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La Noche Del Meteorit1 PDF
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La noche del
meteorito
EL BARCO^J^^DE VAPOR
Franco Vaccarini
La noche del
meteorito
PREMIO EL BARCO DE VAPOR 2006
Vaccarini. Franco
No está permitida la reproducción total
La nochc dei meteorito / Franco Vaccarini ; dirigido por Susana Aime ;
o parcial de este libro, ni su tra- coordinado por Laura Leibiker ; edición literaria a cargo de Ana Lucía Salgado - Ia
tamiento informático, ni la transmisión ed. 3a reimp. - Buenos Aires : Ediciones SM, 2010. 144 p.: il.; 19x12 cm. (El
de ninguna forma o por cualquier otro Barco de Vapor. Naranja; 8)
'
■
S. El umbral del asombro
Este meteorito fue hallado en 1923 en el “Campo del cielo”, zona li-
mítrofe entre las provincias del Chaco y Santiago del Estero, donde hay
gran cantidad de materia caída del espacio. Se presume que son
fragmentos de otro u otros planetas. La composición química es de un
90% de hierro, con un 7% de níquel, lo que forma una aleación a la que
se denomina “hierro meteòrico” o “sideritas”. El 3% restante contiene
cobalto, azufre,fósforo, estaño, silicio y carbono. A diferencia de otras
sideritas, El Toba no presenta ciertas líneas rectas entrecruzadas, a las que
se llama “Figuras de Widrnanstatten Esta ausencia ha despertado la
curiosidad de los expertos...
—No sabía que los meteoritos tenían nombre
—me interrumpió Mechi.
—Es una costumbre de algunos museos, lo
dice el cartel —le expliqué, con tono de
conocedor y ya no pude parar—. Al primer
meteorito lo encontraron a principios del siglo
XIX; pesaba novecientos kilos. ¿Sabés qué
hicieron los funcionarios de entonces? Lo
partieron y le regalaron seiscientos kilos al cónsul
británico para que lo llevara al Museo de Historia
Natural en Londres. Con el resto, se fabricaron
armas. ¿Ves? Lee acá.
La voz de Sancho me interrumpió, imperativa,
desde su encierro:
—Mi estimado bellaco: quiero ver el meteorito.
¡Sáqueme del bolso!
Dudé. Sancho estaba loco. ¿Sacarlo?
—Es solo una pelotita, Valentino. Quiero
decir: para los demás. ¡Y lo estás aburriendo con
tu sabiduría! —dijo Mechi maliciosa.
Su voz tranquila me devolvió la lucidez.
Caminé hasta el acuario, a un costado, y saqué a
Sancho del bolso. Me temblaba la mano. Volví.
Mechi seguía firme junto al meteorito. Demasiado
cerca de la boletería. Don Luis me guiñó un ojo...
¡Ufff! Disimulé
mirando las vigas con los murciélagos esculpidos
que hay en el techo. Todo me parecía irreal.
Sancho estaba inquieto, era un cuerpo frío,
pero lleno de vida. Yo no tenía idea de lo que se
proponía hacer.
—Toque el meteorito, por favor, Valentino,
amigo —me imploró.
Un grupo de personas pasó por nuestro lado.
—¡Mechi, está muy charlatán! ¡Nos van a des-
cubrir! —susurré.
Mechi, por toda respuesta, se puso a cantar. Lo
hacía para disimular. Rocé el meteorito con la ye-
ma de los dedos.
—¡Bellaco! —rugió Sancho.
—¿Me habla a mí? —pregunté ofendido.
—Discúlpeme. Se lo ruego. Valentino, bellaco,
déjeme tocarlo a mí, ahora. Es necesario —rogó.
—Dámelo —me pidió Mechi.
Se lo di y ella comenzó a recorrer la superficie
del meteorito con Sancho en la palma de su
mano. Sancho no protestó más. Asomó uno de
sus ojos a través del camuflaje peludo y redondo:
su expresión era de absoluta concentración. Dos
o tres minutos después, exclamó:
—¡Suficiente, Mechi! ¡Gracias! Atentamente...
Creo que me puse celoso, pero también sentí
alivio: la serenidad de mi amiga resolvió todo. No
me atreví a salir a la calle tan rápido. Fuimos hasta
el primer piso y nos sentamos en los bancos de
madera, debajo de la enorme cabeza de un búfalo
y frente a cuatro babuinos embalsamados,
ubicados en el centro de la sala.
—Ya está. Podemos irnos. No te preocupes,
nos van a dejar salir —me dijo, y al ver mi cara de
susto agregó—: ¡no seas miedoso! ¿Qué hiciste de
malo?
Mechi tenía razón. No habíamos hecho nada
malo, salvo entrar al museo con un extraterrestre
que quería acariciar un meteorito. Supuse que no
habría leyes penales en contra de eso.
Cuando salimos a la calle, entre los bocinazos y
el ruido de los motores, la voz de Sancho sonó
triunfal desde el bolso:
—¡Confirmado! No tengo palabras, bellaco...
Ese meteorito tiene alma. No tiene líneas entre-
cruzadas. ¡Titán estará a salvo! Quedo a su dispo-
sición, alcornoque amigo.
—¿Se refiere a las figuras de Widmanstatten?
—pregunté, con conocimiento de causa.
—Llámelo así, si quiere, bellaco. Si esas figuras
no están, la esencia está.
Me dejé llevar por un arranque de curiosidad.
Quería saber un poco más. Por ejemplo, el ver-
dadero nombre de Titán; cómo lo llamaban sus
habitantes. Sancho, desde el bolso, soltó una car-
cajada. Entonces, apoyé el bolso en la cabina de
un teléfono público para preguntarle dónde
estaba la gracia. Me dio una respuesta que me
hizo pensar por mucho tiempo:
—¡Pardiez! ¿Usted pensó en explicarle su alfa-
beto a una hormiga, bellaco?
—No. Pero yo no soy una hormiga, Sancho.
No me compare con una hormiga. ¿Acaso no
puede hablar conmigo?
—Cuando usted, mi mayor estimado, aprenda
a comunicarse con una hormiga en su idioma, yo
le diré cómo llamamos nosotros a Titán. Que
aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la
vuestra pregunta, no podría. —Luego, muy bajito,
y sin altivez, confesó—: Yo aprendí a hablar con
las hormigas.
Los tres pares de ojos de Sancho parecían des-
pedir chispas de inteligencia. No sé por qué, pero
en ese momento me sentí un poco insignificante.
12. El huracán Mamá
vernos entrar.
No le contesté. Necesitaba seguir hablando con
Sancho bastante más.
Apenas entramos al cuarto, se puso a saltar
(más bien, a rebotar) de alegría.
—Sancho, por si acaso... ¿piensa llevarse el me-
teorito a Titán? —yo estaba tomando conciencia
de que íbamos a hacer algo peligroso. Un robo.
—De ninguna manera, estimado, que ese
escrúpulo viene torcido, mentecato amigo. Solo
vamos a aspirar. No se congoje, don alcornoque
Valentino. Aspirar el alma. Es menester, ya se lo
dije —me tranquilizó.
Entonces, llegó mamá. Imposible no darse
cuenta de que... ¡llegó mamá! Hablaba con Felipa
en su tono habitual: acelerada y gritando.
—¿Compraste el pollo, Felipa? ¿Te dieron la
citación del consorcio? ¿Cómo anduvo
Valentinito?
A veces me dan ganas de sacarle la venda de
los ojos y decirle: “ma, el bebé creció: soy yo,
¡hola! Era Valentinito, no soy más”.
Pronto se calmaría. Mamá era el huracán Mamá
los primeros diez minutos; luego, la locura se iba
disipando. En segundos estaría en el cuarto.
Sancho alcanzó a decirme, antes de enrollarse:
—¡Sálveme del desodorante!
Enseguida, mamá entró al cuarto. Se alegró al
ver a Mechi y lo demostró:
—¡Nena! ¡Qué linda estás!
Creo que a mamá le preocupaba que yo pasara
demasiado tiempo solo, en mi cuarto, leyendo o
jugando con la computadora. Me encantó el
modo en que trató a Mechi. Pero venía con el
desodorante fragancia Bebé en la mano.
—¡¡No, ma!!
—¿No qué?
—¡Mechi es alérgica al desodorante! —mentí.
—Ay... ¡Perdón! —dijo mamá, muy
compungida.
Y de inmediato comenzó a hacerle preguntas a
Mechi sobre su alergia. Había metido en un lío a
mi amiga, pero ella dio muestras, una vez más, de
lo genial que es. Le inventó que su sistema
inmunológi- co estaba debilitado por el polen de
los árboles y que se estaba convirtiendo en
alérgica a todo tipo de cosas, y que una “nadita”
de desodorante le hacía a su organismo el mismo
efecto que la patada de un caballo. Cerró el
comentario, diciendo:
—¡Debo ser una bacteria, ja!
Mamá quedó horrorizada, miró el desodorante
como si estuviera a punto de gatillar un revolver;
se llevó la mano libre a la boca y gritó:
—¡Ay! ¡Dios mío! ¡Casi te mato! ¡Perdóname,
mi amor!
llevarse el meteorito.
—¡ Tres bien\ ¿Y cenagon antes en Los chanchi-
tos? —preguntó con ironía.
—En realidad, no sé de qué modo se alimentan.
Pero querían algo de este meteorito, del más gran-
de. Se llama “El Toba”. ¿Lo ve?
—Magnífico. Lo veo... lo veo completo.
—Sí, es cierto. Lo ve entero porque lo que se lle-
varon no es visible. Es más, creo que ni siquiera es
imaginable...
—Muy ciegto. Yo no me lo puedo imaginag, Valen-
tino —siguió en su tono irónico—. Me paguece que
sus padgres los dejan veg demasiada televisión. —
Luego, agregó, murmurando para sí mismo—: ¿Pego
qué hago yo aquí? \Mon Dieu\ Esto me pasa
pogpegseguig a unos cgríos un sábado a la noche... ¿Qué
espegaba encontrag? ¡Qué stupide\
La conversación entró en un punto muerto. No
había nada más que decir. Monsieur Platini estaba
claramente superado por las circunstancias, aunque
intentaba que no se le notara.
Pero todavía estábamos en el museo y a don Luis
no se lo veía por ninguna parte.
Entonces me di cuenta: nadie sabía la verdad, so-
lo nosotros.
Vi lfi Luna, alta, helada, al otro lado de los vi-
drios, montada sobre el cielo, encima del Instituto
Divino Rostro. Quería irme. Me puse a buscar, an-
sioso, algún manojo de llaves por ahí, hasta que
Mechi, con sonrisa triunfal y la mano en el pica-
porte, me dijo:
—Vamos, que no tiene llave.
El par de búhos de piedra de las ventanas del
primer piso nos miraba con un dejo de extrañeza.
Como un perro de caza fracasado, el detective de
la Agencia Espacial nos siguió, cabizbajo.
—Quería decirle solo una cosa, monsieur. Usted
hizo algo imperdonable: asustó a mis padres —le
reproché, sin derecho a réplica.
Platini puso cara de “yo no fui”, y se perdió nue-
vamente en la noche. Fue la última vez que lo
vimos.
Mechi me dijo:
—Ahora que el franchute se fue, te pregunto:
¿no te parece que te olvidaste algo? —y de un bol-
sillo sacó una cosa redonda, naranja. ¡Sancho!
21. El idioma de las hormigas
El universo es tu instrumento la
canción hacela vos.