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esto es, con el contenido esencial de lo ético y verdadero.

En este aspecto el ideal


clásico no conoce ni la separación entre interioridad y figura externa ni la escisión
entre lo subjetivo y por tanto abstractam ente arbitrario en fines y pasiones, por un
lado, y lo por tanto abstractam ente universal, por otro. La base del carácter debe
en consecuencia seguir siendo siempre lo sustancial, y lo malo, pecaminoso, malva­
do de la subjetividad que se repliega en sí está excluido de las representaciones**
de lo clásico, pero ante todo al arte aquí siguen todavía siéndole totalm ente extrañas
la crudeza, la m aldad, la infam ia y la atrocidad que hallan su lugar en lo romántico.
Ciertamente vemos también repetidamente tratados como objetos del arte clásico m u­
chos delitos, matricidios, parricidios y otros crímenes contra el am or familiar y la
piedad, pero no como meros horrores, tal como hasta hace poco estaba de moda
entre nosotros, como provocados, con la falsa apariencia de la necesidad, por la sin­
razón del llamado destino; sino que si los delitos son cometidos por los hombres y
en parte ordenados y defendidos por los dioses, semejantes acciones son cada vez
representadas** en algún aspecto con la legitimación efectivamente inmanente a ellas.

c) Paso a la gracia y el encanto

Pero, no obstante esta base sustancial, nosotros hemos visto el desarrollo artísti­
co universal de los dioses clásicos alejarse cada vez más de la calma del ideal hacia
la multiplicidad de la apariencia individual y exterior, hacia el detallamiento de los
acontecimientos, incidentes y acciones, que cada vez devienen más hum anos. Por
eso al final el arte clásico procede según su contenido a la singularización de la indi­
vidualización contingente, según su form a a lo agradable, encantador. Pues lo agra­
dable es el desarrollo de lo singular de la apariencia externa en todos los puntos de
la misma, por lo que ahora la obra de arte ya no sobrecoge al espectador afectando
sólo a lo interno sustancial suyo propio, sino que alcanza una relación múltiple con
esto también respecto a la finitud de su subjetividad. Pues precisamente en la reduc­
ción a finito del ser-ahí artístico reside la conexión más estrecha con el sujeto él mis­
mo finito como tal, el cual se reencuentra y satisface, tal cual es, en el producto ar­
tístico. La seriedad de los dioses se convierte en gracia que no estremece o eleva al
hom bre más allá de su particularidad, sino que le deja mantenerse en ella tranquila­
mente y sólo aspira a agradarle. Ahora bien, así como en general ya la fantasía, cuando
se enseñorea de las representaciones* religiosas y las configura libremente con el fin
de la belleza, comienza a hacer desaparecer la seriedad de la devoción y a este respec­
to corrom pe la religión en cuanto religión, así ocurre esto en la fase en que aquí esta­
mos, sobre todo por obra de lo agradable y grato. Pues lo agradable no desarrolla
lo sustancial, el significado de los dioses, sino que son el aspecto finito, el ser-ahí
sensible y lo interno subjetivo lo que debe suscitar interés y dar satisfacción. Por
consiguiente, cuanto más prevalece en lo bello el encanto del ser-ahí representado**,
tanto más la gracia del mismo aparta de lo universal y aleja del contenido únicamen­
te por el cual podría contentarse el más profundo abismamiento.
A hora bien, con esta exterioridad y singularizante determinidad con que es pre­
sentada la figura de los dioses se vincula la transición a otro ám bito de las formas
artísticas. Pues la exterioridad implica la multiplicidad de la reducción a finito que,
cuando tiene campo libre, se contrapone a fin de cuentas a la idea interna y a su
universalidad y verdad, y comienza a despertar la aversión del pensamiento hacia
su realidad ya no correspondiente.

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