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Daniel Guebel

IMPRESIONES DE UN NATURAL NACIONALISTA


de "El ser querido", publicado por Sudamericana en 1992. © 1992
1

Conocí A Priscilla Plymouth Strangford en el crepúsculo de un invierno fugaz.


Por entonces, disfrutaba la fama de ser alta, rubia y veleidosa. Los aspirantes a su
favor nos mirábamos con el encono de mortales enemigos y formábamos
sonrientes corros de papanatas imbuidos de confianza en lo apropiado de su
futura elección.
En esa multitud de pretendientes yo no constituía excepción afortunada. Lo
cierto es que si me incluí entre los merodeadores fue por un exceso de
imaginación: espiritualmente me transportaba desde los sitios más apartados (en
los cuales prefería ocultarme para que no reparase en mi presencia) a un lugar de
su ser tan íntimo que la mera figura retórica de escribir "mis ojos atisban por entre
los tules el seno delicado que, leve, su corazón hace palpitar" me provocaba toda
suerte de rubores y estremecimientos. Así, mientras en apariencia me sumergía
en la contemplación de los textos piadosos que poblaban su biblioteca, en realidad
estaba transpirando sudores pasionales.
El día en que por primera vez reuní el valor suficiente como para hablarle,
llevaba de regalo un alfajor santafesino cuyo único defecto era –sin duda– su
conformación algo voluminosa para la boquezuela de mi amada. Fuerte lo
apretaba entre mis manos para que éstas no revelaran, en su temblor, el ánimo
con que afrontaba la prueba. Sabe Dios que no sabía yo el cúmulo de
consecuencias que habría de desencadenar mi modesto objetivo: sencillamente
quería achicar un poco las distancias y darle una pálida idea de mi personalidad,
estado civil y fortuna, de modo que mis frecuentes visitas a su salón no se tuvieran
por signo del rastacuerismo de un recién venido a los círculos de bon-vivants
ingleses, sino por prueba de la seriedad de mis intenciones. Suponía que –de
lograr la proximidad deseada– mi palabra audaz, porteña, elegante, la haría
descubrir las ventajas de la oferta masculina local, razonablemente compendiadas
en mi persona.
Es que sus coterráneos sólo tenían el dudoso halo romántico de su condición
de exiliados para oponer a mis virtudes. ¿Y podían considerarse argumentos de
peso las razones de orden político que los llevaran a abandonar la cerveza
caliente de los pubs londinenses para probar, con labios fruncidos por el asco, el
viril brebaje verde que se bebe con bombilla ¿Es posible que ellos lo creyesen,
pero para Priscilla no debía de ser así. Hija única del embajador británico Lord
Elsinor Plymouth Strangford, estaba acostumbrada a considerar las intrincadas
madejas de la política de alto nivel con la misma ecuanimidad que aplicaba a los
arabescos de su tejido. ¿Cómo iban a interesarle entonces las minúsculas
diferencias entre whigs y tories? Insensible a esas cuestiones, paseaba su figura
por las prendas de moda y arrojaba cada tanto una mirada lánguida sobre cosas y
personas. Su mal disimulado aburrimiento fue lo que me alentó. ¿Qué iba a perder
en el intento?
Me acerqué, pues. Sosteniendo el riquísimo alfajor atravesé la jungla de rivales.
Una vez frente a Priscilla me incliné (dándole oportunidad de olfatear la pomada
de mis cabellos) y dije:
¿Es un presente sin valor, una pequeñez, una insignificancia. Le ruego que lo
acepte como un homenaje del nativo a la hermosa extranjera. Y brindo además –
exclamé elevando cual copa la golosina– por la amistad entre nuestros países.
A mi propuesta siguió un silencio tan hondo que oí el destrozo de los segundos
en mi reloj de cuarzo.
-No, gracias. Me cae mal el dulce de leche –dijo al fin, mientras me daba la
espalda.

Por más que rebusco en mi memoria no alcanzo a comprender cómo salí del
vasto salón iluminado. Sé que me encontré abrazado a un farol, mirando hacia la
mansión de Lord Elsinor, cuyos bow-windows ardían como un barco en llamas. A
través de sus ventanales vigilé el movimiento de los afortunados que aún podían
contemplarla: cortados en sesgo, evanescentes: cabezas que se sacudían en el
aire mientras los cuerpos desaparecían por los laterales; muñones más que
manos.
Me alejé. No deseaba toparme con una Priscilla fragmentada.
2

La noche transcurrió en una sucesión de grotescas pesadillas (que los poetas


denominan "yeguas de la noche"). En todas ellas, la única protagonista era mi
amada. Omito consignar las formas en las que prefería mostrarse. Basta con
saber que en ningún momento su actitud se rebajó al recato; que en ningún
momento apareció vestida. A sus espaldas había una luna amarilla cruzada por
una garra de pájaro. A veces hacía ademán de entregarme sus blancas y dulces
nalgas: pero al voltear el cuerpo tres serpientes salían de su costado y se iban
sumiendo en una medusa de largas crines que gemía entre sus pechos. Priscilla
asomaba su cabeza de espanto entre las piernas, y cuando iba hablar... entonces
vomitaba una corona de muerto.
Logré arrancarme de los fueros de Morfeo. Los rayos de un sol impiadoso se
clavaban en todos los rincones de mi habitación exaltando el polvo hasta
convertirlo en brasa celestial. Parpadeé para precisar la imagen, y descubrí que
estaba viviendo el despertar de un sueño en otro sueño. Me pellizqué: los visos de
realidad me aterraron: bien podía haber caído en las marañas de una nueva
pesadilla. Un abismo concéntrico que me llevaría a caer dando tumbos por los
infiernos. Si así era, ya nada importaba y todo lo posible me estaba permitido. Me
dirigí al cuarto de baño: saqué, hice, me alivié: el sueño opera por síntesis y
elusión, descarta la minucia reiterada. Mientras lavaba las manos sentí que el
vértigo especular se desvanecía y yo iba aferrándome a los bordes del mundo. Sin
embargo, al ir a calzarme las botas de potro descubrí que a un costado de la cama
florecía la corona de muerto que había visitado mi noche. Resto diurno.
Terminé de vestirme y examiné la corona. Bajo la cala postrera fulgía un sobre
celestino en cuyo interior una tarjeta me comunicaba la resolución de un tal
Sargento Paiper. Era éste un abundoso patán expulsado de las filas del III Cuerpo
de la Caballería Montada de Macduff por haber provocado una revuelta en la casta
de brahmanes de la India (colonia que su ejército había ido a civilizar) cuando –
tras fumarse un par de pipas de opio– dedicó todo su repertorio de miraditas a la
vaca sagrada de Rajnapur. En prosa plagada de galicismos que él habrá supuesto
el epítome de la finesse local, Paiper me advertía que mi "innoble, soez, áspido (?)
comportamiento de la velada pasada en lo de la niña Miss Priscilla me pone en la
obligación de retarlo a duelo, gusano. Mis padrinos le comunicarán oportunamente
el lugar el día y la hora en que tendré el sumo el gusto de atravesarte la panceta".
Arrojé sobre y corona desmenuzada por el water, desayuné arroz con leche,
mazamorra y mate cocido, comprobé la corrección de mi atavío y encaminé mis
pasos hacia la iglesia. Allí arreglé mis asuntos con Dios y dispuse decorativamente
las velas que derretían su espermática sustancia en el altar de San Nicolás, mi
santo preferido. Luego, en paz con mi conciencia, me fui a lo de Paiper.
La dirección coincidía con la de "El Guaraní", albergue de baja estofa que
regenteaba una madama que había conocido mejores épocas –así su propiedad–
y en cuyo interior (me refiero al del albergue) las cuestiones relativas a la moral
eran tratadas con displicencia. Cuidando de no ensuciar mi diestra en la
mugre de la baranda, ascendí los escalones hasta llegar al cuartucho. Golpeé la
puerta con el puño de plata de mi bastón toledano y esperé. ¡No conocía yo a los
gringos lo suficiente como para saber que un par de sopapos distribuidos a tiempo
evitarían mayores males!
Alguien abrió. "¿Qué deseaba, señor?", me preguntó una morocha. Reprimí la
fácil réplica y le contesté una verdad a medias: que deseaba ver a Paiper. La
muchacha se acomodó el pelo y dijo "No está", alargando cansinamente las
vocales.
"¿Cordobesa?" "¡Cordooobesa!" Reímos, ya amigos, ya en confianza. Su
cuerpo desocupaba la entrada y crecía en aquiescencias tácitas. Ahí, como en
casi todo, ganaba yo. Crucé el cuarto y me acomodé en la única silla y apoyé la
mandíbula en el puño de plata de mi bastón toledano.
-¿Adónde fue ese protestante?
Ella se me acercó. Temblaba.
-Tengo miedo. Me dijo algo de un duelo y salió a visitar a Sir Popham, su
maestro de esgrima.
La miré fijo y susurré:
-Ya es tarde...
-¡Oh! Entonces usted...
-Sí. Soy yo. Su matador.
-¡No lo haga, por favor, no lo haga! ¡Él es lo único que tengo! -y cayó de hinojos
y se abrazó a mis rodillas. Esa humillante demostración no le bastó y comenzó a
besar mis botas de potro al tiempo que repetía el ruego. "¿Pero qué es usted de
él? ¿Acaso la concubina?" "Sí, sí. No soy más que su concubina pero lo amo, lo
amo. Es un sucio borrachín de nariz colorada pero lo amo. Tiene algo tan... algo
tan..."
"British", completé. "Sí, amo, sí", asintió hundiendo su nariz en el entresijo de la
bota izquierda. "Ya no puedo hacer nada, m'hija: me desafió en mi honor." La
muchacha tenía que entender que retándome a duelo el estúpido de Paiper iba
¿como quien dice? en coche al muere sin importársele un cuerno de su persona.
¡Y la pobre china que no sabía que su amado la hacía lustrar y relustrar las
chapitas de su ex uniforme para pavonearse por las noches en el salón de
Priscilla! ¿Cómo podía ser tan ingenua?
("Levántate, muchacha: tu concubino está perdonado", pensé comunicarle.) La
lección era cumplida con su ruego. Pero la escena que ella venía representando
abrió un paréntesis en mi propósito. Había encarado el pasar su lengua por el
contorno de mi bota de potro y lo hacía al ritmo de su música interior: música
vana, sentimental, que movía las estrellas y los otros planetas y le giraba los ojos
en ráfagas de alumbre. Era su lección, y su respiración creciente y anhelante era
como la de un monje orante dirigiendo sus preces al tibio viento del Levante. O
acaso, al ocaso de sus intenciones, aparecía su ardor como una estrella errante.
No lo sé, pero sé, sí, que la chinita tendía sus manos y me masajeaba las
pantorrillas con sabios tirones de ordeñadora de vacas. Y esa sabiduría yo si la
reconozco. "No lo mate, no lo mate", murmuraba entre lamida y lamida con un
fervor por la tarea que había logrado incluso que yo dejara el bastón de plata de
puño toledano a un lado y me acomodara para permitir un lengüeteo más
exhaustivo: que avanzara por la suela, por ejemplo. Pero mi lamedora abrigaba
otras intenciones. Diestramente tomó el talón de la bota de potro y me la extrajo.
Supuse que lo andaba haciendo para hacerme sentir como en casa, pero no: su
lengua caminaba como un animal rosado, como una larva que sale a la luz para
saborear los frutos hallables entre los dedos de mi pie. "No lo haga, no lo haga." Y
seguía. Su lengua enroscada alrededor del dedo gordo. Y después, trabajo de
succión. Yo sentía los tirones y el mordisqueo de sus dientes: me entregué. No ser
más que la extremidad que labios y dientes y lengua adoraban: sagrada humedad
que me disolvía: oh, Dios. Pero qué: humanos somos, la perfección nos huye.
Uncidos a mis tobillos tenía sus pechos plenos, morenos, y el dedo se calentaba
en el fragor de su respiración; sus manos me pedían que me bajase la bombacha
de gaucho: ¡me quería casi todo desnudo! Yo obedecí a su tironeo y la dejé a la
altura de mis rodillas, sorprendiéndome de la elevación que a mi alma
comunicaban sus efusiones, de modo que la intempestiva aparición de Paiper me
encontró en una situación complicada: por una parte, estaba frenéticamente
ocupado en calmar mis ímpetus; por otra, disfrutaba a ojo abierto el procedimiento
dactilolabiodentolingual que soportaba el gordillo. ¡El inglés me cortaba el asunto!
-¡Carajo! -grité intentando levantarme. Por cierto, Paiper no se había quedado
boqueando como un pato del Támesis. Arrojó a un rincón mascarilla guantes peto
y desenfundó el florete dispuesto a atravesarme. ¿Qué podía hacer, salvo subirme
la bombacha y afrontarlo?
Eso fue lo que hice. Lo que intenté. Porque la chinita se aferró a cualquier
colgante parte de mi persona y me impidió cubrirme; entretanto, continuaba déle
succión y ronroneo: "Don't do it, don't do it". En fin, que desnudo e inerme me
abalancé sobre mi puño de plata de toledano bastón y defendíme de la acometida.
Huelga insistir en el abismo que separa la escuela de esgrima argentina de la
inglesa: mi chapucero rival abundaba en mandobles aptos para degollar puercos y
en floridos arrebatos de furor; aferrado por lo bajo, enfriándome por las vías
medias, impedido de moverme y detenerlo sin riesgo de su vida yo atisbaba, entre
el fragor de sus evoluciones, el momento preciso para pegarle un bastonazo, y por
lo pronto desviaba con soberbias fintas sus envíos. Pero al idiota mi superioridad
no lo asustaba. Y tanto tendía a encontrar en la indagación de las propias
entrañas el absurdo sentido de su vida que al fin, cuando ya creía que lo tenía
(que tenía su cabeza lista para el golpe), se me arrojó con la punta del florete para
arriba pero lanzándose muy por lo bajo, tal que parecía querer levantarme por el
upite, y pasó por entre mis piernas y ensartó a su chinita. ¡La pobre inocente que
hubiera podido llenar de hijos los confines de la patria caía gorgoteando sangre y
diciendo aún en la agonía "don't lo haga", atravesada de espasmos, soltando
melancólicamente mi humanidad y boqueando su despedida hacia las luces del
día que entraban por la ventana! Por un momento se me antojó una desgarrada
metáfora de nuestro país, señores, destruido por la intención vil del inmigrante. Y
arrancándole el arma que la mataba la arrojé como lanza pampa y le atravesé el
ojo, el cerebro y la vida al Sargent Paiper.
Evito a los lectores la descripción de su caída: más gráciles son los osos
derrumbándose del alto cedro: pataleaba, el chambón, y no puedo asegurar que
en su morir no se haya hecho caca. De todos modos no me detuve a averiguarlo.
Bastante escándalo habíamos montado sin necesidad, y no quería privar a
Priscilla de la dicha de su matrimonio por venir convirtiéndome en cónyuge
presidiario: que era lo que habría de suceder apenas las fuerzas del orden
hubieran venido si fuese a quedarme y no, como iba a ser, que me fui.
A los piques salí de la pensión, propinándole al pasar una caricia al anca de la
madama. En criollo, el manoteo significa: "Está todo bien".
3

En la calle me puse de cara al sol: sus rayos me infundían confianza: estaba


vivo. Una música lenta llenaba la ciudad. Eran miles de voces que me rompían los
tímpanos con su cantar. Temblé: ¿no sería ocasión de la tan mentada "revolución
social"? A mi lado pasó el diariero gritando en medio de una manifestación de
negritos exultantes. Compré un ejemplar de La Nación y leí lo que jamás hubiera
imaginado:

¡GRAN BRETAÑA INVADE TERRITORIO NACIONAL!

En represalia por esa bárbara actitud nuestro gobierno había congelado los
cuantiosos capitales anglosajones depositados en los bancos de la city porteña,
exigiendo el retiro de las tropas extranjeras y advirtiendo que de no producirse
éste en el término de cuarenta y ocho horas zarparía nuestra flota ¿terror de los
mares? lista a combatir.
¿Qué había ocurrido para llegar a estos extremos? Se lo recuerdo al olvidadizo.
Frente a la costa de Cumberland, bañada por las olas del Mar de Irlanda, entre el
país del mismo nombre y la pérfida Albión, está la Isla del Hombre (que los
enemigos llaman "Man Island"). En esos pedregales inhóspitos un puñado de
compatriotas hacía proezas de argentinidad: a lo largo de ciento cincuenta años
habíamos mejorado esa tierra abandonada de Dios con la fecunda labor gástrica
de las ovejas gauchas. Pero desde su ocupación por nuestros héroes, los ingleses
no cejaban de reivindicar la isla fundándose en necias cuestiones de precedencia.
A simple vista el argumento de rerum primerum origenes puede parecer
inapelable, mas cualquiera que lo analice un poco descubrirá su falacia. ¿Usted
permitiría que en su propiedad se le aposentara un indio mataco alegando su
condición de preternativo de las Provincias Unidas del Río de la Plata? ¡De seguro
que lo mandaría de un patadón directo a la reserva que lo vio nacer, escrofuloso y
sifilítico, gracias a los descuidos de las misiones evangelizadoras que no
esterilizan a sus madres como debieran! La cuestión es que los británicos –hartos
de menear sin resultado la palinodia de la soberanía territorial– apelaban a la
fuerza.
Brillante oficial de reserva, cumplí con mi deber y me alisté en la Marina. No
cabe duda de que el asunto de la guerra me venía perfecto para poner el océano
entre mi persona y los policías que investigasen la muerte de Paiper. A bordo de
mi fragata, acodado en las barandas del entrepuente, me detuve a pensar. ¿Qué
dejaba atrás? Mi desaforado amor por Priscilla y un tendal de estancias
desparramadas a lo largo y a lo ancho de la Patagonia. Estaba solo, iba a
cabalgar el mar como un pájaro libre.
4

La despedida de la flota fue un espectáculo maravilloso. Vinieron delegaciones


militares de todo el mundo: debimos rechazar ofrecimientos de docenas de países
amigos que querían acompañarnos al combate (resultó especialmente insistente la
marina boliviana). Templados por la fragua de la solidaridad continental
aplaudimos a rabiar el discurso del almirante Roger T. Moore, nuestro jefe; los "hip
hip hurra" sacaron de su modorra a los bagres asentados en el fondo del río. La
elección de Moore por parte de las autoridades había sido un acierto. Su origen
escocés recordaba a su antecesor, el ilustre Guillermo Brown. En cambio, ¿a
quién tenían los británicos para enfrentarnos? A un pobre, a un consumido, a un
triste un tal Melendez (seguramente miembro de la rama secundaria de algún
hijodalgo andaluz que fue a probar fortuna en las tejedurías de Yorkshire). Y ¿qué
pergaminos atesoran los españoles en el terreno de la batalla naval? Nada, menos
que nada.
"¡Argentinos, a vencer!", nos reclamó Moore. Y partimos. En la dársena
quedaban miles de novias sacudiendo las tetas en el aire.
A bordo reinaba la exaltación. Por mi parte debo confesar que no las tenía todas
conmigo. Más acostumbrado a la bravía de un cimarrón que a los titubeos del
oleaje, tendía a cabecear y marearme. Y para peor por las noches había
comenzado a inquietarme un fantasma. No quiero decir que preocupación ninguna
turbara mi sueño, ni que al amparo de las sombras se me colase entre sábanas un
conscripto convicto del fuego de Sodoma. Digo no más que apenas me tumbaba
sobre el camastro, el fantasma aparecía. Venía de lejos, montado en potro overo,
levantando polvareda. El rostro cubierto por un velo y los ojos como vaciados.
Apenas la bestia me lo arrimaba, el velado se largaba a gemir y a temblar, y
estiraba sus dedos hacia mí.
Una de esas veces me encontré en una llanura semicircular. A la distancia se
distinguían pequeñas elevaciones ocres. Desde mi izquierda una bandada de
pájaros atravesó el cielo: su formación era errática, tendían a estallar. Uno cayó a
mis pies; carecía de alas. Rítmicamente se encendía un astro que no era el sol, y
no era la luna. Bajo su luz caliginosa se presentó el fantasma. Vino de improviso,
salido de la nada: explotó a un metro de mí, con ruido de sábana que bate el
viento. Lo enfrenté:
–Déjese de tanto jueguito y hable.
–La sombra soy del muerto padre de Priscilla Plymouth Strangford, condenada
a andar de noche errante, y en ígnea llama a padecer de día, hasta purgar los
crímenes que en vida cometí.
–No sólo embajador, sino también agente del Foreign Office, ¿verdad, Lord
Elsinor?
–Si no me estuviera vedado revelarte los secretos de mi profesión, un cuento te
contara cuya menor palabra redujera a polvo tu alma; helara en ti la sangre;
lanzarse de sus órbitas haría tus ojos como estrellas; dividirse tus enroscados
rizos, y erizarse cada distinto pelo como púa en puercoespín rabioso. Tal relato no
es para oídos, no, de carne y nervio.
–Ya me maliciaba que era usted quien había informado del mejor momento para
lanzar la invasión. ¡Pérfido, cruel, miserable inglés! ¡Maldito padre de la más bella
y mejor de las mujeres!
–Escucha, pues, si quisiste alguna vez a mi hija ...
–¡Que si la quiero! Es de mi vida el sol...
–Mientras yo, en perpetuo báratro desfallezco... –suspiró–. Atiéndeme, ¡oh,
argentino! Yo erraré por el éter, muerto sin confesión, sin óleos, sin ayuda, mi
cuenta sin hacer, mandado a juicio con todos los pecados sobre mi alma. ¡Oh,
horrible, horrible, por de más horrible! Devoto de errónea causa y religión
equivocada, quiero salvarme, sin embargo, y pagar mis vicios y disolverme en la
clemente sal del Universo. ¡Una es la manera, y la moneda es una!
–¿Y yo qué tengo que ver?
–Tú eres el precio que paga mi desvío –dijo con calma voz terrible–. ¡Cásate
con mi hija! ¡Sálvala del Anticristo, limpia su sangre y hazla florecer de
sudamericanos! ¡No la dejes entrar en la trémula noche del maridaje británico;
rabia, rabia contra la opacidad de un imperio que muere!
–Ganas no me faltan –respondí–. Pero a la guerra voy, y no sé cuándo ni cómo
he de volver; ni siquiera conozco mi futuro. ¿Habrán de ser mi tumba los verdes
bosques de Sherwood? ¿Será el chillar de sus caranchos mi epitafio?
–Ni tanto, ni tan lejos –dijo el espectro ya desvaneciéndose–: algo se ve desde
el otro lado. ¡Adiós, noble argentino de hermosas grebas! La vuelta del alba la
luciérnaga me anuncia, y se apacigua ya su inútil fuego. ¡Adiós, adiós! ¡Recuerda
mi pedido!
Desperté con el marcial son de los bombos legüeros que nos reclamaban.
Proyectada contra el horizonte blanco de espuma, entre el azul del mar y el cielo
azul, como un dorado sol de guerra fulgía nuestra isla clamando por rendición.
Desplegamos la flota en posición de combate. El "Invencible" proteiforme
encabezaba la mortal cuña; a su derecha, la broncínea quilla del "Hermes"
horadaba las olas; a su izquierda, se preparaba para entrar en gloriosa
inmortalidad la "Evita Capitana".
Armas probadas, barcos alineados... ¡Nos lanzamos al ataque! En patético
simulacro defensivo los gringos habían dispuesto sus porquerías flotantes.
Primero el "Prince Charles" (al que luego de hundido bautizamos "Carloncho");
detrás el "Lady Maggie" –cuyas velas floreadas parecían los calzones de su
Primer Ministro puestos a secar sobre una antena de la BBC–; y además,
desperdigados de cualquier manera, miles de barquichuelos y chalanas infectas y
millones de salvavidas que arrojaron al mar previendo el resultado adverso.
¡Valientes!
El lector recordará que la recuperación de la isla fue prácticamente un paseo.
Aunque sus usurpadores nos superaban en proporción de diez a uno, en nosotros
latía la flama de la verdad y la justicia. Pues bien: limpiamos de mugre el sitio y –
viendo que hacer patria es fácil– decidimos continuar. "Ya que estamos cerca de
Inglaterra", clamó la tropa, "¿por qué no salvar su pueblo de una tiranía
monárquica y fascista?"
Cuando desembarcamos en el puerto de Londres me arrojé blandiendo mi
florete en medio de la turba.
El enemigo retrocedía, nosotros avanzábamos destrozando esa blanda carne
de pavo. En el vértigo de la sangre me sumergía, y a grito pelado ahogaba mis
saudades de Priscilla (estaba seguro de morir en la batalla). Cortaba cabezas que
daba gusto y avanzaba sin pausa, solo, ensangrentado y feroz, como león entre
corderos. Me había apartado de mis filas, estaba rodeado por una docena de
bárbaros blandiendo sus fierros mohosos. Ebrio de fatiga pensé en arrojarme
desarmado entre ellos y acogotar al más cercano, pero fue entonces que un dedo
inmaterial descorrió la cortina de mis cabellos y una voz clara y algo irónica me
susurró: "Mira hacia allá, hacia adelante".
Adelante había un puesto de la Cruz Roja, y enfundada en un traje de
enfermera y controlando el suero de un herido estaba... ¡vamos! ¡una ilusión!
¡estaba Priscilla!
Arrojándome de nuevo a la liza comprendí: ¡por eso confiaba su padre en que
habríamos de volver a vernos! No era que supiera tanto, sino que sabía lo que yo
no: sabía lo que él había hecho: manejar informes sobre las intenciones de su
gobierno. Es seguro que la misma noche de mi retirada de su salón, Lord Elsinor
había remitido a Priscilla a su patria de origen para sustraerla a las represalias que
pudiera generar la insensata invasión de nuestra isla; cierto de que su labor de
espía no tardaría en ser descubierta, se ocupó de la salvación de su hija y luego
afrontó virilmente el destino. Pero ya muerto, ya juzgado y condenado por Dios,
había comprendido su error. Entonces, desde la nada vino a pedirme la
absolución: que me casara con Priscilla.
¡Era eso! La sangre palpitó en mis venas y atravesé la muralla enemiga
hundiendo mi arma en los vientres repletos de Guiness al grito de "¡chupáte esta
mandarina!". Y la llamé. Pero Priscilla no comprendió mis voces ni me reconoció
bajo el uniforme. Y temiendo que los combatientes del ejército victorioso se
ensañasen con su Cruz Roja se esfumó entre los silos. Avancé por un laberinto de
cortadas mal iluminadas, desemboqué en un callejón. ¡La había perdido! Pero de
pronto el espacio se llenó de su voz: "¡Help! ¡I need somebody bring me help!".
Tras una pila de cajones de manzana se estaba debatiendo en los brazos de unos
malhechores. ¡En medio de la guerra sus compatriotas se entregaban a la lujuria!
¡¿Cómo iban a querer ganarnos así?! Me lancé sobre los maleantes y los
destrocé. Y ya me disponía a saludar como cuadra a Priscilla, ya sacudía un
imaginario polvillo de mis entorchados y guardaba el florete en su lugar... cuando
una sombra se me abalanzó y con un objeto brillante me seccionó la extremidad
superior izquierda desde la altura del hombro. Antes de desmayarme oí su risa.
Malicioso me decía: "¡No todo era lo que parecía!".
Flotando a cincuenta centímetros por sobre el nivel terrestre, el despreciable ser
iba disolviéndose. Por un fulgor colorado lo adiviné. Era un difunto en busca de su
venganza. Era Paiper.
5

En abriendo los ojos me topé con una imagen divina. "Estoy en el cielo", pensé.
"Para mí se acabaron los bailongos." La aparición me sonreía. Parpadeé hasta
apartar las nubes cargadas de querubines. ¿Sería la Virgen María? Me habló. Era
Priscilla.
–¿Cómo se siente mi salvador?
–En la gloria. Estás a mi lado.
–Ya lo creo que estoy a tu lado –dijo.
Me emocioné. Quise tomarla con las manos y besarla, pero una sola carne se
alzó a mi llamado. Recordé el horror de mi situación y asomaron las lágrimas.
–¿Por qué lloras?
–Porque... Porque... Ahora lo nuestro es imposible y cayó mi cabeza sobre el
pecho mío.
–Nada es imposible si hay amor. ¡Y yo te amo! – dijo mi ángel.
–Pero... Priscilla... Yo... ¡soy un mutilado! Piénsalo: estoy incompleto, no sabré
hacerte feliz. Cuando quiera tomar tus senos entre mis dedos sentirás una
ausencia. . .
–¡Oh, mi amor, mi amor, mi bien, amado mío! Escúchame: ¿a caso no sabes
que el amor-pasión es el vicio de los espíritus toscos? Desde niña fui educada en
el conocimiento de lo verdaderamente distinguido, en exclusivo contacto con lo
inefable. Tú te preguntarás: ¿qué es lo inefable? Por definición, es posibilidad
pura, la absoluta realización en el plano imaginario. El acto, en cambio, la práctica
erótica, lo que se dice "coger", es una mera consumación previsible, una
rusticidad. Tu incompletud, como tú la denominas, sólo viene a satisfacer
perfectamente un anhelo de mi alma: el amor-adoración, que es la pura potencia
de lo que es deseable por imposible de ser realizado.
–Pero... Priscilla...
–Nada, nada. ¿O es que incluso en tu nuevo estado pretendías someterme a...?
Calla y descansa. Todo está claro. ¿Sabes? Quiero ser tu esposa.
6

Nos casamos. En esto no transigí: la boda tuvo lugar en la Catedral Mayor (ex
Westminster) de acuerdo con el rito católico. En cumplimiento de una antigua
promesa llené de velas el altar de San Enrique (mi santo favorito). Priscilla lucía
más hermosa que nunca: alta, pálida, rubia. La mujer de mis sueños.
Tras la ceremonia nos fuimos de luna de miel al balneario de Brighton. Priscilla
creía que la brisa retemplaría mi ánimo. Yo la dejé hacer. "¡Pobrecita!", pensaba.
"¡Ya habrá de haber tiempo para el desengaño!"
Es que no era fácil acostumbrarme: constantemente revolvía en mi cabeza la
idea de tornar a la patria: si teníamos hijos, argentinos debían de ser. Pero mi
mujer me convenció de que si tal eventualidad acontecía siempre estábamos a
tiempo de anotarlos en el consulado. Me decidí a obrar con sutileza y cada tanto,
como por accidente, dejaba que entreviese mi deseo de volver. Invariablemente
ella alegaba: "Pero ¿manco como estás, mi vida, vas a enfrentar a tus
conocidos?". No le faltaba razón: ya nunca más habría de montar un pingo que en
rebeldía manotease el cielo con los cascos. ¿Con qué parte de mi cuerpo iba a
ayudarme a cortar el asado?
Esa certeza primero me anonadó. Luego me trabajó un tanto la costumbre. Me
fui aquietando.

Sin embargo, a veces la nostalgia hunde su lanza. Entonces camino en círculos


como en el firmamento caminan las águilas de los Andes, huelo el avaro perfume
del césped inglés para sentir siquiera un hálito de nuestros pastizales. Por las
tardes trepo a la roca más alta de Brighton y me pongo a contemplar el mar, que
ruge y se quiebra contra los riscos. Me recuerda el rodar del aire en las pampas.
Ése sí es un mar verdadero...

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