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+guebel Daniel) Impresiones de Un Natural Nacional
+guebel Daniel) Impresiones de Un Natural Nacional
Por más que rebusco en mi memoria no alcanzo a comprender cómo salí del
vasto salón iluminado. Sé que me encontré abrazado a un farol, mirando hacia la
mansión de Lord Elsinor, cuyos bow-windows ardían como un barco en llamas. A
través de sus ventanales vigilé el movimiento de los afortunados que aún podían
contemplarla: cortados en sesgo, evanescentes: cabezas que se sacudían en el
aire mientras los cuerpos desaparecían por los laterales; muñones más que
manos.
Me alejé. No deseaba toparme con una Priscilla fragmentada.
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En represalia por esa bárbara actitud nuestro gobierno había congelado los
cuantiosos capitales anglosajones depositados en los bancos de la city porteña,
exigiendo el retiro de las tropas extranjeras y advirtiendo que de no producirse
éste en el término de cuarenta y ocho horas zarparía nuestra flota ¿terror de los
mares? lista a combatir.
¿Qué había ocurrido para llegar a estos extremos? Se lo recuerdo al olvidadizo.
Frente a la costa de Cumberland, bañada por las olas del Mar de Irlanda, entre el
país del mismo nombre y la pérfida Albión, está la Isla del Hombre (que los
enemigos llaman "Man Island"). En esos pedregales inhóspitos un puñado de
compatriotas hacía proezas de argentinidad: a lo largo de ciento cincuenta años
habíamos mejorado esa tierra abandonada de Dios con la fecunda labor gástrica
de las ovejas gauchas. Pero desde su ocupación por nuestros héroes, los ingleses
no cejaban de reivindicar la isla fundándose en necias cuestiones de precedencia.
A simple vista el argumento de rerum primerum origenes puede parecer
inapelable, mas cualquiera que lo analice un poco descubrirá su falacia. ¿Usted
permitiría que en su propiedad se le aposentara un indio mataco alegando su
condición de preternativo de las Provincias Unidas del Río de la Plata? ¡De seguro
que lo mandaría de un patadón directo a la reserva que lo vio nacer, escrofuloso y
sifilítico, gracias a los descuidos de las misiones evangelizadoras que no
esterilizan a sus madres como debieran! La cuestión es que los británicos –hartos
de menear sin resultado la palinodia de la soberanía territorial– apelaban a la
fuerza.
Brillante oficial de reserva, cumplí con mi deber y me alisté en la Marina. No
cabe duda de que el asunto de la guerra me venía perfecto para poner el océano
entre mi persona y los policías que investigasen la muerte de Paiper. A bordo de
mi fragata, acodado en las barandas del entrepuente, me detuve a pensar. ¿Qué
dejaba atrás? Mi desaforado amor por Priscilla y un tendal de estancias
desparramadas a lo largo y a lo ancho de la Patagonia. Estaba solo, iba a
cabalgar el mar como un pájaro libre.
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En abriendo los ojos me topé con una imagen divina. "Estoy en el cielo", pensé.
"Para mí se acabaron los bailongos." La aparición me sonreía. Parpadeé hasta
apartar las nubes cargadas de querubines. ¿Sería la Virgen María? Me habló. Era
Priscilla.
–¿Cómo se siente mi salvador?
–En la gloria. Estás a mi lado.
–Ya lo creo que estoy a tu lado –dijo.
Me emocioné. Quise tomarla con las manos y besarla, pero una sola carne se
alzó a mi llamado. Recordé el horror de mi situación y asomaron las lágrimas.
–¿Por qué lloras?
–Porque... Porque... Ahora lo nuestro es imposible y cayó mi cabeza sobre el
pecho mío.
–Nada es imposible si hay amor. ¡Y yo te amo! – dijo mi ángel.
–Pero... Priscilla... Yo... ¡soy un mutilado! Piénsalo: estoy incompleto, no sabré
hacerte feliz. Cuando quiera tomar tus senos entre mis dedos sentirás una
ausencia. . .
–¡Oh, mi amor, mi amor, mi bien, amado mío! Escúchame: ¿a caso no sabes
que el amor-pasión es el vicio de los espíritus toscos? Desde niña fui educada en
el conocimiento de lo verdaderamente distinguido, en exclusivo contacto con lo
inefable. Tú te preguntarás: ¿qué es lo inefable? Por definición, es posibilidad
pura, la absoluta realización en el plano imaginario. El acto, en cambio, la práctica
erótica, lo que se dice "coger", es una mera consumación previsible, una
rusticidad. Tu incompletud, como tú la denominas, sólo viene a satisfacer
perfectamente un anhelo de mi alma: el amor-adoración, que es la pura potencia
de lo que es deseable por imposible de ser realizado.
–Pero... Priscilla...
–Nada, nada. ¿O es que incluso en tu nuevo estado pretendías someterme a...?
Calla y descansa. Todo está claro. ¿Sabes? Quiero ser tu esposa.
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Nos casamos. En esto no transigí: la boda tuvo lugar en la Catedral Mayor (ex
Westminster) de acuerdo con el rito católico. En cumplimiento de una antigua
promesa llené de velas el altar de San Enrique (mi santo favorito). Priscilla lucía
más hermosa que nunca: alta, pálida, rubia. La mujer de mis sueños.
Tras la ceremonia nos fuimos de luna de miel al balneario de Brighton. Priscilla
creía que la brisa retemplaría mi ánimo. Yo la dejé hacer. "¡Pobrecita!", pensaba.
"¡Ya habrá de haber tiempo para el desengaño!"
Es que no era fácil acostumbrarme: constantemente revolvía en mi cabeza la
idea de tornar a la patria: si teníamos hijos, argentinos debían de ser. Pero mi
mujer me convenció de que si tal eventualidad acontecía siempre estábamos a
tiempo de anotarlos en el consulado. Me decidí a obrar con sutileza y cada tanto,
como por accidente, dejaba que entreviese mi deseo de volver. Invariablemente
ella alegaba: "Pero ¿manco como estás, mi vida, vas a enfrentar a tus
conocidos?". No le faltaba razón: ya nunca más habría de montar un pingo que en
rebeldía manotease el cielo con los cascos. ¿Con qué parte de mi cuerpo iba a
ayudarme a cortar el asado?
Esa certeza primero me anonadó. Luego me trabajó un tanto la costumbre. Me
fui aquietando.