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Rob Dunn (2011) The Wild Life of Our Bodies: Predators, Parasites and Partners That Shape

Our Evolution

Traducción de Diego A. Barreyra Fracaroli (UNTREF)

Parte I

Quiénes Éramos Todos Nosotros

Capítulo 1: Orígenes de los Humanos y del Control de la Naturaleza

En el verano de 1992, Tim White vio los restos que cambiaron su vida. La primera cosa que él
vio fue un diente, un solo molar. Y luego, cuando se aproximó al lugar en el lecho de barro, había
más. No podía estar seguro de lo que estaba viendo. Podían haber sido fácilmente tanto los
restos de un perro como los de una muchacha adolescente. Ni siquiera podía estar seguro de si
había sólo un cuerpo o varios. Un equipo de búsqueda estaba estacionado allí y todas las piezas
de potencial evidencia comenzaron a ser recolectadas. Pronto se descubrieron otros indicios un
poco más lejos -más dientes, y un hueso de brazo. La carne había desaparecido hace mucho
tiempo, pero en su geografía precisa estas partes parecían contar una historia.

White se alejó de los huesos y caminó a su alrededor para ganar perspectiva. Cuanto más
observaba, más sería capaz de identificar lo que estaba viendo. Pero tomó un tiempo. No fue
hasta 1994, dos años después, que un número suficiente de huesos posibilitó la reconstrucción
del cuerpo, o al menos algo más que sus partes separadas. Finalmente serían descubiertos varios
individuos, pero fue el primero el que llamó más su atención. A tantos años de su último suspiro
y todavía atrapaba la atención. Él no conseguía desviar la mirada, pues ella removía sentimientos
en él -quizás era el calor que se mezclaba con su ego, una suerte de indigestión psicológica-,
pero comenzó a imaginar que era otra cosa. Todo científico que estudia fósiles espera que un
día su caminata en el desierto sea interrumpida por un hallazgo que todos los demás hayan
pasado por alto, un descubrimiento tan importante que el mismo desierto parezca crecer en
importancia. Con el tiempo, White comenzó a creer que esto era lo que le había sucedido.

Tim White, profesor de antropología biológica en la Universidad de California, Berkeley, ha


estado trabajando con los huesos de ancestros humanos y otros primates por décadas. Conoce
los huesos de monos, simios y hombres tan bien como alguien que sabe la materia. Ha pasado
sus dedos por millones de huesos, los ha sacado, punteado y desenterrado. El tiempo y la
intuición le sugirieron a White que estos huesos en la arena no eran de una mujer, ni eran
tampoco de un simio. White no podía probar a qué punto del árbol de la vida pertenecían, pero
sentía en alguna zona profunda y primitiva de su cerebro que eran significativos. No que eran el
eslabón perdido que conecta humanos y simios, sino algo más. Tal vez eran los huesos que
harían irrelevante toda búsqueda de un eslabón perdido. Gran parte del trabajo con fósiles tiene
que ver con intuición innata, separar lo ordinario de lo extraordinario con una rápida mirada o
un presentimiento. El instinto de White le decía que era extraordinario. El cráneo era inusual.
Los pies eran inusuales. Y cuando White y sus colegas observaron el sedimento en el que fueron
encontrados se dieron cuenta de que se trataba de un estrato delgado entre dos eventos
volcánicos, eventos de conocidas eras, entre los que surgió vida a partir de su excavación, vida
cuya datación fue de 4,4 millones de años. Los huesos se habían depositado allí mucho antes del
origen de los humanos o del famoso fósil llamado Lucy, sobre el que se ha basado gran parte de
nuestro conocimiento. Si White estaba en lo correcto, este hallazgo lo inmortalizaría. Si estaba
equivocado, bueno, podría ser simplemente otro antropólogo que terminara medio loco entre
el polvo de su propia imaginación.

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Ciertamente había cosas que apuntaban a una locura de White. La probabilidad de encontrar un
fósil tan singular e importante como él pensaba que este podía ser era extraordinariamente
baja, de una en un billón, si no peor. Sin embargo, si White estaba buscando base de afirmación,
también podía encontrarla. El solo contexto de este descubrimiento sugería que podía estar en
la pista correcta. Él y sus colegas estaban trabajando en el desierto Afar de Etiopía. Su sitio de
excavación, llamado Aramis, no estaba lejos del lugar donde otros huesos de homínidos
tempranos fueron encontrados en 1974. Tampoco estaba lejos de donde él y sus colegas habían
descubierto los huesos más antiguos de humanos, de unos 160.000 años. Si White iba a excavar
estos huesos, quería hacerlo bien, aunque esto significaba un gasto mayor en tiempo y dinero.
La tentación de hacerlo rápido, de hacer un corte quirúrgico pero sucio, habría sido grande. Él
se resistió a ella. La credibilidad del estudio de la historia evolutiva humana es difícil de conseguir
y fácil de perder. Lo que habría de venir luego -los numerosos pequeños huesos y fragmentos
de huesos, cada uno de ellos extraído del suelo, tratado y ensamblado lenta y cuidadosamente-
tendría que hacerse con perfección. Un solo fragmento de mandíbula habría de ocupar meses
del tiempo de un antropólogo. Un trozo de pelvis, unas semanas más. Y había simplemente
muchísimos huesos. Parecía como si este cuerpo hubiese sido pisoteado por antiguos
hipopótamos, para ser castigado un poco más cada año por el movimiento de trituración de la
tierra, los túneles de termitas y hormigas y, más simple y menos clementemente, el paso del
tiempo. Esos huesos llevaban 4,4 millones de años desbaratándose. Esperaba él que no tomara
un tiempo semejante juntarlos. Todos los asistentes de Tim White y todos sus colegas se
esforzaron. No era sólo que los huesos habían sido destrozados. Las mismas piezas eran
quebradizas. Si se las manipulara sin cautela, se harían polvo. Y con unas pocas ocurrió eso.

Uno se esperanza en un parteaguas, un grandioso y superador momento de “¡Aha!”. Nada de


eso sucedió. White publicó un pequeño artículo sobre el hallazgo en 1994, más para marcar su
territorio que como una revelación. En ese momento todavía nada parecía terminado. Lo que
aparecía particularmente sin resolver era el relato más general de a quién pertenecían estos
huesos -qué comía ella, cómo se movía y, más generalmente, cómo vivía. White y sus colegas
tendrían que tener todos los huesos en su lugar para ver eso. Una vez que lo hicieran, serían
capaces de comparar este esqueleto con otros más jóvenes y, por supuesto, con sus propios
cuerpos. Lo que White y compañía deseaban ver eran las diferencias. Algunas cosas en particular
serían reveladoras: el tamaño del cráneo y por lo tanto del cerebro, la forma de las caderas y así
cómo caminaba esta mujer, y los pies. (Podría decirse que los antropólogos biológicos sienten
atracción por los pies; la punta de un dedo gordo puede significar la diferencia entre un pie que
se cuelga de una rama y uno que corre) No eran los huesos intrincados todo lo que White y su
equipo buscaban. También colectaron los otros fósiles que encontraron alrededor de esta
mujer, todos ellos -otros animales, incluso los restos de plantas. Querían ver todo este mundo
tal como era. Jamie Shreeve, un editor de National Geographic, describió a White como “duro y
delgado como un chacal”, pero quizás más bien como una hiena, un animal que recolecta todo
lo que pueda de cada una de las piezas quebradas de hueso.

White y su equipo prácticamente no hablaron con nadie acerca de lo que estaban haciendo.
Nadie fuera del grupo sabía con exactitud lo que habían descubierto. Detalles fueron filtrados
de un año a otro, pero los detalles parecían contradictorios, casi como si pistas falsas fuesen
dejadas intencionalmente. Mientras tanto, lo que White estaba comenzando a pensar era que
la mujer en la arena -Ardi, como habría de bautizarla con afecto- era el esqueleto completo más
antiguo de un ancestro humano. Si fuera así, el suyo sería probablemente el fósil de homínido
más importante de los descubiertos. Esto era suficiente para mantener a White trabajando
ardientemente. En realidad, ardiente comienza a no ser una palabra suficientemente fuerte.

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A medida que White y su equipo trabajaban, quedaba claro que los huesos que estaban
ensamblando lucían, de varias maneras, humanos. Las diferencias entre lo que White y su
equipo había descubierto y los huesos de humanos modernos eran, en el contexto más amplio
de la evolución, muy pequeñas. Ella podía haber sido de 4,4 millones de años, pero en gran parte
parecía ser una niña humana. Lo mismo podría decirse de sus órganos y células si hubiesen
durado. Ella era como nosotros por la simple razón de que las principales características de
nuestros cuerpos evolucionaron mucho antes del homínido más antiguo o incluso del primate
más antiguo. Para encontrar los huesos de animales con muchas partes diferentes se debe ir
mucho más profundo en los estratos de tierra. Por el tiempo en que nació Ardi, éramos casi
completamente quienes somos hoy, salvo por unos pocos elementos extra, o tal vez podamos
decir mejor, cerebros grandes, herramientas y palabras.

La mayoría de nuestras partes evolucionó en un contexto no sólo diferente de aquél en el que


las usamos hoy, sino diferente incluso de aquél en el que la mujer fósil descubierta por White
las habría usado. Compartimos casi todos nuestros genes con chimpancés e, incluso más aún,
como Tim White argumentaría, con el propietario de los huesos que él encontró. Pero también
compartimos la mayor parte de nuestros rasgos y genes con las moscas de las frutas, un hecho
sobre el que se asienta la genética moderna para su socorro y financiamiento. Incluso tenemos
muchos genes en común con la mayoría de las bacterias, genes que existen en cada una de
nuestras células.

El estrato en el que Tim White estaba estudiando su hallazgo fósil estaba, en su parte más
profunda, alrededor de dos pies por debajo de la superficie de arena y sedimento del desierto.
Dos pies es la profundidad del sedimento formado durante 4,4 millones de años, a veces unos
pocos granos cada vez, a veces más. Los estratos de sedimento en el que los fósiles y la historia
están atrapados no se fijan uniformemente, pero si estuvieran así, el estrato en el que la historia
de la vida comienza estaría cerca de media milla en la tierra. En la base de esa pila de arena uno
puede encontrar la era de la primera célula viva. Ya era un poco como cada uno de nosotros.
Tenía genes que todavía tenemos, genes necesarios para las partes básicas de cualquier célula.
Entre ese momento y Ardi estuvo el origen de la mitocondria, los pequeños órganos en nuestras
células que obtienen energía de donde no hay, el primer núcleo en una célula, los primeros
organismos multicelulares y la primera espina dorsal. Cuando aparecen los primates, sólo treinta
pies debajo de la superficie, que es la profundidad de un pozo de agua, ellos eran pequeños,
incluso enanos y, sin intención de ofender, no muy listos, pero eran ya casi idénticos a nosotros
en materia genética.

Cuando el individuo que White encontró hubo evolucionado, nuestros corazones habían estado
latiendo, nuestros sistemas inmunitarios habían estado luchando, nuestras articulaciones
crujiendo y otras partes puestas a prueba en nuestros ancestros vertebrados contra el
medioambiente durante cientos de millones de años. A través de estos vastos periodos de
tiempo, los climas mejoraron y empeoraron, los continentes se movieron unos contra otros. No
obstante, unas pocas realidades permanecieron imperturbables por estas maquinaciones de la
tierra y el cielo. El sol salió y se puso. La gravedad atrajo toda acción e inacción hacia la tierra.
Los parásitos se adhirieron. Ningún animal ha estado alguna vez libre de ellos. Los predadores
devoraron todo; ningún animal ha estado alguna vez libre de ellos tampoco. Los patógenos que
causan enfermedades eran comunes, aunque quizás menos predeciblemente presentes que los
parásitos y los predadores. Toda especie existió en mutua dependencia con otras especies, en
relaciones que evolucionaron esencialmente con el origen de la vida. Ninguna especie fue una
isla. Ninguna especie ha caminado sola en todo este tiempo.

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Todas estas cosas fueron ciertas no sólo durante la vida de Ardi, o la mayor parte de la evolución
primate, sino desde que las primeras células microbianas evolucionaron y otra célula llevó a
cabo la posibilidad de aprovecharse de ellas. Las interacciones entre especies son la gravedad
de la vida, predecibles y de peso. Comenzando en los estratos de tierra en los que Tim White
estaba excavando, o tal vez un poco más recientemente, estas interacciones comenzarían a
cambiar. Por primera vez en toda la historia de la vida, nuestro linaje comenzó a distanciarse de
otras especies de las que había una vez dependido. Este cambio nos haría humanos. No fuimos
la primera especie en usar herramientas o en tener cerebros grandes. Ni siquiera fuimos la
primera especie capaz de usar lenguaje. Pero una vez que tuvimos grandes cerebros, lenguaje,
cultura y herramientas, fuimos la primera especie que salió a cambiar sistemáticamente (y al
menos en parte conscientemente) el mundo biológico. Hemos favorecido algunas especies
sobre otras y lo hemos hecho en cada lugar en donde levantamos una casa o sembramos un
campo. Los antropólogos han estado argumentando por cientos de años sobre qué nos hace
humanos modernos, pero la respuesta es clara. Somos humanos porque elegimos tratar de
tener el control. Nos volvemos humanos cuando la tierra y todos sus seres vivos comenzaron a
lucir como arcilla fresca, cuando nuestras carnosas manos empezaron a parecer herramientas.

Cuando pasaron cinco años y Tim White no había aún publicado ningún resultado más de su
hallazgo, circularon rumores de que se había vuelto un poco loco. Uno puede imaginar el
escenario. Después de ensamblar miles de huesos, White podría haberse vuelto fácilmente
obsesivo con volver a buscar las últimas piezas faltantes en la arena. Por lo que White podría
haber excavado y excavado hasta pasar toda su vida en el desierto, en un foso. Pero en 2009
Tim White salió de su foso y envió, junto con su tribu de colegas, once artículos a la prestigiosa
revista científica Science, que publicó todos. En los artículos, White y sus colegas presentó a la
joven Ardipithecus ramidus que ellos bautizaron como Ardi. Para White fue como si él hubiera
hecho a Ardi y sus parientes. Ella medía cerca de cuatro pies. Su nariz era chata, y en la
reconstrucción ella mira permanentemente hacia adelante. Sus dedos son largos y su gran dedo
gordo del pie asoma hacia un lado, como un pulgar. No era muy bella, pero para White era
adorable.

Cuando se publicaron los resultados, Ardi estuvo en las portadas de los periódicos del mundo,
siempre mirando con los ojos bien abiertos, como si hubiese estado sorprendida. White puede
no haber alcanzado la inmortalidad, pero Ardi sí. National Geographic preparó una serie a color
sobre ella. Era la nueva Lucy, aunque más vieja y, al menos en el relato de White, más
significativa. Su cuerpo parecía ser un ancestro de nuestro linaje o mínimamente un pariente
cercano, y se diferenciaba de todo lo encontrado hasta ese momento. Parece tener
características, como los dedos gordos extendidos, para caminar en cuatro patas entre los
árboles, y otros rasgos para caminar erguida por el suelo, aunque incluso todo ello sea materia
de especulación. Lo que no es especulativo es que estos huesos son la más completa
reconstrucción de una criatura antigua de apariencia humana.

Tampoco son debatibles sus circunstancias. Se la encontró entre otros huesos e indicios que,
puestos juntos, muestran claramente que ella y su grupo estaban viviendo en un bosque tropical
húmedo, no en un desierto. A juzgar por los huesos de animales y otra evidencia encontrada a
su alrededor, habrían existido antílopes, monos y palmeras. Los huesos de Ardi indican que
estuvieron alimentados con higos y otras frutas frescas y secas, pero también con algo de carne
de insectos y otros animales. Habría estado alguna vez localizada en una rama no lejos de donde
White la encontró, masticando higos y quizás incluso preguntándose acerca de su lugar en el
esquema más amplio de las cosas. Usaba palos como herramientas para ayudarse a comer

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cuando estaba con hambre, pero no poseía fuego ni herramientas líticas. Todavía no había
intentado controlar la tierra. Era como las otras especies, aún salvaje, aún cubierta de microbios
y gusanos, con una muerte más probable en las fauces de un gran felino que por vejez.

Con las publicaciones de White, Ardi pasó del anonimato a la fama en muy poco tiempo. No se
sabe dónde terminarán los restos reconstruidos de Ardi. En la disposición estándar, ella estaría
ubicada en la línea de nuestros ancestros, la que inicia con un microbio o un pez y culmina luego
con un hombre tipeando en una computadora. En esa disposición, Ardi sería presentada
mirando hacia el futuro. Dado, sin embargo, que fue encontrada con sus huesos apuntando en
varias direcciones, no es más correcto ni erróneo pensar en ella como acostada sobre su (y
nuestra) larga historia y mirando hacia arriba desde ese punto de vista. Ella observaría la delgada
capa de arena que se encuentra arriba. En esos escasos pies de historia geológica evolucionaron
los humanos modernos. Cuando lo hicieron, la permanente presencia de parásitos, patógenos,
predadores y mutualistas vino a cambiar por primera vez.

En los inicios, los estratos de sedimento y huesos depositados sobre el cuerpo de Ardi no fueron
diferentes en esencia de aquél en que ella nació y murió. Los bosques persistieron por
generaciones, repletos de monos y palmeras. Pasaron dos millones de años hasta que ocurrieron
grandes cambios. Por el tiempo en que la tierra de esos años había caído sobre Ardi, las primeras
herramientas estaban siendo fabricadas por nuestros ancestros, tal vez sus descendientes. Eran
toscas -rocas para golpear, piedras de cantos filosos, raspadores y excavadores- pero útiles y
muy usadas. Ardi llevaba un millón de años bajo tierra cuando comenzó la próxima etapa,
durante la que los homínidos como el Homo erectus, quienes usaban estas toscas herramientas,
dejarían su lugar a aquéllos que utilizaban hachas de mano -grandes cuchillas con forma de
lágrima- para cortar cuerpos, aunque quizás todavía no para matarlos. Sorprendentemente, seis
pulgadas más de arena se acumularían, 500.000 años, antes de que algo cambiara realmente. A
lo largo de estas generaciones, las hachas de mano fueron hechas unas 100.000 veces en
muchos lugares, casi siempre del mismo exacto modo.

Hace 200.000 años, con sólo una pulgada de arena acumulada antes de la era moderna, los
neandertales y primeros humanos comenzaron a atar sus piedras a palos. Fue un movimiento
brillante, al menos desde la perspectiva de nuestra habilidad para matar otros animales. Cuando
tienes que correr a un león y golpearlo con un hacha de mano, las tienes todas en contra. Pero
con un palo adosado a esa roca afilada, las chances parecerían al menos un poco mejores. Uno
imagina que había, cuando nuestros ancestros descubrieron cómo atar palos a rocas, una alta
demanda por palos largos. Estas herramientas eran torpes, pero lograban su propósito. Con ellas
comenzamos a matar animales, muchos de ellos. Sus huesos se acumularon en nuestras antiguas
cuevas, pero aún no habíamos causado la extinción de otras especies. Éramos sólo una especie
entre muchas, aunque comenzando a asumir cierta actitud y comenzando a ver, quizás, la
posibilidad de aumentarla.

Hace 28.000 años, todo lo que quedaba para deponer era un estrato de arena y sedimento tan
delgado como el azúcar glaseado. En esa rociadura de tiempo habría de venir todo lo demás que
nos ha ocurrido -a ti, a mí y al resto de los humanos. Si deseamos buscar lo que nos hace
diferentes como humanos, eso sucedió en esta rebanada de tiempo durante la que los
neandertales, ese último bastión de lo que fue alguna vez un mundo de muchas especies de
homínidos, se extinguieron. Hace 28.000 años descubrimos la religión. Las cuentas de piedra
comienzan a acumularse en el sedimento, así como los sitios de enterramiento. Las estatuillas
de mujeres con grandes nalgas y pechos se vuelven furor, temprana evidencia de que las
antiguas preferencias tienen un modo de repetirse, o quizás nunca desaparecieron.

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Desarrollamos una cultura más “sofisticada”, y cuando lo hicimos comenzamos a tener el control
de la tierra. El momento que nos hizo humanos en esa serie de acontecimientos no fue el
lenguaje, los dioses o incluso la habilidad de crear mujeres estilo Rubens en piedra. Fue cuando
decidimos que si un leopardo acosara la cueva debíamos perseguirlo y matarlo. Cuando
decidimos matar una especie no por alimento o en defensa propia, sino para controlar lo que
puede o no vivir a nuestro alrededor, cuando hicimos eso, fuimos entonces totalmente
humanos.

El grado en que hemos cambiado la tierra a nuestro alrededor en los pocos años en que hemos
sido una especie es impresionante, pero puede haber sido inevitable, una consecuencia de
nuestros intentos, aunque incompetentes, de sobrevivir. El arte de matar animales con piedras
puntiagudas y palos nos modificó, como lo hizo el fuego. Quemamos para cocer los alimentos.
Quemamos millones de acres, pero torpemente. Quemamos bosques y praderas sin preferencia
particular. Quemamos lo que podía encenderse, cuando se nos dio la gana. Las habilidades para
construir nuestras moradas, matar grandes animales y transformar los paisajes con el fuego se
combinaron con una urgencia peripatética que vendría a transformar no sólo partes tropicales
de Asia y África, sino el mundo. Los humanos llegaron a Australia hace aproximadamente 50.000
años, y no mucho tiempo después todos los grandes animales se habían extinguido. Los
humanos llegaron al Nuevo Mundo hace 20.000-13.000 años, y con su arribo se extinguieron
mastodontes, mamuts, lobos gigantes, tigres dientes de sable y más de setenta especies de
grandes mamíferos.

Las extinciones de la megafauna de Australia y América no fueron el final de la historia. En la


medida en que nuestras poblaciones se volvieron más densas, sobrepasamos la capacidad de la
tierra para proveernos de carne, frutas secas y frutas frescas. Lo que había sido por largo tiempo
una clase de plantación informal de cosas favoritas se convirtió en más formal. Domesticamos
plantas y luego también bestias salvajes, vacas, cerdos, cabras, etc. Surgió y se expandió la
agricultura. Con ella, nuestros estilos de vida se transformaron y nuestro impacto se magnificó.
Quemamos tierras para que estén disponibles para la agricultura. Matamos animales salvajes
que podían competir con nuestras vacas y cabras.

Además de todos nuestros muchos efectos intencionales, también causamos efectos


secundarios. Entre ellos están los producidos por las especies que llevamos con nosotros a todos
los lugares. Algunas de esas especies -cerdos, cabras y gallinas- eran cosas que llevamos, como
el fuego, para hacer de cada nuevo lugar algo más parecido al anterior. Otras especies eran
accidentales, polizones que eran o bien invisibles o sigilosos. Las ratas se mudaron con nosotros,
así como también las moscas. Las especies que no pudieron vivir con nosotros se extinguieron.
Las que sobrevivieron sólo fueron aquéllas resistentes a nuestras lanzas y proyectiles, y luego
algunas de esas especies se extinguieron debido a las ratas, cerdos, cabras u otras especies que
circulaban alrededor.

Después de cada uno de estos cambios, hicimos del mundo algo diferente de lo que había sido.
Lo hicimos mediante cambios simples que favorecieron hábitats completos y conjuntos de
especies que percibimos como buenas, así como desfavoreciendo especies que pensamos que
eran malas. En esencia, creamos unas pocas clases nuevas de hábitat que luego recreamos en
todos los lugares a donde fuimos. Todo esto continuó a tasa creciente, con las poblaciones
expandiéndose y nuestra capacidad de inventar herramientas incrementándose. Mayores armas
de fuego nos permitieron matar más cosas de manera más rápida. El DDT nos permitió matar
plagas desde aviones. Los antibióticos nos permitieron matar bacterias. Esta matanza se volvió
más necesaria cuando cambiamos nuestros paisajes. Sin ella, las enfermedades hubiesen sido

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rampantes en nuestros nuevos centros más populosos. Sin ella, las plagas hubiesen crecido
exponencialmente en nuestros monocultivos. Sin la matanza, todo lo que hemos conseguido se
revertiría, volviendo a las enmarañadas riberas en donde comenzamos, por lo que nos hincamos
y rezamos.

Hace cuarenta años, cuando la gente escribía sobre Lucy, describían ellos su estilo de vida como
primitivo. Ahora, más avanzados en nuestro experimento de humanos modernos, cuando
miramos a Ardi y su estilo de vida se hace difícil no usar la palabra “idílico”, quizás como función
de un cambio de perspectiva acerca de nuestro “éxito”. Hace cuatro millones de años, la vida en
Aramis, Etiopía no era idílica, por supuesto. Sin embargo, elementos de la simple y asediada vida
de Ardi pueden parecer, si no buenos, integrales, como si encajaran perfectamente, con cada
una de las piezas de su rompecabezas ecológico conectada con la contraparte. Ardi vivía como
siempre han vivido los animales, con parásitos, predadores y poco control del resto de la
naturaleza. Ella se quitaba las pulgas y soñaba con los pasos del leopardo. Hoy vivimos en vastas
áreas rediseñadas por nuestras manos para excluir a los predadores, para cultivar nuestras
pocas gramíneas (trigo, maíz, centeno) en lugar de los bosques; áreas donde las plagas, los
parásitos y los agentes patógenos son eliminados. Hemos vivido de este modo sólo durante una
muy delgada sección de la historia, un trazo de pisada en la arena. Viviendo de este modo, se
nos puede ver desde dos perspectivas. Desde muy lejos, nos vemos aún muy pequeños ante la
magnitud de la naturaleza. Sin embargo, de cerca se ve algo muy diferente. Hemos ejercido un
increíble control sobre la naturaleza. Hemos calentado toda la tierra, incluso cuando rota
alrededor del sol. Hemos tratado de tomar el control para mejorar nuestro lote, pero ese control
nos ha llevado a una relación con el resto del mundo viviente que es muy diferente del que todas
las especies han experimentado.

En estos momentos casi no estás en riesgo de depredación. Los tigres no están al acecho en tu
cocina o patio. El riesgo de que encuentres un parásito es bajo. Pero también es probable que
tengas dificultades para ver durante tu vida algo que se parezca a un espacio silvestre
desprovisto del impacto de los humanos. Estas realidades tienen consecuencias, más de las que
nos hemos dado cuenta. Podrías llamarlas efectos secundarios, excepto que ellas parecen estar
justo frente a nosotros, golpeando nuestra puerta. Son los fantasmas de nuestra historia
ecológica. Golpean suavemente, pero cargan con el peso de billones de años de vida.

Parte II

Porqué Algunas Veces Necesitamos de los Gusanos y Si Tu Intestino Debiera Regresar o No al


Estado Silvestre

Capítulo 2: Cuando los Buenos Cuerpos Se Echan a Perder (y Porqué)

Pocas cosas esperamos con más ansiedad que el progreso, progreso a partir de Ardi, pero
también desde ayer. Entre las medidas más simples de nuestro progreso está la calidad y la
extensión de nuestras vidas. No hace tanto tiempo estábamos cubiertos de pelo y podíamos
esperar vivir menos de cuarenta cortos años entre el nacimiento y la depredación. Hacia el
último cambio de siglo, las expectativas de vida en países desarrollados habían aumentado a
más de ochenta años. Por la mayor parte (aunque no toda, un punto al que volveremos más
adelante) de la historia humana hemos vivido más que la generación precedente. En 1850, la
expectativa de vida en los Estados Unidos era de cuarenta años; en 1900 era de cuarenta y ocho
años; en 1930, de sesenta, y así progresivamente, por lo que es fácil imaginar que continuaría
así para siempre, con cada generación viviendo más que la precedente. Es decir, era fácil
imaginar hasta tiempos recientes, cuando las proyecciones de las expectativas de vida en

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muchas de las partes “civilizadas” del mundo comenzaron a estancarse o incluso, en algunos
lugares, a declinar en longevidad y también en calidad, como podrían argumentar algunos. En
los países más ricos, nuestro futuro más longevo, más saludable y más feliz está comenzando a
ponerse en duda. Nuestros hijos pueden esperar llevar vidas más afectadas y quizás incluso más
cortas que las nuestras. Esto queda claro. Lo que no está claro es porqué. Aquí entonces hay un
crimen misterioso del que somos casi todos víctimas.

Deberíamos tener vidas más largas y saludables. Hemos encontrado maneras de matar más y
más de las especies que una vez trataron de vivir a nuestras expensas. Si alguna criatura se
introduce en tus orificios o debajo de tu piel, hay una pastilla para ello, un aerosol o tal vez una
pomada. ¿Tienes gérmenes? Usa una toallita húmeda antibacterial. ¿Tienes la lombriz solitaria?
Toma una pastilla. La mayoría de nuestras tradicionales enfermedades puede ser curada, al
menos con el dinero suficiente. Pero justo cuando parecemos estar logrando librarnos de las
viejas amenazas, un conjunto de “nuevas” enfermedades -incluyendo la de Crohn (inflamación
del intestino), la artritis reumatoide, el lupus, la diabetes, la esclerosis múltiple, la esquizofrenia
y el autismo, entre otras- se ha vuelto cada vez más común, y estas enfermedades parecen ser,
al menos en parte, las que nos atormentan. Estas enfermedades, contrariamente a nuestras
ideas establecidas sobre el progreso, se volvieron más comunes precisamente en aquellos países
donde más recursos invertimos en salud pública y cuidados hospitalarios. Tanto
estadounidenses como belgas, japoneses o chilenos, en el “mundo moderno” estamos
enfermándonos de nuevas maneras.

Uno puede imaginar muchas razones por las que la gente en países desarrollados podría sufrir
de problemas que los de países en vías de desarrollo no tienen. Prácticamente todas las cosas
que difieren entre países desarrollados y en desarrollo podrían ser el culpable. La diferencia
podría ser la polución ambiental, los pesticidas o estar “en el agua”. Podría ser la dieta o nuestras
interacciones sociales. Comenzando entre 1900 y 1950 y continuando hasta los días presentes,
varias de estas nuevas enfermedades, muchas de ellas de naturaleza autoinmune y alérgica, se
han vuelto cada vez más comunes. Durante este mismo tiempo, casi todo lo referente a nuestras
vidas ha cambiado. Comenzamos a viajar más. Aspiramos en vez de barrer. Comenzamos a vivir
en suburbios. La pasta dental con flúor comenzó a usarse habitualmente, como eventualmente
también los pogos saltarines, los cortapelos de nariz, los cafés dobles, los perros electrónicos,
las tapas a rosca a prueba de niños, y por supuesto esos malditos videos de Buns of Steel.
Cualquiera de estos elementos puede contribuir al problema, y la verdad es que podría haber
más de un problema, cada uno con su propia causa.

Quizás sea útil comenzar con un misterio más específico. Entre las más irritantes de las nuevas
enfermedades está la enfermedad de Crohn. Probablemente conozcas a alguien con la
enfermedad de Crohn. Se caracteriza por un conjunto de problemas asociados con ataques del
sistema inmunológico sobre los intestinos, una guerra interna de posiciones en la que el sistema
inmunológico siempre gana. Estos ataques causan dolor abdominal, erupciones cutáneas,
artritis, e incluso, en algunos casos, raros síntomas que incluyen la inflamación del ojo. En las
formas más severas de la enfermedad, los afectados por Crohn enfrentan años de vómitos,
pérdida de peso, calambres debilitantes y obstrucciones intestinales. En estos casos los
afectados suelen renunciar a sus empleos y se quedan en casa obligándose a comer. Los
tratamientos disponibles son sólo a veces efectivos. Cuando los individuos están terriblemente
afectados, son intervenidos quirúrgicamente para extraerles tramos del intestino y el colon, algo
que, si bien puede ser necesario en el corto término, empeora las cosas cada vez más en el largo

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término. La enfermedad de Crohn es terrible y debilitante; excepto en raros casos, nunca se va.
Se ha vuelto también súbitamente común.

En los años 1930s, Crohn era tan rara que pasó por la mayor parte desapercibida. Luego, entre
1950 y mediados de la década de 1980, su incidencia comenzó a crecer. En Olmstead County,
Minnesota, el número de casos de Crohn en 1980 fue diez veces superior al de 1940. La
incidencia de la enfermedad ha también aumentado precipitadamente en Nottingham,
Inglaterra, en Copenhague, Dinamarca, y en casi todos los otros lugares del mundo desarrollado
para los que los datos son buenos. Hoy, aproximadamente 600.000 personas tienen la
enfermedad de Crohn en los Estados Unidos -teniendo en cuenta algunos casos desconocidos,
uno cada 500 individuos. Porcentajes similares en Europa, Australia y los países más
desarrollados de Asia también están afectados. Desde la perspectiva del número de casos, la de
Crohn es una epidemia global, o al menos una epidemia de los países desarrollados.

Aparte de sus consecuencias -los destinos de los afligidos-, sólo dos cosas sobre la enfermedad
se han sabido con certeza hasta tiempos muy recientes: que tiene un componente genético
(aunque débil e inconsistente) y que se da más comúnmente entre fumadores. Pero ninguno de
estos factores causa la enfermedad de Crohn. El keniata medio puede fumar todo lo que quiera,
e incluso cuando su hermano en los Estados Unidos tiene Crohn, él aún se mantiene casi sin
posibilidades de “pescarse” esa enfermedad. La variante genética que parece predisponer a
algunos individuos a la enfermedad de Crohn, CARD15, no es un requisito, ni lo es el hábito de
fumar, que parece empeorar la condición antes que desencadenar su aparición. De alguna
manera, el desarrollo económico y lo que tendemos a pensar es la modernidad -prosperidad,
urbanización, riqueza- sí son prerrequisitos. Es como si el mismo progreso nos enfermara. Por
muchos años, los habitantes de India y China no fueron afectados, pero ahora que esos países
se han vuelto más exitosos, o que al menos algunos indios y chinos se han vuelto más exitosos,
la enfermedad de Crohn ha aparecido allí también.

Puede parecer inusual que todavía se conozca tan poco de una enfermedad tan común. La
verdad es que todavía se desconocen las causas de la mayoría de las enfermedades que afectan
a los humanos. Más de 400 enfermedades que afectan comúnmente a los humanos han sido
identificadas, mientras que las que no lo han sido ascienden a centenares. Tal vez una docena
de las enfermedades identificadas -polio, viruela y malaria, entre ellas- sea relativamente bien
conocida, pero la vasta mayoría, esos otros centenares, no lo es. Aunque podamos saber cómo
tratar los síntomas o matar al patógeno infractor (si hubiera uno) de las enfermedades menos
conocidas, lo que sucede precisamente en los cuerpos enfermos es con mucha frecuencia una
suerte de misterio corporal. Lo que tienen inevitablemente en común estas pobremente
conocidas enfermedades, sin embargo, es un grupo poco numeroso de científicos dedicados a
ellas, científicos que despiertan pensando que finalmente entienden lo que está sucediendo en
el cuerpo. En el caso de Crohn, uno de esos investigadores es Jean-Pierre Hugot.

Hugot, investigador en el Hospital Robert Debré en París, piensa que las bacterias que viven en
las heladeras son las responsables. Algunos datos fundamentan esta teoría y ningún dato la
contradice, pero todo lo que ha encontrado hasta ahora son datos de que las bacterias de la
heladera se encuentran frecuentemente en la escena del crimen, una pieza de evidencia
necesaria pero insuficiente. Un estudio reciente encontró que tener una heladera en casa está
ciertamente relacionado con la posibilidad de desarrollar Crohn. Pero el estudio también
encontró que tener un televisor, un automóvil o una lavadora de ropa estaría relacionado con
la probabilidad de desarrollar Crohn. Otro estudio encontró que la enfermedad de Crohn es
menos común donde la tuberculosis es más común. También es más común donde el clima es

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más frío y el tiempo diurno más corto. Pero una correlación entre dos cosas no es garantía de
que una cause la otra. Se necesita que haya algún vínculo causal y una demostración de ese
vínculo; es necesario mostrar que A conduce a B. Hugot tenía A y B, pero no el “conduce a”. Y
así, aunque las bacterias del refrigerador se encuentren en relación con Crohn, podrían
fácilmente ser tanto espectadoras como villanas. Si no es la refrigeración, ¿qué es?

Algunos biólogos han sugerido la contaminación ambiental, otros la pasta dental o la ingesta de
azufre. ¿Quizás la vacuna contra el sarampión? O tal vez la enfermedad de Crohn es
psicosomática. Quizás la gente en países desarrollados tiene mentes ociosas proclives a la
hipocondría. El patrón en la distribución geográfica de Crohn parecería, como los patrones
similares para la diabetes tipo 2 o la esquizofrenia, invitar locas propuestas.

Más allá de si uno cree o no en la especulación de Hugot, una cosa que él dijo es verdad. Algunas
especies fueron favorecidas y otras desfavorecidas por la modernidad. Hugot concentró su
atención en las especies que fueron favorecidas. ¿Pero es posible que Crohn y otras
enfermedades de la modernidad tengan más que ver con esas especies que fueron
desfavorecidas? Esto fue lo que Joel Weinstock, un investigador médico de Tufts University que
antes pasó por University of Iowa, comenzó a preguntarse. Era 1995 y él estaba en un avión de
regreso a Iowa después de un congreso en los salones de la Crohn’s and Colitis Foundation of
America, en New York. Acababa de terminar el trabajo de edición de un libro sobre parásitos del
hígado y los intestinos, y estaba escribiendo un artículo reseña acerca de la enfermedad
inflamatoria del intestino -una clase de tratado medicinal de enfermedades que incluyen la de
Crohn y otras que resultan de los ataques del sistema inmunológico al intestino. Leer estas dos
fuentes juntas le hizo reparar en los modos en que los parásitos pueden dañar a sus anfitriones,
pero también en los modos en que pueden ayudarlos, aunque sólo fuese para asegurar su propia
supervivencia. Bajo esta luz, se le ocurrió que había una cosa que la familia en Mumbai y la
familia en Manhattan tenían en común, además de las heladeras, los televisores y el tiempo de
ocio. Ambas están extrañando su experiencia con esas especies de las que nos hemos
desprendido durante nuestra travesía al mundo moderno, en particular nuestros parásitos
intestinales -nuestras lombrices. La teoría microbiana de la enfermedad está basada en la idea
de que nos enfermamos cuando nuevas especies invaden nuestros cuerpos. Weinstock pensó
todo lo contrario. Quizás algunas enfermedades son causadas por la expulsión de especies.

No se necesita tener una gran riqueza para ser lo suficientemente rico como para evitar los
gusanos intestinales. Todo lo que realmente tienes que hacer es usar zapatos y un inodoro
dentro de casa. En los 1930s y 1940s, casi la mitad de los niños estadounidenses tenía gusanos,
tanto grandes y sinuosos como el Ascaris y la lombriz solitaria como también animales más
delicados como el pequeño tricocéfalo (Trichuris trichuria). Ahora los gusanos son cosa del
pasado en Estados Unidos. Tampoco es Estados Unidos un caso inusual. Los lugares donde la
enfermedad de Crohn estaba volviéndose común le parecieron a Weinstock como lugares donde
se sabía que las lombrices intestinales se habían convertido en una rareza. ¿Qué pasaría si la
ausencia de parásitos intestinales estuviese causando la enfermedad de Crohn? En ese
momento, la idea de Weinstock era como muchas otras teorías (aunque un poco más rebelde)
en su carácter de correlatividad simple. Así, podría ser cierto que hubiera menos parásitos donde
Crohn es más común, pero como ya hemos visto, también hay más televisores y heladeras. De
todos modos, Weinstock confiaba, a miles de pies de altura, que su especulación era correcta,
al menos en sus inicios.

La especulación disparatada puede ser importante para la ciencia, especialmente en las


primeras etapas de un nuevo campo, cuando casi todo es posible. En los primeros días parece

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como si cualquiera pudiese resolver el problema, por lo que todos tratan. Esta etapa de la ciencia
puede continuar así por décadas, si no más. Es desde el inicial florecimiento de las ideas
disparatadas que la verdad va a ser filtrada. Pero incluso cuando uno acepta el hecho de que las
ideas disparatadas son útiles, algunos llevan al máximo los límites de la ciencia bien entendida.
Porque por más que la hipótesis de la heladera parezca extraña, era medicina tradicional. En
esencia, la hipótesis de la heladera estaba basada en la idea de que alguna nueva especie nos
estaba infectando y haciéndonos daño. Hugot pensaba que era la bacteria tolerante al frío la
que causaba la enfermedad. Otros investigadores han sugerido que cualquiera de las otras
veinte bacterias podría ser la causante.

Lo que se le ocurrió a Weinstock fue algo completamente diferente. Su idea comenzaba con la
observación de que cuando nos mudamos a las ciudades y a la modernidad, nuestros cuerpos
perdieron más de lo que han ganado. Pensaba que era la ausencia de parásitos más que la
presencia de un agresor particular lo que nos estaba lastimando. Nuestros cuerpos, imaginó él,
extrañaban tanto a sus lombrices que estaban destruyéndose a sí mismos, devorando sus
entrañas por nostalgia. Cuando se sentó incómodo en su asiento del avión, todo sobre Crohn
parecía más claro. Los trabajadores manuales serían menos propensos a desarrollar Crohn que
la gente que se sienta todo el día frente a escritorios. ¡También es más probable que trabajen
en la mugre y se pesquen lombrices parasitarias! De repente, ésta y una docena de otras
observaciones tienen sentido. Weinstock había apenas dejado atrás la costa este, pero
intelectualmente se sentía como si hubiese viajado mil millas. Todos a su alrededor se quejaban
de sus asientos, del olor del avión y de la hosquedad del personal a bordo. Sin atender a todo
esto, Weinstock estaba contento.

Había precedentes para la idea de que una especie como la humana pudiera extrañar a otra
especie, incluso a una como un gusano intestinal que le había hecho daño. El precedente
involucraba al antílope americano. La historia de éste es relevante para Crohn y puede ser una
respuesta a ésta y muchas otras enfermedades crónicas modernas.

El antílope americano (Antilocapra americana) es un animal pequeño, del tamaño de una cabra.
Aunque a veces son llamados antílopes, no son precisamente eso, ni tampoco venados. Son
singulares. Su rama en el árbol genealógico ha estado separada de las otras ramas por mucho
más tiempo del que los humanos han estado separados de otros primates. Una vez hubo muchas
clases de antílope americano, pero ahora sólo hay una sola especie flexible. El cuerpo de un
antílope americano es bronceado en el lomo y blanco en la barriga. Tiene un hocico negro y
astas dobles también negras. Comparado con el alce o con el verdadero antílope, el antílope
americano es un derviche -liviano y musculoso. Un antílope americano puede correr a cien
kilómetros por hora. Un científico que seguía antílopes americanos en las praderas de Colorado
observó a unos pocos individuos correr tres kilómetros y luego iniciar una ráfaga de mayor
velocidad. Con esa ráfaga lo dejaron atrás, incluso cuando él los estaba persiguiendo desde una
avioneta a 72 km por hora. Incluso luego de correr rápido por un buen tiempo son capaces de
hacerlo más rápido y por más tiempo, no más rápido que una bala, pero sí más rápido que una
avioneta persiguiéndolos.

Una vez, decenas de millones de antílopes americanos prosperaban desde Canadá a México.
Luego vinieron las armas de fuego y la avidez de la expansión hacia el oeste. Los antílopes
americanos, como el bisonte, fueron matados por alimento y recreación hasta que quedaron
unos pocos millones, y luego unos pocos cientos de miles, y finalmente sólo unos miles, una rara
madre dejada aquí y allá en la pradera. Eventual y lentamente, esos miles engendraron más
miles hasta que, ayudados por las políticas de conservación de la tierra, el antílope americano

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comenzó a repuntar. Hoy existe una población de 10-12 millones de antílopes americanos
dispersos en las praderas que quedan. Allí, ellos se inclinan para pastar y entonces, ante la más
mínima provocación, corren.

Contar antílopes americanos es difícil, como contar cuervos o nubes. Súbitamente están por
todas partes y de un momento a otro no se encuentra ninguno. En la mayoría de los lugares
viven anónimamente, sin que se los estudie, y en estado completamente silvestre. Pero existe
una pradera en el refugio conocido como National Bison Range, en Montana, donde los
antílopes americanos son bien conocidos. Allí la hierba crece hasta cubrir la mitad de sus cuerpos
y entonces se detiene. Se dobla con el viento para revelar su presencia, en grupos, devolviendo
la mirada con sus grandes ojos pardos. El National Bison Range es aún lo suficientemente
silvestre como para que las cosas puedan vivir, reproducirse y morir sin que nadie se dé cuenta,
pero se encuentra bastante establecido, un universo aparte, que un hombre y una mujer pueden
esperar ver unos pocos animales vivir sus vidas, y al hacerlo aprender realidades más generales.
Así fue como en 1981 el zoólogo John Byers asumió ser ese hombre, y su esposa Karen ser esa
mujer. John y Karen se mudaron de Chicago a Moscow, Idaho, donde él comenzaría como nuevo
profesor. Desde Moscow, cuando llegó el verano, habrían de migrar al Bison Range en una casa
rodante llamada Bucky. Rústica pero muy querida, Bucky los conduciría a la próxima fase de sus
vidas.

Cuando John y Karen se dirigieron a las praderas, el paisaje se abrió. Lucía como cualquier
pradera, tan abierta y tostada como las sabanas de África. Manejar allí daba la sensación de
llegar a casa, a un lugar donde las cosas están bien y son importantes. Entraron en las tierras
verdes-grisáceas de festuca, salvia y agropiro, y el bosque desapareció a sus espaldas, y con él
su vida diaria. El espacio era amplio, pero complejo. John escribiría después que era “el piso del
cielo”. Los albergaría por el verano o quizás incluso sus vidas.

Cuando llegaron los Byers se encontraron con los antílopes americanos. Los vieron correr hasta
que desaparecieron en los borrosos márgenes de la visibilidad. La primera tarea de los Byers fue
atrapar estos animales. Cada unidad capturada sería etiquetada y luego estudiada por el tiempo
que ella o la pareja pudieran persistir, años para decir la verdad, quizás más. Pero la captura no
era fácil. Los adultos eran demasiado rápidos y los cervatillos difíciles de encontrar, al menos en
primera instancia. Pero John y Karen perseveraron. Eventualmente encontraron una madre con
sus dos cervatillos escondidos entre las hojas de hierba con forma de cuchilla. Cuando John se
acercó, la madre huyó, pero los cervatillos se quedaron inmóviles. John los alzó y los llevó en
brazos para medirlos, pesarlos y etiquetarlos. Eran, en su pequeñez, como pájaros. John y Karen
esperaban seguir a estos dos y a los otros que pronto atraparían. El corazón de cada cervatillo
golpeaba la caja de sus costillas hasta que fueron liberados.

John y Karen Byers se asentaron en la pradera con la idea de obtener observaciones sobre los
movimientos de los antílopes americanos, su dieta, apareamiento y todo lo demás. Como todo
científico, esperaban ellos observar una cosa para entender las otras. Querían buscar en el
antílope americano verdades más generales. El antílope americano saltaba y corría, y John y
Karen veían en su carrera a todo ser viviente que corre. John y Karen levantaban los cuerpos de
los animales que habían capturado y sentían que eran ejemplos de cualquier cuerpo de animal.

Sin embargo, por más que John y Karen pensaran que podían encontrar trayectorias universales
entre los antílopes americanos, no dejaron de encontrar modos en los que ellos parecían
excepcionales en vez de generales. Una excepción en particular había ya atormentado a otros
científicos que habían estudiado al antílope americano, o que simplemente lo habían visto -su

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velocidad. Audubon reparó en ella, pero también lo hicieron todos los demás que los observaron
por más de cinco minutos. Los antílopes americanos son más veloces en distancias medias que
los guepardos. Son el doble de rápidos que los lobos y más rápidos que una camioneta de campo
conducida con cuidado. Resulta que son incluso más rápidos que una camioneta de campo
conducida arriesgadamente. En distancias medias, pueden bien ser el animal más rápido de
todos los que se han conocido. Esa velocidad no proviene de ninguna magia bioquímica
particular, sino en cambio de largas y delgadas piernas, pequeñas patas prácticamente
indiferenciadas, una abundancia de músculos rápidos y lentos, y pulmones fuertes. El antílope
americano invierte en velocidad en detrimento de tener cuerpos mayores o producir más crías.
Parecen haberse excedido, como si hubieran desarrollado su velocidad simplemente porque era
posible. Una publicación científica después de otra ha subrayado la velocidad del antílope
americano. Cada una concluyó que era anómala, interesante y un poco extraña. Los antílopes
americanos tampoco corren solos. Corren y huyen en grupos apretados más similares a bancos
de peces o bandadas de aves que a cualquier especie terrestre, grupos que se mueven en
sincronía a alta velocidad. La gran cuestión, además de cómo, es ¿por qué?

De acuerdo con las reglas de Darwin, la evolución no se excede. La selección natural tiene
escrúpulos en su edición. Ningún material se desperdicia y ningún animal es más alto, más rápido
o más fuerte de lo que necesita ser para que le vaya mejor que a sus competidores. Si todos los
animales del planeta fueran tortugas, no habría ninguna ventaja en ser una liebre, sólo la tortuga
más veloz. Sin embargo, los antílopes americanos, en sus grupos sinuosos, superan a todos. En
los miles de horas que los Byers, otros investigadores, cazadores y pobladores locales
observaron a los antílopes americanos, hay pocos ejemplos registrados de adultos siendo
capturados por depredadores. Esto es cierto incluso cuando se les ha colocado a muchos
antílopes americanos adultos un collar de radio y se los ha monitoreado a través de las planicies,
e incluso cuando la depredación de cervatillos puede verse fácilmente. Los cervatillos son
devorados por águilas, coyotes y otros depredadores. Pero los cervatillos no corren para
defenderse. Se quedan inmóviles. Los adultos son los que corren, y cuando lo hacen, los osos no
pueden acercarse para atraparlos, ni los lobos grises o los coyotes. Cuando los Byers vieron por
primera vez la velocidad de los antílopes americanos, les pareció como una afrenta a la selección
natural, una suerte de llamativa excepción de la que se alardea en cada oportunidad.

John Byers estaba pensando en esta velocidad excepcional cuando comenzó a ver fantasmas.
Veía animales persiguiendo antílopes americanos, corriéndolos de atrás. Los atrapaban por sus
tobillos. Los derribaban uno por uno entre las hierbas más altas. No eran reales, él lo sabía, pero
podía ver su evidencia, el modo en que uno podría anoticiarse del viento a través de ver lo que
se mueve. En un paisaje donde el depredador mayor es un oso, Byers veía el rastro de guepardos
y leones. Si entrecerraba los ojos cuando observaba al antílope americano, podía incluso ver a
estos depredadores persiguiendo. Podía verlos manifiestos en cada acción del antílope
americano. Byers llegó a creer que estos fantasmas eran una respuesta a la cuestión de la
velocidad del antílope americano, y a otras cuestiones también.

Hace unos 10.000 años, exactamente cuando las vacas estaban comenzando a ser domesticadas
en Asia, los antílopes americanos vivían en las llanuras con el lobo gris, el oso negro, el oso grizzly
y el coyote, pero también con otros grandes depredadores. Cuando los humanos arribaron al
continente americano, encontraron los antílopes americanos junto a una mucho mayor variedad
de otros herbívoros, pero también una mayor variedad de depredadores. Las praderas
americanas eran más salvajes y encarnizadas que las planicies africanas. Los depredadores que
encontraron los primeros inmigrantes en América del Norte cuando colonizaron el continente

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hace catorce mil años, o más, eran más grandes, más feroces y más rápidos que los que
conocemos hoy. Había cánidos de rapiña, cánidos de piernas cortas, lobos terribles (Canus
dirus), guepardos gigantes, leones gigantes de caverna (Panthera atrox), varias clases de felinos
con dientes de sable, osos gigantes Arctodus simus y otros monstruos de gran dentadura,
muchos de ellos rápidos. El león de caverna creció hasta doce pies de largo. El felino con dientes
de sable podía pesar 1.000 libras y el Arctodus simus unas 2.500 libras. Más relevante para la
historia del antílope americano, sin embargo, fue el guepardo americano (Miracinonyx trumani),
un gran felino, largo y rápido, estructurado para perseguir y atrapar a altas velocidades. Las
analogías con los guepardos africanos modernos sugieren que el guepardo americano habría
gustado de devorar antílopes americanos en el mismo grado que los guepardos africanos gustan
de consumir antílopes. Y entonces fue en este contexto que Byers comenzó a imaginar que la
velocidad del antílope americano y su carrera en enjambre evolucionaron en respuesta a
depredadores ahora extinguidos. El antílope americano tuvo una vez algo de lo cual huir. Los
guepardos americanos evolucionaron para ser más rápidos y así perseguir antílopes americanos,
y éstos últimos evolucionaron para ser incluso más rápidos. Entonces llegaron los humanos al
continente y, de un modo u otro, exterminaron más de sesenta especies de grandes mamíferos,
incluyendo el guepardo, leones, mamuts, mastodontes e incluso camellos. La extinción de estas
grandes bestias y, especialmente, del guepardo americano dejó al antílope americano
anacrónica e irrelevantemente rápido.

Una vez que Byers intuyó esto (que parece correcto, en la retrospectiva que proveen más datos
y análisis), gran parte de la vida de los antílopes americanos parecía tener más sentido. Toda su
biología, pero en particular la de las hembras, se estructuró alrededor del escape de
depredadores que ya no estaban presentes. Las hembras escogieron los machos veloces para
que sus crías tuvieran la posibilidad de ser lo suficientemente rápidas como para escapar. Incluso
sus úteros bicornes y sus columnas vertebrales comprimidas parecerían ser una función de su
pasado. No eran una excepción, sino en cambio una manifestación poderosa de las reglas de
selección natural. Eran, de alguna manera, la regla. Aún más, parece como si la velocidad del
antílope americano y las características relacionadas con ella son costosas. Si lo fueran, y si con
el paso del tiempo los antílopes americanos se vuelven más numerosos, o su hábitat se vuelve
más raro, ellos podrían volverse más lentos. Los individuos que corren más velozmente podrían
morir más jóvenes, exhaustos por huir de fantasmas e incapaces de ir más lentos. En un tiempo
dado, cada generación de antílopes americanos sería más lenta y, con una velocidad más
ordinaria, menos extraordinaria.

Aquí estaba lo que todos los científicos buscan, un resultado general derivado del estudio de
algo muy específico. Porque cuanto más Byers hablaba con otros científicos más se daba cuenta
que su caso de los antílopes americanos no era el único. El suyo era un ejemplo bien estudiado
de las consecuencias que resultan de que una especie extrañe a otra con la que había estado
vinculada por milenios. Unos años antes, en Costa Rica, el biólogo tropical y conservacionista
Dan Janzen había argumentado que las frutas de mayor tamaño, las que ahora permanecen
inmóviles a la sombra de sus madres, evolucionaron para dispersarse a través de la ahora
extinguida megafauna, especies que desaparecieron junto a los depredadores del antílope
americano. La idea de Janzen surgió de sus observaciones de las vainas de tres pies de largo en
los árboles Cassia grandis, un estudio realizado en 1979. Treinta años después, Janzen parece
estar en lo cierto, y esas frutas siguen estando inmóviles. Para parafrasear al paleontólogo Paul
S. Martin, vivimos en un tiempo de fantasmas, con su prehistórica presencia indicada por las
dulces frutas de mayor tamaño. Muchas de las frutas que los humanos han venido a favorecer
parecen haber evolucionado para ser acarreadas de un lugar a otro, vehiculizadas

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temporariamente en las entrañas de los mamíferos gigantes -las papayas integran la lista, así
como las paltas, guayabas, chirimoyas, naranjas de Luisiana y los deliciosos (aunque huelen
pésimo) durios. En otros lugares los biólogos encontraron alargadas flores sin un obvio
polinizador, flores que evolucionaron, sostienen, en respuesta a la larga lengua de un ya
extinguido polinizador. Con el tiempo se han descubierto más casos como éstos, más ejemplos
de las consecuencias de perder socios.

Pero el ejemplo del antílope americano era diferente. Las frutas gigantes se beneficiaron alguna
vez de ser dispersadas por grandes mamíferos consumidores de frutas, perezosos más grandes
que los elefantes y sus parientes. El antílope americano no se benefició de ser devorado por
guepardos gigantes. Sin embargo, sin el guepardo, el estilo de vida del antílope americano, sus
saltos y carreras, carecen ya completamente de sentido. El antílope americano sufría las
depredaciones de los guepardos americanos, pero de alguna manera puede sufrir ahora la
ausencia de su enemigo perseguidor por tanto tiempo. No hay razón para que corran. Gastan
energía, cuando les podría ir igualmente bien permaneciendo quietos. Huyen de fantasmas.

Todos lo hacemos.

Capítulo 3: El Principio del Antílope Americano y De Qué Huyen Nuestros Intestinos

Los Byers fueron al encuentro de los antílopes americanos para entenderlos. Lo que
descubrieron fue más general. Llamémoslo principio del antílope americano, que tiene dos
elementos: primero, todas las especies tienen características físicas y genes relacionados con los
modos en que interactúan con otras especies; segundo, cuando esas otras especies
desaparecen, las características se vuelven anacrónicas o algo peor. Las plantas desarrollaron
toxinas para defender sus hojas, néctar para atraer a animales y que transporten su polen, y
frutas para atraer a otros animales y que acarreen sus semillas. Los animales, a su vez,
desarrollaron largas lenguas para alcanzar el néctar, o mejores sentidos de olfato para detectar
frutas. Los carnívoros tienen largos y filosos dientes para matar a sus presas. Los parásitos
intestinales tienen apéndices que imitan, en sus contornos, los intestinos de sus anfitriones, para
sujetarse. Escoge cualquier organismo de la Tierra y en la misma medida en que su biología es
definida por el modo en que interactúa con otras especies, así es influida también por los
fundamentos de vivir, comer, respirar y aparearse. Las interacciones entre especies (lo que los
ecólogos llaman interacciones interespecíficas) son parte de la intrincada ladera a la que se
refería Darwin. Lo que los Byers entendieron por vez primera en el contexto del antílope
americano fueron las consecuencias de remover las especies por cuya interacción nuestros
cuerpos evolucionaron, sean depredadores (como en el caso del guepardo), mutualistas como
los animales que una vez dispersaron las frutas gigantes americanas, o incluso parásitos y
agentes patógenos. La pérdida de otras especies puede hacer de elementos clave en el cuerpo
de cualquier organismo algo tan anacrónico como las frutas gigantes que, depositadas en el
suelo, esperan que una megafauna que nunca llegará las levante de allí.

Por mucho que el principio del antílope americano sea intuitivo para ecólogos y biólogos
evolutivos, una parte central de nuestro conocimiento del mundo viviente, nadie, ni siquiera los
Byers, ha pensado cómo este principio del antílope americano se relaciona con nuestros propios
cuerpos. Los investigadores en medicina no suelen estar entrenados para pensar sobre historia
evolutiva, e incluso cuando lo están, tienden a aprender acerca de humanos aislados, como si el
pasado fuese una serie de largas caminatas, desnudos, entre los árboles, sacando frutas para
comer (cuando incluso esa fruta es otra especie, una especie que tenemos que ver u oler para
encontrarla). Hasta tiempos muy recientes, ninguna investigación consideró lo que sucedió

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cuando exterminamos a todos nuestros depredadores, o, en este sentido, cuando removimos
las solitarias, los anquilostomas y sus parientes de nuestros intestinos. Uno se pregunta qué
partes de nuestros cuerpos están, como los músculos y la rapidez de los antílopes americanos,
atormentadas por fantasmas -al menos Joel Weinstock se lo preguntaría. ¿Qué sucede cuando
los humanos dejan atrás las especies por cuya interacción con ellos evolucionaron sus cuerpos,
ya sean guepardos, agentes patógenos, abejas o gigantes lombrices chupadoras?

Joel Weinstock no sabía nada de antílopes americanos. Es difícil imaginar una circunstancia en
la que ellos hubieran parecido relevantes para él. Como la mayoría de los investigadores
médicos, no había tomado nada que se parezca a una clase de ecología desde sus dieciocho
años. No hubiera podido decirte quiénes eran los más recientes ancestros de los humanos, ni
era particularmente un fan de la “naturaleza”. Conocía acerca del sistema inmunológico humano
y cómo es afectado por los parásitos. Éstos podrían parecer ámbitos de la biología demasiado
estrechos como para concentrarse en ellos, pero al saber esos dos campos él ya tenía un
conocimiento más amplio que el de la mayoría de los biólogos. Esta amplitud moderada se volvió
útil para él cuando volaba de regreso a casa luego de su estancia en New York. Hojeaba una
carpeta de datos sobre la creciente frecuencia de la enfermedad de Crohn y otras enfermedades
“modernas”, y se preguntaba por qué se habían vuelto más comunes. Mientras tanto recordaba
que durante los mismos años muchos de nuestros gusanos parasitarios se habían vuelto raros.
Conectaba estas observaciones como se unen puntos. Una vez relacionadas hubo una
revelación. La causa de la enfermedad de Crohn podía ser, pensó repentinamente, ¡las lombrices
parasitarias, los helmintos! Cuanto más miraba los puntos que había unido, más pensaba que
había descubierto la respuesta, una que se relacionaba más con los antílopes americanos y los
extinguidos guepardos que con la ciencia médica estándar.

Es lindo pensar que tienes la respuesta. Tu corazón late. Quizás corras un poco alrededor del
laboratorio y dejes escapar un grito selvático. Por supuesto, en algún momento tienes que
contarle a alguien tu idea y es allí, en mi experiencia, cuando frecuentemente la cruda sagacidad
cae víctima de la realidad. Algún estudiante muy brillante dice algo como “no entiendo cómo
pueda esto realmente funcionar”, y allí es que te das cuenta de que no podría, y te enfadas un
poco. Pero a veces las percepciones son correctas. O al menos parecen correctas por un tiempo
mayor al de un día anticlimático.

El tiempo diría si Weinstock tenía razón. Él imaginaba que el problema con nuestros intestinos
modernos era nuestro sistema inmunológico, y que el problema con nuestro sistema
inmunológico era que estaba extrañando a los parásitos con los que había evolucionado. Crohn
y otras enfermedades inflamatorias de los intestinos, él vendría a plantear, son consecuencia de
que nuestro cuerpo aún corre para escapar de su antiguo asaltante. Cuando un antílope
americano corre rápido para dejar atrás a un depredador que ya no existe derrocha energía.
Cuando nuestros cuerpos corren rápido para escapar de gusanos inexistentes se tropiezan, creía
él, o tal vez nunca aprenden a correr apropiadamente, en primer lugar.

Weinstock tenía una corazonada, pero no poseía evidencia directa. Por supuesto, es cierto que
la gente en países desarrollados sería más proclive a tener Crohn que aquélla de los países en
desarrollo, y menos proclive a tener lombrices parasitarias. En países subdesarrollados,
aproximadamente un billón de personas está infectado sólo con dos especies de anquilostoma
(Necator americanus y Ancylostoma duodenale), para no mencionar las lombrices solitarias,
tricocéfalos y otros posibles bichos que uno se encuentra aunque sea accidentalmente. Todas
estas especies eran ancestralmente criaturas marinas. Fueron capaces de tocar tierra mediante

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la colonización de los intestinos de animales, siendo cada uno de ellos de alguna manera como
un pequeño, si bien no muy pintoresco, mar.

Tal posibilidad parecía demencial para la comunidad médica, un anatema de la idea por mucho
tiempo sostenida de que la medicina está en parte para remover especies de nuestros cuerpos
para hacernos más saludables. Antibióticos, antisépticos, antihelmínticos y todos los otros
“antis” están basados en la idea de remover vida, sin tener en cuenta su identidad. Sin embargo,
había algo interesante en el argumento de Weinstock, y la gente lo escuchaba con atención. Él
era también, conviene mencionarlo, un estimado inmunólogo cuando comenzó a hablar de que
“nuestros cuerpos extrañaban a sus lombrices solitarias”. Los científicos estimados sufren
menores consecuencias cuando presentan ideas alocadas. Pueden gritarlas ante una ventanilla
exterior de McDonald’s. Pueden incluso anunciarlas en televisión. Todo lo que probablemente
pase es que alguien diga: “Uff, Joel, ¿no podías simplemente testear algo de esto antes de
presentarte en el programa de Oprah?”

Los experimentos son los mejores exámenes para las nuevas teorías, pero los experimentos en
humanos no son siempre posibles, incluso cuando son moralmente aprobables. Es difícil
imaginar un experimento para testear los efectos de la refrigeración en la enfermedad de Crohn
o en cualquier otra enfermedad. La refrigeración puede jugar un papel, pero una corroboración
de la idea es probablemente difícil de alcanzar alguna vez. Incluso los pacientes enfermos
difícilmente estén dispuestos a abandonar el uso de las heladeras. Los efectos de la pérdida de
parásitos en la enfermedad de Crohn podrían, sin embargo, ser testeados experimentalmente.
Lo harías del mismo modo que podrías examinar los efectos de perder la megafauna sobre las
planicies americanas y los antílopes americanos, es decir reintroduciéndolos. Restaurar los
delgados guepardos de los intestinos, con sus largas colas y sus microscópicas fauces, sería la
tarea.

Si perder parásitos causa la enfermedad de Crohn, entonces devolverlos a su lugar podría


remediarla. Pero quizás sea una idea demasiado simple, semejante en este respecto a un
retorno a la vida salvaje del oeste para conservar la velocidad del antílope americano. Si el
experimento no funcionara, no te diría mucho. Podría ser que los efectos de la pérdida de
parásitos se sientan en gran medida por su ausencia durante el desarrollo del sistema
inmunológico, o por la pérdida de la infección crónica. Podría ser. No obstante, si simplemente
agregaras parásitos a un paciente con Crohn y este paciente mejorara, sería sugerente. Si
agregaras parásitos a un grupo de pacientes y la mayoría de ellos mejorara, sería más que
sugerente, incluso convincente.

Cuando comencé a leer la literatura sobre Crohn, me pregunté sobre un experimento de esas
características. ¿Sería moral? ¿Lo aprobarían todos? Quizás el más claro precedente de lo que
Weinstock quería hacer nuevamente provenga del antílope americano. Un puñado de
científicos, amigos del biólogo Byers, sugiere que deberíamos devolver América del Norte
occidental a un estado silvestre. Estos científicos proponen “cambiar la premisa subyacente de
la biología conservacionista”. Necesitamos, dicen ellos, reintroducir los carnívoros existentes en
todos los lugares donde una vez estuvieron (osos y lobos, por ejemplo, ocupan sólo 1% del área
que ellos habitaban hace solamente 200 años). Pero también necesitamos introducir elefantes
para reemplazar mamuts y mastodontes, guepardos africanos para reemplazar guepardos
americanos y leones africanos para reemplazar leones americanos extinguidos. Podríamos
incluso introducir el camello bactriano para llenar el vacío dejado por las muchas especies de
camélidos que una vez poblaron América del Norte. Introduciendo estas especies en el oeste
americano lo haríamos más parecido a como era hace mucho tiempo, a lo que “debería haber

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sido”. Erradicaríamos las ratas, los dientes de león y las hierbas. Quizás entonces, cuando el
antílope americano tenga de nuevo algo de lo que huir, su velocidad tenga sentido.

Estas personas, junto a Josh Donlan, un biólogo conservacionista que trabaja por estos días en
Cornell University como suerte de líder estadista radical, son muchachos amantes de vérselas
cara a cara con mamíferos y serpientes. Están listos para la megafauna, listos ahora y sin miedo
a las consecuencias de defender su nueva postura. Son de la clase de muchachos (y son
mayormente varones) que, si se les da la opción, preferiría morir en las fauces de un tigre que
de un ataque cardíaco. En un artículo Donlan pregunta: “¿Te contentarás con un desierto
estadounidense más vacío que lo que era hace unos cientos de años?” Donlan no. Traigamos de
nuevo a los tigres, sostiene. Traigamos de nuevo a los leones. Donlan y sus colegas quieren el
regreso de estas especies con tanto afán que están dispuestos a salir al desierto y hacerlo ellos
mismos. De hecho, eso es justamente lo que hicieron. En la oscuridad nocturna atraparon
algunos animales silvestres en una reserva de México, los transportaron en la caja de un gran
camión cruzando la frontera en Texas, y los liberaron en una hacienda de Ted Turner. Que los
ejemplares fueran tortugas de Bolson (Gopherus flavomarginatus) de 100 libras de peso, no
leones, y que la reserva fuera un parque trasero cercado, aunque enorme, no viene al caso. La
meta era, como para los leones, restaurar sus funciones. Si hubieran sido leones, eso sí, hubieran
necesitado un camión de mayores dimensiones.

Cuando Josh Donlan y otros propusieron repoblar el oeste, recibieron un agresivo acoso en
forma escrita, o al menos la versión académica de eso, que son artículos de tono pasivo-agresivo
escritos en respuesta a sus artículos. La idea era tabú. Luego recibieron cartas agresivas de
granjeros, cuyos predecesores y ancestros trabajaron tan duramente para eliminar la
megafauna. En parte, el sentimiento de los críticos era antiguo, resumido en los comentarios del
biólogo británico William Hunter unos 240 años antes cuando escribió: “Aunque podamos, como
filósofos, lamentarlo, no podemos como hombres sino agradecer al cielo que su entera
generación esté probablemente extinta.” En otras palabras, los tigres están bien en Bangladesh,
pero no en mi parque trasero. Sin embargo, hay una diferencia clave entre el regreso a la vida
silvestre del oeste de los Estados Unidos, ya sea con tortugas o con tigres, y el repoblamiento de
nuestros cuerpos. Es más fácil obtener permiso para hacer el repoblamiento experimental de
un cuerpo humano que de las silvestres y ondulantes millas de pastos en Idaho.

Donlan y otros defensores del repoblamiento todavía esperan permiso para soltar elefantes y
guepardos en las Grandes Llanuras. Han obtenido algunos éxitos, pero no con mamíferos. La
tortuga Aldabran fue introducida por el ecologista danés Dennis Hansen en un área encerrada
de la isla Mauricio, donde otra especie de tortuga gigante vivió una vez. Hansen ha encontrado
evidencia de que las reintroducidas tortugas podrían ayudar a recuperar las poblaciones de
plantas nativas mediante la dispersión de sus semillas. Los plantones de semillas expulsadas por
tortugas crecen más altos, tienen más hojas y son menos propensos a ser comidos que aquellos
que surgen de semillas que simplemente cayeron al suelo. No se sabe con certeza si serían
liberadas todas las tortugas en cautiverio. Mientras tanto, Weinstock y sus colegas comenzaron
con un experimento en las entrañas de los ratones. Descubrieron que cuando les daban gusanos
nematodos a los ratones podían prevenirles de adquirir la versión para ratones de la enfermedad
inflamatoria del intestino. Con los ratones como viento de popa, Joel Weinstock y sus colegas
solicitaron el permiso del Comité de Revisión Institucional en la Universidad de Iowa para
suministrar experimentalmente nematodos de cerdo a pacientes humanos. Quizás para su
propia sorpresa, la solicitud fue aprobada.

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A comienzos de 1999 fueron llevados pacientes con la enfermedad de Crohn a un laboratorio en
Iowa. Se les hizo una encuesta y un examen médico para ver si reunían los requisitos para
participar en el experimento. Algunos estaban muy enfermos. Algunas estaban embarazadas.
Otros se veían muy bien. Finalmente, veintinueve individuos fueron escogidos para el estudio.
Se les avisó de los riesgos para la salud que entrañaba el experimento, que en gran medida eran
desconocidos. Todos estuvieron de acuerdo en testear una teoría radical en sus cuerpos. Si
Weinstock estaba en lo cierto, ellos podrían recuperarse. Si estaba equivocado seguirían
enfermos o podrían enfermarse todavía más. De cualquier modo, se volverían anfitriones, si bien
por poco tiempo, de lombrices de una especie pariente de aquéllas en las que hemos gastado
millones de dólares en erradicar. El progreso del hombre iba a ser revertido en sus cuerpos.

Cuando estás saludable, el cuerpo se hace invisible. Cuando estás enfermo, la dimensión física
del cuerpo y de todos sus órganos y tejidos se vuelve muy clara, incluso exagerada. Los que
sufren de Crohn experimentan a diario los diversos modos en que el cuerpo, y la digestión en
particular, puede fallar. Cuando las cosas funcionan, masticamos nuestra comida para
despedazarla. Trituramos a través del uso de nuestros antiguos dientes, los que surgieron en los
peces. Nuestra lengua presiona el alimento y nuestra boca lo envuelve en saliva, que tiene
enzimas como la amilasa para auxiliar en la trituración de la comida. El bolo resultante de viscosa
papilla pasa luego por el estómago, donde se disuelve con ácido, y después a los largos
intestinos, donde cada fragmento útil es absorbido hacia el torrente sanguíneo y viaja hacia
nuestras células. Sorprendentemente, toda esta maquinaria funciona la mayor parte del tiempo
en la mayoría de nosotros. Funciona más frecuentemente, con toda probabilidad, que cualquier
otra máquina que tengas, como ser tu eliminación de la basura o el motor de tu automóvil. Pero
no en los pacientes con Crohn. Cada hora, cada día, con frecuencia en toda su vida, ellos
experimentan los límites del cuerpo. La enfermedad les recuerda la actividad vulgar y las
debilidades de sus intestinos. Al menos a algunos de ellos se los recuerda con tanta vehemencia
que tomar un tratamiento de lombrices de cerdo no les parece más extraño que la experiencia
más periódica de las incómodas fallas del cuerpo.

Mientras los pacientes de Weinstock eran preparados para los tratamientos, así también los
nematodos de cerdo (tricocéfalos, para ser más específicos). Weinstock y colegas tenían que
asegurar que los gusanos no transmitían enfermedades desde las tripas de su origen. Los huevos
eran tomados de cerdos comunes y colocados en cerdos libres de gérmenes. Como a todo
purasangre, se dejó a estos gusanos especiales luego reproducirse en la privacidad de sus
cerdos. Sus huevos fueron entonces recolectados y divididos en pequeñas pilas de 2.500 cada
una. Los huevos parecen pequeños balones de rugby marrones con botones en cada extremo.
Dentro de cada huevo se enroscaba un feto de gusano, tan estrujado como las esperanzas de
los pacientes.

El 14 de marzo de 1999 los veintinueve pacientes, enfermos, cansados y preocupados, bebieron


un vaso de Gatorade con huevos de tricocéfalos. Los científicos agregaron carbón al Gatorade
para invisibilizar los huevos. Los pacientes bebieron controlados por un coordinador del estudio,
cuyo trabajo era asegurar que nadie escupa su suspensión. Cada participante estaba dispuesto
a darle una oportunidad al tratamiento. Tragaron el líquido voluntariamente, se enjuagaron sus
bocas y esperaron.

Cada paciente fue observado cuidadosamente. El experimento había sido realizado en una
suerte de mini prueba el año anterior, con seis pacientes que sufrían casos extremos de Crohn.
Los resultados de este nuevo y mayor estudio eran impredecibles. Se esperaba que las lombrices
de cerdo no se adosaran a los intestinos de los pacientes por mucho tiempo. No lo hicieron en

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la prueba preliminar, pero la posibilidad no podía ser descartada. Los gusanos podían haber
tenido efectos negativos. Los pacientes eran conscientes de esto. Podrían haber buscado
también en bibliotecas sobre “tricocéfalos” o “Trichuris” y encontrado una galería de bestias
terribles. Los tricocéfalos son como serpientes delgadas, sin rasgos distintivos. Los tricocéfalos
madres producen miles de huevos por día, cada uno de los cuales es, para usar el eufemismo,
“depositado” por sus anfitriones en el suelo. Una vez allí, los huevos, si es que hacen algo en
absoluto, esperan. Ellos esperan para ser accidentalmente ingeridos por alguien más. Su
improbable linaje ha existido de esta manera por millones de años, un accidente por vez. De
vuelta en los intestinos, los huevos se rompen. Los jóvenes gusanos salen y encuentran la
mucosa donde completan su desarrollo y, una vez que alcanzan la adultez, se reproducen,
aunque se esperaba que esto no ocurriera en los pacientes. Las lombrices jamás madurarían,
pensó Weinstock, sino que simplemente evocarían la deseada respuesta inmune en los
pacientes.

Pasó una semana. Pasaron dos semanas. Cada paciente se debatía en su decisión de si estaba o
no sintiéndose mejor. Cuatro pacientes renunciaron. Pasó más tiempo. Hacia la séptima semana,
algunos de los pacientes se estaban sintiendo un poco mejor, pero algunos se habrían sentido
mejor de todos modos. En la duodécima semana los pacientes volvieron al laboratorio para ser
examinados. Aquí estaba la prueba del repoblamiento radical de Weinstock. Y entonces llegaron
los resultados. Fueron anunciados por el gerente del laboratorio por teléfono. Veintidós de los
veinticinco pacientes aún bajo estudio estaban mejorando. Hacia la semana veinticuatro, la
última semana del estudio, veinticuatro pacientes habían mejorado y veintiún estaban en
remisión. Estos individuos, que habían estado todos enfermos, estaban mejor ahora. Sus
cuerpos eran, ahora que tenían parásitos, más saludables.

Hay dos maneras de reaccionar al descubrimiento de Weinstock. La primera es la emoción. La


segunda es la preocupación con simplemente el porqué ocurre este efecto. Weinstock repobló
los intestinos humanos y curó a pacientes enfermos que previamente habían tenido pocas
esperanzas de mejorar. No se trataba de pacientes con casos leves de Crohn. Eran individuos
cuyas enfermedades se habían vuelto intratables por otros medios. El estudio de Weinstock fue
sólo el comienzo. Su éxito inspiró a otros. Poco tiempo antes, otros investigadores sugirieron
que muchas o la mayoría, o tal vez todas las enfermedades alérgicas o autoinmunes eran
resultado de extrañar a nuestros parásitos. Quizás incluso la depresión estaba relacionada con
la ausencia de lombrices, y algunos cánceres también. Sobre la base de estas conjeturas más
amplias se llevaron a cabo más experimentos. En todo caso, estos seguimientos, cada uno
aparentemente más escandaloso y significativo que el anterior, han suministrado datos que
prueban que el argumento de base de Weinstock nunca fue más sólido. Cuando es tratada con
gusanos, la gente con enfermedad inflamatoria de intestinos mejora. Los ratones diabéticos
retornan a niveles normales de glucosa en sangre. El empeoramiento de enfermedades
cardíacas se ralentiza. Incluso los síntomas de la esclerosis múltiple mejoran.

La erradicación de los parásitos helmintos en el mundo desarrollado ha sido declarada como


uno de los principales logros de la salud pública, un símbolo de nuestro control de la naturaleza.
Pero en el contexto del trabajo de Weinstock y otros, las consecuencias de nuestro “control”
están lejos de ser claras. Para sentirnos de nuevo bien debemos recuperar algunos gusanos (no
todos, obviamente -muchas especies de gusanos tienen efectos verdaderamente malos), con
cuidado, del modo en que, una vez canalizado, se le permitió al Mississippi correr por sus
antiguas derivaciones. Con frecuencia nos vemos como divorciados de la naturaleza, pero aquí
está el problema: nuestras culturas han cambiado. Nuestras conductas han cambiado. Nuestras

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dietas han cambiado. Nuestra medicina ha cambiado. Pero nuestros cuerpos son los mismos,
esencialmente inalterados desde hace seis mil generaciones, cuando ir a correr significaba
perseguir un animal herido o huir de uno fuerte, cuando el agua se bebía con las manos y el cielo
aún se abría ante nosotros para revelar millones de estrellas, puntos blancos tan inexplicables
como la misma existencia. Nuestros cuerpos recuerdan quiénes somos. Responden como han
respondido siempre, inconscientes de que todo ha cambiado, tan anacrónicamente como la
carrera del antílope americano o las frutas grandes consumidas por la megafauna.

Sin embargo, como escribió Rick Bass en el prefacio a uno de los libros de John Byers sobre el
antílope americano, “casi nunca un descubrimiento relaciona las cosas con claridad; ilumina sí
más territorio inexplorado y más patrones sin examinar, con una respuesta dando lugar de esta
manera a cientos de preguntas más.” La primera de este centenar de cuestiones era simple:
¿por qué? Saber que nuestros cuerpos parecen, de algún modo real, necesitar de lombrices
solitarias, tricocéfalos, anquilostomas, etc., no responde en realidad a la más simple pregunta:
¿por qué? Expulsamos los gusanos y nos enfermamos. Los volvemos a instalar y nos
recuperamos. Podríamos simplemente continuar reinstalándolos y sentirnos, si bien asediados,
mejor también. Pero antes de devolver intencionalmente a nuestros cuerpos lo que por largo
tiempo hemos pensado eran adversarios, vale la pena saber qué diantres está sucediendo. Lo
que sea que es, nos está sucediendo ahora mismo, salvo que ya tengas una lombriz.

Con el tiempo, Weinstock llegó a creer que el sistema inmunológico requiere de la presencia de
gusanos para desarrollarse. Sin gusanos, el sistema inmunológico es como una planta que se
deja crecer en gravedad cero. Hace mucho tiempo, en la evolución de las plantas terrestres, la
conquista de las consecuencias de la gravedad fue un gran paso en la transición de las plantas
desde los pantanos a la tierra. Las células gruesas y las fuertes -incluso leñosas- raíces
evolucionaron todas como medios de vérselas con la gravedad, como así también los sistemas
de transporte de azúcares, agua y gases. Prácticamente todas las diferencias entre un árbol y
una hierba de humedal son consecuencia de las mayores dificultades que enfrentan las plantas
en relación con la gravedad sobre la tierra. En ausencia de gravedad, las raíces y retoños crecen
en cualquier dirección, como el cabello salvaje de Medusa. De manera similar, nuestro sistema
inmunológico sin parásitos parece también estar en problemas para distinguir arriba de abajo.

Se puede pensar que estoy siendo demasiado metafórico. Pero para explicar la relación entre
lombrices y sistema inmunitario, los inmunólogos mismos tienden a apoyarse más en metáfora
y analogía que en datos. Cuando son presionados, Weinstock y otros comienzan a decir cosas
como: “sin parásitos, el sistema inmunitario está en desequilibrio”, o “no está en armonía” o, en
un momento más cándido, “fuera de control”. “Diferente” es cómo caracterizaría un
inmunólogo al sistema inmunitario de gente en países subdesarrollados. Esta es la lengua de la
incertidumbre. Nadie sabe bien lo que ocurre cuando eliminamos nuestros parásitos.
Eliminamos todos nuestros gusanos y parecemos tener una mayor posibilidad de caer enfermos.
Reinstalamos algunos de ellos y mejoramos, la mayor parte del tiempo de todos modos.

Weinstock tiene una idea de respuesta más específica. Otros también, pero las diferencias entre
lo que varios científicos piensan que podría estar pasando son frecuentemente difíciles de
reconciliar. No obstante, por ahora la versión de Weinstock, ofrecida inicialmente por el
inmunólogo Graham Rook en Cambridge University, es razonable. No significa esto que esté
correcta, pero al menos por lo que sabemos hasta ahora es posible.

Aquí es de ayuda conocer un poco más acerca del sistema inmunológico humano. El cuerpo es
un país con dos fuerzas armadas inmunológicas. Una combate una clase de enemigo, los virus y

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las bacterias; la otra lidia con otra clase de enemigo, los nematodos y otros grandes parásitos.
Trabajan juntas, aunque cuanto más se gasta energía del cuerpo en una parte del sistema
inmunitario menos queda para gastar en la otra. Ésta es una explicación vulgar, casi una
caricatura, pero es todo lo que hemos averiguado desde comienzos de la década de 1980. Podría
darles todos los nombres y detalles, los TH1, los TH2, y las otras palabras intraducibles del lexicón
de los inmunólogos, pero sirven en este caso sólo para dar la apariencia de conocimiento,
cuando todavía tenemos relativamente poco. Por el momento, entonces, sólo recuerden las dos
fuerzas armadas en diferentes frentes, luchando contra los inevitables enemigos que asedian.

Estos dos elementos de nuestro sistema inmunitario han estado allí por más de 200 millones de
años. Los tienen los tiburones, las ardillas, los peces. Incluso algunos insectos parecen tener
elementos de ellos. Todos ellos los tienen porque a lo largo de la historia de los linajes animales
cada generación estuvo llena de parásitos, bacterias y virus. Nuestros parásitos eran el éter en
el que nuestros cuerpos cobraban sentido. La presencia de estos parásitos ha sido por mucho
tiempo tan segura como la gravedad. Entonces sobrevino el gran cambio. Los humanos
comenzaron a vivir en edificios y usar inodoros, y todo cambió en las últimas generaciones -un
segundo en un día de la historia de la vida.

Por mucho tiempo entendimos que el sistema inmunitario, casi en su totalidad, comprendía sólo
dos clases principales de fuerzas defensivas, una contra las bacterias y los virus, la otra contra
los grandes parásitos. Pero en los últimos cinco años ha surgido un problema en esta historia.
Estuvimos perdiendo algo, otro personaje. ¿Qué sucedería, se preguntaban los científicos,
cuando los parásitos se instalasen en el cuerpo? Se sabía que el sistema inmunitario dejaría
eventualmente de atacarlos, pero ¿por qué y cómo?

Resulta ser que hemos pasado por alto completamente a un componente clave del sistema
inmunitario, que son los pacificadores. Cuando un parásito se instala y los intentos iniciales de
expulsarlo no tienen éxito, ¿qué debería hacer el cuerpo? Podría luchar por siempre. En algunos
casos sucede esto, y cuando es así, la enfermedad y los problemas causados por la respuesta
inmunológica del cuerpo casi inevitablemente pesan más que el problema causado por la
lombriz misma. En este contexto, el cuerpo puede mejor rendirse a la realidad de que el gusano
está presente y aprender a tolerarlo. La respuesta parece ser una y otra vez que, si el parásito
sobrevive inicialmente, el cuerpo aprende a tolerarlo. Un equipo de células pacificadoras ordena
la retirada de las fuerzas armadas antiparasitarias y busca una respuesta balanceada. Reservan
la energía del cuerpo para batallar en el futuro contra un enemigo más vencible o virulento.

Lo que Weinstock, Rook y otros piensan es que estos pacificadores recientemente descubiertos
son de alguna manera nuestra solución histórica, aunque también nuestro problema moderno.
Los pacificadores, imaginan ellos, se producen solamente cuando hay que solucionar un
conflicto. Cuando no hay parásitos instalados, especialmente a comienzos del desarrollo, los
pacificadores vacilan y se debilitan. Pero las fuerzas permanecen poderosas, por lo que al no
tener otra ocupación atacan todo lo que parezca extraño. A veces pueden tener tantas ganas de
vencer que atacan todo lo que se cruza en su camino. Las propias partes del cuerpo comienzan
a estar amenazadas. Los pacificadores que podrían de otro modo llamar a retirada a estas
fuerzas cada vez más indiscriminadas, no lo hacen. Están demasiado débiles. Sin control, nuestro
sistema inmunológico combate nuestros cuerpos sin cesar. Nos combate hasta que enfermamos
y luego seguimos empeorando. En nuestra piel se forman furúnculos. Nuestros intestinos se
inflaman. Nuestros pulmones jadean y colapsan. Combate nuestros cuerpos hasta que no
quedan vencedores.

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Weinstock piensa que cuando introdujo gusanos en pacientes, sus cuerpos comenzaron a
producir pacificadores, los que mantuvieron la paz deteniendo al sistema inmunitario para que
no ataque a los gusanos. Por supuesto, así como los guepardos que persiguen antílopes
americanos, los anquilostomas pueden tener sus costos, el más común de los cuales es la
pérdida de sangre en infecciones graves y la consecuente anemia. Pero en promedio los costos
parecen ser mínimos, tanto en un sentido general como en relación con los costos de luchar
contra los gusanos por siempre. Si el gusano está bien instalado y el cuerpo continúa luchando
contra él, el cuerpo derrocha energía. Y entonces podría ser que los pacificadores provean de
un mecanismo para que los intestinos admitan la derrota de local y al mismo tiempo eviten que
el sistema inmunitario ataque prolongadamente a los intestinos, sea cuando un gusano está
presente o en otras situaciones. Los pacificadores mantienen la paz. Los gusanos, a su manera,
desencadenan esa paz. Tal vez.

También existe una segunda posibilidad, y ésta (que no excluye realmente la primera) es mi
favorita. Se sabe desde hace mucho tiempo que los gusanos en nuestros intestinos pueden
producir compuestos que suprimen al sistema inmunitario; compuestos que, en esencia, avisan
“Hey, está todo bien aquí -no hay necesidad de atacar.” Hacen esto a través de la imitación de
algunos compuestos propios del cuerpo. Muchos gusanos diferentes producen estos
compuestos. Puede ser que nuestros cuerpos se desarrollaran para terminar dependiendo de al
menos bajos niveles de tales compuestos producidos por los gusanos. No quiero decir aquí que
nuestros cuerpos los necesitaran, al menos no originalmente, como si pudieran contar siempre
con su presencia allí. Tal vez nuestros cuerpos producen más de una respuesta inmunitaria,
porque están “suponiendo” que algunas de estas respuestas serán entorpecidas por los gusanos.
Nadie puede demostrar que tal fenómeno esté ocurriendo, todavía, pero parece plausible.

Mientras tanto, la realidad más amplia es que nuestros sistemas inmunológicos parecen haber
evolucionado de un modo tal como para funcionar “normalmente” sólo cuando los gusanos
están presentes. Los científicos han denominado este fenómeno como la hipótesis de la higiene,
donde la idea central es que una vida limpia es mala para nosotros, ya que el funcionamiento de
nuestros sistemas inmunitarios necesita de las realidades “sucias” de las lombrices y de quizás
incluso uno o dos microbios particulares. Lo que parece haber sido pasado por alto es que no
sólo fue nuestro sistema inmunitario el que evolucionó para depender de la presencia de otras
especies. Es también la forma de nuestros intestinos, las enzimas que producimos en nuestras
bocas e incluso nuestra vista, cerebros y cultura. Todas estas partes de nuestras vidas
evolucionaron con la gravedad de otras especies, como conclusión inevitable. Entonces
eliminamos o cambiamos aquellas especies, y al hacerlo alteramos la gravedad biológica de
nuestras vidas. Como en el caso de los gusanos, no está siempre claro que sea el haberlos
eliminado lo que nos causa problemas, pero parece sí claro que eso nos cambia una y otra vez,
dejándonos como un bailarín moviéndose solo en la pista, con los brazos en posición, pero nadie
para sujetar.

Volveremos más adelante con las partes de nuestros cuerpos que fueron moldeadas por la
influencia de otras especies, ya sea mutualistas en nuestros intestinos, mutualistas en nuestros
campos, predadores o patógenos. Mientras tanto, sentado y leyendo como estás ahora, algo
está sucediendo en tus intestinos; las fuerzas armadas se están preparando. Si tienes o no una
lombriz va a influir en lo que ellas harán (como también otros factores casi con certeza, tales
como los detalles en tus genes). Tu sistema inmunitario actúa representándote, pero sin un
control consciente. Está actuando ahora mismo, con ejércitos de estructura diminuta. Si tu
sistema inmunitario no se ha vuelto contra ti con alergias, diabetes, Crohn u otros problemas,

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tienes suerte, buenos genes, un buen gusano o todo eso junto. Pero muchos de nuestros
sistemas inmunológicos se volverán contra nosotros eventualmente. Si lo hace el tuyo, la
cuestión es qué deberías hacer. ¿Buscas, podrías buscar, buscarías un gusano?

Capítulo 4: Las Sucias Realidades de Lo que Se Debe Hacer Cuando Estás Enfermo y Extrañando
Tus Gusanos

Más allá de si sufres o no de enfermedades relacionadas con tu sistema inmunológico, millones


de otras personas sí. Sólo que los afligidos tienen mucha paciencia con la lentitud de la ciencia.
Esperar por la teoría puede ser como esperar la muerte; ambas esperas son profundamente
insatisfactorias. Debora Wade no quiso esperar. Hacia 2006 o 2007 ella ya había leído y sabía
acerca de los gusanos ausentes y Joel Weinstock. Estaba cansada de esperar y no saber qué
había en el horizonte, pero sobre todo estaba enferma de Crohn. Durante demoledores veinte
años había estado viviendo sin saber cuándo tendría que correr al baño. Quería mejorar, pero
como prácticamente cualquiera con Crohn, tenía pocas opciones. Su vida había transcurrido
cada vez más asediada por las realidades diarias de la enfermedad de Crohn.

Debora llegó al punto de sentirse con la disposición de hacer lo que sea. Había leído sobre los
vasos de Gatorade con tricocéfalos del experimento de Weinstock. La idea era repugnante, pero
de alguna manera era tan atractiva como cualquier otra opción. Las drogas que estaba tomando
para Crohn no estaban funcionando. Tampoco ella. No podía. Estaba descompuesta, encerrada
en casa y desnutrida. Tenía “diarrea crónica, sudoración nocturna y dolor de barriga”. Podía a
veces digerir sopa licuada, pero no siempre. Los sabores parecían haber sido extirpados de su
vida.

Buscaba en internet, iba a las bibliotecas, llamaba a los amigos, hablaba con investigadores y no
dejaba piedra sin levantar. Había perdido la cuenta del número exacto y de las clases de píldoras
que había tomado, pero podía recordar sus consecuencias. Su doctor le contó sobre otro nuevo
tratamiento experimental. Este último tratamiento ofrecía, como una suerte de castigo por el
deseo de mejorar, un alto riesgo de cáncer. Volvió a comenzar, observando, preguntando y
haciendo lo que podía. Eventualmente volvió al punto de partida -las lombrices. La idea la
aterrorizaba, pero comparada con las alternativas, quimioterapia intensiva sin ensayos,
trasplantes de médula ósea o cosas peores, ¿cuán mala podría ser? Tragar una dosis de gusanos
difícilmente parecía más barbárico que lo que había experimentado ya. Decidió que lo haría, tal
vez. No, ella lo iba a hacer definitivamente.

Hablando con su médico, se comprometió a ingerir una dosis de huevos de tricocéfalo enviada
por correo, los mismos huevos que el técnico de Weinstock había ofrecido a los pacientes en un
vaso de Gatorade. Pero cuando fue a pedir los huevos se encontró con un nuevo problema. La
Administración de Alimentos y Fármacos de los Estados Unidos había declarado ilegal el envío
de huevos de tricocéfalo, e incluso pudiendo obtener los gusanos por correo le habría costado
$4.700 por las primeras dos semanas. Luego tendrían que conseguirse en repetidas ocasiones,
ella suponía, aunque nadie conocía ni conoce por cuánto tiempo, para hacerle saber al cuerpo
que los gusanos estaban allí. Es decir, $4.700 al mes, quizás por toda la vida.

Una vez más, Debora se encontraba sin opciones. Entonces se enteró de un estudio en
Nottingham, Inglaterra, en el que se les daba tricocéfalos a los pacientes en un experimento
doble ciego (algunos pacientes recibirían los gusanos, otros un placebo) para probar sus efectos
sobre la rinitis alérgica, el asma y la enfermedad de Crohn. Ella llamó, tratando de guardar calma,
pero no pudo evitar tener un poco de esperanzas. El estudio estaba abierto para pacientes
estadounidenses. Se encontró sintiéndose optimista por primera vez. Y fue entonces que se

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enteró del truco: tendría que visitar el Reino Unido seis veces en un año. En su condición, no
podía imaginarse viajando en avión una vez, así que mucho menos seis o más veces. Estaba
demasiado enferma, y por más que pagara su viaje en repetidas ocasiones, tenía un 50% de
posibilidades de recibir un placebo.

Luego lo vio, titilando como un pequeño faro de esperanza mercantil en la pantalla de su


computadora. Puedes buscarlo tú mismo. La última que lo vi se me apareció cuando escribí
“tratamiento para Crohn”, “tratamiento experimental” y “ayuda” en el motor de búsqueda. Por
sólo $3.900, Debora Wade podía viajar a México y obtener de alguien una dosis de
anquilostomas. Éstos no eran tricocéfalos de cerdo ni tampoco anquilostomas de cerdo, sino en
cambio buenos anquilostomas humanos, al viejo estilo, los que se introducen a través de tu piel
e invaden el interior de tu cuerpo, pudiendo ocasionarte anemia o, muy ocasionalmente, algo
peor. Ella encontró un aviso ofreciéndolos a cambio del precio de un auto usado. ¿Estaba
perdiendo la razón? Esto no era medicina moderna -era un hombre pregonando parásitos desde
una clínica en Tijuana. Ni siquiera estaba claro que tuviese un título en medicina (no lo tenía).
Pero ¿qué alternativas tenía? No estaba muriendo, pero la vida que había imaginado alguna vez
para ella parecía que sí.

Le contó a su doctor sobre la clínica mexicana, y él le aconsejó no ir, aunque entendía su


tentación. La medicina moderna se erige sobre la idea de reprimir otras especies, pero cuando
el problema es que faltan otras especies levanta sus manos y ofrece un encogimiento de
hombros y otra droga. Así también actuó el médico de Wade. Pero para Wade no era sólo que
los gusanos podían hacerla mejorar; era que ellos eran, a su manera, más fáciles que todo lo que
había estado haciendo -píldoras, inyecciones y el constante cuidado del reacio jardín de su
cuerpo. Si todo funcionara bien, los anquilostomas se meterían por su brazo en el torrente
sanguíneo, por donde irían hasta los pulmones, de allí serían expectorados, tragados, y entonces
viajarían a los intestinos. Allí se instalarían y harían su vida, de tres a siete años o, si ella fuera
buena para ellos, incluso más tiempo. Si consiguiera un macho y una hembra, ellos podrían
reproducirse, pero no crecerían en número. Sus huevos pasarían a su inodoro y de allí al sistema
de cloacas de Santa Cruz, California, donde vive ella. No tendría que beber un vaso lleno de
huevos de tricocéfalo cada dos semanas. Podría simplemente tratarse cada tres años -o quizás
menos, una vez cada diez años. El proyecto se sentía más como adoptar una mascota que como
medicina moderna -un largo, translúcido, chupador, animal de compañía.

El “tratamiento” conllevaba riesgos. Su familia se los recordaba. Sin embargo, ella sabía que todo
lo que ya había estado haciendo tenía sus riesgos. Los tratamientos “de vanguardia” causaban
cáncer o infecciones, y se encontraban tan poco estudiados como los gusanos, cuyos riesgos ya
habían sido sopesados en los cuerpos de millones de personas. Sus efectos, si bien a veces
terribles, eran también predecibles -al menos parecían serlo en ese momento. Por lo tanto, se
subió con su familia en el auto y se dirigió al sur por ruta 5, hacia México.

Cuando Debora Wade conducía hacia México, muchas cosas se le cruzaron por la mente. Su
doctor le había advertido que en México ella no tendría control sobre lo que se le daba. No tenía
garantía, él argumentaba, de que incluso fueran anquilostomas. No tenía garantía del lugar de
origen de los anquilostomas. ¿Estarían los anquilostomas libres de otros parásitos, virus y
bacterias, por ejemplo? Ella no sabía ni podía saber, pero de algún modo se sentía bien. Sentía
como habiendo tomado una de las más importantes decisiones de su vida, porque por primera
vez en veinte años ella realmente tenía una oportunidad de sentirse mejor.

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El hombre que Debora Wade iba a ver era Jasper Lawrence. Nunca lo había visto, pero ella
conocía su historia -todos parecían conocerla. Una vez oída, es inolvidable.

Por muchos años de su vida, Lawrence había trabajado en una agencia de publicidad en Silicon
Valley. Era exitoso, pero también sufría de asma, una afección que lo llevó a preocuparse
prematuramente de su muerte. Cuando inhalaba sentía sus pulmones frágiles -a un suspiro de
colapsar. Había estado siempre enfermo, incluso de niño, pero más tarde su salud, en particular
su asma, había empeorado. Era culpable del pecado usual de fumar, pero si esto solamente era
la razón por la que estaba enfermo o era la víctima de alguna serie más complicada de
consecuencias y genes es imposible de saber. Más allá de cómo se reconstruya su historia, lo
cierto es que llegó a un punto en su vida en que entraba y salía del hospital, completamente
dependiente de las pastillas de esteroide Prednisone para continuar su vida diaria. Entonces, sin
tener relación con sus problemas de salud, tomó un nuevo empleo. Estaba entusiasmado con el
nuevo puesto y con el cambio que traería a su vida. No sabía cuánto aún.

En el proceso de inicio del nuevo empleo, Lawrence tuvo que comenzar un nuevo seguro
médico. Lo necesitaba para que le cubra sus medicamentos, pero su condición preexistente lo
dejaba afuera de ese beneficio, y así quedó sin seguro y aterrorizado. Temía por su vida. Uno
puede imaginar su lápida: “Aquí yace Jasper Lawrence. Murió de condiciones preexistentes.”
Respiraba corto, consciente de cada respiro.

Lawrence aún no estaba en crisis, pero la veía en el horizonte, amenazante. Estos problemas
hacían que esté más abierto a posibilidades que habría descartado en otros momentos de su
vida. Estaba preparado para una gran chance, así que cuando una suerte de oportunidad se
presentó no la dejó pasar. “El cambio” comenzó con una visita de rutina a su tía en el Reino
Unido. Durante esa visita sucedió que una noche se encontró sin poder pegar un ojo. Sin
descanso, pero distraídamente, se sentó frente a la computadora y comenzó a buscar
soluciones. Su tía había mencionado un documental de la BBC sobre anquilostomas y
enfermedades como esclerosis múltiple y asma. Cuando comenzó a buscar el documental
encontró artículos de investigación escritos por Joel Weinstock y otros científicos. Comenzó a
leerlos, primero por curiosidad y luego con gran emoción. No recuerda bien lo que vio ese día.
Quizás había un estudio sobre dosis, o cuántos gusanos se necesitaban en un intestino para que
tengan efecto. Lo que recuerda es que cuando volvió a la cama, ya en el amanecer, había
decidido que iba a “probar algunas variedades de lombrices”. Habría de hacer -decidió- lo que
fuera necesario. En el peor de los casos, habría hecho una tontería, pensaba. En el mejor, se
curaría. Toda la noche soñó con gusanos enredados, serpenteando y arrastrándose. Eran, al
menos en retrospectiva, buenos sueños.

Lawrence pasó los siguientes meses leyendo y releyendo todo lo que pudo encontrar sobre
gusanos y salud. No era un científico, y entonces los artículos le resultaron difíciles, sobre todo
los primeros; así le sucede a todo aquél que decide tomar las riendas de su propia salud. La
ciencia era difícil de entender a causa de la jerga de los científicos, pero también porque los
mismos científicos no sabían con exactitud qué estaba sucediendo, qué pasaba cuando el
consabido martillo dio en el clavo. Pero Lawrence nunca estuvo tan seguro de que lo que
necesitaba él eran gusanos. Sus primeros problemas prácticos, igual que los de Debora Wade,
eran escoger y conseguir un gusano. Lo publicado hasta ese momento guarda silencio con
respecto a si una clase de gusano es mejor que otra. Las opciones eran casi infinitas. Gusanos
que aumentan el tamaño de los testículos; tricocéfalos; tenias, lombrices que crecen hasta
treinta pies de longitud en tu colon. Opciones, opciones. Lawrence optó por usar anquilostomas.
Las lombrices solitarias, pensó, eran en realidad las que más posibilidades tenían de curarlo,

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pero le abrirían las puertas a una reinfección. Llamémoslo aprensivo, pero él simplemente no
gustaba de la idea de tener un monstruo de treinta pies en sus intestinos, y mucho menos de la
posibilidad de “pasar” una bestia semejante. Sus decisiones no eran muy educadas, pero
funcionarían.

No obstante, por más que trató en los siguientes dieciocho meses, a Lawrence no se le ocurrió
un buen modo de conseguir anquilostomas. Al mismo tiempo, su confianza en que los gusanos
podrían curarlo creció, como así también su sensación de que estaba empeorando. Le dio
vueltas al asunto. Llamó por teléfono. Leyó más. Y en un momento dado se dio cuenta de que,
a falta de tratamientos en los consultorios médicos, necesitaba conseguir él mismo los
anquilostomas, al viejo modo, de manos de un particular. De lecturas él aprendió que los
anquilostomas estaban prácticamente en cualquier lugar del mundo empobrecido y, para gran
disgusto de los funcionarios de salud pública, eran fáciles de conseguir en esas regiones, al
menos cuando no los deseabas. Así que decidió que obtendría un gusano por sí mismo. Compró
un pasaje a Camerún. Allí los anquilostomas infectan a casi todos. En Camerún, todo lo que tenía
que hacer era ser un poco incauto, y así se pescaría un gusano. Si eso no funcionara, estaba
preparado para más.

Lawrence voló a Gran Bretaña y luego a Camerún. El viaje fue caro y osado. Lawrence era un
nativo de California, un empresario. No era la clase de hombre que viajaba a países
subdesarrollados, pero aquí estaba, llegando a un aeropuerto que le parecía más una vieja
escuela preparatoria que un espacio responsable de la seguridad de los aviones. Salió del avión
y el aire era caliente. Vio pobreza en todas partes. En los días siguientes vio leprosos sin dedos,
niños mendigos, accidentes de ómnibus y un gran y terrible desprecio por la vida. Lawrence
también contemplaba la ironía, aunque ironía no fuese la palabra más adecuada, de lo que
estaba haciendo. Gran parte del mundo, incluido Camerún, seguía siendo incapaz de sacarse de
encima los parásitos que terminaban con vidas prematura y brutalmente. HIV, malaria y dengue
matan gente, desestabilizan gobiernos e incluso precipitan guerras. Junto a estas otras
enfermedades, los gusanos también son considerados como destructores de vidas. Pero
Lawrence, como Joel Weinstock, cuyo trabajo había leído, había llegado a pensar que la historia
de los gusanos era más complicada. Había llegado, usando su propio cuerpo, para poner a
prueba esa creencia.

Lawrence fue hospedado por una familia que conoció en el avión. Les explicó su plan para
contraer anquilostomas. Deben haber pensado que estaba loco, pero difícilmente fuera el
primer occidental en viajar medio loco a la jungla en búsqueda de una cura o de un tesoro. No
era muy diferente él de esos anteriores exploradores, excepto por el hecho de que, a diferencia
de todos ellos, quería ir a los lugares más pobres y sucios del país. Quería ir allí descalzo, para
así contraer anquilostomas. Seguramente no era la mejor manera, pero si no mejoraba él caería
en bancarrota. Si caía en bancarrota y terminaba sin Prednisone, moriría. Y así se encontró en
Camerún, buscando pilas de excremento humano para pisar, en la esperanza de que en esas
pilas unos pocos gusanos pudiesen penetrarlo a través de la delgada barrera de su suave piel
urbana.

En realidad, no tenía que caminar sobre excremento fresco. Para su consternación inicial, le llevó
varios viajes a letrinas con los pies húmedos y malolientes enterarse de este importante dato.
Los anquilostomas tardan días en madurar, por lo que sólo necesitaba caminar en letrinas más
viejas y secas -aquellos espacios “detrás de las casas”, donde estrechos senderos terminan en
un hoyo en la tierra o más comúnmente en una serie de pilas de papel higiénico y materia fecal.
Cuando buscaba estos lugares la gente le gritaba y salía a perseguirlo. Él se defendía con lo que,

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dada la locura en la que estaba inmerso, pasaba por razón. Pero cuanto más explicaba, más se
enojaba la gente. El único modo en que esta historia podría haber terminado era con un
encuentro pugilístico, una lucha con palos, o aún peor, entre un hombre y él en las pilas de
excremento de Camerún, con la hierba cubriendo sus cinturas y los anquilostomas reptando en
el suelo; una pelea demencial, sangrienta y desesperada por la supervivencia de uno y la
dignidad del otro. Pero no se dio así. De alguna manera Lawrence se dirigió de letrina en letrina
sin ser apaleado, hasta que un día sintió una picadura en su pie. Era la picadura de la buena
suerte, la de los gusanos penetrando su delgada piel, alguna vez rica, en dirección a su corazón.

Cuando Debora Wade decidió ir a México, ella sabía que Lawrence había ido a Camerún en busca
de su propio tratamiento. Probablemente conocía también las distancias que Lawrence había
recorrido para conseguir sus gusanos. Más aún, estaba al tanto del cierre de su historia: que los
gusanos se habían introducido en su torrente sanguíneo, habían llegado a su corazón y de allí
fueron a sus intestinos. Una vez allí se batieron de alguna manera con su sistema inmunitario, y
el resultado final fue, de alguna manera mensurable, la casi completa desaparición de su asma.
Su sistema inmunitario ya no volvió a atacar al polen ni respondió más a todo alérgeno. Su
sistema inmunitario, de hecho, ya no desencadenó ninguno de los incidentes que lo habían
atormentado tanto. Respiraba fácilmente. Tan aparentemente milagrosos fueron sus resultados
que decidió que ahora la labor de su vida iba a ser ayudar a otras personas a buscar tratamiento,
no en Camerún sino en algún lugar cercano a su hogar. Inició su clínica en México para distribuir
gusanos. Lawrence era un hombre cambiado y tú podías serlo también, o así lo anunciaba la
página web del ex ejecutivo de agencias de publicidad.

Debora Wade estaba preocupada cuando viajó a Tijuana. Nunca había estado en México
anteriormente, porque tenía miedo de pescarse parásitos. Pensaba todo el tiempo “¿qué estoy
haciendo?” El 17 de diciembre de 2007 llegó a San Diego, desde donde cruzó la frontera hacia
su nueva vida con parásitos. Fue con su familia a un hotel resort (seguramente un poco de mimos
se justifica antes de infectarse intencionalmente con lombrices), en donde se relajarían, pero
antes incluso de que entrara a su cuarto se encontró a Jasper en la conserjería, quien se presentó
ante ella y le dio un apretón de manos. Mañana comenzaría la infección.

En el hotel Wade durmió bien, pero despertó nerviosa, sintiendo el latido de su corazón en la
garganta y con adrenalina por todo su cuerpo. Se metió en un automóvil y condujo hasta la
clínica. El barrio lucía difícil. La misma clínica era una casa de dos pisos sobre una calle transitada,
la casa de Lawrence. Dentro, Debora se encontró nuevamente con Lawrence, junto con un
hombre llamado Dr. Llamas, quien sería el encargado de iniciar la infección. Ella esperó
brevemente junto a su esposo en una sala de estar, antes de ser trasladada por un pasillo hasta
una habitación como la de cualquier consultorio médico. Tenía una camilla de hospital como las
que habría visto en su país, cubierta con papel blanco. El Dr. Llamas era amigable: él preguntó
por su enfermedad y su estado de salud. Él simpatizó, y un enfermero entró en el consultorio
para extraer sangre. Fue en ese momento que realmente vio con claridad el poco control que
tenía sobre lo que le iban a administrar y las consecuencias que ello podría tener. Se encontraba
a merced del Dr. Llamas y Lawrence, pero también del comportamiento de un grupo salvaje de
gusanos, sin interés alguno en sus prioridades o destino. Al día siguiente comenzaron los
potenciales fuegos de artificio. Llamas la infectó con, esperaba ella, bienestar. Si las cosas iban
bien, las larvas de gusano -crías de las larvas que habitaban en Jasper Lawrence- atravesarían su
piel. Cuando terminó el procedimiento agradeció a todos, se reunió con su esposo y volvió a
casa.

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Hasta el día de hoy, casi un centenar de pacientes con asma, colitis ulcerativa, enfermedad de
Crohn y otras enfermedades autoinmunes han hecho el viaje que Debora hizo, al mismo
consultorio. En cuanto a Debora Wade, una vez en casa, esperó. Se realizó todo el
procedimiento, pero fue menos satisfactorio de lo que había imaginado -debió concluir. Por un
lado, el viaje a México y el tratamiento cuestan cerca de 8.000 dólares. Por otro lado, los
gusanos, sus gusanos, fueron donados por Lawrence. Al comienzo no se le ocurrió que los
gusanos provendrían de alguien. Jasper Lawrence evacuó los huevos que se volvieron gusanos y
que eventualmente les fueron suministrados. ¿Conocía realmente a Lawrence? ¿Había
averiguado sus credenciales? Cuando repasaba toda la escena en su cabeza, podía recordar que
el hombre que le extrajo sangre tenía sucias las uñas. El consultorio estaba, bueno, no
completamente limpio tampoco. ¿Qué es lo que había hecho?

Una vez en casa, se quitó los vendajes buscando una serie de diez puntos de origen donde las
larvas se introdujeron. Encontró un solo punto rojo, pero nada más. Los inicios de todo este
esfuerzo fueron, para ponerlo en términos amables, anticlimáticos. Al tercer día estaba todavía
claramente descompuesta y pasó la noche en el inodoro observando las constelaciones a través
de la ventana. Pasó más tiempo. Llegó Navidad y, con ella, una fiebre, quizás en respuesta al
asentamiento de los gusanos, con su cuerpo combatiendo lo que su mente deseaba tanto. Luego
se descompuso aún más, tanto de Crohn como de fiebre. Apenas podía considerar la idea, pero
se sentía como empeorando su condición. Finalmente, e incluso entonces sólo lentamente,
empezó a mejorar. Pero era muy difícil decirlo, porque se medía el progreso en un marco de
esperanza.

Luego, muy claramente, Debora empeoró. Aparecieron nuevos síntomas: artritis y tobillos
inflamados, sumados a los viejos síntomas. Luego mejoró, mucho. Por un tiempo pareció estar
totalmente curada. Sorprendentemente, ya no era por esos días una paciente de Crohn. Luego
las cosas empeoraron nuevamente. En definitiva, se le inocularon más gusanos. Parece que con
cada inoculación ella se siente mejor por unos pocos meses, y entonces regresan los síntomas,
tal vez a causa de la muerte de sus gusanos. Hacia junio de 2010 estaba preparándose para
regresar a conseguir más gusanos. Ella continúa viviendo así, diariamente, repoblando su
cuerpo, y si bien no curada todavía, mejor. Es todo lo que ella buscaba.

Queremos una medicina sofisticada, efectiva e informada por conocimiento. En el pasado, tanto
egipcios como incas practicaban agujeros en los cráneos de las personas para curarlos. A veces
funcionaba. En otros casos el paciente moría con un taladro atascado en su cabeza. Todos los
cirujanos tienen buenos y malos días, pero idealmente queremos saber lo que distingue a los
dos, tendiendo en dirección a los primeros. La historia de Debora Wade deja en claro que, con
mucha frecuencia, lo que sabemos de tratamientos es que funcionan -a veces. Todavía vemos a
nuestros cuerpos como máquinas que necesitan un poco de martillo aquí, alguna soldadura allá,
y la ocasional intervención de algunos químicos para limpiarnos. No son máquinas. Son
organismos que evolucionaron en el contexto de otras especies silvestres, organismos repletos
de detalles; organismos que, a pesar de los siglos de ciencia médica, continúan siendo
fundamentalmente un misterio. Necesitamos más información, pero en particular necesitamos
primero más información sobre las condiciones evolutivas y ecológicas que han conducido a un
problema.

Nuestra forma prevaleciente de tratamiento de enfermedades complicadas como la de Crohn


es el uso de medicamentos para tratar los síntomas -pero esto es, en el mejor de los casos, poner
un pulgar en el dique. En consecuencia, cuando se pone en cuestión si uno debiera ser tratado
con gusanos en caso de Crohn o diabetes u otra enfermedad, estamos aún en el Salvaje Oeste.

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Conocemos tan poco que la comunidad médica no puede realmente dar una buena respuesta.
Los gusanos, es claro, no son una simple panacea. Ellos no parecen funcionar para todo el
mundo. Jasper Lawrence estimó que cerca de los dos tercios de sus tratamientos tienen éxito,
aunque con un seguimiento imperfecto (algunos pacientes simplemente regresan a casa y
desaparecen) es difícil saberlo. Debora Wade piensa que aproximadamente el 70% de los
pacientes con los que ha hablado parecen haber mejorado. Existen historias milagrosas entre
esos pacientes. Dos pacientes de esclerosis múltiple han estado en remisión total por dos años.
Muchos que sufrían de alergia y asma parecen haberse curado. En cambio, otros individuos,
algunos con las mismas enfermedades, han tenido menos éxito. Pacientes con colitis ulcerativa
no parecen haber tenido suerte con el tratamiento. Debora Wade está en contacto con muchos
de los pacientes de Crohn. Tres de ellos, como Debora, se sintieron mucho mejor al comienzo,
pero luego de seis meses el efecto se disipó, quizás porque murieron los gusanos. Otra
inoculación parece ayudar.

Debora Wade, aunque haya tenido resultados más ambiguos que muchos de los que han sido
tratados, está todavía convencida de sus gusanos. Ella continúa infectándose. La mayoría de los
días se siente mejor. Ahora tiene síntomas nuevos, cuya causa ella no está en condiciones de
discernir, pero lo mismo podría haber ocurrido si hubiese experimentado la nueva píldora o
inyección, o cualquier químico que esté a punto de salir al mercado. Mientras tanto, ella y otros
esperan más investigación. Como me dijo Debora, “es todo muy nuevo y no tenemos idea de lo
que estamos haciendo, si más es mejor”, ni idea de cuál es la frecuencia requerida de
reinfección, o todo lo demás. Otra investigación se está desarrollando, aunque para Debora va
demasiado lenta. El estudio de Nottingham en el que ella pensó primero en participar ha
finalizado. No han todavía publicado sus resultados.

El Dr. David Pritchard, biólogo a cargo de ese estudio, está moviéndose con temor. El hecho de
que tanta gente sea tratada antes de que el tratamiento sea bien entendido es preocupante
para Pritchard. Sin embargo, es tan poca la gente que estudia los efectos de los helmintos u
otros parásitos y enfermedades sobre el sistema inmunológico, especialmente en los espacios
clínicos, que los pacientes que toman la iniciativa podrían estar también haciendo algo
razonable. Más allá de los tratamientos de Lawrence y los experimentos en Nottingham, hay
investigaciones en proceso en Edinburgo y Londres, el trabajo de Weinstock en Estados Unidos
y un nuevo proyecto en Australia. Existen dos sitios más en México donde se están llevando a
cabo tratamientos con gusanos, en Ovamed y Wormtherapy, con el último conducido por Garin
Aglietti, uno de los primeros colaboradores de Jasper Lawrence que se independizó luego.

De alguna manera, el Dr. Pritchard en Nottingham está en lo cierto, sin dudas: lo que está
ocurriendo al sur de la frontera, en México, es disparatado. Lo que está haciendo Jasper
Lawrence no está probado, pero no es un experimento en el sentido científico. En otras palabras,
no hay control, no hay un real monitoreo de los resultados y no hay comparación con lo que les
sucede a pacientes que no se tratan.

Entonces, si tienes Crohn, ¿qué deberías hacer? Si tienes alergias, diabetes, síndrome de
inflamación de los intestinos o esclerosis múltiple, y estás desesperado por tener una vida más
saludable, ¿hay esperanza? Parece claro que los parásitos y esas enfermedades están
relacionados, pero es menos claro el modo en que lo están. Aparentemente necesitamos, de
alguna manera, volver a alguna versión de los viejos tiempos; pero esos tiempos ya pasaron, y
lo que necesitamos es encontrar una nueva manera de restaurar los elementos de lo que una
vez fue. Necesitamos domesticar a nuestros gusanos, para hacer sus efectos más predecibles y
sus consecuencias más controladas. Por ahora, para los que sufren de versiones de las

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enfermedades relacionadas con la pérdida de gusanos, las enfermedades que son reacias a los
tratamientos estándar, hay pocas posibilidades. ¿Qué haría yo en esa situación? Probablemente
viajaría descalzo a una de esas regiones donde los gusanos son la norma, pero escogería con
mucho cuidado. O quizás soy un hombre afortunado; he viajado y caminado descalzo lo
suficiente como para ya tener algunos. No hay opciones perfectas. Éstas son las realidades
mugrientas de nuestra situación, donde permanecemos atados a nuestra historia en redes tan
complicadas que no somos capaces de desenredarlas, no todavía.

La lección que ofrecen claramente los gusanos, sin embargo, es que el viejo modelo médico, en
el que sólo limpiamos de nuestros cuerpos las otras vidas, es incorrecto. Los sistemas principales
de nuestros cuerpos, incluido el sistema inmunitario, evolucionaron para funcionar mejor
cuando otras especies viven en nosotros. No es que seamos simplemente anfitriones de otras
especies; llevamos vidas vinculadas estrechamente con ellas, e incluso los límites entre las
categorías más simples de “nosotros” y “ellos”, “bueno” y “malo” son difusas para las
herramientas con las que contamos hoy en día. Y los gusanos son sólo el comienzo. En nuestros
cuerpos hay miles de especies, una suerte de país de las maravillas. Hay más células bacterianas
en ti ahora mismo que bisontes en las antiguas Grandes Llanuras; más células microbianas, en
realidad, que células humanas. Es a la cuestión de esas células, cada una de ellas diminuta pero
tal vez relevante, y su relación con nuestro bienestar, que nos dedicaremos ahora. Ningún
humano es una isla, ni siquiera cuando está libre de gusanos.

Parte III

Qué Hace tu Apéndice y Cómo Ha Cambiado

Capítulo 5: Las Muchas Cosas que los Intestinos Saben y el Cerebro Ignora

Una vez que aprendemos cómo matar algo, tendemos a hacerlo. Disfrutamos de la caza. Con
picas de punta de piedra apuñalábamos mastodontes. Perseguimos a tigres diente de sable,
lobos terribles y guepardos americanos que alguna vez devoraban antílopes americanos. Hubo
prisa en la persecución. Con armas de fuego hicimos lo mismo incluso más exhaustivamente,
hasta que eventualmente cambiamos a presas más pequeñas como la paloma migratoria,
animales que a veces comeríamos, pero no más frecuentemente. El afán por la caza puede ser
mayor que nuestras necesidades. Luego de la invención de los pesticidas fumigamos millones
de acres por las presas más pequeñas. Incluso hemos fumigado nuestros cuerpos. Se ha frotado
con cariño DDT en el cabello de cientos de miles de niños. Una vez que aprendimos a aprovechar
los compuestos que matarían microbios, nos llenamos de estos brebajes. Por más que podamos
adorar las pinturas paisajistas y los destellos fugaces de vida silvestre, nada parece más natural
para nuestros cerebros que erradicar la naturaleza.

Cada una de las tecnologías que hemos usado contra otras especies es una suerte de antibiótico
(literalmente, “contra la vida”) -aunque raramente una tecnología mate toda la vida que
perseguimos. Por el contrario, cada una tiende a favorecer algunas en perjuicio de otras, la
fuerte y enmalezada por sobre la débil y de crecimiento lento. Cuando apedreamos, lanceamos
o disparamos a los grandes predadores, a los pequeños depredadores les fue mejor. Usamos
DDT para matar las plagas en nuestros cultivos y nuestros hogares, favoreciendo las resistentes
y perniciosas. Fumigamos nuestros cultivos y jardines para matar las hierbas y dejamos que
crezcan las súper hierbas entre nuestras filas de maíz y en las grietas de nuestras construcciones
de cemento. Encontramos todas estas especies a nuestro alrededor, como el diente de león y la
ambrosía, especies que florecen a partir de la privación y la persistencia, creciendo hacia el sol
incluso cuando sacuden el asfalto de sus hojas.

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Si el antílope americano es un experimento sobre los efectos de quitarle un predador a su presa,
nosotros somos el experimento más amplio. Somos un estudio de caso de los efectos de eliminar
no sólo predadores sino también serpientes, lombrices intestinales e incluso microbios, para ver
qué sucede y quién sobrevive. La dimensión de este experimento es la mayor en sus
componentes más íntimos, en y sobre nuestros cuerpos. Hemos eliminado nuestros gusanos,
pero más recientemente hemos comenzado también a quitarnos, o tratar de quitarnos, nuestras
bacterias y otras formas de vida unicelulares, esta vez con agentes antimicrobianos. Estos
agentes son los que tenemos en mente cuando decimos “antibiótico”, los compuestos
originalmente producidos por hongos como el moho del pan y descubiertos por Alexander
Fleming, el caótico visionario de la vida. Sería justo preguntarse qué especies matan y a cuáles
favorecen. Después de todo, has usado probablemente antibióticos. Por más que no los hayas
usado intencionalmente, los has ingerido. Están en nuestros alimentos y bebidas. Son usados en
cultivos, en vacas, cerdos y otros animales domésticos tanto para tratar enfermedades
bacterianas como para prevenir su aparición en primer lugar. Los antibióticos están
prácticamente en todos lados. Más de 200.000 toneladas de antibióticos son consumidas por
año, y cada año se consume más por persona y en general. Restregar. Lavar tus manos. Restregar
de nuevo. Matar lo que crece antes de que se expanda, y luego matarlo de nuevo. Esto es lo que
hemos hecho por mucho tiempo, lo que hicieron nuestros ancestros y, sin visión o cambio, lo
que haremos en el futuro. Es lo que pasa naturalmente.

Comenzamos a usar antibióticos porque los necesitábamos desesperadamente. Su


descubrimiento produjo un trío de premios Nobel y curó nuestra gonorrea, tuberculosis y sífilis
en el proceso. La penicilina fue la droga salvavidas más efectiva de la historia del mundo,
amenazada sólo por otros antibióticos. Pero el uso de antibióticos para el tratamiento de
enfermedades mortales representa ahora una pequeña proporción de todos los usos -la mayor
parte es para resfriados, dolores de oído o incluso intentos preventivos de conjurar la maldad
de los microbios. (“Doctor, me siento un poco raro. Pienso que podría estar pescándome, no sé,
algo que necesite antibióticos…”) y así continúa la historia, repetidamente. Recurrimos
fácilmente a las pastillas o cucharadas de amoxicilina, ampicilina, la vieja penicilina y todas las
demás. Recurrimos a ellas como una vez recurrimos a nuestras armas de fuego, en defensa
propia. La cuestión no es si nuestros antibióticos, en el uso más general del término, nos han
ayudado, sino en cambio cuán capaces de acertar somos cuando apretamos el gatillo.

Por la mayor parte de la larga historia de los antibióticos, nadie estudió los detalles de cómo
ellos afectan las bacterias en nuestros intestinos. El enfoque de la investigación médica es con
frecuencia ver primero lo que nos ayuda y luego, sólo secundariamente, entender cómo y por
qué funciona. Se sabía que los antibióticos matan patógenos como la sífilis (sabemos eso porque
cuando se les da antibiótico a los pacientes la sífilis desaparece). Pero lo que en realidad les
sucedía a los otros microbios que están en nosotros cuando la sífilis moría nunca se ha
estudiado. La tecnología apropiada no existía. Y, más concretamente, para la comunidad de
investigación médica el objetivo era curar enfermedades. Muchas de ellas eran bacterianas en
origen y por lo tanto todas las bacterias vinieron a ser consideradas malas (una idea perpetuada
por James Reyniers, el rey de la rata en la burbuja plástica, a quien retornaremos luego). Eran
tan malas como los leopardos y lobos que alguna vez devoraron a nuestros animales y niños, o
como las plagas que consumieron nuestros cultivos y sustento. “Matarlas todas ahora y hacer
preguntas después” fue la solución médica. Al menos en los inicios, este enfoque pareció
razonable.

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Entiendo nuestro afán por volvernos un poco villanos cuando inventamos una nueva
herramienta, en especial cuando se trata de sobrevivir. Cuando se descubre que una clase de
vida es controlable y que es la raíz de alguna enfermedad, la controlamos. Pero al mismo tiempo,
cuando aprendemos a distinguir entre lo bueno y lo malo, lo mortal de lo inocuo o incluso
beneficioso, también tenemos que tratar de matar con matices. El problema en nuestros
intestinos es que hasta tiempos muy recientes no podíamos distinguir entre lo bueno y lo malo,
ni sabíamos incluso qué especies nuestras armas -en este caso antibióticos- estaban matando.
O quizás debiera decir que nuestros cerebros no pudieron hacer esas distinciones, porque
resulta que nuestros intestinos (y en especial nuestros apéndices) sabían lo que estaba pasando
todo ese tiempo. Sólo que no pudieron decir nada.

Las razones de nuestra ignorancia acerca de los acontecimientos en el interior de nuestros


cuerpos son sencillas. Nuestros intestinos pueden ser tan desconocidos como la cubierta
forestal tropical, pero carecen de belleza escénica y romanticismo. Si trabajas en la selva
tropical, la gente con la que te tropiezas en cenas mencionará sus planes de algún día viajar a
Brasil o Costa Rica. Trabaja en el colon y la gente mencionará, en el mejor de los casos, su
almuerzo. En el peor, bueno, puedes imaginarte. Pero no sólo es que los intestinos no son sexys.
También son difíciles. Las especies que viven en la cubierta de la selva tropical pueden ser
llevadas al laboratorio o a la estación de campo para ser observadas y pinchadas con agujas.
Podemos ver lo que comen e incluso prestar atención a cómo se comportan. Pero eso es
imposible con los microbios del intestino, la mayoría de los cuales son invisibles e incultivables.
Más de un millar de especies de microbios han sido descubiertas en los intestinos humanos. Un
millar más pueden estar viviendo en tus otras partes. La mayor parte de ellas nosotros no
podemos cultivar en absoluto, excepto en el lugar donde las encontramos. Sabemos muy poco
sobre ellos como para llevarlos a vivir al laboratorio. Están vivos en nosotros, pero son
herméticamente difíciles de ver o entender.

En la última década hubo algunos cambios. Con las innovaciones en genética obtuvimos un
conjunto de nuevas herramientas de observación, una suerte de “genoscopio”, tan potente y
revolucionario como un telescopio, pero para ver los mundos dentro nuestro en vez de aquellos
a nuestro alrededor. Este conjunto de herramientas hizo posible examinar el ARN (pariente del
ADN e intermedio en tus células entre ADN y proteína) encontrado en una muestra, como
medida de qué especies están presentes. Uno puede tomar una cucharada de agua de lluvia y,
usando este procedimiento, identificar la vida en ella, o tomar una muestra de excremento y al
menos observar indirectamente la cantidad de genes presentes y lo que nos dicen sobre quiénes
abundan. Ahora que los microbios pueden identificarse sobre la base de su ARN, no tenemos
que cultivarlos para saber si están presentes (aunque aún es de ayuda). Tales técnicas genéticas
se están volviendo fáciles y económicas, tanto que un joven estudiante o técnico podría esperar
usarlas para responder a una pregunta relevante para toda la humanidad, como lo hicieron
recientemente Amy Croswell, quien trabaja junto a su mentora Nita Salzman, y otros tres
colegas.

Croswell era técnica en el laboratorio de Salzman, una microbióloga e inmunóloga en el


Departamento de Pediatría en la Facultad de Medicina de Wisconsin. Juntas, Croswell y Salzman
planificaron el primer estudio de lo que les ocurre a los microbios en nuestros intestinos cuando
usamos antibióticos. Las dos y su grupo de investigación tomaron ratones de laboratorio con los
intestinos llenos de inquietos microbios, y a algunos de ellos les suministraron antibióticos. Los
ratones tratados con antibióticos recibieron uno de varios cócteles de drogas posibles. Los
ratones con “antibiótico alto” recibieron una dosis de cuatro antibióticos de acuerdo con lo que

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otros científicos “saben” que mata todas las bacterias en los intestinos. Los ratones con “baja
dosis” de antibióticos recibieron uno solo, similar al que se le da a tu hijo para tratar una
infección del oído. Todo el proyecto era simple y pequeño con respecto a la escala del problema,
una joya del tamaño de un ratón.

Gran parte de lo que Salzman y Croswell hicieron fue relativamente fácil. Se experimenta con
ratones en todos los laboratorios del mundo. Generaciones de cría e investigación han llevado
a jaulas y protocolos que, si bien no siempre elegantes, son perfectamente funcionales. Los
ratones que Salzman y Croswell iban a estudiar eran descendientes de una familia de ratones
que había estado en el laboratorio por decenas de generaciones. Era, de todos modos, su
medioambiente nativo, más parecido a nuestro medioambiente humano moderno que al de sus
(o nuestros) ancestros. Nacieron por cesárea en el laboratorio, fueron alimentados con fórmula,
y luego, a las cinco semanas de vida, fueron tratados con sus antibióticos correspondientes.

Detengámonos aquí un segundo para considerar los posibles resultados de su experimento.


Quizás nuestra intuición nos diría que aquellos ratones que han sido tratados con antibióticos
habrían de tener menos bacterias “malas” y las mismas o incluso más bacterias “buenas”. En el
contexto de la medicina moderna, es lo que siempre hemos esperado. ¿Qué pensabas que
sucedió cuando tomaste antibióticos? Siempre es más fácil suponer que alguien conoce la
respuesta, pero en este caso nadie la sabe. En el extremo opuesto, otros biólogos que trabajaban
con ratones asumían que el cóctel de antibióticos que Crosswell y Salzman estaban usando debía
matar todos los microbios. Croswell y Salzman agregaron los antibióticos al agua y esperaron.
Luego de unos días los científicos recogieron pequeñas muestras de excremento de cada ratón
y, por si fuera poco, los mataron, tomaron muestras exhaustivamente y después los arrojaron a
un gran tacho plástico en un rincón del laboratorio.

Cuando observaron las muestras de los ratones, y como esperaban, encontraron que los que
habían bebido agua limpia sin antibióticos tenían una dotación completa de microbios. Sus
intestinos estaban, como los nuestros, viscosos de vida, gramos de vida. Los ratones que habían
sido tratados con antibióticos, sin embargo, eran una historia diferente: los ratones que por
analogía con nuestro propio sistema médico eran los medicados, los saludables, tenían
microbios en sus intestinos (lo que es un importante resultado), pero muchos menos,
especialmente en sus intestinos gruesos y colon. El efecto fue mayor en los ratones tratados con
los cuatro antibióticos, pero se hizo presente en los tratados con sólo uno de ellos, la
estreptomicina. En esencia, los antibióticos fueron capaces de barrer con billones de células en
los intestinos de esos animales tratados. Ahora bien, los diferentes antibióticos tendieron a
matar diferentes microbios, pero ninguno mató solamente las “bacterias malas”. Muchas clases
diferentes de bacteria fueron afectadas. Como los intestinos de ratón son como los humanos,
esto significa que cuando usamos antibióticos nos pasa lo mismo. Cuando matamos nuestros
microbios con antibióticos estamos abandonando las relativamente escasas especies a partir de
las cuales se reconstruye un nuevo imperio microscópico de vida. Nadie sabía, pero ahora que
lo sabemos parece aún más importante entender lo que esos microbios -los que nosotros
diezmamos (pero no eliminamos del todo) cada vez que tomamos antibióticos- hacen
realmente. La respuesta involucra a un hombre joven, una gigante burbuja de acero y un error.

La cuestión de cuánto y qué hacen por nosotros los microbios en nuestros intestinos es
prácticamente tan antigua como el estudio de los microbios. Aunque Pasteur se volvería un
fuerte defensor de la matanza de criaturas vivientes en nuestra leche (la pasteurización) y otros
alimentos, creía que las criaturas que viven en el interior y la superficie de nuestros cuerpos son
tan necesarias que, sin ellas, moriríamos. Ellas evolucionaron, pensaba él, para depender de

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nosotros y nosotros de ellas. Matar los microbios, decía, significaba matar al hombre. En otras
palabras, pensaba que los microbios en nuestros intestinos son nuestros socios mutualistas
obligados, donde “obligados” significa que son necesarios y “mutualistas” simplemente significa
que ellos y nosotros nos beneficiamos de la relación. La teoría microbiana de las enfermedades,
por el contrario, ha estado basada en la idea opuesta -que algunas o quizás la mayoría de las
especies representan más probablemente un peligro para nosotros. Nadie nunca ha realizado el
examen necesario para ver quién tenía razón, a pesar de que la respuesta era claramente
importante. En un mundo en el que continuamos removiendo muchos (aunque casi nunca
todos) de nuestros microbios, la respuesta importa ahora mucho más. ¿Qué pasa realmente
cuando usamos toallitas antibióticas en nuestras manos?

Vale la pena recordar aquí que esta cuestión es similar a la que se preguntó John Byers acerca
del antílope americano: ¿qué sucede cuando eliminas a los predadores? Es la misma pregunta
que Weinstock vendría a hacerse sobre los gusanos: ¿qué pasa cuando los quitas? Es la misma
pregunta repetida una y otra vez con diferentes formas de vida, hecha por diferentes científicos,
cuando observan cada una de las muchas partes de nuestros cuerpos.

Nacido en 1909, James Reyniers, “Art” para sus amigos, fue un joven común -el buen hijo
católico de un trabajador en un taller mecánico. Fue común hasta que se interesó, sin ninguna
razón aparente, por la cuestión de Pasteur. Quería saber si era posible eliminar todas las
bacterias de una rata o tal vez de un cobayo. La idea de que todo animal en el mundo estaba
cubierto de microbios, pero nadie parecía saber si eran buenos, malos o algo más fastidiaba a
Reyniers. Replanteada, la cuestión era si las especies que viven en nosotros en gran número son
mutualistas (que se benefician de nosotros y nos benefician), consumidoras (que se benefician
de nosotros pero que no nos afectan), o patógenas (que se benefician de nosotros a nuestras
expensas). Debía haber, llegó él a creer, una respuesta positiva o negativa, blanco o negro,
mutualista o patógena. No había necesidad de grises; o los microbios ayudaban o no lo hacían,
y si no lo hacían, podían y debían ser eliminados. Si no lo hacían, entonces la dosis de antibióticos
en los intestinos estaría bien y justificada. Constituiría un progreso, como la invención de la
agricultura, la eliminación de los gusanos o la domesticación de la vaca.

Para Reyniers, el problema era mecánico. Su desafío era separar a los humanos de los gérmenes
del modo en que separarías oro de arena. Soñaba con ratas sin gérmenes y, con ellas, la
grandeza. Hacia 1928 se convenció de que encontraría la manera de hacer que un animal no
tuviera gérmenes. Todos los que antes de Reyniers trataron de hacer lo mismo removieron los
gérmenes, de una manera u otra -una suerte de enfoque Mr. Clean. Es la perspectiva que cada
uno de nosotros usa en nuestros cuerpos a diario y que, al saber que tienes trillones de células
microbianas en tu cuerpo (cien veces más que tus células humanas), puedes sentirte compelido
a intentarlo. Esos intentos fallaron del mismo modo en que fracasan los tuyos cuando friegas.
Eliminar “casi todos” los microbios de un animal es algo muy diferente a eliminarlos todos. De
una sola célula sobreviviente y persistente pueden surgir billones.

Reyniers, sin embargo, era mecánico por aprendizaje y tradición familiar, no un biólogo, por lo
que eligió una ruta diferente. Decidió usar herramientas industriales de metal, plástico y goma
para separar al animal del germen. El pulmón de acero acababa de inventarse, como también el
primer robot. ¿Y si él usara la misma clase de tecnología para construir un mundo libre de
microbios, y luego permitiera a las madres parir dentro de ese mundo? Noé puso animales en
pares dentro del arca. Reyniers pensó que podía retirarlos aparte.

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En caso de que Reyniers alcanzara ese objetivo, probaría ser el primer hombre de la historia en
producir un animal desprovisto de gérmenes -bacterias, arqueas, protistas, hongos e incluso
virus. Tal animal sería fascinante y moderno. También sería útil. Permitiría a los científicos
devolverle uno a uno los microbios, con el objetivo de entender sus efectos de una manera que
no había sido posible antes. Para ese momento se llevaban realizados ya cientos, quizás miles
de experimentos en cobayos, ratas, ratones y pollos, experimentos en los que se exponía a estos
animales a patógenos (así funcionan todavía hoy los complejos industriales de laboratorios).
Pero esos animales ya tenían en sus cuerpos cantidades desconocidas de otros microbios, cuyos
efectos son imposibles de saber. Reyniers pensó que podía cambiar lo que sabemos sobre cómo
funcionan nuestros cuerpos y, en el proceso, abrir la puerta a un nuevo modo de estudiar las
enfermedades.

Pronto se reveló que Reyners planeaba más que solamente crear el primer animal libre de
gérmenes. Deseaba hacer miles de ellos, cientos de miles incluso. Antes de que hubiera tocado
una rata o cobayo de laboratorio, imaginó un reino biológico entero, poblado de animales sin
gérmenes. Sería como una suerte de zoológico de seres vivos sin gérmenes. Cuando propuso el
proyecto al cuerpo de profesores y administradores de la Universidad de Notre Dame,
argumentó que llevaría cincuenta años cumplir no sólo con la creación de los primeros animales
libres de gérmenes, sino con su producción masiva y el estudio de sus generaciones. Ése era su
sueño, uno que parece el más improbable una vez que uno se entera que no era aún un profesor
titular. Tampoco era un adjunto, ni un becario posdoctoral; ni siquiera un estudiante de
posgrado. Era un estudiante de licenciatura de 19 años, un muchacho delgado con ropas de
hombre.

No estoy seguro de lo que haría si un estudiante de grado me solicitara permiso para usar una
gran sala y miles de libras de metal para realizar un experimento de cincuenta años de duración,
en el que fuera a eliminar gérmenes en cobayos, ratas, pollos y monos. Ninguna de las
respuestas que se me ocurren incluye las palabras “sí” o “OK”. (La frase “cuando los cobayos
vuelen” sí, en cambio, viene a mi mente) Reyniers, sin embargo, era aparentemente un hombre
extraordinario, lo suficiente como para que un decano en la administración de la universidad
dijera “sí” ante su pedido de un espacio en el Science Hall de Notre Dame, metal y un soplete.
Tal vez el decano no estaba prestando atención; quizás pensó que Reyniers era profesor. Pero
esos primeros días se materializaron, fueron el comienzo. Fue así como un muchacho comenzó
lo que era presumiblemente el proyecto más ambicioso en la historia de la microbiología.

El plan de Reyniers era tratar de obtener crías por cesárea, primero de cobayos, sin que se les
permita entrar en contacto con gérmenes, incluyendo aquéllos en sus manos, boca e inclusive
su aliento. Reyniers sabía que los fetos, humanos o no, están libres de microbios. Pensaba que
podía ser capaz de conservar este estatus, en vez de tratar de matar los microbios una vez que
se hubieran establecido. Los animales luego serían conducidos a vivir, aparearse y morir en un
mundo sin microbios. Reyniers inició lo que consideraba el trabajo de su vida, consciente de que
si las cosas salían de acuerdo con sus expectativas más optimistas estaría comprometido con el
proyecto hasta sus 69 años.

Usando las habilidades que había aprendido en el taller mecánico de su padre junto a sus dos
hermanos, quienes se convertirían en mecánicos, Reyniers comenzó a armar estructuras
metálicas, grandes recámaras en las que instaló guantes para alcanzar su interior y practicar
cirugías. Construyó muchas de estas recámaras, a veces con la ayuda de su familia, pero más
frecuentemente solo. Eran medio submarino, medio hospital. Día o noche, cuando alguien
pasaba por su pequeña habitación, podía verlo, soldador en mano. Era como un escultor o artista

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visionario. Cada tanto se distanciaba de lo que estaba haciendo para admirar su trabajo. “¡Mira
esa curva, ese perfecto cierre hermético!” Debe haber tenido sus dudas, pero si así fue nunca
se registraron. Las cosas fallaron más de lo que funcionaron durante años. Reyniers trabajó, al
menos en promedio, sin descanso. A veces incluso llegó a dormir junto a sus creaciones -un
pequeño hombre junto a grandes esferas de metal, cada una asemejándose al planeta Tierra.

Algunas partes del plan de Reyniers fueron fáciles de implementar. Desde el comienzo descubrió
que era capaz de más o menos esterilizar la superficie de las hembras, por ejemplo. Las madres
serían afeitadas y desplumadas (los gérmenes adoran el pelo, una realidad a la que volveremos
más adelante), bañadas en fluido antiséptico y luego cubiertas por un manto tratado con
antibióticos. Hasta ahí fue fácil. Cualquiera podía hacerlo, aunque supongo que se trata de un
afán poco común. Más difícil fue lo que Reyniers se propuso hacer después. Quiso tomar la
madre envuelta en el manto y transferirla al cilindro de metal donde sus crías nacerían por
cesárea. Hacer el cilindro de tal modo que estuviera desprovisto de bacterias era prácticamente
imposible. Los guantes tenían que estar sellados completamente herméticos, lo que llevó
algunos arreglos. Las juntas tenían fugas. Luego el aire en el interior de la recámara necesitó ser
esterilizado también. Finalmente estaba la cuestión de qué animal usar. Reyniers trató de usar
gatos, pero ellos arañaban los guantes, destrozando el sellado del cilindro y la piel de Reyniers,
pero no su resolución. Había ido demasiado lejos como para retroceder.

La historia registra sólo trazos del bienestar emocional de Reyniers mientras todo esto sucedía.
Es fácil imaginar que, en la medida en que trataba de hacer lo que había planeado por mucho
tiempo, se habría deprimido. Cuando cumplió los 20 no había podido aún producir una sola
recámara funcional. A los 26 tenía las recámaras, pero no había producido todavía un solo
animal libre de gérmenes -aunque no a causa de falta de esfuerzo. Muchos cobayos murieron.
Los gatos murieron. Los ratones murieron. Las ratas murieron. Incluso los pollos murieron.
Murieron porque la cirugía era difícil y tediosa (entre otras dificultades, en los primeros años
tenía que hacerse a través de gruesos guantes de goma), y porque en cada etapa del proceso
algunos individuos tenían que ser examinados, para asegurarse de que estaban libres de
gérmenes. Todo el calvario era agotador para los animales y para los
cirujanos/mecánicos/biólogos. Las probabilidades de fracaso de todo intento particular eran
simplemente mucho mayores que las de éxito. En estas circunstancias me habría vuelto loco,
pero Reyniers continuó, y en 1935, a la edad de 27, tuvo éxito. Basado en la exitosa “producción”
de una cohorte de cobayos libres de gérmenes, se presentó en público. Ni siquiera se preocupó
por escribir un artículo. Simplemente hizo el anuncio a la revista Time, y así se supo que el 10 de
junio de 1935 James Arthur Reyniers produjo los primeros animales libres de gérmenes del
mundo. Ahora la cuestión era si estas crías sin gérmenes iban a morir.

Reyniers había estado trabajando en el proyecto por tanto tiempo que durante el proceso
terminó sus estudios de grado y, sin un doctorado, fue contratado como profesor. En ese
momento uno imaginaría que él había olvidado la pregunta que deseaba responder cuando
comenzó todo. Pero no. La primera cosa que hizo cuando todo estaba finalmente funcionando
fue comparar los cobayos en las recámaras con los de afuera. Si Pasteur estaba en lo cierto, los
cobayos dentro de las recámaras morirían. Los microbios en sus intestinos y en la superficie de
sus cuerpos serían una parte tan vital de ellos que, con su ausencia, la vida fallaría.

Pero los cobayos sin gérmenes no murieron. De hecho, parecían tener más apetito y estar más
activos que aquellos que estaban fuera, con microbios. ¡Un éxito! Con el paso del tiempo, los
animales en los recintos parecían vivir más tiempo también, y nunca desarrollaron caries. Para
Reyniers ellos eran un modelo de lo que era posible incluso para humanos. Un artículo en la

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revista Popular Science en 1960 presentaba las recámaras como un mundo futurista en
miniatura, en el que los animales ya no eran susceptibles al capricho de los gérmenes. El
problema estaba, al parecer, resuelto inequívocamente. Se hacía mención del envío de humanos
libres de gérmenes al espacio, y, si no, de monos libres de gérmenes. La idea de que podríamos
hacer nuestros propios espacios de vida, como los de los cobayos de Reyniers, era tan obvia para
todos los lectores, tan implícitamente una parte de la historia, que difícilmente necesitaba
mención. En estas recámaras estaba el futuro, no sólo de la ciencia, sino también de nuestras
vidas. No era la biodiversidad ni el arca con pares de especies lo que se proyectaba al futuro,
sino lo contrario, sólo nosotros. Reyniers no sólo había alcanzado el primer grupo de sus
objetivos; había inspirado la imaginación de las masas, las llevó a creer que podríamos vivir como
sus cobayos, libres de gérmenes y prácticamente para siempre.

Con el tiempo, el espectro del proyecto de Reyniers continuó expandiéndose, incesantemente.


Notre Dame le otorgó espacios cada vez más grandes para su trabajo, y luego le fundó un
instituto. Su padre y él patentaron una serie de recámaras libres de gérmenes que aún se utiliza
y, quizás más importante, su visión se propagó por todo el mundo junto con sus animales. Hoy
hay cientos de miles, si no millones, de animales libres de gérmenes en el mundo, en miles de
recámaras. Estos recintos se han vuelto más sofisticados (ahora lucen más como burbujas y
menos como submarinos), pero en lo básico son los mismos. Son los descendientes de las
recámaras de Reyniers, y así son simultáneamente náuticas y monstruosas.

Reyniers triunfó fabulosamente en realizar lo que había imaginado a la edad de 19 años, gracias
tanto a su propia visión como a la gente capacitada (y por derecho propio visionaria) que él
contrató para trabajar a su lado, como Philip Trexler, quien lograría hacer recámaras más
pequeñas, más económicas y más fáciles de usar que los submarinos de Reyniers. Este último
no llegaría a la edad de 69 años para ver la validez de los cincuenta años de su proyecto, pero
poco importaba. Había conseguido un triunfo. Sus animales libres de gérmenes habrían de salvar
millones de vidas por permitir el estudio de enfermedades aisladas de otros factores. Sin
embargo, también tuvieron el efecto más amplio de llevar a los biólogos de todo el mundo a la
conclusión de que los microbios en nuestros intestinos son, en conjunto, malos. Pero Reyniers
había pasado por alto algo. Su descuido fue irrelevante para el uso de animales libres de
gérmenes en el estudio de las enfermedades. Finalmente, ése era y continúa siendo su gran
valor. Pero el error cobra importancia al momento de analizar la cuestión de Pasteur acerca de
lo que ocurre cuando eliminas los microbios de un cobayo o, en este mismo sentido, de un
hombre.

En el contexto de la cuestión de Pasteur -qué hacen nuestros microbios y qué debemos hacer
con ellos- las fallas no están en los experimentos de Reyniers, sino en su interpretación de los
resultados. Reyniers era un mecánico, entrenado en el uso de martillos y metales, no en carne
y células. No sabía de evolución, de ecología o de alguno de los otros campos que habrían
proporcionado un contexto a su trabajo. En la medida en que sus habilidades aumentaron con
el paso del tiempo, éstas se expandieron al gerenciamiento y a la captación de fondos, no a los
detalles de la vida. En este contexto se le puede perdonar el no haber prestado atención a los
matices de sus resultados, ignorando un cobayo muerto aquí o un gato muerto allá. El problema
fue que los biólogos llegaron a ver el mundo de los animales libres de gérmenes a través del
prisma de Reyniers. Él hablaba frecuentemente y con el peso de su instituto y sus logros. Su voz
vino a dominar el campo en tal medida que su interpretación se repetía como verdad. Con cada
conferencia o estudio la acentuaba, hasta que uno podía casi oírla como un coro: “¡mata los

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gérmenes! ¡Mata los gérmenes!” y seremos libres de nuestro pasado. Mata los gérmenes y
seremos más saludables y felices, así como los cobayos en sus mundos gigantes de metal.

Sobre la base del trabajo de Reyniers y otros trabajos de similares características llegamos a
creer que todos los microbios eran malos, y así hemos continuado limpiándonos, para hacer de
nuestras vidas algo más parecido a las de los cobayos en las recámaras. Si el experimento original
de Reyniers fue planificado para cincuenta años, el experimento societal, en el que hemos sido
los cobayos, llevó incluso menos tiempo para ponerlo en marcha. Pasamos de no usar
antibióticos en nuestros cuerpos a usar miles de toneladas de ellos en sólo unas pocas décadas.
Los antibióticos no han sido una burbuja. Nunca mataron -o matan- todos los microbios, pero
imaginamos que sí lo hacían. Los cobayos y ratas dentro de las recámaras vivían más tiempo, y
nosotros queríamos eso también, ser como ellos. Queríamos entrar a las recámaras del futuro,
donde estaríamos desprovistos de las plagas de nuestro pasado. Era tal nuestra confianza en un
futuro libre de gérmenes que muchos niños fueron criados libres de gérmenes (y carentes de
interacción física con otros humanos) durante un tiempo. Eran niños que no contaban con
sistemas inmunitarios y así, en caso contrario, no tenían posibilidades de sobrevivir. Los
limpiamos de microbios para que pudieran vivir. Hicimos eso con la esperanza, incluso la
suposición, de que una vida libre de gérmenes era a lo que nosotros nos dirigíamos. La burbuja
era, si no necesaria, inevitable, un futuro al que estos niños subían primero. Eso parecía.

Reyniers sabía de algunos problemas con su experimento, realidades irritantes de la persistencia


de la vida en evolución. Resultó ser que algunos virus pasaron directamente de la madre a sus
crías, y así eran imposibles de remover consistentemente. Algunas formas vitales están incluso
integradas en el ADN de la madre. En otras palabras, los cobayos, ratones y pollos estaban libres
de gérmenes, excepto esos gérmenes de los que no estaban libres. En sentido estricto, no hay
todavía animales totalmente libres de gérmenes, con la posible excepción de una cepa de ratas.
Más concretamente, algunos elementos del ADN microbiano que pasan de una generación a la
siguiente son necesarios. Sin el ADN microbiano en nuestra mitocondria, todos nosotros
moriríamos. Nuestra mitocondria son los descendientes de antiguas bacterias, descendientes
que viven en nuestras células y les ayudan a accionar. Al menos en este aspecto Pasteur tenía
razón.

Luego estaba el problema de que incluso los animales que parecían libres de gérmenes no
siempre permanecían en ese estado. Cada tanto un germen de alguna clase u otra se introducía
en las recámaras. Una sola bacteria o célula de moho era suficiente para contaminar las
recámaras. Había y hay miles de maneras de que una célula tal se introduzca, y una vez allí se
divida y conquiste. La naturaleza adora el vacío. Los microbios adoran la recámara del cobayo
sellada al vacío. En algunos casos, quizás la mayoría, los animales habrían de desmejorar cuando
se introdujeron gérmenes. Pero en otros casos la salud de los animales habría de mejorar. Estas
diferencias eran interesantes, pero también servían como recordatorio constante de que con
los avances tecnológicos también podrían llegar avances en la habilidad de los microbios, buenos
o malos, para introducirse. En un momento dado, Reyniers perdió diez años de su investigación
cuando entró a sus recámaras una bacteria patógena y mató a todos sus animales (momento en
el que él declaró a un periodista que, como la mayor parte de la gente, no tenía muchas décadas
para perder). Fueron gérmenes furtivos los que en última instancia mataron al niño de la
burbuja, el más famoso de los niños introducidos a recámaras libres de gérmenes. El niño de la
burbuja había sido antisépticamente trasladado a una recámara apenas nacido, porque carecía
de un sistema inmunitario. En el interior de su recámara fue criado por doctores hasta los 12
años. A esa edad quiso salir. Algo tenía que cambiar, y entonces se le realizó un trasplante de

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médula ósea en el intento de restablecer su sistema inmunitario. La operación salió bien, y hubo
esperanzas de que éste fuese un caso de triunfo del ego y la medicina sobre la enfermedad. Pero
luego el muchacho se enfermó. La médula ósea de su madre contenía un virus, que rápidamente
mató al muchacho. La persistencia de los patógenos en casi todas partes, sean virus, bacterias o
algo mayor, debería haber por sí sola descartado la idea de que pudiéramos lograr una utopía
sin gérmenes para nosotros. Podemos construir recámaras cada vez mayores (o casas cada vez
mayores repletas de más y más antibióticos), pero cuanto más grande el mundo del cual
queremos excluir a los microbios, más difícil excluirlos. Lo que es peor, aunque las especies que
se introdujeron en las recámaras de Reyniers eran a veces inofensivas, las especies que sortean
las barreras que intentamos erigir con toallas húmedas antibióticas, aerosoles antibióticos, etc.,
casi nunca lo son. Gérmenes furtivos, sin embargo, no son el único problema.

Uno de los primeros indicios del problema mayor proviene de las termitas. En la madera seca de
la Tierra existe un imperio de termitas, trillones de individuos, cada uno de ellos dedicado a vivir
de lo que ningún otro animal quiere. Piensa en toda la madera y hojas que han caído alguna vez.
Imagínatelos apilados, elevándose a tu alrededor. La mayor parte de las piezas de madera que
han caído alguna vez en la tierra ha sido consumida por las termitas. En el tiempo de los primeros
mamíferos, el mundo ya estaba repleto de sus casi transparentes cuerpos y sus largos, finos
como fideos, intestinos.

Las termitas sobreviven comiendo lo que muy pocos animales son capaces de digerir, los
nutrientes en la madera seca y las hojas, en particular aquellos inmersos en dos compuestos
difíciles de desglosar, lignina y celulosa. La lignina en particular es un alimento parco, putrefacto.
Fue por mucho tiempo poco claro cómo las termitas hacían exactamente este buen y necesario
trabajo. Entonces, a comienzos de los 1990s, Joseph Leidy -padre de la moderna microbiología
estadounidense y de la paleontología de los dinosaurios- abrió los intestinos de una termita.
Quién sabe lo que esperaba encontrar, ¿quizás su comida? Lo que él descubrió fue un tumulto
arremolinado de vida, multitudes que le parecieron a Leidy como gente que hombro con hombro
va saliendo de un atestado lugar de reunión. Esta multitud incluía bacterias, pero también otras
criaturas -protistas, hongos y animales más difíciles de caracterizar. Estos habitantes del
intestino de las termitas desarrollaron durante cien millones de años rasgos y conductas que les
permiten ser pasados de una termita a otra y, al hacerlo, conseguir un pasaje gratis a la madera
y las hojas. Las termitas, por su parte, desarrollaron intestinos que ayudan a sus habitantes. De
hecho, la variación de una especie de termita a otra tiende a ser en la forma y química de sus
intestinos. Esta variación favorece a diferentes microbios en diferentes especies de termita y,
con ellos, diferentes habilidades para digerir alimento. Algunas termitas tienen microbios que
son más capaces de comer tierra, otros son más capaces de consumir hojas, y otros más hábiles
para ingerir madera. Algunas termitas, a través de sus microbios, pueden en realidad extraer
nitrógeno del aire a su alrededor, igualmente capaces, en efecto, de comer ramitas y aire.

Como con los cobayos, una de las primeras cuestiones para las termitas era si sus microbios eran
necesarios. Seguramente los microbios parecían necesitar a las termitas, o al menos la mayoría
de ellos, pero ¿las termitas necesitaban a sus microbios? Con las termitas era más fácil examinar
esa cuestión que con los cobayos. Las termitas pueden ser calentadas o congeladas. El
congelamiento mata los microbios, pero deja a los animales mismos vivos. Puedes poner
termitas en una plancha de cubos de hielo por un tiempo corto y luego sacarlas de allí. Se
descongelan lentamente y después miran a su alrededor como si hubieran nacido de nuevo. (En
realidad lo hicieron de algún modo. Pierden toda memoria de olores cuando se enfrían, y
terminan incapaces de reconocer a su propia reina o rey). Es un experimento que puedes hacer

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en casa, siempre y cuando vivas donde las termitas viven y tengas un freezer. Cuando este
experimento se llevó a cabo por primera vez hubo sorpresa, al menos en el contexto del trabajo
de Reyniers. Cuando las termitas se enfrían o calientan y mueren sus microbios, las termitas
mueren. Continúan alimentándose por un tiempo, pero el alimento que ingieren pasa a través
de ellas sin ser digerido. Sufren hambre incluso cuando están rodeadas de madera. Sufren
hambre porque sin sus microbios son incapaces de digerir su preferida, pero dificultosa, dieta.

Nadie que haya estudiado vertebrados libres de gérmenes (ratas, cobayos, pollos, etc.)
consideró este trabajo sobre las termitas. Para tomarlo en cuenta habrían tenido que hablar con
la gente que estudia termitas. Esta gente hace la suya; conversan con los que estudian hormigas
y abejas sólo a regañadientes, y con los que estudian humanos menos. Hay unos pocos
centenares de ellos y son, en gran medida, felices de concentrarse exclusivamente en termitas
por el resto de sus vidas. Tampoco estaban los biólogos que se ocupan de vertebrados
particularmente preocupados con las termitas. Cada grupo hizo la suya e ignoró el hecho de que
dos cuerpos de pesquisa han arribado a conclusiones exactamente opuestas -una con la
inversión de decenas de años de trabajo y enormes cantidades de metal, y la otra con una
plancha de cubitos de hielo.

La diferencia en los resultados entre los experimentos sobre los intestinos de termita y los de
cobayos es relevante para toda la humanidad. Explica lo que Reyniers no entendió en el contexto
de la cuestión de Pasteur. No es que él haya cometido un gran error, necio por el orgullo. Falló
del mismo modo que gran parte de la medicina moderna falla; falló en poner su cuestión en
contexto, sea acerca de nuestros orígenes o de nuestras vidas modernas. Él quería hacer de los
cobayos sin gérmenes algo útil por medio de hacerlos sobrevivir, lo que hizo. Pero en el proceso
manipuló en forma involuntaria la competencia entre cobayos sin gérmenes y cobayos con
gérmenes, de manera tal que se hizo prácticamente imposible que sus cobayos libres de
gérmenes murieran.

Deberías hacer una pausa aquí para pensar en la diferencia entre el experimento con las termitas
y el experimento con los cobayos. Las respuestas son alimento, enfermedad y casualidad. La
historia del alimento es una de abundancia, una bonanza de últimas cenas. Las termitas, cuando
se les eliminaron las especies que viven en sus cuerpos, comieron lo que en realidad encuentran
en estado salvaje. Sin microbios, este alimento fue indigesto. La celulosa requiere de celulasa y
la lignina de lignasa para que se disgreguen en nutrientes usables. Las termitas producen muy
poco o nada de estas enzimas, por lo que el alimento que consumieron se asentó en sus
intestinos, donde los azúcares simples fueron digeridos pero la mayor parte de la madera y las
hojas pasaron al otro lado, en tamaño más pequeño, pero sin cambios. Los cobayos, por el
contrario, habían recibido tanto alimento como pueden haber deseado. Ese alimento estaba
enriquecido con todos los nutrientes que se puedan concebir, hasta que se asegurara que cada
uno de los cobayos tuviera lo suficiente de todos y cada uno de los nutrientes. Cuando una dieta
no funcionaba (es decir, cuando los cobayos morían, lo que ocurrió muchas veces) se probaba
con otra. La competencia entre cobayos con gérmenes y sin gérmenes se había realizado bajo
reglas que garantizaban el beneficio de los sin gérmenes. Para Reyniers, los animales eran
máquinas para ser puestas en funcionamiento con el mejor combustible posible. Eran como
automóviles de serie o motores a vapor que necesitaban simplemente ser alimentados con lo
que necesitaran. Pero los cobayos, como nosotros, no eran máquinas. La competencia en la que
habían evolucionado para competir, la de la selección natural, sucedió sobre una dieta de
alimentos silvestres, no óptimos, y tuvo lugar en el contexto de las enfermedades.

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Cuando los experimentos de Reyniers se repiten hoy, en recámaras mucho más pequeñas
generalmente hechas de plástico, los animales libres de gérmenes continúan progresando
relativamente bien. Pero hay una salvedad: se les tiene que dar más alimento para que alcancen
el mismo peso de los cobayos con gérmenes, y un alimento más rico en nutrientes que el que se
les da a los animales normales. Los microbios en los intestinos de los cobayos, como aquellos en
los intestinos de las termitas y, resulta ser, en los nuestros, proveen de enzimas de las que sus
huéspedes carecen, enzimas que habilitan a sus huéspedes a usar una mayor proporción de los
nutrientes en su alimento, especialmente aquellos nutrientes en los carbohidratos complejos
que uno encuentra en el material de las plantas, la llamada fibra. La bacteria Bacteroides
thetaiotaomicron, por ejemplo, que es común en los intestinos humanos, produce más de 400
enzimas relacionadas con la disolución del material de las plantas, enzimas que nosotros no
tenemos. Cuando el alimento es limitado, los microbios lo hacen menos. Los microbios en los
intestinos de los cobayos y, sabemos ahora, en los nuestros también, producen un 30 por ciento
más de calorías de la comida en comparación con lo que los huéspedes pueden producir por sí
mismos. Por cada alimento que tú comes hoy, esta cifra continúa siendo probablemente cierta.
Tus microbios te auxilian a obtener más de la comida, más nutrientes, pero también más
calorías, las quieras o no.

La segunda razón por la que los cobayos sin gérmenes mueren es que llegan a carecer de
vitaminas específicas, la K, pero también algunas vitaminas B. Sin los microbios, los vertebrados
(cobayos y humanos) no son capaces de sintetizar suficiente vitamina B o cualquier vitamina K.
Esta última funciona en cuerpos vertebrados, incluyendo el tuyo, coagulando la sangre (la “K”
es en realidad por “coagular”, o al menos la versión alemana de ello). Como adultos
almacenamos la vitamina K que obtenemos de la ingesta de plantas y de nuestros microbios.
Como recién nacidos, sin embargo, tenemos poca vitamina K y, al menos en el momento de
nacer, ningún microbio. El vacío tampoco lo llena la leche materna, pues es baja en vitamina K.
Históricamente, los bebés han obtenido su vitamina K de la rápida colonización de los microbios.
Cuando los recién nacidos no obtienen microbios en sus intestinos lo suficientemente rápido,
están en riesgo de desarrollar una enfermedad llamada, con poca inclinación al eufemismo,
enfermedad hemorrágica del recién nacido. Los bebés con esta enfermedad carecen de la
habilidad para coagular sangre y se encuentran en alto riesgo de sangrar hasta la muerte. Como
precaución contra esta enfermedad, se les da ahora a todos los recién nacidos en Estados Unidos
y el Reino Unido inyecciones de vitamina K. En países donde los niños no reciben uniformemente
tales inyecciones, la enfermedad hemorrágica es más común en bebés nacidos por cesárea (y
que por lo tanto tienen menos exposición a los microbios de la madre durante el nacimiento) y
parece estar incrementándose su frecuencia. Y así como los bebés que no han sido colonizados
todavía por microbios están en riesgo de enfermedades de coagulación de la sangre, así también
lo están los niños o adultos a los que se les ha suministrado antibióticos que reducen el número
de sus microbios y, al mismo tiempo, su capacidad para producir vitamina K.

Si nos reorientamos un poco y pensamos no en los cobayos y en los infantes modernos sino en
cambio en los antiguos homínidos, ya sea Ardi o sus descendientes, podemos volver a examinar
la cuestión de qué es exactamente lo que nuestros microbios hicieron alguna vez y si eran
patógenos (como creía Reyniers) o mutualistas. Ellos suministraban la vitamina K donde alguna
vez fue escasa, pero en igual importancia, nos permitió extraer calorías de nuestro alimento,
cerca de un 30 por ciento más. Más de estas calorías habrían sido convertidas en grasa en
nuestros cuerpos, lo que, por la mayor parte de nuestra historia, fue una gran cosa. En otras
palabras, fueron nuestros socios mutualistas. Cada año, pero en particular en los años de
escasez, sus ofrendas serían la diferencia entre vida y muerte. En la mayoría de los años de

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nuestra historia habríamos sobrevivido mediante nuestros microbios. Si uno tuviese que pasar
diez horas al día recolectando alimento sin microbios, el día de recolección se acortaba a siete o
incluso seis horas con los microbios. Los microbios ayudaron a que nuestros ancestros
obtuvieran más provecho de su alimento, como ya habían hecho con los ancestros de ellos, y así
hacia atrás decenas de millones de años. Tampoco fue ésta la única gran diferencia entre tener
y no tener microbios. Quedan aún los problemas de la casualidad y la enfermedad, y para
entenderlos necesitamos volver a Nita Salzman, Amy Croswell y sus ratones.

Amy Crosswell y Nita Salzman, recuerden, variaron los antibióticos que recibían los ratones en
su laboratorio. Ellas también, aunque no lo mencioné antes, sometieron algunos ratones, pero
no otros, al patógeno que causa la salmonela. Crosswell y Salzman se preguntaban si los
microbios nativos en los intestinos de los ratones podrían ayudar a prevenir la infección por
salmonela, actuando como una suerte de sistema viviente de defensa. Los microbios nativos,
después de todo, tendrían prácticamente las mismas razones para defender los intestinos que
los mismos ratones. Eran su pan con manteca (o, en este caso, su macerado gránulo de ratón).
Los ratones tratados con el patógeno y los antibióticos se enfermaron, pero los ratones
expuestos al patógeno que no tomaron los antibióticos no cayeron enfermos. Cuando se
suministra antibióticos, entonces, sería más factible que la salmonela invada sus cavidades
corporales a través de los intestinos. Además, sería más probable que los intestinos se inflamen.
En cambio, cuando se permite a los microbios nativos de estos ratones reestablecerse, la
salmonela ya no encontraría cómo pasar a la cavidad corporal. Sería repelida aparentemente
por los microbios nativos que compiten con ella, y al hacerlo así previenen que la salmonela se
establezca. Los antibióticos, en otras palabras, matan los microbios existentes en los intestinos
(sean los nuestros o los de los ratones), pero facilitan el acceso para cualquiera que quiera
meterse después. Si, por casualidad, sucede que éste último es un patógeno mortal, el resultado
es un ratón muerto o, en nuestro caso, un humano.

Tal vez la analogía ecológica más cercana para lo que Crosswell y Salzman observaron es el uso
de pesticidas para controlar las hormigas rojas. Las Solenopsis invicta fueron introducidas
accidentalmente en los Estados Unidos (y subsecuentemente en gran parte del mundo) desde
Argentina a comienzos del siglo XX. Cuando su presencia fue notada por primera vez en Mobile,
Alabama, y se observó que estaban expandiéndose, se decidió esparcir masivas cantidades de
pesticidas en las regiones afectadas. En el corto plazo los pesticidas consiguieron matar las
hormigas rojas, pero también mataron las hormigas nativas. En el largo plazo, la matanza de
hormigas nativas parece haber sido la consecuencia más importante. En esas áreas en las que
tanto las hormigas rojas como las nativas fueron eliminadas, las hormigas nativas se recuperaron
lentamente; no así las hormigas rojas, que parecen haberse esparcido más rápidamente en áreas
donde los pesticidas se habían aplicado. Del mismo modo es que podríamos esperar el avance
de los ejércitos invasores de microbios cada vez que un intestino se trata con antibióticos.

Tampoco es el trabajo de Crosswell y Salzman el final de la historia. Además de los cientos o


miles de microbios en nuestros intestinos, tenemos por supuesto microbios por toda nuestra
piel, en nuestro pelo y en nuestras bocas. Estamos cubiertos de muchas clases de vida. Hay
hongos incluso en nuestros pulmones. Estas formas de vida fueron poco estudiadas hasta ahora,
pero es concebible que también ayuden a protegernos, o al menos que algunas de ellas lo hagan.
Eso es incluso un problema más hoy, porque parecemos comprometidos en el uso de toallas
húmedas antibióticas para nuestras manos. Estudios recientes no encontraron beneficio alguno
de los antibióticos en desinfectantes para manos, jabones u otros productos para el hogar en lo
referente a prevención de enfermedades. Incluso más, tales productos tienen desventajas.

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Pueden conducir a la resistencia a los antibióticos y también matar bacterias buenas, creando
espacio para las malas, que si son resistentes a los antibióticos estarán muy contentas de
mudarse allí.

¿Qué significa todo esto para tus intestinos en el mundo moderno? Irónicamente, y gracias en
gran medida a Reyniers, somos ahora más parecidos a los cobayos de Reyniers o a una rata de
laboratorio que a nuestro potencial ancestro, Ardi. Al menos en los países desarrollados, la
mayoría de nosotros tiene mucho alimento disponible, y hemos intentado, aunque sólo parcial
e irregularmente, hacer que nuestro medioambiente sea “libre de gérmenes”. Una diferencia
clave, sin embargo, aparte del hecho de que nosotros, a diferencia de los roedores sin gérmenes,
permanecemos cubiertos de microbios, es que mientras la comida de los cobayos y ratas ha sido
optimizada para su salud, no puede decirse lo mismo de nuestras propias dietas. En países
desarrollados, las calorías adicionales generadas por nuestros microbios pueden en realidad
añadir leña al fuego. Todavía peor, los individuos obesos tienden a tener microbios más
eficientes, tanto en humanos como en ratones, ratas y cerdos. En particular tienden a tener
microbios que son mejores en la disolución de azúcares y grasas complejos. Los científicos han
trasplantado microbios de ratones gordos a ratones flacos, y al hacerlo engordaron a los
segundos. Todas estas características de los microbios que son eficientes en el uso de azúcar y
grasas se han convertido en perniciosas ahora que contamos con comida suficiente. Pero, por
otro lado, en países donde mucha (o en algunos casos incluso la mayor parte de la) gente pasa
hambre, es decir la mayoría de los países de la Tierra, el efecto de estos eficientes microbios y
de los microbios en general en la obtención de nutrientes es todavía muy beneficioso. Si tienes
microbios muy eficientes en la obtención de energía del alimento y pasas hambre, te van a
salvar. Si tienes esos mismos microbios y les das papas fritas, queso y pan blanco a diario,
probablemente te harán gordo. La diferencia entre nuestras vidas modernas y las vidas que
llevamos alguna vez cambiaron el efecto que nuestros microbios tienen sobre nosotros. Hubo
un tiempo en que ellos nos mantuvieron delgados, pero ahora nos convierten en gordos, aunque
todavía, parecería, menos proclives a enfermarnos de otros microbios.

Vivir en una burbuja sin gérmenes está bien, siempre y cuando estés solo y alguien te de todo lo
que necesitas, pero en una burbuja con fisuras y con una dieta mala, bueno, es una historia
completamente diferente. El chico que vivía en la burbuja se aterrorizó con el paso del tiempo
de la posibilidad de tener una fisura en la burbuja, a través de la cual los gérmenes pudieran
meterse. Nos hemos aterrorizado similarmente de los gérmenes a nuestro alrededor, gérmenes
que podrían introducirse a través de las barreras de nuestros antibióticos. Pero el problema no
es la posibilidad de una fisura -el problema es en primer lugar nuestra idea de que podemos
crear una burbuja para nosotros. Nuestros microbios son en gran medida buenos para nosotros.
Pasteur tenía razón; sin sus microbios, nuestros ancestros habrían muerto de hambre y
enfermedades. Sin nuestros microbios hoy podríamos ser más flacos, pero nos perderíamos los
nutrientes clave, y estaríamos en mucho más alto riesgo de enfermarnos. Parece probable que
en los años futuros nuestro frecuente uso de antibióticos haga que cada trocito de nuestro
alimento sea progresivamente menos nutritivo y de a cada patógeno a los que estamos
expuestos mejores posibilidades de apoderarse de nuestro cuerpo, pulgada a pulgada del colon,
intestino y estómago. Con el tiempo podríamos aprender a administrar mejor los tipos
particulares de microbio (los que ayudan con vitamina K, pero no los que ayudan a engordarnos,
por ejemplo), pero ese momento no ha llegado todavía. Tampoco es éste el final de la historia.
Para ello es útil volver primero a otras sociedades aparentemente más sofisticadas, las de las
termitas y hormigas, y luego ir al apéndice humano, que (a pesar de su nombre) es central en la
cuestión de quiénes somos.

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Sería justo preguntar cómo científicos y sociedad no han sido capaces de valorar a muchos de
nuestros microbios y, en vez de pensar en cómo ayudar a los buenos microbios, se han
concentrado en la tarea de matarlos a todos. Parte de la respuesta es que existió un momento
en que estábamos tan amenazados por enfermedades microbianas que matarlos a todos no
resultaba ser una idea terrible. Reyniers mismo podría también tener algo de culpa, en su fervor.
Pero la razón principal, yo diría, está relacionada con Babel. Una premisa central en ecología, y
en este libro, es que la naturaleza se repite con variaciones en unos pocos temas principales. Si
se entendiera cómo funciona un sistema ecológico, como los respiraderos de aguas profundas,
las lecciones aprendidas en ese sistema podrían ser aplicadas en otros. Los altibajos en las
poblaciones de linces que se alimentan de liebres son muy similares a las de los ácaros que se
alimentan de los ácaros del polvo en tu almohada. En este sentido, las lecciones que se aplicarían
a nuestros intestinos pueden ser cosechadas en muchos estudios ecológicos de mutualismos
entre animales y microbios. Hasta muy recientemente, los investigadores que estudian el cuerpo
humano no han aprendido esas lecciones, ya provengan de las termitas, de las hormigas o de
los tardígrados, a nuestra costa colectiva, aunque el problema no es su ceguera o falta de
perspicacia. Puede tener que ver con cambios más amplios que han tenido lugar en la ciencia en
los últimos cincuenta años, cambios que tienen su mejor modelo en Babilonia. La historia, como
la ecología, se repite. Ésta es la razón por la que Reyniers no entendió la real importancia de sus
resultados para la cuestión de Pasteur. Y es también la razón por la que continuamos sin
entender el lugar que nos corresponde en el universo retorcido de los seres vivos.

En la historia bíblica de la Torre de Babel, la gente de Babilonia se congrega para erigir un gran
edificio que llegue al cielo. Esta torre sería su gloria, su gran y ambicioso logro. Ladrillo por
ladrillo ellos lo levantaron, hecho de barro salpicado de sudor. Lo levantaron usando sus manos,
pero su lengua en común también ayudaba a coordinar sus esfuerzos -para gritar “¡aquí,
necesitamos un ladrillo!” y seguir levantando la torre, piso a piso. Su lengua es tan necesaria
para su empresa como las feromonas de las termitas y hormigas lo son para sus logros, o la
danza de las abejas para los suyos. La lengua los sujeta como un hilo, pero no todo lo que
comienza ambiciosamente termina bien. Dios castiga a esta gente por su arrogancia
dividiéndolos; los fuerza a hablar cientos de lenguas, un hecho que los separa. La moraleja que
típicamente se ha sacado de esta historia es la de las consecuencias de la ambición. Pero
también hay una segunda moraleja, implícita en el método elegido para dividir a esta gente -
que el fracaso de la comunicación conduce al fracaso. Algo análogo ha ocurrido en la ciencia con
índices crecientes en vez de decrecientes. Con ello, las líneas de ladrillos se han vuelto más
difíciles de asentar. Existen líneas previas, por supuesto, sobre las que apilar ideas de barro
cocido, pero ¿sobre qué se sostienen realmente? Aún más importante, ¿hacia dónde va esta
torre? Esas respuestas se han vuelto más difíciles de ver.

Observando la ciencia desde afuera, se podría esperar que, en la medida en que crece nuestro
conocimiento total, se gane una comprensión más amplia y completa de cómo funciona el
mundo. Colectivamente, podríamos. Las bibliotecas crecen. Pero para los individuos se ha vuelto
más difícil tener una perspectiva amplia. Los científicos de cada campo han desarrollado cada
vez más palabras y conceptos específicos para su cantera. Es ahora difícil para un neurobiólogo
entender a un nefrólogo, y viceversa, pero es difícil incluso para distintos neurobiólogos
entenderse entre sí. La habilidad promedio de un individuo para entender otros dominios
científicos se ha limitado. Para lograrlo, deben ser científicamente multilingües. Los políglotas
biólogos son la pieza más rara en el estudio de los humanos, donde los territorios están
finamente divididos. Uno podría pasar toda la vida estudiando una clase de célula del corazón
humano o algún atributo de la mucosa. Cuanto más dividido en partículas se halla un campo,

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menos probable es que surjan algunos tipos de gran descubrimiento. Los descubrimientos
mecánicos tienen lugar todavía cuando los científicos se esfuerzan, por ejemplo, para entender
cada pequeña parte del oído y cómo tales partes confluyen para hacer el sonido, pero pocos
individuos retroceden lo suficiente con respecto a lo que están observando para ser capaces de
realizar grandes avances conceptuales. Esos avances muy frecuentemente provienen primero
de científicos que estudian otros, más oscuros dominios de la vida, dominios en los que ellos son
aún, relativamente, sus propios reyes y pueden situarse a distancia de los brotes de profundidad.
Los ecólogos y biólogos evolutivos están entre aquellas tribus más oscuras que retroceden un
poco más (aunque menos de lo que antes lo hacían). Desde esa mayor distancia pueden a veces
ver lo que de otra manera fue pasado por alto, perdido, como si se tratara de una traducción.
Para realmente ver lo que está pasando uno necesita alejarse lo suficiente como para ver los
paralelos, las resonantes similitudes entre un campo u organismo y otro. Yo sugeriría que una
distancia ideal es lo suficientemente lejos (figurativamente) como para ver tanto los cuerpos de
las termitas como los cuerpos humanos, pero también la gran extensión del mundo ecológico.
Desde una distancia tal es difícil evitar ver las hormigas.

Las hormigas están en todas partes. Quizás el ejemplo clásico de interacciones entre una especie
(como la humana) y otra especie que vive en ella (como nuestros microbios) es el de la relación
entre hormigas y acacias. Las acacias proveen a las hormigas de albergue y pequeños frutos en
forma de pera a cambio de la protección que dan las hormigas a sus hojas. Las acacias con
hormigas crecen más saludables y más rápidamente que aquellas sin hormigas, ya que al premiar
a las hormigas, estas plantas obtienen una defensa contra otro grupo más costoso de insectos
herbívoros. En la historia de esta relación hay un obvio paralelo con la historia de nuestros
cuerpos y nuestros microbios. Pero se pueden encontrar también paralelos más cercanos -sólo
se necesita mirar a esas hormigas que cultivan.

Las hormigas granjeras son más como nosotros que cualquier otra especie. Las colonias de
hormigas granjeras o, como se las conoce mejor, cortadoras de hojas, son sociedades colosales.
Están compuestas de miles, a veces millones, de individuos estériles, todos haciendo lo que su
reina ordena. Como en cualquier sociedad, los individuos son imperfectos. Algunos toman malas
decisiones. Algunos son devorados. Algunos acarrean hojas tóxicas. Algunos caminan
persistentemente en la dirección equivocada. Pero en promedio hacen bien el trabajo, que
consiste en cargar trozos de hojas cortados con la mandíbula y dejarlos en el nido, donde se
esparcen como fertilizante para las huertas de hongos. El hongo produce cuerpos ricos en azúcar
-se podrían llamar frutas- que las hormigas dan de comer a sus larvas. Para las hormigas, el
hongo sirve como intestino externo, digiriendo las hojas de un modo que las hormigas no
pueden por sí solas. Diferentes especies de hormigas cortadoras de hojas (y hay muchas)
cultivan diferentes hongos. Las hormigas y los hongos se necesitan mutuamente. Los artilugios
que las hormigas han desarrollado para aprovechar los hongos son muchos y elaborados. No es
nada fácil cultivar hongos, y no obstante las hormigas raramente fallan. Tampoco es fácil, desde
la perspectiva del hongo, alimentar a las hormigas. Pero la huerta crece. La colonia crece. La piel
del abdomen de la reina se estira, nunca tan fina, en la medida en que se llena de huevos de
prosperidad.

Las colonias de hormigas cortadoras de hojas, culminación de la sofisticación del cultivo de


hongos, están repletas de detalles circenses. Las mínimas, las más pequeñas de las cortadoras,
van en las hojas, cuidando a las hormigas que acarrean esas hojas de las moscas empeñadas en
dejar huevos en sus cabezas. Las soldados, con cabezas protuberantes de músculos a expensas
del cerebro, cuidan el camino. Las hojas se cortan usando una casi perfecta vibración de las

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mandíbulas aserradas. Y, por supuesto, está la dama gorda, la reina, quien en algún lugar
profundo pone miles de huevos al día, cada uno tan particular y detallado como si hubiese sido
producido por Fabergé. Miles de biólogos tropicales se han sentado a observar el proceder de
esta civilización. Pocos han dejado de subrayar cómo estas ciudades de las hormigas se parecen
a las ciudades humanas. Es una comparación casi inevitable, aunque las hormigas en conjunto
también se parecen a un cuerpo. Cada individuo puede ser comparado con una célula
moviéndose alrededor del alimento, descartando las toxinas, haciendo su parte para mantener
viva la totalidad.

Las hormigas cortadoras de hojas son admirables, como lo son sus hongos. Juntos, ejemplifican
el grado al que una especie puede llegar a depender de otra. Pero los biólogos que estudiaron
el intestino humano no sabían de estas hormigas, al menos no más de lo podrías saber tú por
verlas en un especial del Discovery Channel, en y fuera de foco, o en comparación con el dedo
meñique de un humano. También, hasta tiempos recientes, elementos clave de la historia de las
hormigas cortadoras de hojas eran aún desconocidos. Todavía no estaba claro el modo en que
los simples sistemas inmunitarios de las hormigas cuidarían que el hongo, su intestino externo,
sea atacado por enfermedades. (Es una cuestión, puedes notarlo, análoga a la de cómo nuestro
intestino se cuida de ser invadido por bacterias que atacan sus partes internas.) Una huerta
descuidada tiende a ser devorada, particularmente en los trópicos, pero estos hongos crecen
relativamente puros y, aunque delicados, intactos. Tampoco era claro cómo las mismas
hormigas, rodeadas por el hongo, se cuidarían de ser infectadas por algún patógeno.

En la naturaleza, cuando las cosas no son comidas, hay una razón. Tienen mal sabor, toxinas, o
están defendidas de otra manera. Pero ¿qué es lo que mantiene a los demonios fuera de las
huertas de las hormigas y, por ello, de sus cuerpos que se conducen diariamente entre
microbios? La respuesta, sugerida recientemente, es “buenas” bacterias. Cameron Currie, un
biólogo que está ahora en la Universidad de Wisconsin, ha encontrado bacterias viviendo en
terrones especiales y en lugares difíciles del cuerpo de las hormigas. Las bacterias parecen ser
más abundantes cuando los patógenos son más frecuentes en las colonias de hormigas. Currie
ha argumentado que estas bacterias ayudan a las hormigas a defenderse de los microbios
“malos” en sus buenos hongos. Se ha sabido desde hace mucho tiempo que las bacterias
producen antibióticos (la mayoría de nuestros antibióticos, como la penicilina, provienen de
ellas, al menos originalmente). Las bacterias en las hormigas cortadoras de hojas pueden
producir antibióticos que repelen a los malos hongos (llamados Escovopsis) que atacan a los
buenos hongos de las hormigas. Las bacterias, en esta teoría, son las defensoras y socias de las
hormigas, cultivadas por las hormigas en sus cuerpos, usadas como piel sobre el hueso. Las
hormigas parecen mantener a las bacterias e incluso han desarrollado rasgos y quizás
recompensas que las mantienen interesadas en quedarse. Una explicación alternativa para las
bacterias es que en realidad defienden a las hormigas antes que a los hongos. Las dos ideas son
posibles. Mientras tanto, la idea de que nuestros cuerpos pueden cultivar buenos microbios para
nuestra defensa proviene primero de las hormigas. Y porque las hormigas son más fáciles de
estudiar que los humanos, las complejidades de la relación de las hormigas (aunque ya
polémicas) van a resolverse probablemente más rápido que las nuestras. Tanto si está en lo
cierto o no sobre lo que está sucediendo, Cameron Currie da los suficientes pasos hacia atrás
para notar algo interesante, algo que es aplicable a las hormigas, pero también resulta ser que
a nosotros.

Tendemos a pensarnos como complejos, o cuando menos complicados. En los viejos esquemas
estábamos en la cumbre de la gran cadena vital. Pero al mismo tiempo parecemos tener

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dificultades para imaginar que nuestras relaciones con otras especies son tan sofisticadas como
las de, por ejemplo, las hormigas. Pero nuestras interacciones son también elaboradas. Las
hormigas cortadoras de hojas eran simplemente, hasta tiempos recientes, mejor estudiadas y
con mayor perspectiva desde una distancia mayor. Somos más como una colonia de hormigas
cortadoras de hojas de lo que habíamos imaginado, en términos de cómo cuidamos nuestras
huertas microbianas. Nuestros apéndices, cuando no están rompiéndose, son claves para
justamente ese trabajo. Incluso cuando nuestros cerebros tratan de decirnos que las bacterias
en nuestros intestinos o sobre nuestra piel son todas malas, el apéndice murmura otras cosas.
De algún modo primitivo, silencioso, lo sabe.

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