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Reconozco que el estilo de la filosofía ofrece dificultades para su comprensión y obliga a una
atenta lectura. Mis filósofos preferidos, Kant, Hegel, Marx, Weber, Sartre, Merleau Ponty,
Adorno y Habermas, distan mucho de ser fáciles, pero su contenido es claro y comprensible.
El lenguaje de los filósofos posestructuralistas, en cambio, es deliberada e innecesariamente
difícil, una oscuridad que simula lo profundo y responde a concepciones irracionalistas. Lo
contrario del barroco sería, para González, la prosa sencillista de la “divulgación”,
descalificada como “didáctica de mercado”, “teoría liberal de la razón”, “idioma liberal
comunicacional” o, citando a Severo Sarduy, “reglas de intercambio capitalista”. El calificativo
“liberal” es usado en todos estos casos, con carácter siempre denigrante. Por ese camino se
está peligrosamente a un paso –que González no da– de reducir la libertad de expresión a un
formalismo también liberal, que debería ser regulada por un Estado “nacional y popular”. Es
necesario señalar que históricamente el liberalismo, junto a la democracia y el socialismo –
más allá de las deformaciones sufridas por esos términos–, fueron los pilares de la
modernidad y de la concepción racional laica, humanista y universal de la sociedad.
Hubiera preferido discutir con González y con el grupo Carta Abierta acerca de las similitudes
y diferencias entre esos términos, de los problemas esenciales de la filosofía política y de las
cuestiones políticas, sociales, económicas y culturales de la actualidad argentina que nos
preocupan, y sobre las que tenemos posiciones contrarias. Lamentablemente el tono
personalizado de la nota de Página/12 me aparta de esos temas.
Apenas si soy un invitado esporádico a los canales de cable en horario nocturno, el exiguo
espacio destinado a los intelectuales y también a los políticos de la oposición. Nunca hice
concesiones en mis fugaces intervenciones televisivas, eludí toda manipulación demagógica y
expresé lo que pensaba, a veces en contra de las ideas de los propios entrevistadores y aun
de lo esperado por parte del público. González dice ser mi lector desde los años 60 y
considera con cordialidad mi itinerario intelectual. No puede entonces llamarme escritor
mediático o proveniente de la “estética de los medios”, ni desconocer que treinta años antes
de aparecer por primera vez en la pantalla ya había sacado a la sociología de los claustros
para arrojarla a la calle. Además, uno de mis temas constantes ha sido la desmitificación del
delirio colectivo del fútbol, precisamente eje central del sistema televisivo. Esta confrontación
es descalificada por González como un “capricho de índole también liberal”, o como una
“curiosidad tolerada”, desconociendo las agresiones verbales que me costaron.
Debo a mi vez recordar la incongruencia entre la teoría y la práctica respecto a los medios del
propio González y de los intelectuales K. Los arrogantes académicos antimedios redactores de
Carta Abierta no vacilaron en recurrir a la radio y a la televisión –donde nunca hubieran
llegado por sus libros– para difundir sus declaraciones a favor del Gobierno. En cuanto a
González, recuerdo haberlo conocido un sábado de 1996 en un programa televisivo que
conducía Jorge Dubatti y compartimos con nuestro común amigo Carlos Correas. Luego, casi
siempre, nuestros encuentros tuvieron lugar en la televisión: en Los siete locos de Cristina
Mucci, en un programa de Chacho Alvarez donde participaron Juan Carlos Portantiero y
Nicolás Casullo, y en otro dirigido por Joaquín Morales Solá donde intervenían David Viñas y
Fernando Iglesias, aunque este último misteriosamente nunca fue transmitido. Estos nombres
de variadas tendencias muestran que los medios, con todas sus limitaciones y perversiones,
ya analizadas por Pierre Bordieu y por Giovanni Sartori, ofrecen, no obstante, algunos
resquicios. Estos son aprovechados también por los neopopulistas, y no hay por qué
reprochárselo. ¿Son tal vez los estudios de televisión a la hora de programas de poca
audiencia el equivalente de los viejos cafés donde escritores, artistas y políticos tenían la
oportunidad de conocerse? Mis relaciones con González se limitaron a los cafés de la calle
Corrientes y a esos estudios de Palermo Hollywood tan denigrados por él. Lo digo, aun
corriendo el riesgo de que, además del estigma de “intelectual mediático”, me endilguen el
de “filósofo de café”.