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DIA MUNDIAL DE LA RADIO

Me parece recordar que en mi casa


hubo hasta tres radios.

Uno azul, colgado en la pared de la


cocina; uno rojito en el cuarto de mi
abuela Fina, y todo un señorón de
grande y hermoso, un Motorota, en la
mera sala.

Cada aparato tuvo su función y su


hora. El azul lo prendía mi madre a las
6 y media de la mañana para
amenizar los preparativos y el
desarrollo del desayuno.

Había un programa de música


popular, Reloj Musical de Soldado de
Chocolate, que llenaba la cocina con
los atrevimientos rítmicos de Dámaso
Pérez Prado o anunciando a gritos que
los marcianos llegaron ya y llegaron
bailando cha cha cha.

Al rojito le correspondía, al mediodía,


divulgar los vericuetos de las novelas
cubanas como El precio de una vida o
El juicio de los hijos. Cuando Olga
Lidia, odiosa como ella sola,
martirizaba a su media hermana Luz
Maria con groseros epítetos que la
obligaban a dejar la hacienda
paterna, mi abuela traspasaba los
muros de la ficción y explotaba:

-¡Qué mala eres, desgraciada! Ojala


te perdone Dios.

En ese mismo receptor, como a las 2


de la tarde, se escuchaban las
aventuras siempre joviales de Dzitrillo
y Huachahuech, traslado a las ondas
sonoras de la tradición de la familia
Herrera en el teatro regional. ¿A
dónde no iba aquella pareja de
yucatecos imaginativos? Derroche de
gracia y buen humor.

Mi abuela escuchaba también el


Rinconcito Bohemio y el espacio con
el trío Los Cocheros, así como La hora
porteña llena de boleros de gran
calidez y la Revista Musical del
chocolate Pérez.

Pero era el Motorola el destinado a las


horas del atardecer y de la noche.

A las seis, mi padre conectaba la


antena transoceánica para atrapar el
noticiario de Radio Nacional de
España. Me intrigaba que el programa
se dividía en dos secciones: noticias
de España e Hispanoamérica y notas
del extranjero. Es decir, nosotros,
quienes hablábamos la lengua de
Cervantes, no éramos extranjeros.
Una hora antes, a las cinco, recién
llegado de la escuela, me acomodaba
a escuchar el programa favorito de
todo pequeño, la cita con Gabilondo
Soler, el irrepetible Cri Cri…sonreía
con el niño escrupuloso para
merendar, lloraba con la muñeca fea,
me enternecía también con la Patita y
su rebozo de bolita. Que simpático
era el negrito bailarín, que ridículo el
ratón vaquero.

Recuerdo con imborrable gratitud las


noches de los domingos. 8 en punto.
Todas las estaciones de la República
se enlazaban en la Hora Nacional. El
Guapango de Moncayo era el pórtico
sonoro para un raudal de datos de la
Patria. Paginas de historia, lecciones
de conformación geográfica de
México, leyendas de cada etnia y
descripción de guisos cuya
elaboración era una obra de arte.
Sentado junto a mis padres
experimentaba la sensación de
pertenencia a una familia gigantesca,
orgullosa del pasado, esperanzada en
el mañana. A lo mejor era un ingenuo,
pero me conmovía la pasión de
Allende y el martirio de Morelos;
parecían nacer en mis ojos la rebelde
ilusión de Javier Mina y el
atrevimiento oratorio de Ignacio
Ramírez, el Nigromante.

Pero, en aquellos domingos, el


instante más intrigante – prohibido
para mí – llegaba inmediatamente
después, a las 9 de la noche. En la
XEW, la voz de América Latina desde
México, comenzaba Apague la luz y
escuche presentada y actuada por
Arturo de Córdova, mas conocido en
Mérida como el Macanudo García.

Ese programa era mi gusto y mi


susto. Desde la hamaca, aguzando el
oído, sentía como se me erizaba la
piel cuando, después de No tiene la
mejor importancia, descubrían vacía
la tumba de un rico empresario o
desaparecía una ama de casa sin
dejar rastro alguno.

De aquellos años y esos instantes de


la radio saco en claro cuanto ejercicio
de imaginación debíamos hacer para
disfrutar cabalmente con las
transmisiones.

Cada personaje de radionovela tenia


un rostro distinto según el oyente.
Todo el ambiente, la atmósfera, era
producto de nuestros propios ideales,
según la edad, el sexo y la condición
social.

Mirándome en el temblor de aquellas


ondas sonoras, como pequeñas cifras
en el azogue del tiempo, yo quedaba
malherido en las series detectivescas;
descansaba entre el follaje de las
canciones de Luis Alcaraz; anhelaba
pertenecer a ese mundo del grillito
cantor o del abuelito cuenta cuentos.

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