino que eligen Benjamin y Steiner se
detiene en esos desvíos que conducen hacia aquellas regiones donde los
argumentos de la ciencia y de la razón no tienen mucho que decir. Leemos
en «La tarea del traductor» :

[ . . :]si existe una lengua de l á verdad, en la cual los misterios definitivos que
todo pensamiento se esfuerza por descifrar se hallan recogidos tácitamente
y sin violencias, entonces el lenguaje de la verdad es el auténtico lenguaje.
Y justamente este lenguaje, en cuya intención y en cuya descripción se
encuentra la única perfección a que puede aspirar el filósofo, permanece
latente en el fondo de la traducción4•

Ésta es la promesa, el fondo mesiánico ( i espanto de los positivistas! )


que también persigue Steiner; l a intuición -que e s d e origen místico- de
una lengua universal, pre-babélica, que aún no ha sufrido la dispersión
de la diáspora humana, y que continúa habitando, aunque en fragmentos
casi invisibles, entre los pliegues más secretos de las lenguas, allí donde
la avidez comunicacional-informativa o la violenta modelación subjetivo­
racional de la representación no han podido silenciar los ecos de esa otra
lengua. El traductor, el que verdaderamente posee el genio de ese oficio
mágico (al que los sabios del Talmud le conferían una responsabilidad
de primer orden, en tanto guardianes de las palabras divinas) , construye
un nuevo espacio, traza otro diagrama, donde chispazos de ese primitivo
nombrar se manifiestan entre los intersticios abiertos por la traslación de
un idioma a otro. «Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se
funda -sostiene Benjamin- más bien en el hecho de que ninguno de ellos
por separado, sin la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente
sus i ntenciones, es decir, el propósito de llegar al lenguaje puro»5• Allí
donde los hablantes confunden sus lenguas, entre los escombros de la torre
destruida por la voluntad punitiva de Dios, el interrogador de las palabras
aguza el oído para escuchar los ecos lejanos de la lengua verdadera. Ben­
jamin se detiene entre los escombros, sabe que esos restos desperdigados
-entre esos fragmentos que la historia de los hombres continuamente
ha dispersado- se encuentra el Ur-Sprache, la fuente original de la que

4. W. Benjamin, •La tarea del traductor•, Diario de Poesía {Buenos Aires), 10 (1988).
5. /bid.

19
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

brota un agua cristalina, el secreto luminoso del verdadero acto nomina­


tivo. Sabe que la catástrofe de Babel encierra, en tanto doble movimiento
de pérdida y púsqueda, la promesa de la redención. En la diáspora de
las lenguas, en la larga marcha por los múltiples senderos del extravío
lingüístico, se halla encerrada, para quien sabe mirar, la esperanza de la
vuelta a la tierra natal.
El joven Benjamín, el que escribe el ensayo sobre «El lenguaje en ge­
neral y el lenguaje de los humanos», se mueve con soltura y comodidad en
un territorio donde se combina teol'ogía y lingüística conforme a un para­
digma mesiánico-restitutivo de inspiración cabalística y romántica, volcado
-como sugiere Michael Lowy- «hacia la restauración de la armonía
edénica»6• La primera caída de Adán motivó su expulsión del paraíso; la
segunda caída de los hombres -la soberbia de Babel- motivó el extra­
vío de la lengua, la pérdida de esa fuente universal que entrelazaba a los
hombres con el mundo. Benjamín fue aproximándose a estas conclusiones
a través de diversas influencias, especialmente la que recibió de la lectura
de la obra de Franz Joseph Monitor sobre la Cábala, en donde se plantea
que la tarea del Mesías es «destruir el mal en su raíz más íntima y apagar la
mancha resultante de la caída de Adán», alcanzando así la redención y res­
tableciendo el estado anterior. Esa ruptura mesiánica de la historia supone,
a un mismo tiempo, el acto restitutivo de esa lengua expropiada por 'Dios
a los hombres. La sensibilidad lingüística de Benjamín le llevaba a sostener
la idea -esencialmente cabalística- de que el acto redentor constituía,
centralmente, una recuperación del lenguaje en toda su potencialidad no­
minadora, ya que el «hombre -escribe Benjamín- es aquel que nombra,
y por ello vemos que habla la pura lengua. Toda naturaleza, en cuanto se
comunica, se comunica en la lengua, y por lo tanto, en última instancia, en
el hombre. Por ello el hombre es el señor de la naturaleza y puede nombrar
las cosas. Sólo a través de la esencia lingüística de las cosas llega el hom­
bre desde sí mismo al conocimiento de éstas : en el nombre. La creación
de Dios se completa cuando las cosas reciben su nombre del hombre, de
quien el nombre habla sólo la lengua. Se puede definir el nombre como
la lengua de la lengua (con tal de que el genitivo no signifique la relación
del medio sino de lo central), y en este sentido ciertamente, puesto que
habla en el nombre, el hombre es el suj eto de la lengua y por ello mismo
el único>/. La destrucción de la Torre de Babel y el estallido de la lengua
única supuso el verdadero exilio del hombre conjuntamente con la pérdida
de su capacidad de ponerle «nombre» a las cosas. El lenguaje inició una
errancia planetaria desprovisto de su antigua y sagrada vestimenta, de ahí
que el joven Benjamín sostenga:

6. M. Lowy, Redem;ao e utopía. O judaísmo libertario na Europa Central, Companhia das


Letras, Sáo Paulo, 1989, p. 89.
7. W. Benjamin, «Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres», en Sobre el
pro[!,rama de la filosofía futura y otros ensayos, Monte Ávila, Caracas, 1.970, pp. 142-143.

20
E L L A B E R I N T O D E L A S P A L A B RA S

[ . . . ] el tercer significado [de la caída] , que puede acaso ser arriesgado


como hipótesis, es que también el origen de la abstracción como facultad
del espíritu lingüístico sea buscado en el pecado original [ . . . ]. Los elemen­
tos abstractos de la lengua --como se puede tal vez suponer- tienen sus
raíces en la p alabra j uzgadora, en el j uicio (Kafka también se hará cargo
de esta idea) . La inmediatez (es decir, la raíz lingüística) de la comuni­
cabilidad de la abstracción está radicada en el veredicto j uzgador. Esta
inmediatez en la comunicación de la abstracción ha tomado la forma
del juicio cuando el hombre abandonó, en la caída, la inmediatez de la
comunicación de lo concreto, del nombre, y cayó en el abismo de la media­
tización de toda comunicación, de la palabra como medio, de la palabra
vana: en el abismo de la charla8•

Esta original lectura que el joven Benjamin hace de ·la caída del hombre
y que lo lleva a la elaboración de una teoría del origen del lenguaje que lo
acompañará a lo largo de toda su vida, está inspirada -como demuestra
de forma convincente Winfried Menninhaus- en la filosofía romántica del
lenguaje de Novalis, Schlegel, Hamann y Herder -ella misma inspirada
por temas de la Cábala y de la tradición mística del pietismo suabo-. Los
fragmentos de esa lengua perdida, que habitan desperdigadamente nuestro
tiempo histórico, constituyen las señales de ese pasado que se proyecta
utópicamente hacia el futuro.
Steiner se compenetró, desde un comienzo y cuando se preparó para el
viaje hacia las comarcas neblinosas de la lengua, con el peculiar modo ben­
jaminiano de acceso a ese mundo; un acceso desprejuiciado e irreverente en
su relación con los saberes establecidos y lo suficientemente plástico como
para lograr la confluencia de tradiciones opuestas. Benjamín le enseñó a
leer superponiendo los planos y desarticulando las falsas murallas de los
dogmatismos. En ese ejercicio de interrelación Steiner siguiendo a Benja­
mín también fue capaz de vinctdar la mirada del lingüista, estrictamente
formado en las rigurosidades de la ciencia del lenguaje, con el comentario
cabalístico; el análisis lógico con la escritura poética; las sorprendentes
investigaciones del funcionamiento del cerebro humano con las formulacio­
nes filosóficas ancladas en antiguas tradiciones metafísicas; la profundidad
de ciertos hallazgos de la etnolingüística con la lectura atenta de la sabidu­
ría mítico-poética que, en relación al misterio de Babel, tiene mucho que
decir. Las «afinidades electivas» de Benjamín, la llave que le permitió mirar
de otro modo (cambiándose cuando era necesario las «gafas», saltando sin
inconvenientes entre paradigmas opuestos) y desde diferentes lugares los
t'ventos de la cultura moderna hasta alcanzar ciertas visiones profundas y
originales sobre el lenguaje, se constituyeron para Steiner en un modelo
•• seguir, en una sorprendente metodología para internarse en el mundo,

muchas veces opaco y distorsionado, del lenguaje.

H. /bid., pp. 150-151.

21
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

Retomando entonces esta perspectiva benjaminiana, Steiner puso en


evidencia que, s, i n hacerse cargo de las antiguas y profundas sugerencias
-en sus diversas variantes y registros- que la mística ha venido realizan­
do, será poco o nada lo que se podrá dilucidar. Si el viajero se detiene en ese
periodo de fervor creativo que surge en las últimas décadas del siglo XVIII
y que tiene en J. G. Hamann, Herder y Humboldt a sus más destacados
representantes en la esfera de esa ciencia al mismo tiempo antigua y nueva
que es la lingüística, lo primero que se cruza en su camino y que atrae su
atención es la permanencia de las fuentes místicas, de los hilos que aún
vinculan el universo secular del lenguaje con el ámbito de lo sagrado.
Todavía se respira en el aire la influencia de Jacob Bohme y del pietismo
suabo que se extendería directamente hasta Holderlin y Schelling; una
influencia que retrotrae hacia otras épocas y que devuelve el eco de saberes
olvidados. La búsqueda de una lengua universal, fuente cristalina de la que
se desprendieron en la noche babélica los idiomas del mundo, constituyó
un elemento excitante, una llave para abrir, en aquellos tiempos pioneros,
la puerta secreta del lenguaje.
La fluidez del contacto con la dimensión sacra de las palabras les per­
mitió, a esos pensadores finiseculares, arriesgar algunas de las hipótesis más
atrevidas y fecundas del campo lingüístico. Pero no sólo la atmósfera teo­
lógica, el aire arcaizante de la vieja Alemania, influyeron en estos inquietos
espíritus; también, vía la influencia de Vico, descubrieron con fascinación
apenas contenida que existía una relación estrecha y fecundadora entre
el idioma y la identidad nacional. Fue Hamann el primero que llamó la
atención de sus contemporáneos al hablar de la «fibra de la lengua», de que
la percepción del mundo es lingüística y se adapta al genio de cada pueblo.
Recuperando la idea de Leibniz de que el lenguaje no es el vehículo del
pensamiento sino el medio que lo determina y condiciona, y agregando la
afirmación de Vico, hecha en la Ciencia Nuova, de que cada lengua repre­
senta el genio autónomo de una comunidad, su grado de particularidad,
Hamann abrió el camino para lo que luego sería ampliamente desarrollado
por los ideólogos del germanismo. Serían Herder y Fichte los que se en­
cargarían de llevar a su máxima saturación de sentido esta extraña mezcla
de lengua y comunidad nacional. Otra vía mística, quizás más trabajada
por la secularización moderna, que impregnará decisivamente el camino
a recorrer por la conciencia alemana.
«La exégesis mística -escribe Steiner- respalda aquella convicción
de Hamann y Leibniz según la cual un tejido nervioso de revelacidnes
y significaciones secretas corre por debajo de la estructura superficial y
aparente de todas las lenguas»9• Junto a esta convicción universalista, y sin
entrar en contradicción con ella, se coloca la nueva teoría de las lenguas
nacionales. Estos dos elementos secundaron el terreno para el surgimien-

9. G. Steiner, Después de Babel, cit., p. 99.

22
E L LA B E R I N T O D E LAS PALABRAS

to del Romanticismo que s e haría cargo y acentuaría nuestro sentido del


lugar, del territorio, de los particularismos geográficos e históricos. Los
románticos potenciaron las vertientes místicas y nacionales; construyeron
una nueva mitología reinventando; podría decirse, el idioma alemán. Des­
de Goethe y Schiller, hasta Novalis, Holderlin y Jean Paul, en menos de
cuarenta años, la lengua de Lutero sufrió vertiginosas transformaciones.
En gran medida el siglo XIX alemán fue forjado por el idioma del Fausto y
del Hyperión, del humus lingüístico de esas dos obras colosales se alimen­
tafon casi todos los grandes escritores que definieron el carácter original,
y problemático, de la cultura alemana. Benjamin, educado como buen hij o
de las postrimerías del siglo XIX en la tradición de los clásicos, tenía plena
conciencia de ese influjo, de la magia de un idioma trabajosamente articu­
lado en los talleres de poetas y filósofos. La lengua fue para los alemanes y,
esto también lo sabía Benjamin, tánto un modo de autorreconocimiento, de
estímulo para la conformación de una sólida identidad nacional potenciada
por un sentimiento -algo patológico- de autenticidad (Heidegger se en­
cargaría, mucho tiempo después de ese momento fundacional y en medio
de otra encrucijada histórica, de retomar estos temas de lo espiritual, de
lo propiamente filosófico, del idioma alemán), como vehículo privilegiado
de aislamiento respecto del Occidente ilustrado y racionalista, del círculo de
culturas herederas de los valores del siglo XVIII. Pero también los alemanes
creyeron ser la gran barrera civilizatoria frente a las fuerzas bárbaras y
oscuras que venían del Oriente, de las inmensas estepas rusas. Esa pecu­
liaridad, ese sino trágico, marcó el proceso de constitución de la Alemania
moderna y signó dramáticamente su terrorífico papel bajo el dominio hit­
leriano. Sería pecar de ingenuidad, o de mala fe, si no se profundizara en
las vinculaciones que gran parte dt! ese humus cultural tuvo en la gestación
de la ideología nacionalsocialista, de la misma manera que no puede agotarse
la riqueza y densidad de ese legado en la síntesis maldita del nazismo10•
Benjamin tomó distancia de los adalides del germanismo, de ese mun­
do académico saturado de autoestima y profundamente trabajado por las
nuevas formas del fanatismo nacionalista; aunque siempre se sintió a gusto
en el seno de su idioma materno (comodidad que, en parte, también llegó
a sentir con el francés). Sus preocupaciones lingüísticas estaban orientadas
a la indagación, de raíz cabalística, de la «lengua universal» y no a resaltar
obsesivamente los caracteres particulares y autóctonos de la lengua na­
cional. El contenido judaico, cosmopolita, de su pensamiento le impidió
tomar partido por la visión herderiaría y le indujo a rechazar cualquier
forma de nacionalismo lingüístico. Su preocupación por el problema de la
traducción se fundaba _directamente en la idea, compartida por Mallarmé,

10. He intentado reflexionar en torno a esta relación ardua y problemática en un ensayo


dedicado a la interpretación que Jean Bollack hizo de la poesía de Paul Celan. Véase R. Forster,
•l'aul Celan y la barbarie de la lengua•: Pensamiento de los Confines (Buenos Aires), 19 (2006), y
1nmbién aquí, pp. 95-115.

23
L O S H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

de que e l acto de la traslación de un idioma a otro era posible si se sostenía


el concepto de una «lengua universal». Escribe Steiner siguiendo el hilo del
razonamiento benjaminiano:

La traducción es a un tiempo posible e imposible,_según una oposición dia­


léctica característica de la argumentación esotérica. Tal antinomia surge del
hecho de que todas las lenguas son fragmentos cuyas raíces, en un sentido
tan algebraico como etimológico, existen y se justifican sólo gracias a die
reine Sprache. Este «lenguaje puro» -en otros puntos de su obra, Benja­
min se refería a él como al logos que da sentido al discurso pero que no se
muestra en ninguna lengua viva particular- es como una corriente oculta
empeñada en explayarse en los canales obstruidos de nuestras diversas
lenguas, En el «mesiánico fin de la historia» (una formulación cabalística),
todas las lenguas divididas volverán a su común fuente de vida. Entre tanto,
la traducción es depositaria de enormes responsabilidades filosóficas, éticas
y mágicas11•

La verdadera traducción (no la que se empecina en alcanzar la quimera


de la literalidad) es aquella que, entre la lengua fuente y la lengua a la que
se vuelca el original, produce una fusión enriquecedora, capaz de reinven­
tar -en el nuevo texto- el escenario para la conjunción lingüística.
Desde ciertas vertientes místico-religiosas todo acto de traducción
significa una pérdida o, más grave aún, un acto condenable, un manipular
lo que no se debe tocar. El riesgo es altísimo cuando los hombres se entro­
meten indebidamente con las palabras. Olvidar un signo de puntuación,
equivocar el sentido de una expresión, pasar por alto un giro idiomático,
despotenciar el sentido de una palabra, constituye -para esta visión- una
catástrofe cuando se intenta traducir un texto sagrado. El hebreo, para los
cabalistas, no es una lengua más, es la lengua pura de la creación divina,
es el origen mismo de la vida; sus vericuetos y sus pasadizos esconden los
secretos de Yahvé. Sin embargo, y esto la Cábala no lo rechaza, es posible
descubrir también en los otros idiomas las huellas de la lengua primigenia,
pre-babélica. Steiner señala que para Pablo la traducción significaba un via­
je «hacia abajo», un alejamiento del verdadero Lagos. Cuando la palabra es
auténtica, sostiene el apóstol, no debe haber traducción. «El que ha estado
en Cristo y ha podido oír palabras indecibles, arcana verba, no deberá
repetirlo en ninguna lengua mortal» (véase 2 Corintios 1 2, 4). El judaísmo
conoce un tabú aún más radical. El Mejillah taonith, que según se cree se
remonta al siglo I d.C., nos dice que el mundo se oscureció durante tres días
cuando la Ley (Torah) fue traducida al griego. La creación zozobró cuando
los hombres modificaron el idioma de la Ley. Cuenta la tradición que los
setenta sabios judíos que en la Alejandría de los Ptolomeos, en el siglo rv,
tradujeron la Biblia al griego lograron el milagro de que absolutamente
todas las traducciones coincidieran entre sí; fue la famosa Septuaginta car-

11. G. Steiner, Después de Babel, cit., p, 85.

24
E l LAB E R I N T O D E LAS PALABRAS

gada d e significación mística. besde otra experiencia, y e n otro momento


histórico, Rilke -en su carta a la condesa Sizzo de 1 922- se ocupa de
formular la idea de que cada palabra utilizada en un poema se desprende
definitivamente de su uso cotidiano ; la lengua del poeta ya no es la de la
cotidianeidad. «Ni una palabra en poesía -escribe Rilke- (quiero decir,
aun cada 'y' o 'la', 'el', 'lo') es idéntica a la palabra del mismo sonido que
se emplea cotidianamente o en conversación; el orden más estricto, la gran
relación, la constelación que adquiere en el verso o en la prosa artística mo­
difica hasta el meollo su naturaleza misma, la hace inútil, inutilizable para
el mero trato, intocable y duradera . . . ». Un aura especial, casi fantasmal,
rodea la palabra poética, le confiere una sacralidad única e intransferible.
Para los escritores del futurismo ruso, o para algunos dadaístas, la tarea era
la inversión de esta formulación rilkeana: saturar al lenguaje poético con
los usos del habla cotidiana, acercár la metáfora poética a la vida ordinaria;
eliminar las distancias entre el poema y la calle fue el programa revolu­
cionario de las vanguardias estéticas de entreguerras. De todos modos, la
sensibilidad rilkeana frente a la palabra que ha «caído» en el mundo del
poema, la luminosidad que adquiere, es lo más propio del espíritu poético.
Ante la posición que sostiene la intraducibilidad y que condena su
ejercicio, se levanta otra alternativa que formula la idea de que por detrás
de las palabras permanece, como un fondo borroso, la lengua originaria;
y que en todo caso el desastre de Babel se convierte en un apremiante
potencial moral y práctico, la exigencia mesiánica del retorno a la unidad
lingüística, el movimiento hacia y más allá de Pentecostés. La traducción,
para esta concepción, es una obligación teológica, un momento esencial,
insustituible, de la redención. Lo que fue mezclado y confundido en Ba­
bel deberá ser recuperado y recompuesto . Por eso la tarea del traductor
contiene elementos mesiániGos. Los cabalistas lo sabían y se ocuparon
obsesivamente por encontrar las füuras, los pliegues, que les permitieran
atravesar el muro de las palabras para saltar hacia esa otra dimensión de
la «lengua universal». Es ésta la posición de Benjamin:

Para quien el traductor es el que hace surgir la chispa, el que crea, gracias
a un eco espontáneo, una lengua más cercana a la unidad primigenia del
lenguaje que el texto original o la lengua a la que se traduce. No es otro
«el reino final del lenguaje», el presagio palpitante de ese discurso perdido
pero más integral que se encuentra emboscado, por así decirlo, entre y tras
las líneas del texto. Sólo la traducción tiene acceso a ese reino. Un acceso
que tendrá que ser parcial mientras no se logre gobernar a Babel12•

Lo demiúrgico se cuela en la actividad del traductor; lo que se va


desplegando a medida que su trabajo progresa es un nuevo universo del
lenguaj e. «Cada traducción -afirma Franz Rosenzweig- es- una tentativa

12. lbid. , p. 28 1.

25
L O S H E R M E N E U TA S D E LA N O C H E

mesiánica que acerca la redención». Por l o tanto quien traduce cumple


una promesa, realiza el Tikún, una reparación, un reajuste de la acción del
verbo, la devolución de la palabra a su sentido original.
Benjamín no podía sentirse muy a gusto entre aquellos filósofos y poetas
que, olvidándose del Ur-Sprache, se dedicaron con fervor a exaltar la lengua
nacional corrio único ámbito de referencia. La estrechez del nacionalismo
siempre espantó a Benjamín; para él, en cambio, el alemán cosmopolita era
el de un Lutero o el de un Holderlin que, al traducir el primero la Biblia y el
segundo a Sófocles, modificaron profundamente su idioma materno y con­
movieron los cimientos de la lengua-fuente, es decir, construyeron un puen­
te que eliminó las distancias, los desencuentros. Benjamin se identifica con
la posición de Goethe que señala tres momentos en la traducción (Goethe
mismo traducía del griego, del bajo alemán y de las lenguas eslavas meridio­
nales). El primer modo nos familiariza con la cultura del autor traducido y lo
hace en virtud de una transferencia «a nuestro propio sentido» (la traducción
incorpora el material extranjero al ritmo propio de la lengua y la cultura
nacional) . El segundo modo consiste en impregnar completamente la traduc­
ción del sentido de la lengua y la cultura nacional; se trata de una adaptación
absoluta, la imposición del atuendo autóctono a Ja forma extranjera. Pero
hay un tercer modo, el verdaderamente original, el más alto y acabado, que
se propone la identidad perfecta entre el texto-fuente y el de la traducción.
Esta identificación significa que el nuevo texto no existe «a cambio de otro
sino en su lugar». El tercer modo exige que el traductor abandone «el genio
específico de su propia nación para producir un Tertium datum»13• El texto
de la interlinealidad absoluta, con el que se siente identificado Benjamín.
Decíamos que en la traducción que Lutero hizo de la Biblia o la que
hizo Holderlin de Sófocles se percibe esta idea de un texto que apunta a
la concep¡;ión de una lengua madre que palpita por detrás de la dispersión
babélica. Este es el tema fundamental de la teoría del lenguaje en Benjamín.
Su aproximación al francés, con las traducciones de Baudelaire y Proust,
estuvo signada por esta suerte de utopía desplegada en el interior de la
lengua alemana por Lutero y Holderlin.
Steiner considera que la evolución del alemán moderno es inseparable
de la Biblia luterana, del Homero de Voss, de las versiones sucesivas que de
Shakespeare hicieron Wieland, Schlegel y Tieck. Allí donde el acto de tradu­
cir supone una inquietante transformación de los dos idiomas, Benjamin,
fiel a la propuesta de Goethe, descubre la cristalización del alemán mo­
derno. Y esto es así, porque toda comprensión supone una interpretación
activa, una modificación sustancial de las coordenadas. Lo que· no resiste
es la literalidad que, como señala agudamente Steiner, también pide ser
«descifrada» en la medida en que significa «más o menos, o algo distinto
de lo que dice»14. Los maestros del Talmud sabían perfectamente que una

13. Ibid., p. 296.


14. Ibid., p. 320.

26
E L LA B E R I N T O D E LAS PALABRAS

verdadera comprensión e s interpretación activa; sabían que sus comenta­


rios de la Tórah implicaban, dicho modernamente, una metamorfosis del
texto, la elaboración de una nueva puntuación, la construcción de otro
plano de sentido. Y también sabían que su interpretación era susceptible
de ser rechazada o modificada por otros comentarios. Quien comenta un
comentario (es lo propio de las múltiples lecturas que los judíos hicieron de
su tradición) modifica irremediablemente el propio texto original. Por eso
para el judáísmo no existe una sola vía de acceso, una palabra con fuerza
de dogma intocable. El comentario exegético es potencialmente infinito
y se convierte en una tela de Penélope que cada generación vuelve a tejer.
El mundo del texto, y el crucigrama de palabras que encierra, se abre a
la multivalencia interpretativa, se deja conmover por los remolinos de la
historia. Leer significa descifrar y traducir significa re-situar. El libro de
los libros es, quizás, el más abierto a los vaivenes de las múltiples lecturas.
Gershom Scholem ha explorado magistralmente y siguiendo las pistas
de la Cábala, este peculiar mecanismo de lectura-comentario que ha ido
alimentando y transformando al propio Libro. Haciendo referencia a la
cábala luriática, Scholem señala:

[Cada] palabra de la Torah posee seiscientos mil «rostros», planos de sen­


tido o entradas, según el número de los hijos de Israel que se encontraban
reunidos en el Sinaí. Cada rostro sólo es visible y descifrable por uno de
ellos. Cada uno está en posesión de una propia e inconfundible posibili­
dad de acceso a la revelación. La autoridad ya no constituye el «sentido»
unilateral e inconfundible de la comunicación divina, sino que es muestra
de su plasticidad infinita15 •

Pero el secreto de esta pluralidad de lecturas, su misterio, radica en


que todas convergen hacia td núcleo originario que se ha fragmentado en
innumerables pedazos; la tarea del cabalista, desarrollada con paciencia
infinita, es la de volver a reunir esos fragmentos desperdigados en el propio
texto para recuperar la unidad radiante de la lengua primigenia. Porque la
Torah no solamente está compuesta de los nombres de Dios, «sino que en
realidad constituye en su conjunto el único y sublime nombre de Dios»16•
Detrás de las palabras, oscurecido por el laberinto de las lenguas, el nom­
bre de Dios -esencia del misterio- sustenta todo el peso de la creación.
Paciencia infinita la del cabalista, que interroga una y otra vez al texto,
que desconfía de los sentidos literales, que pasea su mirada aguda por
la selva enmarañada de palabras que ocultan, y protegen, el nombre de
Dios. Husmeador de pistas semiborradas, el cabalista sabe que las palabras
encierran la esencia de la creación y que el mundo es, en su fundamento,
una abigarrada conjunción de signos lingüísticos. Benjamiri. aprendió el

15. G. Scholem, La Cábala y su simbolismo, Siglo XXI, Madrid, 1979, p. 13.


16. Ibid. , p. 43.

27
L O S H E R ME N E U T A S D E L A N O C H E

arte del cabalista, él también jugó el juego del comentario que nunca es
prepotencia de la razón, búsqueda instrumental, sino aproximación amo­
rosa, acercamiento lúdico.
Antes habíamos hablado de la responsabilidad del traductor que se
hace cargo de la traslación de un texto sagrado; Rabí Meir, uno de los
maestros más importantes de la Misná, nos cuenta:
Cuando estudiaba con Rabí Aquibá, tenía yo costumbre de echar vitriolo a
la tinta, y aquél no decía nada. Pero cuando me fui con rabí Yisma' el, me
preguntó : Hijo mío, ¿cuál es tu ocupación ? Yo le contesté : Soy escriba de
la Torah. Me dij o entonces : Hij o mío, ten cuidado con tu trabaj o, porque
es un trabajo divino ; si omites una sola letra o si escribes una de más, des­
truyes el mundo entero17•

Benjamin se siente anclado en esta tradición para la que no existen pa­


labras gratuitas, carentes de sentido; una tradición que descubre la enorme
potencialidad que se esconde en el lenguaje; pero que también sabe de los
peligros, de las desventuras que el habla ha infligido a los seres humanos.
Yosef Chicatilla fue un destacado cabalista español que meditó sobre los
misterios de las palabras a fines del siglo XIII y que llegó a conocer diversas
partes del Zohar, el libro esencial de la Cábala judía. Chicatilla elaboró una
significativa versión de la relación entre la Torah y el nombre de Dios. «Se­
gún él -escribe Scholem- la Torah misma no es el nombre de Dios, sino
la explicación de este nombre». Chicatilla transmite de este modo su idea:
«Sabed que el conjunto de la Torah es algo así como una explicación y un
comentario del Tetragrama YHVH. Y esto es lo que significa en propiedad
la expresión bíblica 'Torah de Dios'». Para el cabalista español «la Torah está
tejida del nombre de Dios». Según relata Scholem, parece ser que Chicatilla
fue el primero en emplear esta idea de «tejido» (arigd) para describir cómo
el nombre de Dios reaparece siempre en la textura de la Torah. Dice, por
ejemplo: «Reconoced la forma y el modo maravillosos en que la Torah fue
tejida en la sabiduría de Dios», o en otro pasaje : «Toda la Torah es un tejido
de sobrenombres o Kinnuyim -es la expresión hebrea para los diferentes
epítetos de Dios, como misericordioso, grande, clemente, respetable-, y
estos sobrenombres son a su vez un tejido de los diferentes nombres de Dios
(como, por ejemplo, El, Elohim, Sádday) . Por su parte todos esos . nombres
sagrados dependen del Tetragrama de YHVH, con el que están relacionados.
Por eso toda la Torah es, en último término, un tejido hecho con material sa­
cado del Tetragrama». Scholem agrega que «se dice que la Torah es el nombre
de Dios porque constituye un tejido viviente, un 'textus' en el sentido exacto
del término, en el cual está elaborado de un modo invisible e indirecto el
único y verdadero nombre, el Tetragrama . . . »18• El texto muestra sus . múlti­
ples posibilidades, el laberinto de sus significaciones. Saber leerlo, dirán los

17. Ibid., p. 42.


18. Ibid. , pp. 44-46.

28
E L LABERINTO D E LAS PALABRAS

cabalistas, es saber internarse en los misterios de la creación, de l a palabra


pronunciada por Dios; encontr�r el camino hacia el lenguaje primigenio.
El universo de la lengua es a un mismo tiempo promesa y extravío,
redención y catástrofe; es, podría decirse, esencialmente mesiánico en el
doble sentido del concepto hebreo de Tikún que es la expresión suprema
de la dualidad constitutiva del mesianismo judío. Para los cabalistas -espe­
cialmente Isaac Luria y la escuela de Safed-, el Tikún «es el restablecimien­
to de la gran armonía que ha sido rota por la Quiebra de los Vasos (Shevirat
ha-kelim) y más tarde por el pecado de Adán»19• Como observa Gershom
Scholem, «El Tikún, camino que lleva al fin de las cosas, es también el ca­
mino que lleva al comienzo» : ello implica la «restauración del orden ideal»,
esto es, «la restauración, la reintegración de todo lo original». El adveni­
miento del Mesías es el cumplimiento del Tikún, la redención en cuanto
«retorno de todas las cosas a su contacto original con Dios». El «mundo del
Tikún» (Olam-fla-Tikkoun) es, por tanto, el mundo utópico de la reforma
mesiánica, de la supresión de toda mácula, de la desaparición del mal, y
desde la óptica del lenguaje, la vuelta a la unidad perdida, la recuperación
de la potencia nominadora de las , palabras20• Por eso Benjamin hace suya
la idea de que allí donde más dolorosamente se nos muestra la desventura
del extravío es donde debemos buscar las huellas del origen, las señales
que nos permitan desandar el camino donde el fin sea el comienzo. Aquí su
senda se cruza ev:identemente con la de Kafka para quien la teología tiene
un claro y preciso sentido negativo : «Su objeto -como señala Lowy- es
la no presencia de Dios en el mundo y la no-redención de los hombres».
Como escribe Maurice Blanchot: «Toda la obra de Kafka está en procura
de una afirmación que ella quisiera obtener a través de la negación [ . . . ] .
La trascendencia e s justamente esa afirmación que sólo se puede afirmar
por la negación». De hecho, Kafka «parece participar de la convicción de
Strindberg (que se encuentra igualmente en Benjamin) de que 'el infierno,
es esta vida aquí' . En uno de los aforismos de Zürau escribe : 'Más diabólico
de lo que es esto aquí, eso no existe'. Es precisamente esa mirada desolada
sobre el mundo lo que nos remite a la aspiración mesiánica»2 1 •

11

«Toda la Divina Comedia suscribe el escrúpulo que Dante enuncia, desde el


Canto X hasta el XXIII del Paradiso, que el lenguaje le está fallando; que
la luz de las significaciones últimas está más allá del lenguaj e»22• Percepción

19. M. Lowy, Reden(¡iio . . . , cit., p. 21. Véase también G. Scholem, Sabbatai Seví. The Mysti­
cal Messiah, Princetori University Press, Princetón, 1989, pp. 40-77, y su artículo «Kabbalah», en
Enciclopaedia Judaica, Keter Publishing House, Jerusalem, 1971, t. 1 0, p. 599.
20. G. Scholem, «Kabbalah>>, cit., p. 599.
21. M. Blanchot, e n M . Lowy, Reden(ao. . . , cit., pp. 74-75.
22. G. Steiner, Después de Babel, cit., p. 370.

29
L O S H E R M EN E U T A S D E LA N O C H E

del poeta de trabajar en los límites de la lengua; como si e l sentido de las


palabras vibrara del mismo modo como vibra el cristal, «en cuya recóndita
claridad están latentes la fragmentación y la interferencia». Umbral infran­
queable. Callarse allí donde las palabras ya no alcanzan al mundo, donde
sus manierismos expresivos no hacen otra cosa que mortificar lo que se
sustrae al decir. Pero el poeta insiste y busca los caminos que le devuelvan
a la lengua el sentido del mundo :

Habla tú también,
habla como el último,
pronuncia tu proverbio.

Es Paul Celan el que diagrama esta exigencia, el que sabe que el umbral
no se puede franquear:

Habla -
pero no separes el no del sí.
Da a tu proverbio también sentido :
dale sombra.

Los claroscuros del lenguaje, las encerronas inevitables de la lengua:

Mira alrededor:
mira cómo en torno todo deviene vivo -
i Por la muerte ! iVivo!
Verdad dice quien sombras dice.

Pero el silencio no se tolera, son preferibles las sombras; por eso el


poeta combate ferozmente contra el límite; busca, parapetándose en dife­
rentes trincheras, vencer ese umbral para seguir pronunciando la palabra
verdadera.

Ya sin embargo se reduce el lugar donde te tienes :


fadónde irás ahora, expoliado de sombra, adónde?
Sube. Tantea hacia arriba.
i Más escaso devienes, más irreconocible, más fino !
más fino : un filamento,
por el que bajar quiere la estrella:
para nadar hondo, en el fondo,
donde ella se ve brillar : en el escarceo
de palabras peregrinas.
(Paul Celan, «Habla tú también»23)

Se trata de continuar con la escritura en esos territorios donde la os­


curidad acecha y el silencio se impone. «Si todos los mares fueran de tinta

23. P. Celan, Obras completas, trad. de J. L. Reina Palazón, Trotta, Madrid, 52007, pp. 108 s.

30
EL LABERINTO D E LAS PALABRAS

-escribe E. Levinas e n Difficile liberté- y todos los estanques estuvieran


sembrados de cálamos, si el cielp y la tierra fueran pergaminos y todo ser
humano ejerciera el arte de escribir; en ese instante la palabra no resultará
disminuida en más de lo que puede sustraer al mar la punta del pincel».
Empecinamiento por decir lo indecible utilizando un material inagotable
y errático, la palabra que se le escapa al artesano que pacientemente la
trabaja, del mismo modo que la escritura no puede utilizar toda la tinta
que se acumula en el mar. Y, sin embargo, el poeta insiste, se traba en una
feroz lucha contra ese mismo material que determina su existencia; un
combate cuyo final él ya conoce de antemano: la derrota, la dispersión
del sentido «en el escarceo de palabras peregrinas». Porque el lenguaje del
poeta se aproxima al mundo, lo rodea con su manto, trata de colarse por
las grietas que sólo él descubre, pero acaba deteniéndose allí donde el
misterio del universo le exige silencio. En verdad, y éste es el saber más
profundo del pot;:ta, el mundo sólo se abre al lenguaje cuando lo desea,
allí donde le place dejarse acariciar por las palabras. Los claroscuros de la
lengua representan la presencia inasible de lo que es. En los límites del len­
guaje el poeta guarda silencio. «O bien, puede verse impelido hacia una
radical extralimitación; hacia una trascendencia del discurso coherente
que no es, como en muchos surrealistas, ni histriónica ni oportunista,
sino que arriesga la razón y la vida misma. Los silencios, las demencias,
los suicidios de buen número de grandes escritores proclaman en rigor,
una experiencia de los límites últimos del lenguaje»24• Uno de los ejem­
plos más patentes es, sin duda, el de Holderlin, un verdadero artesano
de los márgenes que arriesgó su lucidez detrás de la búsqueda de una
palabra capaz de decir el mundo, de colarse entre los intersticios de los
dioses. Escribir es arriesgar y traducir es jugar con elementos peligrosos;
Holderlin hizo ambas cosas : escribió en los bordes de la locura tratando de
cubrir con palabras el abismo insoportable del silencio, y tradujo poniendo
en ebullición sus dos lenguas más amadas: el griego y el alemán. Para el
autor de Hyperion la traducción consiste en retocar y explicitar; en traer
a flote el cuerpo ausente de las significaciones implícitas, pero también es
corrección (carta de Holderlin a Wilmans del 28 de septiembre de 1 8 03 ) .
L a intertextualidad es, e n e l poeta suabo, recreación del texto-fuente y
creación de un terreno lingüístico intermedio. El griego-alemán de sus
traducciones de Sófocles representa ese ideal de «tercera lengua» que nace
del choque de la lengua-madre y la lengua traducida. En realidad el tra­
ductor ve más y mejor que el propio autor; interroga desde lugares que
permanecen obturados para el autor y puede dar nueva luz al texto. «Las
modificaciones que aporta el traductor -escribe Steiner- ya figuran en
estado latente en el original; pero sólo él es capaz de verlas»25• No se puede
excluir que este privilegio visionario tenga un toque de locura. Ver detrás

24. G. Steiner, Después de Babel, cit., p. 3 70.


25. Ibid. , p. 3 76.

31
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

de las palabras, seguirlas en sus viajes laberínticos, supone una sensibili­


dad fuera de lo común. Al traducir a Sófocles, Holderlin sabe, o intuye,
que para los griegos el discurso no describe los hechos, no actúa desde
la exterioridad abstracta de la conceptualización moderna, ni equivale a
su representación. Las palabras se entrelazan con el mundo, ellas son los
hechos, dicen el mundo siendo parte de él. Esta hondísima percepción le
permitió a Holderlin traducir de un modo completamente novedoso a Só­
focles. «Antígona no se limita a esbozar anticipaciones de sangre y muerte :
oscurece, volviéndola más sanguinaria, palabras que ya de por sí son actos
de suicidio y rebelión»26• Esta esencia activa del lenguaje se nos escapa;
pero Holderlin, un poeta, la reconoce y la persigue, logrando anticiparse
en más de un siglo a las reflexiones etnolingüísticas, de la antropología y
de la propia filosofía de la cultura, que hoy sostienen, ya como un lugar
común y aceptado, aquello que Holderlin sospechaba como poeta. Aunque
en su experiencia intransferible ese reconocimiento tuvo un carácter más
profundo y esencial que las presentaciones más lavadas y ascéticas de las
ciencias del hombre y del lenguaje.
Walter Benjamin descubrió este elemento en el poeta suabo. Salir a la
busca del sentido literal, perseguir el Grund de cada palabra, es perturba­
dor, una tarea entre hercúlea y delirante. Holderlin pagó el precio de su
lucidez al atreverse a ese viaje iniciático por el selvático y oscuro continente
del lenguaje . Para él las palabras constituían la clave de la realidad; no
pudo, y tal vez no quiso, salir de la fascinación que ellas ejercen, quedó
aprisionado entre lo ficcional, lo onírico y lo real ; su escape fue la locura
y a diferencia de Ulises no pudo oír sin sucumbir el canto embriagador de
l as sirenas. El silencio del viejo poeta, la perturbación de su mente testi­
monian, como ningún otro ejemplo, los riesgos del artesano del lenguaje.
Es oportuno, en este punto, citar largamente a Steiner:

El genio de Holderlin alcanza su clímax en la traducción, porque el cho­


que, la unión progresiva y la fusión dialéctica del griego y del alemán, son
para él la representación más tangible de las colisiones a que está sujeto
el ser. El poeta hace entrar y aspira a romper el núcleo mismo de la signi­
ficación extranjera. Aniquila su propio ego cuando se empeña, con igual
arrogancia y humildad, en fundirse con otra presencia. Una vez que lo ha
hecho no puede regresar incólume al terreno nativo. En el curso de cada
uno de estos desplazamientos hermenéuticos, el traductor se entrega a un
acto profundamente semejante al de Antígona cuando ella irrumpe en el
universo de los dioses. El traductor es un antitheos que viola la separación
natural de las lenguas, designio de los dioses ( ¿ con qué derecho traduce ? ) ,
pero q u e también afirma, p o r medio de su rebelión, la unidad suprema
(y no menos divina) del logos. Cuando se da el choque de implosión, que
es llamarada, de la traducción auténtica, las dos lenguas son destruidas y la
significación entra, por un momento, en una «viva oscuridad» (la imagen

26. !bid. , p. 3 77.

32
EL LA B E R I N T O DE LAS PALABRAS

e s de los funerales de Antígona) . Pero una nueva síntesis sale a luz, unísono
del ático del siglo v y del alemán de principios del siglo XIX. Es un idioma
extranjero, porque no pertenece por completo a ninguna de las dos lenguas.
Y, sin embargo, carga corrientes de significación más universales, más próxi­
mas a las fuentes del lenguaje, que el griego y el alemán. Por eso, el último
Holderlin piensa que el poeta, cuando traduce, se acerca como nunca a su
lengua verdadera. Más allá de las aleaciones y fusiones que suscita la gran
traducción -pero ahora conforme a una aceptación por fin concreta y en
la que el poeta se mueve libremente-, se extiende el silencio. La coherencia
perfecta es muda e inefable27•

La idea de los extremos, de las oposiciones, como vehiculización de


la verdad será recuperada por Benjamín, especialmente en su estudio
de los barrocos alemanes. En el choque de dos lenguas, de dos continen­
tes culturales separados por un abismo de tiempo y de representaciones,
el poeta descubre «el otro», ve emerger la palabra que ya no se dice
estrictamente ni en griego ni en alemán. El traductor re-crea, lanza en
otra dirección el material lingüístico, construye un escenario donde las
palabras resuenan de otro modo. El gran traductor, dirá Benjamín, inspi­
rándose en Lutero y en Holderlin, es aquel que se salta de su lengua, pero
sin caer en esa forma de la apología que es la literalidad. La aventura de
la traducción se entreteje con la aventura del lenguaje y sus múltiples
metamorfosis. El traductor da un paso más que el escritor porque tiene
que investigar la historia de las palabras que el escritor estampó en el
texto, y esa investigación se hace desde una perspectiva más amplia y
exhaustiva; él debe aprender a preguntarle al texto lo que se le escapa
al propio autor, lo que no supo que formuló. De este modo elabora un
nuevo mapa y trastoca el paisaje de la escritura. É sta es la «responsabili­
dad» insoslayable del traductor.
Volvamos a la frase final de Steiner: «La coherencia perfecta es muda e
inefable», pero facaso puede el lenguaje de los hombres apropiarse de esa
«coherencia perfecta» ? El poeta trabaja en la falta, su escritura pone al des­
cubierto la grieta que resquebraja el muro de la plenitud de sentido, pone
en cuestión, aunque no lo quiera, la correspondencia absoluta de palabra
y realidad. Es esta certeza de incompletitud, de carencia, lo que lo coloca
en una situación ambigua: por un lado, en la medida en que la «coherencia
perfecta» es una quimera inalcanzable, el poeta sabe que tiene la oportu­
nidad de salir a la busca de un lenguaje atravesado por las exigencias de lo
que no se posee ; de este modo, excita su imaginación, indaga por detrás
de las significaciones más evidentes, trastoca el orden de lo dado tejiendo
un manto de palabras que confunden ficción y realidad. Apropiándose de
la falta descubre en ella, y a través de ella, la posibilidad de la escritura. El
poeta, a falta de una respuesta inmediata, dice Paul Celan, debe ir «a través

27. !bid. , p. 3 8 0.

33
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

de las múltiples tinieblas del discurso mortífero», debe salir a buscar lo que
se le sustrae. Pero, y éste es el otro lado, comprende que el lenguaje es una
trampa de la que él jamás podrá salir, una barrera que difumina la realidad
de las cosas, que opaca el paisaje del mundo. El lenguaje es distancia. Y este
factum el poeta no lo puede ocultar ni superar.
Tenerse, a la sombra
del estigma en el aire.

Tenerse, por nadie ni por nada.


Incógnito,
por ti
solo.

Con todo lo que dentro cabe,


también sin
lenguaje.
(Paul Celan, «Tenerse, a la sombra»28)

Quizá por eso el traductor, que se comporta como un detective, dete­


niéndose en cada palabra, auscultando los latidos de la escritura, sea quien
más profundamente, junto con el poeta, perciba esta ambigüedad del
lenguaje. Porque él lo inspecciona, sospecha de lo dicho, le tiende tram­
pas a la literalidad y descubre que todo texto esconde más de un sentido.
Pero también persigue, como el poeta, a cada palabra hacia las borrosas
regiones de sus orígenes para entender sus mutaciones y sus diversos usos.
El traductor abre el camino, reilumina el lenguaje. «También busco, pues
vuelvo a estar -escribe Celan- donde he comenzado, el lugar de mi
propia procedencia [ . . . ] . Busco todo esto con un dedo muy impreciso, por
muy inquieto, sobre el mapa, sobre un mapa para niños. . . ». El traductor
hace etimologías allí donde el autor simplemente tomó una palabra del
uso cotidiano (en todo caso, desnuda que nunca ese acto de «tomar» es
gratuito y desinteresado) . El traductor sospecha del texto-fuente, descree
de su traducibilidad virginal. Busca y renueva el desván de la lengua, se
interna en zonas oscuras, descubre sentidos olvidados y recrea, con cierta
magia, un universo cultural, aquel que atraviesa la escritura del original.
Derivar por el lenguaje es el meollo de la tarea del traductor ; él trabaja
en sus bordes, allí donde se estrecha la significación. Busca entre las rui­
nas de Babel y se enfrenta a Dios. El traductor también lucha contra el
tiempo, contra el envejecimiento de las palabras; él visualiza las distancias
abismales que separan al original de la traducción. Sus saltos son muchas
veces mortales.
Probablemente uno de los actos de mayor arrojo realizados por un
traductor haya sido el intento de volcar a Dante al francés del siglo XIII

28. P. Celan, op. cit. , p. 2 1 1.

34
EL LABERINTO DE LAS PALABRAS

e n pleno siglo XIX. Empresa alocada y genial; confusión d e los tiempos y


de los sentidos. El historiador y lexicógrafo francés Emile Littré pensaba
que trasladando el italiano de la Divina Comedia a aquella lengua con­
temporánea a la que Dante utilizó, no solamente iba a incitar al lector a
estudiar y apreciar notre viril idiome, sino, fundamentalmente, a tratar de
salvar el abismo de incomprensión que se abre entre el mundo de Dante
y el mundo moderno. Una utopía que, por supuesto, estaba destinada al
fracaso; ejercicio descomunal de erudición puesto al servicio de una ideo­
logía restitutiva. Este gesto representa, sin embargo, las peculiaridades de
la tarea del traductor, pone de manifiesto su pathos. Traducir a Dante al
francés del siglo XIII en pleno siglo XIX no es sólo un tour de force, sino
que expresa, en el caso de Littré, la exuberancia de su proyecto cultural,
el desmesurado intento de suturar aquello que el tiempo desgarró irre­
versiblemente. Hay una actitud restitutiva en todo acto de traducción, la
huella de un deseo redentor.
«El arcaísmo auténtico (explica Rudolf Borchardt a Josef Hofmiller
en una carta fechada en febrero de 1 9 1 1 ) no es un pastiche arcaizante,
sino una intrusión activa, una penetración dinámica y hasta violenta, en la
trama aparentemente inalterable del pasado»29• La obsesión de Borchardt,
próxima a la de Littré, es la pregunta de por qué la cultura alemana de los
siglos XIII-XV no fue capaz de gestar una Divina Comedia. Esa interrogación
lo condujo a la idea de que la traducción podía constituirse en el medio
para romper las limitaciones del tiempo; de que a través de ella es posible
«saltar hacia atrás» modificando las vivencias idiomáticas. Para nosotros,
instalados en otro momento histórico, es sugestiva la concepción de «ar­
caísmo auténtico» como oposición directa al pastiche postmoderno que
reduce el pasado a mero arcaísmo estetizado. Por el contrario, la pers­
pectiva de Borchardt (que está muy próxima en algunos aspectos a la de
Benjamin y a su idea de la revolución como «un salto de tigre hacia el
pasado») implica una irrupción activa y transformadora en el pasado his­
tórico30. Para «retraducir» a Dante, para hacerlo un Dante Deutsche, Bor­
chardt explota la idea de un tiempo suspendido y reorientado; construye
un alemán muy personal, hecho de elementos tomados del paso que va del

29. G. Steiner, Después de Babel, cit., p. 3 8 8 .


30. Es importante hacer una aclaración que tiene alcances que superan lo estrictamente
metodológico. La cercanía de ambas perspectivas debe inscribirse en la lógica benjaminiana de «las
afinidades electivas» o, mejor aún, en su idea de la verdad como emergiendo de los extremos. En
este sentido, la concepción de Borchardt, claramente orientada hacia un pensamiento conservador,
le permite a Benjamin salirse del esquematismo progresista y rever profundamente la relación entre
el presente y el pasado reapropiándose de tradiciones olvidadas pero expurgando, a través de ese
gesto, cualquier reclamo reaccionario de reorientar el pensamiento hacia un tiempo pretérito con­
siderado ejemplar e imprescindible ante la decadencia de la actualidad. Esta posición distanciará al
autor de El origen del drama barroco alemán, de cualquier proximidad con la derecha conservadora
y, más aún, con la reapropiación que el nacionalsocialismo hizo del pasado medieval alemán. En
todo caso, a Benjamin le interesará recuperar, en el presente, la memoria de los vencidos y no la
saga de los Nibelungos.

35
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

siglo XIV a Lutero. Contiene retazos del alto alemán, del bajo alemán y del
medioalto alemán; del alemánico (de los Atollen, zeche, guhr, sintern) junto
a palabras y procedimientos gramaticales del cuño del propio Borchardt,
quien no abriga ninguna ilusión de que su empresa, de carácter ficticio,
llegue a buen puerto. «Pero convertir esta ficción lingüística en un 'pudo
haber sido' factible y verosímil, en una corriente alterna con consecuencias
potenciales para el presente y el futuro del espíritu alemán, era el objeto
de este ejercicio. Lo que nunca fue todavía puede llegar a ser»3 1 •
Sería muy provechoso y muy estimulante relacionar este «panalemán»
reinventado por Borchardt a partir de un viaje por la historia de la lengua
de Lutero y de sus diferentes dialectos, con la intención benjaminiana de
una lengua única, mesiánica, capaz de suturar las heridas de Babel. ¿Leyó
Benjamín a Borchardt ? No conozco la respuesta (aunque es muy probable
que lo haya leído) ; pero si la respuesta fuera afirmativa se podría estable­
cer una relación novedosa. Borchardt trabajó esta idea entre 1 904 y 1 93 0.
Steiner aclara que si bien el Dante Deutsche fue objeto de comentarios
por parte de Hesse, de Curtius, de Vossler y de Hofmannsthal, pasó casi
inadvertido. Intentar una traducción como la de Borchardt supone una
suerte de ecumenismo transtemporal de la lengua; la fusión de diferentes
historias en el interior de un idioma; es conservar las diferencias en la
identidad. También supone «escuchar» de otro modo, es decir, perci­
biendo otros sonidos, rastreando hacia atrás huellas que tenuemente se
muestran en el lenguaje contemporáneo. Reunir en un mismo texto el
alemán del siglo XIV con el de Lutero, o los dialectos alpinos con el bajo
y alto alemán, conlleva un utopismo restitutivo, una suerte de ruptura
de las limitaciones que impone el tiempo, un juego donde el pasado se
imbrica con el presente. Borchardt recrea otro alemán cuando traduce, a
su modo, la Divina Comedia, se coloca detrás de Babel, aunque sólo sea
en la ficción.
El poeta y el traductor se asemejan en ese mismo intento por atravesar
las barreras de la lengua, por escuchar esos «otros» sonidos de las palabras.
El poeta recuerda en su escritura, como lejanos ecos, el tiempo en que
las palabras vivían impregnadas de potencia nominadora; el traductor,
detective de lo intertextual, también descubre las otras significaciones,
en él también palpita la metáfora, la quimera de la restitución. En todo
caso ambos, el poeta y el traductor, exponen las limitaciones del lenguaje,
el frenético combate por superar los umbrales del sentido y de lo que se
puede decir. O porque ya hemos dicho demasiado, o porque otros lo han
hecho por nosotros, o simplemente porque las palabras no nos satisfacen
en ese decir el mundo, lo cierto es que nuestra época se debate profun­
damente en medio de la vivencia de un lenguaje desgastado y exhausto.
Ya en 1 9 02, Edmund Gosse repasando el enorme significado de la tradi-

31 . G. Steiner, Después de Babel, cit., p. 389.

36
EL LA B E R I NTO DE LAS PALABRAS

ción shakesperiana decía lapidariamente : «Nos obsesiona, nos oprime,


nos destruye». Son muchos los factores que se arremolinan en nuestra
época para distanciarnos irreversiblemente de la gran literatura que se
cierra con las rupturas del vanguardismo del siglo xx. Alienación social e
individual, resquebrajamiento de las relaciones entre artista y poder, racio­
nalización creciente de todas las esferas de la vida, descubrimiento de los
estratos inconscientes y subconscientes en los individuos, desplazamiento
de las certezas teóricas heredadas de la tradición positivista y la puesta
en cuestión -a fines del siglo xrx y principios del xx- del aparato de la
física newtoniana y de la geometría euclidiana: todos estos elementos se
conjugaron para romper la paz entre las palabras y el mundo. El lenguaje
se convirtió en una cárcel para el espíritu, exigió otras búsquedas y otras
rutas de salida. La condensación de tensiones que fue encerrando en su
seno lo hizo estallar. Rimbaud en las Lettre au voyant, escritas en 1 8 7 1 ,
declara: «Encontrar una lengua; por l o demás, una vez ideada l a palabra,
el tiempo de una lengua universal llegará» (la utopía de la restitución ori­
ginaria, de la completitud de la lengua subsiste en Rimbaud. Derrumbada
una forma del lenguaje es imprescindible recuperar su esencia universal).
En el desasosiego del derrumbe, el poeta reclama la permanencia de un
sentido latente, de un fondo intocado, intenta reconstruir los hilos que lo
conduzcan hacia otra lengua.
Steiner sostiene que con los poemas Eventails de Mallarmé, de 1 8 8 0
a 1 8 9 1 , «se inaugura una nueva etapa e n l a literatura y e n l a conciencia
lingüística occidental»32• El poeta «ha dejado de tener, o por lo menos ya
no aspira a una residencia inamovible en la casa de la palabra. Las lenguas
que lo esperan en cuanto individuo arrojado en la historia, en la sociedad,
las convenciones expresivas de una cultura y un medio particulares, han
dejado de ser una epidermis natural. La lengua establecida -he ahí el
enemigo-»33• Las palabras ya no representan el mundo, ya no se pliegan
suavemente en las sabias manos del poeta; una nueva deriva caracteriza
ahora la relación del material lingüístico -la cantera del escritor- con
la posibilidad de construir, a partir de las oportunidades que le ofrece ese
material, un sentido preciso. Otra batalla atraviesa la escritura de nues­
tra época. Walter Benjamin, refugiado en el ensayo, captará el contenido
de este combate, la imperiosa necesidad de dotarse de una nueva forma de
escritura, de saltar los significados tradicionales, de forzar el lenguaje ensa­
yando en sus márgenes. La poética de la escritura benjaminiana (que tanto
sorprendía a Hannah Arendt) se entrelaza con estas exigencias que nacen a
partir del derrumbe de las formas clásicas, se hace cargo de la herencia del
simbolismo francés. Frente al vaciamiento operado en el habla cotidiana,
y que se extiende al universo académico, la tarea del escritor-pensador
es, como dijera Mallarmé de Poe, «dar sentido más puro a la lengua de la

32. Ibid. , p. 206.


33. Ibid.

37
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

tribu». Un nuevo empeño por rescatar la magia de las palabras sacándolas


de una realidad empobrecedora, luchando contra sus usos espurios. Este
nuevo frente de batalla se

comprometerá a rescindir o por lo menos a debilitar las continuidades clási­


cas de la razón y de la sintaxis, de la vía trazada por el cálculo y de la forma
verbal consciente (las Iluminations de Rimbaud) . Hay que resquebrajar la
costra pública del lenguaje. En la línea que va de Nietzsche a Freud se abre,
para el lenguaje literario, el mundo anárquico del inconsciente. Al desapa­
recer la homologación racional entre palabra y mundo, lo que estalla no es
solamente el lenguaje sino también la univocidad del mundo34•

La fragmentación, la desaparición de los grandes relatos, caracteriza­


rá, a partir de la crisis desatada por el modernismo, la relación entre el
lenguaje y el mundo. Queda abierta la respuesta por los costos de esta me­
tamorfosis del espíritu lingüístico; sus insospechadas consecuencias atra­
viesan y conforman nuestras vidas. Difícilmente se podrá volver hacia ese
tiempo -idílico para nosotros- donde las palabras podían expresar sin
contradicciones y sin carencias el latido del mundo. La estética modernista
abierta por la poesía de Mallarmé supone que se trabaja en los confines
del lenguaje, casi al borde de su desaparición y contra la normatividad
establecida. Se va contra la gramática. ¿pero hasta dónde se puede ir con­
tra la gramática sin anular la propia posibilidad de la escritura? En todo
caso, en Mallarmé este proceso de ruptura, de distanciamiento respecto
al habla cotidiana, se sostiene en la utopía de que otras lenguas, más puras
y rigurosas, «florecen a distancia creciente de la superficie del discurso co­
tidiano»35. Benjamin, muy influido por la estética del simbolismo, seguirá
este camino; también él intentará, aunque desde la perspectiva del ensayo,
hurgar en los desvanes de la lengua para encontrar las señales, las pistas,
que remitan a una instancia más pura y original. Siguiendo los pasos de la
poética de Mallarmé y las experimentaciones de Stefan George y su círculo
(por nombrar aquí estas dos influencias decisivas), se fue conformando no
sólo la escritura sino también las motivaciones profundas del pensamiento
benjaminiano.
«La poesía del modernismo -escribe Steiner- consiste en organizar
los escombros: nos lleva a contemplar, a escuchar el poema que pudo
haber sido, el poema que será cuando el mundo sea hecho de nuevo, si es
que llega a serlo»36. En la poesía de Rilke anida este espíritu: «El canto,
como tú lo enseñas, no es anhelo ni aspiración de una conquista todavía
limitada». ¿ cómo salir de ese descenso a lo más profundo de la interiori­
zación? ¿ cómo volver a la superficie una vez que fuimos atrapados en los
laberintos cavernosos del inconsciente ? En los límites de la sintaxis acecha

34. Ibid. , p. 207.


35. Ibid. , pp. 260-261 .
3 6. Ibid. , p . 2 1 1 .

38
E L LABERINTO D E LAS PALABRAS

l a imposibilidad del habla. «El asombroso eco del astillado», así llama Paul
Celan a esta perplejidad contemporánea. Al astillarse la correspondencia
entre el lenguaje y la realidad o, mejor dicho, al tomar conciencia de ese
astillamiento, el individuo creativo se ve lanzado hacia regiones inhóspitas,
casi invisibles, desiertas de sentido. Es muy costoso soportar el silencio del
lenguaje, por eso en ese páramo, allí donde las palabras se han quebrado
hasta convertirse en polvo que el viento dispersa, el poeta tiene que volver
a hablar, a delinear el trazo de una escritura que lo lleve hacia otro sendero,
que le devuelva la confianza en la palabra, que le permita decir, desde un
nuevo horizonte de sentido, la frescura del mundo. Pero los significados
devienen evanescentes, fluyen sin un rumbo preciso, son provisionales «y
susceptibles de una constante organización cuando el cristal gira y vuelve
sobre sí mismo para mostrar cómo la forma viva se redistribuye en una
nueva disposición»37• Ruptura de los encadenamientos, de la linealidad
temporal, de las equivalencias, de los ritmos aceptados, todo esto conjuga
una nueva estrategia que sobrepasa a los lenguajes con los que el hombre
contemporáneo intenta atrapar al mundo. Quizás sea desde el espíritu
poético, desde esa peculiar relación que el poeta establece con la lengua,
desde donde surjan las nuevas rebeliones contra los límites que el propio
lenguaje impone.

III

No cesaremos de explorar
y el fin de nuestra exploración
será llegar donde empezamos
y por primera vez conocer el lugar.
(T. S. Eliot, Cuatro cuartetos 38 )

El poeta manifiesta lo que el pensador del lenguaje persigue teóricamente.


La licencia del poeta, su profunda intuición le permite reconocer en la
palabra el lugar de partida, la tierra natal desde la que se despliega el ser
del hombre. Benjamin, un filósofo que supo impregnar su escritura de fibra
poética, compartió plenamente la búsqueda de T. S. Eliot: «En mi principio
está mi fin». Ruptura de las limitaciones que impone el tiempo, salto hacia
las regiones neblinosas del origen, viaje insospechado hacia lo profundo
de la infancia, allí donde las primeras palabras articularon nuestro vínculo
con el mundo. Pero el viaje hacia el lugar donde comenzó nuestra historia
es, también, una puesta a prueba, un toparse con lo inesperado y con el
espanto. El poeta lo sabe :

37. !bid. , p. 212.


3 8. T. S. Eliot, Cuatro cuartetos, trad. de J. R. Wilcock, Ediciones del 80, Buenos Aires,
1 981.

39
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

Yo dije antes que la experiencia


pasada revivida en su sentido
no es la experiencia de una sola vida
sino también la de generaciones,
sin olvidar lo que probablemente
es bastante inefable: la mirada hacia atrás
del otro lado de la certidumbre
de la historia documentada,
esa media mirada por encima del hombro
hacia el espanto primitivo.
(T. S. Eliot, Cuatro cuartetos)

Amasijo de memoria y lenguaje que redefine el paisaj e de la historia


y que descoloca al hombre, que lo devuelve -a través del vía crucis de
la memoria lingüística- «hacia el espanto primitivo», allí donde aún no
existía la certidumbre de la palabra enseñoreándose del mundo. Regreso
que vuelve a fusionar al individuo con una experiencia que lo trasciende
y que involucra a generaciones. ¿ Regreso ? Algo más que la mera involu­
ción temporal, algo distinto a la reaparición del pasado en el presente.
Propiamente una ruptura de la continuidad, un dislocamiento del sen­
tido que los seres humanos le hemos conferido al paso del tiempo. El
lenguaje escapa a la cronología, se desentiende de la certidumbre y exige
un descenso hacia aquellas zonas de los orígenes donde la subjetividad
pierde su dominio.

Desciendan más, desciendan solamente


al mundo de perpetua soledad,
un mundo que no es mundo, sino lo que no es mundo.

Viaje hacia el misterio de un arcano inalcanzable, donde las formas


diluyen sus contornos, y donde la razón no alcanza a dominar la nebulo­
sidad del paisaje . . .

Tiniebla interna, privación


y carencia de toda propiedad.

Vaciamiento del ego para naufragar en otro mundo, para descubrir un


mapa con el que no sabemos guiarnos:

Desecación del mundo del sentido


evaluación del mundo de la imaginación,
inefectividad del mundo del espíritu . . .
(T. S. E l i ot, Cuatro cuartetos)

El lenguaje es el hábitat del ser del h o m b re, le ofrece la posibilidad


del sentido, una suerte de refugio o n t o l ógico desde el que contemplar

40
EL LA B E R I N T O DE LAS PALABRAS

e l mundo y a n o como u n paisaje para e l espanto, sino como e l lugar de


partida, la casa desde la que saldrán los hombres para construir la histo­
ria, para tej er el hilo de la memoria y para poblar de palabras el vacío de
lo primigenio. El poeta sabe que el material con el que trabaja, la arcilla
con la que describe sus propios sueños, encierra -como Jano- un doble
rostro : el de una palabra que sale a conquistar el mundo, que dibuja con
trazo firme los contornos de la certidumbre; un rostro tranquilizador
que lanza una mirada complaciente y segura; pero que esconde, como
imagen invertida, el rostro que nos devuelve esa experiencia inexpresa­
ble del «espanto primigenio», esa mirada que mirando sobre el hombro
contempla, con un gesto de horror, aquello de lo que salimos. Protección
y recuerdo que perturba, el lenguaje atraviesa profunda y definitivamente
nuestra existencia.
Heidegger captó esta espesura de las palabras y el error del hombre de
creer que éstas le pertenecen. Escribe el filósofo :

El hombre actúa como si fuese el creador y el dueño del lenguaje, cuando


es éste su señor. Cuando esta relación de dominio es invertida el hombre
sucumbe a extrañas coacciones. El lenguaje se vuelve entonces un medio
de expresión. Cuando es expresión el lenguaje puede degenerar en mera
impresión (como mera impresión en el sentido tipográfico) . Aun cuando
el uso del lenguaj e no sea más que éste, es bueno que uno sea cuidadoso
con la propia habla. Pero esto solo no puede sacarnos de la inversión, de
la confusión sobre la verdadera relación de dominio entre el lenguaje y el
hombre. Pues de hecho es el lenguaj e el que habla. El hombre empieza a
hablar, y el hombre sólo habla en la medida en que responde y se correspon­
de con el lenguaje, y sólo en cuanto oye al lenguaj e dirigirse a él, concurrir
a él. El lenguaje es el más alto y en cualquier lugar el más importante de
esos asentimientos que nosotros, seres humanos, nunca podremos articular
únicamente a partir de nuestros propios medios39•

El poeta sabe que a las palabras no se las domina, que es imposible


obligarlas a decir lo que no quieren expresar, que su presencia en el mundo
nos construye el medio para vivir como seres humanos; pero también sabe
que las palabras nos hablan de la vida y de la muerte, son el medio a través
del cual descubrimos nuestra caducidad, el lento caminar hacia la agonía.
Nuevamente es Eliot quien nos transmite esa sensación :

Las casas viven y se mueren;


hay un tiempo de edificar,
y un tiempo de vivir y generar,
y otro para que el viento rompa los vidrios flojos
y sacuda los zócalos donde corren las ratas,

39. M. Heidegger, " · · · Dichterisch wohnt der Mensch . . . » , 1 954, en G. Steiner, Después de
Babel, cit., p. 1 1 . Véase también M . Heidegger, Carta sobre el humanismo, Ediciones del 80, Buenos
Aires, 1 9 8 1 .

41
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

y sacude el tapiz hecho pedazos


y bordado con un lema silencioso.
(T. S. Eliot, Cuatro cuartetos)

Las palabras se acercan y bordean este juego de vida y muerte hasta


que se dejan ganar por el silencio porque

las palabras se estiran,


crujen, y algunas veces se quiebran baj o el peso
y la tensión, resbalan, se deslizan, perecen,
la impresión las roe, se mudan de lugar,
no se quedan tranquilas. Voces híspidas
increpando, burlándose, o tan sólo charlando
constantemente las acosan.
Y la palabra en el desierto
es la más atacada por voces tentadoras
y la sombra plañidera del baile funeral,
el lamento sonoro de la triste quimera.
(T. S. Eliot, Cuatro cuartetos)

Refugio de lo inasible : el lenguaje es un destino sellado por la muerte;


un interminable viaje hacia el fondo de lo que fuimos y de lo que somos
( f acaso una alucinada visión de lo que seremos ? ) . Muchos filósofos, poe­
tas, novelistas y ensayistas escribieron sobre su relación con las palabras,
pero pocos lo hicieron con la penetración autobiográfica con la que lo
hizo Jean-Paul Sartre. Para el filósofo francés hablar de su vínculo con
el universo del lenguaje era desnudar su propia vida, entrometerse a
fondo, hasta el último resquicio, con la fibra más íntima de su ser. Las
palabras, así tituló ese buceo a las profundidades, esa lucha inacabada
que vertebró su vida:

Así comenzó. He dado todo a la literatura . . . escribo desde hace exacta­


mente medio siglo y he vivido cuarenta años en una cárcel de cristal. . .
Constato que la literatura es un sucedáneo d e la religión . . . Tuve u n mis­
ticismo de las palabras . . . el ateísmo lo he roído poco a poco. H e secula­
rizado la escritura. Se puede decir que mi metamorfosis procede de esta
transformación de mis relaciones con el lenguaje. Pasé del terrorismo a
la retórica: místico, las palabras eran sacrificadas a lo que designaban;
no creyente, vuelvo a ellas: hay que saber lo que significa hablar. Pero
es duro : me esfuerzo, pero siento ante mí un sueño muerto, como una
brutalidad alegre, como una perpetua tentación del terror. Desde hace
cuarenta años, pienso en contra mía [tachado] . Desde hace cincuenta y
un años, escribo por hábito . . . he socavado sistemáticamente las bases, he
arrancado la religión de la literatura : se acabó la salvación, nada salva y,
sobre todo, la cuestión ya no es ésa . . . se acabó la inmortalidad: escribo
para mi época . . . la vejez ha detenido el progreso . . . Así comencé : para
curarme de un malestar, lo dediqué todo a la escritura. . . la consecuencia

42
E L LABERINTO D E LAS PALABRAS

e s que llevo medio siglo escribiendo . . . a los ocho años s e encauzó m i vida,
después todo ha ocurrido por sí solo40•

Sartre, como él mismo dice, escribió para curarse de un malestar; Paul


Celan lo hizo para volver la vista hacia la infancia, para bucear su inte­
rioridad persiguiendo las huellas del origen, pero también para alcanzar
con palabras quebradas el silencio de los asesinados : «Esbozos del existir
quizá, propias anticipaciones de sí mismo, en la búsqueda de sí mismo . . .
una manera del regreso». L a escritura como acto restitutivo, como extraño
y sublime juego donde se combate contra el olvido. T. S. Eliot lo expresa
de otra manera:

Aquí estoy, por lo tanto, en medio del camino,


después de veinte años bien perdidos, los años de entreguerras
tratando de aprender a emplear las palabras,
y cada tentativa
es un comienzo totalmente nuevo,
un tipo diferente de fracaso,
porque uno sólo aprende a dominarlas
para decir lo que uno ya no quiere decir
o de algún modo en que uno ya no quiere decirlo.
(T. S . Eliot, Cuatro cuartetos)

Decir lo que no se puede decir, buscar los orígenes perdidos, curar


un malestar: tres caminos para justificar lo que escapa a la libre decisión.
Tres opciones que fundan la creació n literaria, la pasión de la escritura.
Testificador, poseso, memorioso, megalómano, enfermo de palabras, los
adjetivos se multiplican y no nos permiten, sin embargo, captar el secreto
de la relación entre el escritor y el lenguaje. Quizá tendríamos que ir hacia
otra experiencia para tratar de encontrar alguna explicación de lo que
Sartre, Celan y Eliot dijeron de distintas maneras, utilizando diferentes
metáforas o mostrando cada uno alguna parte de su ser más íntimo. Siga­
mos a Celan y busquemos los caminos «del regreso», tratemos de encontrar
las fuentes. Porque

Fuimos. Somos.
Somos una misma carne con la noche.
En los pasadizos, en los pasadizos.
(Paul Celan, «Lecho de nieve»41)

Recurrentemente, aunque no lo queramos, aunque no surja espontá­


neamente de nosotros, somos conducidos por nuestras propias palabras

40. ].-P. Sartre, manuscrito inédito, Bibliotheque Nationale de France, en A. Cohen-Solal,


Sartre, una biografía, Emecé, Buenos Aires, 1990, p. 470.
41. P. Celan, op.cit. , p. 129 (trad. ligeramente modificada).

43
LOS HERMEN EUTAS DE LA NOCHE

hacia lo que éramos en medio de lo que somos. Presente y memoria. La


historia es una escritura hecha de trazos innumerables de palabras que
nos remiten hacia otro tiempo y hacia otro lugar. El poeta siente esta
destinación que le abre «pasadizos» y lo coloca en las huellas del origen.
r nl judío habla a través de Celan ? George Steiner, en un hermoso ensayo
-«Nuestra tierra natal, el texto»- nos brinda una clave para entrar: «Para
el judaísmo -escribe allí-, como lo proclaman un buen número de maes­
tros rabínicos, el supremo mandamiento -supremo porque, justamente,
incluye y anima a todos los otros- sea el que puede leerse en ]osué 1 , 8 :
'Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de
noche, meditarás en él' »42• Benjamin, Celan, Eliot o Steiner han heredado,
más allá de sus deseos, este «supremo mandamiento» ; ellos no han podido
dej ar de meditar sobre los misterios del lenguaje, no han podido aban­
donar su apego al libro, su ensoñación con la escritura. La exigencia que
leemos en fosué los atraviesa. Ellos también han tenido que dar cuenta, se
han sentido obligados a explicar cómo optaron por ciertos «pasadizos»,
por qué escribieron . . . Sus vidas transcurrieron apegadas, de uno u otro
modo, al libro como punto de referencia, a la obligación de tener que dar
cuenta de los misterios del lenguaje. No sería exagerado decir que cada
uno de ellos no ha hecho otra cosa que comentar a través de las palabras,
y en el interior del texto, la verosimilitud del mundo y de la vida; se han
deslumbrado frente a la visión de ser tejedores de realidad, artesanos de
una lengua que, sin embargo, no les alcanza. T. S. Eliot desde la metáfora
poética lo ha expresado así:

El río está en nosotros, el mar alrededor;


el mar es además el borde de la tierra,
el granito que nos roe, las playas donde arroja
sus sugerencias de otras creaciones más antiguas . . .
( T. S. Eliot, Cuatro cuartetos)

El lenguaje es un pasadizo que pocos logran encontrar hacia esas «su­


gerencias de otras creaciones más antiguas» ; entre sus pliegues, habitando
en tenues fisuras, como en secreto, se hallan los signos, las pistas que nos
pueden remitir -si es que sabemos seguirlas- hacia lo originario. Por eso
es el poeta, o quizás también el místico, los únicos que abren su espíritu a esta
verdad de la lengua; capaces de escuchar el ruido de otros pasos que viene
por «ese corredor por el que no hemos tomado hacia la puerta que nunca
hemos abierto del rosedal» (T. S. Eliot)43• Pero el poeta también sabe de lo
infructuoso, de la imposibilidad de, atravesando el pasadizo, salir hacia ese
,
suelo intocado donde las palabras viven enamoradas del mundo. El conoce
los umbrales de la lengua, sabe de sus tiranías, de la insensatez de hurgar

42. G. Steiner, «Nuestra tierra natal, el texto» : Vuelta (México), 1 99 2 .


43. T. S . Eliot, Cuatro cuartetos, cit.

44
EL LA B E R I N T O DE LAS PALABRAS

incansablemente para n o encontrar; pero también sabe d e l a plenitud, del


goce de vivir para el desciframiento. En las palabras se refugia la vida, se
consuela de lo que no posee, trata de curar el «malestar». Se hace cargo
del mandamiento.
Es Steiner nuevamente el que nos conduce hacia el horizonte del ju­
daísmo en este viaje por la espesura de la lengua. «El texto -escribe- es
la plenitud que cada comentario hecho al texto recupera. Cuando lee,
cuando por obra de sus comentarios convierte su lectura en diálogo, en eco
vivificante, el judío -por decirlo plagiando a Heidegger- 'es el pastor del
ser ' . El aparente nómada lleva en realidad el mundo adentro, contiene al
mundo a la manera del lenguaje, o de la mónada de Leibniz . . . »44• «Llevar
el mundo» esa parece ser la destinación del judío y del poeta. Jorge Luis
Borges en su poema «La luna»

Pensaba que el poeta es aquel hombre


Que, como el rojo Adán del Paraíso
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre.

El poeta está obligado a nombrar; el judío, vagabundo en tierras inhós­


pitas y desconocidas, está obligado a llevar el libro y a leerlo «de noche y de
día». Paradójicamente esa «obligación» es, tanto para el poeta como para
el judío, la posibilidad misma de la existencia, el único modo de transitar
la vida. Nombrando y conservando la memoria a través de la lectura del
Libro, el poeta y el judío, se acomodan al mundo, descubren su sentido.
Pero de vez en cuando aparece alguien que se cree artífice de lo real, un
mago que con palabras arma la trama del universo.

Cuenta la historia que en aquel pasado


Tiempo en que sucedieron tantas cosas
Reales, imaginarias y dudosas,
Un hombre concibió el desmesurado

Proyecto de cifrar el universo


En un libro y con ímpetu infinito
Erigió el alto y arduo manuscrito
Y limó y declamó el último verso.
O. L. Borges, «La luna»45)

Los cabalistas sostienen que la Torah no sólo encierra el nombre ine­


fable de Dios, el Tetragrama, sino que la Torah es anterior al mundo y
éste un producto suyo. La desmesura del hombre -del que nos habla
Borges- radica en querer escribir él ese libro maravilloso que encierra los

44. G. Steiner, «Nuestra tierra . . . » , cit.


45. J. L. Borges, La moneda de hierro, Obras completas III, Emecé, Bu� nos Aires, 1989, p. 1 3 8 .

45
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

misterios del universo, los designios secretos de Dios. En El Aleph Borges


ha penetrado, como poeta, los límites del lenguaje humano:

Un Dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud
[ i cuántos poetas buscaron hasta la desesperación esa palabra ! R. F. ] . Ningu­
na voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma
del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y
a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces
humanas, todo, mundo, universo46•

Límite que reclama, aunque sea un engaño, su transgresión. La pala­


bra de los hombres, eco lejano del verbo divino, no se contenta con ser
mimesis, aproximación dubitativa, especulación de lo inasible ; su ser en
el mundo la destina --casi como una exigencia intrínseca- a franquear el
umbral, a mirar del otro lado. La desmesura de la que habla el poema
de Borges es un designio, del mismo modo que para los judíos ser «el
pueblo elegido» no fue una bendición. A los hombres el lenguaje no los
deja en paz, a los poetas los asalta despiadadamente. «Somos versículos
o palabras o letras -escribe Borges- de un libro mágico, y ese libro
incesante es la única cosa que hay en el mundo; es, mejor dicho, el mun­
do»47. Los judíos han sabido, desde épocas inmemoriales, que su casa era
el Libro porque éste encerraba, como en un laberinto, los secretos del
mundo y como «el caracol, apuntando los cuernos hacia la amenaza, el
judío llevó a cuestas consigo su casa del texto. ¿De qué otro domicilio
disponía? »48 • Destino y refugio, condena y arraigo, muerte y memoria: el
libro, su amasijo de palabras ocultamente ordenadas, constituyó, desde
el comienzo, el eje vertebral, el fundamento de la saga de un pueblo que
hizo de su custodia y de su perpetuación el sentido de su marcha por la
historia. Por eso para los judíos escribir no es más que trazar signos que
nos permiten reconocer, una y mil veces, el laberinto del texto. Quien
escribe simplemente agrega un comentario, ensancha con sus palabras el
lenguaje de la creación.

IV

Meditando sobre el Libro, hurgando en sus sentidos más ocultos, tratando


de penetrar por sus intersticios, más allá de la literalidad o de lo evidente,
el cabalista multiplica infinitamente las posibilidades de la interpretación
e influye, indirectamente, en el orden de la creación. Sabedor de que el
mundo ha sido verbalmente conjugado se dedica con pasión, y mucha

46. J. L. Borges, El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1 9 8 6 , pp. 1 1 8 - 1 1 9 .


47. J . L . Borges, Otras inquisiciones, Emecé, Buenos Aires, 1 9 8 6 , pp. 1 62- 1 6 3 .
48. G. Steiner, «Nuestra tierra cit.
. . . »,

46
E L LAB E R I N TO D E LAS PALABRAS

obsesión, a descifrar l a vocalización d e Dios, a desocultar e l orden detrás


de lo contingente. En la Torah encuentra todo lo que hay que buscar; más
allá de sus confines el vértigo es insoportable, sólo queda el absurdo de la
nada, el puro vacío. En el Libro está el mundo y por lo tanto en el interior
de sus fronteras -que pueden ser infinitas- se encierra todo el misterio de
la palabra divina amasando la arcilla de la realidad (y también, podríamos
agregar, de todas las ficciones posibles, de los mundos imaginarios) . No
sería exagerado decir que los maestros de la Cábala iniciaron la tradición
del comentario, fueron los pioneros de las lecturas interpretativas y se ocu­
paron sistemáticamente de interrogar al texto.
No solamente se preocuparon por indagar los otros sentidos de la es­
critura sino que pacientemente elaboraron los diversos modos del acceso al
Libro. Esos modos pueden ser reducidos a cuatro : 1) Pesat: hace referencia
al significado aparente que salta a simple vista, directo, a la impresión
que causa la primera lectura; las palabras parecen expresar allí, en ese
comienzo, su verdad; 2) Derás: ahora la interpretación se desliza hacia el
argumento interno del texto, empieza a deshojado, a mirar en su interior,
a penetrar en sus aposentos; 3 ) Remez: las palabras sirven de guía a otra
idea apenas sugerida, aludida, por el texto ; se trata de reconocer ciertas
señales, de intuir lo metafórico, los otros estratos de sentido, el reverso
de las palabras; 4) Sod: se dirige al secreto, va hacia el corazón del texto,
persigue la verdad que encierra cada palabra de la Torah . Las iniciales de
estos modos de conocer, de este acceso, constituyen el P(a)R(a)D(e)S, que
encierra en sí todo lo que se halla en la Torah, es decir, el conocimiento
total del universo49• Comentar y descifrar, ésta es la tarea del cabalista y su
apego al libro nace de la convicción de que allí, entre sus páginas y entre
el murmullo de sus palabras, se encierran todos los secretos. D escubre que
el Libro es como la vida y que sus caminos son infinitos, insospechados,
capaces de recorrer geografías insondables. Penetrar en el Pardés consti­
tuye la máxima aspiración, el objetivo supremo, de cualquier maestro de
la Cábala o de cualquier sabio del Talmud. Cuenta la tradición que cuatro
sabios lograron entrar en el Pardés; de los cuatro, Ben Azai murió, Ben
Zoma enloqueció, Aher renegó de su fe ; sólo Rabí Akibá «salió en paz» .
Los extravíos de la lengua, los peligros de la visión total y los riesgos ra­
dicales de una comprensión semejante a la de Dios. Teniendo en cuenta
estos riesgos, de quedar ciego ante tanta luminosidad, de perder la cordura
o de poseer un poder excesivo para cualquier mortal, es por lo que Borges
atribuye a Clemente de Alejandría el dictamen : «Escribir en un libro todas
las cosas es dejar una espada en manos de un niño»5º. Que el mundo sea

49. Véase G. Scholem, «Kabbalah», cit. ; J. M. Bunim, É tica del Sinaí, ed. Yehuda, Buenos
Aires, 1 9 8 9 , t. 1, p. xii; M. Idel, Kabbalah. News perspectives, Yale University Press, New Haven­
London, 1 9 8 8 , pp. 200-249. También S. Sosnowski, Borges y la Cábala, Buenos Aires, 1 976,
pp. 32-3 3 .
50. J. L . Borges, Otras inquisiciones, cit., p. 1 5 8 .

47
LOS H E R M E N E UTAS D E LA N O C H E

un libro (Mallarmé, al que cita Borges, decía que «el mundo existe para
llegar a un libro») donde Dios ha escrito -de un modo críptico- todas
las palabras, supone que su lectura y su comentario se convierten en una
tarea infinita que supera las fuerzas de un hombre y que arrastra a genera­
ciones sin que se llegue al final. En «La esfera de Pascal» Borges escribió
que «quizá la historia universal es la historia de las diversas entonaciones de
algunas metáforas». ¿ Quién puede descifrar esa entonación ?, ¿cuáles son
esas metáforas ? En una entrevista del año 1 9 7 1 Borges ofreció un atisbo de
respuesta que echa luz sobre lo que estoy escribiendo; contesta el escritor:

Lo que me atrae es la impresión de que los cabalistas no escribieron para


facilitar la verdad, para darla servida, sino para insinuarla y estimular su bús­
queda. De ahí la abundancia de mitos y símbolos en los que sus autores no pu­
dieron haber creído. Y eso no se da sólo en los cabalistas medievales, sino en
la Biblia, en el libro de Job, en Cristo mismo: no hablan en forma lógica, ha­
blan con símbolos y metáforas ; no dicen abiertamente, sugieren el camino5 1 •

Insinuación y sugerencia, no son otros los caminos que puede seguir


la indagación lingüística. Trabajar subvirtiendo los fundamentos lógicos,
dejándose llevar hacia comarcas donde la razón tiene muy poco que ofre­
cer; el pesquisa de la palabra debe saber desprenderse de las metodologías
al uso y de las «verdades» epistemológicas. Un Isaac Luria o un Chicatilla,
maestros de la Cábala, dirían lo mismo de la escritura divina: nada es dicho
directamente, todo es «insinuado», borrosamente expresado, jugando con
la pluralidad de sentidos que encierran las metáforas, ocultando y mez­
clando. El enmascaramiento contiene la verdad y su material es el lenguaje.

En el Sefer Hamefoar (Ámsterdam, 1709, 7a) , Rabí Selomoh Molho arguye


que Dios creó al hombre para darle la Torah para que éste comprendiera los
grandes y divinos secretos encerrados en su texto. Teniendo en cuenta que
la Torah no está dividida en secciones ni en versículos, y que las palabras
ni siquiera tienen los puntos diacríticos correspondientes, el texto puede
ser sometido a «decenas de miles y miles» de interpretaciones que apenas
son aludidas en las letras52•

Tarea inacabable e inabarcable que promueve, generación tras gene­


ración, la multiplicación de los comentarios, esa magnífica artesanía de
las palabras que se despliegan argumentativamente para hacer posible una
explicación del mundo. En verdad, cada generación escribe una nueva
página, agrega su propia puntuación a la lectura, elige sus metáforas y la
senda por la que entrará al laberinto. Escribe Léon Bloy:

5 1 . J. L. Borges, entrevista en Raíces (Buenos Aires), febrero de 1 9 7 1 , en S . S osnowski, Borges


y la Cábala, cit . , p. 1 6 .
5 2 . S . Sosnowski, Borges y la Cábala, cit., pp. 6 1 -62.

48
E L LABERINTO DE LAS PALABRAS

No hay e n l a tierra u n ser humano capaz d e declarar quién es. Nadie sabe
qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus
sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero
Nombre en el registro de la luz . . . La historia es un inmenso texto litúrgico,
donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos
íntegros, pero la importancia de unos y otros es interminable y está pro­
fundamente escondida53•

Cruce de saber e ignorancia, el hombre, habitado por el lenguaje, bus­


ca su nombre en la espesura enmarañada del texto, sigue pacientemente
las huellas que lo conduzcan hacia la fuente de su existencia, aunque esa
búsqueda concluya, en la mayoría de los casos, en un salto hacia la nada
en medio de falsos significados y de palabras confusas. La quimera de los
orígenes persigue a todo aquel que se introduzca en la morada laberíntica
del lenguaje. En «La Biblioteca de Babel» Borges describió maravillosa­
mente esa confusión de esperanza y desolación que encierra la búsqueda
de lo inefable :

La escritura metódica m e distrae d e l a presente condición d e los hombres.


La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo co­
nozco distritos en que los j óvenes se prosternan ante los libros y besan con
barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias,
las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran
en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los
suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañan la vejez y el temor,
pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y
que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente
inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta54•

¿ Después del hombre habrá palabras que digan el universo ? Si el


mundo es la Torah y la Torah es el mundo, y si los hombres son los cus­
todios, los que guardan y protegen el Libro, ¿ qué quedará del mundo
cuando desaparezcan sus escribas ? Los místicos y los poetas intentaron
diversas respuestas, aunque ninguna satisfactoria. Y nuestra época, parti­
cularmente ciega para pensar en los misterios del lenguaje en medio del
triunfo de la técnica y del verbo computarizado, parece no percibir que se
está quedando sin palabras para que los hombres indaguen la esencia del
mundo. En todo caso, seguimos enfrascados en la eterna querella entre la
lengua y el hombre. Jacques Monod, en su libro From Biology to Ethics,
ha escrito algunas reflexiones sugerentes que nos ayudan a continuar
ampliando la pregunta. El lenguaje, propone Monod en su libro, puede
haber aparecido en los pre-humanos con la ayuda de «nuevas relaciones,

5 3 . L . Bloy, e n J. L . Borges, Otras inquisiciones, cit., p . 1 6 2 , n. 1 9 .


54. J . L. Borges, « L a Biblioteca de Babel», en Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1 9 8 7,
pp. 84-85.

49
'
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

e n sí mismas relativamente simples». Pero una vez esbozado, incluso de


manera rudimentaria, el lenguaje «estaba llamado a enriquecer las facultades
de recuerdo y de combinación simbólica con un poder de discriminación
y selección infinitamente mayor» . «Según esta hipótesis es posible que el
lenguaje haya precedido, aun por tiempo considerable, la aparición de
un sistema nervioso central peculiar del hombre y que haya contribuido
decisivamente a la selección de aquellas variantes más aptas para utilizar
todos sus recursos. En otras palabras, quizá fue el lenguaje quien creó al
hombre y no el hombre al lenguaje»55• Una formulación atrevida que nos
instala en un espacio donde las complejidades se multiplican y donde
el hombre no puede erigirse en el centro del sentido. Lo inquietante de la
posición de Monod radica en que produce un desplazamiento hacia un
ámbito demasiado recubierto de misterio y que deja el lugar de la ciencia
-allí donde ésta ya no encuentra respuestas adecuadas- para que otros
saberes se hagan cargo de la cuestión. En el mej or de los casos, se trata
de cruzar esas diferentes experiencias en una época que parece haber
clausurado todo saber que no encuentre una legitimación científica. Rabí
Moisés de Burgos, representando el punto de vista de la mística y can­
sado por las intenciones mezquinas de los falsos eruditos, los apostrofó
de un modo tan mordaz que aún resuena en nuestros oídos : «Sepan que
la sabiduría de los filósofos que ustedes alaban termina donde empieza la
nuestra» (literalmente : «La posición de su cabeza es la posición de nues­
tros pies» }56• Pero los filósofos -desde Platón y Aristóteles hasta Benjamin
y Wittgenstein- han dicho algunas cosas profundamente originales, han
esbozado algunas ideas que hoy nos permiten comprender mejor. Aunque
no deja de ser cierto, como Steiner sugería, que las mejores reflexiones
de los pensadores de Occidente son aquellas que se hicieron cargo de las
intuiciones de los místicos. Escribe Steiner:

Numerosos rastros de la especulación gnóstica, a menudo aplicada al he­


breo, están presentes en la gran tradición europea de la filosofía lingüística.
Esta serie de creencias y teorías visionarias se extienden ininterrumpida­
mente desde Meister Eckhart, a principios del siglo XIII, hasta las enseñanzas
de Angelus Silesius, entre 1660 y 1670. Volveremos a encontrar un asombro
nunca desmentido ante la multiplicidad y atomización de las lenguas. Hacia
1530 Paracelso no duda un momento de que la Divina Providencia restau­
rará un día la unidad original de las lenguas humanas. Su contemporáneo,
el cabalista Agrippa de Nettesheim, tejió una red de volutas arcanas alre­
dedor del número setenta y dos; en el hebreo, y en particular en el Éxodo
con sus setenta y dos designaciones del nombre Divino, se condensan las
fuerzas mágicas. Algún día, las otras lenguas volverían a este manantial del
ser. [ . . . ] Como Coleridge lo sabía, no hubo nunca un soñador tan profundo

55. J. Monod, From Biology to Ethics, San Diego, Cal i fornia, 1969, pp. 1 4- 1 5, en G. Steiner,
Después de Babel, cit., pp. 151-15 2.
5 6 . G. Scholem, Las grandes tendencias de la mfstica judía, FCE, Buenos Aires, 1993, p. 32.

50
E L LAB E R I N TO D E LAS PALABRAS

del lenguaje, una sensibilidad tan obsesionada por l a alquimia verbal como
Jacob Bohme57•

La erudición de Steiner nos permite descubrir, una vez más, el diálogo


abierto entre la mística, la poesía y la filosofía en lo concerniente al uni­
verso del lenguaje. Nos confronta con la idea de otra significación, una
suerte de mundo subterráneo, de subsuelo donde habita el sentido oculto
de las palabras.
Sucede que los hombres se han alejado de sus propias fuentes y han
optado --casi sin saberlo- por un decir que ya no dice, por un hablar
que se convierte en charlatanería. El cristal del lenguaje se ha empañado
y los hombres perciben la realidad a través de un claroscuro, como si es­
tuvieran en el fondo de un túnel. Elias Canetti manifiesta el desagrado del
escritor, del cultor de las palabras, frente a esta degradación del habla. Sus
recuerdos lo trasladan a Viena, a una sala de teatro repleta de gente ávida
por escuchar a Karl Kraus, deslumbrada ante el desprecio bíblico que el
gran satírico vienés siente por todos aquellos que rebajan el idioma a mera
charlatanería mercantilizada. Rememora Canetti:

Gracias a él comencé a entender que cada ser humano posee una fisono­
mía lingüística que lo diferencia de todos los demás. Comprendí que los
hombres se hablan unos a otros, pero no se entienden; que sus palabras
son golpes que rebotan contra las palabras de los demás; que no hay ilu­
sión más grande que el convencimiento de que el lenguaje es un medio de
comunicación entre los hombres. Hablamos con alguien, pero de forma
que no nos entiende. Seguimos hablando, y el otro entiende aún menos.
Gritamos, él nos devuelve el grito, y la exclamación, que en el ámbito de
la gramática lleva una vida miserable, se apodera del lenguaje. Los ruidos
rebotan de un lado a otro como pelotas, reparten sus golpes y caen en el
suelo. Raras veces llega a penetrar algo en el otro, y cuando esto ocurre, es
más bien algo distorsionado58•

En esta selva de sonidos que se cruzan sin ton ni son, incapaces de en­
contrar el camino de la comprensión, los hombres creen que se comunican,
suponen que sus palabras articuladas en frases huecas les permiten crear
un vínculo con el otro. La conciencia del poeta, y su calvario, es precisa­
mente el reconocimiento de lo inaudito de esta condición, sus búsquedas
se dirigen a los subsuelos del verbo, se precipita detrás de cualquier huella
que le señale el sendero hacia ese fondo neblinoso del lenguaje. Apuesta y
riesgo. El poeta conoce los sufrimientos de la soledad, descubre el enorme
peso de ser custodio de las palabras; pero se hace cargo de la tarea, asume
su responsabilidad. Holderlin, poeta de poetas como lo llama Heidegger,
lo ha expresado maravillosamente :

57. G. Steiner, Después de Babel, cit., pp. 82-83.


58. E. Canerti, La conciencia de las palabras, FCE, México, 1 9 8 1 , p. ,64.

51
L O S H E R M E N E U TAS D E �A N O C H I

Es dere'cho de nosotros, los poetas,


estar de pie ante la tormenta de Dios,
con la cabeza desnuda,
para apresar con nuestras propias manos el rayo de luz
del Padre, a él mismo.
Y hacer llegar al pueblo envuelto en cantos el don celeste59•

Permanecer con «la cabeza desnuda», resistir a «las tormentas de Dios»,


escuchando lo indecible, es el riesgo del poeta. No es una elección, es un
destino irrecusable. ¿ Pero qué queda del poeta, de la profundidad de su
decir, de su capacidad de escuchar, en nuestra época de «comunicadores»
profesionales, de charlatanes computarizados ?
Canetti relata que Karl Kraus le había abierto los ojos, o sería mej or
decir los oídos, le había enseñado a escuchar mejor, a saltar sobre lo evi­
dente, a reconocer en la fisonomía de las palabras su emponzoñamiento,
a recobrar sus orígenes, ya que esas

mismas palabras que resultan incomprensibles, que tienen un efecto ais­


lante y crean una especie de fisonomía acústica, no son raras o novedosas
ni han sido inventadas por esas criaturas atentas a su singularidad : son las
palabras que la gente utiliza con más frecuencia, frases conocidísimas y
repetidas cientos de miles de veces; y de ellas, justamente de ellas se sirven
para manipular su terquedad. Palabras hermosas, feas, nobles, vulgares,
sagradas, profanas: todas van a dar a ese depósito tumultuoso del que cada
cual extrae lo que mejor le aviene con su pereza y lo repite hasta hacerlo
irreconocible, hasta que dice algo muy distinto, lo contrario de lo que
alguna vez significó60•

Kraus sabía captar este abuso del lenguaje, su ocupación predilecta era
salir a la caza de estas deformaciones, seguirlas hasta el lugar donde mejor
desplegaban su degradación : los medios masivos de comunicación. Obse­
sivo y detallista, lupa en mano, Kraus lanzó sobre sus contemporáneos -y
también sobre nosotros- la acusación de ser los destructores del idioma,
los responsables de su envilecimiento. Nuestra época, digámoslo, no se
hizo cargo de las acusaciones de Kraus, más bien se regodeó ostensible­
mente en perpetuar y mej orar los métodos de la degradación.
Kraus fue capaz de seguir las palabras hasta sus más íntimos aposentos,
hizo la historia de sus olvidos, de sus deformaciones, de su barbarización
en el marco de una cultura atrapada por la fascinación de la técnica y de
los medios de comunicación. El viaje de Kraus, sus exégesis y sus pesqui­
sas en medio del enlodamiento del lenguaje, fue el inverso al emprendido
por poetas y místicos, pero sus intenciones se entrelazan: Kraus también

59. F. Holderlin, en M. Heidegger, «Holderlin y la esencia de la poesía», en Arte y poesía,


FCE, México, 1 9 7 8 , pp. 1 4 1 - 1 42 .
60. E. Canetti, op. cit. , p . 6 4 .

52
EL LA B E R I N T O DE LAS PALABRAS

apunta a l a restitución del verdadero sentido, s u lucha contra l a barbarie


comunicacional conlleva una clara vivencia redentora. Kraus, un judío a
su modo, también se hace cargo de la custodia del Libro; se convierte en
garante de que la profecía habrá de cumplirse en su propia y atormentada
carne. Es -como dice Steiner del ·« tenedor de libros»- un clérigo.

El misterio y la práctica de la clerecía son fundamentales para el judaísmo.


Ninguna otra tradición o cultura ha conferido un aura comparable a la
conservación y transcripción de los textos. En ninguna otra ha privado una
mística equivalente de lo filológico. Esto es obvio en la praxis ortodoxa: una
simple errata, una transcripción equivocada de una sola letra, bastan para
que la página o el rollo en cuestión sean suprimidos para siempre de los li­
bros sagrados. Y nos encontramos con esa misma hipertrofia del literalismo
en toda la teoría y la técnica de la Cábala, en el exhaustivo escrutinio a que
somete el cabalista la más mínima letra hebrea, ya que su denominación y
su forma gráfica encierran múltiples sentidos en potencia61•

Kraus es un cabalista que trabaja, no con libros sagrados, sino con


su perfecto anverso, el habla cotidiana, con el mundo de palabras que
saturan caóticamente la existencia de los hombres. Persigue las palabras
allí donde más bajo han caído y reconstruye paciente y laboriosamente
sus orígenes; les devuelve algo de su luz. El itinerario que sigue Kraus
parte de la convicción de que cada palabra por más degradada que puede
estar, por más abyecta que pueda haberse vuelto en manos de los escribas
profesionales, esconde otro rostro, lleva tenuemente las marcas de otro
destino prometido en sus orígenes. Del mismo modo que Celan perseguía
hacia atrás, hacia los bordes de su infancia, el murmullo arquetípico de
la alquimia verbal, o que Benjamin trajinaba la idea cabalística de un Ur­
Sprache, Kraus sabe, y lo manifiesta, que «en el origen está la meta», que
hay que re-descubrir el secreto del lenguaje superando la vocinglería mo­
derna, atravesando el vértigo generado por el vacío de la charlatanería
comunicacional.
El destino del escritor, del amante de las palabras, semejante al del poe­
ta, tiene algo de anacrónico ; una mezcla de nostalgia y experimentación
que intenta aprehender la marcha del mundo desde ángulos insospechados.
También sabe que ese mismo lenguaje que le abre el vínculo con los otros,
que le permite internarse por los pasadizos de la creación, nunca se ofrece
en su transparencia. Chesterton ha interpretado perfectamente este senti­
miento; escuchemos sus palabras citadas por Jorge Luis Borges:

El hombre sabe q u e hay en el alma tintes más desconcertantes, más innume­


rables y más anónimos que los colores de una selva otoñal. .. Cree, sin em­
bargo, que esos tintes, en todas sus funciones y convenciones, son represen­
tables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y chillidos.

61. G . Steiner, •Nuestra tierra . . . », cit.

53
LOS H E R M E N E UTAS D E LA N O C H E

Cree que del interior de una bolsita salen realmente ruidos que significan
todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo62•

El hombre lucha contra aquello que es desconcertante en el lenguaje,


cree que puede dominar esa materia que atraviesa raudamente su vida, que
le ofrece la alquimia sorprendente de lo real y lo fantástico ; su soberbia
le indica que él puede dominarlo, que es capaz de controlar sus actos, sus
pensamientos, sus sueños, que las palabras se doblan sumisas ante su sola
presencia. Una ilusión producida -y ésta es la paradoja- por el mismo
lenguaje. Sus enigmas, para aquellos que saben observar, exigen el des­
ciframiento, sus oscuridades reclaman la luz; el trazo laberíntico de sus
cavernas no puede ser recorrido por aquellos que carecen de sensibilidad
lingüística.
Salir del túnel. Implementar esa salida ha sido el objetivo siempre perse­
guido, es decir, alcanzar la claridad, pronunciar el nombre verdadero, orien­
tarse en el laberinto. Kraus, igual que los cabalistas o que la secreta esperanza
de John Wilkins, aspiraba a penetrar el secreto limpiando al lenguaje de su
escoria cotidiana, de su locura comunicacional, aunque comprende que su
época arremolina los sentidos, obtura la posibilidad misma del habla.

No esperen de mí una palabra propia. Tampoco podría decir nada nuevo;


pues en la habitación donde estoy escribiendo hay un ruido horrible, y no es
el momento de decidir si proviene de animales, niños o simplemente obuses.
El que atribuye hechos, ultraja palabra y hecho y es doblemente despreciable.
Pero esa profesión no se ha extinguido. Quienes nada tienen que decir
ahora, porque el hecho tiene la palabra, continúan hablando. Quien tenga
algo que decir, que dé un paso adelante y i se calle ! 63•

La guerra silencia el lenguaje de los hombres; el espanto absoluto de


la muerte, la brutalidad infinita de la técnica puesta al servicio de la des­
trucción hacen irreal cualquier palabra. Parecería que el fragor alucinado
de los cañones y el horror inenarrable de los cuerpos mutilados cercena­
rán el habla. Karl Kraus, posicionado ante el hecho impronunciable de
la guerra, guarda silencio. Allí donde el lenguaje ya no puede alcanzar la
realidad (ni siquiera en el orden de la quimera, de una utopía represen­
tacional), el enmudecimiento emerge como expresión de dignidad, como
única respuesta posible al agobio de la locura guerrera. La exigencia ética
del silencio atraviesa como una constante a todos aquellos -poetas, fi­
lósofos, místicos, escritores- que enfrentados al universo laberíntico del
lenguaje, y al proceso casi irreversible de su degradación en una época que
ha trivializado el sentido de las palabras, no pueden sino hacerse cargo
de un vacío que rodea a la cultura moderna. Escribiendo sobre la obra de

62. G. K. Chesterton, G. F. Watts, 1 904, en J. L. Borges, «El idioma analítico de John Wil­
kins», en Otras inquisiciones, cit., pp. 1 3 5 - 1 3 6 .
63. K . Kraus, e n E . Canetti, op.cit. , p p . 335-336.

54
E L LABERINTO D E LAS PALABRAS

Andrei Leskov, Benjamin s e aproximó lúcidamente a uno d e los motivos


que han llevado al empobrecimiento contemporáneo ; dice allí: «El arte de
narrar se acerca a su fin, porque el lado épico de la verdad, la sabiduría,
está en trance de desaparecer»64•
Atrapado entre los engranajes de la nueva maquinaria informacional,
completamente sepultados bajo montañas de palabras que ya nada profun­
do ni esencial nos dicen, los hombres han ido perdiendo poco a poco su
contacto con el saber, se han dejado obnubilar por la oferta rutilante de un
nuevo dispositivo de poder que atraviesa la sociedad : la información, la
mercantilización del lenguaje. Del mismo modo en que Kraus denunciaba
la charlatanería cómplice en una época donde los cuerpos eran salvajemente
despedazados en las trincheras, y reclamaba la eticidad del silencio, Walter
Benjamin, observando el proceso de banalización generalizada desplegado
por los nuevos medios de comunicación, señalaba el fin de la relación,
siempre compleja, de lenguaje y verdad; la retirada de la sabiduría. «Una
pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme
desarrollo de la técnica»65• Deslumbrados ante las marquesinas iluminadas
con luces de neón, fascinados con la exuberancia de los logros tecno-cien­
tíficos y boquiabiertos por la planetarización absoluta de la información,
los hombres se han olvidado de lo esencial, ya son incapaces de preguntar
y de sospechar. Su lenguaje ahora se pliega dócilmente a las exigencias del
mercado y las palabras se van fagocitando unas a otras en medio del tor­
bellino, porque «cada mañana -escribe Benjamin- se nos informa sobre
las novedades de toda la tierra. Y sin embargo somos notablemente pobres
en historias extraordinarias. Ello proviene de que ya no se nos distribuye
ninguna novedad sin acompañarla con explicaciones. Con otras palabras,
ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es
propio de una información»66• La guerra hacía imposible articular palabras
adecuadas, reclamaba una ética del silencio; la selva de signos que hoy
pueblan nuestra vida cotidiana, la saturación de información que asalta
despiadadamente la ignorancia de la gente, reclaman otra ética del lenguaje ;
también nos aproximan a l a certidumbre del silencio. ¿ cómo continuar
escribiendo cuando ya nada parece cobrar sentido ? ¿ cómo tomar la palabra
cuando el barullo acalla cualquier expresión verdadera? Y sin embargo, y
pese a situarnos en ese borde del que difícilmente se retorna (Kraus guardó
silencio durante la guerra, pero escribió furiosamente los cientos de páginas
de Los últimos días de la humanidad, y años después lo siguió haciendo en
La noche de Walpurgis; y Benjamín, dolorosamente consciente de la tri­
vialización del lenguaje, siguió trabajando obsesivamente en su obra sobre

64. W. Benjamín, «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Andrei Leskov», en Sobre
el programa de la filosofía futura y otros ensayos, cit., p. 1 92.
65. W. Benjamín, «Experiencia y pobreza,,, en Discursos interrumpidos, Taurus, Madrid,
1973, p . 1 6 8 .
66. W. Benjamín, « E l narrador. . . », cit., p. 194.

55
LOS H E RM E N E UTAS D E LA N O C H E

los Pasajes, casi sin prestar atención al derrumbe de Europa que se estaba
operando a su alrededor) tenemos necesidad (dicho esto en plural aunque
sea una vivencia singular) de pronunciarnos, de escribir. La dignidad del
silencio no deja de atemorizarnos.
«Si pensamos la m odernidad como la describe Gadamer, como la pér­
dida de lo sagrado, la pérdida de un cierto tipo de experiencia poética, y su
reemplazo por el historicismo secular que pierde su contacto con lo que era
originalmente esencial, entonces -concluye Paul de Man- deberíamos
elogiar a Benjamin por haber restablecido el contacto con lo que allí había
sido olvidado»67• Benj amin no se repliega ante el avance del historicismo
secular, no acepta como irremediable el silencio del lenguaje ; sus indaga­
ciones de una lengua más pura lo comunican con lo sagrado, con «cierto
tipo de experiencia p o ética» ; obstinadamente recorre una y mil veces las
fronteras de la época actual, se agacha para recoger los desperdicios, mira
lo insignificante, escucha lo que ya nadie oye, todo con la intención de
recomponer los hilos de la tradición en un gesto de inconformidad radical
con el presente. Por eso su afirmación de que el «romanticismo es segura­
mente el último movimiento que todavía una vez salva en el presente a la
tradición»68• Lo mismo, cambiando los nombres, podría decirse de la obra
y del pensamiento de Walter Benjamín.

Las palabras se han ido ahuecando, sus sonidos nos llegan distorsionados,
convertidos en barull o mediático. ¿ Qué nos comunica el habla? ¿Nos dicen
algo las palabras en la época del «desencantamiento del mundo»? El escep­
ticismo colorea cualquier ensayo de respuesta, cualquier intento por dilu­
cidar qué ha ocurrido con el lenguaje. En su Diario Ionesco escribió frases
lapidarias, se hizo cargo de la imposibilidad comunicacional de la lengua:

Es como si yo, al haberme dedicado a la literatura, hubiera utilizado todos


los símbolos sin comprender en realidad su significación. Ya para mí no
tiene una importancia vital. Las palabras han dado muerte a las imágenes o
las han escondido. Una civilización de palabras es una civilización malsana.
Las palabras crean la confusión. Las palabras no son la palabra [le mots ne
sont pas la paro/e] . . El hecho es que las palabras no dicen nada, si se me
.

permite expresarme así. . . No hay palabras para las experiencias profundas.


Cuanto más trato de explicarme, menos me comprendo. Naturalmente que
no todo es imposible de decir con palabras : la verdad desnuda69•

67. P. de Man, «Consideraciones acerca de 'La tarea del traductor' de W. Benjamin» : Diario
de Poesía (Buenos Aires), 10 ( 1 9 8 8 ) .
6 8 . W. Benjamin, carta a G. Scholem d e junio d e 1 9 1 8 , e n Correspondence, Aubier, Paris,
1 979, t. 1, p. 1 2 8 .
69. E. Ionesco, e n G. S teiner, Lenguaje y silencio, Gedisa, Barcelona, 1 9 82, p. 8 3 .

56
E L LA B E R I N T O D E LAS PALABRAS

E l teatro del absurdo de Ionesco -en sus mejores momentos- fue un


intento por dramatizar esta carencia, por poner al descubierto el umbral de
la palabra, su incapacidad para decir lo esencial. «Una civilización de pala­
bras es una civilización malsana». Esta frase tremenda nos parte, nos hunde
en la más absoluta de las perplejidades. rns acaso una condena el lenguaj e ?
¿Dios castigó a Adán cuando l e otorgó e l don d e ponerle s u verdadero
nombre a las cosas ? ffue la palabra el artilugio de Dios para ocultarle al
hombre los secretos de la creación ? rns el lenguaje el verdadero castigo por
la culpa del pecado original ? Kafka, Ionesco, Beckett han escrito páginas
de intenso dolor frente a los padecimientos originados por el habla de los
hombres. En La colonia penitenciaria Kafka ha construido, en forma de me­
táfora literaria, todo el horror de la palabra punitiva, los engranajes de una
civilización que ha escrito sobre el cuerpo de los hombres el imperativo de la
Ley. Beckett ha intentado escribir para dejar de hacerlo; su obra teatral, y sus
poesías, manifiestan el enorme significado del silencio; sus palabras son pro­
nunciadas para callar. Sobre Beckett, Cioran -un espíritu afín- ha escrito :

[Para] adivinar a ese hombre separado [ . . . ], habría que insistir en la ex­


presión «mantenerse separado», divisa tácita de todos sus instantes, en la
soledad y pertinencia subterránea que ella supone, en la esencia de un ser
fuera de todo, que prosigue su trabaj o implacable y sin fin. El budismo dice
de quien busca la iluminación, que debe obstinarse tanto como «el ratón que
roe un féretro». El verdadero escritor realiza un esfuerzo semejante. Es un
destructor que aumenta la existencia, que la enriquece minándola70•

Cioran ha dado con la clave para interpretar la escritura de aquellos


que destruyen el ornamento de palabras vaciadas; y al mismo tiempo ha
justificado la continuidad de la tarea del escritor dotándola de una pro­
funda dialéctica.
Beckett, cercano a la muerte, escribió un poema -«Cómo decir»­
donde expuso toda su reflexión y su experiencia abismal del lenguaje.
Inventor de su propia lengua, su último poema es, a un mismo tiempo,
traducible e intraducible, y está escrito para tensar al máximo los p ropios
límites del idioma. Beckett, relata John Pilling, escribió obras como Worst­
ward Ho, relato que integra su segunda trilogía, junto con Company y Mal
vu, mal dit, en un idioma que ya no era inglés. Comentando esa opinión

Laura Cerrato señala que es «significativo que el propio Beckett, el mej or


traductor de sí mismo, en un juego equívoco de vaivenes idiomáticos que
parecen querer dejarnos sin pistas, se negara persistentemente a hacer la
traducción francesa de dicha obra. Como si su larga y angustiosa búsqueda
hubiese hallado por fin el idioma (aunque no fuese inglés ni ningún otro),
un idioma 'a soi', intraducible, porque ya no necesita la traducción»71 •

70. E. Cioran, «Algunos encuentros»: Página 12, 29 de noviembre de 1 9 8 7.


71. L. Cerrato, «Comentario a una traducción»: L a Nación, 1 990.

57
L O S H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

Maestro de los límites de la palabra, Beckett escribió en una época deli­


rante de charlatanería, su voz se elevó para desnudar el bullicio mediático,
para colocar el silencio del lenguaje poético entre las ahuecadas palabras
de la sociedad de masas. No resisto a la transcripción de su último poema­
testamento. Dejemos que el poeta hable :

Locura­
locura de­
de-
cómo decir­
locura de este­
desde-
locura dado lo que de­
visto-
locura visto este­
este-
cómo decir­
esto-
este esto­
esto aquí-
todo este esto aquí­
locura dado todo lo­
visto-
locura visto todo este esto aquí de­
de-
cómo decir­
ver­
entrever-
creer entrever-
querer creer entrever-
locura de querer creer entrever qué­
qué-
cómo decir­
y dónde-
de querer creer entrever qué dónde­
dónde-
cómo decir-
allí-
allá-
lejos-
lejos allí allá­
apenas-
allí-
allá-
lejos-
lejos allí allá­
apenas-
lejos allí allá apenas qué­
qué-

58
E L LA B E R I N TO D E LAS PALABRAS

cómo decir-
visto todo esto­
todo este esto aquí­
locura de ver qué­
entrever-
creer entrever-
querer creer entrever­
lejos allí allá apenas qué-
locura de allí querer creer entrever qué­
qué-
cómo decir­
cómo decir-
(S. Beckett, «Cómo decir»72)

Beckett bordea el continente del lenguaje; sus viajes lingüísticos lo


conducen más allá del sentido como estirando alucinadamente las palabras
para que digan lo que no se puede decir; y sin embargo logra un profundo
efecto, «es un destructor que aumenta la existencia», que da otra vuelta
en medio del silencio. Y sus palabras conmueven allí, precisamente, don­
de parecen no decirnos nada, como empujándonos al fondo de nosotros
mismos. El lenguaje y la locura mezclan sus aguas y tratan de balbucear
lo que ya no se puede expresar. Hay un hilo delgado que comunica la
poética de Holderlin, la noche de sus palabras extraviadas, y la escritura
brutalizada de Beckett. Caminantes de los bordes, centinelas de fronteras
inciertas, magos de palabras recuperadas del olvido. Holderlin y Beckett
encierran -en el periplo de sus vidas- la lucha desesperada, derrotada,
por decir el mundo, por obligar a los dioses, en un esfuerzo inaudito, a no
romper los puentes con los hombres. El crepúsculo de su razón le permitió
a Holderlin no reconocer la derrota. Beckett, en cambio, escribe del otro
lado de la secularización, sus palabras han entrevisto todo el horror del
siglo xx, su silencio cierra la historia de la modernidad.

72. Trad. de L. Cerrato, «Comentario a una traducción» : La Nación, 1990.

59
EL ESTADO DE EXCEPCI ÓN:
WALTER BENJAMIN Y CARL SCHMITT
COMO PENSADORES DEL RIESGO

En memoria de Pancho Aricó

En la convulsionada Alemania de los años weimarianos no es sorprendente


encontrarse con cruces intelectuales y políticos que, sacados de contexto y
trasladados a otra época, resultan escandalosos. Al penetrar el pensamiento
filosófico-político de Walter Benjamin nos salen al cruce, inmediatamente,
ciertas alquimias que exigen que las abordemos con cuidado y desprendién­
donos de aquellos prejuicios que nos impiden recorrer la complejidad de una
época fascinante y peligrosa. Diversos estudiosos de su obra han destacado la
importancia de lo que comúnmente se llama tradición de derecha en la con­
formación de la perspectiva benjaminiana. En una larga lista en la que Ber­
tolt Brecht y Georg Lukács aparecen como excepción, vemos surgir figuras
como Bachofen, Baudelaire, Benn, Céline, George, Green, Hofmannsthal,
Jouhandeau, Jung, Klages, Proust, Schmitt, Unger. Scholem, en su bello libro
sobre Benjamin, se refiere a varios de estos autores y señala la especial aten­
ción que el autor de las «Tesis de filosofía de la historia» le prestó al filósofo,
luego convertido al nazismo, Hans Heyse1 • La orientación de sus intereses
lleva al amigo a calificar sus posicionamientos y vínculos intelectuales como
próximos a un espíritu «contrarrevolucionario». Habermas afirma que el
esfuerzo crítico de la mirada histórica que Benjamin exige «es conservador
en sentido eminente» y habla de «la hermenéutica conservadora-revolucio­
naria de Benjamin». De todos modos, y tras insistir sobre la influencia en
su obra de ciertos pensadores de la derecha alemana, Habermas recuerda
que, sin embargo, en tanto que intelectual judío, no podía ignorar dónde
estaban sus enemigos2• En un estudio, Juan Mayorga3 se dedica a indagar el
sentido y el alcance de las relaciones que Benjamin estableció con la tradi-

l. G. Scholem, Walter Benjamin. Historia de una amistad, Península, Barcelona, 1 9 8 7.


2. J. Habermas, Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1 9 8 6, pp. 3 06 y 3 3 1 .
3 . J . Mayorga, L a filosofía de la historia de Walter Benjamín, Universidad Nacional de
Educación a Distancia, Madrid, 1 997, mimeo.

61
L O S H E R M E N E U T A S D l l. A N O C H E

ción conservadora, particularmente a través de figuras emblemáticas como


Ernst Jünger y Carl Schmitt. Cruces, imbricaciones, afinidades electivas, son
algunas de las características de una relación laberíntica y contradictoria,
que exige del estudioso un especial cuidado ya que estamos acercándonos
a derroteros biográficos completamente distintos, atravesado el uno por
la marginalización, la persecución y el exterminio y, los otros, por ciertas
formas de la complicidad, la complacencia, el acompañamiento teórico o,
en el mejor de los casos, el distanciamiento aristocrático. Creo que ésta es
una diferencia insalvable y que no debe ser pasada por alto.
En el capítulo que Juan Mayorga le dedica a la relación entre la obra
de Schmitt y su influencia o sus encuentros con la reflexión benjaminiana,
se plantea con precisión y sin ambigüedades la oscura y compleja trama in­
telectual que vinculó al autor de La dictadura no sólo con la tradición de la
derecha alemana sino, más grave aún, con el nacionalsocialismo. Mucho se
ha discutido alrededor de esta cuestión, pero Mayorga es muy claro cuando
señala que la hipótesis de un supuesto alejamiento de Schmitt respecto del
régimen nazi debería ser capaz de encajar piezas como La situación de la
ciencia jurídica europea (1 944), o la teoría del «gran espacio», expuesta, en­
tre otros lugares, en Gran espacio contra universalismo ( 1 939). Y en cuanto
a su antisemitismo es elocuente su exposición en el congreso sobre El
judaísmo en la ciencia jurídica alemana, «donde juzga al 'emigrante judío'
como carente de espíritu y subraya la necesidad de liberar el espíritu alemán
de las falsificaciones judías. Schmitt explica que el pensamiento judío tiene
una relación parasitaria, táctica y mercantil respecto al espíritu alemán, y
hace propuestas para proteger a los estudiantes frente a aquél : purificar
las bibliotecas, no citar a un autor judío sin explicitar su condición de tal,
elaborar una completa bibliografía de autores jurídicos en que se señale a
los judíos . . . En La ciencia jurídica alemana en la lucha contra el espíritu
judío ( 1 9 3 6), afirma que las opiniones judías son inferiores en rango que las
de autores alemanes o, simplemente, no judíos. A su juicio, el alemán sólo
puede conocer del judío la desproporción con su propio tipo. Schmitt enfa­
tiza que el alemán no busca sino ese su tipo propio, la pureza de su pueblo,
su raza, y recomienda la lectura de las opiniones de Mein Kampf sobre la
cuestión judía, principalmente respecto de la 'dialéctica judía'»4• Creo que
esto es suficiente para demostrar el hondo compromiso de Schmitt con la
barbarie nazi, y a su vez hace más indispensable entender la complejidad de
su obra y el impacto, en este caso, sobre el propio Benjamín.
No deja de ser una cuestión importante que la reivindicación benja­
miniana de la influencia de Schmitt sobre la elaboración de El origen del
drama barroco alemán sea previa al ascenso de Hitler al poder5• De todos

4 . Ibid. , p . 1 3 5 , n. 8 .
5. H e tratado más ampliamente la relación entre Benjamin y Schmitt, particularmente en
cuanto a las deudas intelectuales que el primero destacó al publicar su Origen del drama barroco
alemán, en Walter Benjamin y el problema del mal, Grupo Editor Altamira, Buenos Aires, 200 1 .

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E L E S T A D O D E EX C E P C I Ó N : W A L T E R B E NJ A M I N Y C A R L S C H M I TT

modos, esto no disminuye la deuda del primero con el segundo ni elimina


la hipótesis con la que trabajo respecto de la imbricación, en el mundo de
ideas de Benjamin, de tradiciones intelectuales pertenecientes a la cosmo­
visión de la derecha. En todo caso vuelve más urgente desentrañar esas
relaciones y la inquietante profundidad de pensadores como Carl Schmitt,
Oswald Spengler o Ernst Jünger, que entre otros constituyeron lo que co­
nocemos como la tradición del conservadurismo revolucionario6• Mayorga
a su vez agrega una perturbadora cuestión no resuelta:

La pregunta de si el período de colaboración con los nazis --en particular,


su defensa del golpe de 1932- constituye un mero paréntesis coyuntural,
se hace más interesante a la vista de la posterior repercusión de la obra
schmittiana, que trasciende el campo jurídico. Incluso se ha hablado de un
«schmittianismo de izquierdas». La crítica de Schmitt a las instituciones libe­
rales ¿puede haber servido de fuente al antiliberalismo de izquierdas ?, füasta
dónde sirven las categorías schmittianas desde un punto de vista izquierdista?7•

En este contexto se deben mencionar las reflexiones de E. Kennedy8•


Según Kennedy es constatable una fuerte presencia del pensamiento de
Schmitt en los frankfurtianos, al menos hasta su repudio en el artículo de
Herbert Marcuse La lucha contra el liberalismo en la concepción totalitaria
del Estado; recíprocamente, agrega Kennedy, Schmitt se nutre del pensa­
miento marxista en su teoría de la dictadura y, ante los fenómenos asociados
a la crisis económica, asume parte de la crítica de la izquierda a la poliar­
quía. Además, la tesis de que la dictadura del proletariado es la verdadera
democracia, influye, a juicio de Kennedy, en la comprensión schmittiana
de la democracia contrapuesta a la parlamentaria liberal9• Benjamin tam­
poco sería ajeno a esta visión crítica del parlamentarismo liberal y en él
también dejaría su poderosa impronta la homologación de dictadura del
próletariado y democracia. Su opción, siempre críptica, por el comunismo
está ligada directamente a esta perspectiva antiliberal y antiparlamentaria.
Sin duda que después de la traumática experiencia de la primera guerra
mundial, de la carnicería de las trincheras, de la traición de los socialistas,
del extraordinario acontecimiento que representó la Revolución de Oc-

6. Véase de J. Herf, El modernismo reaccionario, FCE, México, 1990; también puede con­
sultarse con provecho Anthony Phelan et al. , El dilema de Weimar, Edicions Alfons El Magnanim,
Valencia, 1990 (especialmente el capítulo escrito por K. Bullivant, «La Revolución Conservadora•) .
He desarrollado con mayor amplitud la cuestión del conservadurismo revolucionario durante l a
República d e Weimar e n Itinerarios de la modernidad, Eudeba, Buenos Aires, 1 9 9 6 , p p . 43-64.
7. J. Mayorga, op. cit., p. 1 3 6 .
8 . «Car! Schmitt und die 'Frankfurter Schule' . Deutsche Liberalismuskritik im 2 0 . Jahrhun­
dert•: Geschichte und Gesel/schaft 12, pp. 3 8 0 -4 1 9 .
9 . «En cuanto a l parlamento, l a definición schmittiana d e l o político l o convierte e n n o po­
lítico: el liberalismo sólo es viable en tiempos impolíticos. Pues el ser de lo liberal es la negación, la
esperanza de que 'el enfrentamiento definitivo, la sangrienta batalla decisiva, puede transformarse
en un debate parlamentario y quede eternamente suspendida en una discusión eterna'» U. Mayorga,
op. cit., pp. 154- 1 5 5 ) .

63
L O S H E R M E N E U T AS D I l A NOCHE

tubre, de las enormes contradicciones de la República de Weimar, resulta


inverosímil imaginar que algunos intelectuales provenientes de la tradición
de la izquierda (pienso en Benjamín, pero también en el joven Lukács, en
Ernst Bloch1º}, no se hubieran sentido profundamente atraídos por ciertas
críticas nacidas en la derecha (y estoy pensando en voces como las de
Spengler o Schmitt, sólo por señalar dos de las más notables) . El derrumbe,
a sus ojos, de las ilusiones decimonónicas y de las herencias ilustradas, el
fracaso del liberalismo y las falsedades del discurso fundado en la lógica
del progreso, abrieron las puertas para un complejo y, desde nuestra actua­
lidad, casi incomprensible diálogo entre visiones del mundo enfrentadas
por la amenaza de la guerra civil y la destrucción. Señalo esto para eludir la
tentación de anacronimo que suele dominar las interpretaciones a la hora
de dirigir nuestras miradas a un momento histórico en el que oscuras y
contradictorias fuerzas se desplegaban sobre las conciencias entrelazando
aquello que, en otras circunstancias, hubiera permanecido separado.

Una lectura comparativa de las obras de Schmitt y Benjamin puede inclu­


so mostrar que a ambas subyacen interpretaciones teológico-políticas de
la modernidad en las que el concepto de interrupción es el centro. Si en la
obra de Benjamin está latente una experiencia judía del pasado, a la de
Schmitt subyace una comprensión católica de la historia. Lo que a la obra
de Benjamin es la espera del Mesías, lo es a la de Schmitt la lucha con el
Anticristo1 1 •

E n u n clima d e época saturado por vientos apocalípticos y revoluciona­


rios, el concepto de interrupción venía a representar una intensa descarga
contra el dominio, tanto en la tradición liberal como en la socialista, de la
ideología del progreso. Significaba, desde las perspectivas opuestas pero
encontradas de Benjamín y Schmitt, una radical revisión de los legados ilus­
trados e historicistas, una profunda puesta en cuestión de la temporalidad
forjada desde la matriz dieciochesca y luego multiplicada desde el universo
positivista. Interrupción mesiánica desde el horizonte judío en el que se
mueve Benjamín, interrupción milagrosa desde la gramática del catolicis­
mo schmittiano, lo cierto es que ambas posiciones comparten, más allá o
más acá de sus esenciales diferencias políticas, un mismo sustrato crítico,

10. Para seguir el derrotero de esta generación de intelectuales de izquierda y sus relaciones
con el amplio espectro del neorromanticismo véase M . Lowy, Para una sociología de los intelectuales
revolucionarios. La evolución política del joven Lukács (1909- 1 9 1 9), S iglo XXI, México, 1 9 7 8 ;
también d e l mismo autor, Redención y utopía. El mesianismo libertario de los intelectuales judíos
de entreguerras, El cielo por asalto, Buenos Aires, 1 9 9 7 ; me he ocupado de esta cuestión princi­
palmente en « Entre la memoria y el olvido: los intelectuales j udíos de entreguerras», El exilio de
la palabra, Eudeba, Buenos Aires, 1 9 9 7 .
11. J . Mayorga, op. cit. , p . 1 3 8 .

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E L E S T A D O D E E X C E P C I Ó N : WALT E R B E NJ A M I N Y C A R L S C H M I TT

un mismo rechazo, muy sesgado por el neorromanticismo de principios de


siglo xx, de las tradiciones evolucionistas y del fondo democrático-burgués
propio de las representaciones desplegadas a lo largo del período abierto
por la Revolución francesa y cerrado, en el imaginario de la época, por el
estallido de la Gran Guerra.
Un mundo se había desbarrancado y junto con su caída se habían des­
fondado aquellas ideas que le habían dado sentido y contenido, aquellas
estructuras comprensivas del tiempo y de la historia, del suj eto y la razón,
de la política y el Estado, que ahora, y a partir de una nueva iluminación
que buscaba sus motivos en tradiciones que habían quedado opacadas por
el triunfo del legado iluminista y que nuevamente se reencontraban con la
luz del día pero atravesadas, en esta nueva irrupción, por lenguajes naci­
dos en la propia modernidad. É ste es un punto que no debe olvidarse : las
críticas neorrománticas, los nuevos discursos que se oponían a los valores
y a las ideas del racionalismo ilustrado, no eran el producto de una mera
regresión, de un giro reaccionario y conservador a los viejos tiempos de
la communitas medieval, apenas la reacción de voces que añoraban un
ayer desvastado por la conciencia moderna burguesa y su dominio técnico­
económico, sino que eran exponentes de poderosas fuerzas nacidas en el
seno de la misma modernidad a la que venían a criticar; siendo en mu­
chos casos la fusión de concepciones que habían permanecido extrañas y
distantes, separadas por el abismo de las ideas modernas y la revolución
burguesa que, sin embargo, y en el clima convulsionado de la Europa de
entreguerras volvían a encontrar puntos de fusión, produciendo extrañas
alquimias que eran difíciles de comprender para aquellos que seguían
instalados en el horizonte de sentido de la tradición decimonónica. Se
podía, en ese tiempo caótico y renovador, ser deudor de concepciones pre­
modernas y paridor de dispositivos filosóficos o estéticos atravesados por
una profunda sed revolucionaria y vanguardista. Cuando Benjamín echa
mano del mesianismo judío, cuando discute acaloradamente con Scholem
alrededor de las principales ideas de la cábala y sobre todo de sus vertien­
tes antinomistas, está haciendo un viaje intelectual que lo lleva más allá
de los confines de la modernidad, que lo conduce hacia antiguos saberes
guardados en bibliotecas cuyos dueños han quedado del otro lado de la
historia del progreso, pero que entramadas con algunos de los legados del
pensamiento moderno (el que va de Kant a Marx, pero que pasa por los
románticos y los poetas simbolistas, por Nietzsche y Lukács) le permiten
elaborar una sólida y destemplada crítica de ese tiempo histórico domi­
nado por las ilusiones del progreso indefinido y ordenadas alrededor de
una narrativa lineal y homogénea cuyo único destinatario es el discurso
de los vencedores12• Al regresar a esos otros mundos «olvidados» pero que
habían fecundado secretamente algunos de los momentos más interesantes

12. Es imprescindible, para capturar este extraordinario entramado de tradiciones que apa­
recen en el pensamiento de Benjamín, la lectura de su testamento filosófico-político: las «Tesis de

65
L O S H E R M E N E U TA S D E LA N O C H E

de la filosofía moderna, Benjamin está operando con la tradición apelando


al mismo recurso con el que llamaba a pasarle el cepillo a contrapelo a la
historia de los vencedor.es, para dejar que emerjan las voces de los venci­
dos. Pero también era consciente de los peligros que entrañaba relacionar
gramáticas tan divergentes. En todo caso, su crítica del historicismo tenía
como punto de convergencia la convicción, fundamental en la confor­
mación de lo que se ha llamado su visión teológica de la historia, de esos
momentos de interrupción, esos dramáticos giros del tiempo histórico en
el que se desbarrancan las formas simbólicas y los dispositivos ideológico­
discursivos que garantizaban el orden y la continuidad de la dominación.
Tiempos excepcionales, rupturas inesperadas, quiebra de lo establecido,
emergencia de lo extraordinario, derrumbe de un orden de sentido que
sólo puede ser el resultado del estallido revolucionario, de ese momento
único e irrepetible en el que la continuidad del tiempo salta en mil pedazos
abriendo la dimensión de lo nuevo. É sta es la idea benjaminiana de revolu­
ción: interrupción y excepcionalidad, época de fundación que despliega, en
pos de su cometido, una forma redentora de la violencia, que en Benjamin
estará asociada, lejanamente, a la violencia divina.
Benjamin es consciente de que la soberanía moderna, la construcción
del poder político cuyo centro es el Estado, encuentra su núcleo de cris­
talización en un acto excepcional, en un ejercicio pleno y absoluto de la
violencia por parte de aquel que siendo creador de la ley se pone fuera
de ella. Pero también ha observado, en el proceso de consolidación del
orden burgués, sobre todo de su orientación parlamentaria, que aquella
violencia fundadora de derecho se ha convertido en violencia conservado­
ra de derecho obturando la relación entre sus orígenes revolucionarios y
su actualidad conservadora13• Frente a la idea sostenida por Schmitt (cuyo
antecedente podemos ir a buscarlo en el pensamiento de Donoso Cortés)
del estado de excepción como la última garantía para conservar el orden,
Benjamin interpretará esa figura política de dramáticas consecuencias como
el punto álgido de la acción revolucionaria, aquella que funda, desde una
violencia justiciera, un nuevo derecho. En esta diferencia, aquella que se
plantea entre el defensor del orden y el anunciador de los tiempos revolu­
cionarios, se define la distancia insuperable entre Schmitt y Benjamin, entre
el fascismo y la dictadura del proletariado. Aquí nos volvemos a encontrar
con el fondo católico del pensamiento schmittiano, su combate contra las
fuerzas del anticristo (fuerzas que son la conjunción extraña de liberalismo
democrático, eje de la neutralización de lo político en la modernidad, y

filosofía de la historia». Allí nos encontramos con el cruce de algunos de los legados centrales del
pensamiento moderno y el mundo del mesianismo j udío.
1 3 . Véase de W. Benjamin, Para u n a crítica de la violencia. Es muy sugerente el ensayo que
J. Derrida le dedicó a ese texto fundamental que Benjamin escribiera en 1 92 1 : «Nombre de pila
de Benjamin», en Fuerza de ley. El 'fundamento místico de la autoridad', Tecnos, Madrid, 1997.
También véase de R. Forster, «Benjamin en Derrida», en M. Casalla et al., Márgenes de la justicia,
Grupo Editor Altamira, Buenos Aires, 2000.

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E L E S T A D O D E E X C E P C I Ó N : W A L T E R B E NJ A M I N Y C A R L S C H M I T T

comunismo14), y l a concepción mesiánica15 de Benjamín que s e funda e n la


potencia renovadora de la revolución cuyo sentido radica en derrumbar la
violencia mítica, la perpetuadora del derecho de la dominación, para reem­
plazarla por la violencia divina cuyo eje es la justicia. «Para [Schmitt] -sos­
tiene Mayorga- 'el estado excepcional tiene en la jurisprudencia análoga
significación que el milagro en la teología'. Pero la posición de Schmitt no
debe ser identificada con la del Donoso al que un ideal absoluto de justicia
aparta del decisionismo puro. En Schmitt el estado de excepción suspende el
derecho para preservar el orden; en Donoso, realiza una justicia que no cabe

14. El Heidegger de Introducción a la metafísica se ha mostrado muy permeable a estas ideas


defendidas por Schmitt, sobre todo allí donde destaca el peligro de la época que proviene de la
doble tenaza que se cierra sobre Alemania (la amenaza que viene de Occidente y lleva el nombre
de americanismo, y la amenaza que viene de Oriente y se llama comunismo soviético que, en la
interpretación de Heidegger, son parte del mismo mecanismo histórico desplegado por la técnica
maquinística y el dominio del sujeto cartesiano). Véase Introducción a la metafísica, Nova, Buenos
Aires, 1 977, pp. 75 ss.
1 5 . He profundizado en la influencia que sobre Benjamin ejerció el judaísmo, y dentro de éste
su concepción mesiánica, en •Walter Benjamin y el judaísmo», en El exilio de la palabra, cit., y en
Walter Benjamin y el problema del mal, cit. Quisiera destacar a partir de una interesante reflexión de
Giorgio Agamben el sentido de esta relación: « ... el Mesías es la figura con que las grandes religiones
monoteístas han tratado de resolver el problema de la ley y lo que su venida significa, tanto en el
judaísmo, como en el cristianismo o en el islam chiíta, el cumplimiento y la consumación integral
de la ley. El mesianismo no es, pues, en el monoteísmo, una simple categoría entre otras de la
experiencia religiosa, sino que constituye su concepto-límite, el punto en que dicha experiencia se
supera y se pone en cuestión en su condición de ley (de aquí las aporías mesiánicas sobre la ley, de
las que son expresión tanto la epístola de Pablo a los Romanos, como la doctrina sabbataica según la
cual el cumplimiento de la Torah es su transgresión)» (G. Agamben, Homo sacer. El poder soberano
y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1 9 9 8 , pp. 76-77). En su libro sobre Espinosa y el marranismo,
Gabriel Albiac dedica un considerable esfuerzo a dilucidar el contenido antinómico del movimiento
sabbataista, siguiendo en ésto lo estudiado por Gershom Scholem. (Véase de G. Scholem, Sabbatai
Sevi. The Mystical Messiah, Princeton University Press, Princeton, 1 9 8 9 . ) En cierta tradición judía,
particularmente cabalística, la llegada del reino mesiánico conlleva la abolición de la ley, es decir,
el fin de los preceptos y la derogación de toda prohibición. Abolición que dejará su marca en al­
gunas corrientes anarquistas, del mismo modo que supone una perspectiva de redención a través
del mal. El siglo XVII vio desarrollarse este mundo teológico-político profundamente impregnado
de antinomismo. Alcanzar el grado mesiánico es ir más allá del «concepto-límite» constituido por
los mandamientos de las religiones monoteístas, supone quebrar las fronteras de lo permitido y
expandir hacia un confín literalmente inimaginable la libertad. En la realización mesiánica la ley
se anonada, de ahí su profunda resonancia en las corrientes libertarias.
¿ cómo pensar una sociedad en que la ley ni se ha anonadado en el sentido mesiánico ni posee
una significación propia? ¿Acaso no resulta más destructiva la presencia de una ley cuyo significado
se ha roto ? La vigencia sin significado de la ley constituye el quid de nuestro presente. Se trata de
una época caracterizada por la •muerte de Dios» y por la travesía del desierto-nihilismo, de una
quiebra radical de todo fundamento que vuelve ilegítimo cualquier reclamo de una ley sostenida
en valores atemporales. El triunfo en casi todos los planos del relativismo moral se asocia direc­
tamente con este anonadamiento de la ley que sin embargo no ha sido el resultado de la llegada
del Mesías sino de la descomposición de la idea occidental de verdad. iQué vendría a interrumpir
el Mesías en los tiempos post-nietzscheanos ? Por eso Agamben señalará que desde «el punto de
vista jurídico-político, el mesianismo es, pues, una teoría del estado de excepción; si bien quien lo
proclama no es la autoridad vigente, sino el Mesías que subvierte el poder de ella» (G. Agamben,
op. cit. , pp. 78-79). Estamos muy cerca, como es evidente, de. la concepción benjaminiana de
•estado de excepción» diferenciada, en la medida en que es deudora de la tradición judía, de la
perspectiva de Car! Schmitt.

67
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

en el derecho [. . .] . En Benjamin, el estado de excepción realizaría la justicia


al interrumpir el orden injusto»16• Desde la perspectiva del catolicismo, en
la que se mueven Donosp y Schmitt, el estado de excepción, aunque seña­
ladas ya las diferencias entre ambos, defiende el continuo, la perpetuación
del orden, frente a la catástrofe; para Benjamin, heredero de la tradición
del mesianismo judío, interrumpe la catástrofe continua que es representada
precisamente por el orden de la dominación. La diferencia es crucial, mues­
tra dos sensibilidades históricas atravesadas por demandas opuestas pero
que alcanzan a comprender, desde una extraña semejanza, el papel único
del estado de excepción tanto en la construcción de la soberanía moderna,
en la defensa del orden ante las amenazas de una catástrofe inminente,
como en la interrupción revolucionaria que imposibilita la continuidad de
la injusticia. Benjamin lo ha expresado de un modo elocuente en Calle de
dirección única : « . . . ya sólo queda, en la esperanza permanente del asalto
final, dirigir la mirada hacia lo único que aún puede aportar salvación: lo
extraordinario. Pero ese estado de atención extrema y resignada que la
situación exige, podría, ya que mantenemos un misterioso contacto con las
fuerzas que nos asedian, provocar realmente el milagro»17• En la tradición
de las derechas, particularmente la que lleva los nombres de De Maistre,
Donoso Cortés, y en el siglo XX el de Carl Schmitt, la negación del progreso
coincide con el repudio de la revolución que es identificada con la interrup­
ción del orden establecido por Dios, la condensación del pecado. Donoso
dirá que «las revoluciones son la misma cosa en lo político que en lo moral
el pecado». La perspectiva de Benjamin es completamente distinta, ya que la
negación del progreso coincide con el máximo deseo de revolución. «No se
trata, como escribe Mayorga, de defender el orden establecido por un Dios
encarnado, sino de suspender el orden que cierra la puerta del Mesías»18•
La coincidencia, sobre todo con Donoso y Schmitt, se da alrededor de la
fórmula, «frente a la catástrofe, estado de excepción». Un milagro, aquello
inesperado y extraordinario, será lo que podrá interrumpir el estallido de la
tormenta. Claro que el único modo de impedir el arrasamiento que promete
la tormenta será, para Schmitt, la interrupción dictatorial, aquella que luego
será representada hasta sus más extremas consecuencias por Hitler; mien­
tras que para Benjamin la tarea de impedir la consumación de la catástrofe
queda del lado de la revolución que, para él, no es otra cosa que la reunión
de las víctimas de la historia capaces de suspender el dominio del derecho
sostenido como continuidad de la opresión.
Vuelvo a esos años perturbados y equívocos, años en los que extrañas
alquimias florecieron hasta alcanzar productos demoníacos; pero años
que nos permiten, si somos capaces de sortear ciertos prejuicios y cier­
tas actitudes nacidas de aquello que aconteció desp ués, leer desde otro

1 6. J. Mayorga, op. cit. , pp. 1 3 9 - 1 4 0 .


17. W. Benjamin, Calle de dirección única, Alfaguara, Madrid, 1 9 8 7, p. 2 7 .
18. J. Mayorga, op. cit. , p. 1 72 .

68
EL ESTADO DE EXCEPCIÓN: WALTER B E NJAM I N Y CARL SCHMITT

lado l a crisis de nuestro tiempo. Que todavía sigamos discutiendo con


especial preocupación el legado intelectual de Carl Schmitt, sabiendo que
entre él y nosotros media la catástrofe maldita del régimen nazi, significa
que hay algo en su escritura que ha sabido colocar cuestiones que siguen
siendo esenciales a la hora de intentar reflexionar sobre la consumación
de esta época histórica que denominamos modernidad; significa que en
las interpretaciones que de la sociedad contemporánea hicieron algunas
voces particularmente destacadas de la derecha alemana de entreguerras
todavía podemos encontrar algunas iluminaciones para pensar nuestra
actualidad.
Me gustaría hacer referencia, siguiendo esta perspectiva, al prólogo
que José Aricó escribió con motivo de la edición del libro de Carl Schmitt
El concepto de lo político en la editorial Folios al comienzo de la década
de 1 9 8 0 ; en ese prólogo Aricó tuvo que justificar ese acto aparentemente
contradictorio de publicar un libro de un pensador de derecha, de una de­
recha extrema y urticante, en una editorial «progresista» en pleno retorno
de la democracia:

El trabajo editorial [ ... ] es, para nosotros, ante todo y por sobre todo em­
presa de cultura o, para decirlo con mayor precisión, de cultura «crítica».
El adjetivo enfatiza la necesidad que acucia al pensamiento transformador
de instalarse siempre en el punto metódico de la «deconstrucción», en ese
contradictorio terreno donde el carácter destructivo de un pensamiento
que no se cierra sobre sí mismo es capaz de transformarse en constructor
de nuevas maneras de abordar realidades cargadas de tensiones y provocar
a la vez tensiones productivas de un sentido nuevo. Sólo una actividad se­
mejante nos permite admitir la riqueza inaudita de lo real y medirnos con el
espesor resistente de la experiencia, sin perder ese obstinado rigor con que
pretendemos -o deberíamos pretender- construir sentidos en un mundo
sin ilusiones. Sólo así la interpretación puede abrirse a la historia y confi­
gurarse como saber crítico, cultura de la crisis o, en fin, cultura «crítica» 1 9 •

La «justificación», en el más genuino de los sentidos, que esgrime Aricó


como posicionamiento crítico ante el audaz gesto de editar una obra de
Carl Schmitt, refleja no un acto de protección, un modo de cuidar la repu­
tación progresista del editor, sino un programa filosófico-político, al que
me adhiero, y que no es muy diferente al defendido por Theodor Adorno
al escribir sobre Oswald Spengler o por Walter Benjamín al dedicarle efusi­
vamente su libro sobre el drama barroco alemán al propio Schmitt. Se trata
de una profunda e inquietante comprensión del fondo opaco de la moder­
nidad. Aricó sabe, y lo manifiesta con lucidez, que en ciertos pensadores
reaccionarios, confesos militantes de la causas de las derechas más duras
del siglo que acaba de cerrarse, se encuentran, muchas veces, intuiciones

19. J. Aricó, Prólogo a El concepto de lo político de Car! Schmitt, Folios, Buenos Aires,
1 9 84.

69
L O S H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

intelectuales sobre el carácter de la época que difícilmente podamos hallar


en el mundo de los pensadores progresistas. Schmitt, también Spengler o
Jünger, representan una �irada de derecha, conservadora pero lo suficien­
temente audaz y aventurera (particularmente Schmitt y Jünger) como para
poder indagar sin complacencias las estructuras profundas del tiempo que
atravesaron. Es el otro rostro de Jano, el lado maldito de una realidad que
vive camuflando sus horrores, sus desvaríos homicidas. Schmitt convoca
ese otro rostro, sigue sus trazos, describe sus expresiones y, sobre todas las
cosas, nos muestra cómo se imbrica con el otro rostro, cómo la barbarie
representa, con genuino derecho, a la propia cultura. Carl Schmitt, el
jurista del nacionalsocialismo, documenta la barbarie de la modernidad,
recorre con precisión erudita y con la convicción entrecruzada del ideó­
logo y del cínico, la trama política de lo que él denomina la «época de las
neutralizaciones», del imperio de la técnica que desagrega lo sustantivo de
una realidad cada vez más desprovista de vitalidad, de una realidad por
completo capturada por la «neutralidad» de la técnica20•
La derecha, cuando es representada por pensadores lúcidos y destem­
plados -aunque no nos gusten y sostengan posiciones políticas irrecu­
perables-, por «partisanos y francotiradores» como lo fueron Schmitt y
Jünger, construye caminos críticos, ilumina zonas de nuestro ser y de nues­
tra sociedad que las «buenas conciencias» no quieren ver. Su pesimismo
ontológico o su cinismo aristocrático agudizan la mirada y permiten aus-

20. •En la época de las neutralizaciones y las despolitizaciones• Carl Schmitt analizó lo
que para él significaba el proceso a través del cual el mundo europeo moderno iba dirigiéndose
hacia la neutralización de la política: •De todas las revoluciones espirituales de la historia europea
considero como la más intensa y la más cargada de éxito el pasaje, realizado en el siglo xvn, de la
tradicional teología cristiana al sistema de una cientificidad 'natural'. Dicho pasaje ha determinado,
hasta nuestros días, la dirección que debía tomar todo desarrollo posterior. Se encuentran bajo la
potente influencia de este proceso todas las 'leyes' generalizadoras de la historia de la humanidad,
como la ley de los tres estadios de Comte, la construcción de Spencer del desarrollo de la época
militar a la industrial y otras concepciones similares de la filosofía de la historia. En la base de
esta extraordinaria revolución se encuentra una causa de fondo elementalmente simple, decisiva
por siglos: precisamente la aspiración a una esfera neutral [ . . . ]. Los conceptos elaborados en el
curso de muchos siglos de pensamiento teológico se convierten en adelante en asuntos privados y
pierden interés. Dios mismo es quitado del mundo de la metafísica y del deísmo del siglo XVIII y se
transforma, ante las luchas y los conflictos de la vida real, en una instancia neutral ; deviene, como
dijo Hamann contra Kant, un concepto y deja de ser un ser. En el siglo XIX primero el monarca y
después el Estado se convierten en entidades neutrales, y en la doctrina liberal del pouvoir neutre
y del stato neutra/e llega a cumplirse un capítulo de la teología política en el cual el proceso de
neutralización política encuentra sus fórmulas clásicas en razón de que ya ha alcanzado también
el punto decisivo, el poder político [ . . . ]. Si todavía hoy muchos hombres esperan del perfecciona­
miento técnico también un progreso moral-humanitario, ello depende del hecho de que vinculan,
de manera absolutamente mágica, técnica y moral, presuponiendo además de ese modo, siempre
ingenuamente, que la grandiosa instrumentación de la técnica actual será empleada en el sentido que
ellos imaginan, o sea, en términos sociológicos, que ellos mismos se convertirán en los dueños de
estas armas terroríficas y podrán pretender el inmenso poder que de ellas depende. Pero la técnica
misma queda, por así decir, culturalmente ciega [ . . . ]. El proceso de progresiva neutralización de
los diferentes ámbitos de la vida cultural ha llegado a su término porque ha arribado a la técnica•
(C. Schmitt, op. cit. , pp. 84-85, 87 y 89).

70
E L E S T A D O D E E X C E P C I Ó N : W A L T E R B E NJ A M I N Y C A R L S C H M I TT

cuitar el fondo de las cosas, mostrar su otro lado, encararse de frente con
el mal. Para esa derecha intelectual y crítica el mal existe, es el problema
cultural y civilizatorio central; la izquierda, por lo general, lo desconoce,
mira hacia otro lado, y se inclina generosa ante las bondades inherentes al
ser humano. De buenas intenciones está construido el camino de la bar­
barie. Sin ilusiones, como escribía Aricó, es posible aproximarse crítica y
lúcidamente a una realidad en estado de intemperie.

71
WALTER BENJAMIN Y JORGE LUIS BORGES :
LA CIUDAD COMO ESCRITURA Y LA PASI Ó N DE LA MEMORIA

Pudieron haber sido contemporáneos; sus pasos pudieron haberse cru­


zado en aquella silenciosa Suiza que los cobijó mientras Europa se desan­
graba en las trincheras de la primera guerra mundial. Uno provenía de
lejanas comarcas, de un paisaje extraño y exótico, casi inimaginable para
un refinado exponente de la cultura del viejo mundo. Sin embargo, en
aquellos márgenes sureños -donde todavía las tradiciones estaban por
fu ndarse o fundándose- sus lecturas urdieron una trama cosmopolita, sus
ojos fatigaron -hacia todas las direcciones- la tradición de Occidente.
Europa estaba en él, en algún momento su destino tenía que inscribirse en
esa geografía. El otro venía del centro, de una tierra de insólitas contra­
posiciones: la patria de Goethe y de Wagner; de ese territorio de lo bello
y de lo monstruoso, de la pasión y del espanto; lugar de alquimias, de
experimentaciones asombrosas y cargadas de peligro. Éxtasis y decadencia
de la cultura moderna. País de genios y de exaltados guerreros ansiosos por
imitar a sus ilustres antepasados, de eruditos ecuménicos y de fervientes
patriotas; una incógnita de humanismo y de barbarie. Uno provenía de un
mundo abierto a lo nuevo, excitado por su inaudita juventud, carente de
tradiciones propias y ansioso por beber de las fuentes de la cultura clásica;
el otro se sabía antiguo, cansado, arrojando sus últimas descargas viriles
antes de agotarse definitivamente. El primero veía a Europa a través de
un espejo atemporal, imaginario, que le devolvía imágenes que ya habían
dejado de existir; el segundo hurgaba en la memoria de sus tradiciones
para intentar comprender el sentido de esa decadencia, el rumbo de esa
marcha fatigada.
Uno llegó a Suiza siguiendo los pasos de un padre destinado a la ce­
guera -destino que un día también lo alcanzaría a él-; ignorantes de
los huracanes destructores que amenazaban el cielo europeo . El otro cru­
zó la frontera impulsado por sus convicciones pacifistas, optando por el

73
L O S H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

humanista contra el patriota ( a lo largo de su dilatada vida el primero


de nuestros viajeros tendría oportunidad de manifestar, él también, una
misma convicción cosmopolita, un mismo rechazo de las formas espurias
del nacionalismo). Sus pasos, ahora lo sabemos, pudieron haberse cruzado.
Uno vivió en Ginebra, la ciudad de Calvino y de Rousseau, del puritanis­
mo -que el j oven sureño llevaba en la sangre a través de sus antepasados
ingleses- y de las ideas revolucionarias; una ciudad para ser caminada por
un adolescente hambriento de novedades, de saberes escondidos en viejas
librerías, afiebrado por todo lo que se le ofrecía: los libros, las lenguas
y las experimentaciones de los sentidos. El otro vivió en Berna, ciudad
callada y bucólica, orgullosa de su provincianismo, lugar ideal para a,quel
que deseaba «salir» de los tumultos del presente para sumergirse en las
tradiciones del Romanticismo alemán. Un corrimiento en el tiempo para
escarbar la genealogía de la cultura moderna.
Ginebra fue, para el viajero de tierras lejanas, la magia de lo iniciático,
allí donde despiertan los sentidos y la imagen del mundo va cobrando una
forma definida (décadas después, en su ancianidad oracular, recordaría
aquellos años como los más felices de su vida, y a aquella ciudad como
su Paraíso personal). Para el alemán Berna fue una ciudad de tránsito, un
refugio provisional alejado de los tumultos contemporáneos; allí profun­
dizó algunas de sus primeras ideas discutiendo apasionadamente con su
amigo Gershom Scholem sobre el lenguaje y Kant, sobre el Romanticismo
y el Talmud, sobre literatura, matemáticas y anarquismo; sólo un tema
estaba explícitamente prohibido : la guerra que atronaba del otro lado de
la frontera. Sorprendente simetría: uno vivía la dicha adolescente que es,
también, una forma del ensimismamiento, un salir al mundo para encon­
trarse a uno mismo y beber hasta embriagarse de todas las fuentes y viajar
por los vericuetos insondables de la amistad, del amor y de los libros; un
aprendizaje ganado pacientemente en interminables caminatas ciudadanas.
El otro, consciente del drama final de una época histórica, eligió un escena­
rio apartado, prefirió la tranquilidad del erudito en su gabinete de trabajo,
del viajero intelectual que pone entre paréntesis a su tiempo mientras se
desplaza hacia otros lugares.
En Ginebra, Borges amplió la biblioteca de su padre (de la que, diría
muchos años después, nunca salió), dejó atrás la casona de Palermo y pudo
mirar del otro lado de las altas verjas creciendo con independencia, eligien­
do sus propias lecturas y recorriendo la ciudad buscando esas experiencias
que dibujan el derrotero de una vida. Ginebra fue también para él el en­
cuentro memorable con otras lenguas y, sobre todo, fue la ciudad donde se
topó con la obra de Schopenhauer -el filósofo de su vida-. «Si el enigma
del universo puede reducirse a palabras -diría contemplando aquella
época juvenil-, creo que esas palabras se encuentran en sus obras». El
trabajoso desciframiento del idioma de Lutero le abrió un mundo inmenso,
lo acercó a Heine, a Rilke y a la extraña obra de Gustav Meyrink, espe­
cialmente a su Golem ; le permitió incursionar en las antiguas tradiciones

74
W A L T E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

germánicas que, luego l o descubriría, acabarían conduciéndolo hacia otra


de sus pasiones: la vieja literatura anglosajona y escandinava. Pero Ginebra
. fue, sobre todo, el descubrimiento de Walt Whitman, un descubrimiento
casi casual en una librería de viej o que influyó decisivamente en su obra
poética y que lo acompañaría a lo largo de su vida. Podríamos agregar otros
hallazgos fundamentales: allí leyó con intensidad a De Quincey y a Carlyle,
a Flaubert y a Baudelaire, a Chesterton y a Rimbaud, a Hugo y a Zola. Re­
correr librerías de viejo para tropezarse fortuitamente con algún autor que
luego sería esencial en su vida, lo asemeja a nuestro segundo personaje. En
Berna, Benjamin acompañado de Dora, su esposa, y de Gershom Scholem,
su amigo, continuó su parábola intelectual, profundizó sus interrogantes
sobre la cultura moderna. En la capital suiza leyó con particular intensidad
a Kant y discutió largamente con Scholem sobre temas judaicos mientras
proseguía sus investigaciones sobre los románticos alemanes destinadas a
convertirse en su tesis doctoral. Suiza significó para Benjamin un interreg­
no, tomar distancia de sus padres, del militarismo germano, de una guerra
despiadada que estaba destruyendo la utopía del sueño decimonónico ;
pero también supuso, a través de sus debates con Scholem, ahondar en sus
inquietudes teológicas, en sus indagaciones lingüísticas y en lo que luego
serían sus vagabundeos por la protohistoria de la modernidad.
Para Borges Ginebra fue, y esto no deja de ser sorprendente, la posi­
bilidad de mirar de otro modo su lugar de procedencia, de recorrer con la
memoria la ciudad lejana, esa Buenos Aires que iría adquiriendo rasgos mí­
ticos. La distancia le abrió un mundo inesperado, descubrió que no había
incompatibilidad entre esa cultura que estaba adquiriendo apresuradamen­
te en la ciudad de Calvino y ese mundo semibárbaro que había conocido
o entrevisto en el Palermo de su infancia. Suiza fue, para el joven Borges,
el descubrimiento fascinante del cosmopolitismo de la cultura, allí pudo
entremezclar libros y autores; a Lugones con Whitman, a Hernández con
De Quincey, a Sarmiento con Verlaine. La inconmensurable vastedad de la
pampa encontró un lugar en las laberínticas callejuelas de la vieja Ginebra,
del mismo modo en que, pasados sus años de formación, esas vivencias
disímiles encontrarían su perfecta conjunción en su obra literaria.
Su aprendizaje, antes de llegar a Europa, se circunscribió a la biblioteca
de su padre que, para el niño que era en aquel entonces, era vasta como
el universo, laberíntica como el palacio de Minos y maravillosa como las
aventuras de Las mil y una noches -cuyas inolvidables ficciones leyó en
aquellos años dichosos-. Allí Borges se convirtió en un verdadero lector,
viviendo -como sólo un niño puede hacerlo- la plena realidad de la
literatura (Benjamin llevaría en sus alforjas de viajero errante su pasión de
lector que conservó siempre, pese a las desdichas de la vida, como herencia
de su infancia) . Ginebra fue otra cosa (aunque nunca perdería, como el
berlinés, esa pasión infantil por la lectura desinteresada, por esa biblioteca
de «la que nunca salió» y que fundó, de una vez y para siempre, su imagen
del mundo; Borges escribiría, con un dejo de nostalgia, 9ue vivió preso de

75
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

sus «extraordinarios sortilegios») . En l a ciudad de Rousseau pudo vagar


solitario y libre, sin ataduras, recorriendo cuadra tras cuadra, hurgando
en viejas librerías que lo transportaban, a través del azar de encuentros
sorprendentes, hacia todas las regiones de la literatura y del pensamiento.
Allí pudo literalmente perderse, practicar el arte del vagabundeo que es
el único que nos permite -como diría Benjamin- conocer a fondo una
ciudad, descubrir sus rincones oscuros, los sortilegios que emanan del
serpenteo de sus calles. En Ginebra, Borges también cultivó la amistad y
descubrió sus bondades, del mismo modo que experimentó por primera
vez las necesidades del cuerpo. La ciudad y los libros educaron al joven
porteño, perfeccionaron lo que ya había ido adquiriendo en la biblioteca
de Palermo. «Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca -la
de mi padre-; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geografías, creo
no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes» . Como en Bor­
ges, en Benjamin los libros suscitan recuerdos, viajes hacia otras ciudades,
un modo de recuperar antiguas vivencias. Espiemos por un momento al
berlinés desembalando su biblioteca: «Ya hace rato que pasó la mediano­
che, y tengo ante mí la última caja, a medias vacía. Otras reflexiones se
apoderan de mí, no exactamente reflexiones, sino imágenes, recuerdos.
Recuerdos de ciudades donde hice tantos descubrimientos : Riga, Nápoles,
Múnich, Moscú, Florencia, Basilea, París; recuerdos de las salas prestigio­
sas de la librería Rosenthal de Múnich, de la Stockturm de Dantzig, donde
vivía el difunto Hans Rhaue, de la tienda de Süssengut, especie de sótano
que olía a moho, en Berlín-Neukolln; recuerdo de las habitaciones que
cobijaron mis libros, mi tugurio de Múnich, mi pieza de Berna, recuerdos
de la soledad de Iseltwald al borde del lago de Brienz, recuerdos por fin
de mi cuarto de niño, de donde no provienen más que cuatro o cinco de
los miles de volúmenes que empiezan a amontonarse a mi alrededor: i Fe­
licidad del coleccionista, felicidad del hombre privado ! » .
Para Borges Europa significó, como y a lo mencionamos, u n doble
descubrimiento : el del cosmopolitismo cultural y el de la libertad adoles­
cente, por un lado y, por el otro y de no menor importancia, la profunda
percepción de Buenos Aires como memoria activada en el presente. En el
poema «Arrabal» que integra Fervor de Buenos Aires (el primer libro que
escribió después de regresar de Europa) Borges expresa paradigmática­
mente lo que intentamos señalar :

Esta ciudad que yo creí mi pasado


es mi porvenir, mi presente ;
los años que he vivido en Europa son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.

La experiencia europea -primero Suiza y después España- refuerza .


los lazos con su ciudad natal, le ofrece una percepción más honda del
cruce entre su escritura y Buenos Aires que se va convirtiendo paulatina-

76
WALTER B E NJA M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

mente e n e l inicio y e l destino final d e todos sus peregrinajes. Lo único


real, junto con los libros leídos o por leer, son las calles de Buenos Aires,
Palermo, el Sur, Adrogué, el hotel «Las delicias», un patio profundo,
una caminata nocturna con algún amigo (recuperando sus salidas gine­
brinas y las que como joven poeta frecuentó en S evilla y Madrid), una
conversación en un bar del barrio del Once con Macedonio Fernández.
Ciudad-refugio, espacio para una errancia lúdica, cobertura ontológica,
patria contra los exilios (París adquirió para el desterrado el carácter de
lo más cercano y de lo secreto, una suerte de hogar y de laberinto a ser
desentrañado). Europa, en cambio, es «ilusoria», una parada fugaz, una
visión relampagueante e iluminadora que a lo largo de los años acaba­
ría entrelazada con su comarca sureña. En esos años juveniles Borges
todavía no tiene tiempo para sentir la nostalgia de una juventud que se
le escapa de las manos como la arena del mar; todo su fervor está puesto
en Buenos Aires. Pero al final de su vida recordará con esa nostalgia de la
que carecía en los años veinte, una n ostalgia nacida del paso del tiempo
y de la vida que lentamente se escabulle, a Ginebra, su «otra» ciudad,
la de la adolescencia, la de la amistad, la antigua y venerable ciudad de
C alvino, la que vuelve a través de la lucidez implacable del recuerdo. Allí
sí se da el cruce entre Buenos Aires -la eterna- y Ginebra -la de la
felicidad-. La experiencia de Benjamin tiene que ver con el vagabundeo,
con la transgresión de las barreras de la ciudad burguesa, con la libertad
adolescente que logra escapar de la tutela paterna. En Dirección única
dejó constancia de un modo memorable de lo que después sería una
constante en su vida:

Como alguien que ejecutara el gran molinete en la barra horizontal, así


uno hace girar, cuando muchacho, la rueda de la fortuna, de la cual tarde
o temprano saldrá el premio mayor. Pues únicamente lo que ya sabíamos o
practicábamos a los quince años constituirá algún día nuestro atractivo. Por
eso hay una cosa que nadie puede recuperar jamás : el no haber escapado
de su casa. De cuarenta y ocho horas de abandono en esos años nace, como
una lejía, el cristal de la felicidad de la vida.

En esas horas de ocio y extravío Benjamin descubre, quizá para siem­


pre, los inagotables secretos de la ciudad.
La escritura de Borges, como también la de Walter Benjamin, se ase­
meja a su caminar la ciudad, con su ritmo, con la limpieza del azar, de las
calles que se entrelazan en un laberinto cuya salida ya está destinada. La
narrativa de Borges se sostiene (en uno de sus pilares) en la ciudad y en su
experiencia de infatigable caminante.

Las encrucijadas oscuras


que lancean cuatro infinitas distancias
en arrabales de silencio.

77
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

En estos versos quizá se encierra la visión borgiana de l a ciudad. Me­


táfora (que también encontramos en Benjamin) que reúne «encrucijadas» e
«infinitas distancias»; visión de un imposible acabamiento, de una vagancia
por «arrabales de silencio» que prolongan hacia todos lados los tentáculos
de la metrópolis. ¿ cómo caminarla? ; f üacia dónde ir ? Benjamin dirá que
sólo se conoce verdaderamente una ciudad cuando uno ha aprendido a
perderse en ella, cuando se la ha penetrado y atravesado por los cuatro
puntos cardinales. (Borges en «La muerte y la brújula» construye una ima­
gen de la ciudad solidaria con la mirada de Benjamin; allí descubrimos,
junto a Lonnrot, las fantasmagorías de la ciudad, sus oscuros rincones
míticos, prohibidos: «Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego ria­
chuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro
lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés,
medran los pistoleros» . ) La metrópolis como un manto velado que con
infinita paciencia puede ir descorriendo el caminante ; pero también la ciu­
dad como memoria, casi como experiencia anacronizante que conmueve el
andar distraído del paseante que busca a su alrededor lo que ya ha dejado
de existir, aquello que se ha perdido entre los pliegues del recuerdo. «La
imagen que tenemos de la ciudad -escribe Borges en 'El indigno'- siem­
pre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos
dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un
ascensor en el fondo». Quien se ha perdido sabiamente en una ciudad es
capaz de romper la monotonía de la sucesión temporal, de escaparle a esa
forma mefistofélica de destrucción de la memoria que es el progreso ; pero
también es posible percibir de otro modo el desplazamiento del presente
hacia el futuro, porque « . . . al igual que hay plantas de las cuales se dicen
que poseen el don de hacer ver el futuro -escribe Benjamin en Infancia
en Berlín-, existen también lugares que tienen la misma facultad. En su
mayoría son lugares abandonados, como copas de árboles que están junto
a los muros, callejones sin salida, jardines delante de las casas donde jamás
persona alguna se detiene. En esos lugares parece haber pasado todo lo
que aún nos espera» .
Jeroglífico que el caminante busca descifrar, espacio donde se mezclan
realidad y ficción y donde la escritura va encontrando su ritmo, sus temas,
haciéndose cargo de las oscuridades que encierra el paisaje urbano, de
sus infinitos vericuetos y de sus fantasmagóricas siluetas que la atraviesan
confusamente en múltiples direcciones. Quizá de ahí nazca esa inaudita
necesidad de perderse en calles laberínticas que pueden esconder sor­
prendentes secretos o revelarnos la trama escurridiza del futuro, no en
las formas esplendorosas que adquiere en los monumentos ejemplares del
presente, sino en sus ruinas, en sus rincones olvidados y en sus desechos,
allí donde lo «moderno» vuelve su otro rostro. Del mismo modo que a
la ciudad hay que descifrarla, la literatura -como acertadamente escribe
Davi Arrigucci- es para Borges «un arte del desciframiento», impulsada
por una inacabable «curiosidad intelectual» que se asemeja a la actitud in-

78
WALT E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

quisitiva ante los libros y e l universo. Para Borges caminar l a ciudad supone
reencontrarse con el pasado, viajar hacia esos penumbrosos y olvidados
rincones de la memoria; ya que para el autor de El Aleph «poseemos lo que
perdemos; acaso es ese el encanto que tiene el pasado. El presente carece
de ese encanto. Yo creo que el pasado es una de las formas más bellas de
lo perdido». Su anacrónica manera de caminar Buenos Aires simboliza
con extraordinaria ejemplaridad el sentimiento borgiano del pasado como
«una de las formas más bellas de lo perdido». En Siete Noches Borges se
detiene, con la morosidad del conversador infatigable, en sus recuerdos,
desanda, a través de las palabras ese sentimiento de una nostalgia vivida
como ensoñación (también Benjamin amparó su escritura, y su visión del
presente, en esa peculiar sensibilidad que sólo fecunda la nostalgia) . «Si yo
pienso en Buenos Aires -nos comenta el Borges anciano-, pienso en el
Buenos Aires que conocí cuando era chico: de casas bajas, de patios, de za­
guanes, de aljibes con una tortuga, de ventanas de reja, y ese Buenos Aires
era todo Buenos Aires. Ahora sólo se conserva en el barrio del Sur».
Literatura urbana, atravesada inextricablemente por el laberinto de
calles que pueblan sus sueños, de un tiempo que ha roto su linealidad y
que entrelaza festivamente la lejanía de lo ya vivido con la urgencia de lo
actual; ensayismo plegado a los vaivenes sorprendentes y sorpresivos del
caminante que, a paso desacompasado, recorre infatigablemente la me­
trópolis, dejándose conducir por su ritmo, mezclando sabiamente azar y
certidumbre. Borges y Benjamin, dos escrituras de la ciudad y en la ciudad,
amparadas por sus encuentros y sus extravíos, ansiosas de la novedad de
cada esquina y de la repetición balsámica de lo conocido. Ciudad de la in­
fancia, aventura de las tardes de verano, magnífica y aterrorizadora; ciudad
de la adolescencia, erótica vivencia de la infinitud, del descubrimiento, de
la salvaje libertad; ciudad que lentamente se va convirtiendo en recuerdo,
ámbito trabajado por la memoria, espanto del ayer despiadadamente ido.
Metáfora del universo, escenario inabarcable de la vida.

Borges ve a Buenos Aires con ojos antiguos; su visión de la ciudad no es


contemporánea, una experiencia concreta del presente, sino que se re­
monta a su infancia y a lo que vieron y vivieron sus antepasados (quizá la
ceguera -el destino de los Borges- significó la postración, la recurrencia,
en el escritor, de la memoria como la fuente de sus narraciones). Borges
regresa una y otra vez al Buenos Aires de Rosas, la ciudad baja, con patios
y zaguanes, una ciudad todavía provinciana que no ha dejado de ser una
gran aldea, con sus orilleros y sus márgenes abiertos a la inmensidad de
la llanura y del desierto. Borges nos habla del Sur como si fuera el último
resto de esa ciudad mítica desaparecida; escuchemos sus palabras: «Y la
alegría de volver al barrio de Monserrat, en el Sur. Para todos los porteños

79
L O S H E R M E N E U T AS D E LA N O C H E

el Sur es, de un modo secreto, el centro secreto de Buenos Aires. No el otro


centro, un poco ostentoso, que mostramos a los turistas [ . . . ]. El Sur vendría
a ser el modesto centro s�creto de Buenos Aires» . Y su escritura persigue
esas formas fantasmales que los ojos enceguecidos siguen vislumbrando en
las calles de una ciudad metamorfoseada. Borges es la memoria literaria
de una Buenos Aires desvanecida en el vaporoso recuerdo de su madre.
Ciudad de la memoria que reinstala en el presente el laberinto mágico de
los orígenes. Para Borges su destino de escritor está inescindiblemente
entretejido con esa experiencia anacronizante de Buenos Aires. El autor
de Ficciones relata que le debe a su hermana Norah su imagen imperece­
dera de la ciudad del Plata, porque «ella descubrió algo que yo solo no
habría descubierto. Ella descubrió que Buenos Aires era una ciudad muy
dilatada, de casas bajas, con patios, que era una ciudad horizontal (ahora
es vertical). Ella me dijo a mí: ' i Qué raro ! Esta ciudad, tan larga y tan cha­
ta, y sin embargo queda bien' . Y de ahí salió Fervor de Buenos Aires; toda
mi literatura, digamos . . . ». Borges sintió, cuando fue nombrado en 1955
director de la Biblioteca Nacional, que volvía a l barrio de sus mayores, que
volvía a encontrarse en esas calles demarcatorias y esenciales. Hay en él
una suerte de sacralización de la ciudad que se expresa claramente en sus
primeros libros. Al caminar la ciudad y al describir literariamente esas expe­
riencias y esos recuerdos de familia, Borges se aparta de toda exaltación
del progreso, porque a él no le interesa la ciudad que emerge de la piqueta
modernizadora.
Barrios oscuros y bajos, casas con patio, zaguán y aljibe, territorio de
personajes corridos por la historia, calles tortuosas, ésa es la ciudad del
escritor, ésa es la que su memoria recorre minuciosamente entretejiendo
sus propios recuerdos con los relatos de su madre y de su abuela. Para
Borges Buenos Aires sigue siendo la misma de su infancia en Palermo,
aunque ahora se refugie como último baluarte ya derrotado en el mítico
Sur. Importa la sensibilidad, las imágenes de la niñez, lo que quedó grabado
en la retina, lo que escuchó decir casi en voz baja a los mayores de aquel
tiempo fabuloso y monstruoso del Tirano; importa la fluencia caprichosa
de la memoria, no el catálogo minucioso de las transformaciones urbanas.
Cuando Borges camina por Buenos Aires sale del presente, se escabulle de
ese gigante inabarcable y extraño que no le pertenece y se deja convocar
por esas lejanas imágenes de un pasado que impulsa su escritura. A noso­
tros nos importa seguirlo en esa errancia que disloca el presente y que abre
una brecha hacia otro tiempo y hacia otro lugar. Benjamin, en sus vastas
caminatas p arisinas, cuando conjugaba sus horas diurnas en la Bibliotheque
Nationale con el extravío nocturno, hizo algo muy semejante a lo hecho
por Borges: buscaba en los restos, en los desperdicios del día, la ciudad del
siglo XIX. No resulta vano señalar que los dos viven sus ciudades -Buenos
Aires y París- desde la óptica del siglo XIX.
París es para Benjamin Baudelaire, el flaneur, los bulevares abiertos por
la sed modernizadora del barón Haussmann y las necesidades del poder

80
WALT E R B E NJA M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

burgués, es la exposición mundial, las arcadas de acero y vidrio, los últimos


restos de las callejuelas medievales, es, también, la ciudad de las barricadas
y de Blanqui. Acompañado del francés de Proust, Benjamin trajinó minu­
ciosamente las calles parisinas, se dejó llevar hacia otro escenario, captó
los sonidos de una ciudad ya desaparecida; él también, como Borges, vivió
otra ciudad, caminó por otras calles y se detuvo a escudriñar los objetos
que lo remitían a ese mundo decimonónico fenecido como resultado de
la extenuante realización de sus propios ideales de progreso. Benjamin
recorrió la ciudad de Baudelaire para entender su propio tiempo; arqueo­
logizó el siglo xrx, escarbó en los orígenes de lo moderno, para penetrar
en los secretos de una época destinada al ocaso. É l descubrió doblemente
París : la atravesó azarosa y laberínticamente en noches interminables ; a
veces solo, otras guiado por los pasos expertos de alguna prostituta; pero
también se la apropió a través de su pasado, de su agónica memoria
escondida entre los miles de documentos que guardaba la Bibliotheque
Nationale. Benjamin descubrió París con sus desacompasados pasos y con
los libros, una sublime manera de penetrar en los misterios de cualquier
ciudad. Dicha del caminante que ama perderse para poder encontrar y
dicha del lector que sale a la caza de algún fragmento especialmente feliz.
i Cuánto se parecen Borges y Benjamin ! París y Buenos Aires, su pasión
de caminantes, de paseantes de la memoria, su infatigable devoción hacia
los libros y las bibliotecas, sus indagaciones constantes de los misteriosos
vericuetos del lenguaje, el trajín cotidiano y bendito de la escritura, la
ceguera y la extrema miopía, su lucidez termidoriana, su alabanza de lo
minúsculo, su común pasión por la literatura infantil. Los dos recorrieron
con entusiasmo los laberintos de la lengua, sintieron el latir de Dios en la
sonoridad de las palabras.
Nunca se leyeron (Borges quizá pudo haberse encontrado con algún
texto de Benjamín que al final de los años sesenta ya era conocido por
sus amigos de la editorial Sur), pero eso no parece ser importante, son
tantos los puntos en común que daría la impresión de que se leyeron aten­
tamente, que se conocieron en profundidad compartiendo prolongadas
caminatas por sus ciudades, conversando hasta el amanecer de sus libros
amados, de la Cábala que ambos conocieron por Scholem, de los secretos
que esconde toda biblioteca, quizá de Shakespeare y de los barrocos ale­
manes, seguramente de los simbolistas franceses y de los libros de infancia,
sin olvidar su especial inclinación por las novelas policiales y por el cine.
Benjamin se hubiera sentido profundamente conmovido por Deutsches
Requiem o por El Aleph, Borges hubiera leído fascinado las «Tesis sobre
filosofía de la historia» o el ensayo sobre Kafka. ( ¿ Cómo pasar por alto
que los dos amaron con intensidad al praguense y que ambos imaginaron que
lo acompañaban en una larga caminata por el gueto, tratando de seguirle
la pista al Gole m ?)
Borges encontró la universalidad desde lo s suburbios, habitando tozu­
damente en las fronteras del mundo, allí descubrió el c <;> smopolitismo de

81
L O S H E R M E N E U T A S D E L A N O Ul l

l a cultura; Benjamin vivió escapando del centro, afirmándose en sus um­


brales, escribiendo póstumamente, desconocido y solitario, último repre­
sentante de una época y de una cultura extenuada y lanzada hacia el pre­
cipicio de la barbarie. Borges miró a través de los lentes lejanos de Buenos
Aires los secretos de las lenguas de Occidente; Benjamin observó en los
escombros de la modernidad su propia finitud. Borges murió en la ciudad
donde transcurrió su adolescencia feliz e iniciática, quiso poner distancia
de Buenos Aires, alejarse de sus fantasmas y de sus pesadillas, del pasado
que golpeaba infatigablemente la memoria del anciano. Borges vivió una
vida extensa, a veces dichosa, otras infeliz; fue la suya, en todo caso,
una existencia determinada por el sino de la literatura, acechada por esos
volúmenes de la biblioteca de Palermo en los arrabales de Buenos Aires
donde, como su lejano antepasado Francisco Laprida, se encontró con su
destino sudamericano. Borges caminó lentamente hacia la muerte, se tomó
su tiempo, se detuvo en cada recodo del camino, la aguardó con calma, a
veces deseó apresurada, pero en general la esperó sin excitaciones, como si
fuera una antigua conocida, sintiendo con alivio el otoño de sus años, esa
sensación de entrar pausadamente y con los ojos abiertos a la eternidad.
Benjamin vivió acosado por su fidelidad de escritor destemplado, incansa­
ble en su persistente extraterritorialidad; quizá se supo póstumo, por eso
se ocupó obsesivamente de que su amigo Gershom Scholem mantuviera
con cuidado y actualizadas copias de todos sus trabajos; él sabía que algún
día, en otra encrucijada cultural, alguien leería sus escritos, otros lectores,
no sus contemporáneos, prestarían atención a sus ideas. Benjamin tenía
consciencia de ser uno de los últimos exponentes de un mundo cultural
en la hora de su crepúsculo. En todo caso, y ésta quizá sea una profunda
diferencia con Borges, Benjamin no veía ante sí una vida prolongada, la
vejez no estaba en sus planes de fugitivo y de intelectual desarraigado. A
él, como en un cuento de Borges, el destino lo esperaba en una frontera.
Ambos sí «se habían demorado en los goces de la memoria», sus obras
fueron talladas pacientemente con el material extraído de los recuerdos,
en un juego interminable donde la tradición iluminaba la novedad. Borges
ha escrito en forma de poema esta certeza:

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.


Dios, que salva el metal, salva la escoria
Y cifra en su profética memoria
Las lunas que serán y las que han sido.
( «Everness»)

Viajeros de zonas teñidas por el gris del olvido, exégetas de apergamina­


dos manuscritos descompuestos por el paso vertiginoso del tiempo. Las
ciudades amadas fueron para ellos un j eroglífico a descifrar, un laberinto .
que había que recorrer insobornablemente, una serie dispersa de infinitas
huellas hacia los fondos oscuros de la memoria.

82
WALTER BENJAM I N Y J O R G E LUIS BORGES
.

A Borges siempre le fascinaron esos personajes de las orillas, figuras


brumosas de una época pretérita que representaban, para el escritor, un
mundo de valores volatilizado, sepultado bajo los escombros de la an­
tigua ciudad que dejaba su lugar a la urbe moderna. El orillero guardaba
la memoria de otro tiempo, y Borges, a través de esos personajes de los
arrabales, irttentó seguirle la pista a una ciudad que se esfu maba, que ver­
tiginosamente se transformaba en un monstruo despiadado, en una masa
informe que se extendía hacia todos los confines borrando las huellas de
la memoria.
Benjamin persiguió en las noches parisinas el sabor y el olor de otra
ciudad, de otra edad; buscó en los ojos abismales de las prostitutas las
señas de identidad, la contraseña para penetrar en esa otra ciudad que se
despertaba cuando los honestos ciudadanos se retiraban al interior pro­
tegido de sus hogares burgueses. Libros y prostitutas, una combinación
extraña, una alquimia original para penetrar el misterio de la metrópolis
moderna. El comercio de la noche, la laboriosidad del trapero y la mi­
rada que fecunda en el otro el deseo que se oculta en la fugaz figura de
la hetaira nocturna. Un aprendizaj e de la ciudad desde sus trastiendas,
atravesando sus fondos nebulosos, sus zonas prohibidas, perdiéndose
en medio de la intriga y del deseo. Ciudad en rojo, acechante, erótica,
antiburguesa y antigua, esencialmente antigua y pre-moderna, como hilo
nunca cortado de una memoria en perpetua metamorfosis. Allí el berlinés
aprendió a descifrar los signos de la decadencia en el brillo ostentoso
del presente, descubrió el agotamiento de las promesas decimonónicas
hurgando en sus restos como alegorías de un sufrimiento por venir; via­
j ando hacia el pasado supo deslizarse por las grietas de una modernidad
que sin saberlo entraba en la noche de su historia, en el tiempo de su
ocaso. Benjamín, el caminante, buscaba lo imposible de hallar, trataba de
encontrar las otras ciudades, las otras épocas, las otras voces en el tejido
urdido por la metrópolis contemporánea. Borges, caminando hacia la
ceguera, siguió viendo siempre la misma ciudad abrumada por el paso de
los años y el frenesí del progreso ; Benj amín, quizá más pretencioso, trató
de descubrir el París del siglo XIX en su doble deriva: por las callejuelas
nocturnas de los barrios desechados por la decencia burguesa y por el
amasij o de materiales apilados y sepultados en la Bibliotheque Nationale.
Borges mantuvo en su memoria la ciudad. de la infancia, la relatada por
sus padres y abuelos; Benjamín se apropió de París a través de la litera­
tura y de un paciente ejercicio arqueológico. Trayectorias distintas pero
simétricas : los dos vivieron el presente como una fuga literaria hacia el
pasado o, quizá mejor, convocaron en el presente los fantasmas del pasa­
do, vieron la decadencia en medio del esplendor. Vivieron la historia
como escritura, caminaron la ciudad como si fuera una obra estética y la
describieron como metáfora de la sociedad.

83
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

«Sólo una cosa no hay. Es el olvido». Tema esencial que recorre como
un hilo delgado pero continuo la obra borgiana y que constituyó uno de
los ejes reflexivos · de la escritura de Benjamin. El olvido y la memoria,
siempre van j untos, se necesitan allí donde más se oponen ; la vastedad del
tiempo teje caprichosamente el telar donde estas dos figuras disputan una
imposible supremacía.
La memoria llega a ser la tan temida inmortalidad, el terrible cansan­
cio de las oscuras noches del.· insomnio, el vasto horror de recordar para
siempre el ayer, el suplicio del sufrimiento reiterado, o la melancólica
dulzura de la infancia que vuelve en medio de la adultez despiadada. Pero
la memoria es también pertenencia, supone una compleja trama donde se
juntan la esperanza y el dolor acumulado por todas las generaciones que
mordieron el polvo de la derrota; la memoria lleva la pesada carga de una
promesa restituidora, es el feroz combate que los hombres libran contra
los fantasmas acariciadores del olvido, es la juntura de generaciones ex­
trañadas que se han perdido en el remolino de la historia.
El olvido es muerte, es el deseo de la nada, deseo ejemplar y atroz, fin
de toda saga, silencio definitivo de la palabra que fue pronunciada para
perpetuar el tiempo del hombre y que se encuentra apabullada por la
mudez del pasado; es el hueco en el sonido del habla.
Borges se balancea inquieto entre la memoria y el olvido; alguna vez
se extasía en el vigor heroico de los antepasados, de antiguos guerreros
sepultados por el polvo de la historia que el poeta intenta recuperar de la
noche de los tiempos. Guerreros vikingos, guerreros de la independencia
americana y de las luchas civiles que el poeta sueña en la convergencia
tumultuosa de su sangre. Pasos que buscan rescatar esa otra ciudad que se
escabulle hacia el Sur, allí donde el caminante busca detener el inexorable
transcurrir del tiempo. Esa memoria atesorada en la escritura de Borges
es, desde cierta perspectiva, redentora; como aquella imagen que aparece
en las «Tesis sobre filosofía de la historia» y a través de la cual Benjamin
nos habla de la memoria como reparadora de las generaciones vencidas,
de la enorme tarea que le cabe al historiador: «El don de encender en lo
pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está
penetrado de lo siguiente : tampoco los muertos estarán seguros ante el
enemigo cuando éste venza» (Tesis 6). En Benjamin la memoria opera
como una fuerza redentora, se hace cargo de todas aquellas voces que
fueron silenciadas por el estruendo de los vencedores.
La memoria, y eso Borges y Benjamin lo saben, es siempre dolorosa y
lleva las marcas imborrables de lo punitivo: también allí donde nos ofrece
las imágenes de una felicidad pasada; precisamente allí es donde la punza­
da del dolor se hace más intolerable. El olvido, en cambio, teje su manto
protector y cura las heridas; pero también desliza en nosotros el silencio
aterrador y ciega nuestros ojos que ya son incapaces de mirar hacia atrás :

84
W A LT E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

Jamás podremos rescatar del todo l o que olvidamos. Quizá esté bien así.
El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instan­
te deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia. De otra manera la
comprendemos, y tanto mej or cuanto más profundo yace en nosotros lo
olvidado. Del mismo modo que la palabra perdida, que acaba de huir de
nuestros labios, nos infundiría la elocuencia de Demóstenes, así lo olvidado
nos parece pesar por toda la vida vivida que nos promete [ . . . ]. Quizá sea la
mezcla con el polvo de nuestras moradas derrumbadas lo que constituye el
secreto por el que pervive (Infancia en Berlín).

Olvidamos para recordar; soportamos la dureza de la marcha porque


somos capaces de olvidar el sufrimiento de las generaciones pasadas. Sin
embargo siempre están los que recuerdan, los que insisten, aunque no lo
quieran, con el duro trajín de la memoria que va tomando forma a través
de las palabras del escritor. Borges, el memorioso, pertenece a esa saga de
hombres surcados por una escritura destinada a volver hacia atrás, a dete­
nerse en esas zonas borrosas que la mayoría de los hombres prefiere pasar
por alto. Borges se siente asaltado por los fantasmas del ayer, es un poeta
que se deja decir por los sonidos de un pasado que desgarra el presente.
Sus versos hablan por él:

Entra la luz y asciendo torpemente


De los sueños al sueño compartido
Y las cosas cobran un debido
Y esperado lugar y en el presente
Converge abrumador y vasto el vago
Ayer: las seculares migraciones
Del pájaro y del hombre, las legiones
Que el hierro destrozó, Roma y Cartago.
Vuelve también la cotidiana historia:
Mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte.
iAh, si aquel otro despertar, la muerte,
Me deparara un tiempo sin memoria
De mi nombre y de todo lo que ha sido !
iAh, si en esa mañana hubiera olvido !
(«El despertar»)

Despertar y olvidar (que para el poeta significa el tránsito hacia la


muerte), que se borren las imágenes abrumadoras del ayer, las que asaltan
despiadadamente el sueño del poeta que, sin embargo, persigue a través
del itinerario zigzagueante de su escritura la plenitud del pasado, quizá su
propia perdurabilidad, sus inconfesadas aspiraciones de alquimista.

Pido a mis dioses o a la suma del Tiempo


Que mis días merezcan el olvido,
Que mi nombre sea Nadie como el de Ulises,
Pero que algún verso perdure

85
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H I

En la noche propicia a la memoria


O en las mañanas de los hombres.
(«A un poeta sajón»)

La pluma de Borges cruza los caminos y mezcla los sentidos; los dos
ríos -el del Letheo y el de la Aletheia- convergen en el mismo estuario.
Que quede la palabra, la que fue ejecutada en un momento de bendita
inspiración; una palabra para acompañar la noche de los hombres o, más
intenso aún, sus mañanas, cuando el olvido amenaza con borrar todo y
a todos. Borges se detiene en SJIS recuerdos, visita continuamente a lo
largo de su obra aquellas imágenes que se detuvieron para siempre en su
memoria: Palermo, la biblioteca de su padre, los veranos en Adrogué, sus
lecturas infantiles, Ginebra, las conversaciones con Macedonio Fernán­
dez, el sajón, la poesía de Whitman; pero quizá intuye también que existe
una forma perversa del olvido fecundada en una época que ha hecho el
culto de la fugacidad, que ha sacralizado la novedad y que vive fascinada
por el esplendor agonizante de la modernidad, de la técnica, abruman­
do la cotidianeidad de los hombres. Borges batalla contra esa forma del
olvido, frente a ella se atrinchera en la memoria, vuelve una y otra vez a
sus recuerdos, a sus libros y a su biblioteca; también se atrinchera en la
escritura como refugio del erudito ante la embestida de la neobarbarie
tecnologizada.
Su viaje hacia el anglosajón y hacia las sagas islandesas, su obsesión
por una ciudad fantasmal y evaporada en el tiempo, la presencia per­
manente de sus lecturas juveniles, expresan el disgusto borgiano por una
época despiadada y vacía; de un tiempo sin guerreros ni cabalistas, sin
libros sagrados, de una época que se va quedando sin poetas. Benjamín
ha pensado este tiempo de inexorable descomposición desde una pers­
pectiva muy cercana a la de Borges; Benj amín meditó sobre la «nueva
pobreza» que habita en el hombre j unto al «enorme desarrollo de la téc­
nica», el aplastante triunfo de la fugacidad que todo lo arrastra hacia un
remolino destructor. El olvido es el síntoma de nuestra época, su rasgo
más característico; por eso importa releer el pasado, sumergirse en él,
reconociendo sus huellas en el presente. En Borges, a diferencia de Ste­
phen Dedalus, la historia no es sólo pesadilla, el horror de la recurrencia
de la que hay que tratar de escapar. Su detenerse en la memoria implica
conj ugar las dos dimensiones, la pesadillesca y la redentora. Porque en
«épocas de indigencia técnica -escribe Raúl Antelo-, en que las dificul­
tades para estructurar lo nuevo nos remiten a la complejidad de generar
compartimientos convencionales, se vuelve prioritaria esa aventura de la
memoria cuya lección, recordando a Voltaire, es que 'sans le sens il n'a
pas de mémoire et sans la mémoire, il n'a pas de esprit'. Si la historia es
memoria, la ficción es memoria y olvido, ir y venir de la escritura, evasión
de lo presente y presencia de lo evasivo». A Borges le caben estas palabras,
precisamente porque su escritura se internó en ese juego donde la historia

86
W A L T E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

s e trasmuta e n ficción y l a ficción e n historia. L a literatura borgiana se


hace cargo de los secretos -a veces inescrutables- de la marcha azarosa
de la historia del mundo, y en la infinitud de temas que parece abordar
inagotablemente, subyacen sin embargo las preocupaciones de siempre :
el tiempo, la imagen duplicada monstruosamente en el espejo, sus sue­
ños de tigres en color amarillo, el heroísmo de personajes olvidados, las
indagaciones voluptuosas del origen arcano y misterioso del lenguaje,
sus impresiones de caminante infatigable por ciudades atesoradas en la
memoria, la obsesión del laberinto y la biblioteca como cosmogonía del
universo; una escritura, en fin, que experimenta sin pretender consti­
tuirse en estilo vanguardista y que sólo deposita su confianza en el feliz
encuentro de forma y contenido, en la sonoridad exuberante de algún
poema inmortal.
Esas recurrencias justifican la escritura borgiana, le otorgan un anda­
miaje, la belleza de una arquitectura compleja y simple al mismo tiempo.
«Ahí están asimismo mis hábitos: Buenos Aires, el culto de los mayores,
la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad
que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, puede ser
compartido» (El otro, el mismo). El aparente barroquismo temático que
parece recorrer la obra de Borges en realidad esconde sus recurrencias,
la fidelidad a «sus hábitos», la permanencia de sus conjeturas de siempre.
Astutamente él ha construido su obra como si fuera un laberinto hecho de
mil tradiciones (algo muy semejante hizo Benjamín) y atiborrado de lectu­
ras; y, sin embargo, ese laberinto tiene, como toda construcción compleja,
su propia lógica, la coherencia de sus engaños y la sabiduría del estratega
que intenta confundir al adversario. Leer a Borges es tratar de descubrir
la lógica oculta que hace posible salir airoso de la trampa del Minotauro.
¿ o quizá una de las secretas intenciones de Borges sea la de hacernos creer
que hemos descubierto sus códigos ? En su poema «Ariosto y los árabes»
Borges metaforiza sobre su propia obra:

Nadie puede escribir un libro. Para


Que un libro sea verdaderamente
Se requieren la aurora y el poniente,
Siglos, armas y el mar que une y separa.

Una estética en la que se cruzan el misterio y la reflexión filosófica; una


estética donde el saber del erudito, del que ha trajinado con ardor y pasión
ciertas tradiciones, se confunde armónicamente con ese dejo de misticismo
que emerge de la escritura borgiana. Toda esta maravillosa alquimia (donde
se entrelazan la memoria, el amor de Buenos Aires, el entusiasmo por las
etimologías, la sorprendente erudición nacida de haber fatigado los libros
y, sobre todo, las enciclopedias) se encuentra encerrada en «Otro poema
de los dones» en el que Borges atraviesa bellamente todos sus amores, sus
ilusiones, sus obsesiones:

87
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

Gracias quiero dar al divino


Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas
Que forman este singular universo.

En el poema está la obra, está la razón y está Swedenborg, allí se re­


cuerda Las mil y una noches y la Divina Comedia ; en sus versos se renueva
el fervor por los vikingos y por la poesía de Verlaine; Borges recupera, no
sin ironía, a Séneca y a Lucano , «de Córdoba / que antes del español escri­
bieron / toda la literatura española» ; y el ajedrez con su infinita geometría y
su exacta conjunción de razón y azar. Todo el mundo abigarrado de Borges
d esfila por las estrofas del poema; detenerse en él es penetrar en su historia,
en su biografía, percibir la exuberancia y la fragilidad de los recuerdos.
Borges modela el material de su memoria, lo convierte en ficción.
Benjamin intenta penetrar en lo moderno haciéndose cargo, precisamente,
de la función agónica q� e le cabe al pasado en la experiencia cotidiana de
la sociedad burguesa. El es, a su modo, un batallador contra el olvido,
un arqueólogo que con infinita paciencia se detiene a examinar los restos
frágiles, los desechos que la «diosa industria» arroja todos los días y que
los hombres son incapaces de percibir como expresión brutalizada de su
misma sociedad. Vivir en «lo actual» significa -para el hombre moder­
n o- anestesiar su memoria, opacar sus recuerdos y dejar de percibir, en
la feroz fugacidad de la moda, la eterna repetición de lo mismo. «Nos
hemos hecho pobres -escribe Benjamin-. Hemos ido entregando una
p orción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo
que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para
que nos adelanten la pequeña moneda de lo 'actual'» («Experiencia y po­
breza») . Esa fascinación por lo «actual» corre pareja con la displicencia
contemporánea hacia la «herencia de la humanidad», una suerte de aluci­
nada carrera hacia un futuro intangible. Benjamin, a través de su escritura,
intenta sortear esta tendencia de época, esta obnubilada inclinación hacia
la exaltación de lo nuevo.

La biblioteca del autor de las «Tesis sobre filosofía de la historia» tiene


profundas y sorprendentes semejanzas con La Biblioteca de Babel de Bor­
ges. Ambos homologan la biblioteca al universo (quizá en Benjamin más
circunscrita a un universo subjetivo -pero no por eso menos infinito-,
mientras que Borges se desplaza hacia lo ontocosmológico). La biblioteca,
p ara los dos escritores, es un espacio abierto, indefinido (puede incorporar
siempre un nuevo libro o hacer aparecer otro que jamás supusimos que
podría estar o que simplemente desconocíamos) ; promete la aventura del
viaje, pero también la frustración -o las sorpresas- del extravío, de

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WALT E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

no encontrar lo que se busca («Como todos los hombres de la biblioteca


-relata Borges-, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de
un libro, acaso del catálogo de los catálogos . . . »; la imagen se complemen­
ta con la escritura benjaminiana: «Los coleccionistas son seres dotados de
un instinto de estrategas, su experiencia les enseña que, en el asalto a una
ciudad desconocida, la más minúscula tienda de antigüedades puede re­
sultar un bastión, la papelería más recóndita, una posición clave. i Cuántas
ciudades me revelaron sus secretos en mis expediciones a la conquista de
ciertos libros ! ») . Sólo quien ha viajado infatigablemente detrás de hue­
llas perdidas, de señales difusas, de libros fervientemente anhelados, sólo
quien ha perseguido las marcas de una escritura indescifrable pero eterna,
fundacional, ha logrado alcanzar un resto del arcano de la Biblioteca (los
sabios cabalistas, pacientes descifradores del jeroglífico divino, han sabido
de este peregrinaje inacabado, absurdamente infinito, pero pleno, dichoso,
imposible de eludir ; la promesa detrás de cada letra, el misterio descubierto
entre el amasij o de palabras, el éxtasis de intuir que allí, en el texto, se
esconde el secreto de la creación del universo, el «catálogo de los catálo­
gos») . Que la Biblioteca -tanto para Benjamin como para Borges- sea
interminable, laberíntica, hace posible el despliegue de la escritura, abre la
sospecha de una creación escapada de los designios del demiurgo univer­
sal, deja siempre delante el vacío de lo insondable. «Los místicos -cuenta
Borges- pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un
gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes;
pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico
es Dios». Una doble entrada a la Biblioteca: el misterio y el desciframiento
(la interpretación y el comentario dirá Benjamin haciéndose cargo de la
antigua tradición talmúdica) . En realidad la Biblioteca -la de Borges, pero
también la más real de Benjamin- posee otras entradas innumerables aun­
que alguien pueda atreverse a contarlas; del mismo modo que también son
innumerables e infinitos sus anaqueles, sus pasillos, sus escaleras y sus libros
(múltiples entradas también posee la Biblioteca de Benjamin; cada libro
conduce hacia un mundo propio y capaz de agregar algo nuevo, diferente,
a la propia Biblioteca, tornándola infinita, vaporosa, inasible) . Borges nos
sugiere un peregrinaje sin límites, una errancia destinada al ocaso después
de haber intentado en vano hallar el Sentido entre los sentidos. El saber se
encuentra entrampado en este viaje sin final : «La Biblioteca es una esfera
cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesi­
ble». «Un lugar no se conoce -dirá Benj amín- hasta no haberlo vivido
en el mayor número posible de dimensiones. Para poseer un sitio hay que
haber entrado en él desde los cuatro puntos cardinales, e incluso haberlo
abandonado en esas mismas direcciones». La Biblioteca se sustrae a los de­
signios del hombre, escapa a su finitud porque existe ab aeterno ; ella posee
un orden aunque sea indefinido ; esta certeza impulsa la inexorabilidad de
la búsqueda, promueve el comentario del comentario (hacer la cartografía
de la Biblioteca es una quimera ineludible ; cada generación no ha podido

89
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H l

hacer otra cosa y l o seguirán haciendo las gt i �raciones venideras. La infi­


·

nitud de la Biblioteca, su estructura laberímíca, es su protección frente a


las desmesuras de una criatura peligrosamente inquieta, insatisfecha de los
umbrales que no puede traspasar) . La Biblioteca borgiana renueva la tarea
inconclusa de la escritura-lectura; nos coloca en el interior de una ficción
hecha de la verdadera materia primigenia: la palabra. La Biblioteca benja­
miniana es una patria también articulada desde y con la palabra. Universo
del lenguaje, laberintos, «ruinas circulares, galerías, Babel (o Babilonia)
-comenta George Steíner- son constantes en el arte de nuestro tercer
cabalista moderno (Kafka y Benjamin eran sus predecesores, R. F.) . Pode­
mos observar en la poesía y en las narraciones de Jorge Luis Borges todos
los motivos presentes en el lenguaje de los gnósticos y seguidores de la
cábala: la imagen del mundo como un encadenamiento de sílabas oscuras,
la idea de una palabra absoluta o de una letra cósmica -alfa o alef- que
disimula, en los desgarrados jirones de las lenguas humanas, la conjetura
de que la suma del conocimiento esté prefigurada en una obra última que
contiene todas las permutaciones concebibles del alfabeto».
En Benjamín y en Borges la escritura es un modo genuino de rondar
el misterio del Nombre, del verdadero alfabeto. Biblioteca y escritura son
inescindibles, una se alimenta de la otra, va expandiéndose a medida que
el infinito texto sigue tejiendo la vestimenta grafológica del universo. Pero
básicamente la Biblioteca puede ser pensada como el hábitat más genuino,
el verdadero hogar del escritor, su patria. Y la Biblioteca de Benjamín, y él
lo sabe, simboliza la permanencia de una historia, los trazos firmes de una
biografía que pese a la diáspora babélica, redescubre a través de los libros
los fragmentos de su identidad.

Hay una idea benjamíniana, heredera del espíritu judío, que es importante
remarcar en este contexto : cada línea escrita era «una victoria arrancada
a las potencias de las tinieblas, de tan incierto» como aparecía el futuro
a los ojos de la tradición de la que Benjamín forma parte. Estas palabras
fu eron escritas pocos meses antes de su suicidio en esa frontera cruzada,
siglos atrás, por otros judíos que también intentaron tejer su escritura en
el interior tumultuoso de la tradición. La conciencia del exilio definió la
mirada benjaminiana de la historia (del mismo modo que su experiencia
ginebrina y europea le permitió al joven Borges mirar con otros ojos su
pasado argentino) ; esa milenaria percepción del desarraigo, de la patria
confinada al libro, de una diáspora destinada a trajinar el interminable
espacio de la historia en la espera mesiánica del día de la redención. En
Benjamín la escritura es urgencia, memoria, fidelidad, amparo frente a la
barbarie que se aproxima, continuidad de una tradición amenazada de
muerte. Borges, desde esta lectura que estamos haciendo, posee otra sensi-

90
W A L T E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

bilidad, sus desarraigos tienen otras connotaciones, su propio anacronismo


apunta hacia otro sentido. La experiencia judía es demarcatoria, hace a
un peculiar derrotero intelectual; la experiencia de Borges tiene que ver
con desinteligencias de época, está p reñada por esa conexión tan original
en él entre lo antiguo y el presente. La experiencia del exilio y de la per­
secución definen una escritura, modelan un pensamiento. Borges vivió el
fin de una época, trató de ficcionar la trama de una historia perturbadora,
poetizó una ciudad que ya no era hasta fundarla míticamente a través de
la literatura. Hay en él una escritura de la nostalgia que en diversas oca­
siones deja entrever un escepticismo protector, como si fuera un paliativo
frente al desmoronamiento de ese mundo cada vez más ausente de la
realidad cotidiana y cuidadosamente guardado en la imaginación. Borges
sabe que sus incursiones por el territorio opaco de la memoria suponen
perturbar la fuente de los recuerdos, convertirlos en algo diferente a lo que
seguramente fueron en el lejano tiempo de su cristalización. Así podemos
comprobarlo en uno de los textos claves de la narrativa borgiana -«Tl6n,
Uqbar, Orbis Tertius»- donde el escritor señala que la «metódica elabora­
ción de hronir [ ] ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha
...

permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos


plástico y menos dócil que el porvenir» . «Modificar el pasado » es lo que
el narrador hace al desplegar esa alquimia de recuerdos oscurecidos por el
paso del tiempo y la resignificación que produce la ficción. El pasado, a
través de esta conjunción, vive un proceso restitutivo que, como Borges
señaló claramente en el texto antes citado, implica una modificación de ese
tiempo acontecido. Deberíamos agregar que el recuerdo borgiano no tiene
una facultad redentora, un salvar en el presente los sufrimientos de las
generaciones anteriores; su función -si es posible utilizar esta palabra- es
fundamentalmente estética.
Benjamin recorre otro camino. Su relación con el pasado está profun­
damente trabajada por el judaísmo; por ese «romance desesperado de los
eternamente desesperanzados». Benjamin asume la responsabilidad -muy
judía- de hacerse cargo del sufrimi ento de las generaciones pasadas y,
también, del tremendo dolor de la naturaleza. Su visión redentora es re­
paradora y no se proyecta como una escatología de la predestinación; la
teología benjaminiana, como la de Kafka, es negativa. En su ensayo sobre
Kafka, Benjamin se detiene en un extraño texto de Max Brod : «Recuerdo
-dice Brod- una conversación con Kafka, cuyo punto de partida era
la Europa actual y la decadencia de la humanidad. 'Somos -dij o- pen­
samientos nihilistas, pensamientos de suicidio que afloran en la mente
de Dios'. Esto en principio me hizo pensar en la visión del mundo de la
Gnosis: Dios como un demiurgo maligno y el mundo como su pecado
original. 'Oh no -dijo-, nuestro mundo es sólo un malhumor de Dios,
un mal día'. ¿Habría entonces esperanza fuera de esta manifestación de
este mundo que conocemos? Sonrió. 'Sin duda, mucha esperanza, infinita
esperanza, pero no para nosotros' ». Mirada crepuscular que, sin embargo,

91
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

como l a de Benjamin, recoge e l legado de la tradición judía que piensa el


tiempo mesiánico como el espacio de la conjugación de todas las genera­
ciones. Geoffrey Hartman ha escrito palabras esclarecedoras que vale la
pena citar:

Este quiasmo de esperanza y catástrofe es lo que salva a la esperanza de ser


desenmascarada y mostrada únicamente como catástrofe, como la ilusión
o el insatisfecho movimiento de deseo que lo ahogaría todo. La fundación
de la esperanza se convierte en reminiscencia, lo actual confirma la fun­
ción y aún el deber del historiador y del crítico. Recordar el pasado es un
acto político, una «búsqueda» que nos envuelve en imágenes que uedenr
constreñimos a identificarnos con ellas y que denuncian el «débi ·rJ> oder
mesiánico» hoy corriente (Tesis 2). Estas imágenes, desgajadas de su locali­
zación fija en la historia, deshacen el concepto de tiempo homogéneo y se
insertan en el presente o lo reconstituyen.

Borges se mueve en otro registro, su visión de la historia tiene un


carácter mitologizante, ahistórico, fuertemente inclinado hacia los arque­
tipos y, también, a las fijaciones infantiles (es clara la recurrencia, a lo
largo de su prolongada vida de escritor, de la proyección del rosismo en su
obra; su lectura del primer peronismo, su experiencia práctica de opositor
al régimen populista, estuvo mediada por la memoria familiar de la dic­
tadura de Rosas [acontecida medio siglo antes del nacimiento de Borges] .
Perón, a los ojos del escritor, no fue sino la repetición especular de Rosas,
la reiteración de una experiencia ya vivida) . Y sin embargo la prosa bor­
giana está saturada de historia, sus personajes siempre ocupan los bordes,
permanecen en los umbrales o se equivocan de lugar. Son personajes de un
tiempo acontecido, incapaces de adecuarse a las exigencias, para ellos in­
verosímiles, del progreso; sus valores ya no pertenecen al presente, tienen
que ver con el coraje, la camaradería, la palabra empeñada. Un mundo de
valores en desuso, anacrónicos, que se deshilachan en medio de la sociedad
burguesa y consumista.
A través de estos personajes de las orillas de Buenos Aires, de esos
compadritos de fines de siglo, hombres de cuchillo ligero al servicio del
honor y de algún caudillo local -pero amparados en un código que nada
tiene que ver con la política-, Borges dibuja el cruce final de una época
y de un mundo (y no sería arriesgado decir que él toma partido por esos
fantasmas del pasado que alcanzó a entrever en sus días de infancia) . Hay
en su escritura una suerte de vindicación, un intento de redimir a esas
figuras olvidadas y desprestigiadas pero sin alcanzar el gesto salvífica del
mesianismo judío. Borges, el erudito sensible, el intelectual refinado, toma
la pluma -en algunas de sus mej ores páginas- para desenterrar la me­
moria de oscuros personajes de un suburbio donde el coraje y la bravura
quedaron sepultados para siempre. Borges retrata un tiempo pre-moderno,
ese espacio de metamorfosis donde el campo va deviniendo ciudad. Con un
aire de melancólico escepticismo Borges despliega las artes de su escritura

92
W A L T E R B E NJ A M I N Y J O R G E L U I S B O R G E S

para retratar un paisaje desvanecido que sólo l a alquimia de ficción y de


memoria pueden ofrecernos.
Benjamín construye su obra crítica desde una perspectiva que tiene
a la historia como un referente esencial; pero no la historia en el senti­
do de una sucesión lineal del tiempo, sino como escenario de profundas
transformaciones que sorprenden el decurso armónico de la sociedad. Y
el crítico busca descubrir esos puntos de clivaj e, esos momentos donde la
claridad del cielo es brutalmente descompuesta por la potencia del relám­
pago. Benjamín bucea en la modernidad, en sus zonas fundacionales, no
para exaltar la continuidad de un modelo de cultura, sino para entender la
trama dialéctica que nos permite reconocer la proximidad de la decadencia
allí donde todavía permanece el esplendor.
Borges y Benjamín, dos sensibilidades que se conjugan y que se dis­
tancian; dos experiencias ejemplares en medio de una época extraordinaria
y despiadada. En estas páginas simplemente quisimos aproximarnos a cier­
tos puntos en común, apuntar algunos problemas de interpretación. Nos
interesaba poner en evidencia la pasión de la escritura como afirmación del
espíritu; resaltar ese común anacronismo que los convierte en agudos crí­
ticos de la lógica del progreso y de la modernización. Hacer que se crucen
sus caminos, establecer un diálogo entre ellos, implica ejercer una lectura
distinta, quizá a contrapelo, de nuestro presente; supone apropiarnos de
una espiritualidad de la que cada vez nos sentimos más huérfanos. Bor­
ges y Benjamín, dos modelos de escritores y pensadores que determinan
nuestra mirada y que nos siguen prometiendo la aventura de la creación
y del pensamiento.

93
PAUL CELAN Y LA BARBARIE DE LA LENGUA

Para Alberto Sucasas, por un libro


y la amistad

« el poeta no es juez aunque j uzgue; lo suyo


•••

no es sentenciar trazando una frontera que


por definición no se puede encontrar, sino
que lo suyo es hacer justicia a los muertos».
Jean Bollack

Son pocos los libros que hoy despiertan, al leerlos, una profunda inquie­
tud; son contados los autores que, a través de una escritura filosa y caren­
te de concesiones, pueden provocar en los lectores una extraña mezcla
de entusiasmo y malestar. Poesía contra Poesía de Jean Bollack1 es uno de
esos libros que nos incitan, que nos impiden la pasividad, que nos ahogan
desde el comienzo cualquier giro neutral; su lectura constituye un desa­
fío de primera magnitud allí donde queda establecida una prohibición:
de ahora en más el abordaje de la obra de Paul Celan tendrá como uno de
sus referentes ineludibles a ese libro erudito y apasionado en el que el
filólogo desnuda, para los lectores, el núcleo duro, intransigente, de la
poesía celaniana. Bollack, desde un comienzo, rechaza las interpretacio­
nes en clave místico-religiosas de Celan, del mismo modo que desmenuza
con ojo hipercrítico la tradición hermenéutica, esa deuda permanente que
las lecturas de la poética del autor de «Fuga de muerte» parecen haber
contraído con Heidegger y Gadamer. Simplemente para Bollack se trata
de recuperar el espíritu de una obra sacudida desde sus cimientos por el
acontecimiento demoledor, por ese momento de la historia cuya presencia
entre los hombres vuelve imposible desviar la mirada.
La poesía de Celan está surcada de lado a lado por la violencia extermi­
nadora, por la presencia de la barbarie en la lengua. Por eso J ean Bollack,
amigo y lector intransigente de esa obra clave, nos dice, desde el inicio de
su indagación, que el «acto poético fundador de Celan consistió en po-

l. Poesfa contra poesfa. Celan y la literatura, Trotta, Madrid, 2005, ed. de A. Pons.

95
LOS H E R M E N E UTAS D E LA N O ( 1 1 1

nerse en contra de una tradición cultural. No podemos saber q u é hubiera


ocurrido con esta actitud de no existir los campos de exterminio. Vivió
el ascenso del nazismo en el momento en el que estaba leyendo a Rilke, y
entró de lleno en Rilke para ponerlo en contra de sí mismo. No podemos
hacernos la pregunta de Adorno. C elan no lo apreciaba y lo consideraba
cómplice de muchas cosas. La poesía no podía hacer otra cosa que mostrar la
parte de responsabilidad de la poesía en el exterminio. Para Celan, la posi­
tividad de la poesía había intervenido en ese acontecimiento, desde Lutero
hasta Rilke, al igual que las iglesias; y tenían su parte de responsabilidad
Goethe, Hofmannsthal, Holderlin, sin exceptuar a nadie; la acusación iba
dirigida contra cualquier poesía falsamente positiva; todo lo que Heideg­
ger comentó en sus ensayos sobre poesía había participado, según él, en las
condiciones que hicieron posible el acontecimiento. La única manera que
tenía de decirlo era escribir con las palabras de estos autores utilizándolas
como armas contra ellos mismos. 'Pensar a Mallarmé [ . . . ] hasta sus últimas
consecuencias', tal como dice en El meridiano, significaba, para él, rehacer
la lengua que expresara la monstruosidad inherente a la lengua» (p. 73 ) .
E s éste, sin duda, e l núcleo d e l a interpretación, e l intento d e cuestionar la
reducción de la poesía de Celan a una suerte de búsqueda mística, de apego
a un lenguaje religioso e, incluso, salvífica. Para Bollack, Celan despliega,
en y a través de su poesía, una crítica destructiva de la tradición alemana,
una radical puesta en cuestión de las raíces culturales que hicieron viable,
que abrieron el camino, con distintos grados de complicidad, de la barbarie
nazi. Por eso Bollack afirma tan enfáticamente la condición materialista,
atea, de la poesía de Celan que, allí donde recupera la tradición bíblica, e
incluso la lengua hebrea, no lo hace para acentuar su judaísmo, su búsque­
da redencional, sino como forma de sacudir la lengua de los asesinos, de
interferirla, de hebraizada haciéndola estallar por dentro. Según Bollack,
Celan busca la memoria de los muertos, no la redención de la cultura y la
lengua alemana que han descendido al infierno. La interpretación, enton­
ces, busca otras significaciones, se detiene en su carácter, para decirlo así,
político, adquiere su fisonomía de venganza contra la cultura del asesinato
masivo, se detiene a hacer estallar la lengua del exterminio.
«No es únicamente el hecho del exterminio lo que ha problematizado
el lenguaje poético, como lo formuló Adorno, con su muy citado 'después
de Auschwitz'. El lirismo se reconstituye, quebrado, por medio de la refe­
rencia al lirismo que ha matado; lo dice e impide que eso se olvide ; es su
vida más íntima. Si los poetas no se han visto implicados en este drama,
no obstante han contribuido a él, aj enos a la poesía liberadora -tal como
la entendía Celan- por no haber reaccionado ante la utilización que se
hacía del lenguaje poético, en todas partes, e incluso más allá de la esfera de
las 'apropiaciones fascistas' . El acontecimiento está en la lengua» (p. 52).
El mal no ha venido de afuera interrumpiendo la marcha genuina de la
tradición poética alemana; su presencia debe ser interpelada en su mismo
despliegue, en sus antecedentes, en ese tiempo de preparación que hizo

96
P A U L C E LA N Y LA BARBA R I E D E LA L E N G U A

posible e l acontecimiento. Celan nos está diciendo que l a barbarie se en­


cuentra en la civilización, que anida en su núcleo más profundo y esencial.
Que simplemente ya no podemos acercarnos a esa tradición desconocien­
do su desenlace siniestro, la brutalidad absoluta de su culminación. Celan
buscará en la lengua, en su idioma, el heredado de su madre, la responsa­
bilidad, tratará de hacerlo estallar, de ponerlo delante de su propio horror.
Pero también nos está diciendo que el mal contamina el presente, que lo
atraviesa aunque lo ocultemos, que permanece en sus pliegues, que sigue
insistiendo allí donde se lo niega o donde se disminuye su significación.
La herida no cierra ni cerrará.
«La resistencia se organiza desde dentro ; la rebelión sarcástica se alza
dentro del ritmo de los cantos y las leyendas cuyas elevaciones mortíferas
acompañaron las masac,r es. El júbilo se instaló ante la muerte. Por eso es
preciso que el p oeta, por más judío que sea, se impregne de este alemán
(tal como se ha escrito : noble, mefistofélica y bajamente}, ya que escribe
en alemán, antes de atravesarlo con su judeidad mordaz. Las zonas más
profundas del 'yo' y de la violencia libidinal se ven asediadas, 'ocupadas'. La
poesía juguetea con este bestiario de la deshumanización, a fin de escribirse
contra él. El horror se contradice en su lengua, pero con el recurso a otra
instancia» (p. 1 0 1 ) . Bollack se detiene a analizar el poema en el que Celan
cuenta la historia, por decirlo así, del Rabí Low y de su Gólem, y lo hace
para destacar el modo como el poeta se sumerge en la lengua alemana para
denunciarla en su complicidad con la masacre. Es sugestivo el título que le
había dado Bollack a la primera versión de este capítulo : «Circuncidar el
alemán», título que destaca el gesto emblemático de Celan que busca judai­
zar la lengua, rebelándose sarcásticamente contra sus fondos legendarios,
contra ese tumulto de palabras amparadas en el interior de una tradición
que habitó la trama más significativa de la poesía alemana contra la que se
rebela el decir celaniano. Arqueología del idioma que intenta deconstruir
un recorrido «desviado» hacia el acontecimiento. La pesquisa que obsesiona
a Celan es la que lo lleva a bucear en el fondo del idioma, descubriendo las
diferencias allí donde, como destaca Bollack, opone el «francés descarado,
directo y contestatario del Medioevo [ . . . ] a lo terrible y a lo sublime de
Alemania, ya sea Rilke, el Fausto de Goethe o la leyenda judeo-alemana
(asimilada) del Maharal de Praga» (p. 1 00). Esa lengua de la blasfemia y
la rebeldía es contrapuesta a esa otra que se despliega por las avenidas
de lo terrible y de lo sublime, como si en esa discrepancia Celan hubiera
podido encontrar los caminos de la complicidad que desembocaron en las
masacres, en la capacidad del nazismo de recoger, a manos llenas, casi toda
esa tradición alemana dejando muy poco en el costado del camino (que
Goethe y Rilke, como el propio Holderlin, sean mencionados constituye
un gesto radical, eso que podríamos llamar acto contestatario) .
Pero Bollack duplica la apuesta allí donde señala que, en el poema que
está interpretando, no hay salvación ni búsqueda religiosa, acogimiento
en lo sagrado o regreso a una tradición teológica. «El encuentro sólo ha

97
LOS H E R M E N E UTAS D E LA N O C l l l

podido tener lugar a la hora en que los demonios d e l 'atardecer ' penetran
desde el Ocaso, del lado de la destrucción. Pero esta división del mundo
no entra ya en ningún sistema reparador en virtud de una repartición. El
ángel no es ni siquiera el ángel caído. No hay reconocimiento alguno de
una lucha de las potencias, en un mundo desgarrado entre el Bien y el Mal.
El Mal es vencedor; ha florecido en la historia, en el momento en que esta
poesía se escribe. El terror es sólo terrible, y se sustrae con todas sus fuerzas
a cualquier tentativa de neutralización teologizadora» (p. 1 0 1 ) . El conflicto
hermenéutico alrededor de la poesía de Celan gira precisamente en torno a
estas opciones enfrentadas: por un lado lo que Bollack llama irónicamente
la «neutralización teologizadora», la que se afana por encontrar las huellas
redencionales, salvíficas, teológicas en Celan, aunque estas salgan radical­
mente de lo cristiano y se dirijan al judaísmo (es la lectura de Felstiner, por
ejemplo) ; por el otro lado, una interpretación destemplada, ateológica, que
lee en Celan el rechazo de una tradición cómplice del Mal pero no creyendo
que es posible redimir la historia, salvarla de ese mismo Mal, si no recono­
ciendo la derrota, el triunfo de las fuerzas malignas que también han puesto
en entredicho la posibilidad misma de la salvación (mejor dicho, esa historia
de la salvación es responsable del acontecimiento) . Dos caminos opuestos,
intransigentes, irreconciliables a la hora de leer la poesía de Celan.
Siguiendo su lectura del poema, Bollack dirá que la «tarea del poeta
-la que él exige consumar al rabino- es mucho más gigantesca: dar
'vida' a una lengua repugnante» (p. 1 03 ) . La lengua rota en la que se
expresa Celan es evidencia de esa «repugnancia» que atraviesa el idioma,
y el poeta no dejó de testimoniarlo, aunque ese gesto hubiera estado siem­
pre cargado de un inmenso dolor (dolor que nacía, entre otras cosas, del
recuerdo de la madre asesinada, de la madre-lengua, de la madre abando­
nada y perdida, de la madre-judía-portadora-de-la-lengua-alemana, de la
madre que le había abierto el mundo de la literatura, de Goethe, de Rilke,
de Schiller, pero también de la madre caída en el fango de la barbarie­
en-la-lengua, madre asesinada por balas y palabras que el hij o primero
amó a través de ella) . Celan es ese recuerdo desgarrado, lacerante que se
guarda en la lengua, en la de los verdugos, en la de su poesía, en la de
aquella tradición que amó y que, sin embargo, es vista como cómplice.
Tal vez por eso quiso ir hacia el Este, hacia otras poéticas y otras lenguas,
tratando de aliviar un poco el dolor de esa lengua que lo habitaba, que
lo atravesaba de lado a lado, que le exigía, en ella y con ella, dar testi­
monio de la masacre, abriendo las compuertas de la memoria. Es en y
desde el alemán que Celan puede y debe escribir, puede y debe abrir las
compuertas de la memoria del sufrimiento, es en y desde el alemán que
la barbarie se instala en la lengua, aunque ahora sea la lengua del poeta.
«La lengua poética extrae su poder del reino inexplorado de la muerte, o
mejor dicho : de los muertos» (p. 1 05 ) . «Se trata también de una lengua
corrompida por lo que se ha hecho de ella, incluido lo teológico» (p. 1 1 2) .
En los materiales preparatorios de El meridiano, Celan escribió siguiendo

98
P A U L C E LA N Y LA B A R BA R I E D E LA L E N G U A

este derrotero : «Aquel que sólo esté dispuesto a imitar e l gesto de de­
rramar lágrimas por la bella de ojos almendrados, la asesina también [le
cava una tumba], a la bella de oj os almendrados, una segunda vez [en lo
más profundo del olvido] -solamente cuando con tu dolor [inalienable]
vas hacia los muertos de nariz ganchuda, jorobados, que cuchichean a la
manera judía [hacia esos engendros deformes] de Treblinka, de Auschwitz
y de otras partes, [entonces] también te encuentras con el ojo y [su eidos:
la] almendra» (p. 1 05 , n. 30).
Para seguir la argumentación d e Bollack, aquella que sostiene que el
alemán de Celan busca desnudar el crimen incluso en aquellas palabras
mítico-poéticas de la lengua de Holderlin vale esta otra cita: «En esa pa­
labra tan típicamente germánica como es 'Gemüt', se pone en relación la
celebración de la' vida con su verdadero propósito, la aniquilación, una
relación que en ese pequeño ser deforme e infrahumano salido de los cam­
pos se establece al revés, a saber, como una aniquilación vivificadora propia
de mártires y santos, si es preciso ver en 'la nada viviente' (das lebendige
Nichts) una expresión de la mística judía, familiar al rabino, que el poema
invierte para sacudir los cimientos de toda sublimación religiosa [ . . . ]. ¿No
había sido consciente ya el poeta en ' Quimia' de que la ceniza de los cam­
pos es el elemento perfecto para los gestos religiosos ? ¿Acaso él mismo, el
archi-famoso Celan, el poeta del Holocausto, como se lo llama a diestro
y siniestro, puede escapar a esta bendición socarrona? La aniquilación se
integra en la semántica; en la letra muerta de una contra-lengua, despierta
a una vida posterior no ontológica sino autónoma en la lengua» (p. 1 2 1 ) .
Más adelante s e dice que e n «Celan l a lengua s e rehace pasando por l a ne­
grura del crimen, brilla con ese destello de lucha y refección» (p. 142). Ese
pasaje por «la negrura del crimen» constituye no sólo la confrontación con
la figura del exterminio, de eso que se ha vuelto expresión de lo horroroso
y que tacha cualquier atisbo de inocencia en las palabras, abre, también,
el único camino hacia una lengua que no falsee la memoria de los muer­
tos, que no se desentienda de ese acontecimiento histórico decisivo que
contamina lo dicho y lo por decir. Salirse de las trilladas interpretaciones
de la poesía celaniana como arraigada en una búsqueda místico-religiosa,
aunque se la vincule con el judaísmo, supone profundizar en ese otro modo
judío del decir de Celan que no busca encontrarse con Dios, sino denunciar
la hondura del horror, realizado incluso en su nombre. Más que pensar
en «el oscurecimiento del rostro de Dios», al modo de Hans Jonas y Emil
Fackenheim, Celan está pensando en su complicidad con el crimen, en el
abandono de las víctimas.

TIERRA HAB ÍA EN ELLOS y


Cavaron.

Cavaron y cavaron, así pasaron


Su día, su noche. Y no alabaron a Dios

99
L O S H E R M E N E U T A S D E L A N O C tt l

Que, así oyeron, todo aquello quería,


Que, así oyeron, todo aquello sabía.

Cavaron y nada más oyeron ;


Ni se volvieron sabios, ni inventaron canción,
Ni imaginaron lengua alguna.
Cavaron . . .
(Paul Celan, «Tierra había e n ellos»2)

Siguiendo este rumbo interpretativo, tratando de calar más hondo en la


escritura del poeta, reconociendo que en él la biografía es imprescindible,
fuente insoslayable de su decir3, es oportuno acercarnos, con cuidado y
sabiendo de los límites de toda interpretación, a la relación intensa, com­
pleja y muchas veces desoladora que Celan estableció con Nelly Sachs.
Ambos han atravesado la noche del horror; ambos escriben en la lengua
de los verdugos; ambos permanecen sacudidos por lo irreparable, tocados
en el fondo de sus almas por la contaminación. Pero -y de eso también se
trata- el misterio de la escritura poética, sus modos de tejer aquello que
anida en la memoria, de transformarlo en palabras, tendrá muy distintos
derroteros, tan distintos que ése será uno de los motivos del desencuentro
entre aquellos dos que se buscan y se necesitan.
« [Nelly Sachs] hace de él todo lo que él jamás quiso ser, un Juan
Sebastián Bach y un Holderlin, la gran música protestante (lo dice des­
pués de haber leído 'Tenebrae'4, en Rejas del lenguaje, por lo que uno se

2. Paul Celan, Obras completas, trad. de J. L. Reina Palazón, Trotta, Madrid, 52007, p. 1 5 3 .
3 . E s necesario, alcanzada esta altura d e lo escrito, dejar constancia d e un problema inevita­
ble que surge al recorrer el camino interpretativo por el que he optado siguiendo, en este caso, la
huella de Bollack. Ese problema es el que aparece cuando se reduce el decir poético, que siempre
guarda una dimensión enigmática, lo impronunciable de la lengua, a una interpretación que puede
ser biográfica, política, místico-religiosa, o como en Bollack que apunta centralmente a comprimir
el decir poético celaniano a un proyecto que busca desnudar la complicidad de la cultura alemana,
incluyendo aquella amada por el propio poeta, en la gestación del nacionalsocialismo. Tal vez se
trate de un exceso de interpretación, de una reducción de la palabra poética a la rudeza raciona­
lizadora del filólogo que, en todo y para todo, encuentra una relación, un cierto orden lógico,
como si Celan hubiera expresado efectivamente, y sin distracciones, todo aquello que quiso decir.
Sin desaprobar la «operación» hermenéutica llevada adelante por Bollack (lejos de eso la sigo y la
apruebo en muchas de sus conclusiones), creo que no deja de ser importante aclarar sus límites y
sus problemas a la hora de sobreinterpretar una poesía como la de Celan (o tal vez ése sea el límite
para todo genuino decir poético : huir de su conceptualización excesiva, aquella que parece volver
transparente el lenguaje omitiendo lo que se sustrae a todo sentido o a toda intencionalidad, lo que
se le va de las manos al poeta, lo que simplemente falla en su palabra) .
4. Creo que es oportuno transcribir enteramente el poema de Celan para que se entienda me­
jor lo que sostiene Bollack: «Cerca estamos, Señor, / cercanos y aprehensibles. // Aprehendidos ya,
Señor, / entregarfados, como si fuera / el cuerpo de cada uno de nosotros / tu cuerpo, Señor. // Rue­
ga, Señor, / méganos, / estamos cerca. // Agobiados íbamos, / íbamos a encorvarnos / hasta badén
y bañil. // Al abrevadero íbamos, Señor. // Era sangre, sangre era, / lo que derramaste, Señor. /

100
P A U L C E LA N Y LA BARBA R I E D E LA L E N G U A

pregunta cómo habrá comprendido e l poema) y l a gran poesía hímnica;


para ella, él es eso, todo eso, pero penetrado además por la mística judía»
(pp. 7 8 -79). Bollack dedica algunas páginas fundamentales a señalar enfá­
ticamente la distancia que separa, en términos poético-políticos, a Sachs
de Celan, destacando que mientras la p rimera apunta a un misticismo de
la lengua, a una reconciliación salvífica que reintroduzca al alemán en el
seno de una humanidad purificada, el autor de «Tenebrae» busca pre­
cisamente lo contrario, se desentiende de esa gramática religiosa que
desborda a Sachs y se sostiene en un materialismo radical que, entre otras
cosas, le permite eludir la tentación espiritualista en la que ha caído su
amiga. Lo que Bollack no alcanza a explicar es aquello que sí unía a am­
bos poetas, más. allá de su condición de judíos sobrevivientes, una unión
que se deja testimoniar por su extraordinaria correspondencia, aunque
en ella también aparecen, permanentemente, los signos de una tensión
más que evidente.
Enzensberger, muy próximo a Sachs a finales de los años cincuenta,
en un texto para una emisión radiofónica ( 1 3 de febrero de 1959) es­
cribió lo siguiente en relación con quien sería futura premio Nobel: «Su
obra no contiene ni una sola palabra de odio. A los verdugos, así como a
todo lo que nos sitúa en la connivencia y en la complicidad, les sigue el
perdón, nada de amenaza. No lanza maldición alguna, ni cobra venganza
[cursiva de J. B. ]» (p. 8 3 ) . Esto no tiene nada que ver con el programa de
Celan, quien se sintió traicionado por esta búsqueda de «reconciliación»
y de exculpación que emergía de la obra de Nelly Sachs. «Estas frases [de
Enzensberger] se leen como si hubieran sido escritas, palabra por palabra,
en contra de Celan. A cada cual su judío, como le escribió a Nelly Sachs
(carta n.0 20)» (p. 8 3 ) . A Celan le disgustaban profundamente las palabras
«perdón» y «reconciliación», creía que ellas encerraban una gigantesca polí­
tica del olvido, una tachadura de la memoria de las víctimas y una exculpa­
ción de la responsabilidad alemana. Nunca estuvo de acuerdo con ese gesto
de Nelly Sachs. «No hay que ignorar la diferencia del horizonte cultural,
así como la amplitud de la libertad entre los dos poetas, ambos grandes, y
ambos judíos, ambos tocados por el aniquilamiento de la lengua alemana;
la diferencia concierne a la lengua y, por tanto, a la poesía, artículo de fe.
Es considerable a pesar de todo. Nelly S achs es, en profundidad, un poeta
alemán, cosa que Celan no lo es. Los versos de Yésenin que él tradujo -lo
había descubierto cuando estudiaba en el instituto- le volvieron a la me­
moria cuando ya estaba en el Oeste. Y esto es lo que le dice a ella: le han
vuelto a la memoria, orientales y familiares (heimatlich, carta n. 0 82, 6 de
octubre de 1 9 6 1 ) . É l ha venido de más lejos aún, es mucho más extranje­
ro» (pp. 8 3 -84). É sta es una clave decisiva en la propia vida y en la poesía

I Relucía. // Nos devolvía tu imagen a los ojos, Señor. / Ojos y boca están tan abiertos y vacíos,
Señor. I Hemos bebido, Señor. / La sangre y la imagen que estaba en la sangre, Señor. // Ruega,
Señor. / Estamos cerca .» (P. Celan, «Tenebrae», en op. cit., p. 1 25 ) .

1 01
L O S H E R M E N E U T A S D E L A N O l.I H

de Celan: por un lado habita una lengua, el alemán, que lo remite a los
verdugos y, por el otro, esa lengua no le hace recordar ninguna patria per­
dida, no supone el regreso al hogar, ya que su memoria lo conduce hacia
el Este, hacia Rumania y Rusia, hacia una experiencia del ser judío que no
se encuentra en Nelly Sachs que procede de Alemania. En Sachs la lengua
es, a un mismo tiempo, patria espiritual y patria material, patria poética
y patria de la memoria; de ahí, quizás, su intento de perdón y reconcilia­
ción que, en ella, supone la posibilidad de «regresar» a la patria perdida,
aunque efectivamente nunca llegó a realizar este proyecto y permaneció en
Suecia, continuamente desbordada por los espectros de un pasado que no
se alejaba de su alma y que la amenazaba psíquicamente. Celan fue doble­
mente huérfano y su afincamiento en la lengua alemana nunca constituyó
un alivio, la conservación, como en Adorno, por ejemplo, de una patria en
el extranjero, el último refugio de quien lo ha perdido todo. Para Celan la
pérdida está en el origen de su poesía y es irredimible, del mismo modo
que esa lengua le recuerda permanentemente a la madre asesinada, a las
comunidades aniquiladas, en una palabra, al nazismo. La lengua no guarda,
no puede guardar, la chance de la salvación, la oportunidad de superar la
catástrofe, allí donde ella es parte inescindible �el acontecimiento, en su
núcleo más profundo se radica el germen del mal. Como el Marlowe de El
corazón de las tinieblas, el poeta sabe que al sumergirse en las aguas oscu­
ras de la lengua, al penetrar en su interior, el que lo lleva hacia su propio


ocultamiento, lo que se evidencia, lo que perturba y contamina todo decir
posterior es la ho ura _del compromiso entre el idioma, el alemán en este
caso, y la barbarie quetñ él, y no en su exterior, se encuentra aquello
que abrió la posibi idad del horror.
Nelly Sachs, en su escritura poética, busca ir más allá de esa contami­
nación maldita, intenta «olvidar» ese suceso infausto, quiere reencontrarse
con aquella tradición alemana de la, cual se siente parte y que desea poner
a salvo de lo que han hecho con ella los asesinos de la esvástica. Celan
no busca salvar la tradición alemana, no desea limpiar la lengua de su
envenenamiento, por el contrario, lo saca a luz, manifiesta su brutal con­
taminación que involucra no sólo a los asesinos sino a esa tradición a la
que pertenece la propia Nelly Sachs y con la que él está entrañablémente
vinculado pero a la que no duda en responsabilizar. Ese es el punto de
diferencia irreductible, el núcleo oscuro de un coiifüéto que desbordaba
a los dos poetas, que volvía tan compleja su relación. Por eso las «cartas no
son fáciles de leer o de interpretar. S on muy atormentadas, a pesar de su
fondo de solidaridad y de ardor. Nelly es la 'hermana' en sentido bíblico,
poetisa judía, que perpetúa en su poesía la atrocidad de los campos. Pero
sus posiciones no dejan de ser radicalmente opuestas. É l se ha situado del
lado de la venganza humana, ojo por ojo, rechazando el perdón, exigiendo
que cada uno sea su propio dios. Ella ha elegido a un dios del amor, que
no pertenece a nadie en particular. Ella rechaza la venganza, y lo repite
una y otra vez con fuerza. Quiere salvarlo de sí mismo. ' i Rezaré para tener

1 02
P A U L C E LA N Y LA BARBA R I E D E LA L E N G U A

fuerzas suficientes e n esa lucha por e l alma pura ! ' (carta n.0 3 6, noche
del 1 1 al 12 de mayo de 1 9 60)» (p. 84). Esas dos sensibilidades trágicas,
desgarradas, atormentadas representan dos perspectivas distintas que se
expresan en sus respectivas obras poéticas, en su uso del lenguaje y en
su revisión de la tradición a la cual pertenecen de distintos y enfrentados
modos. La relación los enferma, y así sucede con su desastroso encuentro
en París en junio de 1 960, del que Nelly sale sumida en una «profunda
negrura», allí donde ve de qué modo él intenta convencerla de sus equivo­
caciones, de su error al buscar la reconciliación y el perdón. Nelly Sachs
necesita, para vivir, de esa certeza del amor, de ese Dios que le devuelva la
utopía de que todavía la bondad es posible en el mundo y entre los seres
humanos. Celan, como sostiene Bollack, es su propio dios, ese que no cree
en la bondad, que exige venganza y memoria, que sabe que la lengua está
fracturada, desgarrada, maldita y que ya nunca podrá purificarse. C edan
es la intransigencia. El poema en el que él señala las vicisitudes de ese
diálogo trunco es «Zúrich, Hostal de la Cigüeña», escrito cuatro días más - �
.
tarde de su encuentro con Nelly Sachs en la ciudad suiza:
La charla giró sobre tu Dios, yo hablé
contra él, yo
hice que el corazón que yo tenía
pusiera su esperanza:
en
su palabra suprema, rodeada de estertores, su
palabra airada -

Tu ojo me observó, desvió la mirada,


tu boca
se sumó al oj o con sus palabras, y yo escuché:

En realidad
no sabemos -.-ya lo sabes-,
en realidad
no sabemos
lo que
vale5•

Mientras que en Sachs el sufrimiento hace unidad con el amor, lo que


la conduce, según Bollack, hacia una perspectiva cristiana, en Celan no
se encuentra esa alquimia. Diferencia que atraviesa lo poéticg y que se
encarna, también, en las esquivas, complejas y múltiples relaciones con
la memoria y con el horizonte del olvido. En Sachs la memoria, cuando
puede y más allá de sus pesadillas, busca saltar el acontecimiento, intenta
sustraerse al puro horror, para, de ese modo, reencontrar el camino de la
lengua poética que, en ella, remite a Alemania, a esa Alemania ·anterior

5. Traducción tomada de J. Bollack, op. cit. , p. 87.

1 03
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

a l nazismo, la que le recuerda a Holderlin, la que la devuelve a Rilke y al


Dios del amor. En Celan la tradición alemana está comprometida con el
acontecimiento, está en su corazón, la atraviesa indefectiblemente ; y será
contra ese mundo cultural, anterior, durante y posterior al nazismo, con­
tra el que Celan dirigirá su poética vengadora. La lengua está quebrada y
resulta imposible reconstr�irla, purificarla del mal, devolverle su frescura.
Ya no hay dónde regresar.
«El judaísmo de Celan no se puede reivindicar. Ninguna posición doc­
trinal, ni judía ni cristiana, encontraría ahí una tradición teológica judía.
La libertad que él exige, con tanto ahínco, no es incompatible con el papel
que asigna, . e n su poesía, y en tierra alemana, a la historia intelectual judía
-laica, religiosa, indistintamente-, sin que él fuera 'creyente' , tal como
Nelly Sachs dijo serlo. Celan había comprendido claramente que los diver­
sos intentos de asimilar su obra a los contenidos de las tradiciones señala­
das por las referencias que él mismo hacía, podían fomentar una adhesión
virtual --consciente o inconsciente- a aquellas creencias que habían
e xcluido a los judíos y que habían recluido al judaísmo. Los elementos de
la Cábala, por ejemplo, no sólo representan en Celan algo distinto de lo
que eran en un sistema meditativo perteneciente a un momento concreto .
de la historia, sino que las referencias puntuales que él hace han tomado
posteriormente, mediante asimilaciones ingenuas o abusivas, una signifi­
c ación distinta de las que él les había dado. La Cábala recibía así, ya sea
cultural, religiosa o filosóficamente, un sello más alemán que judío. É l sa­
b ía perfectamente, y temía que su judaísmo laico, tan incondicionalmente ·

s olidario, fuera de este modo eludido, desviado y vuelto en su contra [ . . . ] .


Celan dio el atributo d e 'judía' a l a exclusión que fue asumida y vivida
contra las exclusiones de la historia y contra cualquier consentimiento
ante la inclusión de escrituras y culturas» (pp. 8 9-90). Lo judío como
el residuo de una historia marcada por la lógica de la exclusión que, sin
embargo, le ofreció, a Celan, la posibilidad de atravesar las producciones
culturales de Occidente con el oj o, destemplado del excluido, de quien
conoce los engaños de las falsas inclusiones, de quien sabe de las violen­
cias continuas, de las espurias promesas que se guardan en el discurso de
la reconciliación. Resistencia en el lenguaje contra el lenguaje, lo judío
emerge como ese otro de la dislocación, de la falla y de lo que permanece
obturado en el discurso y en la práctica del silenciamiento.
«Frente a todas las formas de síntesis entre la identidad judía y la cultura
alemana -poco importan los términos-, Celan optó por aquella diferen­
cia que le era negada. Era su manera de vivir la dualidad en la que había
crecido. La ruptura que preconizara Gershom Scholem contra la asimila­
ción ratifica; en el marco del sionismo, el diálogo imposible, en contra del
dialoguismo de Buber y de tantos otros. Ya antes de la catástrofe, dicha
ruptura sacaba precavidamente las consecuencias de una situación deses­
perada. Celan, poeta judío pero de lengua alemana, vivía en la dualidad,
sin rechazar en absoluto la tesis del entendimiento imposible, y de la

1 04
P A U L C E LA N Y LA B A R BA R I E D E LA L E N G U A

falsedad del diálogo, que l a catástrofe había legitimado definitivamente.


Se sentía y se quería judío entre los alemanes; había recibido su lengua,
que no era judía; si se había adueñado de ella, era para hacer totalmente
suya la causa de los excluidos -los excluidos antes de convertirse en los
muertos-; ellos habían ofrecido a sus anfitriones alemanes su propia ex­
clusión como un don. Su pertenencia 'oriental', más exterior y menos so­
metida a las limitaciones de la cultura, incluía el dominio del idioma; era
una no-asimilación por solidaridad, que no era en absoluto una adhesión
religiosa, o un retorno al judaísmo, comó en Franz Rosenzweig, ni una fe,
ni tampoco una práctica. Era judío -y en primer lugar entre los j udíos­
aquel que marcaba su diferencia, y que la marcaba cualitativamente en
tanto que judío, al reivindicar el derecho de ser uno mismo en la anarquía,
sin ninguna concesión a los sistemas de pensamiento. Esa definición de
'judío' se aproximaba a la que Celan había dado alguna vez de la poesía,
a la que él consideraba 'judía' debido a su poder absolutamente político
de reconocer libremente, por sí misma, . la verdad de una identidad allí
donde quiera que ésta se manifieste o se vea reprimida» (pp. 90-9 1 ) .
Estas reflexiones d e Bollack son memorables y fundamentales, no sólo
para intentar comprender el complejo vínculo de Celan con lo «judío»,
sino, más aún, como un intento más amplio por realizar una pesquisa de
la significación que lo «judío» ha tenido en la cultura occidental (siento
una profunda afinidad con este planteo que le otorga_ a lo «judío» un lugar
extremadamente difícil y decisivo, un carácter políticamente disruptivo,
inaceptable desde las lógicas de la identidad ontológicamente afincadas) .
E n Celan �o judío s e despliega como habitante d e fronteras, como e l otro
del centro que, de distintos modos, se coloca y es colocado en el lugar del
extranjero, el que viene de lejos, el que parece no ser de ninguna parte
aunque lleve en su cuerpo y en su memoria tradiciones íntegras, sect-etos
del lenguaje, mundos culturales a los que le otorgó lo mej or de sí; En
este sentido, Celan vier,ie del Este, es literalmente un extranjero en la
lengua alemana de la que, por las peculiares condiciones de su judei­
dad periférica, se ha apropiado con intensidad (su alemán tiene antiguas
resonancias hebreas, y también se deja sacudir por el idish y el ruso, es
penetrado por esas otras poéticas que vienen del oriente europeo y que
permanecieron en el margen) . É sta es una diferencia clara, central, con
Nelly Sachs, aunque los una su condición compartida de poetas judíos.
Así como Kafka guardaba la nostalgia por el mundo del antiguo j asidis­
mo, de esas tradiciones que todavía se refu giaban en la len,gua y la cultura
del Yiddshkeit (alguna vez afirmó que le hubiera gustado ser un niño judío
envuelto en la magia de la cultura del schtetl), Celan también se dirigió
hacia el Este, buscó allí sus otras raíces, aquellas que lo comunicaban con
las otras lenguas y con los sueños de igualdad que se habían. extraviado
en la travesía del siglo. Nunca dejó de sentir en su interior la alquimia
de lenguas y culturas que se manifestaron en su Bukovina natal, en ese
margen de Europa donde quedarían para siempre unidas, en la memoria

1 05
LOS H E R M E N E U TAS D E LA NOCHE

del poeta, l a aventura del descubrimiento, d e la mano d e l a madre, del


universo del idioma de $chiller y la presencia de la muerte que esa misma
lengua trajo cuando el horror, que venía del Oeste, se derramó sobre
aquellas regiones fronterizas.
Maridelstam fluye por la vena poética celaniana con la misma legiti­
midad que Holderlin o, tal vez, su fluir no está contaminado, no es parte
de una tradición que ha hecho posible el acontecimiento Auschwitz.
Celan no perdona esas redes de complicidad, esos préstamos que la cul­
tura alemana le hizo a los perros de la noche, y mucho menos perdona
a quienes quieren escindir esa tradición de los perpetradores del exter�
minio, como si estos últimos hubie ran sido deudores de algo ajeno y
extranjero de esa lengua en la que s e m anifiesta el propio Celan. En todo
caso, él no confunde ni se confunde persiguiendo una rehabilitación de
la lengua a través de una poética de la salvación o de la reconciliación y
el perdón; para Celan esa lengua, n o otra, la que amanece con Lutero,
1 ha caído en lo despreciable. «La lengua de la poesía, para Celan, tanto
' o más que la j erga de la soldadesca, ,está marcada por el acontecimiento,
1 que esa lengua contribuyó a hacer posible. Las producciones culturales
desempeñan ese papel. Siempre se trata de lengua, tanto de un lado como
de otro. Celan la reforma para posesion �rse en su contra; en el otro
lado, no se la reforma: el maestro que viene de Alemania no es� -hay
que repetirlo- una personificació n alegórica de las masacres, sino que
es el maestro del idioma, o el maestro de música. La muerte que se llevó
a las planicies de Rusia vive en el canto , ella legitima su acción en la grah
tradición artística y germánica.
»De ahí que el sentimiento religioso deba parecer tan sospechoso como
su expresión enfática o hímnica. Es un contrasentido decir que Celan
como Nelly Sachs buscaba en la poesía la salvación -o 'un sucedáneo de
salvación'-. Al contrario, él denuncia el mal que se hace con esta palabra:
No se salva a nadie de nada. Él, en cambio, intentó 'salvar ' del olvido los
crímenes que se cometieron.
»De ahí que a nadie, sea judío o cristiano, lo proteja su propio senti­
miento religioso : éste confunde los frentes, desvía el vigor del combate,
debilita la ofensiva. La línea de demarcación que separa las posiciones de
Celan de las de Nelly Sachs rechaza una creencia que, a pesar de llevar
un hábito judío -o, más bien, judaizado-, no se ha distinguido de la
creencia que contribuyó poderosamente a sembrar el mal» (p. 9 3 ) . Bollack
extrema la interpretación, la lleva a un punto de no retorno extinguiendo
cualquier posibilidad de · reconciliación, cualquier cariz «religioso» en la
poesía de Celan. Insisto : lo judío en Celan no supone un gesto religioso,
un retorno a la tradición de los ancestros, un c obijarse en las páginas
del Talmud o en los meandros hermenéuticos de la Cábala, es, antes
bien, un permanecer extranj.ero,u-n quedarse en el umbral, un poner en
evidencia lo irreparable, lo no saldado. « Celan -concluye Bollack- era
un insumiso, y un judío en el alma, en el arte y en la insumisión» (p. 94).

1 06
P A U L C E LA N Y LA B A R BA R I E D E LA L E N G U A

Esa «insumisión» e s la que impide que su poesía quede incorporada a la


tradición alemana, la que niega que su lengua se desvanezca en la piedad
o el amor, la que lo lleva, una y otra vez y siguiendo los caminos del dolor,
hacia los pozos de la memoria, esa que reclama y que impide cualquier
reconciliación. Es estratégicamente clave este capítulo en la interpretación
de Bollack ya que le permite ahondar en el espíritu de la poesía celaniana
contraponiéndola al proyecto de Nelly Sachs, señalando las disidencias
esencfales que separan al que permanece en la memoria y en la. venganza
de la lengua de quien elige el camino del amor a través del sufrimiento.
Es esa cristianización de la. poesía de Nelly Sachs lo que rechaza Celan, lo
que le incomoda de su amiga, lo que le lleva continuamente a destacar su
posicionamiento. De todos modos, tanto la poesía de Sachs como la de
Celan se sustraen al ejercicio interpretativo e, incluso, a las intenciones
de ambos poetas, allí donde la palabra poética se despliega siguiendo sus
propios derroteros, sustrayéndose a los designios de cualquier preconcep­
to, · «traicionando» su supuesto sentido. Ríos de tinta se han derramado
buscando el non plus ultra de la interpretación adecuada, creyendo que
es posible «comprender» lo que fluye a través del decir poético. En todo
caso, se trata de una ardua y nunca resuelta negociación entre lo que fluye
más allá de todo decir y lo que se abre a las querellas interpretativas, lo
que es del orden irreductible del habla poética y aquello otro que remite,
como en el caso de Celan, al acontecimiento histórico, a aquello que no
se disuelve en el misterio de las palabras sino que se confronta con la
materialidad del sufrimiento.
Nelly S achs, un alma frágil que había atravesado una prueba durísima,
no estaba en condiciones de seguir por la senda que le señalaba su amigo ;
no lo podía hacer, ya que su consecuencia hubiera sido el extravío defi­
nitivo o el suicidio. Ella necesitaba sentirse cobijada en esa tradición que
no había sido tocada supuestamente por el acontecimiento ; quería seguir
respirando el aire puro de Holderlin y Trakl, se afanaba por rescatar la
lengua de la caída en el mal, por devolverla a su horizonte poético, por
salvarla. Celan, en cambio, huía de ese gesto reconciliador porque veía en
él una traición a la memoria de los muertos, una claudicación intolerable
frente a una lengua que había desplegado la violencia exterminadora.
Lo 'que Bollack plantea, siguiendo a Celan, es, en un sentido amplio y
decisivo, qué tipo de relación establecemos con una tradición que, por
distintos caminos, desembocó en el acontecimiento que puso en entredicho
a esa misma tradición. Sin intenciones reparadoras, la poesía de Celan se
sumerge de lleno en una lengua contaminada no con ánimo de reencon­
trar su esencia perdida, su plenitud extraviada en la noche criminal, sino
como una puesta en evidencia de sus claudicaciones, de la persistencia de
una mancha indeleble, de la fractura que no suelda. Por eso su poesía es
expresión de un desgarramiento radical, de la desolación de la lengua, del
límite extremo del decir, de las laberínticas sendas que sigue la memoria
cuando sale a la busca de lo que se olvida continuamente. Así como el

107
L O S H E R M E N E U T AS D E L A N O C H �

judío es, para Celan, e l habitante del margen, el extranjero, el anarquista,


la poesía, su poesía, constituye un parapeto crítico, descentrante, frente a
los intentos por volverla sanadora de un mal incurable.

En otra parte del libro, y en polémica con la interpretación que el germa­


nista Albrecht Schone hizo del poema sobre el Maharal de Praga, Bollack
retoma las diferencias con Nelly Sachs : «Usted dice que Dios nunca ha
'hablado con estertores de cólera', como el poema 'Zúrich, Hostal de la
Cigüeña'. Quizás la cuestión no se plantea en términos semejantes. Nb se
trata del Dios 'judeocristiano' (que Celan no lleva en su corazón), sino del
Dios de Nelly Sachs. En las notas relativas a la discusión sobre la fe, que
usted cita, se encuentra el giro (presente en el poema) 'sobre tu Dios' -(' [La
charla giró] sobre tu Dios'). Se trataba sin duda alguna del Dios judío;
pero este Dios, para Celan, no era suficientemente judío. El 'tu Dios', en
el poema, designa, pues, el Dios judío tal como Nelly Sachs lo entendía
(el posesivo 'tu' está cargado de sentido ; el 'yo', tres veces presente -en
la continuación de la frase- se separa de aquél con fuerza). El consuelo,
la reconciliación que Nelly Sachs creía poder encontrar en su Dios eran
sospechosos a los ojos de Celan, verdadero judío del este. De adherirse,
sería al Dios vengador, y al 'ojo por ojo', como único medio que le daría
el derecho de mirar de frente el acontecimiento intolerable. ,
»La palabra del 'corazón' está 'rodeada de estertores' (umrochelt), ase­
diada por todos los asesinados que claman justicia. Tal es la espe¡ranza de
Celan, que se funda, pues, en la justicia que se le tiene que hacer al pasado,
y que él opone al deseo de reconciliación de su interlocutora; el poeta está
enteramente vuelto hacia la venganza a la que se ha consagrado: diente por
diente -sin remisión-» (p. 1 1 8 ) . Esa «justicia que se le tiene que hacer al
pasado» vincula al poeta con Walter Benjamin, en el sentido de la figura de
la redención de aquellos que sufrieron, en sus cuerpos, la violencia de los
dominadores. Celan no tiene ojos para el futuro, no cree en la lógica del
olvido como forma de reparar unas heridas que impiden abrir el camino
de la reconciliación. Él hubiera rechazado los discursos que en nombre de
un futuro mejor se desentienden de las deudas del pasado, que prefieren
«olvidar» a los muertos en beneficio de los vivos; o que cuando apelan a
la memoria del sufrimiento sólo lo hacen con intencionalidad de rentista,
es decir, como un modo de aprovecharse de ese acontecimiento a la hora
de justificar sus propias acciones.
C elan y Benjamín comparten una misma sensibilidad frente al pa­
sado, pero no en la perspectiva de una cristalización muda, definitiva,
intocable y sacralizada; para ambos el pasado atraviesa el presente, está
en su interior y es actualizado por las apropiaciones y los borramientos
que el hoy realiza permanentemente con lo acontecido. El pasado ha-

108
P A U L C E LA N Y LA B A R BA R I E D E LA L E N G U A

bita espectralmente un tiempo que ha elegido el tranquilo camino del


museo o de las efemérides vaciadas de contenido y de actualidad, como
pura monumentalización de una memoria que ha sido desprendida de
sus múltiples lazos, abiertos y secretos, con el presente. Celan escribe
afincado en la memoria, en sus desgarramientos, en sus imposibilidades,
en el interior de un dolor que no cesa y que se ha vuelto irreparable.
Benjamin también pensaba que la tarea genuina del historiador materia­
lista, esa extraña criatura que supo encarnar contra los dogmatismos de
la propia tradición marxista, era convocar en el presente la memoria de
los vencidos. Sin garantías.
Siguiendo el hilo de la argumentación de Bollack, aquel que nos lleva
directamente a enjuiciar la tradición alemana, a ponerla delante del aconte­
cimiento, también nos encontramos con los reparos expresados por Celan
respecto a Benj amin; reparos que se pusieron de manifiesto en un poema
dedicado a este último.
Port Bou - ¿A/emdn ?

Derriba con flecha el yelmo mágico, el


casco de acero.

Nibelungos
de izquierdas, nibelungos
de derechas :
renanizados, refinados,
un descombro

Benjamin
os nonea para siempre,
él dice que sí.

Una semejante eternez, también


como Bauhaus B :
no.

Ningún demasiado-tarde,
una secreta
apertura6•

En, el registro en que se desenvuelve la lectura que hace Bollack de la


poesía de Celan es una estación importante el poema dedicado a Benja­
min, ya que en él nos reencontramos con el motivo central de la profunda
desconfianza celaniana respecto de la tradición alemana, incluso cuando
se trata de dejar testimonio poético de un pensador tan próximo como
Benjamin que murió tratando de huir de la ratonera europea. Esa descon­
fiap.za se manifiesta en el rechazo de un texto en el que Benjamin reseñó un

6. Traducción tomada de J. Bollack, op. cit. , p. 1 5 5 .

1 09
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

libro de Max Kommerell -Der Dichter als Führer in der deutschen Klassik.
Klopstock, Herder, Goethe, Schiller, ]ean Paul, Holder/in (Berlíp., 1 928)-,
el más brillante crítico emanado del círculo de George aunque después
rompería con él. El artículo de Benjamin es de 1 9 3 0 y se titula «Contra
una obra maestra», en el que no deja de hacer un reconocimiento a la
sagacidad crítica de Kommerell y a su manejo de la lengua alemana. Cito
lo que destaca Bollack: «Celan resalta el único aspecto crítico que tiene el
ensayo de Benjamin, para poner al descubierto toda su ambigüedad. Ben­
j amin tenía que asumir, con toda responsabilidad, las posiciones que había
tomado. No se había protegido de las utilizaciones posteriores -las que
se podían leer, p or ejemplo, hacia 1 9 6 8-, menos abusivas de' lo que 1 uno
cree» (p. 1 5 6) . Este es un punto central en la argumentación de Bollack , la
responsabilidad histórica que se guarda en aquellos autores de la tradición
alemana que no pudieron eludir el desenlace nazi, no porque lo hayan sido
(sería absurdo decir esto de Holderlin o de Benjamin, y no sólo porque
el primero vivió un siglo antes y el segundo fue ün judío alemán) , sino
porque sus escriturasj aunque desde distintas perspectivas y to.cand ó dife­
rentes fibras de esa tradición, contribuyeron a alimentar las condiciones
de posibilidad de la catástrofe (algo de este argumento se encuentra en el
ensayo en que Derrida se dedica a deconstruir el texto de Benjamin «Para
una crítica de la violencia») . Bollack dice que Benjamin «permitió» ciertas
interpretaciones que no fueron abusivas y que llevaron a Celan a sospechar
también de él. «El 'manifiesto' de Kommerell ya no tenía ni su lugar ni
su hora, decía Benjamin, había llegado 'demasiado tarde' ; por lo tanto,
consideraba que no era en sí imposible y que podía tener su fuerza en otras
circunstancias, y no estaba dispuesto a reconocer -como seguramente Ce­
lan sí lo estaba- que la celebración de todos los grandes modelos clásicos
de la literatura contribuía positivamente a la preparación del desastre. Para
Benjamin, la catástrofe que iba creciendo hacía que esta celebración fuera
simplemente anacrónica, ya que se había vi �to superada por el espíritu del
mal que se tenía que perseguir primero, antes que el mensaje salvífica de la
tradición pudiera verse realizado. Esta construcción mística, que apoyaba,
como lo hacía a menudo, una filosofía de la historia en la cual el aconte­
cimiento se intercalaba entre el Apocalipsis y la salvación, le pareció tan
intolerable a Celan que enseguida reaccionó con una invectiva [ . . . ] . Celan
le reprocha a Benjamin haber abrazado uná germanidad que, como judío
perseguido, tendría que haber sabido identificar y combatir, en lugar de
hacerse el redentor mesiánico de una represión esencial» (pp. 1 5 6 - 1 5 7) .
Bollack destaca que Celan escribió el poema el mismo día en que leyó al­
gunas páginas de Benjamin, el 19 de julio de 1 9 6 8 .
U n fragmento d e l a reseña benjaminiana e s particularmente emblemá­
tico y encontrará su respuesta en la primera estrofa del poema de Celan :
«Esta tierra no puede volver a ser Alemania si antes no se purifica, no
en nombre de Alemania, y mucho menos de una Alemania secreta, que
finalmente no es sino el arsenal de la oficial, en la cual el yelmo mágico

1 10
PAU L C E LA N Y LA BA R B A R I E D E LA L E N G U A

está colgado al lado del casco de acero» (p. 1 5 8 de Bollack) . Celan, dice
su intérprete, se enfureció contra lo que consideraba una apología de la
tradición alemana en la que se borra la responsabilidad de los poetas. «Los
antisemitas de izquierda preferían hablar de monopolios capitalistas y del
movimiento universal del fascismo antes que hablar de la violencia nazi y
de la persecución de los judíos (estrofa 2) [ . . . ) . El nombre de la epopeya
germánica, El cantar de los Nibelungos, fundadora y guardiana de las cerra­
zones y las hegemonías, reconstituye, contra todas las construcciones mar­
xistas o teológicas, la lógica cultural de una continuidad nacional» (p. 1 5 8 ) .
Bollack remite a u n poema póstumo d e Celan, «Mutter, Mutter», del) 1 de
enero de 1 9 65 : «Escribiendo, ellos te / ponen ante los cuchillos / [ . . . ], los
nibelungoizquierdosos [ . . . ] » {p. 1 5 9 ) . Bollack destaca que Celan le advirtió
contra los antisemitas de izquierda. En nuestra actualidad es éste un tema
no menor que subyace a ciertos posicionamientos de la izquierda ante
el conflicto de Medio Oriente (el profundo recelo de Celan ante lo que él
consideraba la continuidad del fondo antisemita de la Alemania de Aden­
auer, regresa, aunque con otras características, en nuestros días) .
Regreso sobre el eje de la argumentación de Bollack: la purificación
es impÓsible, no es posible sustraerse al daño, de la misma manera que el
poema de Holderlin sobre el Rin no alcanza para «salvar» el compromiso
del idioma alemán con el nazismo que nunca dejó de utilizar esos símbolos
de la pureza espiritual germánica, esa que incluso Celan ve reaparecer en el
ensayo de Benjamin sobre Kommerell. Tal vez la diferencia, el diferendo,
enti-e dos espíritus por otra parte muy próximos tenga que ver con las
distintas circunstancias históricas. El texto de Benjamin, ya se señaló, es
de 1 9 3 0, año en el que si bien el peligro nazi estaba allí, acechante, su real
envergadura todavía no podía ser reconocida, al menos no con la amplitud
de miras que da lo acontecido, la visión retrospectiva suele permitirse cier­
tos lujos que la experiencia contemporánea al suceso no alcanza. «La crítica
de Benjamin -escribe Bollack- tan sólo era aparente: no analizaba en sí
mismas las mentalidades que arrastraban a Alemania a la violencia, ni tam­
poco las relacionaba con sus orígenes; de hecho, su crítica las entronizaba
de nuevo» {p. 1 60). Incluso Bollack dice que Benjamin no vio el horror
que se escondía en las interpretaciones que de Goethe habían hecho Kom­
me�ell y Gundolf, el otro crítico importante del círculo de Stefan George.
En relación al segundo esto no es cierto : Benjamin despreciaba a Gundolf
y elaboró una crítica dura, sistemática y punzante contra su canónica in­
terpretación de Goethe (en el mismo sentido en que también rechazaba
el Kafka construido por Max Brod, un Kafka espiritualizado que poco o
nada tenía que ver con el autor de El proceso) . Es más que significativa, en
este sentido, la crítica destemplada que Benjamin le dirigió a Martin Buber,
acusándolo de cómplice de los nazis allí donde destacaba la presencia, en
el autor de Yo y Tú, del concepto de Erlebnis como núcleo de su apología
de la identidad y de la experiencia vivencia!. En la correspondencia con
Gershom Scholem vemos de qué modo Benjamin desprecia a Buber y como

111
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

su amigo intenta suavizar las críticas7• Probablemente Celan no alcanzó


a leer- estas cartas que le hubieran simpatizado, allí donde hubiera descu­
bierto una estrecha empatía entre su punto de vista y el de Benjamin. De
todos modos, son problemáticas, siguiendo la argumentación de Bollack,
las afinidades electivas que Benjamin estableció con hombres de la derecha
alemana tan significativos como el ya mencionado Kommerell (que le va­
lió una carta de reproche de Adorno), o más urticante su admiración por
ciertos tramos de la obra de Ludwig Klages y por Carl Schmitt a quien le
envió un ejemplar dedicado de su Origen del drama barroco, alemdn. Sigo
insistiendo en que la posicionalidad histórica no es algo irrelevante, en la
medida en que confiere una perspectiva muy diferente según el lugar1y el
momento de la escritura. En 1 9 6 8 , Celan sentía la necesidad imperios k de
denunciar la falta de memoria, la complicidad, la búsqueda de purifica,ción
de la tradición saltándose el acontecimiento.
r ns pertinente preguntarse por qué Celan desistió de publicar el- poe­
ma sobre Benjamin ? Toda la argumentación de Bollack se dirige hacia el
crescendo final: al morir en Port Bou «Benjamin llevaba consigq lo péor de
las Alemanias» (p. 1 65 ) . ¿Pero el hecho de que Celan no lo haya incluido
en Parte de nieve no nos está diciendo algo s,i.gnificativo ? Tiendo a pensar
que la interpretación de Bollack se nutre de su propio rechazo a Benjamin
y, en un aspecto más amplio, a la tradición frankfurtiana; y esto indepen­
dientemente de las connotaciones críticas, y hasta desoladas, que guarda
el poema de Celan. En el juego libre de las interpretaciones creería que
la decisión celaniana de excluirlo remite a su intensa y peculiar relación
con la obra y la vida de Benjamin, una relación que no podía concluir en
ese rechazo tan absoluto que parece emerger de las estrofas del poema y
que convierte al berlinés en un «nibelungo de izquierda», es decir, en un
cómplice del exterminio (ése será el camino seguido, ya lo marqué, por
Derrida en su «Nombre de pila de Benjamín»).

7 . E l rigor crítico filológico d e Bollack n o s e extiende a l análisis más profundo del pensa­
miento de Benjamin, que precisamente en relación a Martin Buber escribió lo siguiente : « (esas)
citas caracterizan con una precisión para la que yo mismo nunca he querido obtener los elementos
necesarios el objeto de mi antigua e insuperable desconfianza hacia ese hombre (se refiere a Bu­
ber). Es deplqrable que los esfuerzos de Schocken se dirijan a ayudar a este hombre que ha podido
trasladar íntegramente la terminología del nacionalsocialismo al debate de las cuestiones judías•
(W, Benjamin y G. Scholem, Correspondencia [1933-1 940], carta del 18 de octubre de 1 9 3 6).
Seguramente que estas reflexiones críticas de Benjamin respecto al fondo vitalista de la filosofía
buberiana, que para él termina incorporando categorías nazis a su análisis del judaísmo, reduce
ostensiblemente la interpretación un tanto sesgada de Bollack, o, tal vez, destacan lo complejo que
es penetrar en el cuadro de una época desde lo ya sabido, proyectando hacia atrás aquello que no
podía ser visualizado por el contemporáneo, ya no del acontecimiento, sino de las preparaciones
previas que hicieron posible su despliegue. Hay en Bollack una cierta semejanza a lo planteado por
Georg Lukács en su famoso libro El asalto a la razón, en el que hace trizas la mayor parte de la
tradición filosófica alemana desde el Romanticismo hasta las filosofías de la vida (incluyendo en su
tachadura descarnada a Max Weber y a George Símmel, entre otros pensadores del «irracionalismo»
protofascista). Creo, en este sentido, que es necesario matizar la interpretación de Bollack sin, por
eso, eludir las oscuras relaciones que él, siguiendo a Celan, va descubriendo con el nazismo.

1 12
P A U L C E LA N Y LA B A R BA R I E D E LA L E N G U A

Insisto e n destacar que la perspectiva histórica ofrece una atalaya desde


la que se miran los acontecimientos del pasado teniendo como fondo sus
consecuencias. El gesto retrospectivo encierra, siempre, algo de caprichoso
y de injusto, allí donde supone un punto de mira privilegiado. En este sen­
tido, la poesía de Paul Celan debe ser leída desde esa presencia absoluta de
una catástrofe que no puede sino contaminar la propia lengua y la propia
tradición en la que ese acontecimiento fue posible. Pero -y esto más allá
de las interpretaciones de Bollack- Celan lucha contra lo que en el idio­
ma remite al daño, pero no lo hace para redimir la lengua, para rescatar
el idioma de Goethe, sino para ponerlo en espejo con el horror que se
produjo en él y con él, como lengua que desembocó, casi sin resistencias,
en el nacionalsocialismo. Y será teniendo esa perspectiva que también
dirigirá sus dardos críticos, su palabra vengadora, contra los «nibelungos
de izquierda», aqúellos que permanecieron ciegos ante la carga destructiva
que se guardaba en la tradición alemana. Su escritura denuncia la persisten­
cia, entre nosotros, del mal, y lo hace despojando a la lengua de cualquier
alternativa salvífica que logre reinstaurar, en ella, una pureza perdida en
los campos de exterminio. Celan, su lectura hoy, nos conduce por un lado
al fondo abismal del idioma, a la crudeza de la palabra poética enfrentada
a su propio abismo, y, por el otro lado, nos recuerda que la barbarie anida
en la propia civilización, esa que prefiere olvidar sus responsabilidades en
la continuidad de los crímenes que se siguen cometiendo en su nombre.

«Pensar (denken) y agradecer (danken) son en nuestra lengua alemana


palabras de un mismo origen. Quien sigue su sentido entra en el campo
de significación de gedanken, 'pensar en, recordar', eingedenk sein, 'recor­
dar ', Andenken, 'recuerdos', Andacht, 'meditación, recogimiento, oración' .
Permítanme expresarles m i agradecimiento e n este sentido.
»'El paisaje del que yo vengo -ipor cuántos rodeos! ¿pero existen aca­
so Jos rodeos ?-, el paisaje del que yo vengo hasta ustedes debe de serles,
a l� mayoría, desconocido. Es el paisaj e en el que vivía una parte no poco
importante de aquellas historias jasídicas que Martin Buber nos ha vuelto
a contar en alemán. Era -si se me permite completar este apunte topo­
gráfico, con algo que surge ahora ante mis ojos desde muy lej os- era un
lugar en el que vivían hombres y libros»8• Así comienza Celan su discurso
al recibir el premio de la ciudad de Bremen; lo hace estableciendo una
inequívoca relación entre «pensar», «agradecer» y «recordar»; y será desde
y a través de esa relación que se guarda en la lengua que les recordará a sus
oyentes que el núcleo de su poesía se corresponde con la cue � tión insos-

8. P. Celan, •Discurso con motivo de la concesión del Premio de literatura de la ciudad libre
hanseática de Bremen», en op. cit. , p . 497.

1 13
LOS HERMEN EUTAS D E LA NOCHE

layable de la memoria, pero n o de cualquier memoria que simplemente


dirige su mirada al pasado con cierto aire de nostalgia, como buscando
algo perdido; no, el recordar significa perseguir, hacia atrás, pero para
traer al presente, lo aniquilado, las cenizas de aquellos que fueron asesi­
nados. Celan, el poeta judío, les recuerda a sus oyentes que la lengua en
la que él y ellos se expresan está contaminada, pero también les dice que
su judaísmo se sostiene en el acto impostergable del recordar, en ese hacer
memoria que se guarda, también y fundamentalmente, en los recovecos
de una lengua que ha sabido entremezclar tantas cosas, p ero que también
·

ha sido atravesada por el mal absoluto.


Celan nos recuerda que el judaísmo, como también lo sostenía Benja­
min, se asemeja al «Ángel de la historia», allí donde tiene su mirada p desta
en las desoladoras ruinas que se levantan detrás suyo como manifesta,c�ón
de una historia que permanece irredenta. Pero es también la certeza del
entrelazamiento de pasado y presente, la apuesta por la reparación, en la
memoria, de los dañados por esa misma historia. Siguiendo este hilo que
nos une débilmente con el ayer, es que Celan dirá lo siguiente, uria vez
que dejó constancia de la necesidad imperiosa del «recordar» : «Accesible,
próxima y no perdida permaneció, en medip de todas las pérdidas, sólo
una cosa: la lengua.
»Sí, la lengua no se perdió a pesar de todo. Pero tuvo que pasar enton­
ces a través de la propia falta de respuesta, a través de un terrible enmude­
cimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero.
Pasó a través y no tuvo palabras para lo que sucedió; pero pasó a través
de lo sucedido. Pasó a través y pudo volver a la luz del día, 'enriquecida'
por todo ello»9• Nada permanece igual, el acontecimiento ha modificado
irreversiblemente lengu·a y memoria, historia y redención. Y aunque lo
único que permaneció, más allá de todas las pérdidas, es la lengua, esa
permanencia no la salva, no la convierte en inocente ni su continuidad sig­
nifica su depuración de los horrores que se vehiculizaron a través suyo. El
desamparo es el lugar en el que se ubica la memoria, un desamparo que, sin
embargo, aunque esté «herido de realidad» sigue «buscando realidad».
La sombría perspectiva en la que se instala el decir poético de Celan
tal vez constituya una suerte de metáfora del judaísmo contemporáneo allí
donde éste, en sus múltiples y diversas expresiones, ha quedado dislocado
de ese pasado aniquilado por la Shoá; allí donde la aniquilación de los
«hombres y de los libros» resulta irremontable, un vaciamiento de la rea­
lidad que atraviesa cuerpos y lengua, pasado y presente dejando a nuestro
alrededor la sombra de lo abismal. Auschwitz es para Celan no sólo la ma­
nifestación del núcleo homicida que se guardaba en la cultura y la lengua
alemana; es, también, la cruda expresión de un Dios responsable, no de
un Dios ausente, con lo que las religiones abrahámicas han sido tocadas a

9. Ibid. , pp. 497-498 .

1 14
P A U L C E LA N Y LA BARBA R I E D E LA L E N G U A

fondo por e l acontecimiento. El judaísmo se ha convertido, para él, ya no


en testimonio de la revelación del Sinaí sino en el verdadero imperativo
de nuestra época: recordar, hacerle justicia a los muertos.
Ese extraño gesto a través del cual el ángel de la historia mira descon­
solado el pasado constituye, sin embargo, la apuesta no sólo de Paul Celan,
su recurrente insistencia poética en sostener la memoria de los asesinados,
sino que define la contemporaneidad de lo judío, su lugar equívoco en una
época del mundo en la que el presente se lo devora todo y, de vez en cuan­
do, le deja algunas migajas a un futuro pauperizado de ideales y utopías. El
judaísmo de Celan, y el que quisiera vindicar aquí, en estas páginas, no tiene
vuelta la mirada hacia el pasado para dejar testimonio de lo clausurado de
una vez y para siempre, ni tampoco se inclina hacia una nostalgia pasiva que
sólo llora lo que ya nunca ha de regresar. Se trata de otra cosa; es, sostengo,
una politización de la memoria que opera como crítica radical del orden de
las cosas, tanto del que hizo posible el sufrimiento como del que se perpetúa
en las injusticias actuales. El judaísmo de Celan es, entonces, sospecha y
malestar, incomodidad, ruptura, desagregación de lo aceptado, persisten­
cia de lo dañado que imposibilita el olvido. Pero es también, y más allá de
algunas voces que hoy se levantan desde ciertas tradiciones progresistas, el
recuerdo, persistente, de una anomalía, de eso que permanece siempre en el
margen e inaceptado por las gramáticas de la dominación que, muchas ve­
ces, también asumen la forma de los «nibelungoizquierdosos», de aquellos
que movilizan recursos de un visceral antisemitismo a la hora de justificar su
opción antiimperialista y revolucionaria, allí donde dicen hablar el lenguaje
d e los pueblos oprimidos y tejen sus alianzas discursivas con aquellos que
vuelven a utilizar palabras aniquiladoras a la hora de hablar de los judíos,
aunque aparentemente sólo se refieran al Estado de Israel.
Ese estar a la intemperie, desacomodado, anárquico, constituye el
imposible judaísmo de Celan; imposible en un tiempo en el que lo que
parece imponerse es la «razón de Estado», el derecho discrecional al uso
de la violencia contra los enemigos, produciendo una verdadera mutila­
ción del fondo ético de una tradición que supo expresar en su deriva por
Occidente ese lugar irreductible del otro, de quien no es portador de una
legitimidad política sino que se sostiene en la proclama siempre amena­
zad� de la «paz mesiánica» como la llamaba Levinas para diferenciarla de
la política éntendida como guerra. Tal vez por eso su tiempo ha quedado
a sus espaldas, del mismo modo que su presencia siempre nos devuelve
un cierto giro anacrónico, fuera de época, como dando testimonio de lo
inevitablemente olvidado por los discursos hegemónicos. Voz de la resis­
tencia, del recuerdo de la injusticia que se sigue cometiendo aquí, ahora y
en todas partes. Sueño, tal vez irrealizable, de un instante único en el que
los escombros del pasado, las múltiples voces del sufrimiento se entrelacen
con las de la justicia. En la poesía desgarrada de Paul Celari persiste esa
matriz redencional que sabe, sin embargo, que sus promesas perma1,1ecen
incumplidas. . . ¿ para siempre ?

1 15
GERSHOM SCHOLEM Y LA PROFANACI Ó N DE LA LENGUA

« Llegará un día en que la lengua


se volverá contra los que la hablan».
Gershom Scholem

A finales de 1926, Gershom Scholem escribió un breve texto en homenaj e


a los cuarenta años d e Franz Rosenzweig como parte d e u n libro que pre­
pararon Martín Buber y Ernest Simon1 ; texto sorprendente de un joven
que llevaba casi tres años viviendo en Jerusalén y en el que expresaba, de
un modo profundo y doloroso, sus incertidumbres respecto al futuro del
sionismo. Pero, y este detalle no deja de tener su importancia, Scholem
no se lo dedica a cualquier persona, su interlocutor es un hombre con el
que ha discutido agriamente y del que se ha distanciado precisamente por
causa de una disidencia central . respecto al sionismo y su relación con el
judaísmo. Franz Rosenzweig riunca ocultó su rechazo al movimiento idea­
do por Theodor Herzl, rechazo que se fundaba en lo que él consideraba
una derivación secularizadora de la tradición hebrea, una pérdida de su
aspecto religioso �n favor de un discurso político que acabaría llevando al
pueblo judío hacia su «normalización» moderna y secular.
Para el autor de La estrella de la redención era necesario seguir bata­
llando dentro de Alemania por un renacer judío y no creía que la alter­
nativ'1 sostenida por el sionismo pudiera compensar el debilitamiento de
una ttadición que estaba atravesando la difícil prueba de la adaptación a
una modernidad que parecía destituir toda alternativa viable al proceso de
secularización.' Scholem discutió acaloradamente esas ideas de Rosenzweig
y, poco antes de instalarse definitivamente en Palestina, tuvieron una fuerte
disputa que amargó la continuidad de sus relaciones. Scholem recordaría
años después que de haber sabido que a Rosenzweig ya lo aquejaban las

1. El texto al que hago referencia fue publicado por primera vez en 1 9 8 5 en Archives de
sciences sociales des religions (núms. 60-6 1 , pp. 8 3 -84), reproducido por St. Moses en El ángel de
la historia, Universitat de Valencia, Valencia, 1 997, pp. 203-205.

117
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

primeras señales de la enfermedad que acabaría por postrado durante los


últimos siete años de su vida, paralítico y sin poder hablar, jamás hubiera
permitido que su última conversación se deslizara hacia el terreno de la
más absoluta de las disidencias. Quizás por eso no resulte del todo sor­
prendente que tres años después le remita desde Jerusalén un texto en el
que expresa una profunda amargura respecto a sus ideales sionistas y al
destino de los judíos en Palestina. El título del ensayo que nunca se publi­
có en vida de Scholem es por demás elocuente : «A propósito de nuestra
lengua. Una confesión. Para Franz Rosenzweig, con ocasión del 26 de
diciembre de 1 926».
«Una confesión» destinada a revisar su experiencia en Palesti�a to­
cando una cuestión central tanto para Scholem como para Rosenzweig:
la lengua y, particularmente, el hebreo. «Ese país es como un volcán . en el
que hierve el lenguaje», así comienza el ensayo en el que se dedicará con
rara intensidad a analizar las consecuencias que ya parecen vislumbrarse
como producto de la «actualización» de la lengua hebrea, de su pas.aje de
lo sagrado a lo profano. Scholem se siente literalmente horrorizado frente
a una experiencia cotidiana que lo confronta con el uso trivial de palabras
cuya significación originaria estaba arraigada en la poderosa y misteriosa
presencia-ausencia del Verbo Divino, de esa escritura transmitida a Moi­
sés en el monte Sinaí y que sería guardada en los infinitos meandros de
la Torah.
Es «imposible -sostiene con fervor- vaciar su carga de palabras lle­
nas de sentido, a menos que se sacrifique el propio lenguaje». Sacrificio
del lenguaje que a sus ojos será llevado adelante, cada vez con , mayor
intensidad y de un modo que parece inexorable, por esa experiencia de
secularización radical que representa, en el interior de la saga de Israel,
el movimiento sionista y que, a ojos de Scholem, supone poner en riesgo
la morada del pueblo judío, una morada construida pacientemente y a lo
largo del tiempo con ladrillos hechos de palabras forjadas, en la hondura
de los orígenes, por el verbo de Dios. Palabras sacrificadas en el altar de la
comunicación profana, despotencializadas de su antigua significación pero
que ocultan, entre sus pliegues, aquello que, tarde o temprano, volverá a
aparecer para lanzar destellos enceguecedores. «Esta lengua sagrada con
la que alimentamos a nuestros hij os, se pregunta Scholem, foo constituye
un abismo que no dejará de abrirse algún día ? » . Un «abismo» que quizás
lance a los judíos hacia la total oscuridad de la barbarie en la medida en que
el lenguaje profanado estallará en medio de inauditas catástrofes nacidas
precisamente de haberlo despojado de sus fulgores originarios. Porque el
fondo sagrado de la lengua permanece más allá de su profanación escon­
diendo potencialidades desconocidas e insospechadas que, en el devenir
de los tiempos, pueden volverse una amenaza.
Scholem tiene conciencia de este elemento corrosivo de la lengua,
intuye que su fuerte carga sagrada puede volverse contra sus hablantes
o ser desviada hacia un uso espurio y contaminante. «Este idioma está

118
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O F A N A C I Ó N D E LA L E N G U A

preñado de catástrofes futuras» anunciadas por su conversión en lengua


coloquial y no «puede quedarse como hasta ahora. En realidad, son nues­
tros hijos -continúa Scholem-, ellos que ya no conocen otro idioma,
ellos y sólo ellos, los que deberán pagar el precio de este encuentro que
les hemos preparado, sin habérselo preguntado, sin habérnoslo pregunta­
do a nosotros mismos. Llegará un día en que la lengua se volverá contra
los que la hablan». ¿ puede finalmente una lengua que ha vivido durante
milenios en contacto con lo sagrado abismarse en la nada de sentido hasta
volverse insípida? ; ¿ qué consecuencias para sus hablantes traerá apareja­
do ese vaciamiento del idioma ? ; ¿ qué nos está queriendo decir Gershom
Scholem cuando, siguiendo una vena profética, anuncia que la lengua se
«volverá contra los que la hablan» ? Quizás nos esté hablando de un tiempo
caracterizado por la banalidad y el ahuecamiento, tiempo de extravío y de
sinsentido en el que los hombres, olvidados de la potencia de su lengua,
de su antiguo contacto con lo verdadero, acaben pronunciando palabras
amorfas y vacías, prisioneros de un idioma sin espesor y puramente ins­
trumental. Scholem comprende que el discurso y la práctica sionista han
transformado al hebreo, han deshecho su dimensión simbólica, «tal y como
aparece en los textos sagrados», en «beneficio de un uso puramente utili­
tario de la lengua»2•
La lengua, al devenir instrumento de comunicación, al privilegiar su
dimensión utilitaria por sobre la simbólica, al deslizarse hacia lo secular y
hacia el dominio de lo instrumental, piensa Scholem en 1 926 y siguiendo
las ideas planteadas por su amigo Walter Benjamin en dos ensayos funda­
mentales : «Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres» y
«La tarea del traductor»3, descompone la esencia del hebreo pensado como
lengua sagrada, como h1,1ella que conduce, hacia atrás, hacia el tiempo sin
tiempo de los orígenes, territorio de la armonía de palabra y mundo. El
hebreo representa un destello de esa lengua perdida y su profanación por
el proyecto secularizador del sionismo significa quebrar esa presencia de lo
ausente que todavía brillaba aunque con una intensidad cada vez menor en
una lengua protegida de la historia mundana por el peculiar destino histó­
rico, de los judíos. Lengua guardada en los aposentos de estudio, recogida
en l¡¡.s páginas de textos pacientemente discutidos á lo largo del itinerario
diaspórico de un pueblo que al perder su territorio se refugió en los labe­
rínticos pasadizos del Libi:o; geografía trazada por palabras, recipiente de
la lengua de la revelación que se vuelve hogar en medio de la dispersión.
Scholem ve cómo el retorno a la Tierra de los ancestros pone en peligro
la lengua del pueblo y compromete su profundo y misterioso sentido como

2. St. Moses, El ángel de la historia, cit. , p . 2 1 5 .


3 . David Biale, que h a escrito u n excelente libro sobre Gershom Scholem, s e detuvo a
analizar la influencia de Walter Benjamin particularmente en relación con la teoría del lenguaje
(Gershom Scholem. Kabbalah and counter-history, Harvard University Press, Cambridge, Mass.­
London, 1 979, pp. 1 0 3 - 1 0 8 ) .

1 19
LOS H E R M E N E U TAS O E LA N O C H E

lenguaje del exilio de Dios en e l mundo de los hombres. Porque Scholem,


como antes Benjamin, sabe que nuestra lengua ha sido despojada, después
de Babel, del don de la correspondencia para convertirse en mera charla­
tanería; pero también sabe que el «lenguaje es nombre. En el nombre está
sepultada la potencia del lenguaje, en él está sellado el abismo que encie­
rra». Somos hablantes de una lengua que nos oculta su abismo, que se ha
metamorfoseado y que traza dibujos laberínticos que confunden nuestra
orientación. Pero los <<nombres» están allí, «rondan por nuestras frases», se
deslizan subrepticiamente entre nuestros torpes intentos por remitirnos al
sentido extraviado y nos recuerdan que, aunque solapada y oscuramente,
Dios habita en su fondo. Y es en el hebreo, «en este idioma envilecido "( es­
pectral», donde, afirma Scholem en su «confesión», «la fuerza de lo sagrado
parece hablarnos a menudo. Porque los nombres tienen vida propia. S� no
la tuvieran, i ay de nuestros hijos, que quedarían librados sin .esperanza a
un futuro vacío ! » . Perdido el sentido de lo sagrado, vulgarizada la lengua
y convertida en mero instrumento de comunicación, lo que aparece es
el vacío de la insignificancia, la mudez de un habla que se mueve por un
mundo oscurecido y carente de Gracia. La secularización del hebreo su­
pone, intuye con claridad el joven Scholem, la pérdida de la última lengua
que todavía nos mantenía en contacto con la esencia de lo divino, con un
principio de trascendencia capaz de sortear el reinado de una inmanencia
profanadora de Dios, del mundo y de los propios hombres. Descomposi­
ción, también, del fondo mesiánico que se esconde en las palabras y relati­
vización del sentido que es atrapado en un tiempo donde lo insustancial se
convierte en rector de la comunicación entre los seres humanos. «Llegará
un día en que la lengua se volverá contra los que la hablan». Para nosotros,
a final de siglo, ese día ha llegado y lo que acontece en Israel no hace más
que cumplir la profecía de Scholem.

¿Pero por qué esto es así?, ¿qué tiene de peculiar la lengua hebrea que nos
confronta al problema siempre misterioso del lenguaje y de sus orígenes ?
Scholem, que y a h a hecho e n aquellos años una clara opción intelectual y
académica por los estudios cabalísticos, esboza una respuesta: «Entre las
palabras hebreas, todas las que no son neologismos, todas las que se han
tomado del tesoro de 'nuestra maravillosa y antigua lengua' estdn cargadas
de sentido hasta estallar». Aquí encontramos la clave, ¿qué puede ocurrir con
una lengua como el hebreo, henchida de potencia y de sentido, cuando
es transmutada en lenguaje secular ? ; facaso, se pregunta el estudioso de
la C ábala, no somos contemporáneos inconscientes del deterioro final
de la última lengua sagrada? ; ¿podía haberse planteado otra alternativa? ;
¿dónde queda l a tradición cuando e s sepultada su lengua? «Una generación
como la nuestra -le escribe Scholem a Rosenzweig-, que asume la parte

1 20
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O F A N A C I Ó N D E LA L E N G U A

más fértil de nuestra tradición, quiero decir, su idioma, no podrá -aunque


lo desee ardientemente- vivir sin tradición»4• ¿ cómo no leer este texto de
Scholem como una gran metáfora de la modernidad y del proceso irrever­
sible de secularización del mundo, de los hombres y de la lengua? ; ¿cómo
no asociar estas reflexiones con el problema del mal ? La lengua convertida
en charla vacía, en instrumento de dominación, se vuelve figura del mal allí
donde se ha perdido su sentido esencial, su compromiso con la verdad. ¿Qué
pistas seguir cuando todas las huellas van siendo borradas por el impulso
igualador de una racionalidad que se ha vuelto fundamento de lo existente ?
«Pero el ser del lenguaje -escribe Walter Benjamin- no sólo se extiende
sobre todos los ámbitos de la expresión espiritual del hombre, de alguna
manera siempre inmanente en el lenguaje, sino que se extiende sobre todo.
No existe evento o cosa, tanto en la naturaleza viva como en la inanimada,
que no tenga, de alguna forma, participación en el lenguaje, ya que está en
la naturaleza de todas ellas comunicar su contenido espirituah>5• Y sin em­
bargo la época del desencantamiento del mundo se caracteriza por poner en
cuestión este «contenido espiritual» de las cosas que habitan en la naturaleza
cuando ésta ha sido vaciada de su profundidad y de su gracia. El mal nace de
esta profanación irreversible, de esta desespiritualización que compromete
el fondo mismo del lenguaje. Los hombres se han avalanzado sobre las cosas
despojándolas de su esencia, borrando su radical otredad para convertirlas
en objetos inanimados puestos a su disposición. «Habrá tantas traducciones
como lenguajes, por haber caído el hombre del estado paradisíaco en el que

4. En un extraordinario ensayo escrito en 1970 -«El nombre de Dios»- Scholem, que


ya ha recorrido con extremada erudición las múltiples sendas de la Cábala, vuelve a enfrentarse a
la cuestión de la lengua y de la tradición ampliando lo que ya había anunciado en su •Confesión»
dirigida a· Franz Rosenzweig (detrás suyo ya están sus obras principales y, como fondo histórico­
político de su indagación, el mundo ya ha conocido el dolor inconmensurable de la Shoah y los
sueños sionistas se han hecho realidad con la instauración del Estado de Israel; catástrofe y espe­
ranza que, sin embargo, se vuelven, para Scholem, símbolos de una época atravesada por la tragedia
y la incertidumbre). Leamos lo que escribe: •La palabra de Dios, que nos habla desde el fondo de
la Creación y de i a Revelación, está infinitamente abierta a la interpretación y se refleja en nuestro
lenguaj'e. Los rayos o los sonidos que captamos no son tanto mensajes como llamadas. Lo que es
portador de forma, sentido y significado no es la propia palabra sino la tradición de esta palabra, tal
y como· se mediatiza y se refleja en el tiempo. Esta tradición, que posee su propia dialéctica, sufre
metamorfosis; puede llegar a transformarse en un susurro prácticamente inaudible o puede haber
épocas, como la nuestra, en las qué esta tradición ya no se puede transmitir y se vuelve silenciosa.
Esta es la crisis . del lenguaj e en la que vivimos, nosotros que ya ni siquiera somos capaces de captar
la mínima parcela del misterio que antaño lo habitaba. Para los cabalistas, el hecho de que el len­
guaje pueda ser hablado se debía al Nombre que en él estaba presente. ¿ cuál será la dignidad de
un lenguaje del que se haya retirado Dios? Ésta es la pregunta que deben plantearse todos aquellos
que sigan creyendo percibir en la inmanencia del mundo el eco de la palabra creadora desaparecida.
Se trata de una pregunta a la que, en nuestra época, sólo pueden responder los poetas, ellos que no
desesperan del lenguaje como la mayor parte de los místicos» (G. Scholem, «Le nom de Dieu ou
la théorie du langage dans la. Kabbale», en Le Nom et les Symboles de Dieu dans /a mystique juive,
Cerf, París, 1 9 8 3 , pp. 9 8 -99, cit. por St. Moses, El ángel de la historia, cit. , p. 2 1 9) .
5 . W. Benjamin, •Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de l o s humanos», en Para una
critica de la violencia y otros ensayos, Taurus, Madrid, 1 9 9 1 , p. 5 9 .

121
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

sólo se conocía un único lenguaje»6• Es nece.<d o relacionar la cuestión del


lenguaje del hombre y la caída con el problema del mal.
La pluralidad de lenguas, el advenimiento de la traducción como una
aproximación jamás lograda al nombrar de Dios, la éxperiencia de Babel,
se vinculan directamente con la expulsión del paraíso, con haber perdi­
do esa lengua primigenia que le permitió al hombre darle su verdadero
nombre a las cosas del mundo (recordemos que ese fue un don divino que
sólo le fue concedido al hombre) . Benjamin sigue la pista de esta lengua
originaria y de las consecuencias que, para el hombre y pa.ra el lenguaje,
tuvo el pecado y la posterior expulsión del paraíso. La mancha del peca­
do también determinó el lenguaje de los hombres. Escribe Benjamin : «el
pecado original es la hora de nacimiento de la palabra humana, en �uyo
seno el nombre ya no habita indemne>/. La marca del mal se inscrib� en
la experiencia de esa otra caída que fue la Torre de Babel, allí donde Dios
mezcló las lenguas y quebró la correspondencia entre palabra y cosa; pero
también Benjamin sostiene que un destello de esa lengua primigenia, del
Ur-Sprache, se mantuvo en el lenguaje postbabélico y representa esa lumi­
nosidad oscurecida por la emergencia del lenguaje comunicacional que,
sin embargo, no ha podido apagar del todo es.a chispa divina8• El hebreo, y
en esto coinciden Benjamin, Scholem y Rosenzweig, conserva de un modo
más intenso esa luminosidad de los orígenes edénicos9• De ahí su fulgor y
la tragedia que representa, para nuestra época, su asimilación al núcleo de
las lenguas secularizadas y normativizadas, su despojamiento de ese fondo
primordial. «Porque los que se encargaron de resucitar la lengua hebraica
-sostiene en el final de su texto Scholem- no creían en la realidad del
juicio al que nos someten a todos. Quiera el cielo que la ligereza con la
que nos hemos visto arrastrados por este camino apocalíptico no nos lleve
a la perdición». Palabras, vuelvo a recordarlo, escritas en 1926, antes de
la Shoah y de la constitución del Estado de Israel; palabras de un hombre

6. Ibid. , p. 70.
7. Ibid.
8. « . . . ya que el hombre, con el pecado original, abandona la inmediatez de toda comunica­
ción de lo concreto, a saber, el nombre, para caer en el abismo de la mediatez de toda comunica­
ción, la palabra como medio, la palabra vana, el abismo de la charlatanería» ('W. Benjamin, «Sobre
el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres», cit., p. 7 1 ) . El lenguaje, según Benjamin,
despojado de su esencia nominativa se vuelve un instrumento utilitario que despliega su capacidad
transformadora-destructiva sobre el mundo y sobre los hombres. Allí podemos encontrar una dia­
léctica entre la caída, el lenguaje comunicacional y el mal que definen la travesía de los hablantes
por la historia y marcan su alejamiento de lo originario.
9. Escribe al respecto Stéphane Moses siguiendo la concepción de Benjamin y de Scholem:
«La lengua hebraica, que representa para los místicos judíos, el lenguaje original de la humanidad,
conserva en su quintaesencia las virtualidades mágicas del lenguaje, evidentemente en la medida en
que siga siendo 'lengua sagrada', es decir, en que subsista en su forma más pura, la que reviste en los
textos clásicos de la tradición judía y de su liturgia. Sin embargo, su manipulación negligente en la
práctica cotidiana equivale a una verdadera profanación, en la medida en que los poderes mágicos
o simbólicos que posee quedan expuestos, desnudos, librados a un uso puramente utilitario» (El
ángel de la historia, cit. , p. 214).

1 22
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O FANAC I Ó N D E LA L E N G UA

en lucha con fuerzas espirituales de sentido opuesto: de quien se está i n ­


ternando en el mundo oscuro y luminoso d e la mística y que también e s
parte de l movimiento sionista aunque represente una vertiente que será
derrotada por los sustentadores de la Realpolitik y la «normalización» del
pueblo judío, es decir, su conversión en un estado secular semejante al resto
de las naciones que pueblan la Tierra.
Gershom Scholem había. adherido, desde su juventud, a una concep­
ción culturalista del sionismo; para él se trataba de un retorno ético y no
de una alternativa política; ético en el sentido de recuperar los valores de
un judaísmo en estado de disolución que, después de haber atravesado
la experiencia de la entrada en la modernidad, parecía haber perdido el
rumbo. Desde este lugar, la posición de Schole.m entronca con la idea de
la cábala luriánica que más que plantear una redención del pueblo señala
que el primer paso a dar es del orden de lo individual. «La Redención
-escribe en Las grandes tendencias de la mística judía en el capítulo que
le dedica al movimiento herético encabezado por Sabbatai Seví- ya no es
fundamentalmente una liberación del yugo de la servidumbre en el exilio,
sino una transformación de la esencia de la Creación [ . . . ]. La Redención
implica un cambio radical en la estructura del universo. Significa no tanto
el fin del exilio que comenzó con la destrucción del Templo, sino el fin
del exilio interior de todas las criaturas, que comenzó cuando el padre de
la humanidad fue expulsado del Paraíso. Los cabalistas hacían mayor hin­
capié en la naturaleza espiritual de la Redención que en sus aspectos his­
tóricos y políticos»1º. El pensamiento del joven Scholem, particularmente
su interpretación del deshilachamiento secular del idioma hebreo como
consecuencia de su artificial implantación por parte del movimiento sio­
nista, se relaciona directamente con esta concepción de la cábala de Luria
y de sus sucesores; se 'trata;· por lo tanto, de un privilegiamiento de la
dimensión espiritual por sobre el discurso de la política que, tanto para
Rosep.zweig como para el Scholem que le escribe su «confesión», significa
la desacralización del judaísmo, su adaptación a las necesidades profanas
de la práctica política. De ahí que lo que Scholem dice del cabalismo lu­
riano pueda, salvando las distancias y las transformaciones históricas, ser
tra�fadados a su propio pensamiento1 1 •
1

10. G. Sch olem, Las grandes tendencias de la mística judía, FCE, Buenos Aires, 1993, p. 249.
1 1 . El movimiento que heredó las ideas de Isaac Luria de-Safed •tenía como objetivo principal
preparar el corazón de los hombres para ese renacimiento cuyo escenario es el alma humana. Ponía
la regeneración de la vida interior muy por encima de la regeneración de la nación como entidad
política. Al mismo tiempo expresaba el convencimiento de que la primera era la condición previa
esencial de la segunda. El progreso moral habría de producir la liberación del pueblo de su exilio»
(G. Scholem, Las grandes tendencias de la mística judfa, cit., p. 249). Entre 1926 y 1 9 3 8 cuando
Scholem dio estas conferencias en Nueva York que luego se convertirían en uno de sus principales
libros publicado en 1 9 4 1 y pedicado a la memoria de Walter Benjamin, vemos como su lectura del
sionismo no ha variado y que su preocupación fundamental está dirigida a un renacimiento cultural
del pueblo judío en Israel más que a la constitución de una entidad política semejante al resto de las
existentes en el mundo moderno. Años después Scholem comprendería que esto no sería posible y

1 23
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

Scholem sabe que se está moviendo hacia posiciones antimodernas,


sabe que su lectura del judaísmo tiene muy poco que ver con la que tenderá
a imponerse en la segunda mitad de nuestro siglo y que su antiguo ideal
de un sionismo cultural quedará sepultado por los ¡¡contecimientos12• Y
también sabe que la defensa de la lengua constituye, en principio, una ba­
talla perdida o, quizás, el último refugio habitado por poetas y pensadores
desclasados. El mal de nuestro tiempo ha nacido de una negación: la del
sentido como fundamento de la lengua 13• Despojado el idioma hebreo de
su contenido simbólico a través de su conversión en un lenguaj.e profano,
sumergido en la cotidianidad banalizadora de los hablantes, la pérdida es
doble: pérdida de los orígenes y pérdida del futuro ya que e'l enmudeci­
miento de lo sagrado representa, para Scholem, la quiebra del sentid9 , es
decir, la ruptura del horizonte mesiánico. ,,
Desde esta perspectiva, el judaísmo representa una sensi.b ilidad que,
volcada hacia la tradición, sólo cobra relevancia allí donde es capaz de
sortear la lógica dominante de un tiempo histórico caracterizado por la
secularización y el estallido del sentido. Atrincherado en una lengua que
lo remite a la letra del origen, a esa instancia donde el acto de Dios se
vuelve creador, el judaísmo, tal como lo enti«nde Scholem, se enfrenta, en
nuestra época, al peligro de volverse cáscara vacía en la medida en que se
deja decir por un lenguaje desimbolizado y volcado hacia lo instrumental
y lo utilitario. Pero, y esto también es importante destacarlo, Scholem
comprende que la experiencia de la secularización es irreversible y define

jamás abandonó el soterrado pesimismo que ya apuntaba con claridad en el texto dirigido a Franz
Rosenzweig. Entre las penurias del hebreo y las de un sionismo adherido a la Realpolitik es posible
descubrir una correspondencia que el propio Scholem no dejó de señalar. De todos modos, y vale
la pena aclararlo, a diferencia del antisionismo irreductible de Rosenzweig, Scholem siguió depo­
sitando parte de sus esperanzas en el sionismo. Stéphane Moses desarrolla con claridad esta línea
de análisis: «Por una parte, Scholem acaba aceptando con bastante rapidez la secularización del
judaísmo como una fase históricamente inevitable de lo que llamará desde entonces la 'dialéctica'
del sionismo. Es más, la experiencia concreta de las contradicciones del sionismo en su fase de
realización le enseña la naturaleza fundamentalmente dialéctica de los procesos históricos [cir­
cunstancia que todavía no aparecía en su 'confesión', R. F.] . Medio siglo después de su texto para
Rosenzweig, confirmará de nuevo que, entre estas contradicciones, una de las sintomáticas fue para
él la que existía 'e ntre el renacimiento de la lengua profana y el silencio que se había instalado en el
seno de esta misma lengua'>> («Entretien avec Gershom Scholem», en Fidélité et Utopie. Essais sur
le judaisme contemporain, Calmann-Lévy, Paris, 1 9 7 8 , p. 57). Añadirá sin embargo que, para él, el
paso por la secularización es necesario e inevitable : «No puedo librarme de la lección dialéctica de
la historia, según la cual nuestra entrada en la historia pasa por la secularización. Una entrada en la
historia siempre es una asimilación a ésta» (ibid. , p. 54). Es la razón por la que «una vuelta directa,
no dialéctica, al judaísmo tradicional es imposible desde el punto de vista histórico» (St. Moses, El
ángel de la historia, cit., p. 2 1 7) . Una de las conclusiones que podría sacarse de esta aceptación por
parte de Scholem de la dialéctica de la historia nos conduciría, no al optimismo, sino a la escéptica
comprensión de la inevitabilidad de ciertos procesos históricos que, sin embargo, nada tienen que
ver con el contenido ahistórico de la redención, es decir, de su irrupción repentina en un escenario
que nunca está especialmente preparado para su llegada.
12. Véase St. Moses, El ángel de la historia, cit., p. 2 1 1 , y también D. Biale, op. cit. , pp. 5 6-60,
1 74- 1 8 8 .
1 3 . Véase G . Steiner, Presencias Reales, Destino, Barcelona, 1993, pp. 1 3 - 14.

1 24
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O F A N A C I Ó N D E LA L E N G U A

nuestra instancia histórica de un modo tal que nos es imposible sortearla.


Dicho de otro modo : ya no hay retorno al judaísmo tradicional; la historia
ha cerrado sus caminos y ha vuelto imposible un regreso a las fuentes. Es
el sino de nuestra época y Scholem anticipa su despliegue en una fecha
tan temprana cuando vislumbra, en sus primeros años en Jerusalén, el ato­
lladero en el que se encuentra el sionismo. Stéphane Moses, recorriendo
el pensamiento de Scholem, y deteniéndose ante la cuestión crucial de la
secularización de los valores religiosos como rasgo distintivo de la entrada
del judaísmo en la modernidad, señala que sin embargo, «ninguna necesi­
dad dicta su ulterior devenir en el seno de la historia. En Scholem no hay
'sentido de la historia' ; es algo que, por su propia naturaleza, es aleatorio
e imprevisible. En particular, nada puede garantizar anticipadamente que
los contenidos religiosos del judaísmo sobrevivirán a su secularización y
emergerán de nuevo en una fase ulterior de la historia. O bien, si reapare­
cen algún día, nadie podrá prever la forma que vayan a revestir»14•

Scholem conservará durante toda su vida una idea que compartió con
Benjamin y que fue el punto central de sus infatigables conversaciones en
Berna, cuando en medio de la primera guerra mundial comenzaron a dis­
cutir algunas cuestiones que marcarían a fondo sus respectivos derroteros
intelectuales. Esa idea, la historia concebida no en términos de progreso
lineal si no como un ámbito atravesado por la tensión entre lo causal y lo
extraordinario, le permitió entender la compleja dinámica del judaísmo
en su travesía por la modernidad15•

1 4 . S t . Moses, El ángel de la historia, cit. , p. 2 1 7 .


1 5 . E n u n texto muy temprano (producto d e unas conferencias dictadas en 1 9 1 4 en Berlín y
luego publicado en Der Neue Merkur al año siguiente) Walter Benjamin fijó su posición respecto a la
idea de progreso, posición que lo acompañará a lo largo de toda su vida y que dejará su huella pro­
funda en Gershom Scholem. Leemos allí que hay «una concepción de la historia que, partiendo de
la base de un tiempo considerado infinito, distingue el tempo de hombres y épocas en fu nción
de l� mayor o menor rapidez con que transcurren por el camino del progreso. De ahí la carencia de
cone:)Ción, la falta de precisión y de rigor de dicha concepción con respecto al presente. La reflexión
que viene a co�tinuación, por el contrario, señala una situación en la que la historia parece hallarse
concentrada en un núcleo tal y como antiguamente aparecía en las concepciones de los pensadores
utópicos. Los elementos ·del estado final no se manifiestan como una tendencia progresiva aún sin
configurar, sino que se encuentran incrustrados en el presente en forma de obras y pensamientos
absolutamente amenazados, precarios y hasta burlados» (W. Benjamin, «La vida de los estudiantes»,
en La metafísica de la juventud, Paidós, Barcelona, 1 9 9 3 , p. 1 1 7). Benjamin concibe la historia, sus
encadenamientos y sus desprendimientos, desde la idea de la temporalidad mesiánica que se opone
a la concepción específicamente moderna del progreso profano de la historia, y se apropia de la idea
judía de que «cada instante --como escribe Franz Rosenzweig en La estrella de la redención- debe
estar pronto a reconocer la plenitud de la eternidad». Para esta visión mesiánica del tiempo -y
para esta reflexión de Rosenzweig encontramos su correlato en la idea benjaminiana de «tiempo­
ahora»-, la meta ideal «podría y debería tal vez realizarse ya en el próximo instante o, igualmente,
en este instante». Scholem ha expresado con claridad la originalidad de esta concepción del tiempo

1 25
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

Scholem, al igual que Rosenzweig, sabía que el gran desafío de la


época estaba signado por el problema de la secularización y por la pérdida
de la tradición. Su aguda y escéptica reflexión sobre el destino del hebreo
en Palestina se relaciona directamente con los límites de una tradición
históricamente desacomodada para enfrentarse con posibilidades de éxi­
to a los desafíos de la modernidad. Su concepción del mesianismo venía
a corresponderse con esta visión un tanto pesimista de la historia; para
él la idea mesiánica estaba íntimamente relacionada a la experiencia del
fracaso y la catástrofe . Para Scholem, y esto lo señala con claridad Moses,
el mesianismo, a lo largo de la dilatada historia judía, ·ha nacido siempre
de una frustración o de una experiencia particularmente dolorosa y .ilPª­
rece, entonces, en la conciencia colectiva, «como . la reparación de .i.µna
pérdida, como una promesa utópica destinada a compensar las desgra�ias
actuales»16• En su análisis del movimiento mesiánico encabezado por Sa­
bbatai Seví17, Scholem se detuvo con minuciosidad erudita a demostrar
la honda significación que dos acontecimientos traumáticos tuvieron a la
hora de posibilitar la extraordinaria expansión del movimiento a través de
gran parte de las juderías de la época; esos dos acontecimientos fueron la
expulsión de España en 1 492 y las masacres perpt:tuadas por los cosacos
de Chmelnicki en 1 64 8 (que por otra parte foe el año en el que Sabbatai
S eví proclamó públicamente en la sinagoga de Esmirna el nombre secreto
de Dios, primera señal de su destino mesiánico} 18• La dialéctica de la es­
peranza, que siempre va asociada al mesianismo, no puede ser entendida
sin este fondo de dolor y catástrofe ; del mismo modo, que la promesa
de su cumplimiento no responde a una evolución natural de los hechos
históricos, una suerte de esperada sucesión de acontecimientos alojados
en el seno de un tiempo «lineal, vacío y homogéneo» como sostendrá
Benjamin en su «Tesis sobre el concepto de historia»19• Lo mesiánico está
ligado a una interrupción del tiempo histórico, corta su despliegue pro­
gresivo instaurando lo completamente nuevo. En este sentido, el mesia­
nismo representa para Scholem (Benjamin también participará de esta
.

al decir que no «hay continuidad entre el presente y la era mesiánica [ . . . ]. La Redención significa
una revolución en la historia», un cambio absoluto, impensable desde la perspectiva del progreso
(véase G. Scholem, «Toward an understanding of the messianic idea in Judaism», en The messianic
idea in Judaism and other essays on iewish spirituality, Shown Books, New York, 1 9 7 1 ) .
1 6 . S t . Moses, El ángel de la historia, cit. , p. 160.
17. G. Scholem, Sabbatai Sevi. The Mystical Messiah, Princeton University Press, Princeton,
1989.
1 8 . Junto a esos dos acontecimientos históricos e s importante destacar l a honda influencia
que la cábala de Issac Luria y sus seguidores ejerció desde mediados del siglo XVI sobre el judaísmo
y particularmente sobre Natán de Gaza, el profeta de Sabbatai Seví. La tesis de Scholem señala
que a partir de la expulsión de España el movimiento cabalístico salió de los pequeños círculos
de iniciados y alcanzó gran popularidad entre la población judía, generándose, a partir de este
encuentro, la conjunción de cábala y mesianismo. Veáse G. Scholem, Las grandes tendencias de la
mística iudía, cit., los capítulos VII y VIII dedicados a Isaac Luria y a Sabbatai Seví.
1 9 . W. Benjamin, «Tesis de filosofía de la historia», en Discursos interrumpidos I, Taurus,
Madrid, 1973, pp. 1 77- 1 9 1 .

126
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O F A N A C I Ó N D E LA L E N G U A

convicción) un otro de la historia, la irrupción de l o extraordinario, l a


quiebra de la ,sucesión temporal, el estallido literal de lo cotidiano y d e
lo aceptado. Esta sería la otra cara del pesimismo histórico al que hacía
referencia cuando presentaba la inquietud escéptica que ya embargaba a
Scholem en una fecha tan temprana como lo era 1 926, con apenas tres
años de residencia en Palestina; escepticismo, que en el texto dirigido a
Rosenzweig adquiere los rasgos más definidos del pesimismo, en su con­
templación de la degradación que iba operándose en el sionismo junto a
una honda preocupación por el destino incierto del judaísmo en el interior
de una sociedad irreversiblemente secularizada que, a un ritmo acelerado,
iba despojándose de sus tradiciones.
La esperanza, si es posible denominarla así, que persistía en el núcleo de
la interpretación que Scholem sostenía respecto al callejón sin salida en el
que se encontraba el sionismo, nacía no de los acontecimientos del presente
sino de su concepción del mesianismo entendido como inesperada ruptura
de la sucesión histórica; pero de ahí también la conciencia que tenía de la
debilidad política de su propia perspectiva sionista, conciencia que acabaría
por convertirse en pesimismo al observar las posibilidades reales de un ju­
daísmo renacido en una sociedad cuyo fundamento debería ser la idea de dos
culturas -la árabe y la judía- compartiendo un territorio común. En aque­
llos primeros e intensos años de residencia en Jerusalén, Scholem percibió
claramente que el sionismo había sido capturado por los sustentadores de
una Realpolitik. De este modo, si los judíos, sostendrá Scholem, «se fueran
a convertir 'en un pueblo como los demás' sería el final del pueblo judío»2º.
Ya en una carta de 193 1 dirigida a Walter Benjamín, en la que Scholem
se refería, entre otras cosas, a la relación entre árabes y judíos, «denuncia
la degradación de un sionismo ético en una simple práctica de realismo
político»21• Pero, y esto es importante destacarlo, para Scholem la «degra­
dación del sionismo» estaba directamente relacionada con el problema de
la secularización, era el emergente de un itinerario histórico caracterizado
por el triunfo de una modernidad laica que había acabado desplazando a la
tradición religio�a hacia una dimensión exclusivamente privada22•
¡ '

ip. «Entretien avec Gershom Scholem», cit., p. 54.


2 1 . St. Moses, E l ángel de la historia, cit. , p. 2 1 8 .
22. Resufta sintomático de este fin de siglo que la disputa entre laicos y ultrarreligiosos se
haya vuelto, en el .Israel actual, un dato absolutamente relevante de su política en una medida que
seguramente no alcanzó a vislumbrar el propio Scholem. Aunque su crítica de la sociedad moderna
secular muy poco tiene que ver con la de los sectores ultraortodoxos. De todos modos, y a la luz del
texto de 1 926, es sobrecogedora la capacidad anticipatoria que demuestra Scholem y su pregunta
angustiada por el destino de los hijos que se educaron en una lengua que siendo secular en su uso
cotidiano sigue poseyendo, en su interior más esencial, una impronta sagrada que amenaza con
«retornar». ¿ Quizás no estaremos experimentando, en 1 9 9 8 , algo de ese retorno que anunciaba
proféticamente Scholem setenta años atrás? ¿ Quizás el asesinato de Rabin y el estancamiento del
proceso de paz con los p alestinos j unto con la radicalización política de la derecha nacionalista
israelí no representen el peligro al que hacía referencia Scholem? ¿Puede llegar a culminar esta
historia en un enfrentamiento entre judíos que vuelva a poner en peligro al propio Israel?

1 27
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

La secularización del idioma hebreo se adelantaba a ese otro proceso


que terminaría por minar las esperanzas de Scholem, esperanzas que, ellas
mismas, habían sufrido la dura prueba de la realidad histórica. El retorno al
hebreo como núcleo del proyecto sionista representaba, desde la perspec­
tiva crítica en la que se situaba el autor de La cábala y su simbolismo, un
enorme riesgo que, sin embargo, en principio había que correr si se quería
llevar adelante la empresa del retorno. Pero lo que Scholem descubre una
vez instalado en Jerusalén es que la actualización secular del hebreo, lejos
de ofrecer un marco apropiado para recuperar el espíritu del judaísmo, no
hacía otra cosa que pervertirlo vaciando su esencia. En su <�Confesión» se
percibe la desesperanza al ver convertido el hebreo en una suerte de nµevo
esperanto, en una lengua vaciada de su fondo sagrado. No es tampoco
casual que hable de «valor demoníaco» al hacer referencia a aquellos gue
iniciaron el renacimiento de esta lengua; esa breve frase nos remite al
antinomismo, es decir, a la dialéctica del camino del bien que acaba con­
duciendo a sus caminantes al territorio del mal, o, también, a su expresión
más radical: la redención a través de la profundización de la senda del mal.
Antinomismo que en la lectura que Scholem había hecho del, movi�
miento encabezado por Sabbatai Seví y Natán de G�za representó una pro­
funda torción en la historia judía, creando las· condiciones para la entrada
traumática en la modernidad. Claro que, y esto es lo propio y original del
antinomismo, la expectativa mesiánica desatada por el sabbataísmo estaba
absolutamente alejada de cualquier alternativa secularizadora y su lenguaje
era el del reino de Dios en la tierra y no el del despliegue de las fuerzas que
vendrían a clausurar la propia historia divina. De ahí que Scholem men­
cione las consecuencias nihilistas que provocó Sabbatai y especialmente los
representantes más radicales de su movimiento, ya que las «consecuencias
de estas ideas religiosas fueron absolutamente nihilistas, sobre todo la de la
concepción de un marranismo voluntario bajo la divisa: todos tenemos que
descender al reino del mal a fin de vencerlo desde dentro. Desde diversos
enfoques teóricos, los apóstoles del nihilismo predicaron la doctrina de la
existencia de esferas en las que ya no es posible llevar adelante el proceso del
tikún [restauración] por medio de actos piadosos; el mal debe ser combatido
con el mal», hasta llegar a la doctrina «funesta y al mismo tiempo profunda­
mente fascinante de la santidad del pecado»23• Scholem menciona el «marra­
nismo» de algunos de los seguidores de Sabbatai Seví a partir de un hecho
clave en la historia extraordinaria del falso mesías: su apostasía y su conver­
sión al islamismo que, para esos mismos seguidores, simbolizó el genuino y
verdadero acto mesiánico de Sabbatai en la medida en que voluntariamente
había decidido descender hacia las esferas del mal para redimirse24• Según la

23. G. Scholem, Las grandes tendencias de la mfstica ;udía, cit., p. 256.


24. Dentro de los seguidores de Sabbatai Seví se destacaron especialmente los ex-marra­
nos que se identificaron profundamente con la actitud del falso mesías que venía a convalidar
su propia experiencia de conversos que en secreto continuaron profesando el judaísmo. Veáse

128
G E R S H O M S C H O L E M Y LA PROFANACIÓN DE LA L E N G U A

interpretación que realiza Scholem la radicalización de estas ideas y prácticas


antinómicas promovieron, a partir del siguiente siglo, la proliferación de
tendencias ilustrado-modernas que, a través del movimiento de la Haska­
lá, terminarían por quebrar la vieja estructura del judaísmo ortodoxo25•
Si bien en su escrito dirigido a Rosenzweig no se establecen relaciones
entre estos movimientos antinómicos de los siglos XVII y XVIII y la secu­
larización del hebreo iniciada por los promotores de su renacimiento y
luego por los sionistas, resulta clara la genealogía que va de Sabbatai Seví,
Natán de Gaza, Abraham Cardoso, Jacob Frank y Junius Frey hasta los
seguidores de Theodor Herzl aunque, y esto es necesario decirlo, jamás
estos últimos hubieran aceptado ese linaje herético26• Scholem sostuvo, en
más de una ocasión, que sin estos «desvíos» del tronco principal de la or­
todoxia rabínica el judaísmo se hubiera secado sin producir, en su interior,
innovaciones teológicas que, con el discurrir del tiempo, se volvieron parte
de su esencia (principalmente estaba pensando en la Cábala y cómo de ser
expresión de grupos minoritarios y próximos a concepciones y prácticas
heréticas acabó convirtiéndose en una inyección revitalizadora de la tra­
dición) . Pero también resultaba evidente que el advenimiento de nuevas
ideas (como por ejemplo el movimiento de renacimiento del hebreo y el
sionismo) generaba agudos problemas en un sentido distinto a los crea­
dos por los místicos de la Cábala entre los siglos XIII y XVII . La diferencia
central tenía que ver con la modernidad y con su irrefrenable tendencia a
volverse universal arrastrando todo a su paso, inclusive al propio judaísmo.
La amenaza era doble : interna y externa. La interna era representada por

G. Albiac, La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Hiperión, Ma­
drid, 1 9 8 7, pp. 3 1 -47; Y. Yovel, Spinoza, el marrano de la razón, Anaya & Muchnik, Barcelo­
na, 1995, pp. 59-100; Y. Kaplan, fudfos nuevos en Ámsterdam. Estudio sobre la historia social e
intelectual del judaísmo sefardí en el siglo XVII, Gedisa, Barcelona, 1 996, pp. 23-55 y pp. 1 3 9 - 1 73 ;
y por supuesto l a monumental obra ya citada d e G . Scholem sobre Sabbatai Seví.
25 . Es fascinante la reconstrucción detectivesca que realiza Scholem para demostrar los lazos
' ·

secretos que vinculaban al sabbataísmo con lo que luego sería la haskalá teniendo como estación
intermedia al movimiento antinomista de Jacob Frank, quien fue aún más radical y perturbador
que su antecesor. Mientras que la figura de Sabbatai le resulta por demás simpática a Scholem, la
de Frank le parece abominable y se preocupa especialmente por .diferenciarla de sus seguidores
que fueron •en gran medida hombres de corazón puro» (para Scholem, Frank encarna •todas las
horre ndas potencialidades de un mesianismo corrompido y despótico•). Muerto Jacob Frank,
quien parecía sei: su sucesor natural como líder de la secta de Offenbach fue enviado a la guillotina
en 1 794, junto con Danton, bajo el nombre revolucionario de Junius Frey. Este itinerario biográfico
de Moshe Dobrushka-Tho inas Edler von Schoenfeld-Junius Frey (sus tres sucesivos nombres) repre­
senta, para Scholem, el camino que partiendo del sabbataísmo, pasando por el antinomismo radical
del frankismo y luego por la haskalá, confluiría en la entrada de algunos judíos en el territorio de
la modernidad. En este sentido, Junius Frey se anticipa a ese j udío que, partiendo desde Karl Marx
y llegando hasta Léon Trotsky y Rosa Luxemburg entre otros muchos, se convirtió en el símbolo
de la revolución y de lo que podría denominar el mesianismo secular.
26. Otro de los linajes que nació de esta herejía fue el de la izquierda internacionalista que a
partir del pensamiento de Karl Marx acabó influyendo sobre vastísimos sectores del pueblo j udío.
Mientras que Scholem optó por la alternativa sionista, su amigo Benjamín se sintió más atraído,
una vez superadas sus juveniles aproximaciones al ideal del renacimiento nacional hebreo, por el
marxismo.

1 29
LOS H E R M E N EUTAS DE LA NOCHE

el sionismo secularizante que, a su vez, estaba estrechamente ligada a la


externa, representada por el despliegue de la sociedad moderna capitalista.
En este sentido, el sionismo se constituyó en el primer movimiento que
salido del seno del judaísmo le planteó a éste un clard desplazamiento ha­
cia fuera de lo religioso, la introducción de la idea secular como corolario
de un itinerario histórico que parecía concluir en la construcción de una
nación moderna en la tierra de los ancestros. Y junto a ese regreso a la
patria también se operaría un retorno al idioma, despojado eso sí, de sus
antiguos fulgores sagrados. Es allí donde Scholem reconoció el nudo de
la cuestión y su gravedad para la continuidad del judaísmo; gravedad que
le indujo a escribir un texto que en gran parte venía a revisar· su sionismo
optimista y a aproximarse a Rosenzweig con quien había tenido profundas
diferencias tres años antes.

La posibilidad de experimentar en carne propia el destino del idioma he�


breo, que de lengua resguardada en el ámbito de lo sagrado se convirtió,
gracias al esfuerzo del sionismo, en un lenguaje profano ( ¿profanado ?),
conduj o a Scholem de vuelta a las discusiones de juventud con Benj amin,
discusiones en las que la cuestión religiosa y el problema de la lengua
habían ocupado el centro de la escena durante los años suizos de ambos
amigos. Como si el impacto de ver lo que le estaba ocurriendo al hebreo en
Palestina hubiera lanzado a Scholem más intensamente hacia el corazón de
la reflexión que, a través de sus indagaciones sobre la cábala, lo colocaron
de lleno no sólo en la pregunta por el destino de la lengua sagrada sino que
también determinó su original acceso al mundo de la mística judía.
Quiero decir que ese breve ensayo escrito en homenaje a los cuarenta
años de Franz Rosenzweig representa un documento fundamental no sólo
para entender la evolución del proyecto intelectual de Scholem, también
nos permite echar luz sobre su relación con Benjamin y el calibre de su
deuda a la hora de formular su propia interpretación del problema de la
lengua en el mundo de la mística judía. Pero a su vez aclara la insoslayable
presencia del elemento religioso -particularmente judío- en el pensa­
miento de Benjamin y cómo su despliegue en aquellos años de juventud
encontrará un punto álgido en el intercambio intelectual con Scholem.
Texto cruzado por diversas resonancias que, sin embargo, remiten a un
mismo tema: la catástrofe como señal eminente de una época atravesada
por la sutil dialéctica demoníaca de la modernidad27• Catástrofe señalada por

27. «El concepto de progreso debe fundarse en la idea de catástrofe. Que 'siga así', eso es
la catástrofe. Ésta no consiste en lo que se está acercando sino en lo dado. El pensamiento de
Strindberg: el infierno no es nada de lo que nos espera - sino esta vida aquí• (w. Benjamin, «Zen­
tralpark•, en Cuadros de un pensamiento, trad. de S. Mayer, Imago Mundi, Buenos Aires, 1 992,

130
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O F A N A C I Ó N D E LA L E N G U A

el vaciamiento d e la lengua sagrada, convertida ahora en instrumento de


un proyecto político despojado de las ilusiones restitutivas que todavía ali­
mentan los sueños juveniles del sionismo cultural de Scholem en aquellos
primeros años de su residencia en Palestina. Catástrofe que se despliega
silenciosa allí donde la estructura sofocante del progreso histórico no
ofrece otra cosa que la obviedad de lo necesario e inexorable, es decir: la
transformación de mentalidad, lengua, tradiciones y sociedad en pos de
la cristalización de una verdadera y definitiva modernidad secularizada.
Deslizamiento, a su vez, del idioma hacia el territorio de la banalidad, hacia
el imperio de una cotidianeidad caracterizada por la charlatanería y la utili­
dad por sobre cualquier otra significación. Despojamiento, de eso se trata en
la lectura que Scholem hace en 1926, del fondo primordial de la lengua que
se emparenta con la certeza de un estallido apocalíptico en un futuro no
muy lejano. Venganza de las palabras que han sido brutalmente arrancadas
de su biografía mística para ser arrojadas al basurero de la comunicación
profana, al bestialismo de unos hablantes que se han extraviado en la sel­
va de signos dispersos que rigen la sociedad moderna. Allí radica el mal
de nuestro tiempo, en ese plegamiento de lo sagrado de la lengua, en esa
letanía que percibe Scholem en el fraseo callejero de un idioma que, así lo
quiere la tradición, representó no sólo el idioma del texto sagrado, su escri­
tura, sino el lenguaje que hablaban los ángeles28• Destrucción inmisericorde
de la tradición en una época despojada de cualquier tradición que no se
sustente en lo efímero y en aquello que Benjamin denominaba, utilizando
un giro baudelairiano, la obsolescencia de lo nuevo. Eso es lo que le ocurre
al idioma cuando es atrapado en los engranajes de un proyecto político o
cuando se vuelve mera herramienta de comunicación : pierde su memoria
en la conciencia de los hablantes (aunque su fondo siempre permanezca y
amenace con vengarse' de un modo oscuro y apocalíptico), se vuelve pura
vacuidad allí donde la proliferación acaba por cercenarle sus antiguas

p. 205 ) . Es ésta una frase que y a se h a vuelto clásica en Benjamin. P ar a él la catástrofe no es la


involución a estadios anteriores sino la continuid ad de lo que es ; que todo s iga así. Podría leerse
esta frase como una vuelta de tuerca a Marx y como una señal de la profund a desconfianza que
sentía Benjamin respecto a cualquier concepción progresista de la h istoria. Continuar por la misma
senda) afe rrarse a una lógica del progreso , expandir el reino de la té cnica, allí está la amenaza y la
catástfofe. Benjamin sospecha de los discursos que festejan la marcha del mundo y que se sienten
cómodos ante sus implicancias técnico-instrumentales. El mira invertid amente la historia, gira su
rostro como el ángel del grabado de Paul Klee y contempla las r uinas que el progreso va dejando
detrás suyo a med ida que sigue desplegándose h acia el futuro. Imbricación de mercancía y tiempo
homogéneo, es és a quizás la manifestación de una é po ca explosiva y próxima al ab ismo. Repetición
(esta palabr a encierra una de las metáforas a tr avés de las que Benjamin piensa la dimensión del mal
en la sociedad moderno-burguesa) que se vuelve vaciamiento de lo verd ader amente n uevo. La idea
de catástrofe irá siempre asociada en Benjamin a la lógica del progreso que representa, a su ve z, la
propia dialéctica de la modernidad. Scholem retoma esta concepción en su texto de homenaje a
Rosenzweig y la incluirá definitivamente en su itinerario intelectual que ab ar cará desde sus estud ios
del misticismo de la cábala hasta sus críticas al sionismo y a la modernidad secularizadora.
28. Véase H. Bloo m, Presagios del milenio. La gnosis de los ángeles, el milenio y la resurrec­
ción, Anagrama, Barcelo na, 1997, p. 5 1 .

13 1
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

raíces y, en definitiva, es alejado brutalmente de su origen. Simplemente


se desvanece su resplandor, el brillo del misterio es reemplazado por la
falsedad del neón.
Espanto frente al envilecimiento de la lengua que anuncia el fracaso de
los hombres en el seno de la historia; lúcida comprensión del vínculo que
une palabra y verdad al tiempo que la acción de los hablantes descompone
ese entrelazamiento; interrogación que nace de experimentar el destino
del hebreo en el interior de una sociedad alejada de lo sagrado. Scholem
escribe baj o el impacto que nace de una constatación, sus páginas vuelven
una y otra vez a las conversaciones con Benjamin que iluminan su inten­
to de pensar aquello que está sucediendo a su alrededor. ¿o acaso que
Rosenzweig, y no su amigo, haya sido el destinatario de un texto j amás
publicado significa, no apenas un acercamiento al convaleciente, un .acto
de buena voluntad para compensar aquella última y tormentosa discusión
previa a la partida rumbo a Jerusalén, sino una profunda internalización
en Scholem de lo tantas veces conversado con Benjamin ? ¿Tal vez le resul­
taba más importante en ese momento acercar posiciones con Rosenzweig,
acercamiento que implicaba una profunda revisión autocrítica de sus po­
siciones sionistas y de su lectura del destino del judaísmo en Palestina que
reiterar su convicción del aporte esencial de Benjamin y su concepción
del lenguaje a su propia interpretación de lo que estaba sucediendo con
el idioma hebreo al volverse lengua coloquial ? También es sugestivo que
Scholem nunca haya publicado este breve texto sobre el que he elaborado
estos comentarios. Quizás, y es lo que sugiere Stéphane Moses, Scholem,
a medida que fu e pasando el tiempo y los acontecimientos fueron modifi­
cando las condiciones políticas y culturales de los judíos tanto en Palestina
como en Europa (y no deberíamos pasar por alto la traumática experien­
cia del exterminio en los campos de concentración nazis), se distanció
pragmáticamente de sus críticas juveniles. O su escepticismo forjado en
aquellos primeros años impregnó de tal modo su relación con el sionismo
como movimiento político que, al perder las ilusiones, se le volvió tam­
bién irrelevante publicar un texto que todavía expresaba las profundas y
encontradas pasiones que latían en su interior.
Pasiones que lo confrontaban a dos tradiciones que habían confor­
mado su itinerario intelectual : por un lado, la presencia irrevocable de
la tradición judía que lo había llevado tanto hacia el sionismo cultural
como al estudio sistemático de la cábala y, por el otro, de la compleja tra­
dición moderna que, en muchos puntos, colisionaba con la cosmovisión
del judaísmo. Scholem tiene plena conciencia de que su comprensión del
mundo, su peculiar manera de ser judío, nace no de la negación de alguno
de estos polos sino de su permanente confrontación dialéctica. El texto
dirigido a Rosenzweig muestra las huellas de ese combate irresuelto, nos
señala de qué modo el entrecruzamiento de ambas tradiciones puede gene­
rar un enriquecimiento de la visión de un mundo profu ndamente signado
por la secularización pero en cuyo interior persisten marcas religiosas.

132
G E R S H O M S C H O L E M Y LA P R O FA N A C I Ó N D E LA L E N G U A

E l camino de Gershom Scholem hacia e l judaísmo pasa, y él l o sabe,


por la modernidad y sus múltiples desafíos; pero también sabe que ese
camino no puede detenerse en una exaltación vacía de esa misma moder­
nidad anclada en la lógica del progreso, de una modernidad que en su des­
pliegue histórico amenaza con liquidar ese mismo judaísmo al que intenta
dirigirse. Paradoja de un destino intelectual que no tendrá otra alternativa
que mantener la tensión entre ambas esferas, quizás en el mismo sentido
en que Benjamin lo planteaba respecto a Franz Kafka29• Una «elipse entre la
mística y la modernidad», la tensión del arco que comprende a la teología
y a la filosofía y que sabe que no puede renunciar a ninguna si es que desea
pensar a fondo la época y sus contradicciones. Pero que también asume
la tragedia que envuelve esa relación, el estado de catástrofe virtual en la
que se hallan los hombres allí donde la tradición no ha hecho más que es­
tallar; de ahí que para Scholem «la idea mesiánica está íntimamente ligada
a la experiencia del fracaso», no sólo, como lo sostiene St. Moses, porque
toda idea mesiánica ha nacido de una catástrofe histórica, sino porque su
realización es y seguirá siendo una incógnita, nacida de una aspiración al
absoluto que no puede realizarse jamás en el seno de la historia, ya que la
«idea judía de mesianismo es, en su esencia misma, una aporía : el mesianis­
mo sólo se puede afirmar realizándose, pero en cuanto se realiza se niega
a sí mismo. Se caracteriza así por un aspecto trágico : la tensión mesiánica
del pueblo judío siempre lo ha hecho vivir a la espera de un cambio radi­
cal de la vida en la tierra que, cada vez que parecía anunciarse, enseguida
resultaba ser ilusorio»3º.
La ardua y apretada escritura que tejió Scholem en ese par de páginas
que le envió a Rosenzweig muestra la desilusión que nace al comprobar,
una vez más, el fracaso de la idea al buscar su realización en la historia,
pero, a su vez, nos regresa á la esperanza mesiánica que alumbra de una
«catástrofe» nacida, precisamente, de la profanación de la lengua sagrada.
Eso es lo que «hace la grandeza del mesianismo al mismo tiempo que su
debilidad constitutiva. Lo que llamamos la 'existencia' judía implica una
tensión que nunca se afloja, que nunca se resuelve»31• Lo mismo podría de­
cirse del viaje intelectual del autor de Las grandes tendencias de la mística
judía ; en él jamás se aflojó la tensión, y la persistencia de los extremos, lejos
de O$Curecerle la visión de las cosas, le permitió, siguiendo los destellos
benjaminianos, iluminarlas con mayor intensidad.

29. «La obra de Kafka es una elipse, cuyos focos, muy alejados entre sí, están determinados,
por un lado, por la experiencia mística (que es sobre todo la experiencia de la tradición), y por
otro, por la experiencia del hombre moderno en la gran ciudad» (W. Benjamin y G. Scholem,
Correspondencia [ 1 933-1 940], Taurus, Madrid, 1 9 8 7, p. 246, carta del 12 de junio de 1 9 3 8 ) .
30. S t . Moses, El ángel d e la historia, cit. , p. 1 6 1 .
3 1 . G . Scholem, «Pour comprendre l e messianisme juif», e n Fidelité e t Utopie, cit., p. 66.

1 33
LECTURAS DE ADORNO : ELOGIO DEL ANACRONISMO

«La filosofía, que antaño pareció superada,


sigue viva porque se dejó pasar el momento
de su realización».
Theodor W. Adorno

Hay ciertos pensadores que permanecen obstinadamente al margen de


cualquier clasificación; pensadores que prefieren habitar un territorio atra­
vesado por múltiples senderos, que se sienten a gusto recorriendo una
y mil veces intrincados caminos; pensadores que conocen el peligro de
los márgenes porque eligen el riesgo de ahondar más allá de los límites,
insatisfechos frente a las barreras artificiales que los discursos aceptados
y dominantes construyen como mecanismo defensivo de su propia trivia­
lidad; pensadores que conocen de cerca el profundo impacto de la crisis,
que saben de errancias por zonas desprovistas de optimismo histórico y
que, precisamente allí- donde la deriva parece llevarlos hacia los extremos
del desencanto, redescubren la esperanza que carece de garantías, esa es­
pera de un giro de los tiempos que le devuelva, a la historia de los seres
humanos, la chance de otra oportunidad1 •
Estos pensadores, cada vez más raros e n una época que h a optado por
reverenciar a los · «triunfaoores», a los diseñadores de sistemas eficaces y

Adorno se detiene en Minima Moralia para destacar su idea de la esperanza: •En resumi­
das cuentas es la.esperanza, al sustraerse a una realidad a la que niega, la única forma (Gestalt) en
que se manifiesta la verdad. Sin la esperanza, la idea de verdad apenas sería pensable, y es mentira
cardinal hacer pasar la mal conocida existencia por la verdad, simplemente porque alguna vez fue
conocida». Y en el último de los fragmentos de ese libro memorable nacido en una época de incle­
mencias y dolores inauditos, Adorno escribió que la •filosofía, tal como cabe responsabilizarla a la
vista de la desesperación, vendría a ser la tentativa de considerar todas las cosas según se presentan
desde el punto de mira de la redención. El conocimiento no sabe de otra luz como no sea la que
resplandece desde la redención misma: toda otra se extingue en la tarea de construcción imitativa
y es sólo un trozo de técnica. Habría que establecer perspectivas en las cuales el mundo cambiase
de lugar, se enajenase, revelase sus grietas y precipicios, tal como alguna vez habrá de aparecer,
menesteroso y desfigurado, bajo la luz mesiánica» (Th. W. Adorno, Mínima Moralia, Monte Ávila,
Caracas, 1 975, p. 265 ; he modificado en la traducción la palabra •liberación» por •redención» que
es más adecuada) .

135
LOS H E R M E N EUTAS DE LA N O C H l

productivos, nos siguen perturbando porque hacen presentes las grietas


y fisuras que, desde lo profundo de las napas civilizatorias, conmueven
nuestra contemporaneidad. Leer a Theodor Adorno es internarse por una
tradición intelectual que nos conduce más allá de las fronteras discipli­
nantes, que nos incita a un tipo de interrogación que hace de la crítica, en
tanto dispositivo esencial del pensamiento filosófico, su punto de partida.
Linaje intelectual que entrecruza filosofía, sociología, estética, psicoanálisis
y crítica cultural, que despliega su mirada hermenéutica desprendiéndose
de modas teóricas y que acepta los riesgos de una deriva desprovista de
las certezas arbitrarias del sistema. Para Adorno el «pensamiento es, por
su misma naturaleza, negación de todo contenido concreto, resistencia,
a lo que se le impone . . . »2• Sin este desacomodamiento el discurso q\i eda
aprisionado por las exigencias heterónomas de la realidad, no hace, sino
comportarse como un duplicador sofisticado de las lógicas reinantes. Ador­
no colocó su filosofar crítico y negativo en aquella zona desacreditada de
los márgenes, prefirió persistir en lo inacabado antes que sucumbir a la
tendencia imperante que sólo concibe como históricamente adecuado el
pensamiento destinado a ser eficiente, estructurado con la finalidad de
aportar al reforzamiento del dispositivo te!,:nocientífico. Su deambular
indagatorio apunta, más bien, al desocultamiento de esos mismos discur­
sos que proclaman ser los defensores de la libertad mientras continúan
tejiendo la gruesa malla de la univocidad de sentido.
En todo caso, Adorno bucea los fondos oscuros de la tradición moder­
na a la que pertenece integralmente pero a la que se niega a canonizar. «El
pensamiento -escribe en Dialéctica negativa- no necesita atenerse ex­
clusivamente a su propia legalidad, sino que puede pensar contra sí mismo
sin renunciar a la propia identidad»3• Pensar contra sí mismo constituye
la médula del programa adorniano, el difícil camino a través del cual el
filósofo recorre los bordes del sentido. Pero en ese recorrido lo que hace
es releer, una y otra vez, las fuentes de esa tradición de la que partió y con
la que no puede dejar de confrontarse. En Adorno la herencia intelectual
es el contenido irrenunciable, sin ella el pensamiento acaba extraviándose
en el pantano de una inmediatez insustancial. Su marcha puede ser con­
tradictoria y zigzagueante, pero, más allá de las tentaciones de época, se
niega a mutilar la tradición (que a su vez constituye una constelación de
tradiciones) de la que partió y en la que sigue instalado. Quizás la dificultad
que rodea al texto adorniano, sus exigencias hacia el lector, exprese ese
posicionamiento crítico de una tradición que recoge en su interior voces
divergentes, miradas agonísticas que recorren el mismo paisaje pero que
intentan describirlo de diferentes maneras. Una filosofía de la no compla­
cencia, una escritura que se sumerge en la gramática de lo moderno sin
privilegiar una interpretación totalizadora, sino que prefiere trabajar en

2. Th. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1 975, p. 27.


3. Ibid. , pp. 144- 145 .

136
L E C T U RAS D E A D O R N O : E L O G I O D E L ANACR O N I S M O

los umbrales del sentido, allí donde la opacidad limita las pretensiones de
verdad y donde el dispositivo crítico-negativo puede irradiarse en múlti­
ples direcciones.
Adorno fue un lector que prefirió incomodar a la tradición, que eligió
la óptica del heterodoxo para interrogar aquellas escrituras que le permi­
tirían hacer la crítica de lo existente. Leerlo hoy, prestar atención a sus
itinerarios por los mundos de la filosofía o del arte, de la sociología o del
psicoanálisis, es reclamar esa anomalía ante la clausura que los dispositi­
vos académicos suelen producir. No se trata de leerlo para canonizarlo o,
peor aún, para reducirlo a esquema interpretativo funcionalizable por el
saber universitario que siempre está necesitando de fórmulas ad hoc que
guarden la garantía de un recorrido sin extravíos. Con Adorno descubri­
mos regocijadamente el arte del lector de encrucijadas, de aquel que con
esfuerzo logra encontrar el sendero pero que intuye que la pérdida puede
convertirse en un don. En un texto de 1 9 3 0 ya Adorno señalaba la para­
doja de una aventura intelectual que no podía encontrar en la historia una
significación grandiosa que le proporcionara una salvación permanente, el
remanso de un pensar que se sabe arribado al puerto de lo verdadero. Por
eso «persistentemente la filosofía, en su ansia de verdad, debe proceder
interpretando, sin poseer jamás una clave segura para la interpretación;
la filosofía sólo recibe esos trazos efímeros y huidizos en las enigmáticas
figuras de lo que existe y de sus asombrosos entretejidos; recibe entonces
muy pocos 'resultados', y entonces siempre debe empezar de nuevo . . . »4•
La actualidad de Adorno radica, si es posible expresarlo de este modo, en
su continua inactualidad, en el fracaso de su reducción a fórmula explica­
tiva. Al huir de la atracción abismal del sistema sigue ofreciéndose como
huella indispensable en . u n tie_g1po de indigencia intelectual.
El pensamiento de Adorno es incompatible con la soltura nihilista
(hoy podríamos decir posmoderna) que declara el fin de la historia y la
muerte. de la memoria en una festiva y alucinada exaltación del aquí y
ahora desprovisto de recuerdos y vaciado de sentidos. Adorno enfatiza el
vacío de una cultura que ha roto todos los límites como resultado de la
desmesurada quimera del imperio de la técnica; de una cultura que se ha
ido constituyendo cada vez más de cara al mercado; lógica que despliega
consecuentemente la apoteósis de lo nuevo asumido como fundamento
de una' · sociedad que ha perdido sus huellas y que prefiere lanzarse en
una carrera enloquecida hada el futuro. Por eso escribió que una «praxis
oportuna sería úni<:amente el esfuerzo por salir de la barbarie. Esta, con la
aceleración de la historia a velocidades arrasadoras se ha extendido tanto
que no hay nada que se resista a su contagio»5• Resuena en esta frase la
emblemática afirmación de Benjamin en Las tesis de filosofía de la historia :

4. Th. W. Adorno, •Die Aktualitiit der Philosophie» ( 1 93 1), en S. Buck-Morss, Origen de la


Dialéctica negativa, Siglo XXI, Madrid, 198 1 , p. 1 1 8 .
5 . Th. W. Adorno, Consignas, Buenos Aires, Amorrortu, 1973, p. 1 69.

1 37
LOS H E R M E N E U TAS D E LA N O C H E

«No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barba­


rie»6. En lo más álgido del despliegue civilizatorio burgués, en la época de
la producción metastásica y de la multiplicación infinita de la información,
Adorno reclama, para el pensamiento crítico, una praxis improductiva,
inútil, capaz de sustraerse a las ciegas demandas de la acción.
Sospecha, entonces, ante esa sed de novedad que enferma nuestro tiem­
po y que se ha vuelto el fundamento mítico e intocable de nuestra cultura,
como si cualquier discurso tuviera primero que justificar su promesa de
novedad antes de tener derecho a transitar por el mercado de la cultura y
por los pasillos donde se elaboran los saberes consagrados. Por eso la lec­
tura de la obra de Adorno representa una suerte de ejercicio a contrapelo
y nos coloca en el interior de cierto anacronismo que se vuelve cont�a esa
sed de novedad, ese estar al día de los dispositivos académico-cultllrales.
«La relación con lo nuevo -escribe Adorno en Teoría estética- tiene
su modelo en el niño que pulsa las teclas del piano en busca de un acorde
virgen, nunca oído aún. Pero ese acorde ya existió, las posibilidades de
combinaciones son limitadas, propiamente todo está ya escondido en el
teclado. Lo nuevo es anhelo de lo nuevo, apenas es ello mismó: tal es
su constante mal>>7. En nuestras academias podemos comprobar cómo la
obsolescencia termina por destituir a las últimas novedades discursivas,
de qué modo las lecturas que se pretenden «al día» y que desacreditan la
permanencia, en algunos, de tradiciones desprovistas del falso aura de «lo
nuevo», suelen dejar el escenario sin que nadie se dé cuenta, rápidamente
reemplazadas por la última moda parisina (en los más sofisticados) o por
las voces altisonantes de los estudios culturales de ascendencia norteameri­
cana (en aquellos que tienen reminiscencias de los mestizajes entre culturas
populares y alta tecnología comunicacional).
La lectura de Adorno nos conduce hacia otra geografía de las ideas, nos
exige que nos apropiemos críticamente de tradiciones que alimentaron la
trama de la modernidad, nos exige también que demos cuenta de la memo­
ria que se esconde, en tanto saga intelectual, en nuestros actuales discursos.
Por eso, quizás, las dificultades que presentan sus libros, la densidad de su
pensamiento que nace de las deudas contraídas con la tradición filosófica,
el reconocimiento que sentimos, en tanto lectores, de las herencias que
están sumergidas y que vitalizan el despliegue de las ideas en la escritura
adorniana. Pero también el riesgo de entrelazar tradiciones opuestas, de
atreverse, cuando nadie lo hacía, a refuncionalizar argumentos del con­
servadurismo de ciertos pensadores de la época weimariana para construir
una crítica de las mitologías iluministas. Riesgo de un pensamiento que
hace dialogar a Spengler con Marx, a Nietzsche con Hegel y a Kant con el
Marqués de Sade ; de una crítica que no duda en sospechar de sus propios

6. W. Benjamin, •Sobre el concepto de historia», en La dialéctica en suspenso. Fragmentos


sobre historia, Arcis-LOM, Santiago de Chile, 1 997, p. 52.
7. Th. W. Adorno, Teorfa estética, Orbis-Taurus, Madrid, 1983, p. 5 1 .

138
L E C T U RA S D E A D O R N O : E L O G I O D E L A N A C R O N I S M O

fundamentos a la hora de tener que dar cuenta de las nuevas formas del
horror y la barbarie. El proyecto intelectual de Adorno, ferozmente sacu­
dido por los acontecimientos de un siglo despiadado, fue adquiriendo, con
el paso del tiempo y a medida que la lógica del progreso continuó impri­
miendo su sello en la sociedad, un fuerte rasgo pesimista que se articuló
perfectamente con algunas de las herencias que recibió en su formación.
Resulta imposible buscar en su obra algún núcleo consolador, ciertos ma­
tices que nos aligeren del peso de una época atravesada de lado a lado por
la violencia exterminadora y la banalización cultural. Incluso el Adorno de
Dialéctica negativa da un paso más allá de la apuesta por una «salvación»
de la razón ilustrada que todavía es dable encontrar en su Dialéctica de
la Ilustración, allí donde sostenía con Horkheimer que la «aporía ante la
que nos encontramos frente a nuestro trabajo se reveló así como el primer
objetivo de nuestro estudio: la autodestrucción de la Ilustración»; pero
ese mecanismo autodestructivo de la razón no debía convertirse, a sus
ojos, en su única alternativa, en la clausura de las fuentes libertarias de la
travesía moderna:

No albergamos la menor duda -y ésta es nuestra petitio principii- de


que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado.
Pero creemos haber descubierto con igual claridad que el concepto de este
mismo pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las
instituciones sociales en las que se halla inmerso, contienen ya el germen
de aquella regresión que hoy se verifica por doquier. Si la Ilustración no
asume en sí misma la reflexión sobre este momento regresivo, firma su
propia condena. En la medida en que deja a sus enemigos la reflexión
sobre el momento destructivo del progreso, el pensamiento ciegamente
pragmatizado pierde su carácter superador, y por tanto también su relación
con la verdad8 •

La tendencia aporética de la racionalidad moderna acabaría por apare­


cérsele como un mecanismo irreductible, como la voraz tendencia aniqui­
ladora que haría del último Adorno un pensador antagónico a los vientos
de ép�,ca, a la búsqueda de dispositivos compensatorios y capaces de ofre­
cer alt�rnativas válidas para salir del pantano. El «scil negro» de la historia
estaba\allí para iluminar los diversos rostros de la barbarie. Disgusto en­
tre los académicos ante un� escritura cuya complejidad encriptada volvía
intolerable su enseñanza. Disgusto de ciertas izquierdas que no pueden
tolerar la crítica radical a la que Adorno las sometió poniendo en cuestión
la morfología de un proyecto absolutamente compatible con la lógica
del progreso. Hay en su radicalidad filosófica, en su extremo apego a la
negatividad una declaración de principios que se vuelve incompatible con
los vientos de la época, soplen éstos del este o del oeste. Pero a lo que no

8 . Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid,


82006, p. 5 3 .

1 39
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

renuncia Adorno es a la insistencia de una alternativa emancipatoria que ya


no se asocia al despliegue de las fuerzas productivas9 ni es el resultado de
las contradicciones en el desarrollo de las relaciones de producción, sino
que se entrama con el legado de un mesianismo redetlcional cuya aparición
en la historia carece de cualquier garantía. El recuerdo siempre vivo del
Angelus Novus benjaminiano determinó la visión histórica del autor de
Minima Moralia, lo alejó de una vez y para siempre de cualquier teleología
profana articulada con la escatología de los Últimos Días.
Pensamiento crítico que se sustrae a las funcionalidádes académicas y
que hace resistencia a su conversión en instrumental metodológico; quizás
por eso casi no se lo enseña en nuestras universidades, porque su estudio
implica tina profunda complicidad del lector con las tensiones, las erudi­
ciones y los riesgos del pensamiento de Adorno. No hay facili.dades a la
mano, no es de sencilla digestión ni es reciclable atendiendo a las últimas
demandas del mercado cultural. Leerlo hoy es recobrar, en nuestros empo­
brecidos espacios académicos, la hondura de una filosofía capaz de ejercer
la crítica y la sospecha de los saberes establecidos, capaz de incitarnos a
un regreso creativo a las fuentes de nuestra algo adormecida memoria
intelectual.

La deriva intelectual de Adorno está sabiamente trazada; su derrotero, y


los lugares en los que se detiene, no son accidentales ya que posibilitan la
construcción de un pensamiento capaz de hacerse cargo de la crítica de
una modernidad polifacética. En su libro sobre La filosofía política de la
Escuela de Frankfurt George Friedman destaca especialmente este entre­
cruzamiento que, según él, tiene como eje la crítica del proyecto cultural de
la burguesía. Para Friedman, la Escuela de Frankfurt representa el ejemplo
más acabado y radical «de lucha de los intelectuales» contra la degradación
cultural operada por la modernidad burguesa; por eso aunque «Se apropian
del marxismo por ser éste la crítica más explícita de la vida burguesa, casi
todas las facetas antiburguesas del pensamiento del siglo xx eran aptas
para ponerse a su servicio. Nietzsche, Heidegger y Spengler forman, en
sustancia, parte de la artillería frankfurtiana tanto como Marx y Hegel»10•

9 . E n Dialéctica negativa Adorno reflexiona honda y críticamente alrededor del concepto


de fuerzas productivas señalando sus límites y sus contradicciones: «La liberación de las fuerzas
productivas es una acción del espíritu entregado a dominar la naturaleza, que se halla en afinidad
con el dominio violento sobre ella misma. La dominación violenta puede pasar a veces a segundo
término; pero es imposible eliminarla del concepto de fuerza productiva y aún menos si se halla
liberada; ya la misma palabra producción encierra una amenaza. Como dice El Capital: 'Agente
fanático de la acumulación, obliga a los hombres, sin piedad ni tregua, a producir por producir'•
(Dialéctica negativa, cit., p. 3 04).
10. G. Friedman, La filosofía política de la Escuela de Frankfurt, FCE, México, 1 9 8 7, p. 87.

140
LECTU RAS DE ADORNO: E L O G I O D E L ANACRO N I S M O

También e l psicoanálisis y e l judaísmo se agregan a este fondo genealógico


de Adorno y sus compañeros del Instituto.
La conjunción tan particular y explosiva de estas múltiples expresiones
de la cultura moderna y hasta de tradiciones místicas, tiene que ver con un
clima de época, con una intensa recusación, de parte de los intelectuales y
artistas, del modelo decimonónico y pragmatista que la sociedad burguesa
fecundó a lo largo del siglo XIX ; también emerge como un desesperado es­
fuerzo por contraatacar frente al envilecimiento y degradación generados por
la masificación social y cultural. En este sentido, Adorno recoge una actitud
intelectual que se desarrolló con particular intensidad en las primeras décadas
del siglo xx y que implicó la confrontación del proyecto hegemónico del
capitalismo con la despiadada crítica a la que lo sometieron los pensadores
y artistas de entreguerras, una crítica que, por otra parte, se alejaba de los
núcleos dogmáticos de la escolástica marxista para recuperar viejos motivos
heredados de la tradición romántica. Friedman sostiene que para «compren­
der a la Escuela de Frankfurt se debe admitir que sus raíces estaban tanto en la
derecha como en la izquierda. La contribución de la escuela a la historia del
pensamiento consistió en apropiarse de la crítica de las masas, en beneficio
de la izquierda»1 1 • Pero esa crítica de la sociedad de masas se enfrentó con la
propia matriz de la izquierda que reconocía sus fundamentos en el legado
racional iluminista de la Revolución francesa, legado que exigía el requi­
sito de la defensa a ultranza de la razón pero sin intentar pensarla, como
lo hicieron los frankfurtianos, a la luz de su trágica dialéctica. En cambio,
como acertadamente aclara Friedman, «fue la derecha quien dudó de su
bondad; pensadores como Freud pusieron de manifiesto los oscuros y aun
misteriosos orígenes de la razón. Otros, incluidos Heidegger y Nietzsche,
hicieron ver el carácter problemático de la razón al mostrar cómo desplega­
ba poderes destructivos tanto como salvíficos» 12• Sostenerse en esa tensión
sería uno de los objetivos principales del proyecto filosófico-político de
Adorno, sabiendo, sin embargo, que el núcleo nihilista de la racionalidad
moderna seguiría imponiendo sus condiciones.
É poca de cataclismos, de posiciones extremas, tiempo de nuevas ex­
peri�ncias que hoy nos cuesta entender y que se prefiere abordar desde
el prejuicio y el esquematismo ideológico. En todo caso, una época de
encrucijadas, de caminos peligrosos, de ideas originales y extravagan­
tes, de profunda e inquietante metamorfosis; pero también tiempo del
agotamiento del proyecto decimonónico, del cansancio de los ideales de
progreso y, fundamentalmente, de abrupta y disruptiva aparición de las
masas en la escena política. Para los espíritus sensibles era menester pensar
todo de nuevo, ir hasta el fondo de las cosas, radicalizar las preguntas y
no detenerse ante la posibilidad, cierta, del extravío. Una época histórica
que reunió, de una manera increíble y casi insoportable, una pléyade de

11. lbid., p. ,Hl.


12. lbid. , p . . � 1 .

141
LOS H E R M E N E UTAS DE LA NOCHE

filósofos, artistas, científicos, políticos, conductores de masas e inventores


de ideologías, que invirtieron literalmente el orden de las cosas, que mo­
dificaron de cuajo las creencias y las verdades establecidas; espíritus que
perturbaron irreversiblemente la trama cultural, científica, social y política
de nuestro siglo que ha concluido. Señalemos simplemente algunas per­
sonalidades paradigmáticas : Einstein, Freud, Lenin, Kafka, Wittgenstein,
Picasso, Bergson, Mussolini, Heidegger, J oyce, Weber, Sorel; lista a la que
se podrían agregar otros nombres fundamentales. .
En ese clima tormentoso y revolucionario, pero al mismo tiempo tenso
y sofocante, Adorno fu e encontrando sus lecturas y sus maestros. Allí, en
ese espacio fuertemente sacudido por un terremoto social, Adorno ,tuvo
la oportunidad de «mezclar» las tradiciones, de confrontar y de conjugar
lo que aparecía imposible de reunir. Desde la sensibilidad del músico van­
guardista (fue alumno de Alban Berg y seguidor entusiasta del dodecafonis­
mo de Schonberg) y del filósofo crítico, Adorno no tuvo inconvenientes en
establecer un diálogo apasionante que entrelazó lo más creativo y vivo de
la cultura moderna. Pero, a su vez, sintió el enorme peligro que acechaba
a esa misma cultura, la amenaza de su extinción 13•
Entre la provocación vanguardista y el legado de la tradición Adorno
construyó su peculiar modo de interrogar una época caracterizada por la
metamorfosis general, por la sensación de una vorágine que arrastraba
todo a su paso sin dejar nada intocado. Por un lado la fascinación del
vértigo, de las experimentaciones estéticas y políticas, de los giros esen­
ciales en el campo de la filosofía, y, por el otro, la clara intuición del fuego
arrasador que se aproximaba pronto a devorar aquello mismo que contri­
buía a su expansión. Una cultura que nació anunciando su propia muerte,
que se proyectó sabiendo que su itinerario alcanzaría apenas a doblar un
tiempo estrecho. Adorno fue hijo de esa tensión, su escritura nunca pudo
recuperarse del desbarrancamiento de un mundo que había prometido
las bodas definitivas entre la razón y la libertad y que acabó devorándose
brutalmente a sí misma. Así como Benjamin en sus «Tesis» alcanzó a pro­
fetizar la hecatombe europea asociándola no sólo al ascenso del fascismo
sino señalando la absoluta responsabilidad de los ideólogos del progreso,
Adorno siguió profundizando en esa huella dejada por su amigo antes de
que éste se retirase para siempre de escena. Su preocupación estuvo ligada
al intento de «salvar» la tradición de su propia tendencia autodestructiva,
de impedir que la barbarie travestida en mercancía cultural alcanzara a
dominar la escena de lo humano al mismo tiempo que se instalaba, entre

1 3 . Reyes Mate y Juan Mayorga recuperan en un excelente artículo la expresión benjaminiana


de los Feuermelder o los «avisadores del fuego», como aquellos que avisan de catástrofes inminentes
para impedir que se cumplan. Los autores mencionan al propio Benjamin, a Rosenzweig y a Kafka,
pero yo no tendría inconvenientes en incluir al Adorno de Minima Moralia y de Dialéctica de la
Ilustración (R. Mate y J. Mayorga, «'Los avisadores del fuego' : Rosenzweig, Benjamin y Kafka»,
en R. Mate, ed., La filosofía después del Holocausto, Riopiedras, Barcelona, 2002, pp. 77- 1 04 ) .

142
LECTU RAS D E A D O R N O : E L O G I O D E L A N A C RO N I S M O

nosotros, la gramática del espectáculo y del museo como último giro de


una racionalidad cuya autosuficiencia se sostenía en el abandono definitivo
de su componente crítico y sustantivo. En verdad, el Adorno posterior a
Dialéctica de la Ilustración seguiría su crítica de la modernidad hasta los
umbrales de aquello decible por el lenguaje del concepto, tratando de
pensar todavía con conceptos contra el dominio abrumador del concepto.
Tal vez este programa desplegado en Dialéctica negativa señale los límites
de su proyecto filosófico en el mismo momento en que sigue insistiendo en
el rescate crítico de Hegel y de Marx, de Kant y de Freud, sabiendo, sin
embargo, que se avecina el tiempo de los sepultureros.
El anacronismo adorniano nace del trazo de una escritura que sigue
articulando su decir destemplado con las voces semi-desvanecidas de lo
más intenso de la cultura moderna. É l sabe que la lógica del olvido asociada
con el dominio planetario de la mercancía constituyen la amenaza que se
yergue sobre legados y tradiciones forjadas en el interior dialéctico de una
época del mundo en la que los lenguajes de la emancipación se asociaban
con los de la filosofía y los del arte. Giro crepuscular hacia el dominio
de la insignificancia que va devorando todo a su paso alimentándose de
aquello mismo que le hacia resistencia. Y sin embargo, sostiene Adorno
siguiendo la huella benjaminiana, es fundamental devolverle a la tradición
su intensidad crítica, rescatándola de su enclaustramiento académico o
museístico. Lejos de todo festej o, más allá de cualquier deriva conciliatoria
con la gramática dominante del dispositivo técnico-comunicacional, Ador­
no sigue insistiendo en el fondo crítico y libertario del texto moderno, de
aquellas escrituras que en el interior de la modernidad nunca dejaron
de problematizar sus propios fundamentos.
Su lectura se aleja de los simplismos a los que nos tiene acostumbrado
cierto discurso contemporáneo que suele reducir la complejidad exquisita
del filósofar poscartesiano a una mera construcción dominada por un
sujeto autosuficiente capaz de proyectar sobre la vastedad del mundo las
luces de una racionalidad todopoderosa. Adorno trabaja en los intersticios
de la subjetividad, se detiene en sus opacidades y en sus claroscuros, sabe
de sus fallidos y de sus fracasos, descubre en ellos la oportunidad de una
crítica sostenida en la fragilidad, de una crítica que piensa el presente ac­
tualiiando el pasado, que incorpora la dimensión nostálgica como un gesto
de rechazo a· la hegemonía de la metafísica del instante, del aquí y ahora
como único escenario del fin de la historia. Adorno, en cambio, quiere
sostenerse en la tradición pero atravesándola con los aguijones de la crítica,
imposibilitando su conversión en lenguaje fosilizado, en mero testimonio
de un tiempo cerrado para siempre. Su anacronismo es revolucionario allí
donde impide la consolidación de una tradición meramente costumbrista,
giro reaccionario hacia un pasado apergaminado del que ya no se regresa.
Tal vez por eso resulta incómoda su hermenéutica, su especial atención de
corrientes y autores que han sido enclaustrados en lo que genéricamente
se denomina tradición conservadora.

1 43
LOS H E R M E N EUTAS D E LA N O C H E

Tengo la tentación de definir a Adorno como un conservador de iz­


quierda jugando con el oxímoron y sus resonancias, destacando su in­
clinación por el expresionismo como testimonio no del fin festivo del
sujeto sino de su extraordinario sufrimiento, haciendo pie en la crítica
spengleriana como anticipatoria de su propia crítica de la racionalidad
instrumental, regresando una y otra vez a los grandes lenguajes de una mo­
dernidad despedazada que, sin embargo, sigue guardando en sus márgenes
un potencial utópico que, de todos modos, debe huir de toda posibilidad
de realización. La negatividad adorniana, eso hay que decirlo en estos tiem­
pos antihegelianos, es de raíz hegeliana, se nutre de la potenóa del autor
de La fenomenología del espíritu sin eludir sus contradicciones insalv;ibles
y su caída en el abismo del absoluto. Es en esta perspectiva que SU.san
Buck-Morss escribió pensando en Adorno que la «respuesta necesaria, en
realidad la única respuesta filosófica posible era mantener una posición de
incansable negatividad que no pactara en ningún caso con el statu quo y
que mantuviera viva la independencia crítica del sujeto, salvándola de la
extinción social y del olvido histórico»14• ¿sería arriesgado decir que en
muchas ocasiones Adorno critica en Hegel aquello que también está en
él? ¿Logra acaso eludir el vértigo de una dialéctica cuyo punto de cierre
se devora inexorablemente la diferencia que supuestamente estaba en ella
misma? A favor de Adorno habría que decir que al menos él nunca eludió
el fondo aporético de su crítica de la razón inclusive allí donde intentó
formular un modelo alternativo capaz de portar, todavía, la fuerza de la
dialéctica emancipatoria.

Laberínticos son los caminos de la filosofía; lejos está su abigarrada historia


de ofrecernos una linealidad imperturbable. Desviaciones, contramarchas,
zigzagueas, rupturas, desequilibrios, son algunos de los modos como la
filosofía atravesó la historia de Occidente. Su nacimiento está vinculado
al conflicto con la política, al estallido de la polis griega; desde aquellos
lejanos orígenes las diversas filosofías han intentado, de múltiples mane­
ras, volver a llenar ese vacío entre la dimensión reflexiva y el mundo de la
política. Con obsesión recurrente y desde posiciones enfrentadas, disími­
les, los filósofos han intentado diluir las distancias, superar la separación,
reencontrar el camino de la polis o, por el contrario, dar el salto hacia una
metafísica de la verdad opuesta radicalmente a la violencia irracional de
ese otro mundo articulado en clave política. Historia paradójica que con­
tinúa perturbando en una época que, sin embargo, parece querer resolver
positivamente este desencuentro originario haciendo de la filosofía una

14. S. Buck-Morss, op. cit. , p. 3 3 9 .

144
L E C T U RAS D E A D O R N O : E L O G I O D E L A N A C RO N I S M O

mera acompañante, una ayudante menor, del universo científico-técnico.


El llamado a la acción, las voces que se alzan para reclamar la integración
de la filosofía con el mundo de las más variadas prácticas, los cultores de
las «epistemologías» o los activistas de las políticas revolucionarias, se
hacen cargo, aunque no siempre conscientemente, de esta exigencia hete­
rónoma que emana de la sociedad misma y de la lógica productivista que
la atraviesa de lado a lado.
Hoy más que nunca la filosofía está amenazada de muerte; si es que
esa amenaza no se ha cumplido ya. En realidad, piensa Adorno, no es
necesario declarar su caducidad en una época del mundo que hace tiempo
que dejó de prestar atención al «reino del espíritu». La degradación de la
filosofía, su plegamiento a un nuevo tipo de instrumentalidad del saber,
pone en cuestión, hoy como nunca antes, su existencia, pero también la
deja abandonada a su propia suerte lo que no deja de ser, a su manera, una
oportunidad. Adorno no exige que la filosofía sea reconocida o aceptada;
sostiene, por el contrario, que su hogar debe ser el de la no pertenencia,
el de la fuga, como si estuviera en un «tiempo de espera». Filosofía exi­
liada que aprende a habitar el margen sabiendo que desde las periferias
del sentido se alcanza a vislumbrar mejor aquello que permanece oscuro
para el sentido común. Ese lugar desprovisto de interés práctico (y por lo
tanto extraño a la dominación y a la reproducción social) es el único sitio
desde el cual decir lo no dicho, pensar lo que no se piensa, mirar lo que
no se mira. Al desmarcarse del modelo productivista, o, quizás sería mejor
decir, al ser desechada por el mercado ya que carece de utilidad, la filosofía
se reencuentra con la función crítica, descubre que sólo puede sostenerse
en ella si es que no quiere sucumbir frente a la consagración epocal de
un dispositivo de saber que la condena a ser un instrumento al servicio
de la ciencia positiva. Pero también descubre que ciertos momentos de su
historia emergen en el presente recuperando parte de su verdad.
Pensando en el arte pero estrechamente vinculado con la filosofía,
Adorno plantea que lo que «un día fue verdadero en una obra de arte, y
se vio desmentido por el curso de la historia, podría manifestarse luego
sólo si se han modificado las condiciones en virtud de las cuales fue nece­
sario liqi.iidar esta verdad»15• Al salir del sueño utópico de una fusión con
la pr.µis, la filosofía retoma la relación con su propia historia, se vuelve
anacrónica a-los ojos de la cultura contemporánea. Pero en ese retomar los
hilos perdidos se constituye como conciencia crítica de su presente, salta
por encima del conformismo que hoy amenaza por doquier. El problema y
la esperanza de la filosofía es que carece de «situación social», no tiene un
lugar prefijado, más bien se la deja librada a sus propias fuerzas pensando
que ya no posee ninguna. Verdad a medias que le abre una oportunidad
pero que también amenaza con desarmarla, convirtiéndola en una pura

15. Th. W. Adorno, Teoría estética, cit. , p. 6 8 .

1 45
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H �

máquina retórica. «Tendrá que saber -escribe Adorno- que [. . . ] no es


ya utilizable para las técnicas del dominio de la vida -técnicas en sentido
literal y derivado--, con las que se ha entrecruzado tantas veces»16• Este
«saber» la perjudica en términos de reconocimiento social, la aísla de los
circuitos donde se procesa la praxis actual; pero, precisamente por ello, le
permite iniciar un camino, que si bien es riesgoso y la puede reducir a una
soledad asfixiante, le abre la posibilidad de reencontrarse con su propia
tradición. «La filosofía -continúa Adorno-, a la que basta lo que quiere
ser y que no galopa infantilmente detrás de su historia y de lo real, tiene
su nervio vital en la resistencia contra el actual ejercicio corriente y contra
aquello a lo que éste sirve: la justificación de lo que ya es»17; ·su situación
en la sociedad es incómoda, difícil de sostener, muchas veces desesp�ra­
da, errática, debilitada frente al embate de fuerzas incontenibles. que. .van
colonizando casi todos los espacios. Tal vez por eso Adorno sostenga que
a su «situación en la sociedad, que no debería negar, sino penetrar por
completo, corresponde la suya propia, tan desesperada: la necesidad de
formular lo que de nuevo, bajo el título de lo absurdo, ha sido apresado
por la maquinaria»18• Pensar desde el ojo de la tormenta es, sin duda, un
lugar donde se conjugan el peligro y la oportunidad; no obstante, «es
dudoso que la filosofía, en cuanto actividad ' del espíritu comprensivo,
tenga todavía su tiempo; que no permanezca detrás de lo que tendría que
comprender, el estado del mundo que empuja a la catástrofe». Hasta para
la propia «contemplación -señala con desconsuelo Adorno- parece ser
demasiado tarde»19•
Adorno tiene plena conciencia de que su pensamiento es crepuscular,
que su bordear los límites se imbrica más con la catástrofe que con la salva­
ción. Y, de todos modos, no puede ni desea hacer otra cosa que sostenerse
en esa radical y aristocrática lucidez del espíritu que se conjuga inescin­
diblemente con la desolación ante un tiempo de la historia que somete al
frágil cuerpo humano a fuerzas destructivas. A la filosofía no le queda otro
lugar desde el momento mismo que «no promete salvación alguna y como
posibilidad de esperanza únicamente la del movimiento de la idea, que la
persigue hasta el extremo»2º. Lo romántico emerge poderosamente en esta
tensión que mantiene expectantes a las fuerzas en pugna, pero también lo
trágico está determinando el límite de la propia historia; a través de su ron­
ca presencia lo que queda invalidado es el cumplimiento inexorable de la
promesa redencional, impulsando al pensamiento a un criticismo desespe­
ranzado pero del que no puede sustraerse y al que está condenado si es que

16. Th. W. Adorno, «Justificación de la filosofía•, en Filosofía y superstición, Alianza-Taurus,


Madrid, 1 972, p. 1 0 .
17. Ibid. , p. 1 1 .
18. Ibid., p . 12.
19. Ibid., p. 20.
20. Ibid., p. 25.

146
LECTU RAS D E ADORNO: E L O G I O D E L ANACRO N I S M O

quiere perseverar más allá de toda nostalgia por el absoluto. En Adorno


la tragedia, como en los grandes poetas románticos, desata la creatividad,
el impulso de búsqueda, la apertura de un pensar que interrogativamente
cala hondo en las profundidades de la cultura allí donde la oscuridad de
lo humano compromete su propia continuidad. Su filosofía, anacrónica e
irreverente, se articula en el interior de esta destinación, su potencia y su
desamparo se conjugan y le otorgan su extraña vitalidad. Allí, en la crudeza
de este reconocimiento, es donde la disolución de una palabra que aspira a
transformar la realidad amenaza con eliminar su propia existencia. Tal vez
Adorno, su pensar negativo, represente la persistencia anacrónica de una
historia que sigue oscilando entre la esperanza y la barbarie.

1 47
ENTRE LA RUINA Y LA ESPERA:
VIAJE AL MUNDO DE LAS ALMAS

«Cuando el cristianismo, como una noche de tempestad a l a


que sigue la luz d e l día, pasó p o r sobre las almas, se vio l' I
desastre que, invisiblemente había producido; l a ruina q u l'
sembró se vio únicamente después que hubo pasado. E n ­
tendieron algunos, en verdad, que esa ruina fue provocada
por su partida; pero lo cierto es que fue a raíz de su parti da
que esa ruina llegó a mostrarse en toda su magnitud, y no
porque esa partida la hubiese provocado [ ... ]. Es así como
quedó, en este mundo de almas, la ruina visible, la desgracia
patente, sin la bruma que la disimulara con su barniz de
ternura falsa. Las almas, entonces, se vieron tal cual eran».
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego

1 . Como un espantapájaros al que le seguimos teniendo miedo, los ha­


bitantes de esta época hipertecnologizada nos horrorizamos ante la po­
sibilidad de morirnos. Mientras los avances espectaculares de la ciencia
médica y la ingeniería genética prometen un futuro de inmortalidad, los
que aún habitamos en este tiempo de espera hacia el supuesto triunfo de­
finitivo contra la parca y su guadaña no hacemos otra cosa que resistirnos
a lo único que todavía es confiable: la llegada inexorable de la muerte.
Son pocos, todavía, los que están dispuestos a cruzar la frontera hacia el
más allá en nombre de sus convicciones políticas o religiosas ; la inmensa
mayoría de los seres humanos, sean creyentes fervorosos o ateos conse­
cuentes, seguirá aferrándose con uñas y dientes a la continuidad de la vida
aunque se encuentre postrada o atravesando una enfermedad terminal. Ni
siquiera aquellos que están convencidos de una vida después de la muerte
y que creen en el Paraíso están dispuestos a abandonar las miserias de la
existencia terrenal. Son harto elocuentes las imágenes de Juan Pablo II,
arrasado físicamente, imposibilitado de hablar, su rostro demudado y ex­
presando un extremo sufrimiento que, sin embargo, y siendo alguien que
debería tener garantizada la entrada al valle de las almas resurrectas no está
dispuesto, por ningún motivo, a renunciar a su investidura y a correrse de
su lugar. Algo en su rostro y en sus gestos desesperados nos devuelve la

1 49
LOS HERMEN EUTAS DE LA NOCHE

imagen del miedo atávico que le tenemos, desde los tiempos más remotos,
a esa señora de oscuras vestimentas que maneja el reloj de nuestros días
en la tierra.
Mientras observábamos los esfuerzos de los medios de comunicación
por mostrarnos la entereza espiritual de Juan Pablo 11 que se resistía de­
nodadamente a hacer mutis por el foro, lo que se percibe es el horror
que produce la cercanía de la muerte, sus garras afiladas y heladas que
son resistidas hasta por quien habla en nombre de una creencia en la vida
transmundana. El Papa simplemente no quería morirse y en sus gestos
podemos leer ese deseo humano, demasiado humano que, por gracia de
periodistas y sacerdotes, quiere ser convertido en compromiso con· su fe­
ligresía. Hoy, ciudadanos de un mundo telemático, no hacemos otd cosa
que mirar morir tratando de que siempre eso le ocurra al otro : muerte. vio­
lenta en las calles de las metrópolis contemporáneas, muerte devastadora
e incalculable en el sudeste asiático donde la naturaleza nos recuerda que
sus actos no dependen de ningún esfuerzo por anticiparlos, muerte blanca
en las salas de terapia intensiva, ese lugar en el que los seres humanos han
perdido toda potestad y se transforman en meros cuerpos disponibles para
ser atravesados por la tecnología y el poder médicos, muerte en guerras
hechas en nombre de la civilización, la democracia y la libertad, muerte
en nombre de los explotados y los humillados, muerte en nombre de Dios.
Todas las formas de la muerte que, sin embargo, nos recuerdan una cosa
por la que pocos preguntan en nuestros días cruzados por el deseo de la
inmortalidad y la persistencia de los mil rostros de la parca: ¿qué significa
vivir ? O, mejor aún, ¿ cómo prepararnos para morir aprendiendo a vivir ?
Simplemente nos hemos vuelto analfabetos ante lo más elemental,
aquello que desde siempre ha perseguido e inquietado al espíritu humano.
Olvidados de lo que significa la construcción de una vida buena, absorbidos
completamente por el vacío mercadolátrico y comunicacional, impúdicos
fisgones de la muerte ajena, nos desesperamos por perpetuar infinitamente
existencias huecas que repiten, día tras día, los rituales de la morbosidad
ante el sufrimiento del otro, deslumbrados ante las imágenes de cuerpos
devastados y moribundos que se resisten a morir, pero incapaces para
interrogar por el sentido de nuestras propias vidas.
Nunca, como en esta época, se hizo tan presente la muerte, pero nun­
ca, como ahora, se nos volvió más oscura e incomprensible, alejada por
completo de nuestra cotidianidad allí donde la habita plenamente. En otros
tiempos los diversos modos de la cultura habían logrado convivir con la
muerte ; su presencia, absolutamente ordinaria, caía baj o las formas del
símbolo y la metáfora religiosa o espiritual; en la actualidad, cuando su
circulación es ostentosa y casi inverosímil, no encontramos los paliativos
para aceptarla, ni siquiera pareció encontrarlos el sumo conductor de la grey
católica que siguió haciendo desesperados esfuerzos por eludir lo ineludi­
ble. En la apoteosis del consumo y el hedonismo individualista la muerte
es una presencia insoportable, el anuncio imposible de cuerpos que dejarán

150
·,
E N T R E L A R U I N A Y L A E S P E R A : V I AJ E A L M U N D O D E L A S A L M A S

de ser j óvenes y espléndidos para entrar e n l a noche de su absoluta cad uci­


dad. Simplemente no estamos preparados para morir porque tampoco l o
estuvimos y lo estamos para vivir una vida digna de ser vivida. Los sacer­
dotes de iglesias vacías son el testimonio de que ni siquiera, hoy, ayudan al
buen morir. Sus templos y sus palabras han perdido credibilidad o, como
la imagen del Papa, se han convertido en la expresión bizarra de creyentes
que ni siquiera saben qué hacer con la muerte, que apenas si muestran, con
los rostros desencajados, el horror ante lo inexorable. Tal vez uno de los
síntomas más elocuentes de la extraordinaria crisis civilizatoria sea, preci­
samente, la imposibilidad de interrogar por el sentido de una vida que no
puede ni quiere eludir su propia muerte. Detrás del sueño biotecnológico
de la inmortalidad se agazapa el propio fin de lo humano, allí donde olvide
el significado fu ndamental de la muerte para el buen vivir1 •
Dos imágenes que, al superponerse, nos ofrecen las claves para intentar
comprender lo que nos sucede : por un lado lo ya dicho del Papa y de su
calvario mediático, esas imágenes que desbordan toda creencia para entrar
en el territorio de la morbosidad y la despiadada lucha por la sucesión, mos­
trando que en la imposibilidad papal de hablar se escondía una metáfora
mucho más sutil: la incapacidad de la propia Iglesia para decir algo verda­
dero en esta época; y por el otro lado, los esfuerzos del neopuritanismo
conservador y fundamentalista norteamericano, apoyados por Bush, por
hacer de la lucha contra la decisión de desconectar el cuerpo vegetativo
de Terri Schiavo una cuestión efectivamente política, mostrando que es
posible una alianza entre lo más retrógrado y el esplendor capitalista; que
el Imperio americano amenaza con arbitrar vida y muerte de todos sus
súbditos apelando a la misericordia de Dios.
Para decirlo con otras palabras: que Juan Pablo 11 pudiera morirse
dignamente, como cualquier otro ser humano, liberado aunque sea en
sus últimos minutos de la telaraña inmisericorde que lo rodea, y que Terri
Schiavo, o lo que quedaba de ella, muriera de una buena vez para que su
imposible existencia dejara de ser argumento de la más abyecta reacción.

·1. J�an Baudrillard escribió un pequeño pero significativ� ensayo en el que se detuvo ante
la cue,stión de la inmortalidad, ante el deseo de anular de una vez y para siempre la muerte como
condi �ión de la propia vida humana y de la vida en general: «Hay algo escondido dentro de noso­
tros: riúestra propia muerte. Pero algo más está oculto, al acecho, dentro de cada una de nuestras
células: el olvido de la muerte. En las células acecha nuestra inmortalidad. Es habitual hablar de
la lucha de la vida contra la muerte, pero hay un peligro inverso. Y tenemos que luchar contra
la posibilidad de que no muramos. Ante la más ligera vacilación en la lucha por la muerte -una
lucha por la división, por el sexo, por la alteridad y, por tanto, por la muerte- los seres vivos se
vuelven de nuevo indivisibles, idénticos entre sí e inmortales [ . . . ]. Después de la gran revolución en
el proceso evolutivo (la llegada del sexo y de la muerte) aparece la gran involución: su objetivo es,
a través de la clonación y de muchas otras técnicas, liberarnos del sexo y de la muerte. Donde una
vez las criaturas vivas se esforzaban, a lo largo de millones de años, por liberarse de esta clase de
incesto y de entropía primitiva, altora nosotros nos encontramos, a través de los avances científicos
mismos, en el proceso de recrear precisamente esas condiciones. Estamos trabajando activamente en
la ' des-información' de nuestra especie a través de la anulación de las diferencias» U. Baudrillard,
La ilusión vital, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, pp. 7-8).

151
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

Quizás ambas muertes postergadas nos permitan indagar por e l rumbo de


la vida actual, iluminar lo que significa, hoy, el espectáculo entre impúdi­
co y frívolo de una civilización que al aspirar a la inmortalidad no hace
más que favorecer los múltiples modos de la reproducción de una muerte
desatada de su imprescindible compañera: la vida.

2. ¿se puede separar el estado de las almas de las encrucijadas en las


que se encuentra el vivir ? ¿ Qué sucede cuando el mero transcurrir se ha
apoderado de nuestras vidas ? Claro que ese transcurrir ·está signado por
una altísima dosis de consumo hedonístico, de supuesto deseo satisfecho
y de fascinación ante la espectacularidad tecnológico-informacional. Lo
que parece destituido es el gesto de un interrogar crítico que no se v11elva
trivialidad periodística o materia prima de la máquina académica. Es djfícil
sustraer nuestros actos y nuestras intenciones a esa sensación de sinsentido
que atraviesa las prácticas contemporáneas, de un sinsentido que surge de
comprobar que nada subvierte efectivamente la marcha triunfal de la so­
ciedad de mercado. Al colocarnos en el andarivel de la crítica no hacemos
otra cosa que ocupar un lugar previsible que, y eso no deja de ser patético,
ya nos ha sido previamente asignado. Las escrituras del malestar, prolíficas
en esta época de oscuridades múltiples, se adaptan perfectamente a las
demandas de un mercado cultural que cada tanto necesita confrontarse
con sus frustraciones y sus críticos. Los lee con avidez, los discute, los
incorpora al canon de los estudios culturales o de género, y luego los deja
a un costado sabiendo de su inutilidad.
De todos modos la pregunta surge imprescindible, se abre paso dentro
de nosotros tratando de interrogar por una actualidad que no ha dejado
de transformar cada uno de nuestros supuestos y cada experiencia de la
que nos creíamos deudores. Escribir sobre el estado de las almas es topar­
nos de frente con el vaciamiento de aquellas ideas y sustantividades que
le dieron forma y expresión a nuestras vidas, es mirar con los ojos cargados
de desilusión una escena del mundo que nos devuelve vacío y trivialidad
pero envueltos en una poderosa manifestación de acontecimientos que
nos impiden permanecer absortos con nuestras dudas y deudas interiores.
Acontecimientos que se multiplican, que nos asaltan y nos dejan atónitos
porque nos cuesta incorporarlos a una taxonomía, darles una ubicación
en los restos de lo que pudo haber sido una concepción del mundo capaz
de abrirnos el horizonte de la realidad de acuerdo a proyectos y sueños, a
gramáticas portadoras de una inteligibilidad posible sobre el orden de esa
misma realidad que ahora se nos sustrae aunque sin dramatismo, como
acompañando el silenciamiento del alma que parece no aspirar a otra
cosa que no sea la instalación confortable en la existencia burguesa o en
lo que queda de ella. Haber habitado los tiempos de la revolución tiene
gravosas consecuencias, nos ha dejado, en gran medida, mutilados de una
parte esencial de nosotros mismos allí donde sus fulgores se han apagado
definitivamente en medio de una sociedad que festeja su propia banalidad

152
E N T R E L A R U I N A Y L A E S P E R A : V I AJ E A L M U N D O D E L A S A L M A S

y su insistente tendencia a l a autodestrucción. Descubrimos, sorprendidos


a medias, que no estábamos preparados espiritualmente para hacernos
cargo de este tiempo de indigencia, que las sutilezas teóricas por las que
nos movimos con facilidad y hasta con cierta displicencia no nos permiten,
ahora, responder a la sensación abismal que se abre alrededor nuestro.
Filosofías, políticas, ideologías, recursos intelectuales que, hasta ayer no­
más, sirvieron de brújulas para orientarnos en los flujos y reflujos de la
historia pero que hoy se han vuelto raquíticos, insustanciales, fórmulas
que todavía parecen tener algún valor en la academia pero que ya no nos
cobijan el alma. Espectralmente sus figuras siguen recorriendo una escena
que, mientras tanto, se ha transformado brutalmente.

3 . Mientras escribo tratando de indagar por el estado de las almas,


por escrutar mi propia sensibilidad en medio de la tempestad de una histo­
ria despiadada que nos ha dejado sin el reparo de la esperanza, recordaba
el «acontecimiento» que dominó la escena hace muy poco tiempo, aunque
la brutalidad de la información se lo haya devorado sin misericordia y
hoy nos parezca lejano, el que se difundió masivamente a través de los
medios de comunicación, fue el de la agonía de Juan Pablo 11, una agonía
que, si podemos inscribirla en el síntoma de la época, tal vez nos permita
entender algo de lo que nos está sucediendo o de lo que hemos olvidado.
No deja de ser imperioso destacar que son muchas las formas del olvido
que, hoy, se asocian a la expropiación de la experiencia de la que hablaba
Benjamin cuando Europa se confrontaba con su propia barbarie. Hemos
olvidado en un doble y dialéctico movimiento lo que significa vivir y lo que
significa morir; anestesiados en el instante en que somos bombardeados
sistemáticamente por cientos de imágenes del dolor y el desamparo, de
infinitas formas de la muerte que señorean el crepúsculo de Occidente, y,
sin embargo, se levantó delante nuestro la inevitable muerte del Papa, una
muerte en cámara lenta y cargada de la emotividad que sólo los lenguajes
impúdicos de la industria del espectáculo y la información saben elaborar
con meticulosa soberbia técnica. Artesano mefistofélico de golpes de efecto
capa�es de penetrar el fondo de las masas telemáticas, ese lenguaje de épo­
ca ha sabido desplazar cualquier otra posibilidad creando las condiciones
para un duelo artificial en consonancia con el verdadero vacío que silencia
las gargantas de los espectadores. Vale mucho más ese gesto demudado
de un Papa moribundo que no puede alcanzar a proferir ni siquiera una
palabra que cualquier intento de interpelar el sentido más profundo de una
situación de desamparo. Hay algo más que un gesto metafórico en ese grito
acallado, en ese dolor que desfiguraba el rostro de Juan Pablo 11, en él, a
través de él, se evidenciaba la nada de sentido de una religiosidad carco­
mida por sus propias carencias, huérfana de sus orígenes, de sus fulgores
espirituales y convertida, casi exclusivamente, en institución profanadora
de los antiguos símbolos redencionales que habitaban el mensaje de Jesús.
Son los medios de comunicación los que fijan el climax, los que preparan

1 53
LOS H E R M E N EUTAS DE LA N O C H E

a las masas para asistir al calvario telecomunicacional, los que diseñan el


paisaje del sufrimiento acotado al lento agonizar de un hombre cuya voz
enmudecida replica el enmudecimiento de la cultura contemporánea. Ya no
importan las palabras fracturadas antes de pronunciarse, lo que se vuelve
dominante y significativo es el instante eternizado por la imagen, la bru­
talidad con la que el dispositivo técnico puede, en un mismo movimiento
de extraordinaria fu erza emocional, proyectar hacia todos los confines del
planeta el calvario de un hombre rodeado espectacularmente por un aura
de sacrificio y santidad que vale por mil palabras.
Lo espiritual ha mutado hacia el universo mucho más elocuente de
la imagen teledirigida, construida con la astucia de la manipulación que
viene a acomodarse a las necesidades de esos millones de espectadores
que abandonaron cualquier otra referencia que no emane del nu_evo .dios
de la época. Es llamativo que en los días crepusculares del cristianismo
occidental lo que vaya quedando de él como nueva religiosidad adecuada
a las demandas de los tiempos actuales sea, vaya paradoja, el dominio de
la más absoluta de las idolatrías. La cámara que logra capturar el gesto de
dolor extremo y que multiplica esa imagen penetrando en la intimidad
más abismal de las multitudes, o aquella otra en la que se ve a un Papa
sufriente cargando su cruz que se mimetiza con la de Cristo, envuelto en un
manto de un blanco purísimo, su rostro apesadumbrado por los males del
mundo, su mano izquierda cerrada vigorosamente sobre el bastón-cruz, y
el viento que hace flamear el manto y sus cabellos también blancos es, qué
duda cabe, una obra perfecta de la estética massmediática, el corolario
que permite aprehender, en una sola imagen, la totalidad del mensaje que
se quiere transmitir ahorrándose palabras y complicaciones. Todo está allí,
sin tropiezos ni opacidades, sin las dificultades hermenéuticas que emanan
de los textos o de las palabras. Su calvario, su identificación con el hijo de
Dios, la espiritualidad más honda, la pureza y la virilidad de la fe, todo
sin excepción se encierra en esa bella y sugerente imagen que recorrió el
mundo. Si queremos hablar del estado de las almas la escenificación de la
agonía papal constituye una estación ineludible.
Tal vez no sea una paradoja la apoteosis de idolatría que envolvió el
memento mortis de Juan Pablo 11; quizás estemos ante el cierre de una pa­
rábola que se inauguró con la fusión esplendorosa de cristianismo paulino
y helenismo tardío, una fusión que desplazó las raíces veterotestamenta­
rias, las de la letra y su interpretación, las del cosmos organizado por la
palabra, por la irrupción de lo iconográfico, por su regreso triunfal después
de las estrictas prohibiciones mosaicas. Del pueblo del Libro a la cultura
de la imagen, un nuevo universalismo imperial comenzó su despliegue
histórico en aquellos siglos en los que la decadencia romana se encon­
tró con la juventud católica. De ese encuentro formidable, especulado
imaginariamente por el apóstol de los paganos que se ocupó de crear las
condiciones de un nuevo dispositivo institucional-religioso, pasando por
la hegemonía medieval y su oscurecimiento moderno-secular, hasta esta

154
E N T R E L A R U I N A Y L A E S P E R A : V I AJ E A L M U N D O D E L A S A L M A S

extraordinaria chance d e renacimiento impulsada por la estética d e los


medios de comunicación y la sagacidad de un Papa que supo decodificar
el sentido de los nuevos lenguajes y su capacidad de construcción de u n
público disponible para esas nuevas formas de «experiencia», el periplo d e
l a Iglesia nos permite tomarle e l pulso a los diversos ritmos cardíacos d e la
historia, nos ofrece la posibilidad de apreciar de qué modo somos testi­
gos de una formidable consumación epocal que cristaliza alrededor de la
muerte de Juan Pablo 11. Quiero decir que constituye un hito de extrema
importancia, una dramática puesta en escena que irradiará nuevas lógicas
del sentido y definirá, tal vez, nuevas alquimias que modificarán las actuales
formas de la religiosidad y de sus complejos entramados seculares. No es
que estemos ante una novedad relampagueante o que nos sorprendamos
por la apoteosis mediática organizada alrededor de los últimos días del
Papa es, más bien, la consumación de una época y de sus recursos tecno­
lógico-comunicacionales la que se manifiesta con especial potencia, la que
brinda la posibilidad de indagar mejor aún sobre el estado de las almas en
nuestra actualidad.

4. En el comienzo de este ensayo intenté interrogar por lo que nos


está sucediendo con la muerte, sus ambigüedades, sus claroscuros, su pre­
sencia al mismo tiempo constante y difusa, una presencia que rediseña la
travesía de cuerpos y almas en el marco de una perturbadora ausencia de
espiritualidad que, sin embargo, parece estar eligiendo nuevos modos de
reinserción en la trama de una sociedad perpleja ante una deriva que fue
vaciando de sustantividad los múltiples lenguajes que buscó para compen­
sar el oscurecimiento de lo sagrado. El largo adiós del Papa, su dramatiza­
ción espectacular coronada con una muerte asociada al dominio definitivo
de los lenguajes audiovisuales, está anticipando, quizás, un giro respecto
a los recursos de la religiosidad para reinstalarse en el seno de la vida
cotidiana. No deberíamos subestimar la combinación que se está dando
entre la sensación de vacío que emana de la sociedad secular-moderna, la
incomodidad cada vez más evidente de muchos ante el sinsentido de la vida
atrapada pura y exclusivamente en las redes de la economía, la técnica y el
mercado, la enorme capacidad de los medios de comunicación para glo­
balizar imágenes y sentimientos nacidos en el laboratorio pero que se co­
rresponden con demandas efectivamente gestadas en el seno de la sociedad
y los recursos, aún vigentes, de las instituciones religiosas para apuntalar,
en este tiempo de indigencia espiritual, las necesidades vacantes o dejadas
vacantes por el fracaso de las ideologías modernizadoras. Desconocer estas
alquimias en nombre de una supuesta secularización triunfante implica
perder de vista el carácter equívoco, al menos, de los tiempos por los que
estamos atravesando; significa, también, desgajar el carácter constructivo
de identidades que emana del lenguaje comunicacional, de su inevitable
nihilización asociada al dominio de lo fugaz e instantáneo. Colocarnos
en el bando de los que con fascinación acrítica reivindican la cultura del

155
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

espectáculo, de aquellos que se apresuran a acompañar el dominio cada vez


más extendido de la imagen, supone perder de vista lo que en un bello e
intenso ensayo de finales de los ochenta, George Steiner denominó, al dar
cuenta de esta época y del papel hegemónico de los medios de comunica­
ción, la metafísica de lo efímero, es decir, el predominio de un lenguaje
y de una estética afincados en lo fugaz, en lo instantáneo, en lo que al ser
se desvanece para dejar su lugar a la última novedad enmarcada en la ló­
gica del espectáculo periodístico. Para Steiner, el periodismo representa la
consumación inequívoca de esta ruptura de la duración y de la tradición,
su presencia expandida universalmente agota toda otra percepción del
tiempo que no sea la llamada a durar apenas un instante. · ·

Ya no se trata solamente de esa metafísica triunfante que diariarriente


reafirma sus cualidades a través de los medios de comunicación, también,
y esto es crucial, se trata de una radical estetización de la vida. Así como
Michel Foucault señalaba el giro biopolítico de la modernidad, y Giorgio
Agamben, partiendo de esta constatación, desplegaba su crudo análisis de
la soberanía y de la nuda vida, el dominio de la forma como síntoma de la
modernidad destacado genialmente por Nietzsche transformó de modo
radical no sólo nuestra idea de verdad si no que redefinió la trama más
profunda de la percepción y de la construcción de la vida en nuestra con­
temporaneidad. Esta estetización generalizada, que abarca desde el mundo
de los objetos hasta la presentación de las ideas políticas o filosóficas y
que, obviamente, involucra los fenómenos religiosos, ha adquirido una
hegemonía fabulosa al punto de hacer estallar las referencias tradicionales,
aquellas que se afincaban en la lógica del contenido o que eran portadoras
de valores asumidos como sustantivos. Nada resiste el dominio de la forma
bella, nada se sustrae al papel reconfigurador de los lenguajes comunica­
cionales que se apoyan, fundamentalmente, en el impacto normativizador
de los lenguajes estéticos expandidos hacia todos los rincones del mundo y
de la vida. En este sentido, las imágenes de Juan Pablo 11 deben inscribirse
en este abrumador dominio del lenguaje de la espectacularización esteti­
zada que logra crear las condiciones para un impacto fenomenal capaz de
instalar, en la escena contemporánea, una experiencia del calvario que se
choca de frente con la cultura del hedonismo que habita los deseos masi­
vos de la época. Una nueva mercancía poderosa y aurática surge de esas
imágenes del Papa preparando, quizás, el terreno para una fu erte ofensiva
de un catolicismo menguado que puede encontrar, en esa epopeya del
sufrimiento y la entrega, una energía de la que últimamente careció. Las
imágenes pueden obrar milagros.

5. Leni Riefensthal supo captar el pulso de su época al elaborar cine­


matográficamente las imágenes del congreso del Partido Nacionalsocialista
en Núremberg; descubrió la magia que irradiaba de un montaje capaz de
proyectar de una manera anticipatoria el fervor de unas masas anhelantes,
fascinadas ante la espectacular estetización del Reich milenario y de su

156
E N T R E L A R U I N A Y L A E S P E R A : V I AJ E A L M U N D O D E L A S A L M A S

Führer diseñada espléndida y revolucionariamente por quien aprendió a


decodificar la nueva escena político-cultural. El régimen utilizó a destajo
esas imágenes y se apropió del dispositivo inaugurado por el cine, del mis­
mo modo que absorbió con inusitada rapidez la invalorable potencia de la
radiodifusión para penetrar sin mediaciones en cada hogar aunque fuera
del rincón más apartado del país. La sagacidad de Goebbels, la genialidad
artística de Leni Riefensthal supieron plasmar la alianza entre medios de
comunicación, cine y política de masas abriendo un camino que, inde­
pendientemente de las diversas características de los regímenes, sería una
constante del siglo xx, cuya apoteosis actual pudimos contemplarla en la
agonía y muerte del Papa, la espectacular cooptación que la televisión ha
hecho y seguirá haciendo de este momento histórico.
Baudelaire, anticipándose genialmente a la consumación de la mer­
cancía como núcleo de la expansión capitalista, comprendió el carácter de
fetiche de los objetos exhibidos en las marquesinas allí donde por la magia
de una experiencia inédita se lograba escindir el valor de uso del valor de
cambio de las mercancías, rodeando a éstas de una nueva e insospechada
potencialidad. En Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occi­
dental, Giorgio Agamben describe adecuadamente esta innovación gestada
por el autor de Las flores del mal que, ante la Exposición Mundial de
París, descubre el proceso de estetización de las mercancías, de una nueva
poética que emana de la segunda revolución industrial que ya no puede
ser vista ni pensada a partir de su reducción a mero fenómeno económico.
Así como Marx había señalado las «sutilezas metafísicas» y las «argucias
teológicas» propias del reino mercantil burgués, Baudelaire percibió que la
«gran novedad que la Exposición había hecho ya evidente para un ojo sagaz
como el suyo era que la mercancía había dejado de ser un objeto inocente,
cuyo goce y cuyo sentido se agotaban en su uso práctico para cargarse de
aquella inquietante ambigüedad a la que debía aludir Marx doce años más
tarde hablando de su 'carácter de fetiche' »2• Esta profunda comprensión
del núcleo de la sociedad burguesa le permitió también visúalizar lo que
sucedería en la esfera del arte, en la irradiación inexorable de esa nueva
fetichiza�ión hacia la creación artística. «De ahí también su insistencia en
el carácter inasible de la experiencia estética y su teorización de lo bello
comp epifanía instantánea e impenetrable. El aura de gélida intangibilidad
que empieza desde ese momento a rodear a la obra de arte es el equivalente
del carácter de fetiche que el valor de cambio imprime en la mercancía»3 •
La consumación ·de este proceso se dio plenamente allí donde se produjo
la conjunción de las formas industriales, las innovaciones en el campo del
arte y los lenguajes audiovisuales. Lo que Baudelaire anticipó, Nietzsche
lo definió a partir del dominio de la forma sobre el contenido, y en los

2. G. Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, trad. de T. Se­


govia, Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 86.
3 . Ibid., p. 87.

157
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H l

años sesenta Guy Debord logró aprehenderlo en su «Sociedad del espec­


táculo». El siglo XX terminó de gestar la alianza entre mercancía, industria
y estética de masas haciendo de los lenguajes audiovisuales el eje de una
nueva construcción del imaginario cultural. Lo que antes era disímil, lo que
seguía por andariveles distintos, ahora se conjugó en un mismo escenario,
entramando prácticas y discursos, sensibilidades y objetos, volviendo equi­
valentes lo político y lo mercantil, lo deportivo y lo ideológico, sabiendo
que el ojo de las masas se corresponde con las ofertas emanadas de la
industria del espectáculo y de la información. Incluso las viejas formas de
la emancipación, sus prácticas y sus cristalizaciones históricas quedaron
absorbidas, en una medida no menor, por esta lógica emanada de la radical
estetización de vida, cuerpos, deseos y utopías.

6 . En un oportuno ensayo sobre Sigfried Kracauer, Enzo Tra�erso


se interna en la problemática de las primeras décadas del siglo xx, en ese
clima entre apocalíptico y romántico que desnudaba, a su vez, la percep­
ción de un hondo vacío espiritual. El estado de las almas en la Europa de
entreguerras tiene más que una similitud con nuestra actualidad aunque
sobre esa época grávida de novedades haya irradiado, de un modo único y
arrollador, el frenesí de la revolución y de la guerra, el impacto de las in­
éditas tecnologías de la comunicación y las subversiones de las vanguardias
estéticas. «No se trataba de interrogarse sobre la existencia de Dios -seña­
la Traversa--, sino de aceptar las obligaciones de un mundo secularizado y
desencantado, donde el eclipse de lo divino había hundido a los hombres
y a las mujeres en una 'jaula de hierro' (Weber), obligándoles a vivir en
una realidad escindida entre progreso técnico y empobrecimiento interior,
condenados a la terrible condición de una vida 'sin refugio espiritual' (geist
obdachlos)»4• Esa condena a «una vida sin refugio espiritual» no parece ser
muy distinta a lo que se percibe en este comienzo de siglo, cuando, y más
allá de los mediáticos renacimientos de religiosidades masivas, lo que do­
mina la escena es el descreimiento y el desamparo. Simmel escribió páginas
indispensables para pensar acerca de la «tragedia de la cultura moderna» ;
Weber nos puso en guardia ante el peligro del «regreso de los dioses dor­
midos», alertando a una sociedad que parecía dispuesta a dejarse convocar
por un nuevo aquelarre pagano; Thomas Mano nos ofreció, a través de la
figura emblemática del jesuita Naphta de La montaña mágica, el núcleo
de un discurso entre apocalíptico y revolucionario que se estaba gestando
en su época; Benjamín, en sus «Tesis», simplemente nos hizo tomar nota de
la dialéctica entre modernidad y barbarie, haciendo añicos, de una vez y
para siempre, cualquier ingenuidad respecto a los lenguajes y las prácticas
del progreso; Musil, en El hombre sin atributos, nos permitió fisgonear el
absurdo y la descomposición de la cultura vienesa como expresión de una

4 . E. Traverso, Cosmópolis. Figuras del exilio judeo-alemdn, trad. de S. Rabinovich, UNAM,


México, 2004, p. 259.

158
E N T R E L A R U I N A Y L A E S P E R A : V I AJ E A L M U N D O D E L A S A L M A S

decadencia anticipatoria d e l a modernidad occidental y Kafka nos ofreció,


entre otras cosas indispensables, la terrible evidencia de la soledad del indi­
viduo atrapado en los engranajes judiciales, en esa colosal máquina de ex­
propiación asociada al apogeo de una civilización racionalburocrática. No­
sotros, nuestra actualidad, somos aquellos que habitamos un tiempo que ha
quedado más allá, incluso, de estas críticas propias del clima de entregue­
rras; críticas que, más allá de sus escepticismos, giraban, todavía, alrededor
de una intensidad modernista y de una voluntad transformadora. Nuestra
intemperie es, tal vez, mayor, más aguda, más destemplada y, por eso, quizá
seamos testigos de regresos potentes y peligrosos de los «dioses dormidos».
El clima de desconcierto que siguió al 1 1 de septiembre de 200 1 , el
aterrorizamiento ante la escalada del fundamentalismo islámico capaz de
romper todos los límites, las subsiguientes guerras de Afganistán y de Irak,
el neopuritanismo encarnado por Bush y sus halcones neoconservadores, la
enorme frustración de los millones de manifestantes contra la guerra que
vieron cómo su protesta era acallada por los misiles anglonorteamericanos,
son señales de una época cargada de nubes oscuras que, a un ritmo cada
vez más intenso, descargan sus tormentas sobre los atribulados habitantes
de un mundo sin brújula. Y en medio de las asechanzas indescifrables se
yergue dominante el dispositivo de las tecnologías de la comunicación y
la información, vomitando imágenes saturadoras, crueles, impiadosas que
refuerzan la angustia ante la imposibilidad de eludir los cataclismos bélicos
y naturales. Simplemente las imágenes han reemplazado a las palabras,
las han acorralado y devastado imponiendo su lógica y desplegando su
intensidad inigualable a la hora de hipnotizar y agotar, de multiplicar y
anestesiar dejando exhaustos a los televidentes globales.
Esas imágenes del horror han dejado paso, en los últimos tiempos,
a su contracara, no menos intensiva y saturadora, la del epílogo del
papado de Juan Pablo 11 ofreciendo, ahora, los rostros renacidos de la
devoción religiosa, de la unción espiritual de esas mismas masas que en
las últimas décadas llenaron entusiastas los shopping centers. Técnicas
importadas de las estéticas de la publicidad y del cine, hijas a su vez de
algu11os logros extraordinarios de las vanguardias artísticas y de los anun­
cios baudelarianos que señalaron la nueva conjunción de arte y valor de
cambio. Nuevas formas del fetichismo que apuntan a llenar un enorme
vacío · en el alma de la sociedad contemporánea. Escenificación de mitos
ancestrales que, como los dioses crepusculares, retornan de la mano de
la espectacularización iconográfica. Del mismo modo, que en el último
mes vimos cómo estallaban las calles de las principales ciudades francesas
abriendo las compuertas para una protesta descentradora de toda anti­
gua gramática emancipatoria, desprovista de esos recursos simbólicos que
asociaban, hasta no hace mucho tiempo, la lucha callejera con el ideal
transformador. Época sin brújula en la que el prejuicio, el resentimiento,
la banalidad massmediática, el fracaso de los mecanismos de integración y
el encriptamiento social y cultural parecen haber arrinconado las arcaicas

159
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

intensidades emancipatorias, o , tal vez, preludio de otro tiempo en el que


inéditas formas de organización y reclamo recreen los olvidados disposi­
tivos de los sueños de justicia forjados en los albores de otra modernidad.

7. Cuando, allá por los años ochenta, se anunciaba a los cuatro vientos
y con evidente regocijo la muerte de las ideologías que venía acompañada
por la consagración del pragmatismo liberal y su inevitable consumación
que, a su vez, consumaba y consumía los conflictos otrora dominantes en
el seno de la historia, lo que no se mensuraba eran las diversas estrategias
de resistencia a esa consumación, el retorno de lo arcaico pero profunda­
mente transformado por el propio éxito de la modernidad secularizadora.
El derrumbe entre estrepitoso y patético del sistema soviético que le :dejó
el campo libre al capitalismo occidental para apropiarse impune y .<;:íni­
camente de todos los mercados del planeta ejerciendo como nunca en la
historia un poder casi unívoco, despejó otros terrenos, más oscuros, tal
vez olvidados o despreciados, que harían regresar al seno de esa misma
historia supuestamente aplacada las voces, dormidas, de inéditas varian­
tes de integrismos religiosos y nacionales fusionados con los dispositivos
técnicos de la propia modernidad que se venía a repudiar.
Los últimos veinte años aceleraron el despliegue portentoso de las
tecnologías de la información modificando de cuajo las percepciones y
el modo de habitar un mundo atrapado, ahora, por las mil formas de
la virtualidad y la instantaneidad. Cada acontecimiento, significativo o
insignificante, podía convertirse gracias a esas tecnologías y a la universali­
zación absoluta de los lenguajes comunicacionales, en «el acontecimiento»
decisivo, cuya presencia se volvía tan determinante como fugaz, envuelto,
como todo acontecimiento en la época actual, por un velo de misterio, o
atravesado por la fuerza de un azar cósmico. Y junto a la proliferación de
esta verdadera revolución de la vida operada por las innovaciones técnicas
comenzó a manifestarse, con creciente intensidad, un nuevo malestar en
la cultura, nuevas formas de inquietud de aquellos habitantes de un sis­
tema global cada vez más carenciados de cualquier referencia cobijadora
o portadora de orientaciones para esa vida esencialmente quebrada por
la apoteosis de capitalismo y transformación tecnológica. Mientras que
los países desarrollados, ricos más allá de toda riqueza, impúdicos en su
afán consumista, articularon sus prácticas sociales a partir de la prolife­
ración de un individualismo hedonista, en la periferia de ese mundo de
opulencia, en las zonas destinadas a ser los vertederos de los desperdi­
cios de Occidente, se fueron gestando diversas formas del rechazo, de
la resistencia o, simplemente, se multiplicaron las voces de aquellos que
reclamaban un retorno fantasmagórico y muchas veces alucinado a las
genuinas tradiciones repudiadas por las elites gobernantes que en su afán
modernizador se deshicieron de lo esencial. En la huella dejada por el
fracaso de esos procesos históricos debe buscarse la actualidad de los
retornos integristas.

1 60
E N T R E L A R U I N A Y L A E S P E R A : V I AJ E A L M U N D O D E L A S A L M A S

G. K. Chesterton ha calado hondo en la dialéctica de la secularizaciún,


de esa búsqueda moderna ilustrada por destituir el reinado del mito y d e
las formas arcaicas sobre la conciencia humana proyectando la idea y l a
práctica de una sociedad articulada alrededor de una racionalidad despo­
jada de los falsos dioses. Ha mostrado de qué modo el deseo de combatir
al otro, al ortodoxo, al tradicionalista, en nombre de la libertad y de la
tolerancia suele concluir en la destrucción de esa misma libertad como
condición indispensable para combatir a la ortodoxia. Trágica dialéctica
de una modernidad atrapada en su propia prisión :

Los hombres que comienzan por combatir a la Iglesia en nombre de la


libertad y la humanidad terminan renegando de la libertad y la humani­
dad si eso les permite combatir a la Iglesia (exactamente lo mismo podría
escribirse de los comunistas que combatieron al capitalismo en nombre de
la igualdad y la verdadera fraternidad para eliminar ambas allí donde se
esgrimía la necesidad de combatir contra el capitalismo) . [ . . . ] Conozco un
hombre que pone tal pasión en probar que no tendrá una existencia perso­
nal después de la muerte que termina por caer en la posición de no tener
ninguna existencia personal ahora. [ . . . ] Conocí personas que demostraban
que no podía existir el juicio divino mostrando que no puede haber ningún
juicio humano. [ . . . ] No admiramos, apenas disculpamos, al fanático que
destruye este mundo por amor al otro. Pero ¿ qué deberíamos decir del
fanático que destruye este mundo por odio al otro ? Sacrifica la existencia
misma de la humanidad a la no existencia de Dios. Ofrenda sus víctimas,
no al altar, sino meramente a afirmar la inutilidad del altar y el vacío del
trono. [ . . . ] Con sus dudas orientales acerca de la personalidad, no nos dan
la certeza de que no tendremos una vida personal en el más allá; sólo nos
aseguran que no tendremos una vida muy divertida o completa aquí. [ . . . ]
Los secularistas no destruyen las cosas divinas, pero si les sirve de alivio,
destruyeron en cambio las cosas seculares5•

Lo mismo, obviamente, se puede decir de lo que se hizo en nombre


de la misericordia y el amor de Cristo, o lo que hacen los liberales ac­
tuales cuando restringen las libertades públicas en nombre del combate
contra el terrorismo que, precisamente, amenaza esas mismas libertades.
En todo caso, lo que Chesterton nos está planteando es la dialéctica de un
proc�·so histórico que desemboca, hoy, en la elocuente evidencia de sus
fallas no allí donde tropezó con resistencias efectivas sino cuando logró
imponerse sin fisuras. En · el triunfo de la subjetividad burguesa debemos
encontrar el desfondamiento contemporáneo; en la marcha victoriosa de
la secularización, en su entronización, se encuentra la anunciación de su
colosal crisis.

5 . G. K. Chesterton, Orthodoxy, Ignatius Press, San Francisco, 1995, pp. 1 46 - 147, cit. por
S. Zi:íek, El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo, Paidós, Buenos Aires, 2005, p . 54.

161
L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

8 . En un libro reciente, Jacques Ranci�··e se interna e n las complejas


relaciones de lo que él denomina «el inconsciente estético» y el incons­
ciente freudiano; se pregunta qué tipo de intercambios y de iluminaciones
forjaron la necesidad del creador del psicoanálisis de ir a buscar en esa otra
forma de actividad humana los relatos, resituados e interpretados con su
nuevo arsenal categorial, capaces de abrir una de las vías regias hacia el
evanescente territorio del inconsciente. «Este libro -escribe Ranciére­
intenta sacar una simple conclusión: el arte no es un objeto del psicoanálisis
como cualquier otro. Es un lugar de la querella de racionalidades en cuyo
seno el psicoanálisis nació y debió redefinir constantemente el sentido
mismo de su práctica. Porque el inconsciente estético no es un simpk�elón
de fondo histórico del que se desprendería el inconsciente freudiano. Es
una constelación que tiene su dinámica, su filosofía, y su política propi:as»6•
No es intención de este ensayo internarse por las complejas y laberínticas
relaciones de arte y psicoanálisis, lo que se intenta, en todo caso, es abrir
una pregunta que logre interpelar a lo que hoy hace crisis en los discursos
y las prácticas que, supuestamente, deberían interrogarse por el estado de
las almas. Quiero décir, Ranciére nos muestra con sutileza que sin las irra­
diaciones del «inconsciente estético», sin las perturbaciones emanadas del
arte y sus reinterpretaciones románticas y posrománticas sería inimagina­
ble el discurso freudiano y su formulación del inconsciente. ¿ Qué querella
de racionalidades ocupa la escena contemporánea? r ns posible, todavía,
ir a buscar en el lenguaje del arte las iluminaciones que nos permitan
aprehender lo que falla en la cultura actual ? rnuscan las ciencias sociales
y las humanidades ese diálogo necesario, ronco y muchas veces conflictivo
con el «inconsciente estético» ? «A lo largo de todo el siglo XIX -sostiene
Ranciére-, la novela realista, la ópera wagneriana y el teatro naturalista o
simbolista contaron, en esencia, una única historia cuya fórmula filosófica
nos fue dada por Schopenhauer: la disolución de las ilusiones de la repre­
sentación en la fuerza ciega de la voluntad y la disolución de esa voluntad
en el querer de la nada o la nada del querer que es su verdad última. Esa
intriga nihilista, reverso del gran sueño romántico de una nueva comu­
nidad sensible, no sólo constituye el trasfondo histórico de la invención
freudiana. También le propone a esa invención su filosofía: la misma que
lee en las novedades del arte los síntomas de esa insistencia del fondo
oscuro de la civilización que desenmascara las bellas ilusiones del mundo
nuevo y la vanidad misma del movimiento por el cual la vida se encarniza
en perpetuarse>/. Para Ranciére la indagación de este vínculo constituye
un paso fundamental a la hora de instituir los mecanismos de una crítica
del mundo que no renuncie a las irradiaciones de esos lenguajes emana­
dos del arte. Desde otro lado, Castoriadis en un ensayo programático de
los años ochenta -«Transformación social y creación cultural»- sostuvo

6. J. Ranciére, El inconsciente estético, Del estante editorial, Buenos Aires, 2005, p. 9 .


7. Ibid. , p p . 1 0- 1 1 .

1 62
ENTRE LA R U I N A Y LA ESPERA: VIAJE AL M U N D O DE LAS ALMAS

la sequía creativa que hoy invade al mundo cultural y científico comple­


tamente disociado, en su mirada crítica, de los ideales emancipatorios.
Dice que seguimos viviendo de las rentas de lo producido en las primeras
tres décadas del siglo xx, rentas que, obviamente, se están diluyendo a
ojos vista. Discursos autorreferenciales, dominio de una metafísica del
instante y la fugacidad, despliegue de nuevas formas de analfabetismo q u e ,
entre otras consecuencias, deshacen los vínculos esenciales de los lenguajes
estéticos y filosóficos, dejando a las ciencias del hombre mudas ante las
preguntas imprescindibles que, co.mo bien lo supieron los pensadores de
principios del siglo que acaba de cerrarse, Freud entre ellos, encuentran en
el arte su núcleo irradiador decisivo. Preguntar por el estado de las almas
implica, necesariamente, auscultar la profundidad de esa falla, asumir las
carencias de nuestros lenguajes y la banalidad autosuficiente con la que
las disciplinas universitarias han abandonado esas querellas indispensables,
esas contaminaciones sin las cuales ninguna pregunta alcanza a interrogar
nada significativo de las actuales condiciones de existencia.

9. Baudelaire, ya lo señalé, anticipó lo que Marx luego convertiría


en el centro de su análisis del funcionamiento de la sociedad capitalista,
la idea de la mercancía como una entidad misteriosa llena de caprichos
y vicisitudes teológicas, un objeto que se desentiende aceleradamente de
su valor de uso, de la relación directa para la satisfacción de aquello que
supuestamente debe garantizar en tanto que objeto para un determina­
do fin, pasando a ser otra cosa, la promesa de «algo más», «la promesa
-como escribe Zizek- de un goce insondable cuya verdadera ubicación
es la fantasía y toda la publicidad apunta a ese espacio fantasmático»8•
Metáfora radical para comprender no sólo la génesis del tiempo burgués,
ese momento inicial del siglo XIX en el que se iría desplegando un giro
esencial en la configuración de lo propiamente humano, sino para intentar
dilucidar nuestra actualidad, el dominio, mayúsculo, de la objetivación de
los vivientes y de las cosas, hasta configurar una de las claves decisivas para
comprender el estado de las almas.
AsÍ como es posible buscar el origen del nihilismo en el cogito ergo
sum ·cartesiano, ese punto cero del lenguaje que ha logrado depurarse de
cualquier referencia exterior a sí mismo, es imprescindible destacar la rela­
ción, que desde un comienzo, se establece entre la nada y la mercancía, esa
búsqueda frenética por alcanzar, a través del consumo incesante de objetos
prometedores, la satisfacción que, nuevamente, se verá aplazada. Carrera
alucinada en la que la meta es el vacío, un hueco que nos devuelve el sonido
de la nada y que nos relanza hacia una nueva experiencia de la nihilidad
inherente al reino fantasmagórico de las mercancías. Quimera que envuel­
ve la vida cotidiana de una sociedad que siempre está apuntando «más
allá de sí misma», como queriendo alcanzar una trascendencia que venía

8. S. Zizek, op. cit., p. 200.

1 63
LOS H E R M E N EUTAS DE LA N O C H E

anunciada desde los antiguos lenguajes religiosos pero que en la época de


la secularización adquiere la fisonomía pagana e idolátrica de la mercancía.
Esa trascendencia ha descendido a suelo profano, se desenvuelve entre
formas vulgares, se arracima en las calles de las ciudades del hombre, se
ubica en el corazón del deseo que no puede aceptar ninguna postergación
eero que permanentemente va sintiendo que nada alcanza a completarlo.
Zizek, siempre irónico y consumado bromista, establece una relación di­
recta entre la « Cosa sagrada en su amanecer y la mercancía ridícula en su
ocaso», entre las arduas reflexiones heideggerianas sobre la «vasija griega»
en «Das Ding», y el «huevo Kinder sorpresa» en el que culminaría ese viaje
desde el origen sagrado a la nada de la mercancía. «El huevo Kinder·_'¡-es­
cribe con desparpajo Zizek- es nuestra vasija actual . . . Entonces, taf' vez,
la imagen última que condensa la totalidad de la 'historia de Oc;cidente'
sea la de los antiguos griegos ofreciéndoles a los dioses en el interior de la
vasija . . . un juguete de plástico del huevo Kinder. Aquí uno debería seguir
el procedimiento practicado por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica
de la Ilustración, de condensar la totalidad del desarrollo de la civilización
occidental en una simple línea: desde la manipulación mágica prehistórica
a la manipulación tecnológica o desde la vasija griega al huevo Kinder»9•
Más allá de las tretas risueñas del filósofo esloveno, y contextualizando
la filosofía de la historia que se desprende de Dialéctica de la Ilustración,
no deja de ser oportuno insistir en este vínculo entre caída de lo sagrado
y teologización de la mercancía como figura esclarecedora de la sociedad
contemporánea, como sustrato invisibilizado que configura la dialéctica
entre deseo y nada que atraviesa la vida de los habitantes del reino de las
mercancías. Pensar el estado de las almas es internarnos en estas experien­
cias fantasmagóricas, en este parque de diversiones donde todo parece
girar alocadamente mientras los humanos que se trepan en su carrusel
no hacen otra cosa que reír frenéticamente de sus propias alucinaciones
convertidas, por la magia del instante y la alquimia de la cosa, en la única
realidad posible y deseable, la que en su continuo desvanecimiento nos
sigue lanzando inmisericorde al agujero negro de nuestra nada.

1 0. La escena del parque de diversiones, del carrusel que gira alo­


cadamente, de la raza humana que llora y ríe al mismo tiempo, de los
fantasmas que se arremolinan a nuestro alrededor y en los recovecos más
profundos de interioridades agusanadas; la frenética danza de las mercan­
cías da cuenta, en una dimensión inevitable aunque oscura, del estado de
las almas, de sus encrucijadas y de sus carencias, del enmudecimiento de las
palabras para intentar contrarrestar el dominio abrumador de los lenguajes
audiovisuales, de la conquista planetaria de una civilización sostenida por
estructuras tecnológico-productivas que en su expansión indefinida van
devorando los restos de autonomía de aquellos mismos sujetos que, su-

9. Ibid., p. 203 .

1 64
E N T R E L A R U I N A Y LA E S P E R A : V I A J E A L M U N D O D E L A S A L M A S

puestamente, fundaron su consagración y desarmaron los lazos que unían


el cielo y la tierra sólo para proyectar el dominio abrumador de nuevos
dioses.
Hace unos años, cuando la desoladora década del noventa parecía in­
terminable en su capacidad de aniquilar todo resto de esperanza, un amigo
sentenciaba lapidario: «no hay que esperar que se realice el apocalipsis
porque ya aconteció, nuestra realidad es su más evidente manifestación».
Si efectivamente la catástrofe ya sucedió, si la tan angustiosa espera del
apocalipsis ha dejado paso a su concreción más allá de que la mayoría
de las personas no quiera o no sepa verlo, y si el tiempo que habitamos
carece, en ese sentido, de salvación porque nos hemos sumergido en el
lodazal de la historia, pues, vaya paradoja, se levanta otra oportunidad
pero sin ninguna garantía, una oportunidad nacida de la carencia de toda
oportunidad que ha sido devorada por el mal radical que cruzó de lado a
lado el siglo XX y que sigue expandiéndose en el que acaba de iniciar su
derrotero. Una oportunidad que abandona la lógica del proyecto y de su
necesariedad histórica, que se recoge a la espera de lo inaudito, de que
aquello inesperado haga saltar los goznes de la historia en el sentido de la
interrupción mesiánica de la que hablaba Walter Benjamin cuando Europa
marchaba hacía la realización de la barbarie exterminadora del nazismo,
en ese tiempo de aniquilación y pérdida absoluta, el autor de las «Tesis»
recupera la imagen recogida de Franz Kafka que funda la salvación en la
más radical de las desesperaciones, en la certeza de que los únicos salva­
dos son aquellos que han perdido toda esperanza. «Sólo por amor a los
desesperados conservamos aún la esperanza», escribió Benjamin siguiendo
la senda de Walser y Kafka. Nosotros, habitantes del tiempo postapocalíp­
tico, contemporáneos de la «gran desilusión», permanecemos a la espera
pero tratando de guarecernos en medio de la tempestad sabiendo que,
tal vez, nuestro presente nos exija, como en otras épocas de la historia,
ser guardianes de tradiciones en peligro, pacientes escribas de mensajes
lanzados como antaño en una botella al mar del futuro.

l L Mirando su época con los ojos de quien sabe que los vientos de
c.

la historia han girado hacia nuevas e inquietantes experiencias del vacío,


Fen'f;mdo Pessoa escribió en El libro del desasosiego pensando, de la mano
de Bernardo Soares, el estrépito dejado por el derrumbe de la Iglesia de
Pedro :

Cuando el cristianismo, como una noche de tempestad a la que sigue la


luz del día, pasó por sobre las almas, se vio el desastre que, invisiblemente
había producido ; la ruina que sembró se vio únicamente después que hubo
pasado. Entendieron algunos, en verdad, que esa ruina fue provocada por
su partida; pero lo cierto es que fue a raíz de su partida cuando esa ruina
llegó a mostrarse en toda su magnitud, y no porque esa partida la hubiese
provocado [ . . . ]. Es así como quedó, en este mundo de almas, la ruina visible,

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L O S H E R M E N E U T A S D E LA N O C H E

la desgracia patente, sin la bruma que la disimulara con su barniz de ternura


falsa. Las almas, entonces, se vieron tal cual eran10•

Al comenzar este ensayo coloqué este mismo fragmento de Bernardo


Soares, otro de los heterónimos de Pessoa, como una huella orientadora
de mi propia indagación respecto al estado de las almas, asumiendo que
aquello que el portugués escribiera sobre las consecuencias de las ruinas
dejadas por el ocaso del cristianismo, reflejaba, con inquietante proxi­
midad, lo que había dejado tras de sí el derrumbe primero de los ideales
emancipatorios del socialismo y, junto con ello, la crudeza indisimulada
del dominio planetario del Occidente capitalista.
Ya no queda esa tenue pátina de pudor que otrora cubría el fundona­
miento de la máquina del poder; tampoco se sostienen las antiguas il�sio­
nes en prácticas alternativas capaces de abrir un surco de esperanzás e'n una
humanidad que parece contemplar con inusuales dosis de resignación el
despliegue poderoso de esa misma máquina que ahora ya no necesita crear
subterfugios más o menos ingeniosos que le permitan perpetuarse. Todo
está ahí, delante de nuestros ojos, sin ocultamientos, directo, asfixiante en
su literalidad, como si los juegos eufemísticos del lenguaje ya no fueran
necesarios. Y las almas de los habitantes de este tiempo globalizado año­
ran, cuando pueden, sus antiguos espectros, aquellos sueños forjados en
herrerías que han visto cómo se apagaban sus fuegos mientras crecía, a su
alrededor, la intemperie. Hamlet y el Rey Lear, cada uno a su modo, se
confrontaron con su espectralidad, con la nada de la noche del mundo,
con sus alucinaciones; los dos, sin embargo, al agotarse sus propias jorna­
das dejaron entreabierta la promesa de otro día que, eso sí, jamás podría
olvidar las sombras de sus precursores, sus fantasías y sus angustias. ¿ Qué
será de nuestros fantasmas ? ¿Qué figuras del tiempo clausurado seguirán
insistiendo en nosotros ? ¿Dónde quedarán, en qué rincón de nuestras
almas, los sueños que nos inventaron y nos devastaron ? ¿ Habrá, se abrirá
algún día la promesa incumplida que nos remonta milenios atrás cuando
iniciaba su marcha el alma de Occidente ? ffiene esa promesa todavía algún
sentido ? ¿vale la pena seguir esperando ?

1 O. F. Pessoa, El libro del desasosiego, trad. de S. Kovadloff, Emecé, Buenos Aires, 2005,
pp. 8 7·8 8 .

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