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sebreli: una respuesta a Horacio Gonzalez

El barroco y los medios


El sociólogo publicó el 31 de agosto pasado, en este mismo espacio, un ensayo
en el que rastreaba las influencias que moldeaban las decisiones intelectuales
de los Kirchner. El también sociólogo y director de la Biblioteca Nacional,
Horacio González, contestó aquel artículo el 19 de septiembre en “Página/12”.
Sebreli recoge aquí el guante, habla del deber de comunicar de la buena filosofía
e invita a González a debatir acerca de los problemas esenciales: las cuestiones
políticas, sociales, económicas y culturales de la actualidad argentina en las que
tienen posiciones encontradas.

Por Juan Jose Sebreli

Popular. Jean-Paul Sartre


expresaba sus ideas con sencillez,
porque buscaba llegar a una
audiencia masiva.
El que no escribe a la manera barroca es apenas un divulgador mediático; en términos
generales, ése es el núcleo de la nota de Horacio González “Barroco y política” (Página/12, 19
de septiembre) en respuesta a mi artículo “Neopopulismo latinoamericano” (PERFIL, 31 de
agosto). González se despreocupa de los temas principales que planteo, y toma sólo el
párrafo dedicado a la prosa barroca. Esto es coherente con la teoría posestructuralista,
asumida por González, que agota el contenido en el análisis de la forma. Mi posición respecto
a la estética barroca y a la prosa barroca como medio para difundir ideas no se limita a una
breve frase en un artículo: está desarrollada en libros que aún espero sean contestados por
quienes deberían sentirse aludidos, entre otros muchos adherentes a Carta Abierta.

Reconozco que el estilo de la filosofía ofrece dificultades para su comprensión y obliga a una
atenta lectura. Mis filósofos preferidos, Kant, Hegel, Marx, Weber, Sartre, Merleau Ponty,
Adorno y Habermas, distan mucho de ser fáciles, pero su contenido es claro y comprensible.
El lenguaje de los filósofos posestructuralistas, en cambio, es deliberada e innecesariamente
difícil, una oscuridad que simula lo profundo y responde a concepciones irracionalistas. Lo
contrario del barroco sería, para González, la prosa sencillista de la “divulgación”,
descalificada como “didáctica de mercado”, “teoría liberal de la razón”, “idioma liberal
comunicacional” o, citando a Severo Sarduy, “reglas de intercambio capitalista”. El calificativo
“liberal” es usado en todos estos casos, con carácter siempre denigrante. Por ese camino se
está peligrosamente a un paso –que González no da– de reducir la libertad de expresión a un
formalismo también liberal, que debería ser regulada por un Estado “nacional y popular”. Es
necesario señalar que históricamente el liberalismo, junto a la democracia y el socialismo –
más allá de las deformaciones sufridas por esos términos–, fueron los pilares de la
modernidad y de la concepción racional laica, humanista y universal de la sociedad.
Hubiera preferido discutir con González y con el grupo Carta Abierta acerca de las similitudes
y diferencias entre esos términos, de los problemas esenciales de la filosofía política y de las
cuestiones políticas, sociales, económicas y culturales de la actualidad argentina que nos
preocupan, y sobre las que tenemos posiciones contrarias. Lamentablemente el tono
personalizado de la nota de Página/12 me aparta de esos temas.

Lo opuesto al lenguaje barroco sería, según el reduccionismo de González, la “estética de los


medios”, ejemplificada por mi supuesta integración a los medios de comunicación masiva.
Debo recordar que, exceptuando un breve ciclo en un canal marginal junto a Tomás Abraham,
Horacio Sanguinetti y Antonio Carrizo, nunca he sido un profesional de los medios, a
diferencia de uno de los más notorios firmantes de Carta Abierta, que pertenece al elenco del
canal oficial. Tal vez a él se refiera González cuando habla de “patéticos esfuerzos para
adecuarse a las necesidades divulgativas”. Por lo visto, la armonía no reina entre los
intelectuales K.

Apenas si soy un invitado esporádico a los canales de cable en horario nocturno, el exiguo
espacio destinado a los intelectuales y también a los políticos de la oposición. Nunca hice
concesiones en mis fugaces intervenciones televisivas, eludí toda manipulación demagógica y
expresé lo que pensaba, a veces en contra de las ideas de los propios entrevistadores y aun
de lo esperado por parte del público. González dice ser mi lector desde los años 60 y
considera con cordialidad mi itinerario intelectual. No puede entonces llamarme escritor
mediático o proveniente de la “estética de los medios”, ni desconocer que treinta años antes
de aparecer por primera vez en la pantalla ya había sacado a la sociología de los claustros
para arrojarla a la calle. Además, uno de mis temas constantes ha sido la desmitificación del
delirio colectivo del fútbol, precisamente eje central del sistema televisivo. Esta confrontación
es descalificada por González como un “capricho de índole también liberal”, o como una
“curiosidad tolerada”, desconociendo las agresiones verbales que me costaron.

Debo a mi vez recordar la incongruencia entre la teoría y la práctica respecto a los medios del
propio González y de los intelectuales K. Los arrogantes académicos antimedios redactores de
Carta Abierta no vacilaron en recurrir a la radio y a la televisión –donde nunca hubieran
llegado por sus libros– para difundir sus declaraciones a favor del Gobierno. En cuanto a
González, recuerdo haberlo conocido un sábado de 1996 en un programa televisivo que
conducía Jorge Dubatti y compartimos con nuestro común amigo Carlos Correas. Luego, casi
siempre, nuestros encuentros tuvieron lugar en la televisión: en Los siete locos de Cristina
Mucci, en un programa de Chacho Alvarez donde participaron Juan Carlos Portantiero y
Nicolás Casullo, y en otro dirigido por Joaquín Morales Solá donde intervenían David Viñas y
Fernando Iglesias, aunque este último misteriosamente nunca fue transmitido. Estos nombres
de variadas tendencias muestran que los medios, con todas sus limitaciones y perversiones,
ya analizadas por Pierre Bordieu y por Giovanni Sartori, ofrecen, no obstante, algunos
resquicios. Estos son aprovechados también por los neopopulistas, y no hay por qué
reprochárselo. ¿Son tal vez los estudios de televisión a la hora de programas de poca
audiencia el equivalente de los viejos cafés donde escritores, artistas y políticos tenían la
oportunidad de conocerse? Mis relaciones con González se limitaron a los cafés de la calle
Corrientes y a esos estudios de Palermo Hollywood tan denigrados por él. Lo digo, aun
corriendo el riesgo de que, además del estigma de “intelectual mediático”, me endilguen el
de “filósofo de café”.

El lenguaje mediático es vinculado por González a la “divulgación” filosófica o sociológica,


acusándola de simplificadora. El lenguaje transparente se relaciona, en cambio, según mi
modo de ver, a la democratización del saber, a la creencia ilustrada en la potencial igualdad
de los hombres y la aspiración a una equitativa oportunidad de acceso al conocimiento. El
rechazo a la divulgación es una posición elitista y excluyente. Más que de barroquismo debe
hablarse de lenguaje hermético de sectas cerradas que, a la vez que reciben, otorgan en
forma exclusiva a sus iniciados prestigio cultural, influencia política y, en algunos casos,
apoyo económico.

El director de la Biblioteca Nacional dice que aplico superficialmente la filosofía de Sartre y


que ésta “no se presta a la divulgación”. Le respondo con palabras del mismo Sartre, en El
existencialismo es un humanismo: “Cuando se exponen teorías, se acepta debilitar un
pensamiento para hacerlo comprender y esto no es tan malo. Si se tiene una teoría del
compromiso es necesario comprometerse hasta el fin”.

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