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Me llamo Juan, de Edgardo Arredondo

José Castillo Baeza

« ¿Existen los milagros? La gente quiere creer». Tal es el estribillo que funge como enlace entre las
dos historias que se van alternando en la novela de Edgardo Arredondo que hoy nos congrega. A la
manera de William Faulkner en Las palmeras salvajes, el autor utiliza el contrapunto para mostrar
dos mundos ampliamente distintos pero al mismo tiempo coincidentes en muchos sentidos. De la
misma forma que el escritor yucateco Juan José Morales construye en su relato Mundos paralelos
la representación de un mundo a donde la modernidad occidental no ha llegado, y otro, donde
esta ha devorado todo, Arredondo teje en esta novela la historia de Juan y de Juan; uno, «el
Johnny», un empresario que ha conseguido llegar a la cima de eso que llaman «éxito» a base de
fraudes, engaños y sobornos, el otro, Juancho, un travesti cuyos tiempos de gloria han terminado
en un pueblo perdido de México llamado San Bartolomé.
A diferencia de la novela de Faulkner, donde las historias nunca llegan a cruzarse, en Me
llamo Juan coinciden en el clímax con el fin de generar un final tan vertiginoso como inesperado.
Edgardo Arredondo nos ha acostumbrado a una obra narrativa en la que el acto de contar se da
casi de forma pura, acción tras acción y diálogo tras diálogo.
La primera historia, la de «el Johnny», se mueve en el mundo de las grandes finanzas y de
los empresarios poderosos en una ciudad de México cuyas calles muestran el correlato de la
desigualdad. Efectivamente, «el Johnny» es un personaje que disfruta humillar a los vendedores
ambulantes, a los meseros, a los porteros de los edificios y, en general, a todo aquel que considere
un «nido de perdedores». La manera de pensar de «el Johnny« es un ejemplo claro de la cultura
del emprendurismo en la que los valores del mercado se trasladan a los rincones más íntimos de la
vida cotidiana. Palabras como «producción», «éxito», «competitividad», «rendimiento»,
«utilidad» forman parte ya de nuestro vocabulario cotidiano: «A ver si haces algo más productivo
que andar limpiando parabrisas, buey», le grita »el Jhonny» a un niño en un cruce de semáforos. Y
añade: «esta escoria de la sociedad es un subproducto de nuestra economía de mercado. Triunfan
los fuertes. Esta basura está conformada por pendejos sin aspiraciones».
Así, bajo esta ideología y a través del lavado de dinero »el Johnny« ha conseguido convertirse en
unos de los principales accionistas de Argos, una empresa de alto calibre que se dedica a elaborar
y vender fibra óptica. Mientras las aspiraciones del personaje apuntan llegar más alto a cualquier
costo, descubrimos también los intersticios de su vida personal: ha abandonado a sus ancianos
padres a su suerte, no pasa la pensión a su ex esposa y a su hijo (uno de varios y al único que
reconoce) y busca el desprestigio moral de uno de los accionistas más honestos de la empresa.
La otra historia nos traslada a un pueblo imaginario llamado San Bartolomé, ubicado en los
linderos de Michoacán y Jalisco. Ahí pasa sus días Juancho, padeciendo la «muerte social» por
tener sida, hecho que terminó con su carrera en el mundo de los espectáculos y de la televisión. El
mundo de esta historia no puede ser más distinto: se trata de un medio rural donde la religiosidad
de raigambre católica y las costumbres juegan un papel preponderante. Juancho es víctima de los
prejuicios y de la discriminación, su salud es altamente precaria y a duras penas consigue
encontrar un rol como promotor de lectura en una escuela primaria. De niño ha sufrido las
golpizas de su padre por su homosexualidad y el abuso sexual del párroco del pueblo.
Los contrastes morales entre los dos Juan Hernández son evidentes. Sus vidas se cruzarán
sin que ellos sepan cuando en un laboratorio de la ciudad de México se confundan los análisis


clínicos de manera tal que «el Jhonny» saldrá con VIH positivo mientras que Juancho regresará a
su pueblo pensando que está curado. Este es el hecho que detona el desarrollo de la trama pues a
partir de este momento, como en el Cuento de navidad de Dickens, «el Jhonny» se convertirá en
una especie de Ebenezer Scrooge transformado a partir de su encuentro con el fantasma del sida,
puesto que buscará resarcir los daños económicos y morales que ha causado. Lo cual lo llevará a
encontrarse con Mikel Tsang un empresario chino que opera una extensa red de trata de personas
que recluta jóvenes de Centro y Sudamérica para ejercer la prostitución.
Por otro lado, en San Bartolomé se extenderá la creencia de que Juancho ha sido curado
por San Toribio Mártir, patrón del pueblo, y por gracia de un «agua milagrosa» que
aparentemente emana de un retrato del santo. Así, Juancho será utilizado para lucrar con la fe;
algunos familiares suyos en contubernio con el predicador de un grupo religioso que se ha
separado de la Iglesia católica buscarán hacer un negocio de venta de milagros.
Como puede verse, ambas historias, la de «el Jhonny» y la de Juancho, son la
representación de dos Méxicos que coexisten: uno rural, católico y costumbrista; otro, moderno,
urbano, cosmopolita. En ambos la falta de solvencia moral de las personas degenera en
corrupción, abuso y engaño. Ambos inmersos en una cultura del individualismo que implica el
olvido de la solidaridad y de la convivencia.
Ya en De médico a sicario veíamos a los personajes de Edgardo Arredondo buscando hacer
el bien en un mundo adverso. Si bien Me llamo Juan raya peligrosamente en el melodrama y los
personajes llegan a sentirse planos, la reflexión ética que emprende Arredondo le lleva a mirar al
mundo empresarial, a la pobreza que se palpa en las calles, al mundo de las mafias, a las
instituciones eclesiásticas y a la discriminación diaria que no conoce clase social, pues como dijera
el narrador «el diablo se puede esconder debajo de cualquier disfraz».
Por ejemplo, la novela no establece una diferencia entre el párroco de la Iglesia católica
que abusa de menores, que mantiene relaciones sexuales con mujeres casadas y que exige el
pago del diezmo, y el predicador de la secta que ha decidido fundar una “Nueva Belén, la Tierra
Prometida de Dios”. En ambos casos la máscara es la misma. No hay diferencia, tampoco, entre el
empresario amparado en la ley y el mafioso fuera de ella; con marco legal o sin él, la impunidad es
la misma.
« ¿Existen los milagros?», se pregunta el narrador, pero esta vez añade: «Al menos la
explosión de fe que conduce a una persona a admitirlos puede mover montañas». Es decir, más
allá de los sacerdotes, las figuras, los santos, las imágenes o la religiosidad ritualista, existe la
terrena voluntad movida por la esperanza. Si hay milagros en esta novela, se trata de los que hace
la gente al repercutir con sus actos en los otros. Y por ello, muy adentro en las páginas de Me
llamo Juan se puede sentir la necesidad de encontrar algo auténticamente humano lejos de
cualquier tipo de espiritualidad de manual. Por eso creo que esta novela tiene más que ver con la
voluntad que con la fe. Y aunque a ningún lector le gusta que le den moralejas, en esta novela de
Edgardo Arredondo vale la exploración de eso que podríamos llamar lo genuinamente humano: la
reivindicación, a través de la literatura, de esos sentimientos nobles que ya no solemos
permitimos, a veces ni siquiera en las relaciones humanas más cercanas.

josecastillobaeza@gmail.com

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* Texto leído en la presentación de Me llamo Juan (Felou, 2018) el pasado 18 de marzo de 2018 en
el marco de la FILEY

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