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El arte de ensamblar ruidos


Beatriz Ferreyra integró en los sesenta en París el Grupo de Investigaciones
Musicales, principal agente de la música concreta. Desde entonces, no ha
dejado de componer paisajes sonoros
MIGUEL EZQUIAGA FERNÁNDEZ

3 ABR 2019 - 10:48 CEST

Beatriz Ferreyra, esta semana en Madrid. ÁLVARO GARCÍA

La hierba mecida por el viento, el puré de verduras revuelto con la cucharilla o una
bisagra chillona. A los 82 años, Beatriz Ferreyra sigue capturando los sonidos de su
entorno cotidiano. Afincada en la campiña normanda, no sale a pasear sin llevar consigo
una grabadora. Junto a elementos vocales, instrumentales y electrónicos, la música
concreta se sirve también del ruido ambiental. Y de ruido el mundo está repleto.
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Ferreyra llegó a París desde su Argentina natal fantaseando con la idea de comenzar allí
una carrera pictórica. Se había formado como pianista, pero la música clásica dejó de
interesarle. Sus planes cambiaron cuando se topó por azar con el Grupo de
Investigaciones Musicales que dirigía Pierre Schaeffer, padre del sonido electroacústico.
Así fue como Ferreyra comenzó a recortar, unir o superponer metros y metros de cinta
magnética que contenía grabaciones realizadas previamente. Después de montarlo todo,
el resultado final se mezclaba con otros rollos y filtros, dando lugar a una partitura
auditiva de estructura compleja.

Los músicos del colectivo trabajaban por separado encerrados durante horas en los
estudios de la radio parisiense. Solo allí contaban con los medios técnicos necesarios
para producir. Una vez a la semana, se reunían para compartir sus respectivos avances y
Schaeffer era el preceptor. El autor de Tratado de los objetos musicales (Alianza), texto
fundacional de la música concreta, respaldaba en su proceso creativo a esta singular
troupe de ingenieros, matemáticos y musicólogos. Aquel era un lugar de juego y
experimentación en mitad de la Francia conservadora de De Gaulle.
Beatriz Ferreyra, en 1965 en París en los estudios del
Grupo de Investigaciones Musicales.

“En aquellos años el sonido era mono, no estéreo como ahora, y nos rompíamos la
cabeza para tratar de generar sensación de espacio acercando o alejando el ruido”,
cuenta hoy Ferreyra, con el cabello cano y unas grandes gafas retro de pasta
transparente. La creadora aterriza en Madrid avalada por un centenar de composiciones
musicales a sus espaldas —algunas destinadas al cine o al teatro— para actuar en La
Casa Encendida durante una sesión celebrada el martes pasado comisariada por el
colectivo a_mal_gam_a. “Como en la computadora puedes ver la onda sonora, un gráfico
de la música que estás confeccionando, los jóvenes se han olvidado de escuchar.
Nosotros nos limitábamos a cerrar los ojos y dejarnos llevar”, relata.

El ingenio de Beatriz Ferreyra se educó en la escuela analógica, pero ella ha sabido


adaptarse a la era digital y presume de traer los sonidos base del recital guardados en un
lápiz USB. Lejos queda el magnetófono de bobina y el equipaje cargado de cintas. “Los
medios han cambiado, pero el problema al que me enfrento siempre es el mismo: cómo
articular un todo a través de sus partes. Elegir el tiempo, respirar con la música,
descubrir nuevas cualidades del sonido. Para mí es siempre una aventura”, declara. Unas
horas después, en la actuación, bajo una jaima que oscurece la atmósfera, el público la
rodeará recostado sobre el suelo con cojines y mantas.

“Tengo amigos que nunca han venido a mis conciertos, les parece
horrendo. Yo les digo: ‘No vengáis, no os quiero torturar”
Como intérprete femenina, Ferreyra siempre lo tuvo más difícil: “En el grupo había
algunos que pensaban que la música es cosa solo de hombres. Ha pasado siempre a lo
largo de la historia. Gustav Mahler, por ejemplo, se casó con una compositora a la que
nunca permitió ejercer. Yo misma no me he casado porque los hombres que pasaron por
mi vida trataron de apartarme de la música”. Algo de todo esto cambió, relata, con la
revuelta parisiense de mayo y junio de 1968; una eclosión política y cultural que tomó la
vida cotidiana por asalto. “Nunca he vuelto a ver tanta inquietud y actividad como
entonces. La gente se arriesgaba y el arte rejuveneció”, rememora.

Ese mismo espíritu innovador imprime aún hoy el carácter de esta octogenaria, que
defiende la necesidad de romper con ideas preconcebidas: “Siempre habrá alguien que
defienda la pureza. A nosotros mucha gente nos dijo que, al carecer de armonía y
melodía, lo que hacíamos no podía llamarse música. Claro, eso ocurría porque
estábamos alterando las concepciones habituales del sonido”. Aunque la música
concreta influenció en la obra de referentes de la cultura popular como Frank Zappa o
Sonic Youth, el género es un gran desconocido fuera de Francia.

“Tengo amigos que nunca han venido a mis conciertos porque les parece horrendo lo
que hago. Yo les digo: ‘No vengáis por amistad, no os quiero torturar”, bromea esta
pionera de la música electrónica. En sus conciertos, Ferreyra propone un viaje a través de
paisajes sonoros en los que perderse. Como ella misma recomienda, lo mejor es no
ofrecer resistencia y entornar los ojos. ¡Clac! Suena el obturador de la cámara durante la
sesión de fotos: “¿Ves? Ese ruido, por ejemplo, no tiene suficiente cuerpo, no me serviría
para componer”.

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