espaiioles de la otra vertiente, enemigos irreconciliables de los franceses. Y en vista de
que seria necesario redactar una proclama y nadie sabia escribir, se pens6 en la flexible
pluma de oca del abate de la Haye, parroco del Dondén, sacerdote volteriano que daba
muestras de inequivocas simpatias por los negros desde que habja tomado conocimiento
de la Declaracién de Derechos del Hombre.
Como la Iluvia habia hinchado los rios, Ti Noel tuvo que lanzarse a nado en la
caifada verde, para estar en la caballeriza antes del despertar del mayoral. La campana del
alba lo sorprendié sentado y cantando, metido
hasta la cintura en un montén de esparto fresco, oliente a sol.
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LA LLAMADA DE LOS CARACOLES,
Monsieur Lenormand de Mezy estaba de pésimo humor desde su tiltima visita al
Cabo, El gobemnador Blanchelande, monarquico como el, se mostraba muy agriado por
Jas molestas divagaciones de los idiotas utopistas que se apiadaban, en Paris, del destino
de los negros esclavos. ;Oh! Era muy facil, en el Café de la Regence, en las areadas del
Palais Royal, sofiar con la igualdad de los hombres de todas las razas, entre dos partidas
de faradn. A través de vistas de puertos de América, embellecidas por rosas de los vientos
y tritones con los cartillos hinchados; a través de los cuadros de mulatas indolentes, de
lavanderas desnudas, de siestas en platanales, grabados por Abraham Brunias y exhibidos
en Francia entre los versos de Du Parny y la profesién de fe del vicario saboyano, era
muy facil imaginarse a Santo Domingo como el paraiso vegetal de Pablo y Vi
donde los melones no colgaban de las ramas de los arboles, tan s6lo porque hubieran
matado a los transetintes al caer de tan alto. Ya en mayo, la Asamblea Constituyente,
integrada por una chusma liberaloide y enciclopedista, habia acordado que se concedieran
derechos politicos a los negros, hijos de manumisos. Y ahora, ante el fantasma de una
guerra civil, invocado por los propietarios, esos idedlogos a la Estanistao de Wimpfien
respondian: "Perezcan las colonias antes que un principio.”
Serian las diez de la noche cuando Monsieur Lenormand de Mezy, amargado por
sus meditaciones, sulié al batey de la tabaqueria con el anim, de forzar a alguna de las
adolescentes que a esa hora robaban hojas en los secaderos para que las mascaran sus
padres. Muy lejos, habia sonado una trompa de caracol. Lo que resultaba sorprendente,
ahora, era que al lento mugido de esa concha respondian otros en los montes y en las
selvas. Y otros, rastreantes, mds hacia el mar, hacia las alquerias de Millot. Era como si
todas las porcelanas de la costa, todos los lambies indios, todos los abrojines que servian
para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacian, solitarios y petrificados, en el
tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro. Suibitamente, otro guamo alzé la
voz en el barracén principal de la hacienda. Otros, mis aflautados, respondieron desde la
afileria, desde el secadero de tabaco, desde el establo. Monsieur Lenormand de Mezy,
alarmado, se oculté detrés de un macizo de buganvillas.
Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro,
Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderndose de
las herramientas. El contador, que habia aparccido con una pistola cn la mano, fue cl
primero en caer, con la garganta abierta de arriba a abajo, por una cuchara de albafil.
Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la
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