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Los elementos de la Vida

El Caldo Primigenio

En la página anterior hemos visto cómo se formó el


sistema solar, los planetas y satélites y cómo éstos
evolucionaron hasta llegar a su situación actual.
Sin embargo, en el caso de nuestro planeta lo hemos
dejado en una etapa muy temprana de la historia, cuando apenas había empezado a formarse
una costra que posteriormente formaría la corteza terrestre y sobre ella soplaban los vientos
de una ardiente y asfixiante atmósfera de hidrógeno, metano, amoníaco y vapor de agua.

En los primeros lagos que se formaron en la superficie terrestre había numerosas sales
minerales, magnesio, azufre, hierro. El agua estaba a unas temperaturas muy elevadas y sobre
ella había una ardiente masa de aire compuesta de hidrógeno, metano, vapor de agua y
amoníaco. Todo esto ocurría en la más completa oscuridad, el Sol aún no había entrado en
ignición y la nebulosa solar impedía que se viera el más mínimo destello de luz estelar.

Pero a pesar de estas condiciones tan adversas, había una gran cantidad de energía.

Había dos fuentes de energía principales, una era el calor interno de la Tierra, provocado por
la constante caída de meteoritos, la presión interna, los terremotos continuos mientras el
planeta seguía asentándose y los elementos radioactivos de su interior. La otra fuente de
energía era la frecuente, casi continua formación de tormentas eléctricas en aquella atmósfera
de vapor de agua, metano y amoníaco bombardeada por partículas de polvo y gas que aún
seguían cayendo desde el espacio exterior.

Si no hubiese habido aporte de energía, todos los procesos químicos hubiesen seguido el
camino “cuesta abajo” de la entropía, es decir, la diferencia de temperaturas tendería a
equilibrarse y las únicas reacciones químicas que se producirían serían aquellas que
implicasen pérdida de organización, descomponiendo sustancias complejas en elementos más
simples.
Cualquier tipo de organización molecular estaría condenada al fracaso.

Pero había aporte de energía, grandes cantidades de energía que tenían que ser contenidas por
la materia que formaba el planeta.
La mayor parte de los átomos, principalmente los metálicos son capaces de almacenar una
gran cantidad de calor antes de combinarse con otros elementos. El aporte energético era tan
grande que se formaron numerosas aleaciones que dieron origen a las vetas que miles de
millones de años más tarde explotarían los mineros de todo el mundo.

Pero hay una serie de elementos (Carbono, Hidrógeno, Oxígeno y Nitrógeno, abreviados
como CHON) que necesitan menos cantidad de energía para reaccionar entre sí, o con otros
elementos. Son los átomos más pequeños que pueden completar su órbita recibiendo
electrones de otros átomos, de ahí que para ellos resulte sumamente fácil reaccionar con
cualquier elemento susceptible de aportarle electrones.
Los siguientes átomos de semejantes características (Silicio, Fósforo y Azufre) son los que
están inmediatamente bajo ellos en la tabla periódica de elementos, y también tienen una
cierta facilidad para formar moléculas entre sí o para combinarse con los elementos ya
mencionados. Por desgracia estos átomos son más grandes y pesados, por lo que para ellos es
más difícil (si no imposible) formar moléculas de una cierta complejidad, aunque sí que
pueden ser elementos auxiliares de complejas moléculas formadas por los antes indicados.

En aquellos primeros lagos saturados de sales minerales, fosfatos, sulfuros, silicatos, y


acariciados por una brisa de metano, amoníaco e hidrógeno, las moléculas reaccionaban con
otras moléculas y se formaban moléculas más complejas.
Algunas de estas nuevas moléculas no eran estables y resultaban destruidas, pero otras
combinaciones sí resultaban bastante estables, perdurando durante más tiempo y pasando a
formar parte de un caldo que cada vez se hacía más complejo.
Así, el azar iba generando compuestos, algunos más simples, otros más complejos. Por regla
general, las moléculas complejas eran capaces de almacenar más energía que las simples, y
como la energía abundaba, esto hizo que la complejidad del caldo primigenio fuera también
en aumento.

El hecho de que en aquel ambiente no existiese oxígeno libre permitía que las sustancias
creadas perdurasen hasta que un nuevo aporte energético pudiese desintegrarlas, pero debido
a la diferencia de características de las diversas moléculas, en los mares primitivos se produjo
una diferenciación por sustancias.

Cerca de las fuentes energéticas, (en aquella época las rocas radioactivas, los geíseres,
volcanes y las tormentas eléctricas) se creaban moléculas complejas. Debido a la distinta
densidad estas moléculas derivaban dentro del caldo primigenio. Si la nueva molécula
derivaba hacia una zona donde el aporte energético fuera excesivo sería desintegrada con
rapidez y sus componentes serían usados
para iniciar otras combinaciones.

Si la molécula derivaba hacia una zona libre


de aporte energético permanecía a salvo y
perduraba. Con el tiempo se formaron
"depósitos" de moléculas complejas en el
corazón de los lagos primitivos conteniendo
sustancias como formaldehído, ácidos
fórmico, acético y láctico, urea y hasta Glicina Urea
algunos aminoácidos simples como glicina y alanina.

El momento en que el Sol comenzó a brillar en el cielo supuso un punto de inflexión que
cambió las reglas del juego.
Por un lado hubo una nueva fuente energética en forma de rayos ultravioleta que
bombardeaban la superficie de los mares. Esto hizo que el número de moléculas complejas
que se formaban sufriese un incremento espectacular.
Por otro lado, los rayos UV no podían atravesar un determinado espesor de agua, de ahí que
las sustancias recién formadas, si eran más pesadas que el agua o quedaban en suspensión,
podían derivar hacia el fondo marino donde se mantenían a salvo de los rayos cósmicos que
pudieran desintegrarlas.
Por este motivo los mares se convirtieron en gigantescos depósitos de moléculas complejas.

Las corrientes marinas provocadas por el viento, las mareas, la diferencia de temperatura de
las aguas o incluso la explosión de volcanes submarinos, hacían que parte de las sustancias
creadas afloraran de vez en cuando a la superficie del mar, siendo sometidas a un nuevo
bombardeo de rayos UV. La mayor parte de las veces esto producía la disgregación de la
molécula, pero otras veces se fabricaban moléculas más complejas.
Con todo y con eso, el
balance seguía siendo
positivo, eran muchas más
las moléculas complejas
que se creaban y
depositaban en el fondo
marino que las que eran
devueltas a la superficie y
disgregadas. De ahí que la
composición del caldo
Adenina Ribosa primigenio siguiese
aumentando su complejidad
hasta el punto de que se formasen purinas y azúcares como la adenina y la ribosa,
componentes de los ácidos nucléicos.

Conforme aumentaba la complejidad del caldo aumentaba también la probabilidad de que se


formasen sustancias aún más complejas. Así, cuando el caldo estaba saturado de ácidos
nucléicos, purinas y azúcares, resultó inevitable que de esta mezcla surgiesen los primeros
nucleótidos e incluso algunos compuestos tan complejos como el Trifosfato de Adenosina
(ATP), uno de los componentes fundamentales de la vida.

Al examinar una molécula de ATP vemos que es una molécula sumamente compleja, su
fórmula cuantitativa sería

C10O13H16N5P3
No obstante, esta fórmula no revela la complejidad de la molécula, para llegar a entender
cuán compleja es tendríamos que fijarnos más bien en la fórmula estructural que nos revelará
mejor toda su complejidad.

Realmente, si tuviésemos que partir exclusivamente de los elementos que se encontraban en


la atmósfera primigenia, la probabilidad de que se formase ATP resultaría tan baja que sería
absurdo siquiera considerarla. Podrían pasar mil veces la edad del sistema solar y aún
podríamos estar esperando que se formase ATP a partir de agua, metano, amoníaco y las
sales de sulfuros y fosfatos que existían en el caldo primigenio.
Pero de este caldo primigenio no surgió el ATP, sino un caldo más complejo que el anterior,
en el cual surgieron moléculas más complejas que aumentaron la complejidad del caldo en un
ciclo que se retroalimentaba a sí mismo hasta hacer inevitable la formación de ATP.

De hecho, todo lo expuesto hasta ahora no son más que los pasos lógicos que debió dar la
naturaleza y que los científicos del último siglo han intentado ¡y conseguido! reproducir paso
a paso.
En 1953, Urey y Miller prepararon una mezcla de amoníaco, metano e hidrógeno por la que
hicieron pasar un serpentín con vapor de agua. Dentro del recipiente un electrodo generaba
una chispa eléctrica que atravesaba el gas. Sólo al cabo de 24 horas el caldo, originalmente
transparente, había adquirido una apreciable coloración rosada.
Una semana más tarde analizaron la muestra conseguida, de un fuerte color rojo amarronado,
y encontraron ácidos fórmico, acético, glicólico y láctico, ácido cianhídrico, urea y dos de los
aminoácidos más simples, glicina y alanina. Las cantidades de estas sustancias generadas no
eran pequeñas, no eran unas pocas moléculas, sino trillones, tanto que más de un sexto del
metano original que había en la mezcla se había combinado para formar sustancias más
complejas.

El experimento fue repetido por varios científicos con diversas variaciones a lo largo de
varios años, sustituyendo algunos componentes originales y usando luz ultravioleta en lugar
de electrodos y en todas las ocasiones se produjeron sustancias complejas y hasta algunos
aminoácidos más complejos que la glicina y la alanina que consiguieron Urey y Miller.
En 1961 Juan Oró, en la Universidad de Houston, añadió ácido cianhidrico al caldo
primigenio y del proceso obtuvo algunas purinas, entre ellas la adenina. En un experimento
posterior, en 1962, añadió formaldehido a la mezcla original y consiguió la síntesis de dos
azúcares distintos, la ribosa y la desoxiribosa, componentes de los ácidos nucléicos.
Desde 1963 hasta 1965, en el centro de investigación Ames de California se realizó una serie
de experimentos partiendo de compuestos que ya habían sido creados en experimentos
anteriores, como la ribosa, la adenina, fosfatos y otros, y sometiéndolos a iluminación con luz
UV. De estos experimentos surgieron compuestos cada vez más complejos, como adenosina,
ácido adenílico y trifosfato de adenosina (ATP).

Vemos pues que el proceso por el cual los mares primigenios fueron adquiriendo complejidad
no son solo teorías, sino que han sido comprobados por los experimentos de muchos
científicos modernos.

Ahora bien, todas estas substancias siguen siendo simples moléculas, incapaces de
equipararse a la complejidad de una célula viva.

El Origen de la Vida
Hasta ahora hemos visto cómo, desde la formación de los primeros mares, se inició un
proceso de creación de moléculas complejas.
El caldo primigenio llegó a contener un porcentaje muy elevado (un uno por ciento de TODA
el agua marina es mucho) de moléculas complejas, y entre ellas había gran cantidad de
proteínas y aminoácidos.
Las proteínas y aminoácidos tienden a unirse entre sí, en ocasiones al azar pero en otras
ocasiones forman estructuras regulares.
Así, Sidney Fox, un bioquímico norteamericano, descubrió que si se calentaba una mezcla de
aminoácidos se formaban largas cadenas de proteínas.
Y estas cadenas de proteínas al enfriarse se agrupaban las unas junto a las otras para formar
una membrana. Como resultaba que las cadenas proteínicas eran más anchas por un extremo
que por el otro, la membrana no era completamente plana sino que se iba curvando hasta
formar una esfera cerrada, tal como una pelota de ping-pon.
O como la membrana de una célula.

De hecho, el parecido de estas microesferas a una célula es notable, ambas son esféricas,
separan el interior de la esfera del interior, dejando pasar moléculas pequeñas pero siendo
impermeables a moléculas mayores de un tamaño determinado.
Debido a que uno de los extremos de la proteína tiene diferente carga eléctrica que el otro, se
produce un efecto de ósmosis que hace que el interior de la microesfera tenga una mayor
proporción de moléculas complejas en suspensión.

Fox hizo multitud de experimentos con estas microesferas añadiéndoles determinadas


sustancias y consiguió que aumentaran de tamaño, se contrajeran, extendiesen seudópodos e
incluso se dividieran formando grandes agrupaciones de microesferas.
Estas microesferas no eran células vivas desde luego, no eran más que membranas cerradas
en cuyo interior se podían agrupar moléculas complejas en una concentración superior a la
que se daba en el caldo primigenio, pero esto fue un nuevo paso en la evolución de la vida.
Antes de la creación de estas microesferas había un caldo más o menos homogéneo cubriendo
todos los mares con una solución de menos de un uno por ciento de moléculas complejas que
de vez en cuando eran bombardeadas por rayos UV.
Al formarse estas microesferas, cada una de ellas se convertía en un pequeño laboratorio en el
que la concentración de moléculas complejas era muy superior, y las probabilidades de que
con ellas se formaran moléculas más complejas eran aún mayores.

Es posible que debido a ello en algunas zonas de las costas donde las corrientes marinas no
fuesen muy fuertes se formasen colonias de microesferas. Estas colonias tendrían un aspecto
semejante al de la espuma marina y una consistencia coloidal, similar a la clara del huevo. En
cada una de estas colonias habrían millones de microesferas, cada una con distintas
concentraciones y combinaciones de elementos, cada una un laboratorio químico donde se
fabricaban nuevas sustancias, donde el azar realizaba nuevos experimentos.

A veces se creaban sustancias que hacían que la esfera se destruyera, otras veces se formaban
sustancias que las hacían destruir a las esferas cercanas, y otras sustancias las hacían crecer o
dividirse en dos o más esferas.
A pesar de todo, esto no era vida ni reproducción pues los actos de las microesferas seguían
siendo regulados por procesos externos, tales como los rayos UV, o el encuentro fortuito con
otras sustancias químicas, además de que las microesferas resultantes eran distintas a la
original.

La cantidad de microesferas que se creaban y destruían cada día en los mares primigenios
debían contarse por miles de millones.
Miles de millones de microesferas construyéndose cada día, cada una con una composición
distinta, cada una sometida a un ambiente distinto.
Día tras día, año tras año, milenio tras milenio.
Entre tal cantidad de experimentos surgieron esferas capaces de crecer alimentándose de otras
esferas de su entorno, pero que tarde o temprano encontraban en su camino una sustancia que
las destruía.
Otras esferas eran capaces de crecer hasta llegar a un tamaño tal que una reacción química en
su interior provocaba que la esfera se dividiera, quizás en dos, quizás en más esferas menores.
A veces las esferas resultantes eran parecidas a la original. Cuando esto ocurría aumentaban
enormemente las probabilidades de que las esferas hijas fueran tan complejas como la madre,
pero ni siquiera entonces se podía considerar que era vida, aún faltaba algo, un mecanismo
capaz de transmitir la información sin cambios desde la madre a todas y cada una de las hijas.

Este mecanismo es el ADN, una molécula sumamente compleja


compuesta de dos hélices que se enroscan la una sobre la otra y que
se mantiene estable flotando en un caldo de ácido nucléico
compuesto de numerosas moléculas de proteínas, aminoácidos,
enzimas y nucleótidos.
Cuando determinadas sustancias entran en contacto con un extremo
de la molécula de ADN, esta comienza a abrirse separándose las dos
hélices. Por el hueco que queda entre ellas penetra el ácido nucléico.
La mayoría de las moléculas de este ácido no encajan así que no son
afectadas por las hélices desemparejadas. Pero cuando un nucleótido
determinado pasa junto a su complementario en una de las hélices
divididas, queda fijado en su sitio completándose un escalón de la
hélice. Esto hace que la doble hélice se abra un poco más y en el
hueco ambas hélices se van completando con una copia
complementaria. Cuando el proceso llega hasta el extremo final de la
doble hélice original, cada una de las hélices ha generado a su
complementaria existiendo ahora dos hélices idénticas entre sí e
idénticas a la hélice original.

Por sí solo, el ADN tampoco es una sustancia viva, no podría


encontrar por sí mismo todos los nucleótidos necesarios para replicarse, pero en el interior de
una microesfera la concentración de nucleótidos puede ser suficiente para que el ADN pueda
multiplicarse.

Y aún así hace falta que el ADN se empieze a dividir al mismo tiempo que la esfera que lo
contiene, es decir que la sustancia que provoca la división del ADN debe fabricarse al mismo
tiempo que otra que provoque la división de la microesfera.

Son tantas las condiciones necesarias que harían falta una increíble cantidad de coincidencias
para que apareciera una microesfera capaz de reproducirse, si no fuera así no hubieran hecho
falta más de mil millones de años para que apareciera la primera célula viva.

Pero cuando esto ocurrió, las cosas empezaron a pasar muy rápido.

La creación de la Célula
La primera célula viva capaz de tomar alimento de su entorno para crecer y posteriormente
dividirse en dos seres idénticos surgió en algún lugar de los mares primigenios hace unos
3.500 millones de años, después de más de mil millones de años de experimentos en los
trillones de microesferas que poblaban el fondo marino.

Los procesos que realizaba esta célula estaban controlados por una serie de moléculas cuyo
funcionamiento estaba más o menos automatizado. La molécula estaba compuesta de varias
partes cada una de las cuales se ponía a trabajar ante determinadas sustancias químicas.
Algunas partes del ADN fabricaban sustancias que hacían que la membrana celular
extendiera seudópodos, y cuando estos seudópodos entraban en contacto con moléculas de un
cierto grado de complejidad se curvaban hacia adentro hasta devorarlas.
Cuando la concentración del ácido nucléico en el interior de la membrana era suficiente se
generaba una o varias sustancias que causaban la replicación de cada uno de los componentes
de la célula, incluida la membrana.

El proceso era sumamente delicado, tanto que las probabilidades de error eran de casi un
50%. De hecho a lo largo de casi mil millones de años se habían formado muchas veces
células similares, pero en las ocasiones anteriores la probabilidad de error era siempre
superior al 50%, por lo que aunque la célula hubiese podido duplicarse durante varias
generaciones a la larga el azar acababa por extinguirlas.
Lo que salvó a esta célula en particular fue el "casi". La célula se reprodujo por primera vez,
y fueron dos. De éstas, una pudo volver a reproducirse la otra no, y así durante varias
generaciones. En un momento determinado hubo otra célula que sobrevivió y fueron tres. La
cuarta célula tardó menos tiempo en aparecer y aún menos la quinta.
En cuestión de cien generaciones es posible que sólo se hubiese llegado a cien células, pero
aunque con lentitud la población siguió aumentando.

La tasa de errores era tan grande que el crecimiento de la población era muy lento, quizás
hicieran falta más de mil generaciones para que llegara a existir un millón de células, y aún
así sólo sobrevivirían las células que se encontraban en un medio ideal, con todos los
alimentos necesarios a su alcance.
Así, en determinadas zonas las células se encontraban con escasez de alguna sustancia y eso
incrementaba la probabilidad de errores en la replicación. Los errores en esa fase tan
temprana de la evolución se pagaban casi siempre con la vida, pero había veces que ese error
producía una descendencia ligeramente diferente con una leve ventaja o desventaja. Si el
error producía una desventaja, esa variación se extinguía, pero si el error provocaba una
ligera ventaja, por leve que esta fuera, aumentaba la probabilidad de supervivencia, y eso
hacía que la población descendiente de esa mutación fuese cada generación un porcentaje
mayor de la población total.

De esa forma, al mismo tiempo que la población de células seguía aumentando de forma
exponencial, los errores en la replicación crearon nuevas variedades, células diferentes. Al
cabo de varios miles de generaciones, quizás unos pocos años, las células se habían
multiplicado hasta ser trillones, cubriendo toda la extensión del planeta poblando los mares.
Y de todas las mutaciones producidas aquellas que implicaban menos probabilidad de
supervivencia habían quedado extinguidas, por lo que la probabilidad de supervivencia era ya
bastante superior al 50%.

Así, después de mil millones de años durante los cuales existió un caldo de cultivo cada vez
más complejo pero sin ninguna forma de vida, surgió por fin una célula con mas de un 50%
de probabilidades de supervivencia y en apenas unos pocos años se extendió por todos los
mares alimentándose de las substancias que se habían formado desde la formación del
planeta, creando diversas mutaciones, cada una con distintas probabilidad de supervivencia
pero todas mayores del 50%.

Había nacido el planeta de las células.

Eran células procariotas, sin núcleo, y existían en cada vez más variedades diferentes. Su
capacidad de supervivencia seguía estando cerca del límite del 50% pero las mutaciones
frecuentes hacían aumentar poco a poco esa probabilidad.
La probabilidad de supervivencia también variaba según el ambiente, de ahí que las células
fueran diferenciándose. Cerca de los trópicos, en el agua caliente, sobrevivían mejor algunas
variedades de células, mientras que otras medraban con más eficacia en climas fríos o
templados.
Algunas células sobrevivían mejor cerca de las playas mientras otras se agarraban mejor a las
rocas de los acantilados o formaban colonias en ensenadas o en las desembocaduras de los
ríos.

Todas estas células vivían consumiendo energía, y la manera de conseguir energía era
mediante la luz UV, de ahí que su zona ambiental estuviese reducida a pocos metros bajo la
superficie del mar.

La explosión demográfica de las células eucariotas tuvo otro efecto en el planeta. El caldo
primigenio que había en los mares, que durante mil millones de años había formado trillones
de microesferas y en los que se habían formado billones de toneladas de moléculas
complejas, fue devorado por las células recién creadas en apenas unos pocos milenios. Por
fin, tras varios cientos de millones de años en los que el mar parecía más un caldo proteínico
que agua, una gran parte de las sustancias alimenticias que había en los mares fueron
devoradas.
Hasta cierto punto no importaba, la membrana celular conservaba en su interior la
concentración de sustancias necesarias para su propia supervivencia, pero poco a poco, el
inagotable depósito de proteínas y sustancias orgánicas que rellenaba el fondo de los mares y
que había tardado mil millones de años en fabricarse, comenzó a agotarse.
La repentina escasez de alimento provocada por su propio crecimiento explosivo tuvo una
grave consecuencia: Aumentó la probabilidad de errores en la replicación y esto a su vez
disminuyó la probabilidad de supervivencia de las células. Afortunadamente los errores en la
replicación se traducían en mutaciones, nuevas variedades de células.
Las células que han llegado hasta nuestros días tienen una probabilidad de error sumamente
baja y su eficiencia es muy elevada. Cualquier mutación será, casi siempre perjudicial. Pero
en aquella época las células eran tan imperfectas que la probabilidad de que una mutación
supusiera una mejora era muy elevada, por tal motivo la escasez de alimento provocó el
surgimiento de millones de variedades diferentes de las células originales, y entre estos
millones de experimentos sólo sobrevivieron las células capaces de sobrevivir en los
ambientes en los que habitaban.

El siguiente paso evolutivo fue mucho más difícil. El hecho de que las células hubiesen
devorado en pocos siglos todo el alimento que había en los mares detuvo todo el proceso de
experimentos químicos que se habían producido hasta entonces. Los mares se llenaron de
células, pero por regla general el aspecto del planeta parecía más muerto que cuando el mar
era una masa coloidal de moléculas complejas encerradas en trillones de microesferas.
Debido a la diversidad de ambientes y temperaturas había cada vez más variedad de células
pero su viabilidad quedó reducida a ambientes muy restringidos. La misma fuerza que
fomentaba la evolución, los rayos UV, provocaba su estancamiento impidiendo que se
formasen estructuras más complejas.

Mientras tanto, el Sol había continuado el proceso de transformación de la atmósfera


primordial en atmósfera inerte de dióxido de carbono y nitrógeno.
Y también se había empezado a formar la capa de ozono.

Esto fue otro duro golpe para las células, siendo su principal fuente energética los rayos UV
la capa de ozono, opaca a estas radiaciones, redujo drásticamente el aporte energético del que
disponían.
Por entonces había células que tomaban energía de la luz visible, mucho menos rentable
energéticamente hablando, pero el debilitamiento de la luz UV provocó que proliferasen las
células capaces de procesar la energía de la luz visible.
Fue así como surgieron y se extendieron con rapidez las células con capacidad de
fotosíntesis, que se alimentaban de dióxido de carbono y agua y tomando la energía de la luz
visible generaban el alimento necesario para su crecimiento y supervivencia.
Estas células generaban Oxígeno como producto de desecho, y por regla general el oxígeno
en grandes concentraciones era un veneno para la mayor parte de la vida. Pero el porcentaje
de Oxígeno en aquel ambiente era muy escaso, apenas unas milésimas del aire.

La vida sobrevivió a duras penas, en un ambiente que durante varios millones de años se
había hecho más y más inhóspito, pero al cabo de esos millones de años había surgido una
variedad de células capaces de sobrevivir y medrar en el nuevo ambiente que se había creado.
Estas células eran lo que hoy en día conocemos por cloroplastos, y fueron la base para que se
formasen una variedad de algas que tomaban la atmósfera de CO2 generando cada vez un
porcentaje mayor de oxígeno en la atmósfera. Era el inicio del camino hacia la atmósfera
actual.

La variedad de células procariontas, sin núcleo, siguió aumentando. En ocasiones se


formaban células capaces de procesar el oxígeno, pero mientras la atmósfera carecía de
oxígeno dichas células se extinguían nada más surgir.
Pero cuando el oxígeno en la atmósfera empezó a suponer un porcentaje apreciable, un uno o
un dos por ciento, las células capaces de usar la combustión de oxígeno comenzaron a
multiplicarse, habiendo entonces dos variedades mayoritarias de células, las consumidoras de
CO2 y productoras de oxígeno y las consumidoras de oxígeno y productoras de CO2.
Se inició entonces el ciclo que desde entonces ha estabilizado la composición de la atmósfera
haciendo posible la existencia de dos tipos de seres vivos, las plantas y los animales.

La explosión de la vida
Mucho tiempo ha pasado desde entonces. De hecho, el siguiente paso evolutivo fue el más
largo, si la aparición de la primera célula procariota necesitó mil millones de años de
experimentos químicos, debieron pasar más de dos mil millones de años más para que del
mar surgieran las primeras células eucariotas, formadas por varias decenas y hasta centenares
de células procariotas encerradas dentro de una membrana y controladas por un núcleo donde
se encontraba una parte del código genético.
Si quisiéramos representar los principales hechos de la historia de la vida en la Tierra en una
escala graduada veríamos que en esta escala hay muy largas épocas durante las cuales,
sencillamente, no ocurre nada y de repente aparece una forma de vida que en pocos años
cambia por completo la imagen bioquímica del planeta.

Pero no es que en ese tiempo no ocurriera nada, la naturaleza hacía experimentos y creaba
nuevas formas, sea moleculares, sea celulares, hasta encontrar una clave evolutiva que
permitiese dar el siguiente paso en la evolución.

Y también hubo extinciones.

El Sistema Solar se formó hace ya más de cuatro mil quinientos millones de años, a treinta
mil años luz del centro de una galaxia que tiene cincuenta mil años luz de radio.
A lo largo de su existencia ha viajado en torno a la galaxia y en toda su historia ha dado más
de veinte vueltas alrededor de la Vía Láctea. En esta se producen con cierta frecuencia
choques de estrellas. La Tierra se ha librado de esos choques.

También se producen explosiones de Supernovas, explosiones capaces de destruir cualquier


indicio de vida no solo en los planetas que giren en su entorno, sino incluso en planetas de
estrellas vecinas. En esos más de veinte años galácticos la Tierra ha podido ser afectada por
alguna de esas explosiones.

También hemos seguido siendo bombardeados con una cierta frecuencia por la caída de
meteoritos, algunos de ellos con un tamaños de varios kilómetros, que han causado la
extinción de numerosas formas de vida.

Pero después de cada catástrofe la vida ha vuelto a ocupar de nuevo los huecos dejados por
las especies extinguidas.

Formación de la corteza terrestre.


4.700 Formación de los primeros mares.

4.500 Comienza el aumento de complejidad del caldo primigenio.


Aparición de la primera célula procariota
3.500 En un par de años se extendió por todo el planeta.
En un par de siglos devoró todo el alimento del mar primigenio.
1.500 Primeras células eucariotas, formadas con cloropastos, mitocondrias y núcleo.
700 Primeras colonias celulares. Organismos pluricelulares. Esponjas, corales.
La Explosión Cámbrica.
530 Aparecen cientos de miles de especies. Peces, Crustáceos y plantas.
Las plantas comienzan a poblar la tierra.
Gran extinción del Ordovícico. Causa desconocida
440
Acabó con el 90% de las especies marinas y terrestres
400 Anfibios e insectos
365 Gran Extinción del Devónico
300 Aparecen los dinosaurios
Gran Extinción del Pérmico. Causa desconocida.
225
Desaparecen el 95% de las especies existentes.
210 Gran Extinción del Triásico
200 Aparecen mamíferos y aves
125 Aparecen los primates y las primeras plantas con flores.
Gran Extinción del Cretácico (Caída de meteorito en la costa de Méjico)
65
Acabó con los dinosaurios y con el 70% de los seres vivos.
1 Aparición de los primeros homínidos.

Y a pesar de las cinco grandes extinciones conocidas hasta el momento, y de otras muchas
también conocidas pero de efectos más moderados, y de todas las que ocurrieran con
anterioridad pero de las que no tenemos indicios, la vida ha seguido experimentando,
evolucionando y creando seres cada vez más complejos.

Hasta la época actual

Conclusión
Según este proceso hemos de destacar que desde la aparición de los mares hasta la primera
célula procariota pasaron mil millones de años.
El salto hasta la primera célula con núcleo requirió el doble de tiempo. Esto no significa que
ese salto fuese más complicado, quizás fuera bastante sencillo pero la desaparición del caldo
primigenio redujo enormemente la capacidad de experimentación de la naturaleza.
Después hicieron falta 800 millones de años para formar el primer ser compuesto de más de
una célula.
Y sólo 700 en llegar hasta el hombre.

Es decir, que temporalmente estamos más cerca del primer molusco que éste de la primera
ameba. Y si de la ameba al hombre han transcurrido 1.500 millones de años, desde la primera
célula procariota hasta la primera eucariota pasó aún más tiempo, dos mil millones de años.

Hay quien piensa que la aparición de la vida es un milagro.

Lo es. Han hecho falta miles de millones de años de experimentos químicos para que
surgiera, y aunque en el último siglo hemos llegado a comprender muchas partes de ese
proceso, aún hay muchos otros fenómenos bioquímicos que desconocemos, pero que poco a
poco se irán desvelando.

También hay otras muchas preguntas, como por qué se necesitó tanto tiempo para que
apareciera una célula (bastante simple en comparación a nosotros) y tan poco tiempo para que
desde ella se alcanzase la complejidad de los seres humanos.

La respuesta parece ser aún demasiado compleja para que la bioquímica, la biología o alguna
otra ciencia similar nos pueda responder.

Pero algún día hallaremos la respuesta.

Esperemos estar allí para entonces.

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